Tatián, D. (2022). Potencia de la imitación. Círculo Spinoziano. 2(3), 22-36.

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Diego Tatián – Potencia de la imitación

 

Uno. El concepto de imitación presenta una equivalencia o una correspondencia con la antigua noción de mímesis, es decir la construcción de una semejanza o su expresión; la representación o la reproducción de algo que se toma por referente, o la adecuación a ello. Sin embargo, algunos estudiosos han señalado la inconveniencia de traducir la palabra griega mímesis por “imitación” como suele ser usual hacerlo, y se han propuesto versiones alternativas como “expresión”, “idealización”, “representación” o “ficción” (ver Sinnott, 2004, pp. xxiv-xxv). Si bien, por simplicidad, en el presente texto mantenemos la arraigada transmisión de mímesis como imitación, su propósito será precisamente el de extender el sentido del término en modo que resulta imposible de circunscribir a ser una simple copia o reproducción semejante de un modelo. Más que atenida a la sola esfera del arte, la mímesis / imitación se halla en el centro de la vida humana. El lenguaje, la educación, la política, la sociabilidad y la cultura la albergan de manera inmediata y serían incomprensibles sin ella. También es posible detectarla en registros menos evidentes de la experiencia, y en mecanismos pre-culturales y pre-reflexivos.

    El origen del concepto de mímesis resulta enigmático; su adjudicación a la danza primitiva por Koller (1954) y Benjamin (1971)[1] no es aceptada de manera uniforme. La tradición filosófica, por su parte, reconoce sus textos canónicos en República III, República X y en la Poética. En Platón, el concepto de mímesis se carga de sentidos conforme se desarrolla el diálogo. La narración imitativa propia de los poetas y de los fabuladores (quienes producen ficciones) es un relato de hechos acaecidos en el tiempo (el pasado, el presente o el futuro). Una primera acepción (392d-394d) remite a la técnica narrativa: cuando el poeta abandona la “simple narración” y no habla en nombre propio sino en nombre de otro, “adaptándose” todo lo posible a sus gestos y a sus palabras. Imitativa sería así la narración que adopta la primera persona de otro. El ejemplo de narración imitativa invocado por Platón es la Ilíada; posteriormente remite a la tragedia y la comedia. La mímesis es considerada aquí como una potencia “política” de gran poder de seducción, que debe ser vigilada por los guardianes y disputada por los filósofos y pedagogos. La pólis se vuelve escenario de una “controversia mimética” (Wulf, 1995, p. 24). La imitación descontrolada promueve la vida sensible, corrompe el pensamiento de quienes escuchan a los poetas, y deberá ser conjurada con su sustitución por una imitación de acciones virtuosas e individuos ejemplares. La mímesis se vuelve emulación. O bien: se desplaza desde una dimensión puramente aisthetica a un registro ético-político.

    En República X (595a-602b), en tanto, la discusión incurre en terreno ontológico. A diferencia de los artesanos que producen objetos, los pintores solo producen apariencias. La distinción entre la idea de un objeto (asunto de la filosofía), el objeto empírico producido por una téchne (asunto de los artesanos) y la apariencia de ese objeto (asunto de los pintores) confina a la mímesis al grado más bajo de realidad y al arte imitativo a la más extrema distancia de la verdad –no obstante su poder para “engañar a los niños y a los ignorantes” (598b-c) sin prestar ninguna utilidad a la ciudad–. Con absoluta autonomía de las esencias, el poeta y el artista plástico producen imágenes que no se circunscriben a un plano puramente subjetivo y privado, sino que redundan en el descontrol político de las ciudades y el naufragio ético de las vidas.

    Para Aristóteles, en tanto, por el placer que procura la mímesis es innata en el ser humano; no significa aquí la copia de un modelo sino una exploración de lo “posible”, según la célebre distinción entre poesía –en esto más “filosófica” y más “universal”– y la investigación histórica[2]. Mímesis es así práctica de constitución del (de un) mundo que no está empíricamente dado. La fórmula ars imitatur naturam con la que los medievales tradujeron la mímesis aristotélica debe comprender la naturaleza como physis, es decir como natura naturans, potencia creadora y viviente que irrumpe, y no simple facticidad dada (Wulf, 1995, pp. 29-31). Asimismo, mímesis remite en Aristóteles a lo que los seres humanos hacen y padecen: las diversas artes “imitan caracteres, pasiones y acciones (ethé kai páthe kai praxeis)”[3]. En esta comprensión, mímesis debe ser entendida no únicamente como reproducción sino como producción de novedad y generación de sentido. Así extendida, no queda reducida –a la manera de la comprensión platónica– al mundo de las apariencias, sino que se inscribe en el orden del ser.

Dos. Si los orígenes filosóficos de la mímesis se inscriben en el terreno de la poética y de la ficción, adopta luego una extensa dimensión antropológica y política, con particular relevancia en la teoría social contemporánea. En Dialéctica de la Ilustración, Adorno y Horkheimer (1994), la colocan en el centro de su crítica a la deriva ilustrada, como núcleo de explicación del antisemitismo. En un primer momento, se trata de la adaptación pasiva a una naturaleza llena de peligros cuyo exceso de poder es experimentado como amenaza continua: la asimilación por “rigidez” es la más arcaica estrategia de supervivencia, que Adorno y Horkheimer (1994), llamaron mímesis de lo muerto: “la vida paga el precio de la supervivencia asimilándose a lo que está muerto” (p. 225). El fingimiento de la muerte, la inmovilidad y la cosificación –el menoscabo de la propia vida– establece una estrategia de pasividad que pervive hasta hoy como técnica de disimulación en situaciones de “terror” –o bien de simple adversidad–. En tanto adecuación a un contexto que impone su amenaza, la no reacción, la suspensión de los signos vitales y la inmovilidad ante los estímulos inmediatos es una forma elemental de cautela del salvaje, común con algunos procesos del mundo vegetal y del mundo animal. Según la Dialéctica de la Ilustración, esta mímesis pasiva se transforma en una primera mímesis activa con el surgimiento de la magia –en tanto “uso regulado de la mímesis”–, y posteriormente busca imponerse a la naturaleza, en vez de simplemente adaptarse a ella, por medio del trabajo y su organización racional (que redundará en una des-animación mecánica de la subjetividad como presupuesto de dominación mimética de una naturaleza desanimada a su vez). La represión de la “mímesis incontrolada” es presentada aquí como el presupuesto de la civilización. Conforme esta inversión, la naturaleza es ahora conminada a adecuarse a la actividad humana, y el antisemitismo será considerado como el “rasgo morboso” de ese proceso en el que cristaliza la “mímesis reprimida” (Adorno y Horkheimer, 1994, pp. 229-231).

    La acción de la naturaleza reviste así la forma de una “anticipación mimética”, como sucede con el carácter mágico del arte naturalista en el Paleolítico según la interpretación clásica de Arnold Hauser (1974). La anticipación mágica de las representaciones paleolíticas era una simple “técnica sin misterio” para la consecución del sustento, que nada tenía que ver con la religión ni con un arte puramente estético, autónomo de la vida. “La representación pictórica no era [en el pensamiento del pintor y del cazador paleolítico] sino la anticipación del efecto deseado; el acontecimiento real tenía que seguir inevitablemente a la mágica simulación” (Hauser, 1974, p. 16-17). Ninguna función simbólica ni ornamental. El hecho de que recurrentemente los animales hubieran sido representados ya atravesados por flechas y lanzas es considerado por Hauser (1974), como “la mejor prueba de que este arte perseguía un efecto mágico y no estético” (p.19).

Tres. El extenso arco de aspectos de la experiencia humana que la imitación recorre en la historia de la filosofía desde Platón hasta Adorno –también en la estética, la crítica literaria, la antropología, la psicología…– encuentra en la filosofía de Spinoza una singular remisión para pensar la vida en sociedad, según un conjunto de textos cuya importancia para la filosofía política moderna –en tensión con las teorías del pacto–, ha sido puesta de relieve por la crítica desde hace no mucho tiempo. Se trata, en efecto, del motivo de la “imitación de los afectos” que se explicita y desarrolla entre las proposiciones 27 y 32 de la tercera parte de la Ética. En tanto avatar de la imaginación que funda el espacio común a partir de una clave de explicación realista y afectiva, dislocada de la comprensión contractualista de la institución social, la affectuum imitatio presupone un individuo ya siempre afectado, en medio de otros que lo transforman, inscripto en cada caso en una trama fáctica de pasiones constitutivas de su deseo, en vez de un individuo transparente en sus intereses inmediatos y definido por su voluntad. Se trata de una forma primaria de reconocimiento entre los seres humanos y de una ley natural que permite la constitución –imaginaria– de la humanidad y el sentimiento de pertenencia a ella. Para Spinoza, la sociedad no adviene a resultas de una interrupción de la violencia a través de un pacto, sino como efecto del carácter mimético del deseo que comporta el conflicto y la violencia.

    El vínculo primario entre los seres humanos estalla pues en la imaginación. Si imaginamos que alguien (Spinoza escribe con una restricción: “una cosa semejante a nosotros por la que no hemos sentido afecto alguno”) se halla afectado por algo, seremos afectados por ese mismo afecto según una traslación que involucra exclusivamente a los sujetos en el plano de la imaginación. Pero si no es una neutralidad afectiva lo que se halla presupuesto, si la vinculación imaginaria encierra por ejemplo un odio anterior, en ese caso el afecto que nos produce su afecto es igual en intensidad, pero exactamente contrario (si se alegra nos entristeceremos, y al revés).

    Las dos posibilidades elementales que Spinoza (1984) registra en la imitación afectiva son la compasión (commiseratio) –sentir tristeza por la tristeza de alguien, lo que establece el origen de la benevolencia– y la emulación (aemulatio): el deseo de algo que irrumpe por mediación del deseo de otro; que no nace directamente del objeto deseado, sino porque otro desea ese objeto. Asimismo, una tercera variante de la imitación afectiva –que no es compasión ni emulación– es indicada en la “Definición de los afectos” con la que concluye Ética III. Se trata de un mecanismo de importante relevancia política, cuyo paradigma es el miedo: el impulso de hacer lo que otros hacen no por empatía de su tristeza ni por una mímesis de propiedad, sino por el desencadenamiento de un contagio afectivo que vuelve colectivo un temor o un odio y produce la estampida o el linchamiento. Imitación como efecto especular: temer porque otro teme, odiar porque otro odia, huir porque otro huye (E, III, def. af. 33).

    Además de una imitación de los afectos, hay (según E, III, 29) una adecuación de la acción a lo que imaginamos produce alegría y un cuidado de evitar lo que genera aborrecimiento. Este mecanismo de la imaginación –complementario de la imitación de los afectos– podría ser llamado “adecuación a los afectos”, en tanto imaginación anticipatoria de las reacciones de alegría o tristeza que presumiblemente produce una acción. Aquí establece Spinoza (1984) el origen de la ambición (ambitio), cuando la adecuación es tal que el esfuerzo por agradar a otros se convierte en el principio de una vida. En este caso, la imitación-adecuación regula la existencia individual por los afectos, prejuicios y costumbres de una mayoría –una opinión pública– en la que se espera encontrar reconocimiento y confirmación. Ambición es la palabra que designa la vida pre-filosófica o no filosófica, sumida en el esfuerzo de correspondencia con las turbulencias de las pasiones y la variabilidad de las opiniones de la multitud.

    La imitación de los afectos y la adecuación a los afectos trazan las coordenadas primarias de los vínculos humanos y proporcionan la clave conativa que explica la existencia social. No es una presunta autonomía del conatus sino una heteronomía afectiva determinada por la fortuna de las causas externas, lo que provee la materia originaria de la vida en sociedad. Estrictamente, la sociedad es una “institución imaginaria”, siempre heterónoma, que surge de una afectividad necesaria en su naturaleza y aleatoria en su experiencia. El amor y el odio se constituyen intersubjetivamente. Nadie ama u odia con independencia de lo que otros aman y odian. Y puesto que los afectos son siempre efectos de una dinámica imaginaria nunca completamente comprensible, es que la ambigüedad, la fluctuación, la inhibición, el exceso y derivas imprevisibles se alojan en las alegrías, las tristezas, los amores y los odios pasionales. La palabra que Spinoza (1984) usa para designar esa excedencia del poder de los afectos respecto de nuestro conatus activo es obnoxius. La existencia se halla inmediatamente obnoxius affectibus, arrastrada por fuerzas incomprensibles, arrollada por los afectos y a merced del poder de la fortuna que desquicia el deseo de las criaturas finitas.

    En el corolario y el escolio de la proposición 31, Spinoza (1984) introduce un giro polémico en la temática de la imitación de los afectos y la adecuación a ellos: introduce una imposición de los afectos. Con ello se detecta el deseo de que “cada uno ame lo que él ama y odie lo que él odia” –y cada uno se ama ante todo a sí mismo–, y que “todo el mundo apruebe lo que uno mismo ama u odia”, es decir que “los demás vivan según su propio ingenio”. La lógica del amor produce pues una inversión fundamental y un tránsito del “deseo de colmar el deseo de otro, al deseo de someter a otro al propio deseo” (Bove, 2009, p. 88), pasaje que desencadena la ambición de dominio cuya estructura es la superbia (es decir el amor de sí que se extiende hasta el delirio). La radicalización de este desarrollo afectivo transforma asimismo a la humanidad en “inhumanidad”: en efecto, quien no ayuda a los demás ni por la razón ni por la commiseratio “con razón se llama inhumano (inhumanus), ya que parece ser desemejante al hombre” (E, V, 50, esc. del corolario).

    Esta poderosa inclinación de la naturaleza que arrastra a imponer a otros los afectos propios es un avatar de la ambitio e introduce el conflicto en la imitación y la adecuación afectivas, que en sí mismas carecen de él. La universalidad del deseo de imponer afectos se halla motivada por el hecho de que “todos quieren ser alabados o amados”, lo que redunda en odio recíproco y desencadena un espiral de apasionada disputa por el reconocimiento.

    El conflicto que nace por el deseo de imponer a los demás el reconocimiento de la propia afectividad pareciera anterior y más elemental que la disputa por las cosas, pues el deseo de algo está subordinado –en su intensidad– a la imaginación del goce y del deseo de otro por esas mismas cosas. En un sentido primario, el combate por la propiedad tiene su raíz en la imaginación: “Si imaginamos que alguien goza de una cosa que solo uno puede poseer, nos esforzaremos en lograr que no la posea” (E, III, 32). Aunque se trate de un bien escaso o que no todos pueden poseer, no es la escasez misma lo que motiva la disputa, sino el deseo de evitar su goce por otro revelado a la imaginación propia.

    Pero también en una situación de abundancia tendría lugar la guerra por la apropiación, que no se explica por un vínculo del deseo con las cosas sino por una agonística de los deseos por medio de las cosas, cuyo terreno es la imaginación. No es solo el deseo de apropiarse de algo lo que motiva la rivalidad, sino el deseo de desapropiar a otros –tanto de los objetos como sobre todo de su goce, puesto que el goce presenta una cierta lógica de la exclusividad–. Si otro goza (porque otro goza) yo ya no puedo hacerlo. Hay una elemental inclinación del deseo a la exclusividad y a la superioridad: su motivación primaria no es tener más que antes sino tener más que otros; no la obtención de una plenitud en sí misma sino la de una diferencialidad que procura una ventaja sobre los demás. Spinoza es un filósofo sensible a la espectralidad que acompaña al deseo, como motivo no solo psicológico sino también político que un “realismo de la enmienda” deberá registrar y adoptar sin concesiones para impulsar su obra democrática.

Cuatro. Imitación, adecuación, imposición son los conceptos que tensan la dinámica afectiva donde tienen lugar las formas primarias de la vinculación humana; una “insociable sociabilidad” –según la conocida expresión kantiana– inscribe la tarea política y filosófica en un realismo de los afectos que no desaparece nunca de la vida social. La imitación de los afectos, en tanto apertura primaria de los seres humanos hacia sus semejantes, no puede ser reducida al egoísmo, ni a una simple necesidad de otros como objetos sobre quienes imponer pasiones de superioridad –cosas que ocurren también, pero en una trama de afectos más compleja–. Spinoza no es Hobbes. A diferencia del autor inglés –para quien el deseo es siempre deseo de apropiación o deseo de gloria y superioridad sobre otros–, en Spinoza el deseo tiene la posibilidad de no quedar fijado en sus modos inmediatos de existir y realizarse a través de nociones comunes. Se da cuenta de una ambivalencia del deseo en virtud de la cual “la misma propiedad de la naturaleza humana” produce la composición y la confrontación, la cooperación y la ambición, lo común y la destrucción de lo común.

    El deseo, sin embargo, es inmediatamente mimético y conflictivo. Fuerza mimética elemental del entramado social, en efecto, la imaginación del deseo de otro (que puede corresponder o no con el deseo de otro) es la fuente más poderosa de la rivalidad humana –en la que concursa asimismo la envidia (E, III, def. af. 33)–, pero también de la composición de potencias comunes bajo una forma de imaginación que Spinoza llama democrática. Para ello, la pura reforma del entendimiento se vuelve emendatio del deseo que se inscribe en la experiencia política. Emendatio no es reforma ni es revolución sino intervención inmanente en una materialidad dada para su transformación. Originalmente, designaba el trabajo de artesanos imprenteros sobre las erratas de los copistas; práctica materialista sobre la página que aloja el error para suprimirlo delicadamente y escribir de nuevo –sobreescribir–.

    La enmienda de la imaginación y del deseo –más urgente que la del entendimiento, y quizá su condición misma (no es imposible que la inconclusión del primer escrito de Spinoza se deba a ello)– toma siempre en cuenta a los seres humanos como son y nunca a los seres humanos como deberían ser (es decir, los toma en cuenta como seres apasionados no como seres racionales, justos y virtuosos); por ello es que su labor no redunda en una sociedad sin conflictos sino con otros conflictos, en la que los antagonismos hayan sido convertidos en agonismos. La clase dominante lo es en virtud de una exclusividad perpetuada en el imaginario social como si se tratara de la “clase elegida” (que puede ser formalmente sometida a la misma deconstrucción de la que es objeto la noción de “pueblo elegido” en el capítulo III del Tratado teológico-político). La clase dominante es no solo sin otros sino a costa de otros, contra otros, en detrimento de otros: un apetito de exclusividad incluso más poderoso que la pasión de seguridad es lo que anima su existencia misma como clase.

    La emendatio filosófico-política del deseo es interrupción de la lógica excluyente del goce, programa que es explícito desde el escrito más provisorio y temprano de Spinoza: “…el sumo bien es alcanzar [la naturaleza humana más perfecta] de suerte que el hombre goce, con otros individuos, si es posible, de esa naturaleza […] Este es, pues, el fin al que tiendo: adquirir tal naturaleza y procurar que muchos la adquieran conmigo; es decir que a mi felicidad pertenece contribuir a que otros entiendan lo mismo que yo […] Para que eso sea efectivamente así, es necesario […], además, formar una sociedad, tal como cabría desear, a fin de que el mayor número posible de individuos alcance dicha naturaleza con la máxima facilidad y seguridad” (Spinoza, 1986a, pp. 79-80; los subrayados son nuestros).

Cinco. En la filosofía de Spinoza, el juicio concerniente al arte –como también a la ética, a la política…– se halla sometido a lo que recientemente Frédéric Lordon (2020) ha llamado “la condición anárquica”. Esto quiere decir: el valor de las obras de arte no radica en una presunta belleza intrínseca con la que estarían dotadas, sino en su utilitas para incrementar –según el célebre escolio de E, IV, 45– la potencia humana de actuar y de pensar –de vivir–. Según una perspectiva spinozista, es por relación a una “norma inmanente del conatus” (Lordon, 2020, p. 283) que el arte debe ser considerado; es decir por relación a la vida humana[4]. Esa consideración del arte toma en cuenta el poder de afección de las obras en relación a la capacidad de ser afectado (la voz pasiva del verbo no indica aquí una pasividad sino una potencia) de quien entra en composición con ellas. Es decir, los afectos –la capacidad de afectar y la capacidad de ser afectado– son relativos y relacionales; históricos y sociales. En tanto “arte de la naturaleza” (Atilano Domínguez, Pedro Lomba) o “capacidad creadora de la naturaleza” (Vidal Peña)[5], expresan el orden común del que los seres humanos son una parte.

    En el mismo sentido en que no hay una belleza intrínseca de las obras de arte independiente del juego de los afectos –de la imitación de los afectos y la formación consiguiente de un afecto común que las valida como tales–, tampoco hay una potencia de afección de la obra independiente de la capacidad de ser afectada que reviste la comunidad en la que esa obra se halla inserta y es considerada. Entre una y otra sucede la conversación humana que incrementa esa capacidad, o la direcciona en un sentido que originalmente era inexistente, o distinto. Tal es, por ejemplo, el trabajo de la crítica. Nunca un descubrimiento o una ruptura se hallan despojados de esa mediación que las dota de sentido por el cual se consolidan como un descubrimiento o una ruptura (Lordon, 2020, pp. 287-290).

    En el prefacio IV de Ética, hallamos un pasaje central para pensar la cuestión del arte y la creación estética en clave spinozista. Si consideramos que la obra (opus) de la que allí se trata es una obra de arte, y su artífice (opificis) un “artista”, en este texto puede ser determinado el inicio de la discusión acerca de la “belleza”, cuyo terreno es la imaginación: del artista y del espectador. En la imaginación es donde se produce una facultad de juzgar común, no sin conflictos y litigios de puntos de vista. La formación del juicio de aprobación o desaprobación respecto de una obra remite a la temática de la imitación de los afectos, en sus dimensiones de emulación (mímesis de un artista por otro –que realiza una obra de arte de cierta manera porque otro artista la realiza de esa manera– y de un espectador por otro –a quien le gusta algo porque a otros espectadores les gusta–), adecuación (la producción de obras orientadas a producir la alegría o aprobación o placer de aquellos a quienes está destinada, y a evitar su rechazo) e imposición (la batalla por producir una aprobación o un gusto dominante).

    La inexistencia de una presunta belleza intrínseca de la que las obras estarían dotadas parece remitir a una validación puramente social de las mismas. En principio, la perfección de una obra se establece por relación al propósito de quien la crea: su perfección o imperfección resultará del contraste entre ella y el propósito contenido en la intención y fin del autor de esa obra. En efecto, una obra será perfecta tan pronto “ha sido llevada hasta el término que su autor había decidido darle”[6] (e imperfecta en caso contrario). Hasta aquí el juicio respecto de una obra tiene su base en el contenido intencional del artista al realizarla. Sin embargo, Spinoza da otro paso que desplaza el criterio acerca de la perfección estética desde el propósito del artista hacia el juicio del espectador, quien contrasta la obra con una “idea” en la que ella queda subsumida –una idea “universal”. Será perfecta la obra que coincide con esa idea, sin importar el propósito de su autor[7].

    Prevalece aquí –respecto de la determinación de lo que es perfecto o imperfecto– el punto de vista del espectador (de los espectadores) por sobre el del artista o creador. La consolidación de ese punto de vista no es independiente de la lógica de la imitación de los afectos. Lo bello es así definido por la construcción de un afecto común que lo establece como tal y por tanto un campo de batalla por la aprobación y por el sentido del gusto. El valor de una obra, su validación en cuanto obra, no es decidido por su autor sino por “una relación de potencias normativas ligada a la imitación de los afectos” (Drieux, 2020, pp. 216-217). La “belleza”, o más bien la utilidad colectiva del arte, es una construcción imaginaria que resulta de una imitación afectiva a la base del juicio estético.

    Pero, como es el caso de todos los registros de la imitación, también la cuestión relativa al arte y el valor de las obras de arte se hallan sometidos a la inestabilidad y la mutación. La creación hace un hueco en lo concebido cuando no resulta de una imitación sino de una ruptura de lo que la imitación permite codificar: “…si alguien ve una obra que no se parece a nada de cuanto ha visto, y no conoce la intención de quien la hace, no podrá saber ciertamente si la obra es perfecta o imperfecta” (E, IV, pref.). Ese “no poder saber” marca la imposibilidad de subsumir la obra en lo ya conocido y su desvío de los afectos y juicios comunes que establecen la perfección o la belleza de algo. La creación de cosas que “no se parecen a nada” de lo que se ha visto y se conoce (cuando se activa la pregunta ¿qué es esto?) desencadenan una reconfiguración de las relaciones afectivas. La tensión entre mímesis y creación de cosas “que no se parecen a nada” establece un campo en el que se libra la imitación de los afectos en su complejidad.

Seis. La temática spinozista de la imitación de los afectos presenta una notable cercanía con la teoría mimética desarrollada por la antropología de René Girard, según la cual el hombre es un ser mimético antes que un animal racional. Para Girard (1984), en efecto, la imitación fundamental tiene lugar a nivel del deseo y el ser humano “está esencialmente fundado sobre el deseo de su semejante”. El deseo aloja una irrebasable contradicción: aspira a la autonomía y sin embargo es imitativo. Este carácter mimético del propio deseo respecto del deseo de otro convierte a ese otro en modelo y rival al mismo tiempo. Si bien –como en Spinoza– la imitación tiene en Girard (1984, pp. 146-147) un carácter ambivalente, su obra acentúa los aspectos conflictivos y las derivas de la atracción mimética animadas por la violencia, que se extiende y deviene recíproca.

    En tanto “mímesis de representación”, la mímesis griega y filosófica en general no reconoce según Girard (1984) lo que en su antropología se nombra como “mímesis de apropiación”, que tiene lugar en el deseo. A su vez, la mímesis de apropiación –que establece un registro inmediato de disputa por las cosas– acaba por independizarse del exclusivo interés en el objeto que la desencadenó, y cede su lugar a la “mímesis de antagonista”, según la cual la rivalidad se vuelve pura confrontación entre los deseos y el apetito de apropiación que le dio origen pierde toda relevancia. Lo que el deseo anhela no es ya un objeto ni la exclusiva apropiación de lo que motivó el conflicto, sino el deseo y el ser mismo del modelo-rival.

    Como la filosofía de Spinoza –y en el mismo sentido que ella– la teoría girardiana rompe con cualquier ilusión de autonomía del deseo. Deseamos porque (lo que) otros desean. El deseo no es propio sino siempre impropio y signado por una heteronomía radical. El deseo es deseo de otro –en el doble sentido del genitivo–. La crítica girardiana a la filosofía moderna del sujeto nunca reconoce esa misma crítica en el pensamiento de Spinoza, con la que sin embargo coincide en aspectos sustantivos[8]. ¿Por qué Girard –cuyas fuentes son principalmente literarias– jamás remite al único filósofo clásico que se sustrae a la ilusión idealista del sujeto autónomo, además de pensar la centralidad de la imitación en la vida humana, exactamente como él lo hace en su antropología?

    En Girard (1984), la desembocadura de la violencia generalizada de todos contra todos deriva en un redireccionamiento hacia la violencia de todos contra uno, cuyo efecto es el restablecimiento del orden, según el mecanismo del chivo expiatorio en virtud del cual la unidad es restaurada con la producción de una víctima sacrificial. Esa transferencia de violencia y su concentración en una sola víctima reconcilia a la comunidad hasta ese momento sumida en la amenaza de desintegración. “Si la transferencia colectiva es realmente efectiva, la víctima nunca aparecerá como una víctima propiciatoria explícita, como un inocente aniquilado por la ciega pasión de las multitudes. Esa víctima deberá pasar por un verdadero criminal, por el único culpable en el seno de una comunidad ahora despojada de su violencia… Un linchamiento considerado desde el punto de vista de los linchadores nunca se manifestará explícitamente como linchamiento” (p. 153). La violencia sacral constitutiva de las sociedades, así como su mecanismo sacrificial, según la polémica teoría de Girard, en La violencia y lo sagrado, es únicamente interrumpida por la revelación testimoniada en la Escritura judeocristiana.

    La filosofía spinozista de la imitación afectiva, en tanto, permite una enmienda socio-política de la mímesis originaria en formas no conflictivas de imitación orientadas a la “utilidad común”, y a distancia tanto de una salida religiosa del conflicto mimético (en el sentido propuesto por Girard) como de formas de subjetividad determinadas por el puro autointerés[9]. Es posible pensar en clave spinozista una imitación del deseo de pensar, una imitación del deseo de conocer, una imitación del deseo de libertad. Seguramente estas derivas posibles de la mímesis revisten importancia para una filosofía de la educación y para una filosofía política que se propongan vías inmanentes y afectivas de emendatio respecto del conflicto que encierra la imitación de los afectos. La sociología spinozista releva la importancia de las instituciones civiles, la educación, o la ciudadanía activa como formas de suspensión o reducción del conflicto que aloja la imitación de los afectos constitutiva del conatus. También la religión como imitatio Christi, o más ampliamente como práctica del credo mínimo del amor –es decir en tanto forma de vida, no como revelación trascendente ni como “teología”– proporciona una dimensión imitativa en sentido contrario a la conflictividad original: “…Dios no… pide a los hombres, por medio de los profetas, ningún conocimiento suyo, aparte del conocimiento de la justicia y la caridad divinas, es decir de ciertos atributos de Dios que los hombres pueden imitar mediante cierta forma de vida” (Spinoza, 1986b, p. 304)[10].

    Sin embargo, lo que Spinoza llama “ética”, la plenitud que resulta de un trabajo en el pensamiento, la vida rara, la existencia filosófica como experiencia de la eternidad, es sin modelo (como las obras de arte “que no se parecen a nada”), singularidad más allá de la imitatio:  “…el conocimiento intelectual de Dios, que contempla su naturaleza tal como es en sí misma (naturaleza que los hombres no pueden imitar con alguna forma de vida ni tomar como modelo para establecer una norma verdadera de vida), no pertenece, en modo alguno, a la fe y a la religión revelada…” (Spinoza, 1986b, p. 305; el subrayado es nuestro). La vida rara más allá de la imitación no abjura de la sociabilidad ni de la política; adopta una forma de imitación que no remite a la affectuum imitatio, ni tiene un sentido compositivo. Se trata del antiguo motivo estoico de la imitación como máscara y cuidado de no exhibir la desemejanza, cuyo sentido es la preservación de sí. Es el sentido del tantas veces invocado pasaje que consta en el llamado “proemio” al Tratado de la reforma del entendimiento: “Finalmente, buscar el dinero o cualquier otra cosa tan solo en cuanto es suficiente para conservar la vida y para imitar las costumbres ciudadanas que no se oponen a nuestro objetivo” (Spinoza, 1986a, p. 81; el subrayado es nuestro).

    En las antípodas de la forma de vida conducida por la ambitio (adecuar las propias opiniones y acciones a las opiniones y afectos de la mayoría), sin modelo, la forma de vida filosófica requiere de la “imitación de las costumbres ciudadanas” como deliberado recaudo de no ostentación de la rareza y cuidado de su frágil inconmensurabilidad, pasible de malversaciones y persecuciones por activación del odio teológico o político (afecto también él sometido a la ley de la imitación).

    La vida filosófica emplea la imitación (de todo “lo que no se opone a nuestro objetivo”) como forma de cautela que no se desentiende de la ciudad, ni retrae al pensamiento de las borrascas connaturales a la vida humana. La existencia filosófica, en efecto, es vida en la ciudad, a la vez osadía y cautela ante la violencia del mundo, y nunca prescripción de un retiro.

Referencias

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Benjamin, W. (1971). Angelus novus. Barcelona: Edhasa.

Bove, L. (2009).  La estrategia del conatus. Afirmación y resistencia en Spinoza.  Madrid: Tierradenadie Ediciones. Tr. de Gemma Sanz Espinar.

Drieux, P. (2020). “Ya-t-il une construction sociale du beau chez Spinoza?”, en Spinoza et les arts. Paris : L’Harmattan. Tr. Pierre-François Moreau y Lorenzo Vinciguerra.

Guerrero, R. (2015).  Introducción a Averroes, El tratado decisivo y otros textos sobre filosofía y religión. Buenos Aires: Ediciones Winograd.

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Hauser, A. (1979). Historia social de la literatura y el arte. Volumen I. Barcelona: Guadarrama. Tr. de A. Tovar y F. P. Varas Reyes

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[1] En un breve ensayo de 1933, Walter Benjamin sugería asimismo que la más antigua función de la danza era la de producir semejanzas (p. 168). En ese texto, Benjamin acuña la noción de “semejanza no sensible”, y afirma que “la lengua sería el estadio supremo del comportamiento mimético y el más perfecto archivo de semejanzas inmateriales” (p. 170).

[2] “…la función específica del poeta no es decir las cosas que ocurrieron, sino decir las cosas que podrían ocurrir… Por eso la poesía es más filosófica y más elevada que la historia, pues la poesía dice más bien lo universal, en tanto que la historia dice lo particular” (Aristóteles, Poética 1451a-b).

[3] Aristóteles, Poética 1447a.

[4] “…entiendo por vida humana aquella que se define, no por la sola circulación de la sangre y otras funciones comunes a todos los animales, sino, por encima de todo, por la razón, verdadera virtud y vida del alma” (Spinoza, 1986a, V §5).

[5] “…considero los afectos humanos y sus propiedades del mismo modo que las demás cosas naturales. Y, ciertamente, los afectos humanos no revelan menos la potencia y capacidad creadora (artificium) de la naturaleza (ya que no las del hombre) de lo que las revelan otras muchas cosas que admiramos, y en cuya consideración nos deleitamos” (Spinoza, 1984, E, IV, 57, esc).

[6] “Quien ha decidido hacer una cosa, y la ha terminado, dirá que es cosa acabada o perfecta, y no sólo él, sino todo el que conozca rectamente, o crea conocer, la intención y fin del autor de esa obra. Por ejemplo, si alguien ve una obra (que supongo todavía inconclusa), y sabe que el objetivo del autor de esa obra es el de edificar una casa, dirá que la casa es imperfecta, y, por contra, dirá que es perfecta en cuanto vea que la obra ha sido llevada hasta el término que su autor había decidido darle” (E, IV, prefacio).

[7] “Pero cuando los hombres empezaron a formar ideas universales, y a representarse modelos ideales de casas, edificios, torres, etc., así como a preferir unos modelos a otros, resultó que cada cual llamó ‘perfecto’ a lo que le parecía acomodarse a la idea universal que se había formado de las cosas de la misma clase, e ‘imperfecto’, por el contrario, a lo que le parecía acomodarse menos a su concepto del modelo, aunque hubiera sido llevado a cabo completamente de acuerdo con el designio del autor de la obra” (ibid.).

[8] Para un vínculo entre la imitación spinozista de los afectos y la teoría del deseo mimético de René Girard, ver el trabajo de Mormino (2012, pp. 93-108).

[9] Sobre el spinozismo como ruptura de la antropología del sujeto de interés, ver el trabajo de Montag (2007).

[10] El subrayado es nuestro. En un sentido diferente, también en la tradición árabe de los filósofos o falâsifa, la religión es un imaginario que tiene una estructura imitativa (en este caso de la esencia de las cosas, que solo puede ser conocida por la filosofía): “El símbolo y la imitación (muhâkât) por medio de las imágenes –escribe al-Fârâbî– es una de las maneras de enseñar al vulgo y al común de las gentes numerosas cosas teóricas difíciles, para producir en sus almas las impresiones de esas cosas por medio de sus imágenes” (Guerrero, 2015, p. 31).