Inmanencia, eternidad, poder

Muñiz, R. (2022). Inmanencia, eternidad, poder. Círculo Spinoziano. 2(3), 101-119.

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Rafael Muñiz – Inmanencia, eternidad, poder

 

Resumen: En la filosofía de Spinoza el tema de la eternidad es recurrente, pero es en el periodo de madurez del neerlandés que este encuentra su forma definitiva, así como su mayor productividad conceptual. En la Ética y en el Tratado político, el concepto de eternidad es utilizado de forma no trivial, pues podría afirmarse que se presenta como un régimen ontológico alternativo al de la temporalidad que se erige como hegemónico luego de la revolución copernicana de Kant. Las implicaciones de una alternativa a dicho régimen ontológico general –la temporalidad– son de largo alcance pues, en la lógica-ontológica spinoziana, la eternidad como existencia misma es ajena a toda duración y da pie a un pensar de la necesidad que piensa a la naturaleza y su red causal inmanente de forma no teleológica. Así, afirmamos como tesis central que Spinoza fundamenta en la Ética su teoría de la eternidad como la existencia misma de la sustancia, para luego producir espacio para la actividad de la razón en las verdades eternas, y terminar con la fina distinción entre la inmortalidad del alma y la eternidad de la misma; mientras, por su parte, en el Tratado político, la eternidad es el régimen ontológico general en el que se inserta la política y luego es reconducido a su instanciación política como la resistencia del Estado a su destrucción. Ambos usos son consistentes entre sí y ayudan a comprender la profundidad de la naturalización a-teleológica de la potencia en el sistema spinoziano.

Palabras clave: inmanencia, eternidad, potencia, política.

 

Abstract: In Spinoza’s philosophy, the theme of eternity is recurrent, but it is in the period of maturity of the Dutch that it finds its definitive form as well as his greatest conceptual productivity. Both in the Ethics (E) and in the Political Treatise (TP), the concept of eternity is used in a non-trivial way, since it could be said that it is presented as an alternative ontological regime to that of temporality that stands as hegemonic after Kant’s Copernican revolution. The implications of an alternative to this general ontological regime –temporality– are far-reaching since, in Spinoza’s ontological logic, eternity as existence itself alien to all duration and enables a thought of necessity that thinks of nature and its immanent causal network in a non-teleological way. Thus, we affirm as a central thesis that Spinoza, in the Ethics, bases his theory of eternity as the very existence of substance, to then produce space for the activity of reason in eternal truths, and end with the fine distinction between immortality of the soul and its eternity; while, on the other hand, in the TP, eternity is the general ontological regime in which politics is inserted and then is redirected to its political instantiation as the resistance of the State to its destruction. Both uses are consistent with each other and help to understand the depth of the a-teleological naturalization of power (potentia) in the Spinozian system.

Key Words: immanence, eternity, power, politics.

 

1. Introducción

El concepto de eternidad tiene distintos usos en la filosofía de Spinoza, pero siempre en abierto desafío a lo que la tradición suele entender, a saber: i) como una duración infinita o, de manera aún menos clara, ii) como un tiempo infinito. Ambas formas de comprender y definir la eternidad son rechazadas por el filósofo neerlandés por no dar cuenta de la existencia tal y como la razón la puede pensar, o por requerir de algún recurso trascendente, que entra en abierta contradicción con su filosofía de la inmanencia absoluta que no acepta recursos externos al plano inmanente. Pese a su apariencia extremadamente abstracta, el concepto de eternidad en Spinoza cobra actualidad y concreción, al ser constantemente utilizado para hablar acerca de la existencia política y la vida de la mente humana (mens humana). La eternidad en Spinoza, lejos de ser un concepto de raigambre teológica o de cuño estrictamente metafísico, está arraigada en la existencia de las cosas singulares en tanto que hallan la fuente de su esencia en la sustancia y su potencia absoluta y necesaria (E1p34, E1p35, E1p36), a la que todas las cosas singulares son inmanentes (E1p16, E1p16d, TTP IV, p. 57). Sin embargo, para transitar desde la lógica-ontológica de la esencia hasta la dinámica conativa-afectiva de los objetos singulares es preciso recorrer el camino de la potencia, es decir, la senda de la eternidad que es trazada por el propio Spinoza en su Ética a veces de manera subyacente y a veces con un mayor protagonismo. El fin de dicha senda es la autoliberación del individuo, la existencia según la propia naturaleza (E1d7), de acuerdo a la guía de la razón (E2p49e, E4p18e, E4p54e). Sin embargo, hay un paso de la eternidad por lo político en que la vida humana está inmersa (E4p37e2, E4p40, E4p40d, E4p73, E5p10e; TP 1/7, TP 2/2-6). En este breve texto, intentaré recorrer el camino de la eternidad en la parte más madura de la filosofía de Spinoza, a saber, aquella que comprende la Ética y el inconcluso Tratado político en el que se hace patente la riqueza del concepto de eternidad, así como el aporte explicativo tanto en lo ontológico, como en lo político.

 2. Eternidad en el Tratado político

Podría pensarse que existe un hiato insalvable entre estos dos argumentos de alcance ontológico general y el punto específicamente político abordado en el TP. Para la tradición filosófica luego de Kant, los conceptos desarrollados en la ontología no pueden aplicarse de manera directa en la filosofía política, sino que requieren de un trabajo, de múltiples mediaciones y especificaciones. Spinoza está lejos de pensar que la ontología se debe quedar como un área aparte y que sus conceptos no puedan ser utilizados para la política; basta con ver los capítulos IV, VI, XII, XIV, XV, XVI, XVIII, XX del Tratado teológico-político (TTP) y, sobre todo, la totalidad del TP, para contemplar el talante de la filosofía spinoziana: pensar la inmanencia en cada región del ser no es sino tener la idea adecuada de la Naturaleza, producir un conocimiento verdadero de lo real. Por ello, la filosofía política no está ubicada en una región especial, en un reino ajeno a las verdades eternas de la Naturaleza a manera de un imperium in imperio (E4Praef), sino que, como cualquier otro punto del orden inmanente de la sustancia, la política manifiesta la misma potencia de la Naturaleza, solo que de un modo cierto y determinado (E1p26, E1p26d). En el TP, Spinoza pone en movimiento su andamiaje ontológico para explicar la naturaleza del poder político y con ello introducir la forma específica en que la inmanencia se presenta como duración en la existencia humana. Spinoza aborda la política porque es uno de los temas fundamentales a los que apunta su filosofía, misma que está orientada a conseguir la libertad, tanto en lo individual como en lo colectivo: el animal humano solo puede alcanzar dicha libertad bajo las condiciones adecuadas; de lo contrario, superar la mera circulación de la sangre (sanguinis circulatione) (TP 5/5) se convierte en algo imposible. Para el Spinoza no se trata solo de conseguir un orden político capaz de albergar la libertad en él –como parece ser el tema en el TTP–, sino de comprender la dimensión humana en su forma más claramente conflictiva y atravesada por los afectos y las pasiones y hacerlo desde las bases del sistema filosófico que ha construido (TP 1/1, TP 1/3-5). Precisamente por eso la primera mitad del TP está dedicada a ubicar la política en el orden de la naturaleza y a la potencia de la multitud como central en el proceso de formación del orden político (Saar, 2012, 61).

 3. Eternidad como potencia divina

Spinoza, luego de un capítulo dedicado al método con el cual realizará su investigación sobre la política, retoma lo avanzado en sus dos tratados concluidos con respecto al derecho natural y civil, así como al pecado, el mérito, la justicia, la injusticia y la libertad humana (TP 2/1), para profundizarlo o ponerlo en movimiento en la explicación de la dimensión política afirmando que hará una exposición apodíctica de eso mismo avanzado. Es en TP 2/2 donde aparece por primera vez el término eterno, calificando a la potencia de Dios. Spinoza abre el ya mencionado parágrafo hablando sobre la posibilidad de concebir adecuadamente lo existente y lo no existente, es decir, de la igualdad que se observa en la esencia ideal de una cosa natural antes, durante y después de su existencia, para de ahí concluir que la esencia de las cosas no puede explicar su origen, final ni perseverancia en la existencia, como resultado de ello afirma: “De donde se sigue que el poder por el que existen y, por tanto, actúan las cosas naturales no es distinto del mismo poder eterno de Dios (Dei aeternam potentiam)” (TP 2/2). La potencia eterna de Dios es la causa inmanente (E1p18, E1p16, Ep16d, E1p18, E1p33d, E1p35, E1p36) por la cual todas las cosas naturales surgen a la existencia, por lo que se produce un horizonte de inmanencia absoluta en el que no se compartimentan las causas y los objetos dentro de ordenamientos especiales o regímenes de excepción ontológica en la naturaleza.

    Spinoza produce una ontología en el que el orden natural es la eternidad misma, no solo la regularidad de la naturaleza observable, sino la totalidad de la naturaleza en su perpetua afirmación. La inmanencia del mundo es otra forma de decir eternidad, por lo tanto no hay referencia temporal alguna, y el tiempo que juega un papel fundamental en la construcción de la filosofía después de Kant –donde ha llegado a convertirse en el régimen ontológico por excelencia–, no es sino una ficción que encubre la irregularidad y asimetría de las relaciones entre objetos y movimientos de cuerpos en el plano de la inmanencia absoluta en el cual se resuelve todo en el conflicto de potencias, formas, duraciones y afectividades. Las cosas singulares no actúan en los instantes, o partes de un tiempo único al que se refieren todas las temporalidades, sino que se articulan, confrontan y destruyen en duraciones asimétricas. En este sentido, convendría recordar al propio Kant, en tanto que punto de partida para la hegemonía del régimen ontológico de la temporalidad contra la que pensaría Spinoza. En la estética trascendental de la Crítica de la razón pura (KrV) presenta dos pensamientos respecto al tiempo que parecen ser estrictamente dirigidos a pensar en contra de la eternidad como régimen ontológico de la sustancia, en primer lugar mientras hace la exposición metafísica del concepto de tiempo: “el tiempo no es un concepto discursivo, o, como se suele decir, [un concepto] universal (ist kein discursiver oder, wie man ihn nennt, allgemeiner Begriff); sino una forma pura de la intuición sensible. Diferentes tiempos son solamente partes del mismo tiempo” (KrV B47). Mientras que, en la exposición trascendental del concepto de tiempo, compara al tiempo con el espacio como formas puras de la intuición sensible: “El tiempo es la condición formal a priori de todos los fenómenos en general (die formale Bedingung a priori aller Erscheinungen überhaupt). El espacio, como la forma pura de toda intuición externa, está limitado, como condición a priori sólo a los fenómenos externos. Por el contrario, como todas las representaciones, ya tengan por objeto cosas externas o no, en sí mismas pertenecen, como determinaciones de la mente, al estado interno, pero este estado interno debe estar bajo la condición formal de la intuición interna, por tanto [bajo la condición] del tiempo, entonces el tiempo es una condición a priori de todo fenómeno en general, a saber, la condición inmediata de los [fenómenos] internos (de nuestras almas) y precisamente por eso, mediatamente, también de los fenómenos externos” (KrV B50). Esta concepción del tiempo es fundamental para toda la filosofía después de Kant, desde ese momento la filosofía tiene en el tiempo la condición de todo fenómeno y por tanto de toda existencia y manifestación y hace girar su pensar de la vida alrededor de la finitud como temporalidad que se agota e incluye la contradicción de lo vivo con respecto a su vida misma.

    Por su parte, Spinoza califica de eterna a la potencia divina, con ello sigue la lógica según la cual eternidad es la existencia misma, expresión de la potencia como existencia ilimitada, infinita y perpetuamente afirmativa, después de la eternidad como atributos divinos que inhieren en la sustancia infinita en los que la esencia divina es expresada (E1p34, E1p35) y cuya producción es una naturaleza absolutamente efectiva (E1p36). Spinoza introduce la política y, con ella, la historia y todo quehacer humano, en la eternidad inmanente de la Naturaleza, en el régimen ontológico de la sustancia que es la eternidad misma (ipsa aeternitas), en el momento en que elimina la posibilidad de establecer un corte entre la naturaleza humana y la Naturaleza en general (E4Praef, TP 1/3-4, TTP IV, p. 57). Esa es justamente la razón por la cual se califica a la potencia de Dios como eterna, porque la potencia infinita de Dios es la causa inmanente de sí como proceso auto-productivo de lo real, y la eternidad es la necesidad del orden y conexión de las cosas: “Pues, si fuera algún otro poder creado, no podría conservarse a sí mismo ni tampoco, por tanto, a las cosas naturales (non posem seipsam et consequenter neque res naturales conservare), sino que el mismo poder que necesitaría para ser creado él mismo, lo necesitaría también para continuar existiendo” (TP 2/2).

    La conservación de las cosas naturales procede de la eternidad de la potencia divina, lo mismo que su origen y su eventual destrucción o cese en la existencia. El filósofo neerlandés reinserta al ser humano en el orden absoluto de la naturaleza (E4p4 y E4p4c) y su visión anti-antropocéntrica lo lleva a mencionar, dentro de un tratado dedicado estrictamente a la política:

dado que la naturaleza no está encerrada dentro de las leyes de la razón humana, que tan sólo buscan la verdadera utilidad y la conservación de los hombres, sino que se rige por infinitas otras, que se orientan al orden eterno de toda la naturaleza («naturae aeternum ordinem»), de la que el hombre es una partícula, y cuya necesidad es lo único que determina a todos los individuos a existir y a obrar de una forma fija (TP 2/8).

    El orden total de la naturaleza es la lógica de la potencia divina, no la lógica de la racionalidad estrictamente humana (E1Ap, E2p3, E2p3e). Por esa razón no se trata de exponer unas reglas que someten a la excepción al resto de la Naturaleza, el ser humano debe aceptar que es un conato entre muchos (E3p6, E3p7), un esfuerzo por conservarse entre una infinitud de estos que acontecen todos en el plano inmanente intermodal (E4p4d). El ser humano es un animal que debe saberse como tal; sin embargo, su animalidad no es la de otros animales, es la propia, lo que significa que puede expresar su potencia de maneras que otros animales no son capaces, pero también es superado infinitamente por las causas externas pues no es capaz de dominar a la Fortuna[1] (TTP, Praef, G III, p. 5) y su razón está limitada por la potencia de las demás cosas naturales, de otros modos que acontecen en la sustancia (E4p3).

     Si los seres humanos ven el surgir de su conciencia como producto de su constitución como cuerpo y como esencia de ese cuerpo, es decir, como alma que precisa de otro tipo de cosas para conservarse en la existencia, ello implica que sus limitaciones son tanto corporales como esenciales y que estas no forman parte de una región ontológica especial, superior o excepcional al régimen ontológico de la sustancia, a saber, la eternidad[2].

    La adecuada concepción de la eternidad resulta clave para entender la operatividad de dicho concepto al interior del sistema de Spinoza, en particular en lo que tiene que ver con una concepción anti-teológica de la política. Existen varias maneras de concebir erróneamente la eternidad, pero todas se derivan de la idea de que un tiempo infinito es el horizonte conceptual de la eternidad. Es de ahí que emana una eternidad del alma como inmortalidad y subsistencia individual más allá de la finitud. La eternidad del alma está teñida de una concepción cristiano-platónica que la confunde con la vida eterna que se goza en el más allá trascendente, en donde el tiempo se erige en una suerte de soberano universal que gobierna todo lo sublunar y que puede ser superado en un transmundo y solamente ahí. Sin embargo, un despliegue conceptual preciso en que la eternidad no sea conducida al régimen temporal para hallar su definición bien puede significar una transformación profunda en la concepción que se tiene el tiempo y por supuesto de la naturaleza de la finitud como fenómeno inescapable a los modos finitos.

   Spinoza, a diferencia de lo que sostienen algunos de sus intérpretes alemanes del siglo XIX (Grzymisch, 1898, pp. 38-41; cfr. Vayasse, 2008), no está pensando en la inmortalidad como modelo de la eternidad del alma, porque, para empezar, ni siquiera está pensando en el tiempo infinito como modelo de la eternidad inmanente. Es aquí donde se avista una paradoja: el tiempo infinito parece un buen candidato para la eternidad inmanente pues no se recurre a una trascendencia para pensarlo sino la existencia finita llevada a su extremo o, más bien, a tomar una existencia ilimitada pero, igual, concebida sub specie temporis[3]. La noción de inmortalidad del alma es central para una parte importante de la tradición filosófica moderna, particularmente en lo referente a la fundamentación de la moral[4]; sin embargo, para Spinoza lejos de ser una idea necesaria o verdadera es un obstáculo para el verdadero conocimiento de la eternidad, y también es una superstición[5] –la utilización política de la idea de la inmortalidad del alma que implica un transmundo sempiterno de premio y castigo, algo que el neerlandés no solo por sus consecuencias metafísicas, sino también éticas y políticas (Nadler, 2002, pp. 243-244)–. Spinoza separa la inmortalidad del alma de la eternidad de la mente al afirmar que no toda la mente es eterna, sino que una parte, la parte de la mente que muere con el cuerpo es aquella que está más estrechamente vinculada a este, a saber, la imaginación, pues esta tiene que ver con la memoria de las afecciones del cuerpo, con su experiencia de la duración y los afectos de los que no es causa adecuada, pues son ideas del cuerpo que necesariamente son destruidas con este (E5p21). Mientras que hay otra parte del alma que subsiste pues es eterna y es aquella que contempla lo real sub specie aternitatis (E5p2, E5p23, E5p23e, E5p25, E5p29)[6]. En este punto P. F. Moreau acierta en su interpretación cuando afirma que la experiencia de la eternidad es simultánea a la experiencia de la finitud, es en la finitud que se manifiesta la eternidad, pues en la realidad de la destrucción de los modos se observa la causalidad inmanente y también la dinámica de la potencia bajo la cual acontecen los modos y sus afecciones. En palabras de Moreau (1994):

Le sentiment de la finitude est la condition  du sentimente de l’éternité et, même, en un sens, il est le sentiment de l’éternité. C’est par le même mouvement, en accédant à la nécessité et en prenant conscience conscience que tout n’est pas immédiatement nécessaire, que l’âme voit son impuissance et qu’elle aspire à sortir de la contingence, figure que prend pour elle la necessité externe (p. 544).[7]

    Según el comentarista francés, es la finitud misma del ser humano la que permite experimentar la eternidad pues el alma contempla sus propias limitaciones y pretende salir de la contingencia hacia la eternidad, una salida que proporciona la razón mediante el conocimiento de la esencia infinita y eterna de Dios. Pero ¿puede aquello que fue utilizado para observar lo que del alma es eterno ser utilizado para observar individuos complejos como los Estados y experimentar la eternidad por medio de la finitud de los mismos? Moreau afirma que es posible y, si seguimos su interpretación, podríamos dar con la consideración de la historia que tiene Spinoza: una historia sin teleología ni salvación, que comprende discontinuidades, rupturas y destrucciones. Este es el caso de su ejemplo preferido en el TTP, a saber, el Estado hebreo (TTP, XVII-XVIII), pero también de la Roma antigua a la que alude con frecuencia en el TP. Pues, mientras se considera la política desplegada en la duración, la historia se contempla como la finitud de los regímenes y ordenamientos políticos y se experimenta la eternidad a la que puede acceder la naturaleza humana, considerada desde el punto de vista de su existencia colectiva[8]. Pero ¿cómo reconciliar esta idea con aquella afirmación del holandés de que la naturaleza ha creado individuos y no naciones[9]? ¿Cómo seguir pensando en la eternidad cuando las naciones son productos de la potencia colectivo de comunidades humano dispersas en el tiempo y en el espacio y de las consecuentes diferencias en lenguas y costumbres y los individuos son productos naturales? Considero que la ruta adecuada para dar una respuesta radica en la doctrina del conato, pues esta permite acceder al plano fenomenológico de la conservación de las cosas y también proporciona acceso a la eternidad en tanto que principio ontológico que explica la dinámica de las cosas singulares en el plano de inmanencia. Spinoza piensa la existencia como una actividad o un esfuerzo continuo de conservación, a saber, un conato (E3p6, E3p7; TP 2/6, TP 2/7); dicho conato puede presentarse en un plano individual o colectivo (E3p7d, TP 2/5, TP 2/13) y expresa la esencia actual (essentia actualis) de la cosa o cosas que se esfuerzan por su conservación. Es importante llamar la atención sobre la posibilidad de la coordinación de los conatos para la conservación que Spinoza formula de la siguiente manera: “Por ello, la potencia de cada cosa, o sea, el esfuerzo por el que esa cosa, ya sola ya junto con otras (vel sola, vel cum aliis), obra o se esfuerza por obrar algo” (E3p7d). La coordinación de los conatos para obrar algo permite pensar la red causal de las cosas singulares en un marco que no solo implica la confrontación que conduce a la destrucción (E4a), sino en un marco de cooperación que permite la constitución de individuos más complejos (E2p13l6). Para el caso de los seres humanos, la coordinación de los conatos es la construcción de la potencia de la multitud (potentia multitudinis) que se denomina imperium (TP 2/17) según un principio de utilidad (TP 3/3). El imperium es la cristalización del deseo de conservación de la multitud que se da a sí misma un régimen, un orden para la vida colectiva. Y cada deseo de conservación de cada multitud es particular, por lo que no está vinculado en una gran historia de la multitud humana. Aparece aquí, aunque de forma implícita una ausencia de fines que Macherey identifica con la eternidad (Macherey, 2006, p. 257). La necesidad absoluta de la naturaleza produce a los individuos que, por su parte, se reúnen en comunidades políticas mediante las cuales expanden su potencia, institucionalizan comportamientos y rituales que responden a necesidades prácticas en intereses concretos de cada nación. Respecto a esto, es preciso indicar que existe un debate ya clásico que enfrenta dos posturas principales con relación a la naturaleza de la individualidad del Estado. Por un lado está la postura que, en la filosofía de Spinoza, el Estado es un individuo real y natural, con un cuerpo (Montag, 1999, pp. 62-89) que es producto del ingenio de cada pueblo (Moreau 1994, pp. 441-459), y que se puede explicar genéticamente, como con todos los individuos (Matheron, 1988, pp. 37-61); por otro lado está la postura que considera que la nación en tanto que fundamento del Estado, es producto de un diseño pasional de la superstición para la gestión del vulgo (vulgus) (Strauss, 1997, pp. 244-250), por lo que el Estado no es tanto un individuo, sino un conjunto de relaciones (Den Uyl, 1983, p. 80) sin una individualidad propia. Por nuestra parte, sostenemos que el Estado es un individuo de una gran complejidad, y que, en última instancia, toda individualidad implica un conjunto de relaciones entre partes o individuos, determinadas por una cierta y determinada proporción de movimiento y reposo. En última instancia, todos los individuos no hacen sino existir transitoriamente para iterar el rostro total del universo (facies totius universii) (Ep. LXIV) o individuo total (totius individuum) (E2p13l7e) que es la naturaleza. Y como todo individuo, expresa un conato, un esfuerzo de conservación que se emplaza en un tiempo indefinido (E3p8) en tanto que se afirma y no está enfermo de tiempo en su inconformidad con la universalidad como sucede en Hegel (EN[10] §§375-6), ni contiene aquello que quita su esencia (E3p5, E3p8d), sino que se afirma continuamente, expulsando de sí cualquier causa contraria que pueda implicar la destrucción.

    Por lo anterior, para Spinoza, el término a discutir no es el tiempo sino la duración, que es la existencia propiamente dicha de las cosas singulares. El tiempo, según se implica en E1d8e, tiene alguna relación con la duración, a saber, la de medirla o procesarla en la sucesión de las afecciones, a su vez, la duración está vinculada con la existencia de los modos, a saber, con una existencia que no está unida de manera necesaria con la esencia o, para decirlo de otro modo, con una esencia que no implica necesariamente la existencia[11]. El último tratamiento que Spinoza dedica al tiempo como tal está contenido en los CM y puede ser ilustrativo de la necesidad que él identifica en la filosofía de abandonar ciertos conceptos por su improductividad. Así, el holandés define al tiempo como: “un simple modo de pensar, o como ya dijimos, un ente de razón; en efecto, es el modo de pensar que sirve para explicar la duración” (CM, I, I/G. I, p. 244). A partir de ese momento el tiempo queda como una de las formas en que se piensa acerca de la duración de las cosas y no como una afección de las cosas mismas, pues estas, en tanto que existen, son afectadas de duración, misma que establece los confines de la cosa en el plano de la causalidad. La productividad de la Naturaleza se expresa en el surgimiento y destrucción de infinitos modos que se siguen de la naturaleza infinita de la sustancia (E1p16), todo aquello que cae en el entendimiento infinito de Dios existe pues la potencia de la Sustancia lo produce y conserva. El tiempo es un concepto que Spinoza, ya desde su obra temprana, desplaza de la ontología a la epistemología, pues es un modo de pensar o un ente de razón, ya que el tiempo no es sino la medida de la duración. Desde el punto de vista de la Sustancia solo hay eternidad que es la libre necesidad de la autoproducción de lo real (E1p17, E1p17d), como pura inmanencia de los infinitos modos en la sustancia (E1p16) (Chaui, 2020, p. 97).

    El significado de la inmanencia en el orden político es, para Spinoza, que la dinámica política se explica por la constitución afectiva el ser humano, misma que es esencial. Su esencia implica un cuerpo que está limitado por otros cuerpos, su idea está limitada por otras ideas. La finitud es el horizonte de la política, por lo tanto, su ritmo o temporalidad es la duración del cuerpo político que no tiene que ver necesariamente con la de los seres humanos individualmente, aunque sin duda esa duración indefinida pero limitada es parte de la finitud en tanto que la política se desprende de la naturaleza humana como racionalidad que busca la utilidad y al mismo tiempo soporta las pasiones (E4p35c1, E4p35e; TP 1/5, TP 2/5, TP 2/8, TP 2/14).

4. Eternidad y potencia del Estado

En TP, el concepto de eternidad se usa en el mismo sentido, pero con la salvedad de que está inmerso en la dinámica del Estado y se refiere a este. Este uso está influido por E2p45 donde se afirma:

Cada idea de cualquier cuerpo o cosa singular que existe en acto, implica necesariamente la esencia eterna e infinita de Dios.

Demostración. La idea de que una cosa singular que existe en acto implica necesariamente tanto la esencia como la existencia de esa cosa (por 2/8c). Pero las cosas singulares (por 1/15) no se pueden concebir sin Dios, sino que, como (por 2/6) tienen a Dios por causa, en cuanto que se lo concibe bajo un atributo del que ellas son modos, sus ideas deben implicar necesariamente (por 1/ax4) el concepto de su atributo, esto es (por 1/d6), la esencia eterna e infinita de Dios.

Escolio. Aquí no entiendo por existencia la duración, esto es, la existencia en cuanto que es concebida abstractamente y como una especie de cantidad. Pues hablo de la misma naturaleza de la existencia, que se atribuye a las cosas singulares por el hecho de que de la necesidad eterna de Dios proceden infinitas cosas en infinitos modos (ver 1/16). Hablo, digo, de la existencia misma de las cosas singulares, en cuanto que son en Dios. Pues, aunque cada esté determinada por otra cosa singular a existir de cierta manera, la fuerza, sin embargo, con que cada una persevera en la existencia se sigue de la necesidad eterna de Dios. Sobre lo cual véase 1/24c.

   Spinoza concibe las ideas de las cosas como implicando la esencia de Dios siempre que estén existiendo en acto. Las cosas existen porque su esencia está contenida en el entendimiento infinito de Dios, pero también porque en el plano inmanente modal se despliega una necesidad tal que las produce por sí misma. De ahí que las ideas de las cosas que existen implican a la esencia eterna e infinita de Dios. La contemplación de la existencia de las cosas singulares tiene siempre como telón de fondo o como aquello que está implicado a la necesidad de la sustancia, a la potencia de la sustancia, a aquello en lo que todo es. Ahora bien, lo particularmente interesante de E2p45e es el concepto de existencia y cómo este se pone en juego para explicar la razón que subyace al hecho de que la idea de una cosa existente en acto implica la esencia eterna e infinita de Dios. Aquí Spinoza sostiene que él no está pensando en la existencia en acto como una cantidad o como la duración, como la duración de la cosa, sino de la necesidad de la sustancia que es la esencia misma de la existencia, esencia que es potencia y que también es eternidad. El neerlandés piensa la existencia de una forma no numeraria. “Existir” no es ser susceptible de cuenta. Esa forma de pensar la existencia es calificada como “abstracta”, pues en ese caso la existencia sería “una especie de cantidad”, algo que podría ser atribuido a todas las cosas, aquello que todas tendrían en común y que por lo tanto no sería esencial de ninguna en particular (E2p37). Dado que la duración es algo que puede ser atribuido a todas las cosas singulares y se manifiesta tanto en las partes como en el todo, es posible concebirla adecuadamente (E2p38). La duración de las cosas puede ser concebida adecuadamente y también el hecho de que las cosas obedecen a una duración indefinida, pero claramente sometida al régimen de la eternidad dentro del cual el surgimiento y destrucción de los modos están dados.

    La hipótesis de lectura que se sigue en este texto es que el régimen ontológico en Spinoza es la eternidad de la que participan tanto la esencia de la sustancia, como los infinitos atributos de esta, y por eso es que, en la idea de las cosas que existen en acto, a saber, en la esencia de las cosas tal y como aparecen para el entendimiento humano, se manifiesta la idea misma de la esencia de Dios como necesidad eterna de la que se siguen infinitas cosas, de los atributos de los cuales participa la cosa singular cuya esencia está siendo pensada[12]. El ser humano no es un imperio dentro de otro imperio (E4Praef) y su finitud consciente no es una excepción al régimen de la eternidad de la sustancia. Esto significa que la duración y la proyección del deseo humano sobre los otros modos no es superior o particularmente especial; sin embargo, el ser humano puede experimentar la eternidad tanto en la contemplación de su propia finitud como en la finitud de sus propias obras, de las cosas sobre las que despliega su potencia de obrar.

    Al pasar al TP, Spinoza hace un uso de la eternidad que parece tener que ver con la idea de que la destrucción o transformación de un Estado –o, dicho en otros términos, la finitud de un modo– es la que da acceso a la eternidad. La ruta parece trazarse desde el concepto de potencia (potentia), particularmente en TP 2/2, donde Spinoza argumenta que las cosas para existir y conservarse necesitan de la potencia eterna de Dios (Dei aeterna potentia) porque la esencia de las cosas no implica su existencia, sino que el hiato entre ambas debe ser salvado por la potencia de Dios. La eternidad se manifiesta en las cosas existentes en acto si se contempla que esta, la existencia en acto de las cosas, tiene como punto de articulación la necesidad del orden eterno de la Naturaleza (naturae aeternus ordo), cuyas reglas no son las de la conservación del hombre, sino la eternidad misma (TP 2/8).

    Pero en la implementación estrictamente política del concepto de eternidad lo que se observa es que, de manera análoga a lo que sucede con el individuo, la experiencia de la finitud de los regímenes en la historia manifiesta la eternidad misma. Pero la apariencia paradójica del argumento no es tal si se analizan algunos de los pasajes en los que el holandés hace uso del concepto de eternidad en el TP, sobre todo, aquellos que aluden directamente a la normatividad dentro del Estado. Uno de los cuales, por lo ilustrativo, es TP 10/9:

Sentado esto, veamos ya si estos Estados pueden ser destruidos por alguna causa culpable. Sin duda que, si algún Estado puede ser eterno (quod imperium aeternum esse potest), necesariamente será aquel cuyos derechos, una vez correctamente establecidos, se mantienen incólumes. Porque el alma (anima) del Estado son los derechos. Y, por tanto, si éstos se conservan, se conserva necesariamente el Estado. Pero los derechos no pueden mantenerse incólumes, a menos que sean defendidos por la razón y por el común afecto de los hombres; de lo contrario, es decir, si sólo se apoyan en la ayuda de la razón resultan ineficaces y fácilmente son vencidos. Habiendo probado, pues, que los derechos básicos de las formas de Estado aristocrático están acordes con la razón y el común afecto de los hombres, ya podemos afirmar que, si hay algún Estado eterno, necesariamente son éstos, o que, al menos, no pueden ser destruidos por ninguna causa culpable, sino tan sólo por una fatalidad inevitable. (TP 10/9)

    El parágrafo se sitúa en el contexto de un análisis sobre la utilización de la potencia y la conducción del Estado que culmina en TP 10/8: “Y sin embargo los hombres deben ser guiados de forma que les parezca que no son guiados, sino que viven según su propio ingenio y su libre decisión («ex suo ingenio et libero suo decreto vivere sibi videantur»)” La meta de todo pensar acerca del Estado y del poder político, tal y como se asienta en la vida práctica, es contemplar la duración del régimen y las posibilidades de este de sobreponerse a los obstáculos inherentes a todo emplazamiento de la potencia de la multitud. Un Estado en que la dominación es evidente tiene pocas probabilidades de conservarse y, por lo tanto, es altamente probable que se transforme o que sea destruido, pues está mal constituido. El neerlandés trae a colación que el alma del Estado (anima Imperii) son los derechos, a saber, las formas que toma la libertad de los ciudadanos, asimismo, que la conservación de dichos derechos es la conservación del Estado. De ahí que la conservación de dichos derechos, a su vez, dependa de dos factores que se atraviesan entre sí en el despliegue de la política: la razón y los afectos. Así, ante la posibilidad de plantearse un Estado eterno, Spinoza se decanta por aquel en que los derechos, una vez establecidos, no presentan cambio alguno. El Estado eterno (imperio aeterno) sería, pues, aquel que sea capaz de conservarse en su forma, tal y como fue establecido, porque, al ser una geometría de la potencia trazada por medio de las leyes y las costumbres, su eternidad radica en la conservación de su forma, en mantener las proporciones de movimiento y reposo que lo constituyen. La eternidad como inmutabilidad del aparato jurídico es la eternidad como conservación de la forma y del tipo de vida que un Estado permite y fomenta en su interior. Ese es, precisamente, el sentido que adopta eterno en TP 10/10. El Estado eterno es aquel que conserva su forma y no se puede cambiar por algún mecanismo interno, es decir, por una causa que esté incluida en el establecimiento mismo del Estado.

    En TP 10/10, el holandés discute la objeción que emergería de su propio sistema, a saber, que un afecto siempre puede ser vencido por un afecto más fuerte (E4p7) y que, por tanto, los derechos defendidos por el común afecto de los hombres (communi affectum homini) pueden peligrar si algún otro afecto vence al que los sostiene como derechos en el Estado. La agitación del Estado podría ser tal que, temiendo perder la vida, la libertad o la seguridad, se podría dar origen a una tiranía desde el seno de la aristocracia más igualitaria pensada por Spinoza. Esto haría referencia cualquier momento histórico en que la pérdida de estabilidad en el Estado ha producido un cambio en el parecer de la mayoría, lo que hace posible que se den cambios legislativos que transformen sustancialmente la forma del Estado y que puedan destruir la forma de vida que se institucionalizó. Ante la objeción, el neerlandés responde que son las instituciones las que le dan la fortaleza para enfrentar ese tipo de situaciones, de tal manera que el afecto común de los hombres no cambia de tal manera que los fundamentos del Estado se transformen de tal manera que este quede desmantelado por la dinámica afectiva de los individuos que lo conforman. El toque final viene cuando argumenta que un Estado como el que él describe en TP 9/9 no permite que se consolide una persona, de tal manera que controle por sí misma el Estado con lo que se asegura que la solución a los conflictos sea institucional y no personal:

Así, pues, aunque el terror provoque cierta confusión en el Estado, nadie, sin embargo, podrá traicionar las leyes y nombrar, contra derecho, a alguien para detentar el supremo mando militar, sin que, al momento, protesten quienes proponen a otros candidatos. De ahí que, para dirimir la contienda, será necesario recurrir finalmente a las leyes ya establecidas y por todos aceptadas y ordenar las cosas del Estado conforme a las leyes en vigor. Puedo, pues, afirmar, sin restricción alguna, que tanto el Estado en el que sólo una ciudad detenta el poder, como aquel, sobre todo, en el que lo detentan varias ciudades, son eternos; o, en otros términos, que no pueden ser disueltos o transformados en otro por ninguna causa interna (aeternum esse, sive, nulla interna causa posse dissolvi aut inaliam formam mutari) (TP 10/10).

    Esa es la última vez que Spinoza menciona la eternidad en el TP, y lo hace como una cualidad del Estado, definiendo dicha eternidad como aquello que no puede ser disuelto o transformado por una causa interna, es decir, aquello que no será por siempre, pero que no trae en sí la semilla de su propia destrucción, sino que está diseñado para durar hasta encontrar una fuerza que le resulte opuesta a tal grado que no pueda resistirla y sea transformado. Esa es, pues, la eternidad del Estado (aeternitas imperii), la que se experimenta cuando se contempla su potencia de obrar, pero también su finitud, su potencia de convertirse en otra reliquia más, sin fin, ni dirección más que la que emerge de su propio esfuerzo de conservación.

5. Conclusión

Entre la duración y la eternidad se juega un problema ontológico que, en el caso de la filosofía de Spinoza obtiene su solución mediante el posicionamiento de la eternidad como una pura ausencia de fines (Macherey, 2006, p. 258), es decir, como una pura actividad a-teleológica de expresión de una potencia eterna y absolutamente productiva (E1p34). Por esa razón podemos afirmar que la historia se concibe en el pensamiento de Spinoza como la continua rearticulación del conato colectivo en el marco general de la auto-producción de lo real (E1p16; TTP, IV; TP 2/6) que da pie a la ley humana (lex humana) como forma de vida (ratio de vitae) (TTP, IV/ G III, 58-60) que se hace objetiva según los ingenios de las multitudes (ingenium multitudinis), en el marco de sus potencias (potentia multitudinis) y los Estados (imperios) que de ellas resultan (E4p37e2, TTP XVI, TP 2/17, TP, 3/2, TP 3/9), y se suceden sin fin ni objetivo, pues la historia humana es una parte de la historia de la naturaleza entera (E4p4, E4p4c). La eternidad ínsita en cada cosa singular alcanza su verdad en el hecho de que toda destrucción es un fenómeno externo (E3p4, E3p4d, E3p5, E3p5d). No hay cosas enfermas de tiempo, ni organismos que surgen para su destrucción (EN, §375), sino una actualización necesaria de las esencias en el orden eterno de la sustancia divina. La destrucción (E4a) es la dialéctica material de producción de lo real (Macherey, 2006, 260) tal y como aparece en el registro de la experiencia, es decir, como fuerza y cambio de las cosas y los tiempos (vis et mutatio ómnium rerum atque temporum), historia que es experiencia de lo singular, lo común y lo eterno.

 

Referencias

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[1] En el TTP, Spinoza llama a la necesidad absoluta de la naturaleza, es decir, a la “concatenación de las cosas naturales”, como el “gobierno de Dios” (Dei directione) (TTP III, G III, p. 45). Al considerar al gobierno de Dios desde el horizonte de los seres humanos, este puede presentarse como un auxilio interno en cuanto “la naturaleza humana puede aportar, por su solo poder, a la conservación de su propio ser” (TTP III, G. III, p. 46); por su parte se puede llamar al auxilio externo “a toda utilidad que pueda provenirle, además, del poder de las causas externas” (TTP III, G. III, p. 46). La Fortuna es una manera en que se presenta el auxilio externo de Dios, según el propio Spinoza: “por fortuna no entiendo otra cosa que el gobierno de Dios, en cuanto que dirige los asuntos humanos a través de cosas externas e inesperadas” (TTP III, G. III, p. 46). La noción propiamente spinoziana de Fortuna está profundamente influida por la maquiaveliana, que la considera como un elemento impredecible que puede o no resultar favorable para un pueblo o un príncipe (Discursos II, 1; Príncipe, XXV). El concepto de fortuna expresado en el TTP es el usual de su época, resultado de la confluencia entre la tradición griega que piensa lo azaroso e impredecible y la cristiana que incluye al concurso divino como factor central en el gobierno del decurso del mundo (Martínez, 2007, p. 107).  En Spinoza se puede pensar a la Fortuna como un acompañante natural de la fluctuación de ánimo en tanto que desencadena un predominio de lo imaginario y la concatenación de la experiencia según el orden común de la naturaleza y no según el orden necesario.

[2] Como bien menciona Spinoza: “Concebir, pues, las cosas bajo una especie de eternidad es concebir las cosas, en cuanto que se conciben como seres reales por la esencia de Dios, o sea, en cuanto que por la esencia de Dios implican la existencia. Y por tanto, nuestra alma, en la medida en que se concibe a sí misma y al cuerpo, bajo una especie de eternidad, tiene necesariamente el conocimiento de Dios, implican la existencia. Y por tanto, nuestra alma, en la medida en que se concibe a sí misma y al cuerpo bajo una especie de eternidad (adeoque Mens nostra, quatenus se, et Corpus sub specie aeternitatis concipit), tiene necesariamente el conocimiento de dios y sabe, etcétera” (E5p30d).

[3] En sus Pensamientos metafísicos (CM), Spinoza sostiene que: “[la eternidad] es el atributo por el cual concebimos la existencia infinita de Dios” (CM, I, VI. G. I, p. 244). Así como que: “a Dios le pertenece actualmente una existencia infinita, del mismo modo que le pertenece un entendimiento infinito” (CM, II, I. G. I, p. 252). El concepto de eternidad en los CM aún no se ha refinado ni alcanzado su forma definitiva, esto se puede ver en que incluso la eternidad es llamada “atributo” mientras que la Ética –aquella que se considera el sistema de Spinoza en su forma definitiva– no permite definir, desde el entendimiento humano otro atributo que no sea la extensión y el pensamiento. Pero aún en este caso es difícil afirmar que la existencia infinita sea la existencia ilimitada, pues, pese a que ambas palabras refieren a un conjunto de sentidos más o menos similares, el límite y el fin no son exactamente la misma cosa. Spinoza dedica la epístola XII al tema del infinito y puede dar indicaciones acerca de lo que la existencia infinita pueda ser en su pensamiento; sobre todo porque dedica un párrafo a la distinción de varios tipos de infinito o, por lo menos, de varios sentidos en los que se dice que algo es infinito. La infinitud de la sustancia, que es algo que acompaña necesariamente al concepto de esta, no es del mismo tipo de que la infinitud de la extensión, sino que es tal en función de la esencia de la sustancia misma (Ep. XII, G. IV, p. 53). En la propia epístola, Spinoza se dedica a analizar cuatro conceptos clave de su ontología: sustancia, modo, eternidad y duración, con ello busca vincular la medida a lo modal, a lo que tiene duración y la sustancia a lo infinito, que no puede ser dividido y por lo tanto no puede ser medido. Lo anterior es una operación que antecede la teoría de la imaginación desarrollada en E2p17.

[4] En la segunda crítica, Kant establece a la inmortalidad del alma como uno de los postulados de la razón práctica sobre la base de que: “Pero la plena adecuación de la voluntad con la ley moral es la santidad (Die völlige Angemessenheit des Willens aber zur moralischen Gesetze ist Heiligkeit), una perfección de la cual no es capaz ningún ser racional perteneciente al mundo de los sentidos en ningún momento de su existencia” (KpV 220). Como consecuencia de ello acercarse a la santidad (Heiligkeit) requiere de un progreso infinito (unendlicher Progressus): “Pero este progreso infinito sólo es posible suponiendo una existencia y una personalidad (Unendliche fortdaurenden Existenz und Persönlichkeit) del mismo ser racional que continúe hasta lo infinito (la cual se llama inmortalidad del alma). Por lo tanto, el bien supremo sólo es prácticamente posible bajo la suposición de la inmortalidad del alma” (KpV 220).

[5] En el TTP el holandés menciona al paso, que hay prejuicios que surgen de una adoración a la Escritura en detrimento de la “propia palabra de Dios” y como comentario añade que “([el vulgo es] propicio a la superstición y más amante de las reliquias del pasado que de la misma eternidad)” ([vulgus est] superstitioni addictum, et quod temporis reliquas supra ipsam aeternitatem amat) (TTP, Praef. /G. III, 10).

[6] Spinoza también considera la imposibilidad de pensar la idea que excluye la existencia del cuerpo, pues le es contraria (E3p10), así no solo se considera que la parte de la mente vinculada al cuerpo no sobrevive a este, sino que la sola exclusión de la existencia del cuerpo ya es contraria a la mente. Con lo que la inmortalidad del alma como modelo para pensar la eternidad de la mente se descarta porque dicha idea sería en sí misma contradictoria con lo que el alma es e implica, a saber: la idea del cuerpo (E2p13)

[7] “El sentimiento de la finitud es la condición del sentimiento de la eternidad y, él mismo, en un sentido, es el sentimiento de la eternidad. Es por este movimiento, que se accede y se toma consciencia de que todo no es inmediatamente necesario, que el alma observa su importancia y que ella aspira a salir de la contingencia, figura que toma para sí misma de la necesidad externa” (traducción propia).

[8] Como bien menciona Spinoza: “Cada idea de cualquier cuerpo o cosa singular existente en acto implica necesariamente la esencia eterna e infinita de Dios (idea Dei aeternam et infinitam essentiam necessario involvit)” (E2p45) que se hace aún más explícito en su escolio: “No entiendo aquí por existencia la duración (per existentiam non intelligo durationem), esto es, la existencia en tanto que concebida abstractamente (abstracte concipitur) y como una cierta especie de cantidad. Pues hablo de la naturaleza misma de la existencia, la cual se atribuye a las cosas singulares porque de la eterna necesidad de la naturaleza de Dios se siguen infinitas cosas de infinitos modos (ex aeterna necessitate Dei naturae infinita infinitis modis sequuntur)” (E2p45c). Spinoza piensa como contemplación de la eternidad desde la finitud y la duración una cierta consideración de la existencia en el plano de la inmanencia. En las ideas de las cosas singulares que existen en acto se implica necesariamente la esencia eterna e infinita de Dios pues lo que existe es mantenido en la existencia por la potencia activa de Dios (E1p15, E1p15e, E1p16, E1p18, E1p24c, E1p35).

[9] “Pero ésta [la naturaleza] no crea las naciones, sino los individuos, los cuales no de distribuyen en naciones sino por la diversidad de lenguas, de leyes y las costumbres practicadas; y sólo de estas dos, es decir, de las leyes y las costumbres, puede derivarse que cada nación tenga un talante especial, una situación particular y, en fin, unos prejuicios propios” (TTP XVII, IV/G. III, p. 217).

[10] Se abrevia EN a la Enciclopedia de las ciencias filosóficas.

[11] El tiempo de la Ética es circular en tanto que se desprende del procesamiento de las afecciones corporales y las ideas imaginativas de acuerdo a un orden consuetudinario. De ahí que el comentarista mexicano Luis Ramos-Alarcón, a partir de su interpretación de E2p18, lo considera un afecto, que concatena la experiencia según el orden de presentación de las cosas singulares (Ramos-Alarcón, 2020, pp. 196-204).

[12] El filósofo holandés confronta la argumentación en contra de la eternidad del mundo y a favor de la creatio ex nihilo bíblica dada por Maimónides Guía de perplejos 2, 25 –que a su vez es una declaración de neutralidad frente a la creatio de novo platónica asimilada por Rabí Eliezer y comentada por el cordobés en su Guía de perplejos 2, 26–. El propio Maimónides sostiene: “Ten en cuenta que, admitida la creación del mundo todos los milagros son posibles, como igualmente la Torá, y se desvanecen todas las objeciones que pudieran oponerse”. Para Maimónides, la creación del mundo es la piedra de toque que otorga al creador poder absoluto y libertad absoluta para actuar sobre el mundo; de ahí que los milagros tengan como base un acto creador, una soberanía universal y total que permite producir excepciones en el funcionamiento del mundo. Por su parte, Spinoza rechaza los milagros: “Los milagros, en cuanto que por tales se entiende una obra que repugna al orden de la naturaleza, están, pues, tan lejos de mostrarnos la existencia de Dios, que, antes, por el contrario, nos harían dudar de ella; sin ellos, en cambio, podemos estar seguros de la existencia divina, con tal que sepamos que todas las cosas de la naturaleza siguen un orden fijo e inmutable” (TTP, VI/ G III, 85). Spinoza no es un filósofo que se preocupe por el origen, ni que le atribuya una libertad absoluta a Dios en el sentido humano de lo que se entiende por libertad –algo así como el libre arbitrio–, sino que identifica su potencia con su normatividad, a saber, con su necesidad (E1p17, E1p34, E2p3, E2p3e). Así, necesidad, potencia, eternidad se despliegan en conjunto como herramientas conceptuales para dar cuenta de la existencia de la sustancia divina.

Potencia de la imitación

Tatián, D. (2022). Potencia de la imitación. Círculo Spinoziano. 2(3), 22-36.

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Diego Tatián – Potencia de la imitación

 

Uno. El concepto de imitación presenta una equivalencia o una correspondencia con la antigua noción de mímesis, es decir la construcción de una semejanza o su expresión; la representación o la reproducción de algo que se toma por referente, o la adecuación a ello. Sin embargo, algunos estudiosos han señalado la inconveniencia de traducir la palabra griega mímesis por “imitación” como suele ser usual hacerlo, y se han propuesto versiones alternativas como “expresión”, “idealización”, “representación” o “ficción” (ver Sinnott, 2004, pp. xxiv-xxv). Si bien, por simplicidad, en el presente texto mantenemos la arraigada transmisión de mímesis como imitación, su propósito será precisamente el de extender el sentido del término en modo que resulta imposible de circunscribir a ser una simple copia o reproducción semejante de un modelo. Más que atenida a la sola esfera del arte, la mímesis / imitación se halla en el centro de la vida humana. El lenguaje, la educación, la política, la sociabilidad y la cultura la albergan de manera inmediata y serían incomprensibles sin ella. También es posible detectarla en registros menos evidentes de la experiencia, y en mecanismos pre-culturales y pre-reflexivos.

    El origen del concepto de mímesis resulta enigmático; su adjudicación a la danza primitiva por Koller (1954) y Benjamin (1971)[1] no es aceptada de manera uniforme. La tradición filosófica, por su parte, reconoce sus textos canónicos en República III, República X y en la Poética. En Platón, el concepto de mímesis se carga de sentidos conforme se desarrolla el diálogo. La narración imitativa propia de los poetas y de los fabuladores (quienes producen ficciones) es un relato de hechos acaecidos en el tiempo (el pasado, el presente o el futuro). Una primera acepción (392d-394d) remite a la técnica narrativa: cuando el poeta abandona la “simple narración” y no habla en nombre propio sino en nombre de otro, “adaptándose” todo lo posible a sus gestos y a sus palabras. Imitativa sería así la narración que adopta la primera persona de otro. El ejemplo de narración imitativa invocado por Platón es la Ilíada; posteriormente remite a la tragedia y la comedia. La mímesis es considerada aquí como una potencia “política” de gran poder de seducción, que debe ser vigilada por los guardianes y disputada por los filósofos y pedagogos. La pólis se vuelve escenario de una “controversia mimética” (Wulf, 1995, p. 24). La imitación descontrolada promueve la vida sensible, corrompe el pensamiento de quienes escuchan a los poetas, y deberá ser conjurada con su sustitución por una imitación de acciones virtuosas e individuos ejemplares. La mímesis se vuelve emulación. O bien: se desplaza desde una dimensión puramente aisthetica a un registro ético-político.

    En República X (595a-602b), en tanto, la discusión incurre en terreno ontológico. A diferencia de los artesanos que producen objetos, los pintores solo producen apariencias. La distinción entre la idea de un objeto (asunto de la filosofía), el objeto empírico producido por una téchne (asunto de los artesanos) y la apariencia de ese objeto (asunto de los pintores) confina a la mímesis al grado más bajo de realidad y al arte imitativo a la más extrema distancia de la verdad –no obstante su poder para “engañar a los niños y a los ignorantes” (598b-c) sin prestar ninguna utilidad a la ciudad–. Con absoluta autonomía de las esencias, el poeta y el artista plástico producen imágenes que no se circunscriben a un plano puramente subjetivo y privado, sino que redundan en el descontrol político de las ciudades y el naufragio ético de las vidas.

    Para Aristóteles, en tanto, por el placer que procura la mímesis es innata en el ser humano; no significa aquí la copia de un modelo sino una exploración de lo “posible”, según la célebre distinción entre poesía –en esto más “filosófica” y más “universal”– y la investigación histórica[2]. Mímesis es así práctica de constitución del (de un) mundo que no está empíricamente dado. La fórmula ars imitatur naturam con la que los medievales tradujeron la mímesis aristotélica debe comprender la naturaleza como physis, es decir como natura naturans, potencia creadora y viviente que irrumpe, y no simple facticidad dada (Wulf, 1995, pp. 29-31). Asimismo, mímesis remite en Aristóteles a lo que los seres humanos hacen y padecen: las diversas artes “imitan caracteres, pasiones y acciones (ethé kai páthe kai praxeis)”[3]. En esta comprensión, mímesis debe ser entendida no únicamente como reproducción sino como producción de novedad y generación de sentido. Así extendida, no queda reducida –a la manera de la comprensión platónica– al mundo de las apariencias, sino que se inscribe en el orden del ser.

Dos. Si los orígenes filosóficos de la mímesis se inscriben en el terreno de la poética y de la ficción, adopta luego una extensa dimensión antropológica y política, con particular relevancia en la teoría social contemporánea. En Dialéctica de la Ilustración, Adorno y Horkheimer (1994), la colocan en el centro de su crítica a la deriva ilustrada, como núcleo de explicación del antisemitismo. En un primer momento, se trata de la adaptación pasiva a una naturaleza llena de peligros cuyo exceso de poder es experimentado como amenaza continua: la asimilación por “rigidez” es la más arcaica estrategia de supervivencia, que Adorno y Horkheimer (1994), llamaron mímesis de lo muerto: “la vida paga el precio de la supervivencia asimilándose a lo que está muerto” (p. 225). El fingimiento de la muerte, la inmovilidad y la cosificación –el menoscabo de la propia vida– establece una estrategia de pasividad que pervive hasta hoy como técnica de disimulación en situaciones de “terror” –o bien de simple adversidad–. En tanto adecuación a un contexto que impone su amenaza, la no reacción, la suspensión de los signos vitales y la inmovilidad ante los estímulos inmediatos es una forma elemental de cautela del salvaje, común con algunos procesos del mundo vegetal y del mundo animal. Según la Dialéctica de la Ilustración, esta mímesis pasiva se transforma en una primera mímesis activa con el surgimiento de la magia –en tanto “uso regulado de la mímesis”–, y posteriormente busca imponerse a la naturaleza, en vez de simplemente adaptarse a ella, por medio del trabajo y su organización racional (que redundará en una des-animación mecánica de la subjetividad como presupuesto de dominación mimética de una naturaleza desanimada a su vez). La represión de la “mímesis incontrolada” es presentada aquí como el presupuesto de la civilización. Conforme esta inversión, la naturaleza es ahora conminada a adecuarse a la actividad humana, y el antisemitismo será considerado como el “rasgo morboso” de ese proceso en el que cristaliza la “mímesis reprimida” (Adorno y Horkheimer, 1994, pp. 229-231).

    La acción de la naturaleza reviste así la forma de una “anticipación mimética”, como sucede con el carácter mágico del arte naturalista en el Paleolítico según la interpretación clásica de Arnold Hauser (1974). La anticipación mágica de las representaciones paleolíticas era una simple “técnica sin misterio” para la consecución del sustento, que nada tenía que ver con la religión ni con un arte puramente estético, autónomo de la vida. “La representación pictórica no era [en el pensamiento del pintor y del cazador paleolítico] sino la anticipación del efecto deseado; el acontecimiento real tenía que seguir inevitablemente a la mágica simulación” (Hauser, 1974, p. 16-17). Ninguna función simbólica ni ornamental. El hecho de que recurrentemente los animales hubieran sido representados ya atravesados por flechas y lanzas es considerado por Hauser (1974), como “la mejor prueba de que este arte perseguía un efecto mágico y no estético” (p.19).

Tres. El extenso arco de aspectos de la experiencia humana que la imitación recorre en la historia de la filosofía desde Platón hasta Adorno –también en la estética, la crítica literaria, la antropología, la psicología…– encuentra en la filosofía de Spinoza una singular remisión para pensar la vida en sociedad, según un conjunto de textos cuya importancia para la filosofía política moderna –en tensión con las teorías del pacto–, ha sido puesta de relieve por la crítica desde hace no mucho tiempo. Se trata, en efecto, del motivo de la “imitación de los afectos” que se explicita y desarrolla entre las proposiciones 27 y 32 de la tercera parte de la Ética. En tanto avatar de la imaginación que funda el espacio común a partir de una clave de explicación realista y afectiva, dislocada de la comprensión contractualista de la institución social, la affectuum imitatio presupone un individuo ya siempre afectado, en medio de otros que lo transforman, inscripto en cada caso en una trama fáctica de pasiones constitutivas de su deseo, en vez de un individuo transparente en sus intereses inmediatos y definido por su voluntad. Se trata de una forma primaria de reconocimiento entre los seres humanos y de una ley natural que permite la constitución –imaginaria– de la humanidad y el sentimiento de pertenencia a ella. Para Spinoza, la sociedad no adviene a resultas de una interrupción de la violencia a través de un pacto, sino como efecto del carácter mimético del deseo que comporta el conflicto y la violencia.

    El vínculo primario entre los seres humanos estalla pues en la imaginación. Si imaginamos que alguien (Spinoza escribe con una restricción: “una cosa semejante a nosotros por la que no hemos sentido afecto alguno”) se halla afectado por algo, seremos afectados por ese mismo afecto según una traslación que involucra exclusivamente a los sujetos en el plano de la imaginación. Pero si no es una neutralidad afectiva lo que se halla presupuesto, si la vinculación imaginaria encierra por ejemplo un odio anterior, en ese caso el afecto que nos produce su afecto es igual en intensidad, pero exactamente contrario (si se alegra nos entristeceremos, y al revés).

    Las dos posibilidades elementales que Spinoza (1984) registra en la imitación afectiva son la compasión (commiseratio) –sentir tristeza por la tristeza de alguien, lo que establece el origen de la benevolencia– y la emulación (aemulatio): el deseo de algo que irrumpe por mediación del deseo de otro; que no nace directamente del objeto deseado, sino porque otro desea ese objeto. Asimismo, una tercera variante de la imitación afectiva –que no es compasión ni emulación– es indicada en la “Definición de los afectos” con la que concluye Ética III. Se trata de un mecanismo de importante relevancia política, cuyo paradigma es el miedo: el impulso de hacer lo que otros hacen no por empatía de su tristeza ni por una mímesis de propiedad, sino por el desencadenamiento de un contagio afectivo que vuelve colectivo un temor o un odio y produce la estampida o el linchamiento. Imitación como efecto especular: temer porque otro teme, odiar porque otro odia, huir porque otro huye (E, III, def. af. 33).

    Además de una imitación de los afectos, hay (según E, III, 29) una adecuación de la acción a lo que imaginamos produce alegría y un cuidado de evitar lo que genera aborrecimiento. Este mecanismo de la imaginación –complementario de la imitación de los afectos– podría ser llamado “adecuación a los afectos”, en tanto imaginación anticipatoria de las reacciones de alegría o tristeza que presumiblemente produce una acción. Aquí establece Spinoza (1984) el origen de la ambición (ambitio), cuando la adecuación es tal que el esfuerzo por agradar a otros se convierte en el principio de una vida. En este caso, la imitación-adecuación regula la existencia individual por los afectos, prejuicios y costumbres de una mayoría –una opinión pública– en la que se espera encontrar reconocimiento y confirmación. Ambición es la palabra que designa la vida pre-filosófica o no filosófica, sumida en el esfuerzo de correspondencia con las turbulencias de las pasiones y la variabilidad de las opiniones de la multitud.

    La imitación de los afectos y la adecuación a los afectos trazan las coordenadas primarias de los vínculos humanos y proporcionan la clave conativa que explica la existencia social. No es una presunta autonomía del conatus sino una heteronomía afectiva determinada por la fortuna de las causas externas, lo que provee la materia originaria de la vida en sociedad. Estrictamente, la sociedad es una “institución imaginaria”, siempre heterónoma, que surge de una afectividad necesaria en su naturaleza y aleatoria en su experiencia. El amor y el odio se constituyen intersubjetivamente. Nadie ama u odia con independencia de lo que otros aman y odian. Y puesto que los afectos son siempre efectos de una dinámica imaginaria nunca completamente comprensible, es que la ambigüedad, la fluctuación, la inhibición, el exceso y derivas imprevisibles se alojan en las alegrías, las tristezas, los amores y los odios pasionales. La palabra que Spinoza (1984) usa para designar esa excedencia del poder de los afectos respecto de nuestro conatus activo es obnoxius. La existencia se halla inmediatamente obnoxius affectibus, arrastrada por fuerzas incomprensibles, arrollada por los afectos y a merced del poder de la fortuna que desquicia el deseo de las criaturas finitas.

    En el corolario y el escolio de la proposición 31, Spinoza (1984) introduce un giro polémico en la temática de la imitación de los afectos y la adecuación a ellos: introduce una imposición de los afectos. Con ello se detecta el deseo de que “cada uno ame lo que él ama y odie lo que él odia” –y cada uno se ama ante todo a sí mismo–, y que “todo el mundo apruebe lo que uno mismo ama u odia”, es decir que “los demás vivan según su propio ingenio”. La lógica del amor produce pues una inversión fundamental y un tránsito del “deseo de colmar el deseo de otro, al deseo de someter a otro al propio deseo” (Bove, 2009, p. 88), pasaje que desencadena la ambición de dominio cuya estructura es la superbia (es decir el amor de sí que se extiende hasta el delirio). La radicalización de este desarrollo afectivo transforma asimismo a la humanidad en “inhumanidad”: en efecto, quien no ayuda a los demás ni por la razón ni por la commiseratio “con razón se llama inhumano (inhumanus), ya que parece ser desemejante al hombre” (E, V, 50, esc. del corolario).

    Esta poderosa inclinación de la naturaleza que arrastra a imponer a otros los afectos propios es un avatar de la ambitio e introduce el conflicto en la imitación y la adecuación afectivas, que en sí mismas carecen de él. La universalidad del deseo de imponer afectos se halla motivada por el hecho de que “todos quieren ser alabados o amados”, lo que redunda en odio recíproco y desencadena un espiral de apasionada disputa por el reconocimiento.

    El conflicto que nace por el deseo de imponer a los demás el reconocimiento de la propia afectividad pareciera anterior y más elemental que la disputa por las cosas, pues el deseo de algo está subordinado –en su intensidad– a la imaginación del goce y del deseo de otro por esas mismas cosas. En un sentido primario, el combate por la propiedad tiene su raíz en la imaginación: “Si imaginamos que alguien goza de una cosa que solo uno puede poseer, nos esforzaremos en lograr que no la posea” (E, III, 32). Aunque se trate de un bien escaso o que no todos pueden poseer, no es la escasez misma lo que motiva la disputa, sino el deseo de evitar su goce por otro revelado a la imaginación propia.

    Pero también en una situación de abundancia tendría lugar la guerra por la apropiación, que no se explica por un vínculo del deseo con las cosas sino por una agonística de los deseos por medio de las cosas, cuyo terreno es la imaginación. No es solo el deseo de apropiarse de algo lo que motiva la rivalidad, sino el deseo de desapropiar a otros –tanto de los objetos como sobre todo de su goce, puesto que el goce presenta una cierta lógica de la exclusividad–. Si otro goza (porque otro goza) yo ya no puedo hacerlo. Hay una elemental inclinación del deseo a la exclusividad y a la superioridad: su motivación primaria no es tener más que antes sino tener más que otros; no la obtención de una plenitud en sí misma sino la de una diferencialidad que procura una ventaja sobre los demás. Spinoza es un filósofo sensible a la espectralidad que acompaña al deseo, como motivo no solo psicológico sino también político que un “realismo de la enmienda” deberá registrar y adoptar sin concesiones para impulsar su obra democrática.

Cuatro. Imitación, adecuación, imposición son los conceptos que tensan la dinámica afectiva donde tienen lugar las formas primarias de la vinculación humana; una “insociable sociabilidad” –según la conocida expresión kantiana– inscribe la tarea política y filosófica en un realismo de los afectos que no desaparece nunca de la vida social. La imitación de los afectos, en tanto apertura primaria de los seres humanos hacia sus semejantes, no puede ser reducida al egoísmo, ni a una simple necesidad de otros como objetos sobre quienes imponer pasiones de superioridad –cosas que ocurren también, pero en una trama de afectos más compleja–. Spinoza no es Hobbes. A diferencia del autor inglés –para quien el deseo es siempre deseo de apropiación o deseo de gloria y superioridad sobre otros–, en Spinoza el deseo tiene la posibilidad de no quedar fijado en sus modos inmediatos de existir y realizarse a través de nociones comunes. Se da cuenta de una ambivalencia del deseo en virtud de la cual “la misma propiedad de la naturaleza humana” produce la composición y la confrontación, la cooperación y la ambición, lo común y la destrucción de lo común.

    El deseo, sin embargo, es inmediatamente mimético y conflictivo. Fuerza mimética elemental del entramado social, en efecto, la imaginación del deseo de otro (que puede corresponder o no con el deseo de otro) es la fuente más poderosa de la rivalidad humana –en la que concursa asimismo la envidia (E, III, def. af. 33)–, pero también de la composición de potencias comunes bajo una forma de imaginación que Spinoza llama democrática. Para ello, la pura reforma del entendimiento se vuelve emendatio del deseo que se inscribe en la experiencia política. Emendatio no es reforma ni es revolución sino intervención inmanente en una materialidad dada para su transformación. Originalmente, designaba el trabajo de artesanos imprenteros sobre las erratas de los copistas; práctica materialista sobre la página que aloja el error para suprimirlo delicadamente y escribir de nuevo –sobreescribir–.

    La enmienda de la imaginación y del deseo –más urgente que la del entendimiento, y quizá su condición misma (no es imposible que la inconclusión del primer escrito de Spinoza se deba a ello)– toma siempre en cuenta a los seres humanos como son y nunca a los seres humanos como deberían ser (es decir, los toma en cuenta como seres apasionados no como seres racionales, justos y virtuosos); por ello es que su labor no redunda en una sociedad sin conflictos sino con otros conflictos, en la que los antagonismos hayan sido convertidos en agonismos. La clase dominante lo es en virtud de una exclusividad perpetuada en el imaginario social como si se tratara de la “clase elegida” (que puede ser formalmente sometida a la misma deconstrucción de la que es objeto la noción de “pueblo elegido” en el capítulo III del Tratado teológico-político). La clase dominante es no solo sin otros sino a costa de otros, contra otros, en detrimento de otros: un apetito de exclusividad incluso más poderoso que la pasión de seguridad es lo que anima su existencia misma como clase.

    La emendatio filosófico-política del deseo es interrupción de la lógica excluyente del goce, programa que es explícito desde el escrito más provisorio y temprano de Spinoza: “…el sumo bien es alcanzar [la naturaleza humana más perfecta] de suerte que el hombre goce, con otros individuos, si es posible, de esa naturaleza […] Este es, pues, el fin al que tiendo: adquirir tal naturaleza y procurar que muchos la adquieran conmigo; es decir que a mi felicidad pertenece contribuir a que otros entiendan lo mismo que yo […] Para que eso sea efectivamente así, es necesario […], además, formar una sociedad, tal como cabría desear, a fin de que el mayor número posible de individuos alcance dicha naturaleza con la máxima facilidad y seguridad” (Spinoza, 1986a, pp. 79-80; los subrayados son nuestros).

Cinco. En la filosofía de Spinoza, el juicio concerniente al arte –como también a la ética, a la política…– se halla sometido a lo que recientemente Frédéric Lordon (2020) ha llamado “la condición anárquica”. Esto quiere decir: el valor de las obras de arte no radica en una presunta belleza intrínseca con la que estarían dotadas, sino en su utilitas para incrementar –según el célebre escolio de E, IV, 45– la potencia humana de actuar y de pensar –de vivir–. Según una perspectiva spinozista, es por relación a una “norma inmanente del conatus” (Lordon, 2020, p. 283) que el arte debe ser considerado; es decir por relación a la vida humana[4]. Esa consideración del arte toma en cuenta el poder de afección de las obras en relación a la capacidad de ser afectado (la voz pasiva del verbo no indica aquí una pasividad sino una potencia) de quien entra en composición con ellas. Es decir, los afectos –la capacidad de afectar y la capacidad de ser afectado– son relativos y relacionales; históricos y sociales. En tanto “arte de la naturaleza” (Atilano Domínguez, Pedro Lomba) o “capacidad creadora de la naturaleza” (Vidal Peña)[5], expresan el orden común del que los seres humanos son una parte.

    En el mismo sentido en que no hay una belleza intrínseca de las obras de arte independiente del juego de los afectos –de la imitación de los afectos y la formación consiguiente de un afecto común que las valida como tales–, tampoco hay una potencia de afección de la obra independiente de la capacidad de ser afectada que reviste la comunidad en la que esa obra se halla inserta y es considerada. Entre una y otra sucede la conversación humana que incrementa esa capacidad, o la direcciona en un sentido que originalmente era inexistente, o distinto. Tal es, por ejemplo, el trabajo de la crítica. Nunca un descubrimiento o una ruptura se hallan despojados de esa mediación que las dota de sentido por el cual se consolidan como un descubrimiento o una ruptura (Lordon, 2020, pp. 287-290).

    En el prefacio IV de Ética, hallamos un pasaje central para pensar la cuestión del arte y la creación estética en clave spinozista. Si consideramos que la obra (opus) de la que allí se trata es una obra de arte, y su artífice (opificis) un “artista”, en este texto puede ser determinado el inicio de la discusión acerca de la “belleza”, cuyo terreno es la imaginación: del artista y del espectador. En la imaginación es donde se produce una facultad de juzgar común, no sin conflictos y litigios de puntos de vista. La formación del juicio de aprobación o desaprobación respecto de una obra remite a la temática de la imitación de los afectos, en sus dimensiones de emulación (mímesis de un artista por otro –que realiza una obra de arte de cierta manera porque otro artista la realiza de esa manera– y de un espectador por otro –a quien le gusta algo porque a otros espectadores les gusta–), adecuación (la producción de obras orientadas a producir la alegría o aprobación o placer de aquellos a quienes está destinada, y a evitar su rechazo) e imposición (la batalla por producir una aprobación o un gusto dominante).

    La inexistencia de una presunta belleza intrínseca de la que las obras estarían dotadas parece remitir a una validación puramente social de las mismas. En principio, la perfección de una obra se establece por relación al propósito de quien la crea: su perfección o imperfección resultará del contraste entre ella y el propósito contenido en la intención y fin del autor de esa obra. En efecto, una obra será perfecta tan pronto “ha sido llevada hasta el término que su autor había decidido darle”[6] (e imperfecta en caso contrario). Hasta aquí el juicio respecto de una obra tiene su base en el contenido intencional del artista al realizarla. Sin embargo, Spinoza da otro paso que desplaza el criterio acerca de la perfección estética desde el propósito del artista hacia el juicio del espectador, quien contrasta la obra con una “idea” en la que ella queda subsumida –una idea “universal”. Será perfecta la obra que coincide con esa idea, sin importar el propósito de su autor[7].

    Prevalece aquí –respecto de la determinación de lo que es perfecto o imperfecto– el punto de vista del espectador (de los espectadores) por sobre el del artista o creador. La consolidación de ese punto de vista no es independiente de la lógica de la imitación de los afectos. Lo bello es así definido por la construcción de un afecto común que lo establece como tal y por tanto un campo de batalla por la aprobación y por el sentido del gusto. El valor de una obra, su validación en cuanto obra, no es decidido por su autor sino por “una relación de potencias normativas ligada a la imitación de los afectos” (Drieux, 2020, pp. 216-217). La “belleza”, o más bien la utilidad colectiva del arte, es una construcción imaginaria que resulta de una imitación afectiva a la base del juicio estético.

    Pero, como es el caso de todos los registros de la imitación, también la cuestión relativa al arte y el valor de las obras de arte se hallan sometidos a la inestabilidad y la mutación. La creación hace un hueco en lo concebido cuando no resulta de una imitación sino de una ruptura de lo que la imitación permite codificar: “…si alguien ve una obra que no se parece a nada de cuanto ha visto, y no conoce la intención de quien la hace, no podrá saber ciertamente si la obra es perfecta o imperfecta” (E, IV, pref.). Ese “no poder saber” marca la imposibilidad de subsumir la obra en lo ya conocido y su desvío de los afectos y juicios comunes que establecen la perfección o la belleza de algo. La creación de cosas que “no se parecen a nada” de lo que se ha visto y se conoce (cuando se activa la pregunta ¿qué es esto?) desencadenan una reconfiguración de las relaciones afectivas. La tensión entre mímesis y creación de cosas “que no se parecen a nada” establece un campo en el que se libra la imitación de los afectos en su complejidad.

Seis. La temática spinozista de la imitación de los afectos presenta una notable cercanía con la teoría mimética desarrollada por la antropología de René Girard, según la cual el hombre es un ser mimético antes que un animal racional. Para Girard (1984), en efecto, la imitación fundamental tiene lugar a nivel del deseo y el ser humano “está esencialmente fundado sobre el deseo de su semejante”. El deseo aloja una irrebasable contradicción: aspira a la autonomía y sin embargo es imitativo. Este carácter mimético del propio deseo respecto del deseo de otro convierte a ese otro en modelo y rival al mismo tiempo. Si bien –como en Spinoza– la imitación tiene en Girard (1984, pp. 146-147) un carácter ambivalente, su obra acentúa los aspectos conflictivos y las derivas de la atracción mimética animadas por la violencia, que se extiende y deviene recíproca.

    En tanto “mímesis de representación”, la mímesis griega y filosófica en general no reconoce según Girard (1984) lo que en su antropología se nombra como “mímesis de apropiación”, que tiene lugar en el deseo. A su vez, la mímesis de apropiación –que establece un registro inmediato de disputa por las cosas– acaba por independizarse del exclusivo interés en el objeto que la desencadenó, y cede su lugar a la “mímesis de antagonista”, según la cual la rivalidad se vuelve pura confrontación entre los deseos y el apetito de apropiación que le dio origen pierde toda relevancia. Lo que el deseo anhela no es ya un objeto ni la exclusiva apropiación de lo que motivó el conflicto, sino el deseo y el ser mismo del modelo-rival.

    Como la filosofía de Spinoza –y en el mismo sentido que ella– la teoría girardiana rompe con cualquier ilusión de autonomía del deseo. Deseamos porque (lo que) otros desean. El deseo no es propio sino siempre impropio y signado por una heteronomía radical. El deseo es deseo de otro –en el doble sentido del genitivo–. La crítica girardiana a la filosofía moderna del sujeto nunca reconoce esa misma crítica en el pensamiento de Spinoza, con la que sin embargo coincide en aspectos sustantivos[8]. ¿Por qué Girard –cuyas fuentes son principalmente literarias– jamás remite al único filósofo clásico que se sustrae a la ilusión idealista del sujeto autónomo, además de pensar la centralidad de la imitación en la vida humana, exactamente como él lo hace en su antropología?

    En Girard (1984), la desembocadura de la violencia generalizada de todos contra todos deriva en un redireccionamiento hacia la violencia de todos contra uno, cuyo efecto es el restablecimiento del orden, según el mecanismo del chivo expiatorio en virtud del cual la unidad es restaurada con la producción de una víctima sacrificial. Esa transferencia de violencia y su concentración en una sola víctima reconcilia a la comunidad hasta ese momento sumida en la amenaza de desintegración. “Si la transferencia colectiva es realmente efectiva, la víctima nunca aparecerá como una víctima propiciatoria explícita, como un inocente aniquilado por la ciega pasión de las multitudes. Esa víctima deberá pasar por un verdadero criminal, por el único culpable en el seno de una comunidad ahora despojada de su violencia… Un linchamiento considerado desde el punto de vista de los linchadores nunca se manifestará explícitamente como linchamiento” (p. 153). La violencia sacral constitutiva de las sociedades, así como su mecanismo sacrificial, según la polémica teoría de Girard, en La violencia y lo sagrado, es únicamente interrumpida por la revelación testimoniada en la Escritura judeocristiana.

    La filosofía spinozista de la imitación afectiva, en tanto, permite una enmienda socio-política de la mímesis originaria en formas no conflictivas de imitación orientadas a la “utilidad común”, y a distancia tanto de una salida religiosa del conflicto mimético (en el sentido propuesto por Girard) como de formas de subjetividad determinadas por el puro autointerés[9]. Es posible pensar en clave spinozista una imitación del deseo de pensar, una imitación del deseo de conocer, una imitación del deseo de libertad. Seguramente estas derivas posibles de la mímesis revisten importancia para una filosofía de la educación y para una filosofía política que se propongan vías inmanentes y afectivas de emendatio respecto del conflicto que encierra la imitación de los afectos. La sociología spinozista releva la importancia de las instituciones civiles, la educación, o la ciudadanía activa como formas de suspensión o reducción del conflicto que aloja la imitación de los afectos constitutiva del conatus. También la religión como imitatio Christi, o más ampliamente como práctica del credo mínimo del amor –es decir en tanto forma de vida, no como revelación trascendente ni como “teología”– proporciona una dimensión imitativa en sentido contrario a la conflictividad original: “…Dios no… pide a los hombres, por medio de los profetas, ningún conocimiento suyo, aparte del conocimiento de la justicia y la caridad divinas, es decir de ciertos atributos de Dios que los hombres pueden imitar mediante cierta forma de vida” (Spinoza, 1986b, p. 304)[10].

    Sin embargo, lo que Spinoza llama “ética”, la plenitud que resulta de un trabajo en el pensamiento, la vida rara, la existencia filosófica como experiencia de la eternidad, es sin modelo (como las obras de arte “que no se parecen a nada”), singularidad más allá de la imitatio:  “…el conocimiento intelectual de Dios, que contempla su naturaleza tal como es en sí misma (naturaleza que los hombres no pueden imitar con alguna forma de vida ni tomar como modelo para establecer una norma verdadera de vida), no pertenece, en modo alguno, a la fe y a la religión revelada…” (Spinoza, 1986b, p. 305; el subrayado es nuestro). La vida rara más allá de la imitación no abjura de la sociabilidad ni de la política; adopta una forma de imitación que no remite a la affectuum imitatio, ni tiene un sentido compositivo. Se trata del antiguo motivo estoico de la imitación como máscara y cuidado de no exhibir la desemejanza, cuyo sentido es la preservación de sí. Es el sentido del tantas veces invocado pasaje que consta en el llamado “proemio” al Tratado de la reforma del entendimiento: “Finalmente, buscar el dinero o cualquier otra cosa tan solo en cuanto es suficiente para conservar la vida y para imitar las costumbres ciudadanas que no se oponen a nuestro objetivo” (Spinoza, 1986a, p. 81; el subrayado es nuestro).

    En las antípodas de la forma de vida conducida por la ambitio (adecuar las propias opiniones y acciones a las opiniones y afectos de la mayoría), sin modelo, la forma de vida filosófica requiere de la “imitación de las costumbres ciudadanas” como deliberado recaudo de no ostentación de la rareza y cuidado de su frágil inconmensurabilidad, pasible de malversaciones y persecuciones por activación del odio teológico o político (afecto también él sometido a la ley de la imitación).

    La vida filosófica emplea la imitación (de todo “lo que no se opone a nuestro objetivo”) como forma de cautela que no se desentiende de la ciudad, ni retrae al pensamiento de las borrascas connaturales a la vida humana. La existencia filosófica, en efecto, es vida en la ciudad, a la vez osadía y cautela ante la violencia del mundo, y nunca prescripción de un retiro.

Referencias

Adorno, T., y M. Horkheimer (1994). Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos. Madrid: Trotta. Tr. de Juan José Sánchez.

Benjamin, W. (1971). Angelus novus. Barcelona: Edhasa.

Bove, L. (2009).  La estrategia del conatus. Afirmación y resistencia en Spinoza.  Madrid: Tierradenadie Ediciones. Tr. de Gemma Sanz Espinar.

Drieux, P. (2020). “Ya-t-il une construction sociale du beau chez Spinoza?”, en Spinoza et les arts. Paris : L’Harmattan. Tr. Pierre-François Moreau y Lorenzo Vinciguerra.

Guerrero, R. (2015).  Introducción a Averroes, El tratado decisivo y otros textos sobre filosofía y religión. Buenos Aires: Ediciones Winograd.

Girard, R. (1984). Literatura, mímesis y antropología. Barcelona: Gedisa.

Hauser, A. (1979). Historia social de la literatura y el arte. Volumen I. Barcelona: Guadarrama. Tr. de A. Tovar y F. P. Varas Reyes

Koller, H. (1954). Die Mimesis in der Antike. Nachahmung, Darstellung, Ausdruck. Francke: Bern.

Lordon, F. (2020). La condición anárquica. Afectos e instituciones de valor. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora. Tr. de Antonio Oviedo.

Montag, W. (2007). Imitando el afecto de las bestias: interés e inhumanidad en Spinoza. Youkeli, revista crítica de las artes y el pensamiento (4).

Mormino, G. (2012).  L’imitazione degli affetti. Spunti per una teoria del Desiderio in Spinoza e Girard. En Nicola Marcucci (a cura di). Ordo e connexio. Spinozismo e scienze sociali, Mimesis Spinoziana 23, Milano-Udine.

Sinnott, E. (2004). Introducción a Aristóteles, Poética. Buenos Aires: Colihue.

Spinoza, B. (1984). Ética. Madrid: Editora Nacional. Tr. Vidal Peña.

Spinoza, B. (1986a). Tratado de la reforma del entendimiento. Madrid: Alianza. Tr. Atilano Dominguez.

Spinoza, B. (1986b). Tratado teológico-político. Madrid: Alianza. Tr. Atilano Dominguez.

Wulf, Ch. (1995). Mimesis. L’arte e i suoi modelli. Milano: I Cabiri.

[1] En un breve ensayo de 1933, Walter Benjamin sugería asimismo que la más antigua función de la danza era la de producir semejanzas (p. 168). En ese texto, Benjamin acuña la noción de “semejanza no sensible”, y afirma que “la lengua sería el estadio supremo del comportamiento mimético y el más perfecto archivo de semejanzas inmateriales” (p. 170).

[2] “…la función específica del poeta no es decir las cosas que ocurrieron, sino decir las cosas que podrían ocurrir… Por eso la poesía es más filosófica y más elevada que la historia, pues la poesía dice más bien lo universal, en tanto que la historia dice lo particular” (Aristóteles, Poética 1451a-b).

[3] Aristóteles, Poética 1447a.

[4] “…entiendo por vida humana aquella que se define, no por la sola circulación de la sangre y otras funciones comunes a todos los animales, sino, por encima de todo, por la razón, verdadera virtud y vida del alma” (Spinoza, 1986a, V §5).

[5] “…considero los afectos humanos y sus propiedades del mismo modo que las demás cosas naturales. Y, ciertamente, los afectos humanos no revelan menos la potencia y capacidad creadora (artificium) de la naturaleza (ya que no las del hombre) de lo que las revelan otras muchas cosas que admiramos, y en cuya consideración nos deleitamos” (Spinoza, 1984, E, IV, 57, esc).

[6] “Quien ha decidido hacer una cosa, y la ha terminado, dirá que es cosa acabada o perfecta, y no sólo él, sino todo el que conozca rectamente, o crea conocer, la intención y fin del autor de esa obra. Por ejemplo, si alguien ve una obra (que supongo todavía inconclusa), y sabe que el objetivo del autor de esa obra es el de edificar una casa, dirá que la casa es imperfecta, y, por contra, dirá que es perfecta en cuanto vea que la obra ha sido llevada hasta el término que su autor había decidido darle” (E, IV, prefacio).

[7] “Pero cuando los hombres empezaron a formar ideas universales, y a representarse modelos ideales de casas, edificios, torres, etc., así como a preferir unos modelos a otros, resultó que cada cual llamó ‘perfecto’ a lo que le parecía acomodarse a la idea universal que se había formado de las cosas de la misma clase, e ‘imperfecto’, por el contrario, a lo que le parecía acomodarse menos a su concepto del modelo, aunque hubiera sido llevado a cabo completamente de acuerdo con el designio del autor de la obra” (ibid.).

[8] Para un vínculo entre la imitación spinozista de los afectos y la teoría del deseo mimético de René Girard, ver el trabajo de Mormino (2012, pp. 93-108).

[9] Sobre el spinozismo como ruptura de la antropología del sujeto de interés, ver el trabajo de Montag (2007).

[10] El subrayado es nuestro. En un sentido diferente, también en la tradición árabe de los filósofos o falâsifa, la religión es un imaginario que tiene una estructura imitativa (en este caso de la esencia de las cosas, que solo puede ser conocida por la filosofía): “El símbolo y la imitación (muhâkât) por medio de las imágenes –escribe al-Fârâbî– es una de las maneras de enseñar al vulgo y al común de las gentes numerosas cosas teóricas difíciles, para producir en sus almas las impresiones de esas cosas por medio de sus imágenes” (Guerrero, 2015, p. 31).

De Republica Hebraeroum: Spinoza y la teocracia

Di Cesare, D. (2022). De Republica Hebraeroum: Spinoza y la teocracia. Círculo Spinoziano. 2(3), 4-20.

(pdf)

Donatella di Cesare – De Republica Hebraeroum: Spinoza y la teocracia

Traducción del italiano:
Jorge Ignacio Moreno Heredia

 

1. El Tratado teológico-político es usualmente leído como un ataque al judaísmo y a sus instituciones. A primera vista, esta lectura parecería evidente, no solo a causa de las vicisitudes biográficas de Spinoza –el cherem y su distanciamiento de la comunidad de Ámsterdam–, sino también de su rotundo rechazo de toda reivindicación política que pueda ser promovida por una instancia teológica.

    En tal marco interpretativo, la cuestión de la teocracia hebraica, a la que están dedicados dos largos capítulos (XVII y XVIII) de la parte final de la obra, parece casi una complicación. No se entiende por qué Spinoza se detiene a examinar la respublica Hebræorum, la forma teológico-política que ha caracterizado a Israel y su historia antigua, la cual, en última instancia, parece desvanecerse en un pasado legendario e inmemorial en el que el mito prevalece sobre la realidad. Si se trata pues de una quimera, perseguida además por un pueblo condenado a los márgenes de la historia, ¿qué sentido tiene discutirla?

    De ahí que no sea raro que, como si se tratara de un obstáculo inútil e insignificante, la cuestión sea suprimida tácitamente del pensamiento político de Spinoza. Cuando en cambio es tomada en cuenta, los resultados interpretativos son de lo más dispares. Y si bien en general domina la idea de que esta narración de la teocracia judía es una admonición contra los peligros del clericalismo, esta interpretación negativa deja abiertas muchas cuestiones; en primera instancia, la relativa al vínculo entre teocracia y democracia sobre el que Spinoza insiste de manera clara.

    Muchas de estas dificultades derivan de la ausencia de una reflexión sobre el significado etimológico de “teocracia”, traducción griega de un término hebreo. Spinoza debió tener esto último bien presente. Precisamente por ello, cuando se discute la cuestión de la teocracia, resulta indispensable remontarse a la tradición del pensamiento político judío que Spinoza recupera.

2. El término latino theocratia, como es bien sabido, constituye un hapax en el Tratado (TTP XVII, 8: G206). Sin embargo, el significado decisivo de esta única ocurrencia es confirmado por el uso del adjetivo theocraticus, que aparece un par de veces: cuando Spinoza dice que Moisés, antes de morir, dejó un imperium que no podía ser llamado “ni popular ni aristocrático ni monárquico, sino teocrático” (TTP XVII, 10: G208); cuando reitera que, tras la muerte de Moisés, el imperium, que no era administrado ni “por un solo hombre, ni por un solo consejo, ni por el pueblo”, no fue “ni monárquico ni aristocrático ni popular, sino […] teocrático” (TTP XVII, 15: G211).

    Resulta evidente, en ambos casos, la oposición entre la teocracia y las otras formas de gobierno. Por su parte, estas últimas no son sino la recuperación del lógos tripolitikós, expuesto por primera vez en las Historias de Heródoto, en donde, junto a la forma aristocrática de gobierno (definida todavía como oligarquía), aparecen la monarquía y la democracia (cfr. Historias III, 80-82). Ahí, en la discusión imaginaria acerca de la mejor forma de gobierno, se sostiene la superioridad de la aristocracia, el “gobierno de los mejores” (áristos, óptimo, y krátos, dominio). A pesar de las redistribuciones sucesivas, la jerarquía de las formas políticas se mantiene prácticamente intacta tanto en la República de Platón como en la Política de Aristóteles, versión más conocida de la distinción entre monarquía, aristocracia y democracia.[1]

    A pesar del origen griego de la palabra teocracia, los griegos no hablan de ella; más aún, no parecen siquiera conocerla. Quien introdujo el neologismo por primera vez fue, de hecho, Flavio Josefo en su escrito Contra Apión. A partir de entonces, en la palabra teocracia encontró expresión el carácter antimonárquico y antiimperialista de Israel que se había ido consolidando, en la tradición rabínica, a través del encuentro con la cultura griega y, sobre todo, del enfrentamiento con Roma. Por ello, si bien con acepciones diversas, y en ocasiones contrastantes, apologetas y filósofos judíos definieron como teocracia a la constitución mosaica, distinguiéndola así de las formas políticas de la filosofía europea (cfr. Krochmalnik, 2003, en particular p. 80).

    Tal es, justamente, la intención de Flavio Josefo, quien, junto a las tres constituciones clásicas, introduce una forma de gobierno irreductiblemente diversa:

Son innumerables las distinciones particulares entre las costumbres y las leyes de todos los hombres. Se podrían resumir así: unos han confiado la autoridad del gobierno a monarquías, otros a oligarquías, y otros más a las masas. Nuestro legislador, en cambio, no se detuvo en ninguna de estas formas, sino que instituyó una forma de gobierno que –forzando la lengua– se podría llamar teocracia, colocando en Dios el poder y la fuerza (2007, II, XVI: pp. 164-165).

    El nuevo término es acuñado por analogía: el griego es forzado a hospedar la palabra hebrea Israel, que, a partir del verbo sarar, lissror, y de El-, con la transparencia ofrecida por una de sus etimologías, significa “Dios reina”. Así, el griego theokratía es el modo, casi literal, en que Flavio Josefo traduce Israel. Pero ¿qué valor es dado aquí al dominio de Dios?

3. Flavio Josefo provenía de una de las primeras familias sacerdotales de Jerusalén, emparentada con los Asmoneos, que habían logrado fundar una dinastía tanto de gobernantes como de sacerdotes. Pasó de ser un severo jefe militar convencido de la guerra hebrea contra Roma, a unirse al enemigo poniéndose al servicio de los futuros emperadores flavios, de los que tomó el nombre gentilicio. Tenía tiempo viviendo en Roma cuando, a la mitad de los años noventa del siglo primero, durante el período más oscuro del imperio, asumió la defensa del judaísmo frente a los ataques de Apión, gramático alejandrino.

    En esa época el Templo era un montón de ruinas, y el emperador Domiciano se hacía llamar “dominus et deus” (cfr. Suetonio, Domiciano, 13, 2). Sin embargo, los romanos, como antes los persas, no tenían nada en contra de las comunidades de culto que carecieran de pretensiones políticas, sobre todo si estaban situadas en provincias lejanas. Tal era el caso del Reino de Judea, que tras haber perdido la independencia política había pasado a ser administrado en su totalidad por el sumo sacerdote y por la estirpe sacerdotal. Fue este el modelo de teocracia descrito por Flavio Josefo. En última instancia, se trataba más bien de una proyección de lo que él mismo había experimentado que de una imagen fiel de la constitución mosaica. Así, escribe: “Hay un único Templo para el Dios único (…). Los sacerdotes lo servirán todo el tiempo y el encargado de guiarlos será el primero por nacimiento. Junto a los otros sacerdotes, hará sacrificios a Dios, preservará las leyes, juzgará sobre las disputas, castigará a quienes sean reconocidos como culpables” (op. cit., pp. 193-194). Un Dios, un Templo, una jerarquía: este modelo reflejaba la época en la que los sacerdotes, a cuyas filas pertenecía también Flavio Josefo, habían asumido roles de gobierno. A pesar de la destrucción del segundo Templo y de la derrota de Israel, Flavio Josefo defendió entonces una forma de teocracia que, aun si conservaba cierto carácter antimonárquico, era una hierocracia.[2] El gobierno de Dios se había transformado en dominio de la casta sacerdotal. Esto permitía restituir la continuidad entre la teocracia y las otras formas de constitución, dado que quienes gobernaban eran al final unos pocos hombres, si bien sacerdotes de Dios. Sin embargo, esta concepción hierocrática de la teocracia, que no hacía de ninguna forma justicia a la constitución mosaica, no prejuzgó su recuperación y su desarrollo.

4. La concepción de la teocracia delineada por Spinoza no solo es diversa, sino opuesta a la concepción de Flavio Josefo. El capítulo XVII del Tratado teológico-político es un ensayo dedicado a la forma política teocrática, ajena al pensamiento europeo y sin embargo digna de ser considerada atentamente. No cabe duda de que Spinoza sigue los pasos de Flavio Josefo, quien por otra parte es una presencia constante a lo largo de la obra.[3] De este, retoma intencionalmente el neologismo para definir la constitución mosaica, pero los motivos que lo llevan a hablar de “teocracia” son completamente opuestos. Spinoza se mantiene fiel a la vocación antimonárquica de Israel (cfr. 1 Samuel 8, 1-5). Desde su punto de vista, fueron los sacerdotes quienes, pasando por encima del bien común y viendo solo por sus privilegios de casta, provocaron el ocaso de la soberanía teocrática. Si por un lado para Flavio Josefo la única forma auténtica y digna de ser considerada de la teocracia era la forma hierocrática que él mismo había conocido en los años del Segundo Templo, para Spinoza esa forma es en cambio la ruina de la teocracia, y un riesgo que, lejos de pertenecer al pasado y a la forma política de Israel, continúa siendo inminente. Quien toma partido contra la corrupción hierocrática es a final de cuentas un fiero opositor de la codicia clerical y de la avidez política de calvinistas y puritanos, quienes solían remitirse al Antiguo Testamento. Así, el “herético” Spinoza presenta una imagen de la constitución mosaica mucho más conforme que aquella que el sacerdote Josefo recordaba con nostalgia desde el corazón del Imperio romano.

    La divergencia no solo en el tono de la descripción, sino en el valor mismo atribuido a la teocracia, emerge con claridad de una comparación entre dos pasajes afines, uno contenido en el Contra Apión, el otro en el Tratado teológico-político. El tema es el de la “disciplina a la obediencia” en la que es educado el pueblo hebreo.

    Flavio Josefo aproxima la ley mosaica a la constitución de las ciudades griegas y al culto de las religiones mistéricas:

¿Puede haber un principio más santo que este? ¿Qué honor más apropiado puede atribuirse a Dios, dado que el pueblo es educado en la devoción [eusébeia] y a los sacerdotes se les encomienda una función extraordinaria, como si toda la vida pública fuera una ceremonia religiosa? Los otros pueblos no dedican más que unos pocos días a las prácticas que llaman misterios y ritos de iniciación, mientras que nosotros las mantenemos por toda la vida con placer y determinación inmutable (Flavio Josefo, 2005, II, XXII, pp. 188-189).

    Es una nostalgia diversa la que impregna las palabras del filósofo que escribe el Tratado teológico-político en la soledad de Voorburg, lejos de Ámsterdam y de la comunidad. Pese al retorno de los judíos a la vida hebraica tras los años de la persecución, el tiempo verbal usado por Spinoza no es el presente, sino el pasado. Como si la teocracia del antiguo Israel no fuera ya recuperable. No se sugiere ninguna comparación con otras formas políticas para una constitución en la que “nadie servía a su igual, sino sólo a Dios” (TTP XVII, 25: G216). No hay lugar para el compromiso en esta imagen radical, y por esto mismo fiel, de la “república de los hebreos”, es decir, del “Reino de Dios”, que no ha tenido igual en la historia del mundo porque en ella no había ley que no fuera un mandamiento de Dios (TTP XVII, 8: G206). Ahí, la piedad era justicia y la impiedad crimen, los mártires eran patriotas y los herejes enemigos. Derecho civil y religión eran la misma cosa. El respeto de las leyes no era por tanto otra cosa que obediencia a Dios. Y Spinoza, acusado de “horrendas herejías”, pudiendo auspiciar como Flavio Josefo una separación entre los ámbitos teológico y político como la que se había establecido en otras religiones, no duda en cambio en enfatizar el significado político de los mandamientos divinos, del Sábado al año sabático y al “jubileo”, el Yóvel (TTP XVII, 25: G215-217).

    Crítico severo del judaísmo, Spinoza se refiere no sin un tono de admiración a la libertad encontrada en la obediencia, a la alegría mandada, a la interrupción impuesta por el descanso, al ritmo político marcado por Dios:

Toda su vida era un ejercicio ininterrumpido de la obediencia (continuus obedientiae cultus).  De ahí que, como estaban totalmente habituados a ella, ya no les debía parecer esclavitud, sino libertad, y nadie deseaba lo prohibido, sino lo preceptuado. Parece que contribuyó también, y no poco, a ello el que estaban obligados, en ciertas épocas del año, a entregarse al descanso y a la alegría, y no para secundar sus tendencias, sino para obedecer sinceramente a Dios (ver Deuteronomio, 16) y el séptimo día de la semana debían abstenerse de todo trabajo y entregarse al descanso. Existían, además, otras fechas señaladas, en las que no sólo estaba permitido, sino prescrito, gozar de los actos honestos y celebrar banquetes. Y no creo se pueda imaginar medio más eficaz que este para doblegar el ánimo de los hombres, ya que no hay cosa que más cautive los ánimos que la alegría que surge de la devoción, esto es, de la unión del amor con la admiración. Ni era fácil que fueran presa del hastío que produce el reiterado uso de las cosas, ya que el culto programado para los días festivos era raro y variado (TTP XVII, 25: G216-217).

5. Para Spinoza, la teocracia de Israel tiene a tal punto un significado político que, tras la destrucción del Estado hebraico, ha perdido toda fuerza de ley. Lo mismo vale para la religión revelada, que no puede ya ser impuesta una vez que, con el Reino de Dios, ha decaído también el derecho divino.

    En el momento en el que los hebreos reconocieron a otro rey, empezando con el rey de Babilonia, “quedó suprimido el pacto por el que habían prometido obedecer a todo cuanto Dios les comunicara y que constituía el fundamento del reino de Dios” (TTP XIX, 6: G230-231).

    En esta concepción de la teocracia –quizás la más radical en la reflexión política del judaísmo– el dominio de Dios es exclusivo e incompatible con otras formas de dominio. De manera que, retomando el ejemplo de Spinoza, el judío que se ha convertido en ciudadano de la República de Holanda no está obligado a observar el Sábado, dado que la institución no tiene ya “fuerza preceptiva (vim juris)” (TTP XIX, 6: G230). Ni es tampoco concebible la sola observancia religiosa en la esfera privada.

    Si bien siguiendo a Spinoza, a quien cita casi al pie de la letra, Moses Mendelssohn atribuyó, en su tratado teológico-político Jerusalén de 1783, un significado religioso a la constitución mosaica, que describió, en línea con el concepto hebraico de Malkhut Shamajim, como “política celeste” (Mendelssohn, 1990, p. 152). No puede ya repetirse esa “constitución originaria” en la que Estado y religión habían sido un todo, que había “existido una sola vez” y solo Dios sabía “en qué pueblo y en qué siglo se vería nuevamente algo semejante” (loc. cit.). Pero podría conservarse como Zerimonialgesetz, como “ley ceremonial”, es decir, como una “especie de escritura” que remitiera a una forma de vida hebraica (ibid., p. 148). ¿No era este el sentido de la ley mosaica antes de que la constitución degenerara?

    En el siglo XX, cuando resultaba evidente el fracaso del proyecto de emancipación auspiciado por Mendelssohn, resurgió, aunque en un nuevo contexto, el irrenunciable valor político que Spinoza había reconocido a la teocracia hebraica. Si Israel no podía coincidir ni con una soberanía humana legítima ni con una hierocracia, es decir con el gobierno de una casta sacerdotal, entonces la “teocracia” debía ser asumida en un sentido no metafórico.

    Es esto lo que, de Martin Buber a Jacob Taubes, tiene lugar en el registro de la teología política. Para ambos, aquella forma de gobierno que ha distinguido a Israel de las naciones no es más un hecho histórico del pasado: se proyecta más bien hacia el futuro. La teocracia, explica Buber, es “directa”, “absolutamente real” (Buber, 1989, p. 90). Una liga de tribus seminómadas, denominada Israel, en marcha desde Egipto hacia Canáan, proclama Mélekh, Rey, a Dios mismo. Con esto impide que cualquier otro se llamase no solo rey, sino soberano o jefe. La teocracia pone al descubierto la aspiración libertaria de las tribus itinerantes que se doblegaron solamente ante la soberanía de su Liberador divino. Y en modo análogo observa Taubes: “la teocracia se basa en el ánimo fundamentalmente anárquico de Israel” (Taubes, 1997, p. 41). El dominio inmediato de Dios excluye cualquier forma de dominio del hombre sobre el hombre. Pero precisamente porque el dominio que Dios exige es exclusivo, la teocracia no es solamente la forma política del antiguo Israel; atraviesa toda fase de la historia, haciéndola balancear entre el riesgo de caer en una confusión inerte y salvaje, y la actuación del Reino de Dios (cfr. Buber, 1964, pp. 684 y 686).

6. La teocracia del Israel premonárquico tuvo lugar –según Spinoza– una sola vez en el pasado. Sin embargo, de la respublica Hebraeorum pueden extraerse “ciertas enseñanzas políticas” (TTP XVIII). De otro modo no se entendería el sentido de su reflexión tan detenida sobre esta forma teológico-política, sobre su historia, sobre las causas por las que logró subsistir casi sin sublevaciones y, en fin, sobre las causas por las que encontró su ruina.

    El objetivo de Spinoza es ante todo el de rehabilitar el concepto de “teocracia”, purgándolo de toda acepción hierocrática. De esta manera, recorre en reversa el curso de la historia para llegar a aquella escena en la que se inaugura la teología política de Israel, de la que da testimonio la narración del Éxodo, en la cual los hebreos, liberados de la “intolerable opresión de los egipcios”, no se encontraban ya ni sujetos al derecho de otra nación ni sometidos a ningún ser humano. En breve, habían reconquistado su “derecho natural”, pudiendo elegir entre conservarlo para sí mismos o transferirlo a otros. Tomaron en cambio la decisión, para nada obvia, que los distinguió del resto de los pueblos. En palabras de Spinoza: “Decidieron, por consejo de Moisés (…) no entregar su derecho natural a ningún mortal, sino sólo a Dios; y, sin apenas discusión, prometieron todos al unísono [uno clamore] obedecer totalmente a Dios en todos sus preceptos y no reconocer otro derecho aparte del que él estableciera por revelación profética” (TTP XVII, 7: G205).

    Los hebreos renunciaron así al propio derecho natural jurando con un “pacto” y lo transfirieron a Dios “libremente, y no llevados de la fuerza o asustados con amenazas”. Y por su parte, Dios, para que el pacto fuera “válido y duradero y sin sospecha de fraude”, no estipuló nada hasta que no experimentaran “su poder admirable” (loc. cit.). Quien estrechó el berit, el pacto, fue el Dios subversivo del éxodo que hizo salir al pueblo con su brazo tendido: “los conduje como sobre alas de águila y los traje hasta Mí” (Éxodo 19, 4). Fue porque creyeron que podrían salvarse también en el futuro que los hebreos entregaron a Dios omne suum jus, “todo su derecho” (TTP XVII, 7: G205). Fue así como tomó forma una teocracia, un gobierno exclusivo de Dios, en el que “los ciudadanos no estaban sujetos a otro derecho que al revelado por Dios” (TTP XVII, 8: G206).

    Spinoza habla de cives, ciudadanos, y no de súbditos. Lo que remite no solo a la diferencia frente al ejemplo de la monarquía, sino que además indica la libertad que caracteriza el vínculo. Porque el pueblo, que se constituyó como tal a través de ese pacto teológico-político, se doblegó libremente ante la soberanía de Dios, que había roto el yugo de su esclavitud, aceptando así un vínculo extremo de dependencia en el que encontró una nueva libertad. Aquí reside la paradoja de la que surge la teocracia de Israel. Y serán muchos los que retomarán más adelante esta paradoja como objeto de reflexión.

Para Spinoza, que habla incluso de un “pacto” estipulado libremente entre ambas partes, el modelo de referencia es el “contrato” de la filosofía moderna esbozado por Hobbes.[4] Para los filósofos judíos del siglo XX tal contrato es una abstracción, en cuanto que presupone la existencia de sujetos libres de elegir entre la vinculación y la desvinculación, mientras que el berit, el pacto, se remonta a un orden invertido en el que Israel, al ser llamado, se encuentra ya previamente vinculado: una práctica que desconoce la noción de adhesión voluntaria y que, bajo coacción, en la no-libertad, revela un más allá de la libertad.[5]

7. ¿Qué papel atribuye Spinoza a la teocracia respecto a la jerarquía aristotélica de las tres formas de gobierno, es decir la monarquía, la aristocracia y la democracia?

    Después de todo, Flavio Josefo había mantenido una continuidad. Tanto así que había leído la teocracia como el dominio de una casta sacerdotal, aproximándola así a la aristocracia, al dominio de unos pocos y de los mejores.

    En las páginas de Spinoza surge en cambio un hiato que separa a la teocracia de las otras formas de gobierno. En primer lugar, porque se trata de la única constitución teológico-política –mientras que las otras son solo políticas. Además de exigir un dominio exclusivo de Dios, la teocracia impide que se transfiera el derecho a un mortal, prohibiendo el dominio del hombre sobre el hombre. La cesura no podría ser más radical. Entre ellas, al contrario, las tres constituciones se distinguen solamente por el número de mortales destinados a gobernar.

    Spinoza entonces no se limita a introducir la teocracia al lado de las otras formas de gobierno: descompone el lógos tripolitikós. No busca una mediación entre constituciones diversas. En lugar de ello eleva la democracia del lugar al que se encuentra relegada en la jerarquía clásica, la aproxima a la teocracia y, más aún, la revindica como parte de la tradición política hebraica, ofreciendo de ella una interpretación nueva y diversa respecto a la tradición griega y occidental. Se encuentra aquí una de las novedades del Tratado teológico-político, la cual no debe pasar inadvertida.

    El nexo entre teocracia y democracia emerge con claridad desde que Spinoza alude al instante en el que los hebreos estipularon el pacto con Dios y todos, “en virtud de este pacto”, permanecieron “iguales” (TTP XVII, 9: G206). Pues todos tenían el derecho de interpelar a Dios, de recibir e interpretar las leyes, de desempeñar todas las funciones administrativas aeque –adverbio que reaparece continuamente. La igualdad de todos frente a Dios, que la teocracia por definición ratifica, es equiparada a aquella que surge con la democracia (cfr. TTP XVII, 7, 9; XIX, 6). Se sobreentiende aquí que la democracia no oculta en sus márgenes la esclavitud, como si esta forma política pudiera convivir con algún tipo de dominio del amo sobre el esclavo, justificado, como afirmaba Aristóteles, por naturaleza (Política, I, 3, 1253b). La democracia requiere la igualdad porque nace de la renuncia de todos al propio derecho. Deriva del communis consensus (TTP XIX, 6: G230) proclamado uno ore (XVII, 9: G206), con una forma de acuerdo que Spinoza llama también in unum conspirare (XVI, 5: G191), que da lugar a la comunidad de los individuos, es decir a la sociedad democrática que se extiende a la asamblea universal de los hombres (cfr. XVI, 8).

    Si en la teocracia el derecho es transferido a Dios, en la democracia es transferido a la razón (cfr. TTP XIX, 6). De aquí la continuidad –para Spinoza– entre teocracia y democracia, al punto que, según su reconstrucción histórica, la segunda deriva de la primera. Es de la imposibilidad de realizar la teocracia hebraica en toda la rigurosidad de sus términos que, gracias al mismo modelo y a través del testimonio del éxodo, es decir de la experiencia de la liberación de la esclavitud, surge la democracia. Esta última no es por lo tanto una mera extensión cuantitativa de la monarquía y de la aristocracia. Si así fuera, se trataría de una forma híbrida de poder que admitiría el dominio del hombre sobre el hombre y que no respondería al requisito de igualdad. Desconocida en el mundo antiguo, esta forma de democracia habría sido entonces introducida por primera vez con el pacto teológico-político que el pueblo hebreo establece tras el éxodo.

8. Para Spinoza es posible hablar de teocracia en sentido estricto solo por un instante: aquel en el que los hebreos prometieron uno clamore obedecer a los mandamientos de Dios. Es el famoso naassé: “así haremos” (Éxodo 19,8; 24,7). La teocracia pura dura solo el tiempo en el que se pronuncia esa promesa. Inmediatamente después, cuando se acercaron a escuchar las órdenes, quedaron talmente aturdidos por la voz de Dios que pidieron a Moisés que intercediera: “acércate tú y escucha lo que dice el Señor, nuestro Dios, y luego repítenos todo lo que Él diga. Nosotros lo escucharemos y lo pondremos en práctica” (Deuteronomio 5,24). La mediación de Moisés puso fin al gobierno inmediato de Dios. La teocracia pura se disipó con el clamor de esa promesa.

    De manera que el primer pacto fue abrogado, dando lugar a una nueva constitución en la que Moisés era el único encargado de interpretar las revelaciones divinas y de garantizar su ejecución. Se trató casi de un interregno. Y, en efecto, Moisés fue “el único vicario de Dios entre los hebreos” (TTP XVII, 9: G207). Sería sin embargo un error considerar tal gobierno como una monarquía, si bien la divergencia es sutil. Fiel al ideal de la teocracia, que había aterrorizado al pueblo hebreo, Moisés no eligió un sucesor y dejó para administrar un gobierno que “no se podía llamar ni popular, ni aristocrático, ni monárquico, sino teocrático” (TTP XVII, 10: G208). Con tal fin dividió los poderes en legislativo y ejecutivo. Y un sistema prudente de equilibrios políticos y de controles sociales impidió que cualquier mortal usurpara el gobierno y que Dios fuera expropiado.

    El derecho de comunicar las revelaciones divinas y de interpretar las leyes fue atribuido a Aarón, y, por sucesión dinástica, a los Levitas, que habrían de ser entonces los administradores del Templo. El derecho de promulgar los mandamientos y de garantizar su ejecución recayó sobre el comandante supremo, elegido cada cierto tiempo. El primero fue Josué, a quien “la asamblea de los hijos de Israel” debía obedecer, aunque en presencia del sacerdote El’azar (Números 27,20). Uno no podía prescindir del otro: el sumo sacerdote podía interpretar las leyes y dar los responsos divinos, pero solo si ello era requerido por el comandante, y, viceversa, el comandante podía interpelar a Dios cuando lo deseara, pero no podía recibir las órdenes sino a través del sumo sacerdote. La tribu de Leví había sido excluida de la repartición de tierras, destituida de todo poder público y consagrada solo a Dios. El sumo sacerdote, aun siendo el receptor de los decretos de Dios, carecía por tanto del derecho, la autoridad o la fuerza para imponerlos. De otro modo, habría sido un monarca. Y, a su vez, el comandante que poseía el derecho sobre la tierra, no podía interpretar las leyes. Comenta Spinoza: “Por estas prescripciones, impuestas por Moisés a sus sucesores, colegimos fácilmente que él eligió administradores y no dominadores del Estado” (TTP XVII, 14: G209).

    La soberanía de Dios permaneció intacta, ya que los mandamientos divinos eran ley. Así como intacta permaneció la unidad de teología y política. El poder administrado se distinguía entre un aspecto hermenéutico-legislativo y otro pragmático-ejecutivo, que sin embargo siguieron estando estrechamente ligados y, más aún, remitían el uno al otro. En este sentido, la constitución mosaica conservó una forma teocrática.

9. El equilibrio entre el “báculo” y la “espada” no decayó nunca. A ello contribuyó la confederación de las tribus, cada una relativamente autónoma y liderada por un jefe elegido en función de la edad y de la sabiduría. El comandante supremo era necesario solo cuando se debía combatir. Pero también los ejércitos, en los que prestaban servicio todos los ciudadanos entre los veinte y los sesenta años, reflejaban, con su pluralidad tribal, la constitución teocrática. Los soldados no juraban lealtad ni al comandante ni al sumo sacerdote, sino solo a Dios. Y el arca de la alianza marchaba con la retaguardia (cfr. TTP XVII, 13).

    De manera que ninguno, tras la muerte de Moisés, concentró en sus manos a la vez “báculo” y “espada”, desempeñando todas las funciones de la autoridad suprema. Y es aquí que Spinoza vuelve a usar, por segunda vez, el adjetivo theocraticus: “dado que no todas las decisiones dependían de un hombre, ni de un consejo, ni del pueblo, sino que unas cosas eran incumbencia de una tribu y otras, con igual derecho, de las demás tribus, se sigue con toda evidencia que, a partir de la muerte de Moisés, el Estado ya no era monárquico ni aristocrático ni popular, sino, como ya hemos dicho, teocrático” (TTP XVII, 15: G211). Y explica con detalle los motivos.

    En primer lugar, el “palacio real” era el Templo: una especie de corte de la Suprema Majestad del gobierno (loc. cit.). El edificio, construido a expensas del pueblo entero, y que representaba el corazón de la “república divina”, tenía dos características. Por un lado, era juris communis, de “derecho común”, con la finalidad de que todos pudieran igualmente interpelar a Dios (TTP XVII, 11, 15). Este uso común del Templo era el vínculo que unía indisolublemente la confederación de las Tribus de Israel. La comunidad se fundaba en el Templo. Por otro lado, el Templo era el lugar de un no-lugar, la Presencia de una Ausencia: la memoria de la Soberanía divina. De haber sido colmado este vacío resguardado en el Templo, el vínculo entre las tribus se habría disuelto y la teocracia habría llegado a su fin.[6]

    A esto agrega Spinoza un segundo motivo: “todos los ciudadanos debían jurar fidelidad a Dios, su juez supremo, único al que habían prometido obedecer incondicionalmente en todo” (TTP XVII, 15: G211). La obediencia, que Spinoza describe con un dejo de admiración, y en la cual identifica el vínculo de la teocracia hebraica, no podía estar dirigida sino a Dios, porque de otra manera hubiera admitido el dominio del hombre sobre el hombre. Lo que no podía ocurrir ni siquiera en tiempos de guerra. Por ello el tercer motivo es que “cuando era necesario un supremo jefe militar, no era elegido por nadie, sino tan sólo por Dios” (loc. cit.).

    Así, la teocracia mosaica se rigió a partir de un prudente equilibrio de poderes, entre los cuales no debía haber necesariamente armonía, como de hecho no la hubo (Éxodo 32,31; Levítico 10,16). Lo que cuenta, sin embargo, es que “báculo” y “espada” no cayeron nunca en las mismas manos (cfr. Números 27,16-21). Este equilibrio es elogiado por Spinoza en más de una ocasión. Quienes dirigían el Estado no podían enmascarar un crimen bajo la apariencia del derecho, ya que la interpretación del derecho era una prerrogativa de otros. Así, “a los príncipes de los hebreos se les evitó una causa importante de crímenes, puesto que todo derecho de interpretar las leyes fue otorgado a los levitas” (TTP XVII, 17: G212).[7]

    Por lo demás, el ejercicio hermenéutico, condición –según Spinoza– del buen gobierno de la res publica, era tarea del “pueblo entero”: “se ordenó que cada uno individualmente leyera y releyera de continuo y con suma atención El libro de la ley” (loc. cit.).

    A limitar los abusos de poder por parte de los jefes contribuyó la ausencia de un ejército mercenario y con ello el hecho, “de suma importancia”, de que el ejército fuera reclutado de entre todos los ciudadanos que, además, “luchaban, no por la gloria del príncipe, sino por la gloria de Dios y sólo se lanzaban al combate una vez obtenida la respuesta de Dios” (TTP XVII, 18: G213). Se comprende así que, puesto que quien era soldado en el campamento era ciudadano en el foro, no se pudiera desear más la guerra que la paz.

    En fin, todos los jefes de tribu destacaban sobre los demás no “por su nobleza o por derecho de sangre, sino que sólo tenía en sus manos el gobierno del Estado en razón de su edad y virtud” (TTP XVII, 21: G214). Y eran “aliados”, asociados, miembros de una confederación cuyo “vínculo” era la religión (TTP XVII, 19).

    ¿Qué fue entonces lo que provocó la completa destrucción del Estado de los hebreos? No la “desobediencia del pueblo”, sostiene Spinoza (TTP XVII, 27). El equilibrio decayó más bien cuando los sumos sacerdotes se apropiaron la autoridad de legislar y de administrar los asuntos públicos. En breve: usurparon el “derecho de principado” (TTP XVIII, 4: G222). Quisieron reinar al mismo tiempo que conservaban el sumo sacerdocio. La división funcional degeneró en un conflicto entre poderes, reinos y espadas. La soberanía teocrática se hizo añicos. Y así, con esta transición, todo menos dolorosa, de la teocracia mosaica a la teocracia hierocrática, el Estado hebraico finalmente pereció. Se trata aquí del primer Estado –precisa Spinoza– y no del segundo, que era “apenas la sombra del primero”, en cuanto ya plenamente una hierocracia. No sorprende entonces que Jerusalén, llamada la “ciudad rebelde”, fuera tomada y que el Templo mismo quedara en ruinas (cfr. Ezra 4, 12.15). Al contrario de lo que pensaba Flavio Josefo, para Spinoza la hierocracia no había preservado el derecho divino.

10. Si la respublica Hebræorum se extinguió para siempre, ¿qué sentido puede tener entonces discutirla si, además, no puede ni debe ser imitada? Es cierto que –como subraya el mismo Spinoza– presenta multa dignissima, “numerosos elementos dignos de señalar y que quizá fuera muy aconsejable imitar” (TTP XVIII, 1: G221).[8] Pero ¿para qué reconstruir su historia? ¿Qué permanece en el fondo de aquella forma arcaica? ¿Qué enseñanzas podrían sacarse de ahí para la época moderna? ¿Constituye la teocracia del antiguo Israel un modelo para Spinoza? ¿O más bien una advertencia?

    Es difícil creer que se pueda comprender la reflexión política de Spinoza si se deja de lado el largo relato que dedica al Estado de los hebreos, así como es difícil creer que el Tratado teológico-político se reduzca a ser una “lucha contra la «teocracia»”.[9]

    La cuestión parece mucho más compleja. Ha sido Balibar quien ha reconocido que, en Spinoza, “las relaciones entre religión y política parecen condenadas a la «impureza»”, preguntándose si esto no sea “un punto de fuerza” (1985, p. 56). Después de todo, en el Tratado teológico-político la jerarquía tradicional de las formas de gobierno se deconstruye precisamente a través de la introducción de la teocracia, que simplemente no encaja junto a las otras.

    No se trata, entonces, de reconstruir una forma arcaica ya sea por interés de anticuario o con el fin veleidoso de revitalizarla. Más bien, el objetivo es indicar el lugar teológico-político del que surgen las categorías políticas.[10] Si por un lado la “teocracia” parece indicar una singularidad histórica, en cuanto tal única e irrepetible, por el otro esta misma singularidad se caracteriza no solo por los efectos producidos en la historia del pueblo judío, sino también por la huella dejada en la historia de la humanidad. Por medio de esta huella indeleble la teocracia hace ver la imposibilidad de que las formas políticas surgidas en la modernidad sean del todo contemporáneas, o mejor, del todo actuales. Es como si se pudiera reflexionar acerca de cada forma a partir de la representación del poder puesta en acto por la teocracia, que deviene casi el arquetipo de toda otra forma de gobierno. De aquí la precisión con la que Spinoza la describe.

    Pero hay más. El contexto teológico-político no solo da lugar a una reflexión sobre las diversas constituciones. Es necesario rastrear el vínculo entre teocracia y democracia. En el momento en el que los hebreos transfirieron su poder a Dios, en cuanto que no lo transfirieron a ningún hombre, hacen su entrada en la escena de la historia como ciudadanos iguales, con los mismos derechos, e inauguran así una igualdad desconocida en el mundo, que no deja margen alguno a la esclavitud. Y esta igualdad es la base de la democracia. Lo que quiere decir no solo que la democracia proviene históricamente de la teocracia hebraica, sino además que la democracia puede ser repensada a la luz de la teocracia. Lo que caracteriza la teocracia es, para Spinoza, el uso común del Templo, o sea de la morada de Dios. La comunidad de los iguales surge con este uso común. La soberanía de los ciudadanos es remitida a un lugar que, aunque común, está separado y vacío. Es de hecho el lugar de Dios en medio de ellos. Nadie puede ocuparlo, a menos que no sea en cuanto vicem Dei, en cuanto vicario de Dios (TTP XVII, 17). Es lo que ocurre con Moisés, que sin embargo es consciente del riesgo de que tal vacío pueda ser colmado y por lo tanto desaparecer. Y ¿cuántos usurpadores no se habrían de apropiar de él? Sacerdotes y tiranos, déspotas y reformadores. Proteger ese lugar, mantenerlo vacío, es la dificultad propia tanto de la teocracia como de la democracia. En la teocracia mosaica los vicarios administraron el gobierno “como si el rey estuviera ausente y no muerto” (TTP XIX, 14: G234). Si el Dios de Israel remite con su Presencia a su Ausencia, y resguarda el lugar que es fundamento de la comunidad, ¿de qué manera, en la democracia, será protegido ese vacío por la razón? También la comunidad de ciudadanos, que se constituye en la democracia, tiene necesidad, si no de un Templo, de un lugar común que exceda el escenario político. Así, debemos preguntarnos de qué manera la confederación hebraica, que constituyó un modelo para Spinoza, pueda ser un punto de referencia para la comunidad del mundo globalizado.

    Spinoza no se pronuncia acerca del futuro de la Respublica Hebræorum. Este tema se relaciona con el de la “vocación” de los hebreos, que es leído en clave política.[11] Los pueblos se distinguen entre sí “por la forma de su sociedad y de las leyes bajo las cuales viven y son gobernados”. El pueblo hebreo “no fue elegido por Dios (…) sino a causa de su organización social y de la fortuna, gracias a la cual logró formar un Estado y conservarlo durante tantos años” (TTP III, 6: G47). Para apoyar esta tesis suya, Spinoza se remite a la “Escritura”. Los hebreos se distinguieron por el buen gobierno, es decir, por la teocracia fundada sobre las “leyes del Antiguo Testamento”, que “sólo fueron reveladas y prescritas a los hebreos; puesto que (…) Dios sólo los había elegido para formar una sociedad y un Estado singulares” (TTP III, 6: G48).

    Tras la destrucción del Estado hebraico, ¿cómo entender la elección? ¿Máxime cuando los judíos, aunque dispersos, sobrevivieron? ¿Se extinguió acaso su misión? ¿La elección es temporal o eterna? Para Spinoza, puesto que se encuentra ligada a la historia, es temporal. Y, aun así, sin anticipar el futuro, entre temor profético y esperanza realista, escribe: “podría creer sin titubeos que algún día los hebreos, cuando se les presente la ocasión (¡tan mudables son las cosas humanas!) podrán reconstruir su Estado y ser nuevamente elegidos por Dios” (TTP III, 12: G57).

Referencias

Buber, M. (1964). Werke (Schriften zur Bibel) (Vol. II). Lambert Schneider.

Buber, M. (1989). La regalità di Dio. (M. Fiorillo, Trad.). Marietti.

Étienne, B. (1985). Spinoza et la politique. PUF.

Flavio Josefo. (2007). Contro Apione. (F. Calabi, Trad.). Marietti.

Krochmalnik, D. (2003). «Gott herrscht». Über die Theokratie in Israel. En B. Fragner, & et al (Edits.), Religiöses Bekenntnis und Politisches Interesse (págs. 66-105). Universität Verlag Bamber.

Lévinas, E. (2004). Avete riletto Baruch? En Difficile libertà. Saggi sul giudaismo (S. Faccioni, Trad., págs. 141-150). Jaca Book.

Levy, Z. (1989). Baruch or Benedict. On Some Jewish Aspects of Spinoza’s Philosophy. Peter Lang.

Lorberbaum, M. (2006). Spinoza’s Theological-Political Problem. Hebraic Political Studies (2), 203-223.

Mendelssohn, M. (1990). Jerusalem ovvero sul potere religioso e sullebraismo. (G. Auletta, Trad.). Guida.

Novak, D. (1997). Spinoza and the Doctrine of the Election of Israel. Studia spinoziana (Spinoza and the Jewish Identity) (13), 81-99.

Proietti, O. (2003). La città divisa. Il Calamo.

Smith, S.B. (1997). Spinoza, Liberarlism and the Question of Jewish Identity. Yale University Press.

Taubes, J. (1997). Escatologia occidentale. (M. Ranchetti, Trad.). Garzanti.

[1] A partir del criterio del bien común, Aristóteles distingue ulteriormente entre las formas rectas y sus degeneraciones, que son: tiranía, oligarquía y oclocracia. Cfr. Aristóteles, Política 1279 a-b.

[2] Así Flavio Josefo, relatando una disputa entre judíos que se habían presentado ante Pompeyo, observa que “la nación estaba disgustada (…) y no quería someterse a un rey, dado que era usanza del país obedecer a los sacerdotes” (Antigüedades judías 2, XIV, 41).

[3] Para una reconstrucción detallada de las citaciones, cfr. Proietti, 2003, pp. 47-51.

[4] Cfr. Hobbes, Leviatán, I.13. Cfr. Levy, 1989, p. 76.

[5] Es la crítica que resta todavía en el ensayo en el que Lévinas (2004) reconsidera sus posiciones precedentes respecto a Spinoza.

[6] Es por esto que la tribu de Leví, expropiada desde el origen de toda posesión, fue encomendada al servicio del Templo.

[7] Cfr. Deuteronomio 21, 5.

[8] Steven B. Smith (1997, pp. 146-147) insiste sobre este punto, sosteniendo que para Spinoza la teocracia es un modelo imitable.

[9] Cfr. Nadler, 2009, p. 315. También en otros puntos Nadler parece malinterpretar las páginas de Spinoza, por ejemplo, cuando afirma que la primera confederación hebraica habría resultado “debilitada por la división del poder entre el rey (¡sic!) y los levitas”. Cfr., ibid., p. 313.

[10] Para el nexo entre religión y política cfr. Lorberbaum, 2006.

[11] Es discutible si Spinoza invierte la doctrina clásica, como sostiene Novak (1997).

Spinoza y Freire: Un imaginado diálogo sobre el devenir ético de la vida

Zambrano, I. (2020). Spinoza y Freire: Un imaginado diálogo sobre el devenir ético de la vida. Círculo Spinoziano. 2(2), 112-120.

Ivannsan Zambrano – Spinoza y Freire: Un imaginado diálogo sobre el devenir ético de la vida[1]

 

Entre caminos y senderos de libros, sobre algunas estanterías en la biblioteca universal, caminan Paulo Freire y Baruch Spinoza. Días atrás han sido presentados. Gibran los ha juntado. Les dijo: “Ustedes deben conocerse, serán buenos amigos”. Y han pasado los días, las palabras y los encuentros. Ahora los vemos juntos, caminando, nos acercamos a sus espaldas, los seguimos, hablan, ríen.

De cerca se escucha…

Spinoza: ¡Así que ser más y ser menos, Freire!

Freire: ¡Sí! ¡Sí! Eso es importante. ¡Se trata nada más y nada menos que la vocación ontológica de los hombres! Buscan ser más, ¡siempre más!

Spinoza: La ontología es una respuesta a la pregunta por la vida, qué es la vida y cómo vivirla. Hoy casi no hablan de eso, Paulo. Creo que tienen miedo de pensar en grande y por ver el árbol no ven el bosque. ¡Es curioso! Recuerdo la historia de un hombre que tenía los ojos vendados y, tocando la trompa de un elefante, pensaba en una serpiente. ¡Una paradoja!

Freire: Cierto, creo que hay pensar ontológicamente; sin embargo, para mí, una ontología que es principalmente vocación, deseo de ser, de vivir, de ser más.

Spinoza: ¿El Ser? Por eso, ¿ser más?  Entonces, afirmas que los hombres quieren ser más. ¿Ser más respecto a qué?

Freire: Cuando hablo de ser más, me refiero a los hombres respecto a sí mismos, el hombre para sí. Ser más es ser para sí mismos en su exploración, su cuestionar, su búsqueda, en su afirmación y su libertad, ser auténtico… Ser más, Baruch, es no ser para otro principalmente.

Spinoza: Es interesante. Habla más de eso. Me siento un poco identificado. No sé si me has leído, pero para mí eso del ser más y el ser menos podría estar relacionado con los aumentos y las disminuciones, pero cuéntame vos, y ya te contaré lo que pienso. Entonces, ¿ser más, ser menos?

Freire: Claro, ser más es opuesto a ser menos. Ser menos es ser para otro, es decir, no ser para sí mismo. El otro, y hablo del otro opresor, el otro que nos margina, nos engaña y nos condena a la injusticia, la violencia y la enfermedad. Todos, mi querido Baruch, somos ese otro, somos él cuando hacemos del mismo o de la naturaleza un objeto inerte y pasivo, un recipiente en quien ponemos lo que deseamos, a quien le damos forma, y en ese camino negamos a ese otro, le impedimos ser.

El opresor nos condena a ser una versión histórica de nosotros mismos que no nos beneficia y que lo mantiene a él en su condición. Ese otro es quien no nos deja ser debido a que nos inscribe en una historia que no es nuestra, sino suya, obligándonos a ser menos, una donde somos menos que él.  Donde, en el mejor de los casos, somos alguien a quien él ayuda. ¡Se trata de una falsa generosidad! Alguien con quien es generoso e, incluso, a quien invita a emanciparse y, sin embargo, es él quien habla, piensa, hace, vive. ¿Y nosotros, Baruch? Nosotros no hablamos, no pensamos, somos pensados, inventados, reproducidos, y cuando lo hacemos hablamos como él. Queremos ser como él, pues no tenemos sino su testimonio de vida, lo que él nos ha enseñado y con lo que nos ha engañado. ¡Amigo! Lo reproducimos a él oprimiéndonos a nosotros mismos, y en ese camino no somos quienes escribimos nuestra historia y…

Spinoza: ¡Espera! ¡Vas muy rápido! ¿Cómo así que queremos ser como él? ¿Quién es él? ¿Que él nos engaña y nos margina y que eso lo hace mantener su condición de opresor?

Freire: Sí, Baruch. Hay un opresor, una sociedad opresora. Ella está integrada por individuos (a veces nosotros mismos) que han construido una idea de realidad que los reproduce, que los hace ver como el único camino posible de ser, de vivir la vida humana. Ellos, Baruch, han escrito la historia vivida y la que viviremos: su historia, y en esa historia nosotros nos identificamos, nos buscamos. En esa historia, Baruch, nosotros somos no solo los oprimidos, sino llegado el momento los opresores, pues es la única alternativa, el único testimonio que tenemos de lo que es ser humano, de lo que es vivir, de lo que es ser más.

Un hombre, digamos alguien en condiciones desfavorables, en situación de pobreza, decide ser distinto; y el único camino, la única idea que tiene, es ser cómo ellos. Ese hombre buscará tener más, y tener es cosificar la vida. Para él, al igual que el opresor, todo es objeto: las personas, la naturaleza, los sentimientos, todo es algo que debe poseer, de lo que debe ser dueño. Así las cosas, ese hombre que compartía la condición de pobreza con otros hombres, las mayorías, deja de ser pobre y oprimido para ser, o intentar ser opresor. Alguien que, inscrito en el tener más, cosifica todo, incluso a sus seres más cercanos. Seres a los que ahora ve con desprecio, pues los considera inferiores, incluso culpables de su condición.

Spinoza: Entiendo. El problema son los hombres en sí mismos; unos oprimidos, otros opresores. Estos últimos mantienen a los primeros en su condición de oprimidos cuando no los dejan ser. No los dejan pensar por sí mismos, explicarse y entenderse, ser más. ¿Cierto?

Freire: El opresor se hace a sí mismo luz y el oprimido siempre es la oscuridad. Ahora, cuando el oprimido toma consciencia de sí, de su historia, es decir, cuando se inscribe en el ser más, pues es luz para sí mismo y también para el opresor, todo cambia. Y es que el opresor, Baruch, es también un oprimido; él no tiene otra versión de sí, sino aquella en la que oprime o es oprimido. Él siempre buscará ser opresor, por comodidad, tradición y deseo de poder. Escucha, Baruch, los hombres se oprimen a sí mismos. Hay unos que son oprimidos, otros opresores de esos hombres. Sin embargo, tanto los que oprimen como los que se dejan oprimir están deshumanizados. Solo aquellos que trascienden esta dualidad son libres, auténticos, realmente humanos.

Cuando el oprimido toma consciencia de sí, de su situación concreta y su ser en el mundo, entiende que no necesita ser oprimido ni opresor. Que puede crear junto al opresor, ese otro también oprimido, un mundo nuevo, un mundo en el que el dialogo entre los hombres por ser más y no ser menos alumbre una nueva realidad social, una historia realmente humana.

Spinoza: Entiendo, Paulo. Tu lectura del mundo humano es sumamente potente.  Efectivamente los hombres se oprimen a sí mismos y reproducen esa opresión. En todo caso, hay algunas cosas que me gustaría pensaras o, bueno, que lo piensen los que te piensan, pues nosotros ya no hablamos, sino es por aquellos que nos recuerdan.

Entonces, según dijiste hace unos días, cuando también caminábamos en este pasillo, los hombres siempre están siendo, están inacabados. En ese estar siendo y en la exploración de ese devenir, radica la voluntad de ser más. Me pregunto: ¿Qué están siendo ahora? ¿Hoy mismo, qué son? Tú podrías responder: en su mayoría, oprimidos. También dirás: oprimidos que tienen la oportunidad de transformarse a sí mismos y lograr la autenticidad, esa que se cultiva en el dialogo, el dialogo como actor creador, espacio de nacimiento y creación de una nueva sociedad, un nuevo mundo.

Ahí está lo primero que me hace ruido, Paulo. Los hombres en esa creación de sí mismos –no individual, pero si colectiva– dan a luz nuevas formas de ser en el mundo. Y seguramente, o por lo menos eso se esperaría, esas nuevas formas de ser en el mundo, esa pluralidad, tendrán como riqueza la diferencia. Somos diferentes, y la diferencia, Freire, es también un acto de poder, de creación y principalmente reafirmación. Ser diferente lleva a no ser igual respecto a los otros, a definir qué es lo bueno y qué es lo malo de acuerdo a esa diferencia, Paulo. Habrá desacuerdos, tensiones, y, de nuevo, otro se colocará en el lugar de la opresión.

Freire: Si, tu punto de vista es sugestivo. Sin embargo, hay un aspecto fundamental. Amigo, los hombres no devienen auténticos espontáneamente, sino a través de una comprensión concreta de su situación histórica. En otras palabras, un entendimiento que no integra el mundo de las ideas, ni se queda allí como mera propaganda intelectual, sino que deviene en la relación teoría/practica, la praxis. Se trata de un compromiso que exige de parte del oprimido capacidad de reflexión. Por ende, no hay ingenuidad, hay construcción reflexiva, ética y política.

Escucha, Baruch. Sé que el mundo de los opresores se impone. Construye el mundo de los oprimidos. De cierta forma los determina. Sin embargo, también sé que los oprimidos pueden liberarse, y para ello han de hacer uso de la reflexión, de la toma de consciencia y el pensamiento crítico. Marx consideraba que los hombres no son producto de su ser, sino del modo de producción material de la vida, pero no creo eso completamente. Para mí, las ideas, el pensamiento del hombre, crea la realidad, y creará o dará lugar a una nueva historia. Ciertamente somos producidos en el mundo del opresor, mundo que también lo produce a él, pero ese mundo es una suma de ideas, son ideas hechas instituciones, creencias, rituales. También serán las ideas, el pensamiento, las que nos liberarán. Y no estoy hablando de algo teórico, alejado de la realidad, pues considero que la teoría es inmanente al devenir de lo real, de la emancipación. Amigo, la realidad es un proceso, y en ese proceso los oprimidos pueden rehacer su vida, reconstruir lo que ha sido la vida con miras a ser más y no seguir siendo menos.

Spinoza: No sé, Paulo. La experiencia y la historia nos han mostrado otra cosa. La razón, incluso la racionalidad moderna, no ha juntado a los hombres, no los ha reunido en un horizonte ético y político de vida. Ellos han devenido distintos, siempre acentuándose en la diferencia. Y, aunque no lo quieran, terminan dañándose a sí mismos, a los otros y a la naturaleza, la vida.

Bueno, considera lo siguiente, también en relación con lo anterior. Antes hablaste de una ontología, una pregunta a qué es la vida, y respondiste basándote en la vida humana, es decir, desplegaste una ontología de nosotros mismos, nosotros mismos en nuestro deseo de ser más. Sin embargo, una ontología que no incluye la vida en todas sus expresiones, solo habla de los hombres. Esto es sumamente problemático, pues al final termina reproduciendo un ontocentrismo atroz. El hombre como centro, el hombre como universo del todo. Esto lo lleva a pensar que él es más importante que el Todo, la naturaleza. Paulo, no se requiere de mucha reflexión para dar cuenta que somos parte de ella, que somos parte del mundo y que, si no nos cuidamos, o cuidamos la naturaleza, pronto acabaremos con ella y con nosotros mismos. No podemos reproducir el ontocentrismo, ni la relación sujeto/naturaleza (sujeto/objeto), pues nosotros, Paulo, somos la naturaleza misma, una parte de ella.

Paulo, pienso que este tema de ser más y menos debería contemplar una idea de ética, una ética de nosotros mismos en tanto parte del Todo, una que incluya a todo lo existente y que dé vía para pensar lo bueno y lo malo no desde el pensamiento de unos cuantos, pues, como te lo dije, los hombres siempre van a estar en desacuerdo. El único acuerdo al que han llegado es que no se pueden ponerse de acuerdo, y a eso llaman riqueza. ¡Hemos caído en un relativismo ético paupérrimo! Paulo, debemos pensar de nuevo lo universal. Heidegger decía pensar el ser. Definitivamente algo en lo que todos estén de acuerdo y nadie dude de que es así. Esto debido a que puede dar cuenta de su veracidad en sí mismo; el criterio de verdad es la experiencia propia.

Esta idea ha de ser inmanente, no una moral impuesta, algo trascendente. Para mí, como lo visibilice en mi Ética demostrada según el orden geométrico, esa idea nos habita, es inmanente a nuestra existencia, esa que es parte de la naturaleza, del Todo. Paulo, ¿qué busca un árbol, un grano de arena, un pájaro, el aire, todo lo que ves y no ves? ¿Qué es lo común a todas las formas de ser que podemos apreciar en el universo?  Amigo, todo buscar durar tanto como sea posible, durar es el objetivo de existir. El problema con el hombre es el cómo de ese deseo y el conocimiento que alimenta al mismo, pues, a diferencia de todas las cosas que lo rodean, el hombre no sabe vivir. Queriendo vivir, la mayoría de las veces atenta contra sí mismo y, tristemente, contra los otros seres que habitan el mundo. Entonces, el problema es el conocimiento. ¿Qué conocimiento orienta nuestra existencia?

El conocimiento que orienta la existencia de todo aquello que no es humano es sencillo. Se basa en elegir aquello que conviene debido a que aumenta la existencia. ¿Respecto a qué? La duración. Entonces, siempre se relacionan con aquello que aumenta y, en la medida de lo posible, dependiendo del caso particular (es diferente una piedra a un caballo), toman distancia de aquello que disminuye. Un caballo come aquello que le conviene y deja de lado aquello que no. Todo lo existente intenta relacionarse tanto como puede con lo que aumenta y no con lo que disminuye.

Freire: Es un poco complicado lo que hablas. ¿Una ética universal? ¿Una ética inmanente a la vida? ¿Una que se expresa en todo lo existente? ¿La naturaleza? ¿Nosotros, como parte de ella? ¿El conocimiento?

Spinoza: Déjame intentar explicarlo, pero no es fácil, pues hay mucha tela que cortar y muchos conceptos filosóficos sumamente complejos. A ver, quiero expresarlo de forma sencilla. ¿Sabes algo de Einstein? ¿Su idea de energía? A partir de Einstein y su teoría de la relatividad se puede sostener que todo es energía. Esto solo a modo de ejemplo. En todo caso, yo había sostenido: todo es Sustancia. Bueno, Todo es energía, lo que vemos y lo que no, lo que existe y existirá, Paulo. El Todo. Si todo es energía, nosotros somos una expresión de ella, al igual que los árboles, el aire o las ideas. Ahora, todas las infinitas expresiones de la energía, una de ellas nosotros, buscan durar tanto como sea posible. Ese es el objetivo de existir: durar. Podríamos decir que hay aumentos cuando hay condiciones que prolonguen la duración y disminuciones en el caso contrario. Somos grados de energía que se aumentan y se disminuyen, ¿entiendes?

Solo los hombres atentan contra sí mismos, se disminuyen. Solo los hombres causan desarmonía en sí mismos y con lo que los rodea. Y no es debido solamente a que las mayorías sean oprimidas por unas minorías solamente. No, Paulo, creo que no es eso; es algo más profundo, más radical. Paulo, en general y sobre todo hoy en día, los hombres no saben de sí y no saben de la vida. No sabemos qué somos ni como eso que somos es parte del Todo. Y entonces dudamos respecto a cómo vivir, a qué es verdadero y que es falso, qué es bueno y qué es malo, unos dicen una cosa y otros, otra. Ahora, producto de ese desconocimiento, los hombres creen que son algo aparte del mundo, de la naturaleza, y por eso la explotan, la destruyen. Creen que ellos son el centro de la vida, de todo. En esta vía reproducen un conocimiento que justifica la existencia, que explica por qué viven cómo viven. Sin embargo, se muerden la cola todo el tiempo. Por ver el árbol no ven el bosque.

En el hombre, como en todas las cosas, reside una norma de vida, algo acorde al orden y la conexión de la vida, del Todo. Ese orden, esa conexión, es en sí misma un horizonte ético, uno que el hombre comienza a seguir cuando se pregunta por su existencia, por la verdad respecto a la vida.

Freire: No sé. Eso me suena a metafísica y no creo en ella. Baruch, por andar pensando en verdades eternas y trascendentales, en un más allá alojado en el mundo de las ideas, los hombres han dejado de lado su situación concreta, y los hombres opresores terminan beneficiándose de eso. Mi amigo Marx decía que los filósofos se dedicaron a interpretar el mundo, pero no a transformarlo.

Spinoza: Sí, pienso lo mismo. Para mí el pensamiento ha de tener un fin y ha de partir de lo que a todos nos afecta en lo más inmediato, lo que todos sentimos, es decir, las emociones, el cuerpo, la experiencia… No en un más allá, sino en el acá. Yo, en mi obra, no pensé al hombre como un objeto abstracto y en relación con una metafísica alejada del mundo de los sentidos, la cotidianidad, sino como alguien que vive, que siente, y que desea vivir. Mi obra parte del hombre de carne y hueso en la situación concreta de su vida, la vida que está viviendo.

Ahora, déjame insistir en esto, he hablado de una ética universal e inmanente. Es inmanente debido a que no es una moral trascendente, una impuesta por un Dios en el cielo ni por una autoridad humana, un grupo de individuos que les dicen a los otros cómo vivir, su deber, esos que llamas los opresores. ¡No! Es inmanente debido a que puede ser leída y comprobada en todo lo existente, en esa medida es universal. En ella lo bueno y lo malo no existen en sí, sino en relación al orden y conexión de las cosas, a lo que somos. En esta vía, es bueno lo que permite durar, malo lo que no, bueno lo que aumenta mi duración en correspondencia con la duración de lo que me rodea, malo lo que disminuye mi duración y la duración de lo que me rodea. Creo en una ética así debido a que bajo un criterio común e inmanente impulsa a los hombres, los moviliza en un horizonte de vida benéfico para todos y es comprobable por cada uno de ellos.

Por ejemplo, el hombre del que hablaste, él hace cosas que no le convienen, que lo disminuyen, no sabe qué le hace bien ni que le hace mal, qué lo disminuye o qué lo aumenta. La mayoría del tiempo vive en lo que llamo un primer género de conocimiento, es decir, como un trozo de madera en la corriente del río, sin ningún norte claro y siempre golpeado por una y otra cosa. Eso que le dice la sociedad. Pero, si ese hombre piensa, entonces se cuestiona y analiza respecto al conocimiento que orienta su existencia, eso que la sociedad puso en él. Esto debido a que en el lugar en que habita –y allí los otros individuos, por ejemplo, los maestros– lo invitan a hacerlo o se dan las condiciones para que así suceda, pues, ese individuo comienza a distinguir, a elegir. El pensamiento es un esfuerzo de la razón, un esfuerzo de selección, Paulo.

Efectivamente, ese hombre todo el tiempo se relaciona con ideas. Hay ideas que aumentan y otras que disminuyen. Ese hombre comienza a afianzarse en el segundo género de conocimiento. Comprende que hay causas y efectos, que nuestras ideas construyen la “realidad”, que unas nos aumentan, nos llevan a durar más, y otras nos disminuyen, nos llevan a vivir, a durar menos. Ideas adecuadas e inadecuadas. Ese hombre busca relacionarse (escoger) con ideas y acciones que lo aumenten y no lo disminuyan. El beneficio de esto es inmediato. Ese hombre entiende que hay un horizonte ético de vida, una respuesta a cómo vivir y ese horizonte es la política misma. Freire, un hombre así no es fácilmente manipulado, oprimido.

Y es que ese hombre paulatinamente comienza a distinguir entre lo que necesita y no necesita para durar, para vivir. Así las cosas, no es la sociedad la que pone en él el conocimiento, ese que oprime al oprimido al no dejarlo pensar, negando el ser más del hombre en sí, sino es él quien lo va construyendo y va dando cuenta de que es bueno para la vida, para su cuerpo. Ese hombre va distinguiendo lo que es bueno para sí y en esa medida para los otros. Él da cuenta de nociones comunes, esto es, que benefician a todos, que aumentan a todos. Una noción común, por ejemplo, es la idea de que ejercitarnos nos aumenta, esa idea es universal. Ese hombre, gradualmente, también se hace parte del tercer género, y comprende que es parte del Todo, que de cierta manera él es también el Todo, y que hacer daño al otro es como hacerse daño a sí mismo. Que el otro, como dijiste antes, el opresor, es también parte del nosotros y que la naturaleza no es un objeto externo a él, sino es él mismo.

Freire: Me inquietan tus palabras. Honestamente, no creo en a prioris respecto al hombres, en ideas que lo definan de antemano. Pienso que el hombre es producto de su situación histórica y es en ella donde tiene la oportunidad y el deber de construir su historia. En el caso de los oprimidos, una nueva historia.

Spinoza: Claro, pero dicha historia ha de estar cimentada en ideas adecuadas, ideas que aumenten. Freire, hay que enseñar a los hombres a pensar, y pensar primeramente lo que son, esto es, expresión de la energía. Para mí, la Sustancia, el Todo. Somos una parte del Todo. Una expresión que no tiene otro fin que existir, durar. Paulo, si sabemos qué somos y, en esa vía, qué necesitamos para vivir, si entendemos que debemos procurar aumentos y no disminuciones, y que dicha búsqueda tiene como eje el acto de pensar y diferenciar entre ideas adecuadas e inadecuadas, dicha acción en sí misma es una apuesta ética y política inherente a nuestra existencia. En esta vía no tendremos dudas respecto a esa nueva historia. Todos apuntaremos a ella, debido a que tenemos un criterio ético e inmanente de vida, uno donde los aumentos tienen que ver con ideas que propician la armonía, la serenidad, la paz y el amor. Y las disminuciones: la confusión, el dolor y la enfermedad. Paulo, nuestra situación concreta, en primer lugar, es ontológica, y seguidamente histórica, social y política.

Freire: Baruch, yo dejé unas cartas. Sé que fueron publicadas bajo el título Pedagogía de la indignación. Allí expreso mi interés por la ética. Sostengo que no basta que los hombres se amen entre sí, también deben amar el mundo y luchar por él. Tú tienes cosas que enseñarnos, he crecido escuchándote. Tal vez no es solo amar el mundo, es saber que somos parte de él, como dices. En fin, nuestras palabras, nuestros pensamientos, se reescribirán, se discutirán. Y en ellas se labrará el nuevo mundo. Nosotros hacemos parte del silencio. Ellos, los que nos leen, de la orquestada y necesaria creación.

[1] Al principio del texto, Gibran (Khalil) presenta a nuestros amigos. Las ideas expresadas por Freire aparecen principalmente en las “Palabras preliminares” y capítulos uno y dos de Pedagogía del oprimido, junto a la carta número 3 de Pedagogía de la indignación. En el caso de Spinoza, se puede consultar la Ética demostrada según el orden geométrico y el Tratado de la reforma del entendimiento. Ahora, el Spinoza acá presentado corresponde a la lectura que Deleuze realiza de él, aquella expresada en las obras En medio de Spinoza y Spinoza y el problema de la expresión. Exceptuando la idea de energía como Sustancia. Esta es un recurso ejemplificatorio que utiliza el autor de esta imaginada conversación para ayudar a los lectores a entender a Spinoza. El texto de Heidegger se titula ¿Qué significa pensar?

Reseña de La condition anarchique, de Fédéric Lordon

Pereira, J. A. (2020). Reseña de La condition anarchique, de Fédéric Lordon. Círculo Spinoziano. 2(2), 108-110.

(pdf)

Jason Andrey B. Pereira – Reseña de La condition anarchique, de Fédéric Lordon

 

El propósito de esta reseña radica en contextualizar y dar una aproximación sólida del último libro de Lordon, engañoso desde su título, y que de momento solo se encuentra su versión original en francés. De entrada, subrayamos el carácter tramposo, en tanto no es una obra que intente localizar vínculos entre la teoría anarquista y Spinoza. Es decir, el autor en ningún momento pretende traer a colación figuras como la de Bakunin, Prodhoun o Kropotkin para presupuestar una lectura spinozista de las emancipadoras ideas de aquellos. Si se pretendiese encontrar algo así, recomendamos abiertamente el trabajo de Daniel Colson y sus Lectures anarchistes de Spinoza (1998), artículo con una traducción indexada al inglés y, desde esta última, una al español.

Frédéric Lordon es un reconocido economista y sociólogo francés, muy interesado en la filosofía de Spinoza, a la cual ha sumergido en su proyecto político-económico y ha utilizado medularmente en sus obras, la más conocida, seguramente, Capitalisme, désir et servitude. Marx et Spinoza (2010), en donde realiza un minucioso análisis de la servidumbre y el rol de los afectos en ella, la influencia que pueden tener estos para someter y alienar a los hombres. Tal título cuenta con una traducción a nuestra lengua por Tinta Limón, incluida en la colección Nociones comunes. Sin extendernos mucho más en los datos biográficos del autor que nos incumbe hoy, podemos resaltar su constante colaboración en Le Monde diplomatique, conocida publicación de izquierda que se distribuye mensualmente en Francia y que cuenta con ediciones en nuestro continente, esencialmente en el cono sur y México.

Como anticipamos, la presente obra no va de anarquía en sentido estrictamente político, sino axiomático. La condición anárquica que pretende dilucidar Lordon es la de una axiología crítica anclada en una sociedad que no se aferre a nada. Propiamente, una sociedad que no tiene la absoluta necesidad de establecer valores eternos, dígase desde un orden substancial que los coloque como leyes naturales en donde los modos finitos –nosotros– debamos obedecerlos sin más. En efecto, la obra cuestiona la existencia misma de valores y normas. ¿Pero qué tipo de valores quiere examinar el economista francés? Él mismo es claro en destacar la urgencia de despojar de su monopolio economicista a este ambiguo término (p. 10). Por lo tanto, el concepto de valor en este trabajo parte siempre del mismo plano ontológico en donde conviven intereses colectivos, individuales y transindividuales, expresados en sus acepciones éticas, estéticas y políticas. En este sentido, Lordon se nutre de Durkheim, quien, como él señala, sentó las bases para un proyecto investigativo de los valores, sin embargo, le parece que no fue más allá de su simple esbozo.

Para el economista y sociólogo, la sociedad está desprovista de ἀρχή, pero, paradójicamente, regulada por un Κράτος. Dicho de otra manera, a pesar de que la condición humana carece de un principio, hay una fuerza o presión política que se aprovecha de esto para modularla. Es justo por eso que Lordon parte de una an-arkié, un sin principio, para establecer su proyecto. Desde la perspectiva de este autor, los valores, entendidos como intensidades apasionadas que se ejercen sobre ellos mismos, esto es, el hecho de que la externalidad de cada uno provoca aferrarse y adherirse a lo que produce, todo desde la creencia de los efectos que se imaginan de ellos –ya volveremos a esto–, deben restituirse desde su propio suelo, refugiándose en la parte IV de la Ethica, anunciando la sustitución de estos para generar nuevos valores más convenientes para la organización social que se despliega y mueva desde los deseos y los valores, las emociones y los sentimientos, así como la producción y el mercado. Respecto a esta última correlación, Lordon hace constantes acercamientos al pensamiento de Marx, cuestión que no abogaremos en esta reseña.

Es necesario aclarar lo que el autor denomina juego de efectos, pues juegan un rol preponderante en la condición anárquica, que consagra el poder axiológico de estos. Como vimos, los valores en tanto intensidades se rigen mediante los efectos que se imaginan son producidos desde ellos; son su sustento. Esto da cabida a que el poder se exprese en ellos, mediándolos, cristalizando el depósito de estos y logrando que las instituciones generen su forma. En consecuencia, estos valores tienen la capacidad de generar afectos que, eventualmente, pueden generar otros que los suplanten; eso sí, siempre que sigan la misma línea de los anteriores.

La condición anárquica pone en evidencia la arbitrariedad de los valores. Observa cómo el significado –elemento esencial en la obra– es la base o requerimiento de la vida humana. Este es producto del hombre, el autómata hermenéutico –según Lordon–, que lo crea. ¿Cómo este significado no se pierde constituyendo una condición que pretende desprenderse de los valores que parecieran garantizarlo? Ese es el problema que atraviesa gran parte de la segunda mitad del texto en revisión.

Y, para resolverlo, recurre al conatus como dinamismo del cuerpo –nunca voluntad, nunca conciencia– que es, por definición, colectivo. El individuo es un gran compuesto, un solo cuerpo político en donde cada individuo particular ocupa un lugar determinado. Empero, no tiene ningún privilegio ontológico más que el que él mismo se otorga por movimiento del antropocentrismo (p. 135). No obstante, no es más que una idea inadecuada y mutilada que desconoce las causas próximas de su existir. En EP12S, es decir, en el pequeño tratado de física, se brindan los elementos para concebir al conatus en cualquier trozo de la susodicha composición. Lo que plantea Spinoza desde E3P6 es lo que hace entender cómo un grupo persevera en él mismo. Ejemplifica esto mediante la Carta 78 a Oldenburg y la analogía del perro. Si este me ataca, la estrangulación –metafórica o literal– es la manera en como el colectivo se expresa y resiste; de lo contrario, este habría muerto. El poder activo del conatus compuesto regenera en los individuos su capacidad para llevar a cabo sus demandas, así como la de cualquier otro ser en su naturaleza (p. 135).

Para ir concluyendo, se intensifica la adecuada interpretación de la Ethica que tiene Lordon, a saber, la de una obra que centra su intención en el cambio de afectos pasivos a afectos activos. El autor nos invita a reestablecer el bien y el mal solo para superarlos y llegar a conocer solo la norma inmanente del conatus (E4P68). Es entonces cuando el dinero –nunca se abandona el carácter economicista del todo– deserta la mente de la multitud, como Spinoza es imperioso en apuntar (E4A28, E4A29). ¿Qué se propone en su lugar? ¿Cómo serán estos nuevos valores? Es esa la pregunta que se pretende formular en el texto por encima de resolverla.

Referencias

Colson, D. (1998). Lectures anarchistes de Spinoza. Réfractions. 119-148.

Lordon, F. (2010). Capitalisme, désir et servitude – Marx et Spinoza. París: La Fabrique.

— (2018). La condition anarchique. París: Seuil.

Spinoza, filósofo del infinito

Tame-Domínguez, C. (2020). Spinoza, filósofo del infinito. Círculo Spinoziano. 2(2), 96-106.

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Claudia Tame-Domínguez – Spinoza, filósofo del infinito

 

Resumen: El aporte de Spinoza a la comprensión del infinito descansa en tres aspectos fundamentales. El primero sitúa su reflexión en el marco de universo infinito que inaugura la filosofía moderna; el segundo es que la tipología del infinito es novedosa, pues permite un acercamiento a las teorías contemporáneas sobre el tema; y el tercero es la relación que se puede establecer entre los distintos tipos de infinito y la potencia o conatus. De tal manera que la exposición de este artículo permite relacionar un tema abstracto, el infinito, con la propuesta ética de Spinoza.

Palabras clave: Spinoza, infinito, conatus, filosofía moderna, ética

 

Abstract: Spinoza’s contribution to the understanding of infinity is based on three fundamental aspects. The first places its reflection in the framework of the infinite universe that inaugurates modern philosophy; the second is that the typology of infinity is innovative, because it allows an approach to contemporary theories on the subject; and the third is the relationship that can be established between the different types of infinity and the power or conatus. In such a way that the exposition of this article allows us to relate an abstract subject, the infinity, with Spinoza’s ethical proposal.

Key Words: Spinoza, infinity, conatus, modern philosophy, ethics

Consideraciones preliminares

El infinito es un concepto de larga data en la historia de la filosofía[1]. Ya desde los antiguos griegos, Anaximandro conceptualizó lo apeiron como aquella fuente primaria de la realidad en su conjunto y que en sí carecía de límites, era lo indefinido. El problema central es la aprehensión de algo que carece de límites y, por lo tanto, de forma. El infinito parece escapar a los intentos de racionalizarlo. Desde los intentos griegos de dotarlo de inteligibilidad, existía la preocupación de cómo dar cuenta de algo que en sí mismo era ilimitado. La preocupación anterior no estaba en el horizonte de Anaximandro, pues lo indeterminado es aquello que tiene la plasticidad de ser determinado de todas las formas posibles. El devenir del universo es un proceso de progresiva determinación. Sin embargo, pensadores posteriores se enfrentan a la dificultad de una falta de determinación como algo contrafáctico, contradictorio con la idea de una physis ordenada y jerarquizada; de ahí que el infinito no halle un lugar, o bien se considere como algo potencial. No es ocasión de este trabajo hacer un recorrido histórico de los distintos momentos por los que el infinito ha pasado en la historia de la filosofía y de las matemáticas, sino más bien plantear los problemas a los que se enfrenta nuestro autor para dar cuenta de ese concepto. Spinoza se puede llamar filósofo del infinito pues desde la apertura de la Ética el infinito es una categoría recurrente. El primer problema al que se enfrenta Spinoza es que el Dios de la superstición, el descrito en el Tratado teológico-político, es una proyección antropomórfica y por lo tanto limitada. Su reflexión se va a dirigir entonces a concebir un Deus sive natura sin relación alguna con las limitaciones de los seres finitos, un Dios infinito.

Alexander Koyré (2015) ha caracterizado la época moderna como el paso de un mundo cerrado a un universo infinito. La caracterización del mundo cerrado está referida a las distintas formas en las que se concebía el universo desde un punto de vista astronómico. Basta recordar la esfera de las estrellas fijas para hacer referencia a una imagen de los astros que estaba perfectamente limitada y jerarquizada. En esa concepción, el infinito se escapa de los intentos de domesticarlo mediante su inclusión en un esquema racional de pensamiento. Esa hostilidad al infinito desaparece en la época moderna, pues no solo se dota al infinito de inteligibilidad, sino que se convierte en un pilar fundamental del pensamiento. Es como si al dotarlo de límites el mundo fuera pensable como un todo ordenado. Luego el viraje se da cuando el infinito no es más algo impensable, sino tan racional como lo finito. Es un proceso paulatino y largo de apertura a un universo en el que cabe el misterio.

Spinoza, desde sus primeras obras, se ocupa del problema del infinito en el marco de la lectura crítica que realiza de la obra de Descartes (Spinoza, 1988), pues en ambos autores hay una identificación del infinito con la perfección y de ahí que sea una característica de la divinidad. El Dios de los modernos, para hacer referencia al título de la obra de José Luis Fernández Rodríguez (2008), pretende erigirse como una realidad suprema por encima de todo aquello que existe en el plano de la contingencia. De ahí que a mayor realidad le corresponda una carencia de límites. El Dios de Spinoza, será, entonces, lo absolutamente infinito y estará compuesto por un infinito de infinitos.

La tesis del presente trabajo es que Spinoza es capaz de dotar al infinito de inteligibilidad gracias a la tipología que realiza de este. Para lograr explicitar la mencionada tesis, se expondrá la introducción del infinito en la Ética y posteriormente se hará el análisis de los tipos de infinito que se describen en la carta XII a Meyer, para finalmente establecer una relación con la potencia o conatus, como concepto clave de la filosofía del holandés. En este punto es importante recordar que el motivo del filosofar es a un tiempo epistémico –quiere desentrañar la base de la idea verdadera– y ético –busca entender y proyectar la construcción de individuos y colectivos.

El infinito en la Ética

Durante la primera parte de la Ética es llamativo el uso constante del concepto de infinito, como una clave para delimitar a la sustancia y a Dios. La definición VI introduce el concepto: “Por Dios entiendo un ser absolutamente infinito, esto es, una sustancia que consta de infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita”. Inmediatamente en la explicación de la misma proposición explica la diferencia entre lo absoluto y lo referido al género.[2] Aquí se plantean dos tipos de infinito: el absoluto, que carece de negación alguna, y lo que es infinito de acuerdo a una o unas características, lo que corresponde al infinito en su género. “Siempre ha parecido a todos que la cuestión del Infinito es la más difícil y que es incluso un problema inextricable; y por ello no distinguieron entre aquello que resulta ser infinito por su naturaleza o en virtud de su definición, y aquello que carece de límites, no ya en virtud de su esencia, sino en virtud de su causa” (carta XII a Eodewijk Meyer). En la cita anterior se plantea la diferencia entre el infinito que solo corresponde a Dios en tanto causa sui y el infinito de los atributos que lo son en virtud de que expresan la naturaleza divina. O infinito en sí e infinito en su género. En el primer caso se trata de la expresión de la naturaleza misma de Dios, que contiene toda la realidad de forma actual. Dios es infinito, pues en él están contenidas todas las determinaciones de los modos finitos e infinitos. En cambio, la infinitud de los atributos se refiere a un infinito limitado a aquello que expresa el mismo atributo, la extensión o el pensamiento. Es llamativo que en la concepción de Spinoza hay la posibilidad de concebir un infinito mayor que otro: el infinito divino es mayor al infinito de los atributos.

En la misma epístola, continua: “No distinguieron entre lo que se llama infinito por carecer de límites y aquello cuyas partes no pueden ser determinadas, ni explicadas por ningún número”. El tercer tipo de infinito es simplemente el que carece de límites, como una numeración. El conjunto de los números naturales es infinito en este sentido. En cambio, el cuarto tipo se refiere a aquello que es indeterminable al ser imposible numerarlo, como el número de cuerpos existentes en el presente o en la eternidad. Son infinitos porque no pueden ser expresados en una cifra concreta. Finalmente, aclara: “un infinito puede ser concebido sin vicio lógico como mayor que el otro y cual no lo puede ser”. Esta concepción es particularmente adelantada a su época, pues es una de las concepciones que se utilizan en la época actual para entender el infinito matemático. Por ejemplo, el conjunto infinito de los números naturales es mayor que el infinito de los números naturales pares, sin que ello implique contradicción. Aun cuando se ha recurrido a ejemplos de los conjuntos de los números, esto aplica al entendimiento de los atributos, pues ambos de los cognoscibles son infinitos, pero parte de un infinito mayor que es el de la totalidad de los atributos. De lo anterior: “La Eternidad y la Sustancia no pueden concebirse sino como infinitas; y no pueden sufrir ninguna de estas alteraciones sin que su concepto quede, por ello, simultáneamente destruido”. Las alteraciones consisten en tratar de establecer diferencias de magnitud entre ellas y dividirlas en partes, esto último en el caso de la extensión. Entonces, para comprender de manera adecuada la sustancia en el sentido spinozista, se debe partir de su concepción de infinito, como infinito en acto.

Uno de los aspectos del infinito que presentan mayor dificultad en su interpretación es el de la unidad de la sustancia. La claridad con que se deben distinguir los atributos y la carencia de influencia uno sobre otro implica un obstáculo de interpretación que es reconocido por el propio Spinoza cuando dice: “Toda substancia es necesariamente infinita” (EIPVIII) y en el escolio 2 de la misma proposición agrega:

No dudo que sea difícil concebir la demostración de la proposición VII[3] para todos los que juzgan confusamente las cosas y no están acostumbrados a conocerlas por sus primeras causas; y ello porque no distinguen las modificaciones de las substancias y las substancias mismas, ni saben cómo se producen las cosas.

Esas primeras causas deben llevar a la ausencia de limitación, pues es la modificación la que es limitada, pero no la sustancia misma. La sustancia se expresa en un infinito número de determinaciones, pero ella, concebida en tanto que tal, es la fuente de las modificaciones o determinaciones, pero no estas. Entonces, no puede haber creación, pues implicaría una limitación de la realidad previa a la creación; es decir, habría más realidad después del acto creador. La sustancia existe fuera del tiempo, es eterna, no existe para ella un antes y un después, simplemente es. Del mismo modo, tampoco emanación, ya que esta llevaría a la misma limitación del caso anterior.

¿En qué consiste la unidad de la substancia? La unidad es problemática no solo porque se entiende con la base de un infinito concebido por el entendimiento, sino porque no es evidente la unidad que deriva del entendimiento que percibe en Dios un infinito número de atributos, que se distinguen de manera real entre ellos y una unidad que es igualmente real y verdadera. A lo anterior hay que añadir que en la tradición de la filosofía lo infinito no puede ser equivalente a la perfección, pues es indeterminado. La concepción de Spinoza se separa de esa tradición y postula formas del infinito que más bien se acercan a conceptos posteriores, como los utilizados en las matemáticas del siglo XX. La unidad debe concebirse como una dónde los atributos y los modos son simultáneos, autónomos y heterogéneos. Es una unidad compleja a partir de la declaración de constar de infinitos atributos. Esta perspectiva sobre la unidad resultó chocante para la época, pues bajo la influencia platónica y neoplatónica se considera que lo homogéneo supera a lo heterogéneo en perfección. Basta recordar la insistencia en astronomía de reducir a los astros y sus movimientos a la figura del círculo, la esfera y el movimiento circular uniforme.

La forma en que se introduce la sustancia, sus atributos y sus modos en este sentido del infinito es genética. Con esto, nuestro autor quiere mostrar de forma paralela cómo se entiende desde la perspectiva del entendimiento, en tanto capacidad de formar conceptos verdaderos y como síntesis de lo que es la realidad en sí. Para ello el entendimiento debe desprenderse tanto del concepto de emanación, como del de creación. Lo que aparece, entonces, es una concepción genética en la que la conformación del infinito de los infinitos es simultánea. Se debe notar que el tiempo es una forma de pensamiento propia de la imaginación. Esta simultaneidad está concebida desde el punto de vista de la eternidad: “como una posición simultánea de principios correlativos y complementarios en el seno de una estructura ontológica: tal es la relación de inmanencia del todo a sus constituyentes y de los constituyentes al todo” (Lespade, 1991, p. 321). El concepto clave es simultaneidad. La simplicidad queda excluida en tanto los atributos son inconmensurables entre sí. Es una unidad de lo heterogéneo. Los atributos no se “fusionan” entre sí, ni tampoco se suman. La unidad es en acto, siempre presente.

La unidad de los infinitos –infinito en sentido absoluto de la sustancia e infinitos en su género para los atributos– no es una unidad simple, es decir, no refleja un ser homogéneo y continuo, sino una unidad compuesta en la que la infinita capacidad productiva de la sustancia es capaz de expresarse en atributos que son distintos entre sí. De lo anterior se infiere que la extensión y el pensamiento tengan lógicas propias y autónomas, y no se influyan mutuamente.[4]

 

La tipología del infinito, carta XII a Meyer

Como se ha mostrado más arriba, Spinoza distingue varios tipos de infinito. Se han analizado cuatro tipos que corresponden al infinito en sí. A lo que hay que añadir que hay una forma conceptual del infinito concebido por el entendimiento y el infinito de la imaginación. En el primer caso estamos hablando de pensamiento en acto que distingue entre la unidad de lo real, la substancia, que al carecer de limitaciones es infinita de forma absoluta, mientras la divisibilidad infinita solo se da en términos de los modos. En cambio, el infinito desde la imaginación concibe cada “partición” como real. En la llamada Carta del infinito, la ya citada epístola XII dirigida a Meyer, explica:

Cuál es el impulso natural que nos hace tender con tanta fuerza a dividir la sustancia extensa… os responderé que concebimos la cantidad de dos maneras: o bien de forma abstracta y superficial, en cuanto reside en nuestra imaginación por obra de los sentidos; o bien como sustancia, lo cual sólo se puede hacer mediante el entendimiento.

Spinoza, en contra de las concepciones religiosas, concibe a Dios como material. La imaginación está limitada a concebir un conjunto de “partes”. Una vez que se presentan esas “partes” como reales es imposible pensar a la extensión como unitaria en tanto atributo divino.[5] Cuando se concibe el infinito por la imaginación, se nubla el entendimiento y no es posible pensar en la materia en tanto que atributo infinito. Se piensa como un trozo cualquiera de materia que es susceptible de división. A esta forma imaginaria le repugna la extensión como atributo.

El infinito como esencia de la divinidad y de sus atributos es la misma potencia de afirmación de lo real y el fundamento de su capacidad, nuevamente infinita, de producir. Es la perspectiva de la totalidad. En los modos, esa capacidad productiva remite a su causa, la sustancia. Los modos no son esencialmente infinitos; lo son porque su existencia descansa en la ausencia de limitación de Dios. De lo anterior se infiere que a pesar de que los modos no existen en sí, ni necesariamente, en términos spinozistas su esencia no implica su existencia: “por consiguiente, competerá a su naturaleza existir, ya como finita, ya como infinita” (EIPVIIId). Dado que los modos son innumerables, encuentran su límite en su propia definición; del mismo modo que, en la interacción entre otros modos que son distintos del primero, esta última es una limitación externa.[6] El modo puede ser divisible según la duración o la magnitud (Lespade, 1991, p. 343).

El infinito también puede distinguirse como de existencia o de esencia. El primero designa la ausencia de una limitación intrínseca. De esta concepción es que deriva el conatus como esfuerzo por perseverar en la existencia. El infinito de existencia es siempre la expresión de la causa sui. El infinito de esencia significa una ausencia de limitación externa. Ella concierne a una esencia o naturaleza en tanto que totalidad sin nacimiento, perfecta y absoluta, es decir, una naturaleza simple que se concibe por sí, como el pensamiento o el entendimiento (Lespade, 1991, p. 331). Un infinito de esencia le corresponde a la perspectiva de la sustancia o de los atributos, que contienen en sí todas las modificaciones posibles, en tanto contenidas en su naturaleza. Esta es la causalidad inmanente de los modos. Es esta causalidad no lineal la que signa la aparición de los afectos en el pensamiento humano y la que determina en términos de potencia o impotencia. Del mismo modo, es la causalidad que determina el comportamiento de los fenómenos naturales y que es necesario conocer si queremos establecer una relación de productividad con el entorno y no de destrucción de nuestra propia esencia singular.

Si la tesis primera que se sostiene en la Ética es la existencia de una única sustancia, entonces está hablando de un infinito extensivo. Es decir, de un infinito que abarca todo lo que su naturaleza contiene intrínsecamente. Las categorías modales que permiten complementar lo expuesto sobre el infinito se desarrollan en la proposición XXXIII de la parte primera: “Se llama necesaria a una cosa, ya en razón de su esencia, ya en razón de su causa” (EIPXXXIIIe1) De lo que se sigue que el orden de la naturaleza en su conjunto es necesario. Así el infinito extensivo es la manera en la que opera la necesidad divina.

Es la necesidad la que nos permite concebir los atributos como una realidad intrínsecamente infinita. Es una realidad comprehensiva y, al interior de esta, los modos se presentan como limitados, tanto por su esencia, como por las relaciones causales. La comprensión genética de la substancia, sus atributos y sus modos requieren del pensamiento activo al que hace referencia Macherey:

El esfuerzo de comprensión que se requiere de parte del lector no reviste la mirada de una sumisión formal y pasiva, ésta sólo se puede desarrollar a través de la intervención de un pensamiento activo; es decir, de un pensamiento en acto, que se dé a sí mismo los medios para acceder a la inteligibilidad global del texto (Macherey, 1998, p. 5).

De esta manera, concebir activamente el infinito intensivo del texto equivale a aprehender la realidad desde la perspectiva de Spinoza. El desarrollo genético requiere de un pensamiento en acto sobre la totalidad. Pensar el infinito desde el pensamiento activo implica concebirlo simultáneamente como el modelo de la esencia de Dios, al mismo tiempo que es la expresión del punto de vista de la eternidad. Desde otro punto de mira, el todo es la simplicidad de un atributo y la heterogeneidad del conjunto de los atributos. “El todo se funda por interiorización de las diferencias y descansa sobre la precomprensión de un medio ontológico como campo extensivo infinito y comprehensivo de sus diferencias” (Lespade, 1991, p. 344). Este todo que parece aprehender a un tiempo la identidad y la diferencia, también señala que la potencia humana, inherentemente unida a esta totalidad, se da en función de las relaciones internas entre los diversos conjuntos de seres.

El infinito como una característica de la existencia significa que Dios está dotado de un contenido preñado de infinitud en su capacidad de expresarse en infinitos modos, por lo que tiene un poder determinador y un contenido determinante (Lespade, 1991, p. 327). Este infinito intensivo es el origen del conatus, que actúa tanto en lo absoluto como en los modos finitos. La potencia que se expresa en el entendimiento no solo es una parte del entendimiento infinito como atributo divino, sino que es el fundamento del acceso a la verdad.

El infinito como esencia es indivisible y, por lo tanto, es también un infinito extensivo. Es una totalidad que engloba. En el interior de este, se encuentran los modos finitos, limitados, pero no exteriores. Así, el conatus en el ser humano es limitado, pero capaz en su entendimiento de concebir la unidad y la potencia de Dios.

Infinito como potencia, a modo de conclusión

El problema del infinito tiene relación con una de las categorías fundamentales de la propuesta filosófica de Spinoza: la ontología del conatus. Esta fuerza que impele a todos los singulares a seguir existiendo es parte de una infinita red de relaciones. Todas ellas derivan de las maneras en que Spinoza concibe al infinito. En estas hay una “positividad” que será legada a los modos finitos y con ellos al ser humano. Además, tiene implicaciones sobre los tres géneros de conocimiento, que solo se pueden comprender en las relaciones del pensamiento con la totalidad: “El entendimiento finito en acto, o el infinito en acto, debe comprender los atributos de Dios y las afecciones de Dios, y nada más” (EIPXXX). Como en Spinoza no hay creación ni emanación, entonces el pensamiento como atributo divino es infinito en acto. No hay una reflexión previa a la acción divina sobre las cosas. En tanto que atributo, el pensamiento es en acto. Es importante subrayar que esto opera tanto para las cosas finitas, como para las infinitas. En palabras de Pierre Macherey (1998, p. 186): “El intelecto… ‘es el acto mismo de comprender’ (intelectio), del que Spinoza dice que tenemos una percepción inmediata, asociada a la práctica efectiva que tenemos, fuera del que nos es imposible llegar a un ‘conocimiento’ (cognitio) de la potencia del intelecto”. Entonces, el intelecto en acto podría entenderse como la totalidad de los pensamientos humanos, pues en tanto actos solo le pueden corresponder al ser humano. El pensamiento como atributo divino refiere al pensamiento humano en Dios. Se puede ver claramente que, cuando se trate del ser humano, entonces habrá modos en los que el pensamiento de un individuo singular, un grupo o una comunidad actualizan la potencia de las relaciones dadas por el pensamiento divino. Pensamiento y conatus tienen una relación de dependencia. El ser humano es finito; sin embargo, puede paliar esa finitud en la medida en que su potencia se coordine con otras potencias, igualmente finitas, para alcanzar un trozo de la infinita potencia de Dios para actuar. Es en ese incremento de potencia que el ser humano se acerca a la experiencia de la eternidad.

Referencias

Bodei, R. (1997). Geometría de las pasiones, miedo, esperanza, felicidad: filosofía y uso político. México: Fondo de Cultura Económica.

Bove, L. (1996). La Stratégie du conatus, affirmation et résistance chez Spinoza, París: Vrin.

Deleuze, G. (1986). Las cartas del mal. México: Folios.

(1975). Spinoza y el problema de la expresión. Barcelona: Muchnik.

(1984). Spinoza: Filosofía Práctica. Barcelona: Tusquets.

Fernández Rodríguez, J. L. (2008). El Dios de los filósofos modernos, de Descartes a Hume, Madrid: EUNSA.

Koyré, A. (2015). Del mundo cerrado al universo infinito. México: Siglo XXI.

Lærke, M. (2009). Immanence et extériorité absolue. Sur la théorie de la causalité et l’ontologie de la puissance de Spinoza. Revue Philosophique de la France et de l’Étranger 199(2). 169-190.

Lespade, J. M. (1991). “Substance et infini chez Spinoza”, en Revue de Métaphysique et de Morale, año 96. No. 3

Macherey, Pierre. Introduction a l’Étique de Spinoza, La premier partie, la nature des choses. (1998) Paris: PUF.

Spinoza, B. (s/f). Correspondencia completa. España: Hiperión.

— (1987). Ética demostrada según el orden geométrico. Madrid: Alianza.

— (1990). Tratado breve. Madrid: Alianza.

— (1990). Tratado de la reforma del entendimiento. Madrid: Alianza.

— (1990ª). Principio de filosofía de Descartes Madrid: Alianza.

[1] José Ferrater Mora (1965, pp. 940 y ss.) distingue los siguientes sentidos del concepto infinito: “(1) el infinito es algo indefinido, por carecer de fin, límite o término; (2) el infinito no es ni definido, ni indefinido, porque con respecto a él carece de sentido toda referencia a un fin, límite o término; (3) el infinito es algo negativo e incompleto; (4) el infinito es algo positivo y completo; (5) el infinito es algo meramente potencial: está siendo, pero no es; (6) el infinito es algo actual y enteramente dado”. La primera acepción es la que más se acerca a lo apeiron de Anaximandro.

[2] Aquí el término género se usa en el sentido muy próximo al aristotélico:

Tales son las diversas acepciones de la palabra género. Se aplica, pues, o a la generación continua de los seres que tienen la misma forma, o a la producción de una misma especie por un primer motor común, o a la comunidad de materia; porque lo que tiene diferencia, cualidad, es el sujeto común, es lo que llamamos la materia. Se dice que hay diferencia de género, cuando el sujeto primero es diferente, cuando las cosas no pueden resolverse las unas en las otras, ni entrar todas en la misma cosa. Y así la forma y la materia difieren por el género, y lo mismo sucede con todos los objetos que se refieren a categorías del ser diferentes (recuérdese que el ser expresa, ya la forma determinada, ya la cualidad, y todas las demás distinciones que hemos establecido precedentemente): estos modos no pueden efectivamente entrar los unos en los otros ni resolverse en uno solo (Aristóteles, Metafísica, libro V, 28).

Si bien las diferencias entre la concepción del estagirita y del holandés merecen un escrito aparte, se mantiene la diferencia expresada más arriba con relación al punto de vista del absoluto, como totalidad y el punto de vista del género, que haría referencia a características particulares de entes que se agrupan, como en conjuntos. En Spinoza, la causalidad desde la perspectiva de la divinidad es eterna, sin tiempo, sin principio ni fin.

[3] “Una substancia no puede ser producida por otra cosa” (EIPVII).

[4] Lespade señala que la concepción genética de Spinoza se aleja de pensar a los atributos como “una procesión ontológica instaurada en una organización jerárquica entre esencias, es más bien, como una posición simultánea de principio correlativos y complementarios en el seno de una estructura ontológica: tal es la relación de inmanencia del todo a sus elementos y de los elementos al todo” (Lespade, 1991, p. 321, traducción propia).

[5] De la manera en que se concibe la divisibilidad en la imaginación, nacen el tiempo y la medida, que no son formas de concebir la sustancia en sí, sino modos de pensar. Es llamativo que Spinoza los denomina, además de modos de pensar, entes de razón o recursos de la imaginación, lo que refleja qué son conocimiento, pero que en tanto se utilizan como categorías para entender la totalidad pierden su capacidad explicativa, en la que es imposible pensar el infinito de infinitos en acto. En cambio, si se les considera creación de la imaginación, se convierten en recursos para explicar las relaciones entre otros entes igualmente imaginados y que nuestro autor coloca dentro del pensamiento matemático.

[6] De ahí que la muerte sea algo siempre externo al ente singular, como se verá más adelante.

Reflexiones en torno a la Natura y la φύσις: Diálogo pensante entre Spinoza y Heidegger

Álvarez Campos, J. A. (2020). Reflexiones en torno a la natura y la φύσις: Diálogo pensante entre Spinoza y Heidegger. Círculo Spinoziano. 2(2), 75-95.

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Jesús Aldalay Álvarez Campos – Reflexiones en torno a la Natura y la φύσις: Diálogo pensante entre Spinoza y Heidegger

 

Resumen: En este artículo presentaremos lineamientos generales bajo los cuales, se puede considerar a la concepción de Natura, así como es presentada en su integridad en la Ética demostrada según el orden geométrico, como cercana a la concepción de la φύσις de los filósofos presocráticos (entiéndase, Anaximandro, Heráclito y Parménides). Tomaremos como punto de partida el “diálogo pensante” que lleva a cabo Martin Heidegger con dichos pensadores, a través de diversas obras, para poder encontrar puntos de convergencia entre la concepción spinoziana de la naturaleza y la de los primeros filósofos griegos, demostrar que existe cierta cercanía entre autores tan aparentemente dispares como lo son Martin Heidegger y Baruch Spinoza y, con esto, generar rubros temáticos bajo los cuales se puedan interpretar y abordar, de manera novedosa, algunas cuestiones concretas en torno a las obras dichos autores.

Palabras clave: Natura, φύσις, pensar, filosofía presocrática, ontología.

 

Abstract: In this article, we’ll present general guidelines in which we’ll consider that the conception of Natura, as it is presented in its integrity in the Ethics, demonstrated in geometrical order, like having closeness to the Pre-Socratic’s conception of φύσις (Anaximander, Heraclitus and Parmenides). We’ll have as a starting point the “thinking dialogue” which Martin Heidegger carry out with the Pre-Socratics, through sundry works, to find convergence points between Spinoza’s conception of nature and the Pre-Socratic’s, also demonstrate that certain nearness exists between authors that seems as disparate as Martin Heidegger and Baruch Spinoza, and by doing so we pretend to generate thematic items under which it can be interpreted and approach, in a newfangled way, some specific issues concerning the work of both authors.

Key Words: Natura, φύσις, thinking, Pre-Socratic philosophy, ontology.

Si queremos salir al encuentro de un pensador, hemos de engrandecer todavía más grande en él. Entonces llegamos a lo impensado en lo que él pensó.

Heidegger, ¿Qué significa pensar? (2010a, p. 103)

 

Introducción

Desde sus primeras y tempranas recepciones, la Ethica ordine geometrico demonstrata de Baruch Spinoza – publicada de manera póstuma en 1668 –  suscitó en sus lectores tanto ciertas reservas y distancias, como admiración y un peculiar asombro. Leibniz, quien conoció al filósofo judío en 1666, consideró que la filosofía presentada en la Ethica, como bien menciona Luciano Espinosa, “incurría en un panteísmo inmoral que niega la providencia divina y la libertad de elección” (en Spinoza, 2014, p. XXXV). Los llamados “ilustrados radicales” creyeron ver en el opus magnum del filósofo judío, los fundamentos necesarios para para poder llevar a cabo, de manera clandestina, la revolución en Europa que daría final a la ignorancia y la superstición, al apelar a un pensamiento que niega la Divina Providencia, la Revelación y la trascendencia (Israel, 2013, pp. 29-31).

De manera contemporánea, se ha llegado a considerar a Spinoza como “el mejor de los estoicos” (Koistinen, 2010, p. 109), así como Vidal Peña menciona que sirvió como precursor de la “sana doctrina para la ortodoxia del materialismo dialéctico” (Spinoza, 2007, p. 8), y Antonio Damasio lleva a cabo una lectura en clave neurocientífica de la Ethica, comparando la valoración de los sentimientos en la toma de decisiones morales con el conatus spinozista, en tanto forma en la que el organismo biológico preserva y estabiliza sus representaciones, a partir de neurotransmisores y circuitos cerebrales (Damasio, 2016, p. 26).

Con esto habiéndose dicho, es necesario formular una cuestión importante: ¿En qué radicaría la relevancia y originalidad de nuestras reflexiones en torno a la obra principal del filósofo judío, en medio de tantas lecturas tan interesantes como diferentes entre sí? Nuestra respuesta es que nunca se había llevado a cabo a la luz de la filosofía heideggeriana.

Es bien sabido que a lo largo de las más 100 obras que conforman la Gesamtausgabe, Martin Heidegger ha consolidado sus reflexiones a filósofos de todas las épocas, en busca de exponer cómo es que, en cada uno de ellos, el olvido del ser se ha hecho patente: desde los presocráticos, pasando por Platón y Aristóteles, así como por el Medioevo; Descartes, Leibniz, el idealismo alemán –específicamente Kant, Schelling y Hegel– y Friedrich Nietzsche, entre otros. Sin embargo, en ningún momento de su “camino” filosófico se detiene a pensar de manera más honda y pormenorizada sobre la obra de Baruch Spinoza.

Lo que nosotros pretendemos defender es la tesis que considera que, bajo rubros temáticos estrictamente heideggerianos, la concepción de la Natura como es presentada en la Ethica mantiene un latente paralelismo teórico con la de φύσις, así como Heidegger considera que se entendió y desarrolló a través de la filosofía presocrática. La pregunta que guiará estas investigaciones es la siguiente: ¿Cuáles son los puntos de cercanía entre la concepción spinoziana de la Natura y la lectura heideggeriana de la φύσις presocrática? Si logramos responder de manera suficiente esta pregunta, consideramos que aún con sus límites, en la disposición del escuchar, habremos abonado a la ardua tarea del pensar y a la comprensión y reapropiación “auténtica” de la tradición filosófica occidental, a través de un “diálogo pensante” entre Baruch Spinoza y Martin Heidegger.

Ejes temáticos clave de la Ethica[1]:

Método geométrico, unidad conceptual y crítica al antropocentrismo

La primera cuestión que es necesaria de hacer notar, es la peculiar forma en la que Spinoza redactó su Ethica, esto es, a partir de demostraciones geométricas, concatenando su rigurosa argumentación a través de definiciones, escolios, axiomas, apéndices, etcétera. Si bien Descartes en la segunda sección de objeciones y respuestas en las Meditaciones metafísicas, pretende demostrar su argumentación a partir de una expositio sintética (Descartes, 2014, p. 118), es cierto que nunca antes –ni después– ningún pensador había redactado una obra filosófica a partir del método geométrico. ¿Cuál es la razón por la que Spinoza procede a partir de dicho método? Paul Wienpahl puede respondernos de manera preliminar: “Él empleó ese modo por claridad, precisión y concisión; acaso también con un propósito pedagógico en mente” (Wienpahl, 1990, p.14).

También se tiene que hacer énfasis, en el hecho de que más de la mitad de la Ethica está escrita de manera analítica, y no a partir del método de síntesis geométrico. Gilles Deleuze comenta respecto a la estructura argumentativa de la Ethica que:

Los escolios son ostensivos y polémicos. Aunque sea cierto que los escolios remiten a los escolios, vemos, las más de las veces, que constituyen una cadena específica distinta de la de los elementos demostrativos y discursivos. A la inversa, las demostraciones no remiten a los escolios, sino a otras definiciones, axiomas y postulados. Si los escolios se insertan en la cadena demostrativa, se debe menos pues a que forman parte de ella que a que irrumpen en ella. Y la interrumpen en virtud de su propia naturaleza (Deleuze, 1996, p. 230).

Y más adelante, Deleuze (p. 231) también menciona que encontramos: “Dos Éticas por lo menos, que tienen un único y mismo sentido pero no la misma lengua, como dos versiones del lenguaje de Dios”. Otros autores como Lenoir, consideran que, si Spinoza utilizó el método geométrico, fue debido al poderoso influjo de la censura cristiana del siglo XVII (Lenoir, 2014, p. 191). Con todo esto, podemos hacer énfasis en una cuestión: si bien hay discrepancia con respecto al porqué Spinoza utilizó el método geométrico, consideramos que, a partir de las citas antes aducidas, se puede inferir que en la Ethica –sin menospreciar su congruencia y rigurosidad argumentativa– el método se presenta, si bien no como algo contingente, tampoco como algo que agota o reduce los contenidos fundamentales de la obra magna del filósofo judío. Reafirmamos esta posición con otra cita de Wienpahl:

En los días en que escribía la Ética y enviaba copias a sus amigos, uno de ellos preguntó a BDS [Baruch De Spinoza] cuál era la diferencia que hacía entre definiciones, axiomas, verdades eternas, postulados y proposiciones. Su respuesta está en la carta 10. No veía en general diferencias sustanciales entre ellas. Es decir, no usaba los términos como son usados por los lógicos y matemáticos de hoy en día. A medida que se desarrollaron, estos usos más recientes dieron origen a la opinión de que la Ética era un sistema deductivo. No lo es (Wienpahl, 1990, p. 62).

Hay que recordar también lo que dice Hegel en la introducción de la Ciencia de la lógica: si Spinoza imitó el modelo matemático, es porque a la filosofía le hacía falta todavía un método (Hegel, 2011, p. 212). Por lo tanto, Spinoza no delimita su filosofía a demostraciones matemáticas. La Ethica, aun estando demostrada según el orden geométrico, es distinta a los Principia mathematica philosophiae naturalis de Newton. Y así como la filosofía spinoziana no es reducible a ser un sistema hipotético-deductivo, tampoco versa acerca de un Dios matemático, determinado a partir de cualquier consideración geométrica, física o lógica[2]; la forma en la que Spinoza concibe a la Natura identificándola con Dios y con el ser de igual manera[3] no se puede entender de forma estrictamente religiosa, teológica o incluso científica (en sentido contemporáneo). Como bien dice Deleuze en sus magistrales conferencias tituladas En medio de Spinoza:

Spinoza se pone desde el principio en condiciones en que aquello que nos dice no tiene ya nada que representar. He aquí que lo que Spinoza va a llamar “Dios” en el libro primero de la Ética va a ser la cosa más extraña del mundo. Va a ser el concepto en tanto que reúne el conjunto de todas sus posibilidades. A través del concepto filosófico de Dios se hace –y no podía hacerse más que a ese nivel– la más extraña creación de la filosofía como sistema de conceptos (Deleuze, 2008, p. 23).

Siguiendo a Deleuze, el concepto de Dios en el siglo XVII fue el medio para poder expresar de forma fantástica una liberación del concepto, una serie de formas y de posibilidades inusitadas de expresión filosófica; sin embargo, es Spinoza el filósofo que más ha llevado lejos esta cuestión. Habiéndose hecho énfasis en la irreductibilidad absoluta de la Natura a cualquier determinación metodológica o científica, procederemos a hablar de la unidad conceptual inherente al entramado argumentativo de la Ethica de Spinoza. Para abordar la cuestión de la intrínseca unidad que mantiene el pensar de Spinoza, presentamos una cita del propio filósofo:

Todo, digo, es en Dios, y todo lo que se hace, se hace por las solas leyes de la naturaleza infinita de Dios, y se sigue (como mostraré en seguida) de la necesidad de su esencia; por lo cual, de ninguna manera puede decirse que Dios padezca en virtud de otro ente, o que la sustancia extensa sea indigna de la naturaleza divina, aunque se le suponga divisible, con tal que se conceda que es eterna e infinita (E1P15S).

Esta cita es importante por dos aspectos: 1) como se puede observar, para Spinoza todo lo que existe, existe en virtud de la Natura. Al margen de esta, nada es concebible; todo circunda y mantiene su intrínseca esencia por el hecho de ser Natura, aunque solo esta sea de manera absoluta. 2) Se suele decir que la más prominente influencia de Spinoza es Descartes, y si bien este fue decisivo en el desarrollo intelectual del filósofo judío, el pensamiento contenido en la Ethica no debe ser visto como una extensión más de la filosofía cartesiana. Descartes encuentra un primer fundamento cuando enuncia el ego cogito, ergo (ego) sum; Spinoza por un lado, inicia la Ethica con una primera parte titulada De Deo, y la cuestión de la certeza del pensamiento se enuncia hasta la segunda parte, relegada como un axioma: el hombre piensa (E2Ax2). Para apoyar este punto, brindamos una esclarecedora cita de Deleuze al respecto: “Con mayor razón, ¿en qué es cartesiano Spinoza? Buscamos más bien en vano, pues es evidente que no hay ninguna posibilidad de cogito en Spinoza” (Deleuze, 2008, p. 293)

Una de las cuestiones que consideramos necesarias de entender es que todos los conceptos presentados en la Ethica son circundantes al de Natura. Por lo tanto, Spinoza desarrolla una novedosa filosofía arraigada determinantemente en el problema de la identidad y la diferencia; aun siendo que todos los entes son por la Natura, de la misma manera no son idénticos a ella. Esto se puede apreciar cuando Spinoza dice que “Dios es causa inmanente, pero no transitiva, de todas las cosas” (E1P13). Spinoza demuestra –especialmente en la primera y segunda parte de la Ethica cómo es que la Natura se “esencializa” de manera infinita a partir de sus propias leyes, en todo lo que existe, individuándose a través de infinitos atributos (de los cuales solo conocemos dos, Pensamiento y Extensión) en una plenitud unitaria pero siempre diversificada. Hablando de la perfecta necesidad y unidad de la Natura en todo lo que existe, Wienpahl hace una observación interesante:

Un rasgo del pensamiento de SP es que llegó a abandonar la distinción entre propiedades accidentales. Para él, todas las propiedades de una cosa, incluida la temporal, son necesarias para que ella sea lo que es. Cámbiese una de ellas y cambiará la cosa. Como se ve, la identidad vuelve nuevamente a escena (Wienpahl, 1990, p. 71).

Siendo consecuentes con lo antes dicho, Spinoza se distancia de Aristóteles al considerar que no se puede hablar de propiedades “accidentales” y esenciales para con respecto a la sustancia, así como es concebida en la Ethica; esto es, apariencia y Natura, devenir y Natura, no se piensan como conceptos separados (cfr. E2P10S2); se pueden concebir individualmente en términos de posibilidad modal y de contingencia, pero siempre de forma relativa. Con respecto a la radical unidad que se mantiene en la Ethica, Luciano Espinosa nos dice que:

Como se ve, en ambos planos se trata de conjugar la unidad y la diferencia, lo uno y lo múltiple: el ser absoluto existe en infinitas dimensiones y el individuo finito es también su fruto unitario, en su nivel, constituido de muchas maneras “paralelas” a la vez (E2P7S), que son sus modos o aspectos correlativos. No cabe concebir más riqueza ontológica (el todo plural o heterogéneo), tanto en su densidad como en su variedad distributiva (las partes-modificaciones conformadas cada una por múltiples modos), para afirmarlo sin restricciones (en Spinoza, 2014, p. XLV; las cursivas son nuestras).

Si se es congruente con lo que se ha venido diciendo, podemos afirmar que así como los conceptos en el pensamiento spinoziano mantienen una latente unidad para con la Natura, y son en tanto que son Natura, se puede afirmar que, así como el ser (entendido como Natura) es irreductible a cualquier determinación en general que pretenda aprehenderlo en su totalidad,  los conceptos circundantes a este son también, por analogía –aunque con sus respectivos matices y de manera relativa–, irreductibles a todo lo que no sea la propia Natura. El cuerpo, por ejemplo, no se piensa ni de manera mecanicista, ni como un simple organismo biológico determinable a partir de las solas leyes de la física, como se puede apreciar en la siguiente cita:

En efecto, nadie ha determinado hasta aquí lo que puede el cuerpo, esto es, la experiencia no ha enseñado a nadie hasta aquí lo que el cuerpo, por las solas leyes de la Naturaleza en cuanto se le considera sólo como corpórea, puede obrar, y lo que no puede, sin ser determinado por el alma (E3P2S).

Más adelante, Spinoza reitera que piensa al cuerpo siempre determinado por el atributo de la Extensión y, por lo tanto, supeditado a la Natura: “Añado aquí la misma fábrica del cuerpo humano, que supera con mucho en artificio a todas las fabricadas por el arte humano, por no mencionar que ya antes he mostrado que de la naturaleza, considerada bajo cualquier atributo, se siguen infinitas cosas” (íbid.). Así como el cuerpo no es reductible a todo aquello que no sea Natura, y de él (siendo el reflejo de un atributo) se siguen infinitas cosas, así también las ideas, el alma y los afectos se piensan siempre bajo el velo de la infinitud.

Esta “riqueza ontológica” se hace patente al unísono con el hecho de que Spinoza considera que necesariamente la Natura, al irle en su esencia la infinitud, nunca podrá ser aprehendida, conceptualizada, y entendida de manera absoluta, por ningún método y de ninguna manera. Es en este sentido que Schopenhauer bien observó que la concepción filosófica de la Natura en Spinoza tiene un profundo y enigmático sentido negativo (Schopenhauer, 2014, p. 697). Sin embargo, ahora cabe preguntarse: ¿Cuál es entonces, frente a la infinitud de la Natura, el papel del hombre que existe en tanto modo finito de la Natura? Es esta pregunta la que nos guiará a puntualizar algunas cuestiones, de manera breve, en torno a la crítica que hace Spinoza al antropocentrismo.

En primer lugar, es necesario recalcar que Spinoza formula su crítica del antropocentrismo partiendo de la suspensión de las causas finales (o finalidad, τέλος) para con respecto a la Natura, y no viceversa; el “filósofo hereje” considera que todo presupuesto finalista, alberga consideraciones (e implicaciones) antropocéntricas y absurdas, pues ¿cómo se puede concebir al hombre como centro del universo, si es la Natura la que le da su existencia? Spinoza considera que el ser se suele supeditar teóricamente a causas finales por una razón: porque el hombre en su ciega ambición e insaciable avaricia proyecta su propio modo de actuar –a partir de medios y fines en provecho suyo– en la propia Natura (E1A1).

Es en este sentido que la crítica del antropocentrismo demuestra la irreductibilidad de la Natura frente a sus propios modos y atributos; la unidad de la Natura no mantiene una relación lógica de bicondicionalidad frente a su propia multiplicidad: Todo lo que existe en tanto individuado y finito es reductible de manera total a la Natura, pero esta, en tanto infinita y absoluta, no es reductible a ninguna (ni al conjunto total) de sus manifestaciones diversificadas y finitas.

Dicho esto, quedan dos consideraciones que aclarar: la cuestión de la libertad del hombre y sus modos de conocimiento (en unión intrínseca con sus afectos). Con respecto a la primera quaestio, es menester hacer notar que Spinoza identifica a la voluntad con el entendimiento (E2P49C).  Esto es importante de ser recalcado por dos motivos: 1) Spinoza dice que lo único libre es la Natura (Hampshire, 1982, p. 35); apelar a una voluntad (siempre humana) como “libre” es, para Spinoza, una contradictio in adjecto (E2P35S). Si podemos aventurarnos a decirlo de esta manera, queremos creer que lo que queremos depende de nosotros de forma absoluta. 2) El hecho de que Spinoza identifique al entendimiento con la voluntad presupone entender la crítica que hace a Descartes con respecto el dualismo mente-cuerpo (E5, Praef.) y la manera en la que Spinoza identifica la mente con el atributo del Pensamiento y al cuerpo con el de la Extensión, siendo supeditados y dependientes a la Natura, como se aprecia en la siguiente cita: “el alma y el cuerpo, son uno y el mismo individuo, concebido ya bajo el atributo del Pensamiento, ya bajo el de la Extensión” (E2P21S).

Respecto a la segunda consideración anteriormente aducida (los modos de conocimiento del hombre), Spinoza considera que el segundo modo de conocer, la razón, de manera inexorablemente unida con los afectos, puede llegar a mantener en el hombre cierta estabilidad de ánimo. Pero no hay que olvidar que la exposición argumentativa de la concepción spinoziana de la “razón” se encuentra en la cuarta parte de la Ethica, la cual versa acerca de la servidumbre humana y no propiamente de su libertad; la razón para Spinoza sigue haciendo distinciones entre “bueno” y “malo”, “utilidad” e inutilidad”, a partir de abstracciones y pensando universalmente.

Si bien este modo de conocimiento puede “percibir las cosas bajo una especie de eternidad” (E2P44C), frente a la intuición (el tercer modo del conocimiento), la ratio sigue siendo un modo incompleto del conocer. Con respecto a la latente unidad que mantienen los tres modos de conocimiento, así como sus respectivas diferencias y funciones, Luciano Espinosa nos dice que:

Si la imaginación capta una parte del individuo como algo aislado y la razón conoce una dimensión común a muchos, pero no la totalidad de lo singular, la intuición consiste en aprehender la esencia individual por completo e inscribirla sin mediaciones discursivas en Dios o la naturaleza, esto es, comprenderlas como expresión particular y directa de lo divino (en Spinoza, 2014, p. LXIX).

Más adelante, también menciona que: “Con otras palabras, lo que propone [Spinoza] es un conocimiento metarracional, nunca irracional y mucho menos antirracional” (íbid.). Como se puede observar, ni siquiera la razón humana puede comprender de forma unitaria y en su totalidad a la Natura, y si bien el tercer género del conocimiento (en consonancia con el amor intelectual de Dios) es el más elevado, se presenta al menos en la Ethica con un alto carácter negativo, pues en cierta medida prescinde de mediaciones discursivas y demostrativas. Al respecto, Spinoza no lo podría decir mejor:

He considerado que valía la pena hacerlo notar aquí, para mostrar mediante este ejemplo qué poder tiene el conocimiento de las cosas singulares, que he llamado intuitivo o del tercer género […] y cuánto más poderoso es que el conocimiento universal que he dicho es propio del segundo género. Pues aunque en la primera parte he mostrado en general que todas las cosas (y por consiguiente también el alma humana) dependen en cuanto a la esencia y existencia de Dios, sin embargo, aunque aquella demostración sea legítima y no expuesta a duda, no afecta a nuestra alma de la misma manera que si se infiere eso mismo de la esencia misma de cualquier cosa singular, que decimos depende de Dios (E5P36S).

Podemos responder ahora que el papel del hombre finito, frente a la Natura infinita, es alcanzar, a partir de un esfuerzo constante, el estado de beatitud como única forma posible de libertad humana, en la que el afecto del amor potencializa de la mejor manera posible al propio ser del hombre: esto es, la experiencia fundamental de la libertad se concibe con la más plena unión entre intuición y amor intelectual, cuando el hombre comprende sin mediaciones que todo es y se concibe en la Natura y por la Natura. Como dice Wienpahl: “La intuición capital de [Spinoza] fue la de unidad” (Wienpahl, 1990, p. 107).

No nos queda más que cerrar este capítulo resumiendo lo antes dicho a partir de dos aristas temáticas bajo las cuales podemos caracterizar la lectura que hemos llevado a cabo con respecto a los conceptos fundamentales de la Ethica, en tanto que son circundantes a la Natura. 1) La primera cuestión es que la Natura en Spinoza se concibe de manera irreductible a cualquier determinación que pretenda aprehenderla absolutamente: ni el método geométrico, ni la matemática, ni siquiera la razón humana (y la intuición más que conceptualizar a la Natura la “comprende” sin mediaciones discursivas). Por lo tanto, el ser en Spinoza no se piensa ni como algo cosificable y estático, ni como definible y conceptualizable de manera total. 2) Todos los conceptos de la Ethica se entienden si son concebidos como dependientes y reductibles a la propia Natura, así como, debido a la latente unidad de estos, no hay distinciones jerárquicas ni preminencias de ningún tipo (excepto por la Natura misma): la teoría se ve conjugada con la praxis, la mente con el cuerpo, los afectos con los modos de conocer y el hombre con la Natura. Quod erat demonstrandum.

 

Entre el olvido del ser y la φύσις:

El acercamiento heideggeriano a la filosofía de los primeros pensadores griegos

Lo primero que se debe notar, antes de abordar de manera más precisa la lectura que tiene Heidegger de la φύσις, es la cuestión fundamental del olvido del ser, así como es enunciado por primera vez de manera contundente en Ser y tiempo, para vislumbrar cómo es que la confusión ontológica entre ser y ente ha dado lugar, teniendo como presupuesto la preeminencia del modo temporal de la presencia, a un olvido cada vez más radical del ser en la historia de la filosofía occidental, entendida como metafísica –en tanto onto-teología–,  y así calibrar la importancia de la “experiencia originaria” que tuvieron los primeros pensadores griegos y comprender de mejor manera sus peculiaridades.

Cuando Ser y tiempo se publicó por primera vez en 1927, Martin Heidegger denunció de manera radical que, debido a tres importantes prejuicios, la tradición filosófica occidental había olvidado la investigación ontológica originaria: esto es, la formulación de la pregunta por el ser, y la búsqueda de su exégesis, tomando a la temporeidad como el horizonte trascendental de su investigación. Los prejuicios que la tradición vertió sobre toda tentativa de definir qué es ser fueron: 1) El ser es el más universal de todos los conceptos, 2) El concepto de ser es indefinible, 3) El ser es un concepto evidente por sí mismo. Todo esto conllevó al olvido del ser en la historia de la metafísica, desde Platón y Aristóteles, pasando por varios “retoques”, hasta la lógica de Hegel (Heidegger, 1997, pp. 25-28).

Ahora bien, es debido a estos tres prejuicios que la tradición ha anquilosado y cosificado al ser al confundirlo con el ente[4] (esto es, la cuestión de la confusión ontológica) y reducirlo a determinaciones ónticas (y por “óntico” entiéndase, todas aquellas determinaciones que no sean estrictamente la ontología, como son la psicología, la antropología, la matemática, etcétera). De la misma forma, la historia del pensamiento occidental ha privilegiado a la presencia[5], como único modo patente de la temporeidad, a la hora de abordar la cuestión fundamental del ser y del tiempo. Es por ello que podemos apelar a dos rasgos distintivos por los que Heidegger entiende a la metafísica como onto-teología: 1) porque “capta” al ser como presencia y, por lo tanto, lo confunde con el ente, el cual tiene que aprehenderse en sus rasgos más generales y universales, y 2) su carácter teológico (en el sentido de que el ente determinado como presencia, se piensa como eternidad, aeternitas, nunc stans y como ente supremo). Esto se hace patente en una cita presente en la Introducción a ¿Qué es metafísica?:

Desde el momento en que lleva a lo ente en cuanto tal a su representación, la metafísica es en sí, de un modo a la vez doble y único, la verdad de lo ente en sentido universal y supremo. Según su esencia es a la vez ontología en sentido estricto y teología.  Esta esencia onto-teológica de la genuina filosofía (πρωτη φιλοσοφíα) seguramente debe fundarse en el modo como el ὂν, precisamente en cuanto ὂν, se expone en lo abierto. Por tanto, el carácter teológico de la ontología no se debe a que la metafísica griega fuera adoptada más tarde por la teología eclesiástica del cristianismo y deformada por ella. Se debe más bien a que desde muy temprano, lo ente se ha descubierto como ente (Heidegger, 2010b, p. 309).

Con esta concepción de la metafísica como onto-teología, Heidegger ha caracterizado a todo el devenir filosófico Occidental a través de los siglos; a lo largo de las distintas épocas, según el pensador alemán, el olvido del ser ha ido incrementando de manera más decisiva y aguda. Desde los albores de la antigüedad griega, se empezaron a hacer escisiones y distinciones cada vez más radicales, entre el ser y nociones circundantes como la “verdad” y la “razón”. Fue con Platón y con Aristóteles que el alejamiento respecto a la experiencia originaria que tuvieron los primeros pensadores griegos empezó a desarrollarse y hacerse poco a poco, más y más lejano, como lo menciona en Introducción a la metafísica:

Tal caracterización del λέγειν, como desocultar y hacer patente, testimonia tanto más fuertemente la originalidad de esa determinación, en cuanto que en Platón y Aristóteles ya se inicia la decadencia de la definición de λóγος, por lo que la Lógica fue posible. Desde entonces, es decir, desde hace dos milenios estas relaciones entre λóγος, ἀλήθεια, φύσις, νοεῐν e ιδέα se hallan escondidas y encubiertas en lo incomprensible (Heidegger, 1959, pp. 208-209).

Es así que Platón al apelar al mundo trascendente del εἶδος, y considerar a la ἀλήθεια como “adecuación”, y así como Aristóteles supedita la φύσις al τέλος, la onto-teología griega da paso a la metafísica medieval, teniendo como sus principales exponentes a San Agustín y a Santo Tomás. De la misma manera, el “filósofo del ser” considera que el tránsito e “intercambio” conceptual de la filosofía griega a la romana, y esta a su vez al mundo cristiano, supone una “tergiversación” conceptual decadente (cfr. Martín, 2007, p. 52), al interpretarse nociones como oὐσία en tanto existentia, φύσις como Natura naturans o νοεῐν por perceptus, de manera alejada y poco fidedigna respecto a su significación original y “auténtica”.

San Agustín, según Heidegger, abandona el proyecto teológico de la descripción de la vida fáctica del cristiano, piensa a Dios como summum bonum y apela al gozo de Dios (Frui Dei) a partir del acto de visión y contemplación, siguiendo a Aristóteles y a Platón en este sentido (cfr. Capelle-Dumont, 2012, p. 71). Respecto a la interpretación de Santo Tomás por Heidegger, como otra de las figuras en donde acaece el olvido del ser, Capelle Dumont nos dice que:

El actus purus del Dios único se articula con las criaturas a la manera exacta según la cual el Ente supremo se deja contemplar por el mundo como su ser mismo. Bajo el dominio del εἶδος, el intelecto humano sólo se ajusta a lo real si previamente ha llevado la verdad de lo real a la medida del intelecto creador divino (Capelle-Dumont, 2012, p. 74).

Es en la época moderna en la que –inaugurada con Descartes gracias a la enunciación del ego cogito ergo (ego) sum– se gestan las condiciones de posibilidad de los sistemas filosóficos[6], se inaugura el despliegue de la razón calculante y la técnica, y se fundamentan los saberes  bajo la determinación de la auto-certeza del sujeto, en tanto al “yo pienso”, como se puede apreciar de manera clara en la siguiente cita, extraída de La superación de la metafísica:

Sin embargo, esto [concebir al ente como representar, Vorstellen] sólo puede llegar a ser un sino si la idea se ha convertido en perceptio. A este devenir subyace el cambio de la verdad como acuerdo a la verdad como certeza, un cambio donde queda conservada la adaecuatio. La certeza, como aseguramiento de sí (quererse-a-sí-mismo), es la iustitia como justificación del respecto para con el ente y su primera causa, y con ello la pertenencia a lo ente. La iustificatio en el sentido de la Reforma y el concepto nietzscheano de justicia como verdad son lo mismo (Heidegger, 1994, p.76).

El caso de Leibniz, en la historia de la metafísica como olvido del ser, es un tanto peculiar; para Heidegger, cuando Leibniz enuncia la “proposición del fundamento” (Satz vom Grund), lo hace en virtud de enfatizar las palabras Nihil est sine ratione y, con ello, Leibniz reabsorbe al ente en su totalidad en la Razón suprema, entendida como Dios, función de funciones, el cual fundamenta a la “proposición del fundamento” y esta, a su vez, la fundamenta de manera circular. Sin embargo, Heidegger acentúa la proposición del fundamento de esta manera: Nihil est sine ratione, con lo cual, la proposición del fundamento habla del ente (en tanto ente) y, con ello, se vuelve una enunciación respecto al ser, cercana a los bellos versos de Angelus Silesius: “La rosa es sin porqué; florece porque florece, / No cuida de sí misma, no pregunta si se la ve” (en Heidegger, 2003, p. 65).

Si Leibniz hubiera acentuado la segunda forma del principium reddendae rationis, habría quizás, como menciona Capelle-Dumont, evitado el vaivén onto-teológico… sin embargo, este decir que habla del ser permanece en secreto y velado (Capelle-Dumont, 2012, p. 79).

Es así como, a través del idealismo alemán inaugurado por Immanuel Kant, la ratio se convierte en Vernunft y el intellectus en Verstand, y en su sistema se gestan, de manera más contundente, las escisiones concernientes al ser: Si el ser con respecto a la apariencia y al devenir se vieron separados desde Platón y Aristóteles, el ser y el pensar en la Modernidad, es entonces en la época del idealismo alemán en la que se contrapone también ser y deber-ser, siendo esta contraposición, según Heidegger, “el armazón fundamental” del sistema absoluto de Fichte (Heidegger, 1959, p. 235).

Por otro lado, mientras Hegel reabsorbe la investigación onto-teológica al estudio de las categorías en su lógica, imprimiéndoles una teleología inmanente y desarrollando su contraposición dialéctica a partir de la Razón absoluta, Schelling piensa su sistema partiendo de la distinción entre fundamento y existencia, pero dicha diferenciación se encuentra enraizada en la subjetividad (Heidegger, 1994, p. 68-69).

Sin embargo, es en la consumación de la metafísica (y en el paulatino final de la filosofía), a partir del pensamiento de Nietzsche, en la que el ser es concebido como valor para el hombre. Heidegger reaccionó de forma más violenta para con esta última manifestación de la metafísica, al considerarla la más alejada de la experiencia radical del claro del ser, ocultado de forma aún más profunda debido a la tecnificación planetaria y al triunfo del pensamiento calculador, auspiciados por la voluntad de voluntad. Esto implica dos cuestiones decisivas: 1) la justificación de un flagrante antropocentrismo en el cual se permite la explotación de la naturaleza por mor a la voluntad del hombre, al ser vista esta como un objeto “que vale”, y 2) la cada vez más latente incapacidad de pensar de manera meditativa y, por lo tanto, pensar la masificación y reducción del hombre debido a la supeditación del ser a la razón técnica.

Todas estas consideraciones, enmarcadas bajo la concepción heideggeriana del nihilismo, requieren de una comprensión radical, bajo la cual el hombre pueda mantenerse en el vórtice del nihilismo, y así empezar a pensar meditativamente y mantenerse en serenidad para con la técnica.

Por lo tanto, Heidegger considera que de manera urgente, si se pretende llevar a cabo una “reapropiación de Occidente” y así  comprender la manifestación actual del nihilismo, esta búsqueda tiene que empezar en donde se gestó, o sea, partir desde la misma tradición occidental (Heidegger, 2009, p. 79). Por lo que, manteniendo un diálogo pensante con la tradición filosófica, el cual efectúa una lectura en la que los textos filosóficos siempre encuentran nuevas luces interpretativas y con ello trascienden su determinación histórica, y hacen frente a los problemas de nuestra contemporaneidad (Heidegger, 1997, p. 46), Heidegger dará un “paso atrás”, buscando así, en el presunto arcaísmo de la filosofía de los presocráticos, un importante punto de apoyo con el cual se pueda comprender mejor a la metafísica occidental como historia del olvido del ser.

Cabe formular aquí una pregunta: ¿Acaso en los presocráticos no hubo olvido del ser? ¿Ellos no concibieron al ser como presencia? La respuesta a estas dos interrogantes es negativa. Sí hubo olvido del ser en la filosofía presocrática, al concebir al ser en términos del supremo presente. Como bien menciona Heidegger, Anaximandro es el inaugurador de la tradición metafísica que se consumiría con Nietzsche (Heidegger, 2010b, p. 302). Sin embargo, de forma más radical que cualquier otro pensador, los presocráticos (entiéndase Anaximandro, Heráclito y Parménides) tuvieron una experiencia del ser del ente en su forma más profunda partir de la noción de φύσις:

Los griegos no han experimentado lo que sea la φύσις en los procesos naturales sino a la inversa: basados en una experiencia radical del ser, poética e intelectual, se descubrió lo que ellos tenían que llamar φύσις. Sólo sobre la base de tal descubrimiento pudieron observar la naturaleza en riguroso sentido. Por eso, la palabra φύσις significó, originariamente, el cielo y la tierra, la piedra y el vegetal, el animal y el hombre, la historia humana entendida como obra de los hombres y de los dioses, y finalmente los dioses mismos sometidos al Destino. Φύσις significa la fuerza imperante que sale y el permanecer regulado por ella. En esta fuerza imperante que permanece al salir, están incluidos tanto el “devenir” como el “ser” entendido éste en el sentido estrecho de lo que permanece inmóvil (Heidegger, 1959, p.53).

Esta larga cita nos parece la clave para poder entender de forma cabal, la interpretación heideggeriana del pensar presocrático. Para Heidegger, al hablar de las distinciones entre ser y devenir, o ser y apariencia, en los presocráticos se hace patente el carácter originario y unitario de su experiencia radical del ser. Tanto el devenir como la apariencia están diferenciados, pero siempre unidos en la totalidad de la φύσις. De la misma forma, ser y pensar, o ser y deber-ser, no eran contraposiciones en el pensar originario de los presocráticos. Respecto a Heráclito, el “logos” y el “hen panta” y el supremo presente, Heidegger considera que:

Si el ῟Εν, desde él mismo, no se percibe como el Λóγος, si aparece más bien como πάντα, entonces y sólo entonces, el Todo de lo presente se muestra bajo la dirección del presente supremo como bajo la Totalidad única bajo este Uno. La totalidad de lo presente, bajo su Supremo presente, es el ῟Εν como Ζεῦς (Heidegger, 1994, p. 194).

Otra cosa interesante a notar es que los primeros pensadores griegos no pensaban considerando al hombre como centro de todas las cosas, sino que pensaban la esencia del hombre a partir del ser: “Lo que expresa la sentencia de Parménides es una determinación de la esencia del hombre a partir de la esencialización del ser mismo” (Heidegger, 1959, p. 183, las cursivas son de Heidegger).

Esta frase es esencial y determinante para poder entender también cómo es que los presocráticos entienden nociones como δίχη, Χρεών, νóμος, ἦθος, Μοῖρα y νοεῐν. Si se entendió la sentencia sobre Parménides antes aducida, se podrá entender que los presocráticos conciben a la “Justicia”, “Necesidad” y “Ley” no en un ámbito jurídico, sino más bien como palabras esenciales siempre determinadas por la experiencia radical y “unitaria” de los griegos en tanto al llamado originario del ser hacia ellos. De la misma forma, el “Ethos” o “conducta” no es visto como cierta forma de “prescripción práctica” o de “pensamiento moral”; los presocráticos no enseñan doctrinas ideológicas ni hablan de “deber-ser” en contraposición al ser, así como “Destino” se piensa como sino del ser. Tampoco piensan la “percepción” a la manera de facultad del sujeto para aprehender el objeto en términos modernos, sino siempre como determinaciones que se de-velan bajo el claro del ser como forma de acontecer.

Es así como se devela la experiencia radical del ser del ente en el pensar griego, desde Anaximandro hasta Aristóteles, como Heidegger menciona en La sentencia de Anaximandro:

La ὲνέργεια, que Aristóteles piensa como el rasgo fundamental de la esencia de ὲόν; la ιδέα, que Platón piensa como rasgo fundamental de la presencia; el Λóγος, que Heráclito piensa como rasgo fundamental de la presencia; la Μοῖρα, que Parménides piensa como rasgo fundamental de la presencia; Χρεών, que Anaximandro piensa como lo que se presente en la presencia, nombran, todos ellos, lo mismo. En el oculto reino de lo mismo se encuentra la unidad del uno unificador, el ῟Εν pensado por cada pensador a su manera (Heidegger, 2010c, p. 276).

Todas estas palabras se encuentran co-ligadas, reunidas y unificadas de forma esencializada, bajo el claro del ser de la palabra fundamental que mienta la experiencia radical que tuvieron los griegos sobre el ser, la φύσις:

Pero desde la aurora del pensar, “ser” nombra la presencia de lo presente en el sentido del reunir o recoger que ilumina y encubre, bajo cuya forma es pensado y nombrado el Λóγος. El Λóγος (λέγειν, escoger, reunir) es experimentado a partir de la ἀλήθεια, del encubrir desencubridor. En su doble esencia se encubre la presencia pensada de ῟Ερις y Μοῖρα, nombres que también nombran la Φύσις (Heidegger, 2010c, p. 262).

Con todo esto, y para este capítulo, podemos enumerar dos consideraciones esenciales en torno a la caracterización efectuada por Heidegger respecto a la “experiencia radical y originaria” que tuvieron los presocráticos respecto al ser del ente: 1) Frente a toda la tradición posterior a ellos, los presocráticos no redujeron la noción de la  φύσις a determinaciones lógicas, ni de la matemática, la antropología o incluso a la razón calculante o causas finales; de esto también se puede entender, porque nunca se podría hablar de “antropocentrismo” en la filosofía de los primeros pensadores griegos. 2) La unidad latente que se mantiene circundantemente respecto a la noción fundamental de φύσις se hace patente en el hecho de que palabras griegas como Λóγος, ἦθος, Χρεών o νοεῐν no se piensan en tanto a determinaciones ónticas y, por lo tanto, están relacionadas de manera intrínseca y unitaria entre sí, de la misma forma, como palabras que mientan el ser del ente: que nombran de manera co-ligada y unificada a la φύσις.

Diálogo pensante entre Spinoza y Heidegger en torno al sentido del ser:

Puntos de convergencia entre la concepción de la Natura y la φύσις

Ahora procederemos a demostrar cuáles son los puntos en los que existe un encuentro entre la concepción spinoziana de la Natura y la lectura que Heidegger lleva a cabo de la filosofía presocrática, en tanto a su experiencia originaria del ser como φύσις. Esto es, llevaremos a cabo un “diálogo pensante” entre ambos autores, saliendo al encuentro para poder acaecer pensando en lo no dicho por ambos filósofos.

Como se ha podido observar, consideramos que se pueden enumerar dos rasgos eseniciales que mantiene tanto Spinoza como Anaximandro, Heráclito y Parménides, siguiendo al propio Heidegger, respecto a la Natura y la φύσις: su irreductibilidad a cualquier determinación “óntica” y la latente unidad conceptual que mantiene el pensamiento del filósofo judío y los antiguos griegos.

Frente a la concepción heideggeriana de la metafísica posterior a los presocráticos, la cual va generando escisiones cada vez más radicales dentro del propio pensamiento, Spinoza se presenta cercano a ellos, en tanto que no supedita el saber de la Natura ni a consideraciones lógicas, ni a la ciencia adyaciente a su tiempo; Heidegger considera que durante la modernidad se le brindó preminencia al saber matmático y al método, pero hemos comentado antes que la Natura no es un Dios matemático –función de funciones– ni tampoco se reduce al propio método, siendo este usado más bien por fines didácticos.

Ahora bien, Spinoza se distancía del idealismo alemán desde el momento en el que no apela a una contraposición entre ser y deber-ser; el hombre para Spinoza no es un “sujeto pensante” libre: es una manifestación finita y contingente de la Natura, siendo esta lo único que es realmente libre. De la misma forma, el Pensamiento no se entiende como una cualidad antropocéntrica. Es un atributo de la Natura, y el hombre en tanto ser que posee entendimiento (en el despliegue de sus tres modos de conocer), se ve limitado a aprehender de manera total y racional a la Natura. De manera más radical que Leibniz, Spinoza entendió los versos de Angelus Silesius: La rosa es sin porqué. El ente, por lo tanto, no es reabsorbido en la Ethica a la Razón suprema. Por lo tanto, tampoco hay en la filosofía de Spinoza lugar para la “Razón absoluta” ni para el “Yo absoluto”.

De la misma manera, al radicalizar la inmanencia, Spinoza no expone una teoría sobre mundos trascendentes, ni de un Dios en sí y por sí, ni de ἰδέα en sentido platónico. Tampoco se puede hablar de una “teoría de los valores” en la que el hombre, siendo el centro del universo, partiendo de la voluntad de voluntad, sojuzgue a la Natura y la explote; el amor intelectual, en perfecta sintonía con la intuición, comprende de forma unitaria que todo es en tanto a la Natura. Por otro lado, debe recordarse que Heidegger considera, de manera sorprendentemente igual a Spinoza, que presuponer consideraciones teleológicas, siempre implica un “acabamiento” o “terminación” de la naturaleza, implicaciones las cuales justifican el “emplazamiento” (Gestell) de la explotación técnica de la naturaleza, al ser concebida esta como un objeto (Gegestand) antepuesto y aprhenedido por la voluntad del hombre (Heidegger, 1994, p. 12). Es en este sentdio, que Spinoza está alejado incluso de Aristóteles, por suspender las causas finales.

Se nos podrá decir que los prescoráticos no albergaban en su filosofía una ética propiamente y que la Ethica se distancia radicalmente de la experiencia originaria del ser por eso mismo. Nosotros aquí podemos decir dos cuestiones. La primera, es que no es que Heidegger niegue de manera rotunda el pensamiento ético; simplemente considera que los rótulos bajo los cuales se entiende, siempre de manera metafísica, al comportamiento del hombre como una ética, tienen que ser repensados. Ahora bien, es cierto que algunos autores han reflexionado en torno a las posibles implicaciones estrictamente éticas con respecto a la incursión en el Partido Nacionalsocialista por parte de Heidegger (Lacoue-Labarthe, 2007, p. 26, y Löwith, 1956, p. 134-138).

Sin embargo, consideramos ahora que Spinoza piensa más bien la ética como un ἦθος del hombre para con la Natura. A diferencia de la concepción moderna de la ética, aquí no hay distinción entre ser y deber ser, ni una ética formal o con contenidos morales, ni una teoría antropomórfica de los valores. Por lo tanto, el Pensamiento (al no estar supeditado al hombre e irle a la esencia de la Natura) se puede entender como λóγος, con lo cual se disolvería la distinción entre ser y pensar, así como la Necesidad se puede entender como Χρεών, las Leyes de la Natura como νóμος, y la Μοῖρα como “sino del ser” en el cual la Natura se esencializa y manifietsa.

De la misma manera, el evaescente devenir, aprehendido a través del concepto spinoziano de imaginación, se ve reabsorbido por la razón y la intuición, y con ello se ha disuelto la diferencia entre ser y devenir[7] bajo la forma del supremo presente que mienta el ῟Εν πάντα de Heráclito. Tampoco Spinoza hace distinciones, siguiendo a Wienpahl, entre accidentes y Natura, deshaciendo con esto la separación entre ser y apariencia. Por lo tanto, al no haber jerarquías ni separaciones tajantes en la perfecta unidad de la experiencia radical de la Natura que tuvo Spinoza, podemos ahora comparar a la Natura con la φύσις de los presocráticos, así como Heidegger pensó y dialogó con la filosofía de los primeros pensadores griegos. Para cerrar este capítulo, no nos queda más que citar a Deleuze para sintetizar todo lo antes dicho:

No existe más que un filósofo que, a mi modo de ver, acepta con mucha tranquilidad la idea de que la filosofía se confunde con el panteísmo más puro: es Spinoza. Y luego de él, eso habrá acabado, pero finalmente, ¡Spinoza habrá asestado el golpe por toda la eternidad! Spinoza es el único que no dirá: “¡Atención!, es preciso distinguir, hay otros niveles”. O bien: “es en un sentido especial que lo digo” etc. Es el único que tomará literalmente y llevará hasta sus últimas consecuencias el hen panta (Deleuze, 2008, p. 485).

 

Conclusión

Para concluir este artículo, no nos queda más que responder a la pregunta primeramente formulada en nuestra introducción: ¿Cuáles son los puntos de cercanía entre la concepción spinoziana de la Natura y la lectura heideggeriana de la φύσις presocrática? Nuestra respuesta es: 1) La irreductibilidad a cualquier determinación óntica en cuanto su radical experiencia del ser del ente, y 2) La circundante unidad conceptual en torno a las nociones fundamentales de Natura y φύσις.

Con todo esto, consideramos que Spinoza se mantiene como un caso sui generis dentro de la historia del “olvido del ser”, en tanto a que se diferencia de sus antecesores, contemporáneos y sucesores, exceptuando a los filósofos presocráticos. Si Heidegger consideró que la reapropiación de Occidente debería provenir de Occidente mismo, y dio un “paso atrás” para dialogar con los presocráticos, y así tener una comprensión auténtica de su propia contemporaneidad, enraizada en el fenómeno del nihilismo, ¿no sería acaso, de forma igualmente urgente, mantener un “diálogo pensante” con Spinoza? ¿Cómo es que el pensador judío puede encaminar al pensar, hacia una asimilación más originaria de la propia tradición filosófica? Si bien no podemos aún contestar estas preguntas, consideramos que este trabajo, quizás en algún “advenimiento” cercano, pueda preparar dicho camino, y encaminar al “pensamiento” a efectuar una “auténtica” lectura en torno a las cuestiones fundamentales del pensar de Spinoza.

Referencias

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[1] Cabe decir que la edición de la Ethica que se utilizará en este artículo es la presentada en la Colección de Grandes pensadores de Gredos, cuya traducción de Oscar Cohan fue antes publicada por el Fondo de Cultura Económica. El modo de citado de la Ethica que se presenta en este trabajo es la oficial y académica.

[2] En este sentido, cabe recordar dos consideraciones: 1) Spinoza es un claro antecedente de la dialéctica hegeliana, y se puede apreciar en algunos pasajes de su corpus, el más conocido apareciendo en su correspondencia como et determinatio negatio est (Spinoza, 1988, p. 309). Pero mantiene lejanías importantes con el propio Hegel en lo que respecta a la teleología. 2) Pierre Bayle critica juiciosamente a Spinoza cuando dice que la proposición 5 de la parte I “se lanza abiertamente contra la lógica” (Wienpahl, 1990, p. 98). Traemos a colación estos dos puntos, para recalcar la irreductibilidad lógica –ya sea en su forma dialéctica o clásica– del pensamiento spinoziano.

[3] Estamos de acuerdo con Wienpahl en este punto: “En primer lugar, BDS empleaba tres nombres para Dios: ‘Dios’ (Deus), ‘Ser’ (Ens) y ‘Naturaleza’ (Natura). Estas tres palabras casi invariablemente aparecen con mayúscula en la letra inicial cuando son empleadas como sinónimo. (Es un hecho extraordinario que las palabras latinas sean respectivamente de género masculino, neutro y femenino. En consecuencia, lo que llamamos “Dios” carece de género para BDS […])” (Wienpahl, 1990, p. 58).

[4] Heidegger nos dice al respecto en Ser y tiempo que: “El ser, en cuanto constituye lo puesto en cuestión, exige, pues, un modo particular de ser mostrado, que se distingue esencialmente del descubrimiento del ente. Por lo tanto, también lo preguntado, esto es, el sentido del ser, reclamará conceptos propios, que, una vez más, contrastan esencialmente con los conceptos en los que el ente cobra su determinación significativa” (Heidegger, 1997, p. 29).

[5] Franco Volpi explica la concepción de la “presencia”, de manera clara y concisa en su maravilloso libro titulado Heidegger y Aristóteles: “De este modo, sobre el fundamento de la interpretación del concepto aristotélico de verdad se afirma en Heidegger la convicción (que se verá confirmada con su célebre interpretación del mito platónico de la caverna) de que en los inicios de la metafísica occidental se encuentran la hipótesis fundamental que hace que el ser sea tácitamente entendido como presencia. Esto se basa a su vez en una conexión no cuestionada entre ser y tiempo, en cuyo horizonte se presupone como determinante la dimensión temporal del presente” (Volpi, 2012, pp. 88-89).

[6] Heidegger menciona, en Schelling y la libertad humana, que algunas de las condiciones de la gestación de sistemas son: el predominio matemático y metodológico del saber, la preeminencia de la razón en cuanto a subjetividad y la liberación del hombre para conquistar todas las esferas de la existencia humana (Heidegger, 1996, p. 42).

[7] Bien diría Deleuze que: “la eternidad y la temporalidad mantienen una unión indisoluble, aunque se diferencien” (Deleuze, 2006, p. 78).

Sobre el conato de B. Spinoza como réplica al dualismo cartesiano

Rentería Tinoco, P. (2020). Sobre el conato de B. Spinoza como réplica al dualismo cartesiano. Círculo Spinoziano. 2(2), 65-74.

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Prett Rentería Tinoco – Sobre el conato de B. Spinoza como réplica al dualismo cartesiano

 

Resumen: En este ensayo se exponen algunas particularidades sobre la noción de alma en Baruch Spinoza, tal como lo establece en su obra Ética demostrada según el orden geométrico (1677), con la intención de contrastar las perspectivas de la metafísica (Aristóteles, Descartes) para comprender de manera integral sus propuestas. El análisis se centra en el libro II de la obra mencionada, titulado De la naturaleza y el origen del alma. Las opiniones de algunos comentadores facilitan la asimilación y contextualización de sus teorías al evidenciar las coincidencias y confrontaciones con la metafísica tradicional, y resaltan la originalidad del paralelismo epistemológico del filósofo holandés.

Palabras clave: metafísica, filosofía moderna, epistemología, racionalismo, ética

 

Abstract: In this essay some peculiarities about the notion of soul in Baruch Spinoza are exposed, as established in his work Ethics, demonstrated in geometrical order (1677), with the intention of contrasting the perspectives of metaphysics (Aristotle, Descartes) to understand in an integral way his proposals. The analysis focuses on book II of the aforementioned work, entitled Of nature and the origin of the soul. Some commentator’s opinions facilitate the assimilation and contextualization of his theories by evidencing coincidences and confrontations with traditional metaphysics, and highlight the originality of the epistemological parallelism of the Dutch philosopher.

Key Words: metaphysics, modern philosophy, epistemology, rationalism, ethics

Introducción

El dualismo alma/cuerpo es un presupuesto filosófico presente en la mayoría de las teorizaciones sobre el hombre y su relación con la totalidad. Desde sus diversos orígenes, el concepto de alma mantiene una relación constante con la filosofía, hasta el punto en que es difícil discernir cuándo dejó de ser una premisa religiosa para convertirse en un problema filosófico. ¿Qué es el alma?, ¿cuáles son sus características?, ¿qué función sostiene en relación con el cuerpo?, ¿es acaso un antagonismo? Estas y más preguntas han orientado las reflexiones metafísicas de numerosos pensadores desde la antigüedad hasta el presente. Pero podemos decir, de acuerdo con los historiadores de la filosofía, que no es sino hasta el siglo XVII (Hegel, 2013, p. 261), con Descartes y sus sucesores, que dicho problema suscita un análisis estrictamente racional.[1] Es entonces cuando la disciplina filosófica “cristaliza” las nociones religiosas sobre el alma y le transfigura en un concepto incompatible con el cuerpo.[2] Sin embargo, un filósofo de ascendencia judía focalizará sus cavilaciones sobre este concepto fuera de la metafísica misma, es decir, desde la materialidad del mundo físico y de los cuerpos, al afirmar que el alma es solo un atributo (o expresión) de esa Sustancia divina que es Dios. Este filósofo es Baruch Spinoza (1632-1677).

Este giro epistemológico anula las concepciones cartesianas sobre la mente (sinónimo de alma para el filósofo francés) y coloca al mismo nivel toda cuestión relativa al pensamiento y a la extensión, lo cual brinda una solución al problema del dualismo alma/cuerpo por medio del conato spinozista, uno de los temas centrales de su Ética demostrada según el orden geométrico. De igual manera, resulta enriquecedor puesto que abre otro panorama sobre la modernidad y el racionalismo, al proporcionar nuevas herramientas de análisis al momento de evaluar los aportes de Spinoza en los campos de la epistemología y la ontología de su tiempo.

¿Qué es el alma para Spinoza?

Después de las proposiciones, explicaciones, escolios y lemas del primer libro que trata sobre Dios (o Sustancia), Spinoza procede de la misma manera sobre la naturaleza y el origen del alma humana. Según Oliva Ríos (2015), podríamos entender este segundo libro como una antropología cuyo “objetivo es restablecer el lugar del hombre como parte de la naturaleza y no como un imperio dentro de otro imperio” (p. 122). En otras palabras, sentar las bases del no-dualismo en lo que refiere al alma y al cuerpo para más tarde, en el tercer, cuarto y quinto libro, discurrir sobre las afecciones del hombre y su libertad.

Es importante observar la discusión no velada que Spinoza sostiene con la metafísica tradicional, principalmente con la aristotélica, puesto que, al eliminar la causa formal de cada ente, como necesaria para poder concebir al mismo como una entelequia (es decir, ser en acto y no en potencia), Spinoza sugiere que el movimiento de los seres individuales en acto sucede como un anclaje de causas y consecuencias, y no por una voluntad en potencia inherente a cada individuo. Recordemos que, según como lo establece en Acerca del alma, Aristóteles atribuye el movimiento como una característica compartida por los “vivientes”, pensantes o no. No obstante, la diferencia radica en que para los vivientes que no poseen una facultad intelectiva, el movimiento surge a partir de sensaciones determinadas; mientras que para el hombre se puede dar también a partir de una deliberación, facultad propia de todo ser racional (Aristóteles, 2003, p. 250). Este salto abismal entre la dinámica aristotélica y el mecanicismo racionalista es evidente para muchos historiadores de la ciencia (Kuhn, 1986), pero lo que aquí nos interesa es la re-focalización de Spinoza en cuanto a la voluntad como mera ilusión especulativa, que para los cartesianos fue la piedra de toque explicativa de su mecánica corpuscular. Así pues, se vuelve patente la necesidad de distinguir qué función cumple el alma para Descartes y cuál es la solución de Spinoza al problema del dualismo al enfocar su atención en el conato.

El prescindir de las cuatro causas para explicar el movimiento de los cuerpos pone fin a las teorías antigua y medieval del primer motor inmóvil, lo que da paso a una nueva manera de entender el movimiento de los cuerpos por propia voluntad como mera ilusión, tal como vimos. En pro de brevedad de la exposición omitiré exponer proposición por proposición, sin embargo, me detendré en la explicación de las partes que considero como más importantes para comprender el objetivo del segundo libro, hilo conductor de este artículo.

Primeramente, debemos entender que Spinoza pone en el mismo plano de la realidad el de la perfección, o sea, que el ente (o cuerpo) es perfecto en la medida en que participa de la Sustancia en su existir: “Por realidad y perfección entiendo la misma cosa” (Spinoza, 1984, p. 68). Después, en la definición VII, establece a las cosas singulares como las cosas finitas y que tienen una existencia determinada, pudiendo las mismas reunirse y formar un individuo de mayores proporciones, el cual se entendería, a su vez, como otra cosa singular. En esta proposición Spinoza parece dar algunas primeras pistas sobre su concepción de individuo, la cual ya no parte de la manera tradicional por la división género/especie, sino que más bien los individuos son entendidos a la manera de corpúsculos con ideas y afecciones propias, los cuales también están formados por cuerpos más pequeños (entiéndase extremidades, órganos vitales, etcétera). Podemos aquí vislumbrar algo del mecanicismo cartesiano aplicado a su ontología; no obstante, sucede una discrepancia enorme puesto que Descartes coloca al hombre por encima de cualquier otro ente privado de razón[3], pero Spinoza los concibe en un mismo plano ontológico, y así, concede igual perfección a un ser humano y a un animal por el simple hecho de poseer lo que él llama “conato”, o perseverancia por existir (Oliva Ríos, 2015). En otras palabras: “El conato de un ser, señala Spinoza, es su esencia actual, o en acto, por la cual se determina al oponerse a ‘todo lo que puede excluir su existencia’. Existir es resistir” (Comte-Sponville, 2010, p. 211). Dichas aseveraciones costaron al filósofo, relata Deleuze, ataques directos por parte de teólogos, quienes veían en sus argumentos una absurda herejía que anulaba la dignidad del ser humano como creación divina según las Sagradas Escrituras; por deducción, el paralelismo entre alma/cuerpo de Spinoza homologa toda esencia a su ser en acto (o existencia), puesto que ambos forman parte de una misma Sustancia.

En la proposición I, el filósofo holandés asienta que la Sustancia (o Dios) es cosa pensante, o sea, que el pensamiento es uno de los dos atributos de la Sustancia que el hombre posee; esto repercute de manera directa en los grados de perfección del ser presente, ya que, cuantas más cosas pueda pensar, mayor perfección (o realidad, recordemos que son lo mismo) alcanzará. Es por lo cual, tradicionalmente, se le ha reconocido como panteísta. No obstante, me atrevo a decir, la postura de Spinoza difiere enormemente de otros panteísmos (como, por ejemplo, el de Parménides), ya que los modos singulares se encuentran en una posición ontológica diferente desde el momento en que no son solo una representación de la Sustancia, sino que también son partes constitutivas y activas de la misma, desde el momento en que participan a través de los atributos pensamiento/extensión. Por otro lado, dicho pensamiento es su vez enriquecido por la experiencia, mientras más experiencias sean adquiridas por el cuerpo mayor será la cantidad de ideas de las afecciones resultantes y, por lo tanto, mayor su expresión de la Sustancia, ya que el ente se perfecciona conforme desarrolla nuevas potencialidades: “Cuanto más apto es un cuerpo en comparación de los demás para obrar y para padecer de muchos modos a la vez, tanto más apta es el alma de este cuerpo para percibir muchas cosas a la vez” (Spinoza, 2015, p. 80). Esta nueva posición que adopta la experiencia en el proceso del conocimiento difiere de las posturas enteramente racionalistas, pero también de las empiristas, ya que ambas funcionan por medio del dualismo alma/cuerpo, cosa que Spinoza descarta desde un inicio, tal como afirma Comte-Sponville (2010): “Spinoza supera la oposición del materialismo y el idealismo, es decir, de la materia y el pensamiento, al elaborar la teoría de su unidad ontológica preservando su tipo específico de objetividad y de racionalidad” (p. 216).

Asimismo, prescinde de una explicación innatista al estilo de Leibniz, para quien, según su Discurso de metafísica (1686), todo conocimiento posible se encuentra ya en esa entidad metafísica que él denomina como “mónada”. El cuerpo es entonces, para Spinoza, no solo un órgano de conocimiento, sino también de pensamiento, lo cual coloca nuestra atención en la relevancia de ver al mismo ya no como un problema epistemológico, como ocurrió durante varios siglos en occidente, sino como parte constitutiva de todo análisis de las teorías del conocimiento articuladas según la historia del pensamiento filosófico, que ha ignorado categóricamente las valiosas aportaciones de Spinoza.

Más adelante aparecen las tesis fuertes del filósofo al dar una definición del alma que discrepa en varios sentidos con la judeocristiana, por un lado, y con la aristotélica, por el otro. Primero, se establece en la proposición V, libro II, que “el ser formal de las ideas es un modo del pensar (como es evidente por sí), esto es, un modo que expresa de cierta manera la naturaleza de Dios en cuanto cosa pensante…” (p. 71).  Es decir, que, en el terreno del pensamiento, el ser formal de las ideas (o la idea de las ideas de las afecciones) es solo un modo que expresa con mayor perfección la realidad de la Sustancia, en cuanto que la Sustancia es pensamiento. Recordemos que para Spinoza el orden y la conexión de las cosas es el mismo que el orden y la conexión de las ideas, lo que permite una comunicación ipso facto entre las mismas, obviando así lo que representó un gran problema para Descartes al tratar de explicar cómo se comunican res cogitans y res extensa[4]. Incluso, pareciera que Spinoza ironiza sobre la respuesta cartesiana al problema de la comunicación de las sustancias cuando dice:

Dicen que las acciones humanas dependen de la voluntad, y éstas son palabras de que no tienen idea alguna, porque todos ignoran lo que es la voluntad y cómo puede mover al cuerpo. Los que tienen más pretensiones y forjan una residencia del alma o morada del alma, excitan habitualmente la risa o el hastío. (Spinoza, 1984, p. 101)

Se puede rastrear dicho problema a partir de la noción hilemórfica de forma y materia, bajo la cual Descartes sigue operando, claro, con términos diferentes como alma (o mente) y extensión (o cuerpo). Segundo, Spinoza sostiene que sería absurdo que cada ente tuviese una propia sustancia o causa formal individual, ya que entraría en conflicto con la Sustancia infinita; es decir, que lo que Descartes entiende por alma para Spinoza es solo un modo de expresión de la Sustancia por medio del pensamiento, y lo mismo en lo que refiere a la extensión. De la sustancia siempre se deriva la existencia como necesidad[5], por lo tanto, sería contradictorio decir que la sustancia de cada ente que existe lo hace necesario:

En efecto, el ser de la sustancia envuelve la existencia necesaria. Por consiguiente, si el ser de la sustancia perteneciese a la esencia del hombre, habiendo supuesto dada la sustancia, el hombre sería dado necesariamente, y por consiguiente, el hombre existiría necesariamente, lo cual es absurdo. (Spinoza, 1984, p. 76)

Estas puntualizaciones y contrastes con Descartes son importantes para comprender el objetivo del libro II, definir al alma como expresión o modo de la Sustancia. Todo ente animado o vegetal participa de ambos atributos (pensamiento y extensión) pero en distintos grados de perfección, lo cual pone en un mismo plano ontológico al ser humano y a un helecho y neutraliza el problema ontológico que representa el dualismo cartesiano. Alguien puede objetar lo siguiente: ¿acaso los helechos piensan?, a lo que Spinoza probablemente respondería que no, sin embargo, buscan la supervivencia por otros medios, y ese simple hecho refleja ya una reacción del conato inherente a la Sustancia divina; sobre lo que F. Jacobi (1996) comenta que “este impulso natural originario puede ser llamado ‘deseo a priori’ o deseo absoluto del ser individual. Los innumerables deseos individuales no son sino aplicaciones o modificaciones ocasionales de este deseo general inmutable” (p. 70). Me parece que Spinoza asocia constantemente problemas considerados como propios de la epistemología con cuestiones de orden ontológico, pero no por una carencia de metodología, sino porque es justo aquí donde se vislumbra el papel central del conato como bisagra entre dos conceptos otrora antagónicos, y que, al mismo tiempo, unifica dos ramas de la filosofía dispares, según la tradición racionalista. Lo cual no demerita su labor, sino, al contrario, evidencia una vez más la relevancia del carácter resolutivo de sus propuestas para la historia del pensamiento filosófico de occidente.

Así pues, Spinoza establece en la proposición XI que lo que constituye (o lo que es) el alma humana es solo la idea de una cosa singular existente en acto; es decir, algo parecido al reflejo intelectual del cuerpo y sus afecciones. En el corolario de la misma proposición explicita que el alma humana es una parte del entendimiento infinito de Dios, no en cuanto infinito, sino en cuanto se explica a través del alma humana. Dichas aseveraciones causaron molestia a teólogos y filósofos por igual (como ya vimos). El atrevimiento de decir algo como que nuestras acciones humanas, contingentes (según la tradición) e individuales afectan la magnanimidad del Dios cristiano o judío era algo inconcebible para la época, lo cual, según nos dice Deleuze, le costó a Spinoza la expulsión de la sinagoga y la enemistad con varios de los grandes pensadores de la época. André Comte-Sponville (2015), en su libro Sobre el cuerpo, contrapone a Spinoza y a Pascal con intención de dibujar cómo el individuo, para el primero, se constituye a partir de las ideas como imágenes de las afecciones del cuerpo, lo opuesto al alma cristiana glorificada por el segundo, como ejemplifica a continuación con la alegría y la tristeza:

Spinoza, al contrario: “El amor es una alegría que acompaña a la idea de una causa exterior”. ¿Acaso no puede haber amor por uno mismo (una alegría que acompañaría a la idea de una causa interior)? ¡Claro que sí! Spinoza lo llama “contento de sí mismo”, que es “una alegría que brota de que el hombre se considera a sí mismo y considera su potencia de obrar”. Este amor por uno mismo es el estado propio del sabio, que “nunca deja de ser, sino que siempre posee el verdadero contento del ánimo”. Spinoza contra Pascal. La sabiduría contra la religión. (p. 167)

Es decir, que la potencia de obrar, como vimos acrecentada por las experiencias, es considerada por el sabio spinozista como reflejo de la consideración que siente por sí mismo, lo que se traduce, siguiendo a Comte-Sponville, en una alegría. Las afecciones juegan un papel crucial para Spinoza, ya que estas pueden disminuir o aumentar el conato o perseverancia por existir, y son las que realmente encauzan las acciones humanas a un determinado fin: la tristeza para el primer caso, la alegría para el segundo. La voluntad es entonces una mera ilusión para Spinoza, en oposición abierta con Descartes, que en Las pasiones del alma afirma que los afectos no son malos en sí mismos, sino solo si estos no pasan primero por el escrutinio de la razón (Descartes, 1997). El filósofo francés deposita gran confianza en la voluntad y la razón del hombre; Spinoza acepta alegremente, desde su paralelismo epistemológico, que tanto las afecciones, como la razón, pueden acrecentar o disminuir en la misma medida (y no una sobre la otra) la perseverancia por existir. Esto se puede observar claramente en la proposición XLVIII del libro II: “No hay en el alma voluntad alguna absoluta o libre, sino que el alma es determinada a querer esto o aquello por una causa que es determinada también por otra, y ésta a su vez por otra, y así hasta lo infinito” (Spinoza, 1984, p. 113).

De ahí que la teoría de los afectos represente para Spinoza un punto crucial para su noción de alma, la cual, como se ha expuesto, viene a ser algo parecido a una idea del cuerpo, pero no en el sentido de una fantasmagoría, sino como reflejo inmediato de las afecciones que atraviesan al individuo. Pensar al hombre como un “modo singular” que expresa a la Sustancia a través de los dos únicos atributos que es capaz de concebir (pensamiento y extensión) y que, además, carece por completo de una auténtica voluntad que dirija sus acciones es considerado por muchos autores, entre ellos F. Jacobi, como un determinismo/pesimismo. No obstante, si leemos con detenimiento los restantes tres libros de la Ética, comprenderemos que otro tipo de libertad es posible en Spinoza, el que surge de la vida misma, de las experiencias y, por su puesto, del pensamiento. Aquella imagen lóbrega del filósofo introspectivo que vive ensimismado casi todo el tiempo, que ha llegado hasta nosotros por las innumerables anécdotas relatadas en los libros de historia de la filosofía, es complementada con una figura alegre, que no deja de reflexionar, pero que, sin embargo, supera la discrepancia entre pensamiento y vida o, en otras palabras, entre cuerpo y alma.

Por último, el filósofo holandés revela que eso que llamó “cosa singular en acto” no es nada menos que el cuerpo. O sea, que, como revisamos, el alma humana es la idea del cuerpo, de donde se deduce que es imposible la existencia de la primera sin el segundo. El paralelismo ontológico-epistemológico que establece Spinoza entre alma y cuerpo es más evidente en el corolario de la proposición XIII donde menciona que “el hombre consta de alma y cuerpo, y el cuerpo humano existe desde el momento en que lo sentimos” (Spinoza, 1984, p. 79). Lo cual pone de cabeza la epistemología cartesiana de las Meditaciones al invertir la relación pensar-existir, por existir (sentir corporal)-pensar, “lo que tenemos son ideas y las tenemos porque somos cuerpo” (Oliva Ríos, 2015, p. 132). Más adelante, reitera la tesis cuando establece que las ideas generadas por las afecciones de los cuerpos exteriores envuelven la naturaleza del propio cuerpo y de los cuerpos externos; o sea, que deduce que el alma humana percibe, al mismo tiempo que la naturaleza de su propio cuerpo, el de un gran número de otros cuerpos, contrastando con el solipsismo cartesiano de la certeza individual del sujeto que piensa. Dichas consideraciones llevaron al mismo Hegel a ver en Spinoza una suerte de continuador de Descartes, cuando en sus Lecciones sobre historia de la filosofía realiza una división solo de grado cuando determina a la Sustancia como lo general, al atributo como lo particular, y al modo como lo individual (p. 287), lo cual no es errado, pero sí reduccionista, en el sentido de que se pasa por alto las inestimables contribuciones del filósofo holandés a los diversos campos de la filosofía, y que a la vez resulta un preludio para lo que más tarde concluirá I. Kant con una teoría del conocimiento elaborada y precisa. Así pues, del paralelismo epistemológico spinozista surge toda una nueva teoría de los afectos que se abordarán en los siguientes tres libros de la Ética, a partir de la idea de conato como potenciador de toda acción humana.

 

Consideraciones finales

Primero, se estableció la diferencia entre la concepción tradicional del alma y la expuesta por Spinoza en el libro II de la Ética. Algunas referencias indirectas sobre el dualismo cartesiano fueron útiles para comprender la originalidad en el pensamiento del filósofo holandés, quien más allá de establecer un monismo ontológico (según Leibniz) redescubre un horizonte interpretativo olvidado por la filosofía de su tiempo. Spinoza articula sus teorías sobre el cuerpo, no como problema, sino como punto de partida para una nueva ética.

Segundo, pensar en el cuerpo como algo paralelo a la mente que, a la par, expresa en diferentes grados la perfección de esa Sustancia que todo lo contiene, ubica a Spinoza en un lugar aparte de la historia tradicional de la filosofía o, en palabras de Mariela Oliva Ríos, en otra modernidad. Su propuesta no es meramente epistemológica, sino que se enlaza de forma directa con una ontología muy particular, la cual enaltece y brinda un lugar a la experiencia vital que siglos después será revisitada por Nietzsche.

Tercero, si bien Spinoza da un giro al problema epistemológico de la comunicación entre las sustancias (res cogitans/res extensa), obviando dicho problema, puesto que ambas cosas vienen a ser solo dos atributos de la misma Sustancia, nos deja más interrogantes al prevenirnos, desde el libro II, sobre la servidumbre del hombre y la fuerza de sus afecciones. Lo cual, abre las siguientes interrogantes: ¿estamos determinados a ser esclavos de nuestras pasiones?, ¿qué papel juega el deseo en Spinoza?, ¿podemos pensar en un tipo de voluntad que no parta del individuo sino de la colectividad?

Podemos encontrar las respuestas si, a partir de la lectura del libro II y de la cabal comprensión su noción de alma, entramos de lleno en la lectura de los siguientes apartados. El tener una claridad conceptual sobre algo tan importante para Spinoza nos otorga la seguridad y las herramientas para abordar su teoría de los afectos, parte central de la Ética.

Referencias

Aristóteles (2003). Acerca del alma. Trad. Tomás Calvo Martínez. Madrid: Gredos.

Comte-Sponville, A. (2010). Sobre el cuerpo: apuntes para una filosofía de la fragilidad. Trad. Jordi Terré. Madrid: Paidós.

Deleuze, G. (2001). Spinoza: filosofía práctica. Trad. Antonio Escohotado. Barcelona: Tusquets.

Descartes, R. (1997). Tratado obre las pasiones del alma. Trad. José A. Martínez y Pilar Andrade Boué. Madrid: Tecnos.

Guthrie, W. K. C. (1994). Los filósofos griegos. Trad. Florentino M. Torner. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.

Hegel, G. W. F. (2013). Lecciones sobre historia de la filosofía III. Trad. Wenceslao Roces. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.

Jacobi, F. H. (1996). Cartas a Mendelssohn y otros textos. Sobre la doctrina de Spinoza. Trad. José Luis Villacañas. Barcelona: Círculo de Lectores.

Kuhn, T. S. (1986). La estructura de las revoluciones científicas. Trad. Agustín Contin. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.

Leibniz, G. W. (2002). Discurso de metafísica. Trad. Julián Marías, Madrid: Alianza.

Oliva Ríos, M. (2015). La inmanencia del deseo: un estudio sobre la subjetividad ética y el amor a la existencia en Spinoza. Ciudad de México: Gedisa.

Spinoza, B. (1984). Ética demostrada según el orden geométrico. Trad. Ángel Rodríguez Bachiller. Madrid, Sarpe.

[1] Entiéndase en un sentido hegeliano, al indicar como característica del periodo racionalista la siguiente división (según su lectura de Spinoza): sustancia = lo general; atributo = lo particular; modo = lo individual.

[2] El antagonismo alma/cuerpo está presente desde Platón (somasema), pero para los propósitos del texto el análisis inicia con Descartes como interlocutor directo de Spinoza (cf. Guthrie, 1994).

[3] Lo cual coincide con la concepción cristiana sobre la dignidad del alma humana como creación divina dotada de razón.

[4] Dicho problema sería resuelto por Descartes en su Tratado sobre las pasiones del alma al afirmar que las sustancias se comunican a través de la glándula pineal.

[5] Según la metafísica tradicional, entiéndase Aristóteles-Descartes.

A propósito de Spinoza: Entrevista con Alexandre Matheron

Moreau, P. F. y L. Bove. (2020). A propósito de Spinoza: Entrevista con Alexandre Matheron. Círculo Spinoziano. 2(2), 36-63.

(pdf)

Pierre-François Moreau y Laurent Bove – A propósito de Spinoza: Entrevista con Alexandre Matheron

Introducción y traducción del francés:
Fabiana Mabel Barbero

Alexandre Matheron nos lleva en esta entrevista[1] al clima de producción filosófica de Francia en los años 50 y 60, preludio de los movimientos políticos de 1968. En un tono fascinante, al modo de una bitácora, recupera las decisiones metodológicas y conceptuales que condujeron a la escritura de su tesis y, al mismo tiempo, subraya las motivaciones políticas bajo las cuales pueden comprenderse tales decisiones.

Además, considera su trabajo docente como contexto de producción de su obra. Tanto la preparación de los programas, como la discusión con los alumnos, permitieron, según el autor, la maduración de sus hipótesis. De este modo, la entrevista cobra una relevancia actual: muestra que un trabajo académico no puede surgir de un laboratorio aislado, sino que madura en un contexto de discusión, compromiso y praxis políticos, de los cuales también forma parte la práctica docente.

Con respecto a los temas que aborda, siguen siendo reveladoras sus explicaciones sobre la tensión entre materialismo e idealismo al interior de una filosofía, y el reconocimiento de la filosofía moderna, no solo de Spinoza, sino también de Hobbes y de los materialistas franceses del siglo XVIII, para pensar problemas políticos contemporáneos. Sobre la filosofía de Spinoza, puede subrayarse la observación de que la indignación, como pasión, no produce sino tormentas, lo cual nos interpela sobre la importancia del conocimiento adecuado para producir efectos en sociedades libres.

Alexandre Matheron, cuyo trabajo constituye –desde la aparición en 1968 de Individuo y comunidad– una de las referencias principales de la investigación spinozista, vuelve aquí sobre su trayectoria intelectual y su relación con Spinoza. Lejos de toda rigidez universitaria, se pasea por los atajos más atrevidos (“¿Spinoza era comunista?”). La entrevista aborda algunos problemas importantes de la interpretación spinozista, especialmente en el plano político.

Fabiana Mabel Barbero

Laurent Bove: Tu lectura de Spinoza, tan seguida y discutida, es hoy una referencia mayor en las investigaciones spinozistas. ¿Cuándo comenzaste a trabajar Spinoza y cuál era, en esa época, el estado de los estudios sobre el filósofo holandés?

Alexandre Matheron: El comienzo de mis estudios sobre Spinoza fue en 1949, cuando me inscribí para la diplomatura de estudios superiores (el equivalente de la tesis de maestría de ahora) sobre la política de Spinoza y, que yo sepa, era el primero sobre ese tema. Por otra parte, fue muy malo: era pura y simplemente una paráfrasis muy llana del Tratado político, y de los últimos capítulos del Tratado teológico-político. Pero mi principal preocupación no era tanto Spinoza. En ese momento yo era miembro del Partido Comunista (e incluso, en ese momento, muy estalinista), recién me afiliaba, y buscaba un filósofo que se pudiera considerar como un precursor de Marx. Me hubiera gustado tratarlo a la manera de los marxistas dogmáticos: comenzar por las fuerzas productivas y las relaciones de producción, luego pasar por las estructuras políticas, a las corrientes ideológicas, a las luchas de clase, etcétera, y al final arribar a la filosofía. Pero la verdad, no es eso lo que hice en el DES. Sin embargo, pensaba que podría hacerlo después, pero no, ¡no lo hice nunca! Comencé a pensar mi tesis, propiamente dicha, cuando ya estaba como asistente en la Facultad de Argelia, a fines de los años 50 o comienzos de los años 60. El estado de los estudios spinozistas en Francia, en ese momento, era casi cero. Recuerdo haber sido invitado unos años más tarde a una reunión preparatoria con Althusser para un seminario sobre Spinoza (que nunca se llevó a cabo).

Laurent Bove: ¿En qué año?

Alexandre Matheron: No sé bien en qué año, pero fue después de la aparición de Para leer el Capital. Estaban ahí Macherey, también Badiou. Yo ya conocía sus nombres. Fue antes de mayo del 68.

Laurent Bove: ¿Serían los años 65-66?

Alexandre Matheron: Sí, seguramente. Y bien, ahí, ese día, Althusser nos dio como bibliografía únicamente a Delbos y Darbos, que era lo que ya se leía cuando yo preparaba la “agregación” y Spinoza estaba en el programa. También estaban el curso mimeografiado de Alquié, un artículo de Misrahi, sobre la política de Spinoza, y creo que eso era todo. Es más, cuando fui a pedirle una bibliografía a Gueroult, me respondió: “La bibliografía, ¡no hay nada más! ¡Son todos unos burros, salvo Delbos y Levi-Robinson!” Entonces no había prácticamente nada y fue así hasta alrededor del 68.

Laurent Bove: En tu bibliografía de Individuo y comunidad en Spinoza, citás a Sylvain Zac…

Alexandre Matheron: Ah, sí, es verdad: Zac, con su tesis de 1962, es el primero que relanzó los estudios spinozistas; pero luego no fue hasta cerca del 68. Y efectivamente, si mirás mi bibliografía en Individuo y comunidad, no hay casi nada.

Laurent Bove: Cuando comparamos tu bibliografía con la bibliografía de un estudiante que comienza estudios spinozistas hoy, naturalmente.

Alexandre Matheron: Hay una diferencia fundamental, evidentemente. Entonces en el 68 apareció el gran libro de Bernard Rousset, que es anterior al de Gueroult.

Laurent Bove: Y Gilles Deleuze…

Alexandre Matheron: Deleuze es un poco después. El de Gueroult es de fines del 68, el de Deleuze de comienzos del 69 (está fechado en el 68, pero no salió en las librerías hasta antes del 69).

Laurent Bove: Pero Rousset y Deleuze no jugaron ningún rol en tu trabajo, dado que este ya estaba terminado en ese momento.

Alexandre Matheron: Rousset y Deleuze no jugaron ningún rol, yo no los conocía en absoluto. Gueroult era, lo que se llamaba, mi patrocinador de CNRS: yo iba de vez en cuando a verlo, y él me hablaba mucho de su libro en preparación. Pero sin duda hay muchas de esas cosas que yo no comprendí: por ejemplo, ciertamente tuvo que hablarme sobre las sustancias de un atributo (dada la importancia que tenía para él), pero yo no entendí nada en absoluto. Absolutamente nada. En cambio, un punto que yo sí había retenido, y que me sirvió en mi tesis, era la gran importancia de la diferencia entre la idea que nosotros somos y la idea que tenemos. Eso fue registrado. Pero, en lo demás, por lo que concierne a mi tesis, el libro de Gueroult sobre Spinoza, tal como yo lo conocía, por así decir, no me sirvió verdaderamente mucho en cuanto a su contenido. De todas maneras, mi tema no se relacionaba más que parcialmente: 80 páginas aproximadamente sobre 600 en Individuo y comunidad. En cambio, el punto de vista metodológico, sus comentarios sobre mi trabajo me ayudaron mucho, y el método que él había empleado en su libro sobre Descartes (me gusta menos el trabajo sobre Malebranche) era para mí un verdadero modelo ideal: ¡yo quería trabajar así!

Laurent Bove: Citás a Sartre también, como igualmente está en la bibliografía de Christ et Salut des Ignorants. Dos veces volvemos a Sartre.

Alexandre Matheron: En la bibliografía de Christ, es muy puntual: yo decía que, en la teocracia hebraica vista por Spinoza, reinaba una suerte de “fraternidad-terror”, y cité a Sartre únicamente a propósito de eso. En cambio, en Individuo y comunidad, en mi estudio de la teoría spinozista de las pasiones, pensaba mucho más en la Crítica de la razón dialéctica: el pasaje de la serie al grupo, en efecto, me permitió pensar eso.

Pierre-François Moreau: Si podemos volver un poco atrás, en el 49 no hay nada y entonces hiciste una tesis de maestría que es, según dices, muy mala. En el 66, hiciste una tesis que sostenés en el 69. ¿Qué pasó entre los dos trabajos?

Alexandre Matheron: Di clases en la Facultad de Argelia de 1957 a 1963 y, una vez elegido mi tema de tesis, evidentemente trabajé mucho a Spinoza. Por otra parte (mis superiores se burlaron de esto que hacíamos como curso), yo hice cursos sobre Spinoza muy a menudo. En esos cursos, había muchas cosas que pasaban por la cabeza de mis estudiantes, y que luego puse en Individuo y comunidad.

Pierre-François Moreau: Entonces, ¿es en ese momento cuando decidís hacer tu tesis?

Alexandre Matheron: Ahí es cuando se me ocurrió. Después, entré a CNRS donde pasé cinco años para escribir mis dos tesis, pero fue ahí donde “me vinieron” las ideas principales, mientras estaba en la Facultad de Argelia.

Pierre-François Moreau: ¿Habías considerado hacer una tesis sobre otra cosa?

Alexandre Matheron: No, verdaderamente, no. Salvo en un momento, cuando era todavía muy estalinista (era también muy joven) y me decía: “es necesario que haga cualquier cosa sobre los materialistas del siglo XVIII”, porque eso me parecía “políticamente justo”, como se decía en ese momento. Pero rápidamente me ocupé de Spinoza, que era mucho mejor que Holbach y Helvetius –por quienes, por otra parte, aún tengo mucha simpatía, ¡aunque hay una diferencia de nivel!

Laurent Bove: Brunschuicg ¿no te sirvió? No hablaste nada de él.

Alexandre Matheron: No, Brunschuicg no me sirvió en nada. En efecto me olvidé de hablar de Brunschuicg. Y también me olvidé de decirte que, entre todos los viejos autores que escribieron sobre Spinoza, hay uno que me aclaró muchísimo: lo que puede parecer paradójico, pero es Lachièze-Rey en su libro: Los orígenes cartesianos del Dios de Spinoza. Él es, creo, el primero que dijo que la “natura naturans” y la “natura naturata” son una sola y la misma naturaleza considerada como naturante y naturada. Hoy esto es una banalidad, aunque no todos lo hayan comprendido en serio. Pero para mí, eso fue una iluminación, porque yo nunca lo había pensado antes.

Pierre-François Moreau: ¿Estuviste en un momento en el comité de redacción de La Nouvelle Critique?

Alexandre Matheron: Para nada. Seguramente yo habría aceptado formar parte; si me lo hubieran pedido, pero no lo hicieron. Es verdad que escribí en La Nouvelle Critique en los años 50 un artículo muy malo –aunque en muy buena compañía, porque era en colaboración con Michel Verret y Francois Furet– sobre Los Comunistas de Aragón. Era muy malo, evidentemente: híper, híper estalinista.

Laurent Bove: Finalmente, cuando considerás hacer una tesis sobre Spinoza, es prácticamente en la misma época que aparece Desanti.

Alexandre Matheron: Incluso había aparecido antes. L’introduction à l’histoire de la philosophie fue publicado, creo, en 1956. Sí, ese me había interesado mucho.

Laurent Bove: ¿Era el libro que pensabas hacer cuando ingresaste en tus estudios?

Alexandre Matheron: Claro, eso es, sí; yo pensaba hace cualquier cosa como esa. Y después de leerlo, pensaba continuar en esa vía. Me imaginaba escribiendo un primer volumen de 500 páginas sobre las fuerzas productivas, las relaciones de producción, las luchas de clase en Holanda, etcétera, y después un segundo volumen de 500 páginas donde habría finalmente abordado a Spinoza. Pero enseguida, cuando comencé a trabajar mi tesis, renuncié por completo al primer volumen. Y en ese momento ya no era estalinista.

Laurent Bove: ¿En esa época, es decir…?

Alexandre Matheron: A partir de 1957. Yo no estaba más en el Partido. Luego volví, del 64 al 78; pero todas mis simpatías se fueron para la oposición, tanto Althusser como Labica y mis alumnos y antiguos alumnos de la revista Dialectiques. Yo era simplemente marxista en sentido amplio.

Laurent Bove: Citaste el libro de Desanti, como dijiste, e incluso lo citás más de lo que Desanti mismo esperaba.

Alexandre Matheron: Sí, sí, siempre cité a Desanti, aunque solo sea para recordarle que el libro que había hecho, y que sin duda él negó, era muy bueno. Es la mejor obra marxista de la historia de la filosofía que leí, junto con la de Negri.

Laurent Bove: También en la distinción de Desanti entre las tendencias materialistas y las idealistas en Spinoza.

Alexandre Matheron: No. La obligación de distinguir en cada filósofo una contradicción entre dos polos, un polo materialista y un polo idealista, eso no me dice gran cosa. Ahora, que podamos distinguir en una misma filosofía, diferentes polos, y conflictos entre diferentes tendencias, eso es otra cosa. Pero que todo esto deba comprenderse siempre a partir de una contradicción única y eterna que sería “el hilo rojo de la historia de la filosofía”, como decía Lenin, no, no lo creo de ese modo. A menos que no demos a la palabra “materialismo” un sentido mucho más amplio; porque después de todo, cuando Engels definió el materialismo por la admisión de “la naturaleza tal como ella es, sin ninguna adherencia extraña”, eso puede aplicarse a Spinoza; pero eso no es más que lo que llamamos comúnmente materialismo.

Laurent Bove: Es decir que el libro de Desanti finalmente ¿vale menos por lo que nos enseña sobre Spinoza que por el análisis marxista de las condiciones históricas de la Holanda de su tiempo?

Alexandre Matheron: Yo no diría eso. Porque esos análisis que son de todas maneras muy insuficientes a los ojos de un historiador (son sobre todo programáticos) nos enseñan igualmente algo, si no sobre Spinoza mismo, al menos sobre el modo como se articulan un conjunto de problemas que él había planteado, a partir de los cuales debía pensar, y que definen entonces ciertas condiciones de posibilidad para la aparición de cualquier cosa como el spinozismo en Holanda, entre otros. Negri mostró lo mismo desde otro punto de vista, pero que se cruza con el de Desanti. Y él debía tener ahí un segundo volumen para tratar sobre Spinoza mismo, pero que jamás apareció. Estoy seguro de que hubiera sido muy bueno y, en gran medida, independiente del primero.

Laurent Bove: Una pregunta más sobre el texto de Desanti. Él dice, en el fondo, que sería inútil para un materialista que se conserve el tercer género de conocimiento en Spinoza.

Alexandre Matheron: ¿Dijo eso?

Laurent Bove: Sí.

Alexandre Matheron: ¡Ah! Entonces no me acuerdo más. Y ese puede ser un olvido significativo porque, en lo que a mí me concierne, siempre pensé lo contrario. Es verdad que estuve mucho más interesado en la quinta parte de la Ética a partir del momento en que me distancié del Partido Comunista. Pero me acuerdo que, cuando todavía estaba afiliado, el estamento de estudiantes de filo había decidido un día, salir una jornada para invitar a leer L’Humanité; y yo había escrito un artículo donde hacía una comparación entre el Figaro que miente, Le monde que no da más que conocimientos del primer género, France-Observateur en el que yo reconocía al menos el mérito de dar a veces conocimientos del segundo género, y L’Huma, por último, ¡que era el único en dar del tercer género! Todos habían encontrado muy divertido el artículo, pero, de todos modos, ¡no pudo pasar! Esto para decir que siempre estuve interesado por el conocimiento del tercer género. Pero tenía tendencia, es verdad, a pensar que ello prefiguraba eso que Mao Tse-Tung debía llamar “el estadio práctico del conocimiento”; y a pensar al mismo tiempo que la eternidad spinozista prefiguraba la vida militante, que me parecía ser el mejor ejemplo de adecuación de nuestra existencia a nuestra esencia –adecuación que yo lamentaba no poder realizar por mi propia cuenta, porque de hecho ¡yo era un militante muy malo! Felizmente para mí, eso no duró mucho. Pero había comprendido, al menos en el inicio, que el conocimiento del tercer género era no solamente esencial en el sistema de Spinoza, sino que podía vivir, y que verdaderamente podía aportarnos una suerte de salvación.

Laurent Bove: Cuando Desanti dice que Spinoza es un pensador burgués, ¿te parece correcto?

Alexandre Matheron: No. Pero yo comencé pensando así. Sin embargo, era evidente para mí que Spinoza fue lo más lejos posible en todo aquello sobre lo que se podía ir cuando se era un pensador de la burguesía; y después, finalmente, me di cuenta que él había ido tan lejos que eso lo sacaba de cualquier relación con la burguesía. Al principio, entonces, yo había comenzado a estudiar a Spinoza porque veía allí el gran mérito, más allá de los límites que le imponía su perspectiva de clase, de ser un precursor de Marx; y ahora, más bien, tiendo a ver en Marx como quien tiene el gran mérito de ser el sucesor de Spinoza en ciertos temas.

Pierre-François Moreau: Quienes hoy trabajan sobre Spinoza disponen de una bibliografía más amplia que la que tenías vos. También discuten las tesis de investigaciones extranjeras, porque hubo también una revalorización spinozista fuera de Francia. ¿En qué época conociste un poco los comentadores extranjeros, o no los conociste? Los que citás en tu tesis, por ejemplo Dunner…

Alexandre Matheron: No. Más bien yo había leído algunos buenos libros extranjeros trabajando en mi tesis: el libro de Feuer, por ejemplo, me interesó bastante.

Pierre-François Moreau: ¿Y conocías Leo Strauss en esa época? No lo citás.

Alexandre Matheron: No. No conocía ese de Leo Strauss. Había leído su libro sobre Hobbes, pero no conocía su libro sobre Spinoza. Leí Wolfson, evidentemente, que no desprecié en absoluto, pero que no me inspiró particularmente. Era una aproximación que no era la mía, pero donde aprendí cosas, porque yo era absolutamente ignorante en materia de filosofía judía.

Pierre-François Moreau: ¿Tuviste contacto con otros spinozistas?

Alexandre Matheron: Nadie, no. No sabía tampoco que hubiera. Después sí, estaba Marianne Schaub: cuando vine a París, quedamos para tomar algo, pero finalmente casi no hablamos de Spinoza.

Pierre-François Moreau: ¿Y a Sylvain Zac lo conocés personalmente?

Alexandre Matheron: No, yo no lo conocí hasta que mi tesis estuvo terminada, un poco antes de entrar a Nanterre, donde enseñé como profesor asistente (el equivalente del profesor de conferencias de hoy), desde el 68 al 71. Siempre tuve excelentes relaciones con él: ¡era un hombre adorable!

Pierre-François Moreau: ¿Quién era tu director de tesis?

Alexandre Matheron: Le había pedido a Gouhier porque creía que Gueroult no dirigía más. Gouhier, finalmente, me ayudó para la tesis complementaria, para la tesis principal me dirigió a Polín quien en realidad ni me ayudó ni me molestó.

Pierre-François Moreau: ¿Entonces, de hecho, vos no conociste a Gueroult más que porque era tu superior en CNRS?

Alexandre Matheron: Había leído sus libros, pero, personalmente, lo conocí únicamente ahí; y jamás lo vi más que en esa ocasión y en el día de mi defensa, porque él estuvo en el jurado. Jamás hablamos de otra cosa que de Spinoza. Excepto una vez que comenzó, yo no sabía por qué, en una diatriba contra Alain Peyrefitte, y entonces lo escuché por cortesía; pero eso fue todo.

Pierre-François Moreau: Pero ¿lo volviste a ver después de tu tesis?

Alexandre Matheron: Jamás lo volví a ver después. Nos llamamos por teléfono a veces, o nos escribimos. Él me pidió, por ejemplo, que yo haga una reseña de su libro, que hice, pero que nunca revisé.

Pierre-François Moreau: Lo que es sorprendente es que la gente te vea como el discípulo más cercano de Gueroult, no solamente en el plano intelectual, sino como alguien que había tenido relaciones personales con él.

Alexandre Matheron: Sí, lo sé bien. Es por eso que ciertas personas con quien Gueroult no había sido muy gentil creyeron que yo tuve una responsabilidad ahí.

Pierre-François Moreau: La materia gris…

Alexandre Matheron: Sí, es grotesco. No es solamente falso, sino que, en cada caso, en ese momento ni siquiera estaba al corriente, y entendí mucho más tarde lo que había sucedido. De hecho, Gueroult nunca me habló mal de ningún colega. Sí, lo olvidaba, él me dijo una vez algo y, metafóricamente, se trataba de alguien que yo no conocía en ese momento, ni siquiera de nombre.

Laurent Bove: Entre Desanti y Gueroult, es Gueroult quien va a jugar un mayor rol en vos.

Alexandre Matheron: Desde un punto de vista metodológico, sí.

Pierre-François Moreau: El hecho de estar en Argelia ¿ha jugado un rol en tu concepción de Spinoza? Era en plena guerra…

Alexandre Matheron: Puede ser; es posible que eso haya jugado un rol, particularmente en mi capítulo sobre la teoría de las pasiones. Algunos de mis enunciados evocan aquello que los partidarios de la “Argelia Francesa” podían decir de los argelinos.

Pierre-François Moreau: ¿Lo pensabas conscientemente?

Alexandre Matheron: Sí, al menos una vez, en el pasaje donde explico cómo la ambición de gloria se transforma en ambición de dominación y en envidia: comenzamos por querer complacer a los demás sirviendo, después nosotros queremos que él se ajuste a nuestros deseos, y finalmente queremos poseer sus bienes. Después de esta explicación yo dije que la resistencia de nuestras víctimas “es sentida por nosotros como la más oscura de las ingratitudes”. Yo resumo este estado del espíritu con esta frase: “¡después de todo lo que nosotros hemos hecho por ellos!” Era un enunciado que nosotros escuchábamos casi todos los días en Argelia por parte de los franceses.

Laurent Bove: Con Gueroult, en tus discusiones sobre Spinoza, ¿no tocaron nunca la política de Spinoza?

Alexandre Matheron: No, jamás. Eso no le interesaba en absoluto. Y creo también que él nunca habló sobre la política de Spinoza; entonces yo no sé directamente qué pensaba él sobre esto. Pero cuando yo estaba en Argelia, estaba como profesora alguien muy buena, Ginette Dreyfus, que era totalmente gueroultianna; y un año, cuando el Tratado político estaba en el programa de la agregación, ella había dicho que era una lástima, ella decía: “esto no es interesante”. Supongo entonces que Gueroult pensaba la misma cosa. En todo caso, cuando le llevaba mis trabajos cada año (porque mientras él era mi padrino en CNRS yo debía enviarle) él me hacía muchas observaciones, elogios, críticas, etcétera, pero sobre los capítulos concernientes a la política no me decía nada. Manifiestamente, eso no le interesaba en absoluto.

Laurent Bove: ¿No te parecía que la lectura de Gueroult reprime el tema de la potencia? ¿Te preguntabas por ese tema?

Alexandre Matheron: No. Y es también muy curioso. Porque al comienzo de mi primer capítulo de Individuo y comunidad en Spinoza, yo había llegado desde el principio a la idea sobre la que vuelvo ahora: la substancia como actividad pura; y la idea me venía de Lachièze-Rey, el gran idealista, que citaba, de la hipótesis concerniente al entendimiento como “espacio espaciante, y no como espacial”. Por supuesto, para Lachièze-Rey esta idea de un entendimiento activo, que atribuía con razón a Spinoza, era “en realidad” insostenible, y Spinoza habría sido “lógicamente” idealista. Entonces ahí lo dejé. Y en las primeras páginas de Individuo y comunidad, había intentado justificar esta concepción de la substancia como actividad pura –por otro lado, en absoluto como hoy sobre la Ética (porque aún no me dedicaba a la Ética), sino únicamente sobre el Tratado de la reforma del entendimiento, acerca de la teoría de la definición genética. Porque comprender es comprender genéticamente, y porque el ser y el conocer son en definitiva la misma cosa, entonces había concluido enseguida que, para Spinoza, el ser es genético y productivo. Pero después de haber dicho esto pasé a otra cosa. Y puedo decir que después de haber leído Gueroult, efectivamente, yo reformulé más o menos esta idea –en gran parte, pienso, bajo la influencia de su noción de la substancia de un atributo. Realmente, yo no lo había negado, pero no lo había pensado. Por otro lado, la noción de substancia de un atributo, con la condición de la transformación –por no hablar de substancia de un atributo, pero sí de la substancia considerada bajo un atributo– podría verdaderamente, según mi punto de vista, reconocer el método seguido por Spinoza en las primeras proposiciones de la Ética. Pero, para el resto, tardé; y es solamente en los años 80 que volví a mi primera idea, a partir de que comencé a “sursumer” (como se dice) Gueroult.

Pierre-Francois Moreau: Antes de trabajar en tu tesis, o ya escribiendo, ¿estuviste influenciado por otros grandes libros de la historia de la filosofía o historia de las ideas?

Alexandre Matheron: Leía, como grandes libros de la historia de la filosofía, todo lo que se leía en esa época. Tenía mucha admiración por Gouhier, por Gilson, por Goldschmidt también (que tenían en común con Gueroult la preocupación por las estructuras). Y también, curiosamente (o no tan curiosamente, en realidad), estaba Lévi-Strauss. Un día Zac me dijo: “Matheron hizo por Spinoza lo que Lévi-Strauss hizo por los sistemas de parentesco”. Y creo que es verdad, en particular, por la relación a partir de la cual yo reconstruyo la composición del Tratado político y la teocracia del Tratado teológico-político. Igualmente hablé, comparando la Monarquía y la Aristocracia spinozista, de estructuras “simétricas e inversas”: eso me venía de Lévi-Strauss.

Laurent Bove: También el libro de Macpherson…

Alexandre Matheron: Sí, él me influenció mucho, pero por Hobbes –puede ser erróneo, porque parecería que ahora eso no está más de moda. Pero todavía lo veo bastante bien; y leyendo ahí es que tuve casi una iluminación. Además, hacía mucho tiempo que yo trabajaba Hobbes, porque cuando llegué a Argelia, estaba en el programa de la licenciatura; y como me había apasionado, quedé encantado por Hobbes y volvía a él muy seguido.

Laurent Bove: Antes que vos, siguiendo la tradición que viene del siglo XVIII, Spinoza ha sido identificado a Hobbes en cuanto a la política. ¿Tenés conciencia de que la primera distinción fuerte la operás vos?

Alexandre Matheron: Creo que, en los países anglosajones, efectivamente siempre se ha pensado la Política de Spinoza a partir de Hobbes. En Francia, donde no había, por otra parte, mucho sobre Hobbes en esa época (fuera del libro de Polin), era un poco diferente. Algunos pensaron que la política de Spinoza era una observación incómoda y sin interés de la de Hobbes, pero que, afortunadamente, eso no tenía ninguna relación con el resto de su filosofía. Otros, al contrario, oponen el contractualismo liberal, que atribuyen erróneamente a Spinoza, a la teoría del “derecho del más fuerte”, que atribuyen erróneamente a Hobbes, etcétera. De todas maneras, la mayor parte de esas comparaciones se basan sobre malas lecturas.

Laurent Bove: ¿Conocías, por otro lado, el libro de Madeleine Francés? Vos no lo citás.

Alexandre Matheron: Sí, por supuesto. Es un libro que me había interesado, pero no tenía mucho para sacar de ahí en relación con lo que yo hacía.

Laurent Bove: Entremos más precisamente en Individuo y comunidad; volviendo a las nociones de individuo y conatus. Recorriendo tus artículos e Individuo y comunidad observamos que vuelven muy seguido sobre el modelo cibernético. Se encuentran de manera recurrente expresiones como “una totalidad cerrada sobre sí que se reproduce en permanencia”; empleás la noción de “autonomía relativa”, “de autorregulación”, “de sistema autorreglado”, o de sistema “de comunicación autorreglada”, o también de “estructura autorreglada”… ¿No es ésta una influencia de la época en relación con la visión cibernética dominante desde fines de los años 40?

Alexandre Matheron: Es posible, pero, de hecho, yo no había leído casi nada en materia de cibernética. Esas ideas estaban en el aire…

Laurent Bove: Había un libro de Guillaumaud en 1965 sobre cibernética y el materialismo histórico a las Ediciones Sociales. Sylvain Zac lo cita también, al comienzo de su libro, una obra de Ruyer.

Alexandre Matheron: Yo no había leído nada de todo eso. Sin embargo, son ideas que se aplican muy bien a Spinoza. Se puede hablar con él de la autorregulación; los sistemas políticos son para él, exactamente, sistemas autorregulados.

Laurent Bove: ¿Pero no se aleja Spinoza de la problemática de la conservación, incluso si habla mucho de ella en el Tratado político, por la lógica de la pura productividad indefinida de lo real? ¿O el modelo cibernético no está ligado a la lógica de la conservación?

Alexandre Matheron: Yo no creo que Spinoza abandone la lógica de la conservación. Es evidente para él que, en la medida en que nosotros actuamos, conservamos nuestro ser: toda cosa que produce efectos conserva, por ello mismo, su ser, en tanto los efectos que ella produce no pueden entrar en contradicción con su naturaleza. Yo no renuncio a esto aunque no piense en todo como Spinoza. Sin embargo, pienso, y siempre pensé, que la noción de conservación en sentido estricto, en sentido biológico, tiene mucha menos importancia en Spinoza que, por ejemplo, en Hobbes: él jamás redujo la conservación de nuestro ser a la conservación biológica. Entonces es verdad, en un sentido, que la Ética, en el límite, podría ser escrita sin la cuestión de la conservación, y solo con el “poder de existir y actuar”, pero esto no impediría que el despliegue del poder de existir y de hacer tuviera, por consecuencia (pero no por fin, entendamos bien), la auto-conservación y la auto-regulación. Simplemente hay diferentes modelos de autorregulación, hay diferentes maneras de conservarse: hay una conservación estática cuando se reproduce de forma idéntica, sobre el modelo del Estado hebreo; y hay una autoconservación dinámica cuando la reproducción se eleva a un nivel superior cada vez, sobre el modelo de los Estados del Tratado político. Para los individuos, es lo mismo: hay individuos que se conservan en sentido estricto, de manera estrecha, y otros que se conservan desarrollando y aumentando siempre, cada vez más, su producción; y a partir del momento cuando las ideas adecuadas comienzan a formar un rol importante en nuestro espíritu, es esta segunda forma de regulación la que juega. Pero yo no creo que esto ponga en cuestión la noción de autorregulación misma: el hombre libre, que vive bajo la conducta de la razón, se esfuerza en producir todos los efectos que resultan de su naturaleza de hombre libre, y por este mismo hecho, él tiende a conservar su naturaleza de hombre libre.

Laurent Bove: La noción central de individuo, desde Individuo y comunidad, no cambió tanto de definición para vos.

Alexandre Matheron: No, no creo. Salvo que, en Individuo y comunidad, yo daba detalles que ahora me parecen un poco demasiado pormenorizados porque no podían adecuarse más que a casos particulares. Hoy, casi al extremo, diría simplemente que un individuo es un ensamble de cuerpos que están en interacción los unos con los otros siguiendo cierto sistema de leyes, diferente de otros sistemas.

Laurent Bove: El problema es el estatuto de las leyes en la comunicación del movimiento.

Alexandre Matheron: Sí, porque los miembros de una sociedad política se comunican muchos movimientos (incluso solamente hablándose) y el resultado es la reproducción de esta sociedad política. Y estos movimientos están regulados por leyes, entre las cuales se encuentran las leyes civiles.

Laurent Bove: Es la comunicación del movimiento la que hace a la unidad del individuo.

Alexandre Matheron: Sí, bajo ciertas leyes, diferentes de las leyes de otros individuos. En este momento, por ejemplo, estamos intentando comunicar movimientos bajo ciertas leyes que han sido precisadas al comienzo (las leyes de la entrevista) y que son diferentes de aquellas por las cuales en la calle la gente se comunica sus movimientos. Por lo mismo, nosotros tres formamos un pequeño individuo embrionario. Pero en Individuo y comunidad, tiendo bastante a querer dar a toda especie de individuos un modelo físico-matemático: tenía tendencia a pensar que, en derecho, todo podía matematizarse, cuando de hecho el intercambio de palabras…

Pierre-Francois Moreau: Era el modelo de la época.

Alexandre Matheron: Evidentemente, lo sé bien. Incluso Desanti, cuando me habló de mi libro, la única vez, me dijo: “tu modelo es muy astuto”. Ahora, yo diría que este modelo convenía solo para los casos particulares.

Laurent Bove: ¿Tu trabajo sobre la noción de individuo viene a terminar sobre las concepciones políticas que desarrollas o, en cambio, fuiste de la concepción política a la concepción de individuo en general? Esta noción tiene, en efecto, una gran productividad política. ¿Ella viene de la política?

Alexandre Matheron: No me acuerdo tanto, pero creo, de todos modos, que escribí los capítulos sobre la política antes que la primera parte. Y cambié la primera parte en último lugar, me parece.

Laurent Bove: Es muy interesante saber que el concepto de individuo viene de la política.

Alexandre Matheron: Sí, seguro. En la primera parte, bosquejé una especie de analogía entre la constitución de la individualidad física y lo que llamaría todavía (y aclarando que esto no era un contrato) el contrato social, al que llamaba: “contrato físico”.

Laurent Bove: Una pregunta más sobre la esencia individual, que está muy ligada a esto de lo que hablamos. ¿Hiciste una diferencia entre esencia individual y esencia singular?

Alexandre Matheron: No la hacía, no.

Laurent Bove: Esta esencia individual, que se caracteriza por una cierta relación entre los cuerpos y que es constitutiva de un individuo, es la ley de producción de los individuos. A partir de la noción de individuo, el concepto central que va a producir, en tu obra, efectos creativos, es el principio de imitación.

Alexandre Matheron: Sí. Para Spinoza es por la imitación afectiva que, fundamentalmente, los individuos humanos pueden formar ellos mismos un individuo político.

Laurent Bove: Pero cuando hablamos de una esencia individual, ¿no restituimos una historia interindividual?

Alexandre Matheron: No llegaría hasta ahí. Porque las condiciones de aparición y las condiciones de funcionamiento, no son exactamente las mismas, tanto para un individuo humano como para un individuo político. Es necesario distinguir entre las condiciones exteriores que han hecho posible la aparición del individuo en cuestión, las condiciones exteriores que hacen posible su mantenimiento en la existencia, y las leyes de funcionamiento interno de ese individuo que definen su esencia. Pero, por supuesto, es verdad que pertenece a la esencia del individuo humano el ser capaz de la imitación afectiva y entonces de vivir en interacción con otros.

Laurent Bove: ¿La cuestión de la historia no está ya presente, y como una interrogación, en la cuestión misma del individuo humano?

Alexandre Matheron: Por supuesto. Y te recuerdo (porque no lo había observado) que, en Individuo y comunidad, ya tenía ideas bastante precisas al respecto. Yo dediqué un capítulo para intentar reconstruir (y me parecía poco creíble que Spinoza mismo no lo hubiera pensado), recorriendo de punta a punta un cierto número de textos, si no una teoría de la historia –eso sería demasiado decir–, al menos una teoría de la evolución puramente interna de una sociedad dada, considerada en abstracción de causas externas. Yo combinaba las dos grandes leyes de la evolución mencionadas por Spinoza (el pasaje de la democracia a la aristocracia y a la monarquía, y el pasaje de la barbarie a la civilización y a la decadencia), reconstruía el detalle de sus interacciones utilizando toda suerte de textos tomados de las obras políticas y de la Ética, y calculaba todos los casos posibles desarrollando sobre todo un esquema de evolución que iba de la democracia primitiva al despotismo turco, pasando por la aristocracia holandesa o veneziana. Pero tuve la buena impresión de que esto no le interesaba a casi nadie, fuera de André Tosel. En cambio, en Le Christ et le salut des ignorants, yo consideré la concepción spinozista de la historia bajo otro ángulo: ahí, ensayé reconstruir, no una teoría spinozista, pero sí en cambio la manera (no teórica y no teorizable) en la cual Spinoza representa concretamente la historia de la humanidad occidental como un todo, particularmente a partir del rol innovador del cristianismo. Ahí, evidentemente, insistí mucho más sobre las condiciones exteriores. Era una aproximación diferente. Y esa es la que creo que tuvo un poco más de atención.

Laurent Bove: La cuestión de las pasiones es central en tu trabajo. Antes que vos, casi no se había hablado sobre su productividad política.

Alexandre Matheron: Sí. Había siempre, por supuesto, un capítulo sobre la teoría de las pasiones; pero en general, se daba ese capítulo y no servía para el siguiente.

Laurent Bove: La cuestión de las pasiones está ligada a la de la inmutabilidad de la naturaleza humana. En Spinoza, la naturaleza humana es en todas partes la misma. En tus artículos, vos confrontás con la cuestión del supuesto conservadurismo de Spinoza, por ejemplo en “Maestros y sirvientes en la filosofía política clásica”, o en “Mujeres y sirvientes en la democracia spinozista”.

Alexandre Matheron: Esas son dos cosas diferentes. En lo que concierne a la primera, Spinoza piensa evidentemente que siempre hubo deseo, de amor, de odio, etcétera, y que en ese sentido la naturaleza humana es y será siempre la misma. Pero, las combinaciones de las pasiones entre ellas, esto que Moreau llama “les ingenia” (yo adhiero totalmente a su análisis de la noción “d’ingenium”), puede variar al infinito de un individuo a otro, de una sociedad a otra y en el curso de la historia. Comparando el Tratado teológico-político con el Tratado político, se pueden encontrar formas “d’ingenia” muy diferentes, tanto sobre el plano individual, como en el Estado hebreo y en los Estados spinozistas del Tratado político, ya que podrían existir. Estas son siempre las mismas pasiones, pero que funcionan de manera diferente porque ellas se conjugan diferente las unas con las otras –lo que depende en gran parte del contexto histórico e institucional. Pero que un día los hombres dejen de amar, de odiar, etcétera, incluso parcialmente, eso está absolutamente excluido, porque ellos estarán siempre afectados por causas exteriores. E incluso suponiendo que un día todos los hombres vivan bajo la conducta de la razón, sin embargo, al menos tendrán todavía las mismas pasiones, incluso si sus combinaciones son diferentes, simplemente que no serán más ellas las que los conduzcan.

Laurent Bove: Políticamente, esto significa que vos no podés hablar de comunismo más que sobre el plan de la comunicación de sabios en el tercer género de conocimiento.

Alexandre Matheron: Sí, yo ya había arribado a la idea de que no podía haber sociedad comunista… ¡si todo el mundo no era sabio! Pero se puede decir también que hay más o menos comunistas donde haya gente, en sus relaciones entre ellos, comportándose como “hombres libres”, en el sentido de Spinoza.

Pierre-François Moreau: Cuando Spinoza dice que se vieron todas las formas de experiencias políticas, ¿se podría decir que la forma-partido es una forma que él todavía no podía considerar?

   Alexandre Matheron: Sí, es verdad. Pero, si le hubieran hablado de partidos políticos, tal vez los hubiera asimilado a las sectas. Cuando dice en el Tratado teológico-político que los miembros de una secta rechazan como enemigos de Dios a todos los que no le pertenecen, y consideran como elegidos de Dios a los que sí, incluso a los peores crápulas, si se hace abstracción de Dios, esto hace pensar un poco en un partido político, o también una mafia.

   Laurent Bove: Sobre la base de la lógica de la imitación, hablás de la productividad política de la indignación.

   Alexandre Matheron: Sí, es algo que yo no había pensado para nada al comienzo. Se me había ocurrido, pero lo había reprimido de alguna manera, por esto que dice Spinoza al comienzo del capítulo VI del Tratado político: los hombres vivirán siempre en sociedades políticas porque ellos se reúnen sea bajo el efecto de un miedo común, sea por vengar el daño sufrido conjuntamente o porque los hombres le temen siempre a la soledad, etcétera;  y para justificar esto, Spinoza reenvía al pasaje del capítulo III donde había dicho que los hombres se reúnen, no para formar una sociedad política, sino al contrario para derrocar a un gobierno muy malo, cuando el miedo que ese gobierno les inspira se convierte en indignación. Yo había hecho una pequeña alusión en Individuo y comunidad, a propósito de las insurrecciones populares contra los reyes: yo había dicho que, cuando el soberano exagera un poco, los súbditos, bajo la influencia de la indignación, se reúnen contra él “según un proceso análogo al del contrato social” (de esto que yo llamaba el contrato social, que no era un contrato), pero no insistí. Después volví. Se me había reprochado, en efecto, el haber reconstituido una génesis teórica de la sociedad política haciendo una abstracción total de la razón, del cálculo, etcétera; ahora bien, en realidad, yo no había hecho una completa abstracción; y pensándolo, reconocí que efectivamente, si se hace intervenir la indignación (lo que yo no hacía en ese momento) se puede hacer verdadera abstracción de los cálculos utilitarios. Porque en el Estado de naturaleza, en la medida que los hombres son capaces de sentir indignación, no hay nunca simplemente un hombre que lucha con un otro para dominarlo o para tomar lo que él tiene: hay ahí otros que intervienen, que “se mezclan con lo que no les concierne” de cualquier manera; y según la semejanza que puedan tener el uno con el otro, ellos toman partido por uno o por otro por la indignación contra su adversario; y en definitiva, es de esta manera que se puede explicar que, sin ningún cálculo, una sociedad política embrionaria se forma.

Laurent Bove: ¿No considerás que Spinoza, como Maquiavelo, piensa que hay un recuerdo de libertad?

Alexandre Matheron: Sí, seguro.

Laurent Bove: ¿Pero en este momento hay una indignación positiva posible?

Alexandre Matheron: Sí y no, porque es necesario no confundir el afecto de indignación y aquello a lo que ella nos conduce eventualmente. Pienso, evidentemente, que Spinoza podría muy bien estar de acuerdo con una revolución; pero, de todas maneras, él dijo que la indignación es siempre mala en tanto que afecto: ella es necesariamente mala para quienes lo experimentan, dado que es una forma de odio; y para la sociedad, cualesquiera que sean los resultados positivos que ella arrastre, hay siempre una contra parte muy pesada.

Laurent Bove: Cuando Spinoza escribe en la Ética IV proposición 51 que la indignación es necesariamente mala, se tiene la impresión de que es con arrepentimiento que lo dice; y al mismo tiempo esto es para, desde este punto de vista (y eso es lo que es curioso), oponerse a una concepción ideal, abstracta, de la autoridad superior. ¿Se pueden tomar ambas posiciones en verdad al pie de la letra, es decir, la indignación mala, por una parte, y esta “abstracción”, por otra?

Alexandre Matheron: Sí, se puede. Spinoza nos dice que, “cuando” (es necesario insistir sobre el “cuando”) el soberano castiga un delincuente por deseo de mantener la paz en la ciudad, no está motivado por la indignación, sino por la piedad, es decir, por un deseo nacido de la razón. Hay una abstracción, y sin duda también una cierta ironía; porque Spinoza sabe bien que las motivaciones de los soberanos y de los jueces son a menudo muy diferentes. Pero esto es también una verificación a contrario de su tesis; porque cuando él llega a que los jueces motivados por la indignación, producen errores en la justicia, esto es también muy malo.

Laurent Bove: ¿No pensás que hay una evolución en Spinoza sobre esta cuestión de la indignación?

Alexandre Matheron: ¿De la Ética al Tratado político? No, yo no veo el menor trazo. De todas maneras, cuando un régimen es reemplazado por otro bajo el golpe de la indignación, esto tiene siempre efectos negativos, incluso si el resultado final es más bien bueno; y si es más bien bueno, esto viene siempre de aquello que no ha tenido indignación solamente, y sí efectos positivos (entusiasmo por la libertad y la justicia, amor de la patria, etcétera), y al mismo tiempo mucha reflexión. Es verdad que Spinoza no explicó mucho después. Pero él diría ciertamente que la indignación provoca necesariamente tormentas, y no sería más que lo que toma ciegamente a las personas que no son verdaderamente responsables, y que deja huellas. Y él dice en todo caso, en el capítulo V del Tratado político, que, si no atacamos a personas, suprimimos todo de los tiranos sin suprimir las causas de la tiranía, que son institucionales. Pienso entonces que sin duda él habría aprobado la Revolución Francesa, pero ciertamente no las masacres de septiembre: él no habría hecho ninguna diferencia entre ellas y la masacre de los hermanos De Witt. Pero, por supuesto, Spinoza sabe muy bien también que no se puede suprimir la indignación como tampoco las causas que las suscitan, y es necesario, entonces, “hacer con”. Yo pienso que, para él, esta es una suerte de tara original de la sociedad política, que se podría solamente neutralizar lo más posible. Ello es evidente en las constituciones del Tratado político; estas tienden a hacer que los hombres estén motivados por sentimientos positivos y que la indignación juegue el rol lo más chico posible –que ella se transforme en una indignación ya no contra personas determinadas, sino en una indignación abstracta contra quienes merecen ser castigados en general, sea quien sea, sin hablar de nadie en particular. Pero la indignación, sea o no abstracta, es, de todas maneras, el pecado original del Estado.

Laurent Bove: ¿Hay entonces una naturaleza mala del individuo-Estado?

Alexandre Matheron: No intrínsecamente; pero hay algo en su nacimiento que no se elimina jamás completamente, como tampoco nosotros nos deshacemos solos, por nosotros mismos, completamente de nuestra infancia.

Pierre-François Moreau: Contrabalanceado por otras cosas.

Alexandre Matheron: Evidentemente, contrarrestado muy ampliamente, lo más ampliamente posible. Porque un Estado que fuera fundado únicamente sobre la indignación no duraría. En el extremo, se podría decir que los pequeños grupos que se forman en el Estado de naturaleza, como en el Lejano Oeste, por ejemplo, para linchar a un criminal…

Pierre-François Moreau: Estamos de nuevo en Sartre.

Alexandre Matheron: Sí, estas son sociedades políticas in statu nascendi, pero que no duran.

Laurent Bove: La fusión cae. Esta reflexión nos permite pasar a la cuestión de las relaciones de fuerzas entre explotadores y explotados. Citás a Poulantzas, sobre esta “condensación material de relaciones de fuerzas” que es un Estado, entonces diciendo: “Spinoza habría podido decir esto” (esto es en “Spinoza y el Poder”, publicado en La Nouvelle Critique); pero vos agregás también que, para Spinoza, las relaciones de fuerzas explotadores-explotados no juegan casi ningún rol, sino como tela de fondo. Tu frase es categórica: “los siervos han estado siempre derrotados por adelantado, la lucha de clases no es el motor de la historia”.

Alexandre Matheron: Sí, esto es un hecho para Spinoza. Él hoy no diría que los siervos son siempre golpeados, pero mantendría que la lucha de clases no es el motor de la Historia, en la medida que esta idea llevó a una teleología fundada sobre la noción de contradicción interna. Para él, al contrario, toda contradicción es siempre externa, aunque ella parezca interna.

Pierre-François Moreau: Habías dicho en un curso: hay muchas cosas que pueden acercar el spinozismo y el marxismo, pero el problema de la contradicción es verdaderamente la última separación entre los dos.

Alexandre Matheron: Sí. Para Spinoza, la contradicción puede ser interna, pero solo topológicamente. Hay contradicciones en la sociedad, en un sentido trivial, en el sentido en que son encontradas, pero ellas son siempre externas con relación a la esencia de la sociedad. Para Spinoza, esto es un a priori: no puede haber ahí contradicción en la esencia misma de las cosas (y la afirmación contraria es a priori también). Es verdad que puede haber contradicciones en lo que Spinoza llama “la esencia actual” de una cosa, es decir, en esta esencia que ella llega a actualizar con el concurso de causas exteriores –concurso que es indispensable en el caso de todos los modos finitos, pero que puede también producir efectos contrarios a esta actualización. Una sociedad política, por ejemplo, es un individuo compuesto de individuos que no son jamás completamente integrados: ellos tienen relaciones con el medio exterior, y esto produce en ellos ciertas pasiones; ellos tienen relaciones interindividuales más o menos independientes del funcionamiento de la sociedad global (con las pasiones correspondientes); forman entre ellos grupos más restringidos que son también individuos, que tampoco están integrados al todo completamente, y que tienen entonces también sus propios sistemas pasionales. Y todas estas pasiones más o menos contradictorias resuenan sobre el sistema institucional del Estado: emerge de ahí todo un cierto consenso sobre esto que debe ser el Estado, que define entonces su esencia, pero las instituciones de hecho solo acuerdan parcialmente con esta esencia; y ahí hay siempre aquellas que son incompatibles con esta esencia, y que son entonces, en la sociedad misma, como cuerpos extranjeros. Esto hace que todas las constituciones políticas sean un poco híbridas.

Pierre-François Moreau: Por eso, en el Estado hebreo, incluso la falla de origen (le ver dans le fruit) que es el establecimiento de los levitas en el lugar del primogénito es una contribución externa internalizada. Primero podemos describir el Estado de los hebreos, aparte de este hecho, e introducir este hecho después como lo que lo iba a arruinar. Un marxista diría que, si algo lleva al Estado a la ruina, es porque eso formaba parte de la esencia misma de ese Estado. ¿Quién tiene la razón para vos, Spinoza o Marx?

Alexandre Matheron: Yo no sabría decir. Pero Spinoza, en todo caso, respondería que, “si algo lleva a la ruina”, esa es la prueba de que eso no formaba parte de la esencia de ese Estado, y que es engañoso inventar una falla de origen (faire naître le ver du fruit). Por otra parte, el mismo problema lo encontramos en el individuo humano; de su esencia individual y de su ingenium. Hay una relación, evidentemente, entre el ingenium de un individuo y su esencia individual; él puede incluso hacer que el ingenium sea totalmente compatible con él, que él lo integre, y en ese momento es cuando se puede decir que la esencia individual se enriquece del ingenium. En cambio, la esencia individual puede también actualizarse a través de un ingenium que se acomode mal con ella. Las pasiones nocivas pueden engendrar hábitos (eso que llamamos vicios); y esos hábitos pasionales consisten en que las partes del cuerpo se comunican sus movimientos según leyes que están más o menos en contradicción con las que definen la esencia del individuo. Lo que hace que, se podría decir como en el límite, sobre un mismo ensamble de partes que forman nuestro cuerpo, haya muchos individuos que coexisten: hay el individuo que somos, y hay el individuo que forma esta especie de injerto que es este o aquel hábito pasional que no se integra a nuestra esencia. Se puede decir en ese sentido que hay muchos individuos, tantos como estas especies de híbridos pasionales haya.

Laurent Bove: ¿Quién forma, cuando el mismo individuo hace que se comuniquen sus movimientos según leyes que implican la perseverancia? ¿Se puede llamar conatus lo que integra eventualmente estas contradicciones por las que un ser persevera en su ser, pero corriendo a pérdida? ¿Lo positivo del conatus integra así la contradicción (que puede matar al individuo) en el interior mismo de su ingenium?

Alexandre Matheron: Sí; el conatus pasional, está bien eso. Me gustó mucho lo que vos escribiste sobre ese tema.

Laurent Bove: Vuelvo a Maîtres et serviteurs dans la philosophie politique classique donde mostrás que “los grandes ancestros”, Grotius, Hobbes, Locke, Rousseau, “con una notable constancia, dijeron las cosas claro: hay fundamentalmente, dos tipos de hombres”. Pero esta lucidez en ellos, se acompaña de una empresa ideológica de justificación de este hecho en la esfera “jurídica”. Spinoza dice, según vos, lo mismo, pero desnudando la ideología que los acompañaba.

Alexandre Matheron: Sí, él dice lo que es, pero sin decir que está bien. Sin embargo, sus constituciones políticas no excluyen que los sirvientes desaparezcan: ellos no son indispensables en el funcionamiento de estas constituciones. Bajo la constitución monárquica, por ejemplo, que se caracteriza por la ausencia total de propiedad de la tierra y la generalización de la economía, se podría muy bien concebir que cada uno se ocupa de su pequeña empresa familiar, y que la prosperidad sea que los sirvientes mismo puedan adquirir una en su momento. Yo había imaginado un día en un curso (y esto había divertido a mis estudiantes) lo que habría podido devenir la Revolución Industrial en una sociedad spinozista, en particular bajo el régimen económico de la monarquía. En ese momento, eso habría jugado bastante diferente: no hubiera habido proletariado, entonces tampoco capitalismo, porque no habría más grandes propietarios de la tierra para expulsar a los campesinos y, en cambio, habría un desarrollo mucho más rápido de la ciencia y de sus aplicaciones en la tecnología, lo que habría permitido a las pequeñas empresas familiares dotarse de un equipamiento altamente sofisticado, con ordenadores del siglo XIX, una automatización total, etcétera, todo el mundo habría podido tener la suya sin tener necesidad de servidumbre, y ellos se hubieran podido reagrupar poco a poco en cooperativas para tener éxito ¡en una suerte de socialismo auto-gestionario!

Pierre-François Moreau: La pequeña empresa familiar es donde se explota solamente a la mujer y a los niños.

Alexandre Matheron: Se puede también trabajar en igualdad.

Laurent Bove: ¿En igualdad? En el artículo “Femmes et serviteurs dans la démocratie spinoziste” hablás de un mundo “burgués y falócrata”.

Alexandre Matheron: Sí. Spinoza piensa que mientras los hombres estén sujetos a las pasiones, las mujeres estarán dominadas por los hombres; de todos modos, él no sabe por qué, se basa solamente sobre esto que él llama experiencia. Lo que puede comprender es que, bajo el régimen de las pasiones, debe haber necesariamente una lucha por el poder en cada pareja (como en todos los casos). Pero, que sean los hombres quienes se imponen siempre, él no hace más que constatarlo; no dice que esté bien, pero piensa que nada puede cambiar ahí y que las instituciones políticas deben “hacer con”.

Laurent Bove: El único adelanto posible de esta situación sería el hecho de la razón.

Alexandre Matheron: Sí, por supuesto. Es por esto que me opongo totalmente a quienes dicen que, según Spinoza, solamente los humanos del sexo masculino pueden devenir “hombres libres” en el sentido de la Ética: todo lo contrario, en el capítulo XX del apéndice de la cuarta parte de la Ética, Spinoza dice expresamente, a propósito del matrimonio de quienes viven bajo la conducción de la razón, que el mejor es el que se funda sobre la libertad del espíritu utriusque, viri scilicet et foeminoe (la libertad del espíritu del hombre y de la mujer). El matrimonio ideal, para él, es el que está fundado sobre la libertad del espíritu de los dos cónyuges, la libertad en el sentido que él la definió. Entonces “l’homo liber” de la Ética puede por supuesto ser una mujer, homo tomándolo aquí en el sentido genérico. Y dado que Spinoza plantea la pregunta sobre el matrimonio a propósito de todo hombre libre, él debe entonces suponer esa libertad en cada uno de los dos sexos.

Laurent Bove: ¿Ese es el único enunciado de Spinoza sobre el que nos podemos apoyar?

Alexandre Matheron: Sí, porque no escribió mucho más sobre esta cuestión.

Pierre-François Moreau: ¿Contra quiénes decís eso?

Alexandre Matheron: Pienso en cualquiera que me haya acusado alguna vez de “ocultar” el sexismo que caracterizaría fundamentalmente la ética spinozista en su conjunto, y que en seguida haya justificado su tesis retomando (esta vez, sin nombrarme) el análisis que yo había hecho de las razones por las cuales, según Spinoza, los hombres pasionales quieren necesariamente excluir a las mujeres del poder político, pero haciendo como si fueran las razones que pone el propio Spinoza (y, según él, todo hombre viviendo bajo la conducción de la razón) para excluirlas de la comunidad de hombres libres. Ahí, me parece que no es un juego muy limpio, ni hacia Spinoza, ni accesoriamente hacia mí.

Laurent Bove: Si se considera una sociedad cada vez más racional (en el sentido de la racionalidad política spinozista), ahí, en ese momento, se puede entonces tener una esperanza política de liberación. Pero vos decís que sigue siendo bastante problemático y que no se puede más que esperar. Decís también que esta esperanza está fuera del sistema. ¿No estaría implicada por el conatus mismo? ¿El conatus no es un principio de esperanza?

Alexandre Matheron: Sí, es un principio de esperanza, pero nada garantiza que tendrá éxito, porque el hombre no es más que una pequeña parte de la naturaleza.

Pierre-François Moreau: ¿Por qué trabajaste sobre el tema Le Christ et le Salut des Ignorants? Creo que ese libro ha sido muy atacado. Hoy ya no, porque es una referencia para quienes trabajan sobre Spinoza, pero hace veinte años se decía que era un libro marxista, un libro cristiano… un poco de todo. El problema que tratás en ese libro estaba totalmente ausente de los estudios spinozistas. Vos creaste un campo de investigación.

Alexandre Matheron: El problema de la salvación de los ignorantes me interesaba, pero no sé muy bien por qué fui llevado hasta ahí. Sin duda porque yo me había irritado con aquellos para quienes era evidente que Spinoza estaba mintiendo cuando declara creer en la salvación de los ignorantes. Me parecía a la vez que Spinoza no puede mentir (eso sería contrario a su propia ética) y que, cuando él cree algo sin poder demostrarlo, debe haber reflexionado seriamente sobre esa cuestión. Y como Spinoza mismo relaciona expresamente la cuestión de la salvación de los ignorantes a la identidad de Cristo, esto debe haberme llevado a examinar todos los textos del Tratado teológico-político donde él habla de Cristo, entonces también de su contexto histórico, de los antecedentes históricos de ese contexto, etcétera.

Pierre-François Moreau: Habría una voluntad de considerar que el Tratado teológico-político es un texto serio filosóficamente.

Alexandre Matheron: Sí, siempre pensé eso, era asimismo un a priori.

Pierre-François Moreau: ¿Y jamás retornaste al tipo de análisis que hay en Le Christ? Un cierto número de tus artículos retoman, con rectificaciones, Individuo y comunidad, antes que Le Christ. Entonces ¿no sabés exactamente por qué escribiste ese libro? ¡Y no lo retomaste!

Alexandre Matheron: En efecto.

Pierre-François Moreau: ¿Y el libro que escribís ahora?

Alexandre Matheron: Hay varios libros que se supone debo escribir. Pero soy perezoso. Ya escribí un capítulo de un libro sobre el Tratado de la reforma del entendimiento. Espero terminarlo antes de que Spinoza haya dejado de estar en el programa de la agregación, en el curso del próximo año. En cuanto al resto, que concierne a la Ética, no sé si ese será un libro o varios. Hay uno que está casi listo, en el sentido de que solo me queda redactarlo “en buen francés”: este trata de la eternidad, a partir de un curso que di y que fue el desarrollo de un artículo sobre la vida eterna y el cuerpo. Si pongo todo en un solo libro, eso vendría al final. Porque hay otro problema del que me ocupé mucho estos últimos años (también es el tema de un curso que llevé, si no alrededor del mundo, al menos a Brasil y a México): se trata de las primeras proposiciones de la Ética, y de su génesis a partir del primer diálogo del Tratado breve –que desde mi perspectiva (este es también el punto de vista de Lachièze-Rey y el de Delbos, pero no el de Gueroult, ni de Mignini) es el punto de partida de todo. Una segunda etapa está compuesta por el Tratado breve propiamente dicho, una tercera por el primer apéndice del mismo Tratado Breve, una cuarta por las cartas 2 y 4 a Oldenburf –que para mí son posteriores al apéndice del Tratado breve (lo que no es para nada la opinión de todos)– y una quinta por la primera redacción de la Ética (por las primeras proposiciones, sabemos en qué consiste). Y, finalmente, está la segunda redacción de la Ética. Quiero indicar de paso que la teoría de las sustancias de un atributo se aplica perfectamente a todas las obras anteriores a la Ética, que desde este punto de vista soy bastante gueroultiano. La línea de esto que quiero mostrar es que hay una progresión simultánea de la concepción de la inteligibilidad integral de lo real (de la cual Spinoza toma conciencia cada vez más claramente) y de una ontología de la potencia (que no está completamente madura), y que ambas están absolutamente relacionadas. Aquí, el resultado es que, en las primeras proposiciones de la Ética, se puede identificar diferentes niveles de ciencia intuitiva, que son los condensados de las diferentes etapas que han sido recorridas por Spinoza para llegar a estas proposiciones. Distingo en las ocho primeras proposiciones y sus escolios tres niveles que son cada vez más intuitivos: uno está constituido por las proposiciones mismas, otro por una parte de las proposiciones y una parte de los escolios, y la tercera por los dos escolios de la proposición 8. Y se encuentran los tres mismos niveles con las pruebas de la existencia de Dios, el tercer nivel conduce directamente a una ontología de la potencia –al punto que, si se desarrolla a fondo las implicaciones de la última prueba (la que dio en el escolio de la proposición 11), se comprende que el resultado es casi idéntico a la proposición 16 (que se refiere a la productividad infinita de la substancia). Entonces podemos concluir que, para Spinoza, la existencia de Dios, y por consecuencia también su esencia, es productividad, y nada más; muy lejos de que la productividad sea una propiedad derivada de una esencia de Dios poseída previamente –o al menos eso es a lo que apuntaba Spinoza. Podemos concluir, y no solamente proclamar, como lo había hecho en Individuo y comunidad y como a menudo lo hicimos después (independientemente de mí, se hizo, más bien, bajo la influencia de Deleuze y de Negri). Después de esto quisiera mostrar todos los efectos que esto tiene en la Ética, incluidas en las primeras proposiciones de la segunda parte, hasta la proposición 9, porque todavía queda ahí en la ontología general. Si escribiera un solo libro, este podría ser la primera parte. La última se referiría a la eternidad. Y entre los dos, no sé mucho: podría llamarlo “Los avatares del conatus”, haciendo una síntesis de diferentes artículos, porque tengo mucho escrito sobre todas estas cuestiones, incluso sobre el conatus político.

Laurent Bove: Estando la potencia de un individuo en sus efectos de productividad, cuando escribiste Individuo y comunidad, ¿pensabas convertirte en el jefe de una escuela spinozista?

Alexandre Matheron: Evidentemente, mi esperanza secreta –no me atrevía a admitirlo– había sido ser inmediatamente reconocido y aceptado por todo el mundo, pero no fue así.

Laurent Bove: Tu esperanza secreta, era escribir ese libro que…

Alexandre Matheron: Este llegará; puede ser, ¡si mi esencia individual se reactualiza en un futuro distante! Pero, en serio, este libro fue totalmente ignorado o despreciado durante mucho tiempo, salvo por algunas personas –y te estoy infinitamente agradecido de que formes parte de ellos.

Pierre-François Moreau: La existencia de Cahiers Spinoza y la red spinozista que se tejió desde 1977 tuvo efectos multiplicadores en cuanto a la difusión de tu trabajo. Pero ya antes, este trabajo era reconocido, de boca en boca. Me acuerdo, cuando pensábamos la agregación en 1972, Spinoza estaba en el programa y era evidente, para nuestra generación de agregados como para nuestros preparadores, que la interpretación de Spinoza era la de Gueroult y la tuya. Recuerdo una discusión entre Althusser y los estudiantes, donde Althusser citaba los nombres de ustedes. Alguien había dicho: “Ah, sí, Matheron, es necesario leer Individuo y comunidad, porque Le Christ es un poco marginal para la agregación”. Y Althusser había agregado: “En Gueroult, están todas las proposiciones de la Ética, incluso aquellas que Spinoza ha olvidado. Pero entre Gueroult y Spinoza, no pasa nada. Mientras entre Matheron y Spinoza, algo sucede”.

Alexandre Matheron: Hubo también una gran influencia de Deleuze. Siempre admiré mucho a Deleuze. Es un genio; y, además, ¡un genio divertido!

Pierre-François Moreau: Deleuze tuvo mucha más influencia fuera del medio spinozista. Me pregunto si, para los que trabajan hoy sobre Spinoza, Deleuze no se considera más bien como un estímulo para el espíritu, como alguien que tiene ideas sobre una serie de temas.

Alexandre Matheron: Intuiciones extraordinarias. ¡Incluidas sobre Spinoza!

Laurent Bove: Sin embargo, es menos Spinoza y el problema de la expresión que las otras obras de Deleuze las que estimularon los estudios spinozistas (pienso particularmente en Diferencia y repetición, donde casi no está el problema de Spinoza). La especificidad de tu trabajo sobre Spinoza, es su habilidad para estimular la apertura y extensión, como si estuviéramos con vos (¡y es necesario decirlo de manera deleuziana!) en los procesos spinozistas de productividad sin fin.

Pierre-François Moreau: Lo que me impresiona, es que los últimos que publicaron obras sobre Spinoza, Henri Laux, Laureant Bove, Chantal Jaquet, Johannis Prélorenzos, yo mismo, tenemos todos tesis bastantes diferentes las unas de las otras, pero es siempre dentro de un marco que finalmente está bastante definido por tu trabajo. Y esto parece evidente incluso fuera de Francia. Cuando escuchamos a los jóvenes spinozistas extranjeros que vienen, está claro que es típico de la escuela francesa y que al mismo tiempo es necesario pasar por ahí si quieren ser rigurosos. Para las personas del seminario en la ENS, por ejemplo, es evidente que Matheron es la referencia principal de las investigaciones spinozistas contemporáneas.

París, 20 de junio de 1997

[1] Realizada el 20 de junio de 1997 y publicada en Moreau, P. F. y L. Bove (2000). A propos de Spinoza. Association Multitudes 3(3). 169-200.

La democracia de Spinoza: Las pasiones de los agenciamientos sociales

Hardt, M. (2020). La democracia de Spinoza: Las pasiones de los agenciamientos sociales. Círculo Spinoziano. 2(2), 26-35.

(pdf)

Michael Hardt –
La democracia de Spinoza:
Las pasiones de los agenciamientos sociales

Traducción del inglés:
Guido Starosta

 

El Tratado político de Spinoza es, según Antonio Negri (1992, p. 17), la obra que funda el pensamiento político democrático moderno en Europa. En oposición a la noción antigua de democracia, que consideraba las libertades y participación de la ciudadanía dentro de los límites de la polis, la democracia de Spinoza se extiende igualmente a lo largo y a lo ancho de todo el plano universal. Este es el sentido en el que Spinoza propone a la democracia como la forma de gobierno “completamente absoluta”, omnino absolutum imperium (Tratado político, capítulo XI, parágrafo 1). Si es cierto que la noción de democracia de Spinoza mantiene una posición central en el pensamiento político moderno, no puede decirse, sin embargo, que su concepción corresponde a nuestra realidad política o, incluso, que haya sido adoptada por las corrientes más importantes de la teoría política moderna. Más bien, la democracia de Spinoza puede considerarse central en el sentido de que permanece continuamente presente como un enigma y como un modelo a través del cual son medidas nuestras formas políticas y nuestras teorías. En contraste con la mayoría de las propuestas modernas sobre la democracia, las cuales sostienen que el gobierno democrático funciona indirectamente a través del establecimiento de contratos y de la transferencia de los derechos de los ciudadanos, la democracia de Spinoza requiere de la expresión inmediata y directa, o de la participación, del campo social entero. Esta noción spinoziana es fundamental para nuestro pensamiento político contemporáneo, pero no el sentido de que ha sido aceptado completamente y realizado; funciona, en cambio, como una anomalía o presión que nos fuerza continuamente a repensar y criticar nuestras propias nociones del gobierno democrático. Spinoza permanece presente dentro del pensamiento político moderno como una fuerza subversiva.

     Podemos apreciar la fuerza de este enigma o aporía examinando una de las propuestas democráticas centrales de Spinoza: que el “derecho natural” de un sujeto nunca puede ser transferido a otro, propuesta que demuestra el rigor y la radicalidad de la democracia spinoziana. Consideremos solo dos ejemplos relacionados de esta. “Respecto de la política, la diferencia entre Hobbes y yo […] consiste en esto: que yo preservo continuamente intacto el derecho natural de forma que el Poder supremo en un Estado no tiene más derecho sobre el sujeto que el proporcional al poder a través del cual es superior al sujeto. Esto es lo que siempre ocurre en el estado de naturaleza” (Carta 50 a Jarig Jelles). El rechazo de Spinoza a la transferencia o alienación de derechos implica, por supuesto, un rechazo al poder de los contratos o, más bien, una subordinación constante del contrato a la voluntad cambiante del sujeto. “La promesa hecha a alguien […] mantiene su valor mientras no cambie la voluntad de quien hizo la promesa. Así pues, si quien, por derecho natural, es su propio juez, llega a considerar […] que de la promesa hecha se le siguen más prejuicios que ventajas, se convence de que debe romper la promesa y por derecho natural la romperá” (Tratado político, capítulo 2, parágrafo 12)[1]. El deseo del sujeto tiene así prioridad sobre cualquier transferencia o representación de autoridad, sobre cualquier fuerza de orden externa.

   Desde la perspectiva de las corrientes principales del pensamiento democrático moderno, este conjunto de proposiciones, que remiten el estado civil al estado de naturaleza, parece abierto a dos posibilidades o dos problemas para la política. Por un lado, el rechazo a la transferencia de derechos y, en consecuencia, a los contratos sociales, parece hacer imposible la mayoría de las estrategias modernas para la construcción y mantenimiento del orden social y, por ende, deja el estado civil vulnerable al caos de la naturaleza que Hobbes y otros temían. Por el otro, si el uso que hace Spinoza de la naturaleza no nos remite a una competencia irracional y desorganizada sino a un estado de orden, entonces su “derecho natural” parece referirnos a una noción preconstituida, teológica del orden natural que dictaría en algún sentido la relación de los sujetos sociales y limitaría así nuestra libertad.

    Ninguna de estas alternativas nos da, sin embargo, una interpretación adecuada de la posición de Spinoza. Cuando Spinoza se refiere al derecho natural no está invocando ni a un orden social fijo y eterno ni a un estado de caos y destrucción; está apuntando a un proceso de organización y formación que transforma la naturaleza misma. “El naturalismo spinoziano”, explica Étienne Balibar (1985, p. 48), “no priva a la noción de historia de su significado; al contrario, la naturaleza no es más que una nueva forma de pensar la historia”. Spinoza libera a la naturaleza de cualquier fijeza ontológica y la llena con una dinámica productiva. La cuestión del derecho, entonces, debería remitirse a la plasticidad y la constitución de la naturaleza, a la genealogía de la naturaleza misma y a las fuerzas que la componen. El rechazo a los contratos y a cualquier otra forma de transferencia subraya todavía más la centralidad de este proceso de constitución en la democracia spinoziana. Desde la perspectiva de la mayoría de los teóricos modernos tales como Hobbes, Rousseau, Hegel y Kant, el rechazo a la prioridad de la validez de los contratos parece dejar un agujero en el centro de la teoría social spinoziana, haciendo al orden social vulnerable a las vicisitudes del sentimiento popular irracional. La democracia spinoziana, en otras palabras, debe reconocerse, primero, en términos de lo que niega, de lo que le falta. Sin embargo, desde una perspectiva spinoziana, este “vacío” dejado por la autoridad racional del Estado se llena con las prácticas de las masas. Estas son las fuerzas que hacen posible concebir una democracia directa y radical, y esto, me parece, es lo que necesita ser captado de forma de apreciar el enigma de la política de Spinoza.

     Antonio Negri es quizás el teórico contemporáneo que ha desarrollado de forma más completa las posibilidades radicalmente democráticas del pensamiento de Spinoza. Negri explica que el vacío dejado en la teoría social spinoziana por el rechazo a las estructuras normativas o morales fijas, es el espacio ocupado por la práctica ética de la multitud[2]. En contraste con la masa (vulgus), que sin guía exterior solo puede actuar casual y destructivamente, la multitud (multitudo) es capaz de actuar de acuerdo a sus propios deseos, transformándose a sí misma y a su mundo. En este sentido, la multitud es el sujeto de la democracia spinoziana, el sujeto que actúa en el vacío donde las otras teorías modernas pondrían mecanismos de contrato, representación o control estatal. La distinción terminológica entre masa y multitud no debería ser entendida, sin embargo, como una oposición entre fuerzas sociales racionales e irracionales; las prácticas de la multitud no deberían ser entendidas ni como racionales ni como irracionales, sino, principalmente, en término de una lógica del deseo y las pasiones. En este sentido, el pensamiento político spinoziano es, en realidad, una genealogía de las pasiones del cuerpo social. Para entender la democracia como la práctica de la multitud hay que penetrar, entonces, en la profundidad de las fuerzas inmanentes de la organización, las cuales construyen y forman la naturaleza misma y apoyan una democracia directa y radical, por fuera de cualquier marco de orden contractual, representacional o moral. En otras palabras, la comprensión de la democracia spinoziana requiere que reconozcamos, en primer lugar, el proceso político y ontológico que Negri denomina constitución: el motor productivo y organizacional que empuja a la multitud.

     El desarrollo de esta teoría política en los textos de Spinoza permanece, por supuesto, incompleto. El capítulo del Tratado político sobre la democracia nunca se terminó[3]. Sin embargo, cuando reconocemos las presiones que pone Negri sobre la noción de democracia y comprendemos las funciones constitutivas que debe cumplir la multitud, obtenemos una clave para descubrir los elementos de esta democracia existentes en otros textos de Spinoza. De hecho, a la luz de esto, podemos reconocer cómo la obra de Gilles Deleuze sobre Spinoza, si bien no se ocupa principalmente de temas directamente políticos, es fundamental para la comprensión adecuada de la política de Spinoza. La investigación de Deleuze sobre las potencias de los cuerpos y la lógica de sus interacciones define una mecánica interna y elabora la lógica pasional y corpórea que sostiene a la multitud como el sujeto de la democracia. Este es el campo de fuerzas que llena lo que desde una perspectiva tradicional aparece como el “vacío” de la democracia spinoziana.

   En el corazón de la interpretación de Deleuze se encuentra la comprensión de la práctica ontológica de Spinoza: la noción de una práctica corpórea e intelectual capaz de intervenir en, y constituir a, la naturaleza misma[4]. Deleuze no busca los mecanismos de esta práctica inmediatamente en grandes construcciones sociales, sino que se centra, más bien, a nivel micro y en la interacción elemental entre cuerpos conducidos por el deseo. Las cuestiones éticas de la práctica deben considerarse, a este nivel, en términos de los afectos: afecciones pasivas y activas. Spinoza define las afecciones pasivas o pasiones, como aquellas causadas por fuerzas exteriores y que, en tanto su producción está fuera de nuestro control, permanecen contingentes respecto de nosotros, pudiendo resultar tanto en tristeza como en alegría. Las afecciones activas o acciones están causadas por nosotros mismos y son así tanto alegres como necesarias –esto último en el sentido de que la alegría que producen no es casual sino que retorna continuamente. Sin embargo, Deleuze insiste en que tenemos que concebir la lógica de esta dinámica productiva a un nivel muy local, en el cual las fuerzas que nos rodean sobrepasan enormemente nuestra propia potencia; aquí nuestros cuerpos y mentes están dominados no solo por afecciones pasivas en vez de activas, sino por pasiones tristes más que alegres. Este es el punto de partida para el trayecto ético a seguir. La alegría, en términos de Spinoza, no es otra cosa que el incremento de nuestra potencia y es así el hilo conductor de cualquier proyecto político y ético. “La cuestión ética”, explica Deleuze, “se divide, entonces, en dos partes: ¿Cómo podemos llegar a producir afecciones activas? Pero, y antes que nada, ¿cómo podemos llegar a experimentar pasiones alegres?” (1991, p. 246). ¿Cómo podemos comenzar una práctica de alegría? De hecho, esta tensión ética respecto de la alegría es, como veremos enseguida, el motor que conduce la constitución colectiva de la multitud.

     Deleuze sugiere que comencemos nuestra investigación de esta dinámica constitutiva observando más de cerca la física de los cuerpos de Spinoza. La estructura del cuerpo, explica Deleuze, debería comprenderse como un sistema de relaciones entre las partes del cuerpo. “Al investigar cómo estas relaciones varían de un cuerpo a otro, tenemos una forma de determinar directamente las similitudes entre dos cuerpos, por más dispares que puedan ser” (p. 278). En otras palabras, nuestra investigación de las estructuras o relaciones que constituyen el cuerpo nos permite reconocer relaciones comunes que existen entre nuestro cuerpo y otro cuerpo. Un encuentro entre nuestro cuerpo y este otro cuerpo será necesariamente alegre, dado que la relación común garantiza la compatibilidad y la oportunidad de componer una nueva relación, un nuevo cuerpo, incrementando así nuestra potencia. Precisamente de esta manera el análisis de los cuerpos nos permite comenzar un proyecto práctico. Al reconocer composiciones o relaciones similares entre cuerpos, tenemos un criterio necesario para la primera selección ética de la alegría: somos capaces de favorecer encuentros compatibles (es decir, pasiones alegres) y evitar los incompatibles (es decir, pasiones tristes). Cuando hacemos esta selección comenzamos el proceso de producción de nociones comunes. “Una noción común”, explica Deleuze, “es siempre una idea de la similaridad de composición en los modos existentes” (p. 275). La formación de nociones comunes constituye el primer paso de una práctica ética.

     La primera idea adecuada que podemos tener, es decir, la primera idea activa que contiene o envuelve a su propia causa, es el reconocimiento de algo en común entre dos cuerpos; esta idea adecuada nos conduce inmediatamente a otra. De esta manera podemos proceder en nuestro proyecto constructivo de devenir activos en vez de pasivos. La experiencia de alegría es la chispa que pone en movimiento la progresión ética. Según Deleuze, “cuando encontramos un cuerpo acorde al nuestro, cuando experimentamos una afección pasiva alegre, nos vemos inducidos a formar la idea de lo que es común entre ese cuerpo y el nuestro” (p. 282). El proceso comienza con la experiencia de alegría. Este encuentro casual con un cuerpo compatible nos permite o induce a reconocer una relación común, a formar una noción común. Sin embargo, aquí están teniendo lugar dos procesos que, Deleuze insiste, deben mantenerse separados. En el primer momento, nos esforzamos tanto por evitar las pasiones alegres que disminuyen nuestra potencia como por acumular pasiones alegres. Este esfuerzo de selección incrementa nuestra potencia, pero no al punto de devenir activos: las pasiones alegres son siempre el resultado de una causa externa y siempre indican una idea inadecuada. “Debemos, entonces”, insiste Deleuze, “con la ayuda de las pasiones alegres, formar la idea de lo que hay de común entre algún cuerpo externo y el nuestro. Porque solo esta idea, esta noción común, es adecuada” (p. 283). El primer momento, la acumulación de pasiones alegres, prepara la condición para este salto que nos provee de una idea adecuada y así, de una acción en lugar de una pasión –una alegría que producimos nosotros mismos, que no es más el fruto de la casualidad sino necesaria, que retorna continuamente.

     Con esta constitución práctica de nociones comunes, Spinoza ha dado una visión radicalmente nueva de la ontología y la naturaleza. El ser no puede considerarse más un arreglo dado u orden; aquí el ser es el agenciamiento de relaciones “componibles”. Debemos tener en mente, sin embargo, que el elemento esencial para la constitución ontológica sigue siendo la focalización spinoziana en la causalidad, en la “productividad” y “producibilidad” del ser. La noción común es el agenciamiento de dos relaciones componibles que crean una nueva y más poderosa relación –un cuerpo nuevo, más poderoso. Este agenciamiento, sin embargo, no es una mera composición casual sino una constitución ontológica, dado que el proceso envuelve la causa dentro de este nuevo cuerpo mismo. La estrategia práctica de formación de nociones comunes, de agenciamientos ontológicos, ha convertido la investigación ontológica en un proyecto ético: devenir activo, devenir adecuado, devenir ser. La práctica constitutiva de Spinoza define la serie productiva: de las pasiones alegres a las nociones comunes y, finalmente, a las afecciones activas. La composición que resulta en esta secuencia es la constitución misma del ser[5].

     Si ahora nos concentramos en el terreno político, encontraremos que esta lógica de agenciamiento presentada en la formación de las nociones comunes es la misma que juega un rol central en la formación de la multitud. La multitud, en otras palabras, no es un elemento fijo o dado de la escena política, sino que está continuamente hecha y deshecha de acuerdo con la composición y descomposición de sus relaciones. La teoría del poder (de la potencia) y de los cuerpos que hemos examinado hasta aquí, se traduce en la teoría de Spinoza del derecho natural, en términos de la práctica política. “Todo lo que un cuerpo puede hacer (su potencia)”, escribe Deleuze, “es también su ‘derecho natural’” (p. 257). Para entender esta proposición del derecho natural, tenemos que reconocer cómo la lógica interna de Spinoza sobre el agenciamiento y la constitución guía aquí el razonamiento. La constitución política sigue la lógica de los afectos.

    Como ya vimos en términos del cuerpo, Spinoza insiste en que comencemos nuestro pensamiento político desde el menor nivel de potencia, desde el punto más bajo de organización social. De la misma forma que nadie nace activo, tampoco nadie nace ciudadano. Cada elemento de la sociedad spinoziana debe constituirse internamente con los elementos disponibles, por los sujetos constituyentes (sean ignorantes o educados), sobre la base de las afecciones existentes (sean pasiones o acciones). Sabemos que la condición humana está caracterizada predominantemente por nuestra debilidad, que las fuerzas que nos rodean en la naturaleza sobrepasan con creces nuestra fuerza y que, entonces, nuestra potencia de ser afectados está llena en su mayoría por afecciones pasivas más que activas. Esta devaluación es, sin embargo, una afirmación de nuestra libertad. Cuando Spinoza insiste en que nuestro derecho natural es coextensivo a nuestra potencia, esto significa que ningún orden social puede ser impuesto por ningún elemento trascendente, por nada fuera del campo de fuerzas inmanente. Siendo así, cualquier concepción del deber o la obligación, o cualquier mecanismo de contrato o representación, debe ser secundario con respecto a, y dependiente de, la afirmación de nuestra potencia. La expresión de la potencia libre de cualquier orden moral es el principio ético primario de la sociedad. “Llevar al máximo lo que podemos hacer”, explica Deleuze, “es, propiamente, la tarea ética. Es aquí donde la ética de Spinoza toma el cuerpo como modelo: pues todo cuerpo extiende su potencia tan lejos como puede. En cierto sentido, todo ser, cada momento, lleva al máximo lo que puede hacer” (1991, p. 269). Esta formulación ética no pone el acento principalmente en las limitaciones de nuestra potencia, sino que pone una dinámica entre el límite y lo que podemos hacer: cada vez que alcanzamos un punto extremo, lo que podemos hacer se incrementa para moverse más allá de ese punto. La tarea ética subraya nuestro esfuerzo material (conatus) moviéndose en el mundo para expresar nuestra potencia más allá de los límites dados del arreglo u orden presente. Este esfuerzo ético es la expresión abierta de la multiplicidad. La concepción de Spinoza acerca del derecho natural presenta, entonces, el liberarse del orden [freedom from order], la libertad de la multiplicidad, la libertad de la sociedad en la anarquía.

     La sociedad descrita por este estado de naturaleza inicial nos presenta, sin embargo, en una condición invivible –o, más precisamente, nos presenta en el punto mínimo de nuestra potencia. En el estado de naturaleza así concebido, experimento encuentros casuales con otros cuerpos que tienen muy poco en común con el mío, dado que estamos determinados predominantemente por pasiones. En esta condición no solo mi potencia de ser afectado está llena predominantemente por afecciones pasivas, sino que, además, estas afecciones pasivas son en su mayoría tristes. Así como previamente nos movimos de las afecciones pasivas a las activas, ahora debemos descubrir un pasaje para el incremento de nuestra potencia desde el derecho natural al civil. “Sólo podría haber una forma de hacer vivible el estado de naturaleza”, sostiene Deleuze, “esforzándose en organizar los encuentros” (pp. 260-261). El estado civil es el estado de naturaleza hecho vivible o, más precisamente, es el estado de naturaleza infundido con el proyecto de incrementar nuestra potencia. Cómo vimos antes, el incremento de nuestra potencia involucra la organización de relaciones componibles y, consecuentemente, la constitución de una segunda naturaleza. Dice Spinoza: “Si dos se ponen mutuamente de acuerdo y unen sus fuerzas, tienen más poder juntos y, por tanto, también más derecho sobre la naturaleza que cada uno por sí solo. Y cuantos más sean los que estrechan así sus vínculos, más derecho tendrán todos unidos” (Tratado político, capítulo II, parágrafo 13). El corazón de la política spinoziana está orientado, entonces, hacia la organización de los encuentros sociales, de forma de estimular relaciones útiles y componibles. El derecho natural no está negado en el pasaje al derecho civil, como sucede en las concepciones dialécticas de la sociedad, sino que está preservado e intensificado.

     En esta transformación, la multiplicidad de la sociedad se convierte en una multitud. La multitud permanece contingente en el sentido de que está siempre abierta al antagonismo y al conflicto, pero a través de su dinámica de incrementar su potencia alcanza un plano de consistencia; tiene la capacidad de poner la normatividad social como derecho civil. La multitud es la multiplicidad hecha potente. La concepción de Spinoza del derecho civil complementa, entonces, la primera noción de libertad con una segunda: de la libertad frente al orden a la libertad de organización. La libertad de la multiplicidad deviene así la libertad de la multitud, y Spinoza define el gobierno de la multitud como democracia. En el pasaje de la libertad, desde la multiplicidad hasta la multitud, Spinoza compone e intensifica la anarquía en la democracia. La democracia spinoziana, el gobierno absoluto de la multitud a través de la igualdad de sus miembros constitutivos, está fundada en lo que Deleuze denomina “el arte de organizar encuentros” (p. 262). La noción común corpórea, el cuerpo social adecuado, adquiere forma material en la multitud.

     Esta interpretación de la política de Spinoza pone una rigurosa lógica de agenciamiento corpórea y pasional, orientada hacia la alegría colectiva. La multitud así concebida remueve del pensamiento democrático cualquier esquema idealista o racionalista, cualquier forma de representación o mediación, y cualquier proceso contractual de abstracción de los deseos materiales de los sujetos sociales colectivos existentes. Esta lógica de constitución y agenciamiento llena el bache dejado por el rechazo de los mecanismos contractuales y representacionales con una dinámica social productiva. La pasión y la corporeidad de la multitud, y la inmanencia y apertura de su horizonte, sirven no solo para subvertir las corrientes principales del pensamiento político democrático, sino también para proponer una noción alternativa de democracia. Spinoza nos muestra cómo puede ser la democracia revolucionaria. “La innovación de Spinoza es, de hecho, una filosofía del comunismo; su ontología no es otra cosa que una genealogía del comunismo” (Negri, 1992, p. 163). Si ciertamente, como sostiene Antonio Negri, la historia ha alcanzado en cierta forma la visión de Spinoza, quizás, entonces, su democracia revolucionaria pueda muy pronto dejar de ser un enigma para comenzar a ser una realidad.

 

Referencias

Balibar, E. (1989). Spinoza, the Anti-Orwell: The Fear of the Masses. Rethinking Marxism 2(3). 104-139.

— (1985). Spinoza et la politique. París: Presses Universitaires de France.

Deleuze, G. 1991. Expressionism in Philosophy: Spinoza, trad. M. Joughin. Nueva York: Zone Books.

Hardt, M. 1993. Gilles Deleuze: An Apprenticeship in Philosophy. Minneapolis: University of Minnesota Press.

Negri, A. 1991. The Savage Anomaly: The Power of Spinoza´s Metaphysics and Politics, trad. M. Hardt. Minneapolis: University of Minnesota Press.

— (1992). Spinoza sovversivo. Roma: Antonio Pellicani Editore.

[1] Nótese que este rechazo de los contratos en el Tratado político se opone al discurso de Spinoza sobre los contratos en el Tratado teológico-político, escrito como diez años antes. Mi discusión se centra aquí en el trabajo posterior, considerándolo para este propósito como una expresión más madura del pensamiento político de Spinoza.

[2] Para un análisis del término “multitudo” en la obra de Spinoza, ver Negri (1991, pp. 187-190; 1992, pp. 71-83) y Balibar (1985, pp. 84-87; 1989, pp. 104-128).

[3] Para una construcción hipotética del capítulo faltante sobre la democracia en el Tratado político de Spinoza, ver el artículo de Negri “Relinqua Desideratur: Congettura per una definizione del concetto di democrazia nell´ultimo Spinoza”, ahora incluido en Negri (1992). “Mi conjetura”, escribe Negri (1992, p. 84; traducción de M. Hardt), “es que la democracia spinoziana […] debe ser concebida como una práctica de singularidades que se entretejen en un proceso de masas o, mejor, como pietas que forma y constituye las relaciones recíprocas únicas que se extienden entre la multiplicidad de sujetos que constituyen la multitud”.

[4] Examino in extenso la lectura de Deleuze sobre Spinoza en Hardt (1993), capítulo 3, en particular las pp. 87-111.

[5] Para un breve resumen de esta noción de constitución ontológica, ver Hardt (1993, pp. 112-122).