Di Cesare, D. (2022). De Republica Hebraeroum: Spinoza y la teocracia. Círculo Spinoziano. 2(3), 4-20.

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Donatella di Cesare – De Republica Hebraeroum: Spinoza y la teocracia

Traducción del italiano:
Jorge Ignacio Moreno Heredia

 

1. El Tratado teológico-político es usualmente leído como un ataque al judaísmo y a sus instituciones. A primera vista, esta lectura parecería evidente, no solo a causa de las vicisitudes biográficas de Spinoza –el cherem y su distanciamiento de la comunidad de Ámsterdam–, sino también de su rotundo rechazo de toda reivindicación política que pueda ser promovida por una instancia teológica.

    En tal marco interpretativo, la cuestión de la teocracia hebraica, a la que están dedicados dos largos capítulos (XVII y XVIII) de la parte final de la obra, parece casi una complicación. No se entiende por qué Spinoza se detiene a examinar la respublica Hebræorum, la forma teológico-política que ha caracterizado a Israel y su historia antigua, la cual, en última instancia, parece desvanecerse en un pasado legendario e inmemorial en el que el mito prevalece sobre la realidad. Si se trata pues de una quimera, perseguida además por un pueblo condenado a los márgenes de la historia, ¿qué sentido tiene discutirla?

    De ahí que no sea raro que, como si se tratara de un obstáculo inútil e insignificante, la cuestión sea suprimida tácitamente del pensamiento político de Spinoza. Cuando en cambio es tomada en cuenta, los resultados interpretativos son de lo más dispares. Y si bien en general domina la idea de que esta narración de la teocracia judía es una admonición contra los peligros del clericalismo, esta interpretación negativa deja abiertas muchas cuestiones; en primera instancia, la relativa al vínculo entre teocracia y democracia sobre el que Spinoza insiste de manera clara.

    Muchas de estas dificultades derivan de la ausencia de una reflexión sobre el significado etimológico de “teocracia”, traducción griega de un término hebreo. Spinoza debió tener esto último bien presente. Precisamente por ello, cuando se discute la cuestión de la teocracia, resulta indispensable remontarse a la tradición del pensamiento político judío que Spinoza recupera.

2. El término latino theocratia, como es bien sabido, constituye un hapax en el Tratado (TTP XVII, 8: G206). Sin embargo, el significado decisivo de esta única ocurrencia es confirmado por el uso del adjetivo theocraticus, que aparece un par de veces: cuando Spinoza dice que Moisés, antes de morir, dejó un imperium que no podía ser llamado “ni popular ni aristocrático ni monárquico, sino teocrático” (TTP XVII, 10: G208); cuando reitera que, tras la muerte de Moisés, el imperium, que no era administrado ni “por un solo hombre, ni por un solo consejo, ni por el pueblo”, no fue “ni monárquico ni aristocrático ni popular, sino […] teocrático” (TTP XVII, 15: G211).

    Resulta evidente, en ambos casos, la oposición entre la teocracia y las otras formas de gobierno. Por su parte, estas últimas no son sino la recuperación del lógos tripolitikós, expuesto por primera vez en las Historias de Heródoto, en donde, junto a la forma aristocrática de gobierno (definida todavía como oligarquía), aparecen la monarquía y la democracia (cfr. Historias III, 80-82). Ahí, en la discusión imaginaria acerca de la mejor forma de gobierno, se sostiene la superioridad de la aristocracia, el “gobierno de los mejores” (áristos, óptimo, y krátos, dominio). A pesar de las redistribuciones sucesivas, la jerarquía de las formas políticas se mantiene prácticamente intacta tanto en la República de Platón como en la Política de Aristóteles, versión más conocida de la distinción entre monarquía, aristocracia y democracia.[1]

    A pesar del origen griego de la palabra teocracia, los griegos no hablan de ella; más aún, no parecen siquiera conocerla. Quien introdujo el neologismo por primera vez fue, de hecho, Flavio Josefo en su escrito Contra Apión. A partir de entonces, en la palabra teocracia encontró expresión el carácter antimonárquico y antiimperialista de Israel que se había ido consolidando, en la tradición rabínica, a través del encuentro con la cultura griega y, sobre todo, del enfrentamiento con Roma. Por ello, si bien con acepciones diversas, y en ocasiones contrastantes, apologetas y filósofos judíos definieron como teocracia a la constitución mosaica, distinguiéndola así de las formas políticas de la filosofía europea (cfr. Krochmalnik, 2003, en particular p. 80).

    Tal es, justamente, la intención de Flavio Josefo, quien, junto a las tres constituciones clásicas, introduce una forma de gobierno irreductiblemente diversa:

Son innumerables las distinciones particulares entre las costumbres y las leyes de todos los hombres. Se podrían resumir así: unos han confiado la autoridad del gobierno a monarquías, otros a oligarquías, y otros más a las masas. Nuestro legislador, en cambio, no se detuvo en ninguna de estas formas, sino que instituyó una forma de gobierno que –forzando la lengua– se podría llamar teocracia, colocando en Dios el poder y la fuerza (2007, II, XVI: pp. 164-165).

    El nuevo término es acuñado por analogía: el griego es forzado a hospedar la palabra hebrea Israel, que, a partir del verbo sarar, lissror, y de El-, con la transparencia ofrecida por una de sus etimologías, significa “Dios reina”. Así, el griego theokratía es el modo, casi literal, en que Flavio Josefo traduce Israel. Pero ¿qué valor es dado aquí al dominio de Dios?

3. Flavio Josefo provenía de una de las primeras familias sacerdotales de Jerusalén, emparentada con los Asmoneos, que habían logrado fundar una dinastía tanto de gobernantes como de sacerdotes. Pasó de ser un severo jefe militar convencido de la guerra hebrea contra Roma, a unirse al enemigo poniéndose al servicio de los futuros emperadores flavios, de los que tomó el nombre gentilicio. Tenía tiempo viviendo en Roma cuando, a la mitad de los años noventa del siglo primero, durante el período más oscuro del imperio, asumió la defensa del judaísmo frente a los ataques de Apión, gramático alejandrino.

    En esa época el Templo era un montón de ruinas, y el emperador Domiciano se hacía llamar “dominus et deus” (cfr. Suetonio, Domiciano, 13, 2). Sin embargo, los romanos, como antes los persas, no tenían nada en contra de las comunidades de culto que carecieran de pretensiones políticas, sobre todo si estaban situadas en provincias lejanas. Tal era el caso del Reino de Judea, que tras haber perdido la independencia política había pasado a ser administrado en su totalidad por el sumo sacerdote y por la estirpe sacerdotal. Fue este el modelo de teocracia descrito por Flavio Josefo. En última instancia, se trataba más bien de una proyección de lo que él mismo había experimentado que de una imagen fiel de la constitución mosaica. Así, escribe: “Hay un único Templo para el Dios único (…). Los sacerdotes lo servirán todo el tiempo y el encargado de guiarlos será el primero por nacimiento. Junto a los otros sacerdotes, hará sacrificios a Dios, preservará las leyes, juzgará sobre las disputas, castigará a quienes sean reconocidos como culpables” (op. cit., pp. 193-194). Un Dios, un Templo, una jerarquía: este modelo reflejaba la época en la que los sacerdotes, a cuyas filas pertenecía también Flavio Josefo, habían asumido roles de gobierno. A pesar de la destrucción del segundo Templo y de la derrota de Israel, Flavio Josefo defendió entonces una forma de teocracia que, aun si conservaba cierto carácter antimonárquico, era una hierocracia.[2] El gobierno de Dios se había transformado en dominio de la casta sacerdotal. Esto permitía restituir la continuidad entre la teocracia y las otras formas de constitución, dado que quienes gobernaban eran al final unos pocos hombres, si bien sacerdotes de Dios. Sin embargo, esta concepción hierocrática de la teocracia, que no hacía de ninguna forma justicia a la constitución mosaica, no prejuzgó su recuperación y su desarrollo.

4. La concepción de la teocracia delineada por Spinoza no solo es diversa, sino opuesta a la concepción de Flavio Josefo. El capítulo XVII del Tratado teológico-político es un ensayo dedicado a la forma política teocrática, ajena al pensamiento europeo y sin embargo digna de ser considerada atentamente. No cabe duda de que Spinoza sigue los pasos de Flavio Josefo, quien por otra parte es una presencia constante a lo largo de la obra.[3] De este, retoma intencionalmente el neologismo para definir la constitución mosaica, pero los motivos que lo llevan a hablar de “teocracia” son completamente opuestos. Spinoza se mantiene fiel a la vocación antimonárquica de Israel (cfr. 1 Samuel 8, 1-5). Desde su punto de vista, fueron los sacerdotes quienes, pasando por encima del bien común y viendo solo por sus privilegios de casta, provocaron el ocaso de la soberanía teocrática. Si por un lado para Flavio Josefo la única forma auténtica y digna de ser considerada de la teocracia era la forma hierocrática que él mismo había conocido en los años del Segundo Templo, para Spinoza esa forma es en cambio la ruina de la teocracia, y un riesgo que, lejos de pertenecer al pasado y a la forma política de Israel, continúa siendo inminente. Quien toma partido contra la corrupción hierocrática es a final de cuentas un fiero opositor de la codicia clerical y de la avidez política de calvinistas y puritanos, quienes solían remitirse al Antiguo Testamento. Así, el “herético” Spinoza presenta una imagen de la constitución mosaica mucho más conforme que aquella que el sacerdote Josefo recordaba con nostalgia desde el corazón del Imperio romano.

    La divergencia no solo en el tono de la descripción, sino en el valor mismo atribuido a la teocracia, emerge con claridad de una comparación entre dos pasajes afines, uno contenido en el Contra Apión, el otro en el Tratado teológico-político. El tema es el de la “disciplina a la obediencia” en la que es educado el pueblo hebreo.

    Flavio Josefo aproxima la ley mosaica a la constitución de las ciudades griegas y al culto de las religiones mistéricas:

¿Puede haber un principio más santo que este? ¿Qué honor más apropiado puede atribuirse a Dios, dado que el pueblo es educado en la devoción [eusébeia] y a los sacerdotes se les encomienda una función extraordinaria, como si toda la vida pública fuera una ceremonia religiosa? Los otros pueblos no dedican más que unos pocos días a las prácticas que llaman misterios y ritos de iniciación, mientras que nosotros las mantenemos por toda la vida con placer y determinación inmutable (Flavio Josefo, 2005, II, XXII, pp. 188-189).

    Es una nostalgia diversa la que impregna las palabras del filósofo que escribe el Tratado teológico-político en la soledad de Voorburg, lejos de Ámsterdam y de la comunidad. Pese al retorno de los judíos a la vida hebraica tras los años de la persecución, el tiempo verbal usado por Spinoza no es el presente, sino el pasado. Como si la teocracia del antiguo Israel no fuera ya recuperable. No se sugiere ninguna comparación con otras formas políticas para una constitución en la que “nadie servía a su igual, sino sólo a Dios” (TTP XVII, 25: G216). No hay lugar para el compromiso en esta imagen radical, y por esto mismo fiel, de la “república de los hebreos”, es decir, del “Reino de Dios”, que no ha tenido igual en la historia del mundo porque en ella no había ley que no fuera un mandamiento de Dios (TTP XVII, 8: G206). Ahí, la piedad era justicia y la impiedad crimen, los mártires eran patriotas y los herejes enemigos. Derecho civil y religión eran la misma cosa. El respeto de las leyes no era por tanto otra cosa que obediencia a Dios. Y Spinoza, acusado de “horrendas herejías”, pudiendo auspiciar como Flavio Josefo una separación entre los ámbitos teológico y político como la que se había establecido en otras religiones, no duda en cambio en enfatizar el significado político de los mandamientos divinos, del Sábado al año sabático y al “jubileo”, el Yóvel (TTP XVII, 25: G215-217).

    Crítico severo del judaísmo, Spinoza se refiere no sin un tono de admiración a la libertad encontrada en la obediencia, a la alegría mandada, a la interrupción impuesta por el descanso, al ritmo político marcado por Dios:

Toda su vida era un ejercicio ininterrumpido de la obediencia (continuus obedientiae cultus).  De ahí que, como estaban totalmente habituados a ella, ya no les debía parecer esclavitud, sino libertad, y nadie deseaba lo prohibido, sino lo preceptuado. Parece que contribuyó también, y no poco, a ello el que estaban obligados, en ciertas épocas del año, a entregarse al descanso y a la alegría, y no para secundar sus tendencias, sino para obedecer sinceramente a Dios (ver Deuteronomio, 16) y el séptimo día de la semana debían abstenerse de todo trabajo y entregarse al descanso. Existían, además, otras fechas señaladas, en las que no sólo estaba permitido, sino prescrito, gozar de los actos honestos y celebrar banquetes. Y no creo se pueda imaginar medio más eficaz que este para doblegar el ánimo de los hombres, ya que no hay cosa que más cautive los ánimos que la alegría que surge de la devoción, esto es, de la unión del amor con la admiración. Ni era fácil que fueran presa del hastío que produce el reiterado uso de las cosas, ya que el culto programado para los días festivos era raro y variado (TTP XVII, 25: G216-217).

5. Para Spinoza, la teocracia de Israel tiene a tal punto un significado político que, tras la destrucción del Estado hebraico, ha perdido toda fuerza de ley. Lo mismo vale para la religión revelada, que no puede ya ser impuesta una vez que, con el Reino de Dios, ha decaído también el derecho divino.

    En el momento en el que los hebreos reconocieron a otro rey, empezando con el rey de Babilonia, “quedó suprimido el pacto por el que habían prometido obedecer a todo cuanto Dios les comunicara y que constituía el fundamento del reino de Dios” (TTP XIX, 6: G230-231).

    En esta concepción de la teocracia –quizás la más radical en la reflexión política del judaísmo– el dominio de Dios es exclusivo e incompatible con otras formas de dominio. De manera que, retomando el ejemplo de Spinoza, el judío que se ha convertido en ciudadano de la República de Holanda no está obligado a observar el Sábado, dado que la institución no tiene ya “fuerza preceptiva (vim juris)” (TTP XIX, 6: G230). Ni es tampoco concebible la sola observancia religiosa en la esfera privada.

    Si bien siguiendo a Spinoza, a quien cita casi al pie de la letra, Moses Mendelssohn atribuyó, en su tratado teológico-político Jerusalén de 1783, un significado religioso a la constitución mosaica, que describió, en línea con el concepto hebraico de Malkhut Shamajim, como “política celeste” (Mendelssohn, 1990, p. 152). No puede ya repetirse esa “constitución originaria” en la que Estado y religión habían sido un todo, que había “existido una sola vez” y solo Dios sabía “en qué pueblo y en qué siglo se vería nuevamente algo semejante” (loc. cit.). Pero podría conservarse como Zerimonialgesetz, como “ley ceremonial”, es decir, como una “especie de escritura” que remitiera a una forma de vida hebraica (ibid., p. 148). ¿No era este el sentido de la ley mosaica antes de que la constitución degenerara?

    En el siglo XX, cuando resultaba evidente el fracaso del proyecto de emancipación auspiciado por Mendelssohn, resurgió, aunque en un nuevo contexto, el irrenunciable valor político que Spinoza había reconocido a la teocracia hebraica. Si Israel no podía coincidir ni con una soberanía humana legítima ni con una hierocracia, es decir con el gobierno de una casta sacerdotal, entonces la “teocracia” debía ser asumida en un sentido no metafórico.

    Es esto lo que, de Martin Buber a Jacob Taubes, tiene lugar en el registro de la teología política. Para ambos, aquella forma de gobierno que ha distinguido a Israel de las naciones no es más un hecho histórico del pasado: se proyecta más bien hacia el futuro. La teocracia, explica Buber, es “directa”, “absolutamente real” (Buber, 1989, p. 90). Una liga de tribus seminómadas, denominada Israel, en marcha desde Egipto hacia Canáan, proclama Mélekh, Rey, a Dios mismo. Con esto impide que cualquier otro se llamase no solo rey, sino soberano o jefe. La teocracia pone al descubierto la aspiración libertaria de las tribus itinerantes que se doblegaron solamente ante la soberanía de su Liberador divino. Y en modo análogo observa Taubes: “la teocracia se basa en el ánimo fundamentalmente anárquico de Israel” (Taubes, 1997, p. 41). El dominio inmediato de Dios excluye cualquier forma de dominio del hombre sobre el hombre. Pero precisamente porque el dominio que Dios exige es exclusivo, la teocracia no es solamente la forma política del antiguo Israel; atraviesa toda fase de la historia, haciéndola balancear entre el riesgo de caer en una confusión inerte y salvaje, y la actuación del Reino de Dios (cfr. Buber, 1964, pp. 684 y 686).

6. La teocracia del Israel premonárquico tuvo lugar –según Spinoza– una sola vez en el pasado. Sin embargo, de la respublica Hebraeorum pueden extraerse “ciertas enseñanzas políticas” (TTP XVIII). De otro modo no se entendería el sentido de su reflexión tan detenida sobre esta forma teológico-política, sobre su historia, sobre las causas por las que logró subsistir casi sin sublevaciones y, en fin, sobre las causas por las que encontró su ruina.

    El objetivo de Spinoza es ante todo el de rehabilitar el concepto de “teocracia”, purgándolo de toda acepción hierocrática. De esta manera, recorre en reversa el curso de la historia para llegar a aquella escena en la que se inaugura la teología política de Israel, de la que da testimonio la narración del Éxodo, en la cual los hebreos, liberados de la “intolerable opresión de los egipcios”, no se encontraban ya ni sujetos al derecho de otra nación ni sometidos a ningún ser humano. En breve, habían reconquistado su “derecho natural”, pudiendo elegir entre conservarlo para sí mismos o transferirlo a otros. Tomaron en cambio la decisión, para nada obvia, que los distinguió del resto de los pueblos. En palabras de Spinoza: “Decidieron, por consejo de Moisés (…) no entregar su derecho natural a ningún mortal, sino sólo a Dios; y, sin apenas discusión, prometieron todos al unísono [uno clamore] obedecer totalmente a Dios en todos sus preceptos y no reconocer otro derecho aparte del que él estableciera por revelación profética” (TTP XVII, 7: G205).

    Los hebreos renunciaron así al propio derecho natural jurando con un “pacto” y lo transfirieron a Dios “libremente, y no llevados de la fuerza o asustados con amenazas”. Y por su parte, Dios, para que el pacto fuera “válido y duradero y sin sospecha de fraude”, no estipuló nada hasta que no experimentaran “su poder admirable” (loc. cit.). Quien estrechó el berit, el pacto, fue el Dios subversivo del éxodo que hizo salir al pueblo con su brazo tendido: “los conduje como sobre alas de águila y los traje hasta Mí” (Éxodo 19, 4). Fue porque creyeron que podrían salvarse también en el futuro que los hebreos entregaron a Dios omne suum jus, “todo su derecho” (TTP XVII, 7: G205). Fue así como tomó forma una teocracia, un gobierno exclusivo de Dios, en el que “los ciudadanos no estaban sujetos a otro derecho que al revelado por Dios” (TTP XVII, 8: G206).

    Spinoza habla de cives, ciudadanos, y no de súbditos. Lo que remite no solo a la diferencia frente al ejemplo de la monarquía, sino que además indica la libertad que caracteriza el vínculo. Porque el pueblo, que se constituyó como tal a través de ese pacto teológico-político, se doblegó libremente ante la soberanía de Dios, que había roto el yugo de su esclavitud, aceptando así un vínculo extremo de dependencia en el que encontró una nueva libertad. Aquí reside la paradoja de la que surge la teocracia de Israel. Y serán muchos los que retomarán más adelante esta paradoja como objeto de reflexión.

Para Spinoza, que habla incluso de un “pacto” estipulado libremente entre ambas partes, el modelo de referencia es el “contrato” de la filosofía moderna esbozado por Hobbes.[4] Para los filósofos judíos del siglo XX tal contrato es una abstracción, en cuanto que presupone la existencia de sujetos libres de elegir entre la vinculación y la desvinculación, mientras que el berit, el pacto, se remonta a un orden invertido en el que Israel, al ser llamado, se encuentra ya previamente vinculado: una práctica que desconoce la noción de adhesión voluntaria y que, bajo coacción, en la no-libertad, revela un más allá de la libertad.[5]

7. ¿Qué papel atribuye Spinoza a la teocracia respecto a la jerarquía aristotélica de las tres formas de gobierno, es decir la monarquía, la aristocracia y la democracia?

    Después de todo, Flavio Josefo había mantenido una continuidad. Tanto así que había leído la teocracia como el dominio de una casta sacerdotal, aproximándola así a la aristocracia, al dominio de unos pocos y de los mejores.

    En las páginas de Spinoza surge en cambio un hiato que separa a la teocracia de las otras formas de gobierno. En primer lugar, porque se trata de la única constitución teológico-política –mientras que las otras son solo políticas. Además de exigir un dominio exclusivo de Dios, la teocracia impide que se transfiera el derecho a un mortal, prohibiendo el dominio del hombre sobre el hombre. La cesura no podría ser más radical. Entre ellas, al contrario, las tres constituciones se distinguen solamente por el número de mortales destinados a gobernar.

    Spinoza entonces no se limita a introducir la teocracia al lado de las otras formas de gobierno: descompone el lógos tripolitikós. No busca una mediación entre constituciones diversas. En lugar de ello eleva la democracia del lugar al que se encuentra relegada en la jerarquía clásica, la aproxima a la teocracia y, más aún, la revindica como parte de la tradición política hebraica, ofreciendo de ella una interpretación nueva y diversa respecto a la tradición griega y occidental. Se encuentra aquí una de las novedades del Tratado teológico-político, la cual no debe pasar inadvertida.

    El nexo entre teocracia y democracia emerge con claridad desde que Spinoza alude al instante en el que los hebreos estipularon el pacto con Dios y todos, “en virtud de este pacto”, permanecieron “iguales” (TTP XVII, 9: G206). Pues todos tenían el derecho de interpelar a Dios, de recibir e interpretar las leyes, de desempeñar todas las funciones administrativas aeque –adverbio que reaparece continuamente. La igualdad de todos frente a Dios, que la teocracia por definición ratifica, es equiparada a aquella que surge con la democracia (cfr. TTP XVII, 7, 9; XIX, 6). Se sobreentiende aquí que la democracia no oculta en sus márgenes la esclavitud, como si esta forma política pudiera convivir con algún tipo de dominio del amo sobre el esclavo, justificado, como afirmaba Aristóteles, por naturaleza (Política, I, 3, 1253b). La democracia requiere la igualdad porque nace de la renuncia de todos al propio derecho. Deriva del communis consensus (TTP XIX, 6: G230) proclamado uno ore (XVII, 9: G206), con una forma de acuerdo que Spinoza llama también in unum conspirare (XVI, 5: G191), que da lugar a la comunidad de los individuos, es decir a la sociedad democrática que se extiende a la asamblea universal de los hombres (cfr. XVI, 8).

    Si en la teocracia el derecho es transferido a Dios, en la democracia es transferido a la razón (cfr. TTP XIX, 6). De aquí la continuidad –para Spinoza– entre teocracia y democracia, al punto que, según su reconstrucción histórica, la segunda deriva de la primera. Es de la imposibilidad de realizar la teocracia hebraica en toda la rigurosidad de sus términos que, gracias al mismo modelo y a través del testimonio del éxodo, es decir de la experiencia de la liberación de la esclavitud, surge la democracia. Esta última no es por lo tanto una mera extensión cuantitativa de la monarquía y de la aristocracia. Si así fuera, se trataría de una forma híbrida de poder que admitiría el dominio del hombre sobre el hombre y que no respondería al requisito de igualdad. Desconocida en el mundo antiguo, esta forma de democracia habría sido entonces introducida por primera vez con el pacto teológico-político que el pueblo hebreo establece tras el éxodo.

8. Para Spinoza es posible hablar de teocracia en sentido estricto solo por un instante: aquel en el que los hebreos prometieron uno clamore obedecer a los mandamientos de Dios. Es el famoso naassé: “así haremos” (Éxodo 19,8; 24,7). La teocracia pura dura solo el tiempo en el que se pronuncia esa promesa. Inmediatamente después, cuando se acercaron a escuchar las órdenes, quedaron talmente aturdidos por la voz de Dios que pidieron a Moisés que intercediera: “acércate tú y escucha lo que dice el Señor, nuestro Dios, y luego repítenos todo lo que Él diga. Nosotros lo escucharemos y lo pondremos en práctica” (Deuteronomio 5,24). La mediación de Moisés puso fin al gobierno inmediato de Dios. La teocracia pura se disipó con el clamor de esa promesa.

    De manera que el primer pacto fue abrogado, dando lugar a una nueva constitución en la que Moisés era el único encargado de interpretar las revelaciones divinas y de garantizar su ejecución. Se trató casi de un interregno. Y, en efecto, Moisés fue “el único vicario de Dios entre los hebreos” (TTP XVII, 9: G207). Sería sin embargo un error considerar tal gobierno como una monarquía, si bien la divergencia es sutil. Fiel al ideal de la teocracia, que había aterrorizado al pueblo hebreo, Moisés no eligió un sucesor y dejó para administrar un gobierno que “no se podía llamar ni popular, ni aristocrático, ni monárquico, sino teocrático” (TTP XVII, 10: G208). Con tal fin dividió los poderes en legislativo y ejecutivo. Y un sistema prudente de equilibrios políticos y de controles sociales impidió que cualquier mortal usurpara el gobierno y que Dios fuera expropiado.

    El derecho de comunicar las revelaciones divinas y de interpretar las leyes fue atribuido a Aarón, y, por sucesión dinástica, a los Levitas, que habrían de ser entonces los administradores del Templo. El derecho de promulgar los mandamientos y de garantizar su ejecución recayó sobre el comandante supremo, elegido cada cierto tiempo. El primero fue Josué, a quien “la asamblea de los hijos de Israel” debía obedecer, aunque en presencia del sacerdote El’azar (Números 27,20). Uno no podía prescindir del otro: el sumo sacerdote podía interpretar las leyes y dar los responsos divinos, pero solo si ello era requerido por el comandante, y, viceversa, el comandante podía interpelar a Dios cuando lo deseara, pero no podía recibir las órdenes sino a través del sumo sacerdote. La tribu de Leví había sido excluida de la repartición de tierras, destituida de todo poder público y consagrada solo a Dios. El sumo sacerdote, aun siendo el receptor de los decretos de Dios, carecía por tanto del derecho, la autoridad o la fuerza para imponerlos. De otro modo, habría sido un monarca. Y, a su vez, el comandante que poseía el derecho sobre la tierra, no podía interpretar las leyes. Comenta Spinoza: “Por estas prescripciones, impuestas por Moisés a sus sucesores, colegimos fácilmente que él eligió administradores y no dominadores del Estado” (TTP XVII, 14: G209).

    La soberanía de Dios permaneció intacta, ya que los mandamientos divinos eran ley. Así como intacta permaneció la unidad de teología y política. El poder administrado se distinguía entre un aspecto hermenéutico-legislativo y otro pragmático-ejecutivo, que sin embargo siguieron estando estrechamente ligados y, más aún, remitían el uno al otro. En este sentido, la constitución mosaica conservó una forma teocrática.

9. El equilibrio entre el “báculo” y la “espada” no decayó nunca. A ello contribuyó la confederación de las tribus, cada una relativamente autónoma y liderada por un jefe elegido en función de la edad y de la sabiduría. El comandante supremo era necesario solo cuando se debía combatir. Pero también los ejércitos, en los que prestaban servicio todos los ciudadanos entre los veinte y los sesenta años, reflejaban, con su pluralidad tribal, la constitución teocrática. Los soldados no juraban lealtad ni al comandante ni al sumo sacerdote, sino solo a Dios. Y el arca de la alianza marchaba con la retaguardia (cfr. TTP XVII, 13).

    De manera que ninguno, tras la muerte de Moisés, concentró en sus manos a la vez “báculo” y “espada”, desempeñando todas las funciones de la autoridad suprema. Y es aquí que Spinoza vuelve a usar, por segunda vez, el adjetivo theocraticus: “dado que no todas las decisiones dependían de un hombre, ni de un consejo, ni del pueblo, sino que unas cosas eran incumbencia de una tribu y otras, con igual derecho, de las demás tribus, se sigue con toda evidencia que, a partir de la muerte de Moisés, el Estado ya no era monárquico ni aristocrático ni popular, sino, como ya hemos dicho, teocrático” (TTP XVII, 15: G211). Y explica con detalle los motivos.

    En primer lugar, el “palacio real” era el Templo: una especie de corte de la Suprema Majestad del gobierno (loc. cit.). El edificio, construido a expensas del pueblo entero, y que representaba el corazón de la “república divina”, tenía dos características. Por un lado, era juris communis, de “derecho común”, con la finalidad de que todos pudieran igualmente interpelar a Dios (TTP XVII, 11, 15). Este uso común del Templo era el vínculo que unía indisolublemente la confederación de las Tribus de Israel. La comunidad se fundaba en el Templo. Por otro lado, el Templo era el lugar de un no-lugar, la Presencia de una Ausencia: la memoria de la Soberanía divina. De haber sido colmado este vacío resguardado en el Templo, el vínculo entre las tribus se habría disuelto y la teocracia habría llegado a su fin.[6]

    A esto agrega Spinoza un segundo motivo: “todos los ciudadanos debían jurar fidelidad a Dios, su juez supremo, único al que habían prometido obedecer incondicionalmente en todo” (TTP XVII, 15: G211). La obediencia, que Spinoza describe con un dejo de admiración, y en la cual identifica el vínculo de la teocracia hebraica, no podía estar dirigida sino a Dios, porque de otra manera hubiera admitido el dominio del hombre sobre el hombre. Lo que no podía ocurrir ni siquiera en tiempos de guerra. Por ello el tercer motivo es que “cuando era necesario un supremo jefe militar, no era elegido por nadie, sino tan sólo por Dios” (loc. cit.).

    Así, la teocracia mosaica se rigió a partir de un prudente equilibrio de poderes, entre los cuales no debía haber necesariamente armonía, como de hecho no la hubo (Éxodo 32,31; Levítico 10,16). Lo que cuenta, sin embargo, es que “báculo” y “espada” no cayeron nunca en las mismas manos (cfr. Números 27,16-21). Este equilibrio es elogiado por Spinoza en más de una ocasión. Quienes dirigían el Estado no podían enmascarar un crimen bajo la apariencia del derecho, ya que la interpretación del derecho era una prerrogativa de otros. Así, “a los príncipes de los hebreos se les evitó una causa importante de crímenes, puesto que todo derecho de interpretar las leyes fue otorgado a los levitas” (TTP XVII, 17: G212).[7]

    Por lo demás, el ejercicio hermenéutico, condición –según Spinoza– del buen gobierno de la res publica, era tarea del “pueblo entero”: “se ordenó que cada uno individualmente leyera y releyera de continuo y con suma atención El libro de la ley” (loc. cit.).

    A limitar los abusos de poder por parte de los jefes contribuyó la ausencia de un ejército mercenario y con ello el hecho, “de suma importancia”, de que el ejército fuera reclutado de entre todos los ciudadanos que, además, “luchaban, no por la gloria del príncipe, sino por la gloria de Dios y sólo se lanzaban al combate una vez obtenida la respuesta de Dios” (TTP XVII, 18: G213). Se comprende así que, puesto que quien era soldado en el campamento era ciudadano en el foro, no se pudiera desear más la guerra que la paz.

    En fin, todos los jefes de tribu destacaban sobre los demás no “por su nobleza o por derecho de sangre, sino que sólo tenía en sus manos el gobierno del Estado en razón de su edad y virtud” (TTP XVII, 21: G214). Y eran “aliados”, asociados, miembros de una confederación cuyo “vínculo” era la religión (TTP XVII, 19).

    ¿Qué fue entonces lo que provocó la completa destrucción del Estado de los hebreos? No la “desobediencia del pueblo”, sostiene Spinoza (TTP XVII, 27). El equilibrio decayó más bien cuando los sumos sacerdotes se apropiaron la autoridad de legislar y de administrar los asuntos públicos. En breve: usurparon el “derecho de principado” (TTP XVIII, 4: G222). Quisieron reinar al mismo tiempo que conservaban el sumo sacerdocio. La división funcional degeneró en un conflicto entre poderes, reinos y espadas. La soberanía teocrática se hizo añicos. Y así, con esta transición, todo menos dolorosa, de la teocracia mosaica a la teocracia hierocrática, el Estado hebraico finalmente pereció. Se trata aquí del primer Estado –precisa Spinoza– y no del segundo, que era “apenas la sombra del primero”, en cuanto ya plenamente una hierocracia. No sorprende entonces que Jerusalén, llamada la “ciudad rebelde”, fuera tomada y que el Templo mismo quedara en ruinas (cfr. Ezra 4, 12.15). Al contrario de lo que pensaba Flavio Josefo, para Spinoza la hierocracia no había preservado el derecho divino.

10. Si la respublica Hebræorum se extinguió para siempre, ¿qué sentido puede tener entonces discutirla si, además, no puede ni debe ser imitada? Es cierto que –como subraya el mismo Spinoza– presenta multa dignissima, “numerosos elementos dignos de señalar y que quizá fuera muy aconsejable imitar” (TTP XVIII, 1: G221).[8] Pero ¿para qué reconstruir su historia? ¿Qué permanece en el fondo de aquella forma arcaica? ¿Qué enseñanzas podrían sacarse de ahí para la época moderna? ¿Constituye la teocracia del antiguo Israel un modelo para Spinoza? ¿O más bien una advertencia?

    Es difícil creer que se pueda comprender la reflexión política de Spinoza si se deja de lado el largo relato que dedica al Estado de los hebreos, así como es difícil creer que el Tratado teológico-político se reduzca a ser una “lucha contra la «teocracia»”.[9]

    La cuestión parece mucho más compleja. Ha sido Balibar quien ha reconocido que, en Spinoza, “las relaciones entre religión y política parecen condenadas a la «impureza»”, preguntándose si esto no sea “un punto de fuerza” (1985, p. 56). Después de todo, en el Tratado teológico-político la jerarquía tradicional de las formas de gobierno se deconstruye precisamente a través de la introducción de la teocracia, que simplemente no encaja junto a las otras.

    No se trata, entonces, de reconstruir una forma arcaica ya sea por interés de anticuario o con el fin veleidoso de revitalizarla. Más bien, el objetivo es indicar el lugar teológico-político del que surgen las categorías políticas.[10] Si por un lado la “teocracia” parece indicar una singularidad histórica, en cuanto tal única e irrepetible, por el otro esta misma singularidad se caracteriza no solo por los efectos producidos en la historia del pueblo judío, sino también por la huella dejada en la historia de la humanidad. Por medio de esta huella indeleble la teocracia hace ver la imposibilidad de que las formas políticas surgidas en la modernidad sean del todo contemporáneas, o mejor, del todo actuales. Es como si se pudiera reflexionar acerca de cada forma a partir de la representación del poder puesta en acto por la teocracia, que deviene casi el arquetipo de toda otra forma de gobierno. De aquí la precisión con la que Spinoza la describe.

    Pero hay más. El contexto teológico-político no solo da lugar a una reflexión sobre las diversas constituciones. Es necesario rastrear el vínculo entre teocracia y democracia. En el momento en el que los hebreos transfirieron su poder a Dios, en cuanto que no lo transfirieron a ningún hombre, hacen su entrada en la escena de la historia como ciudadanos iguales, con los mismos derechos, e inauguran así una igualdad desconocida en el mundo, que no deja margen alguno a la esclavitud. Y esta igualdad es la base de la democracia. Lo que quiere decir no solo que la democracia proviene históricamente de la teocracia hebraica, sino además que la democracia puede ser repensada a la luz de la teocracia. Lo que caracteriza la teocracia es, para Spinoza, el uso común del Templo, o sea de la morada de Dios. La comunidad de los iguales surge con este uso común. La soberanía de los ciudadanos es remitida a un lugar que, aunque común, está separado y vacío. Es de hecho el lugar de Dios en medio de ellos. Nadie puede ocuparlo, a menos que no sea en cuanto vicem Dei, en cuanto vicario de Dios (TTP XVII, 17). Es lo que ocurre con Moisés, que sin embargo es consciente del riesgo de que tal vacío pueda ser colmado y por lo tanto desaparecer. Y ¿cuántos usurpadores no se habrían de apropiar de él? Sacerdotes y tiranos, déspotas y reformadores. Proteger ese lugar, mantenerlo vacío, es la dificultad propia tanto de la teocracia como de la democracia. En la teocracia mosaica los vicarios administraron el gobierno “como si el rey estuviera ausente y no muerto” (TTP XIX, 14: G234). Si el Dios de Israel remite con su Presencia a su Ausencia, y resguarda el lugar que es fundamento de la comunidad, ¿de qué manera, en la democracia, será protegido ese vacío por la razón? También la comunidad de ciudadanos, que se constituye en la democracia, tiene necesidad, si no de un Templo, de un lugar común que exceda el escenario político. Así, debemos preguntarnos de qué manera la confederación hebraica, que constituyó un modelo para Spinoza, pueda ser un punto de referencia para la comunidad del mundo globalizado.

    Spinoza no se pronuncia acerca del futuro de la Respublica Hebræorum. Este tema se relaciona con el de la “vocación” de los hebreos, que es leído en clave política.[11] Los pueblos se distinguen entre sí “por la forma de su sociedad y de las leyes bajo las cuales viven y son gobernados”. El pueblo hebreo “no fue elegido por Dios (…) sino a causa de su organización social y de la fortuna, gracias a la cual logró formar un Estado y conservarlo durante tantos años” (TTP III, 6: G47). Para apoyar esta tesis suya, Spinoza se remite a la “Escritura”. Los hebreos se distinguieron por el buen gobierno, es decir, por la teocracia fundada sobre las “leyes del Antiguo Testamento”, que “sólo fueron reveladas y prescritas a los hebreos; puesto que (…) Dios sólo los había elegido para formar una sociedad y un Estado singulares” (TTP III, 6: G48).

    Tras la destrucción del Estado hebraico, ¿cómo entender la elección? ¿Máxime cuando los judíos, aunque dispersos, sobrevivieron? ¿Se extinguió acaso su misión? ¿La elección es temporal o eterna? Para Spinoza, puesto que se encuentra ligada a la historia, es temporal. Y, aun así, sin anticipar el futuro, entre temor profético y esperanza realista, escribe: “podría creer sin titubeos que algún día los hebreos, cuando se les presente la ocasión (¡tan mudables son las cosas humanas!) podrán reconstruir su Estado y ser nuevamente elegidos por Dios” (TTP III, 12: G57).

Referencias

Buber, M. (1964). Werke (Schriften zur Bibel) (Vol. II). Lambert Schneider.

Buber, M. (1989). La regalità di Dio. (M. Fiorillo, Trad.). Marietti.

Étienne, B. (1985). Spinoza et la politique. PUF.

Flavio Josefo. (2007). Contro Apione. (F. Calabi, Trad.). Marietti.

Krochmalnik, D. (2003). «Gott herrscht». Über die Theokratie in Israel. En B. Fragner, & et al (Edits.), Religiöses Bekenntnis und Politisches Interesse (págs. 66-105). Universität Verlag Bamber.

Lévinas, E. (2004). Avete riletto Baruch? En Difficile libertà. Saggi sul giudaismo (S. Faccioni, Trad., págs. 141-150). Jaca Book.

Levy, Z. (1989). Baruch or Benedict. On Some Jewish Aspects of Spinoza’s Philosophy. Peter Lang.

Lorberbaum, M. (2006). Spinoza’s Theological-Political Problem. Hebraic Political Studies (2), 203-223.

Mendelssohn, M. (1990). Jerusalem ovvero sul potere religioso e sullebraismo. (G. Auletta, Trad.). Guida.

Novak, D. (1997). Spinoza and the Doctrine of the Election of Israel. Studia spinoziana (Spinoza and the Jewish Identity) (13), 81-99.

Proietti, O. (2003). La città divisa. Il Calamo.

Smith, S.B. (1997). Spinoza, Liberarlism and the Question of Jewish Identity. Yale University Press.

Taubes, J. (1997). Escatologia occidentale. (M. Ranchetti, Trad.). Garzanti.

[1] A partir del criterio del bien común, Aristóteles distingue ulteriormente entre las formas rectas y sus degeneraciones, que son: tiranía, oligarquía y oclocracia. Cfr. Aristóteles, Política 1279 a-b.

[2] Así Flavio Josefo, relatando una disputa entre judíos que se habían presentado ante Pompeyo, observa que “la nación estaba disgustada (…) y no quería someterse a un rey, dado que era usanza del país obedecer a los sacerdotes” (Antigüedades judías 2, XIV, 41).

[3] Para una reconstrucción detallada de las citaciones, cfr. Proietti, 2003, pp. 47-51.

[4] Cfr. Hobbes, Leviatán, I.13. Cfr. Levy, 1989, p. 76.

[5] Es la crítica que resta todavía en el ensayo en el que Lévinas (2004) reconsidera sus posiciones precedentes respecto a Spinoza.

[6] Es por esto que la tribu de Leví, expropiada desde el origen de toda posesión, fue encomendada al servicio del Templo.

[7] Cfr. Deuteronomio 21, 5.

[8] Steven B. Smith (1997, pp. 146-147) insiste sobre este punto, sosteniendo que para Spinoza la teocracia es un modelo imitable.

[9] Cfr. Nadler, 2009, p. 315. También en otros puntos Nadler parece malinterpretar las páginas de Spinoza, por ejemplo, cuando afirma que la primera confederación hebraica habría resultado “debilitada por la división del poder entre el rey (¡sic!) y los levitas”. Cfr., ibid., p. 313.

[10] Para el nexo entre religión y política cfr. Lorberbaum, 2006.

[11] Es discutible si Spinoza invierte la doctrina clásica, como sostiene Novak (1997).