Derechos de la naturaleza: De la pachamama y el sumak kawsay a Spinoza

Roberto Luis Gómez Villavicencio

Derechos de la naturaleza: De la pachamama y el sumak kawsay a Spinoza

Resumen: Habida cuenta del colapso ambiental cada vez más inminente, han surgido en el ámbito filosófico jurídico cuestionamientos al paradigma antropocéntrico dominante, particularmente en Sudamérica. La Constitución de la República del Ecuador, por ejemplo, ya ha reconocido expresamente derechos a la naturaleza, en ese caso sobre la base de las cosmovisiones andinas de la pachamama (madre tierra) y el sumak kawsay (buen vivir). Ahora bien, y puesto que el problema ecológico es global, bien vale hacer uso de herramientas conceptuales que gocen de la mayor intersubjetividad posible –como las que siempre ha procurado la filosofía– para el abordaje de esta novedad jurídica. De ahí que el presente ensayo analice este reconocimiento de derechos a la naturaleza a partir de ciertas ideas de uno de los más grandes filósofos del canon, Baruch Spinoza; esto dada su ontología no antropocentrista. Así, este trabajo hace primero una caracterización de las referidas cosmovisiones andinas; luego expone muy sintéticamente el pensamiento ontológico, gnoseológico, ético y político de Spinoza; y, finalmente, intenta un análisis crítico del reconocimiento de la naturaleza como sujeto de derechos a partir de la filosofía spinoziana.

Palabras clave: derechos de la naturaleza, cosmovisiones andinas, Spinoza, filosofía, política

Abstract: Given the increasingly imminent environmental collapse, questions have arisen in the legal-philosophical realm, particularly in South America, challenging the dominant anthropocentric paradigm. For instance, the Constitution of the Republic of Ecuador has expressly recognized rights to nature based on Andean worldviews of pachamama (Mother Earth) and sumak kawsay (good living). Considering the global nature of the ecological problem, it is worthwhile to employ conceptual tools with broad intersubjectivity –such as those traditionally provided by philosophy– to address this legal innovation. This essay, therefore, analyzes the recognition of rights to nature through the lens of certain ideas from one of the canonical philosophers, Baruch Spinoza, due to his non-anthropocentric ontology. The work first characterizes the mentioned Andean worldviews, then briefly outlines Spinoza’s ontological, epistemological, ethical, and political thought, and finally attempts a critical analysis of the recognition of nature as a subject of rights based on Spinozian philosophy.

Keywords: rights of nature, Andean worldviews, Spinoza, philosophy, politics

Introducción

La evidencia de un progresivo y acelerado desequilibrio ambiental ha sugerido la necesidad de cambios de paradigmas iusfilosóficos; a saber, pasar del clásico antropocentrismo en el Derecho a un biocentrismo, e incluso a un ecocentrismo, especialmente –pero no exclusivamente– en Sudamérica. Por ejemplo, la Corte Constitucional de Colombia, mediante Sentencia T-622/16 (2016), ha manifestado que

es posible establecer al menos tres aproximaciones teóricas que explican el interés superior de la naturaleza en el ordenamiento jurídico […] y la protección especial que se le otorga: (i) en primer lugar, se parte de una visión antropocéntrica […] que concibe al ser humano presente como única razón de ser del sistema legal y a los recursos naturales como simples objetos al servicio del primero, (ii) un segundo punto de vista biocéntrico […] reivindica concepciones más globales y solidarias de la responsabilidad humana, que abogan –en igual medida– por los deberes del hombre con la naturaleza y las generaciones venideras; (iii) finalmente, se han formulado posturas ecocéntricas […] que conciben a la naturaleza como un auténtico sujeto de derechos y que respaldan cosmovisiones plurales y alternativas (p. 45).

     Ya en el año 2008, el Ecuador se constituyó en el primer país del mundo en reconocer expresamente derechos a la naturaleza en su Constitución.[1]

Según Ávila (2019), a partir de este punto debe trazarse una línea de pensamiento crítico vinculada con los derechos de la naturaleza y el buen vivir, enfoque que incorpora valiosas contribuciones de la ecología política, el pensamiento indígena, el derecho internacional de los derechos humanos y la acción activista de los movimientos sociales para impulsar una alternativa al desarrollo fundamentado en la extracción desmedida y el capitalismo contemporáneo. De manera inédita, aunque todavía excepcional, los juristas han comenzado a incorporar en sus análisis teóricos conceptos como colonialidad, pachamama y sumak kawsay, mediante la noción de pluralismo jurídico (pp. 52-53).

Concomitantemente, Ávila (2019) argumenta que “la teoría tradicional y positivista del derecho –la dogmática jurídica– no tiene categorías adecuadas para abordar los temas de la pachamama y del sumak kawsay” (p. 11), debiéndose por ello recurrir a otras disciplinas.

Lo propio sostiene Rodríguez (2022) al manifestar:

Cuando un río, un manglar, un páramo, o un animal sagrado son vulnerados, los colectivos que los consideran como “sujetos” también sufren. Si se toman en cuenta estas “otras” relaciones podemos decir que existe un constitucionalismo interculturalizado ecocéntrico. Para llegar a esto el juez no puede entender el fenómeno jurídico solo desde el legalismo positivista, sino que debe recurrir a otras áreas del conocimiento: la sociología jurídica, la psicología jurídica, la biología, la antropología, entre otras (p. 183).

     Este nuevo enfoque iusfilosófico ha tenido eco incluso a nivel de la Organización de las Naciones Unidas, a través de la iniciativa Armonía con la Naturaleza[2], oficializada en Asamblea General, mediante Resolución del 21 de diciembre del 2009[3]. Esta iniciativa ha propiciado la expedición de once reportes instando a las naciones a superar el paradigma antropocentrista predominante y a adoptar perspectivas más integradoras, como las de estados que se han abierto al reconocimiento de derechos a la naturaleza.

Ahora bien, resulta interesante, filosóficamente hablando, que el segundo de dichos reportes señale al dualismo ontológico cartesiano como una de las raíces del paradigma antropocentrista contemporáneo, y lo contraste con el monismo de Baruch Spinoza en los siguientes términos:

    1. […] El axioma fundamental de Descartes era “cogito ergo sum” (pienso, luego existo). Este dualismo, la separación entre los seres humanos y la naturaleza, justificaba la vivisección y cualquier explotación del medio ambiente por el hombre. Descartes no dejó duda de que los humanos eran los amos y señores de la naturaleza. A su juicio, la objetivación de la naturaleza era un requisito importante para el progreso de la ciencia y la civilización […]
    2. […] Baruch Spinoza, entre otros, escribieron en una época en que los horizontes científicos se ampliaban rápidamente y se impugnaba el antropocentrismo (Asamblea General de las Naciones Unidas, 2011, pp. 6-7).

De ahí el interés del presente trabajo en ensayar un diálogo entre la filosofía spinoziana, no antropocentrista, y el pensamiento andino que en Ecuador ha promovido el reconocimiento jurídico de derechos a la naturaleza, máxime cuando la crisis ambiental es global, requiriéndose consecuentemente el uso de herramientas teóricas de la mayor intersubjetividad posible.

Así pues, en un primer momento se hará una exposición general de las cosmovisiones andinas de la pachamama y el sumak kawsay a partir de sus principios, recogidos por Ávila (2019). Posteriormente se expondrá, asimismo en los términos generales que permite el formato de esta publicación, notas características del pensamiento ontológico, gnoseológico, ético y político de Baruch Spinoza, desde la Ética demostrada según el orden geométrico, el Tratado teológico político y el Tratado Político. Finalmente, se correlacionará las dos concepciones, la andina y la spinoziana, para determinar sus coincidencias y divergencias, ejercicio que podría marcar un punto de partida para otras reflexiones teórico jurídicas.

 

Cosmovisiones andinas de la pachamama y el sumak kawsay

Estas concepciones andinas basan la relación del ser humano con su entorno en los siguientes principios: “la relacionalidad, la reciprocidad, la complementariedad, la correspondencia, la afectividad y espiritualidad, la ciclicidad y el comunitarismo” (Ávila, 2019, p. 267).

En función del principio de relacionalidad, se considera que todo está interrelacionado interdependientemente. Lo opuesto es el aislamiento y la separación. “La palabra kichwa que representa este principio es tinkuy” (p. 267).

Por el principio de reciprocidad, los seres toman y dan recíprocamente según sus necesidades. “La palabra kicwa es ranti ranti, que implica asistencia mutua, dar y recibir mutuamente” (p. 269).

Por el principio de complementariedad se reconoce la incompletitud de cada entidad y la consecuente necesidad mutua de todas las entidades. “La palabra yananti da cuenta del vínculo de contrarios” (p. 273).

El principio de correspondencia deviene de los dos anteriores. Según el mismo, “Sin semilla no puede haber flor o fruto, pero tampoco podría existir la semilla si no hay la flor y el fruto […] no podemos estar bien si hay una persona o un ser que está mal” (pp. 275-276).

El principio de afectividad y espiritualidad se refiere a la dimensión afectiva de los seres y la consecuente posibilidad de la empatía. “En el amor esta (sic) la base de la solidaridad y del proceso de producción de lo subjetivo y lo comunitario” (p. 277).

El principio de la ciclicidad implica un tiempo no lineal sino más bien, como la denominación lo sugiere, cíclico. “El pasado, el presente y el futuro tiene cada uno y en conjunto posibilidades. Por ello, la comprensión cíclica y espiral del sumak kawsay permite la transformación, la emancipación, la liberación” (p. 280).

Por último, el comunitarismo se basa en la noción de comunidad de bienes, que no se refiere solo a bienes de intercambio sino también a los elementos naturales del entorno.

Cuando hablamos de bienes comunes nos estamos refiriendo a aquellos que son indispensables para la vida y para la expansión de las potencialidades de las personas y las colectividades, como el agua, la tierra, las semillas, los servicios públicos, la organización de la vida colectiva, la democracia, la cultura, que tiene que ser compartido por todos los seres vivos (p. 284).

     Como se aprecia, estos principios reflejan una visión holística de la relación entre los seres humanos, y de estos con la naturaleza, distinta de la predominante en el occidente moderno, que es individualista y antropocentrista.

Para Braidotti (2022), que por cierto considera esta perspectiva relevante para el feminismo posthumano,

No hay jerarquías de especies en términos de características y habilidades antropológicas asignadas, sino una idea más distribuida de los seres vivos, todos los cuales se consideran humanos. […] Todo ser es relacional y existe no en-sí-mismo, sino como semejante y ser-con-otros. En el principio está la relación y la relación es, por definición, heterogénea (p. 109).

     El reconocimiento jurídico de derechos a la naturaleza en el Ecuador tiene como fuente la expresión cultural de sus pueblos originarios. No obstante, al tratarse de un dispositivo jurídico, no deja de ser una manifestación occidentalizada, pues el Derecho como institución es, como se conoce, una herencia colonial.

Ahora bien, esa mixtura constituye un motivo más para el diálogo entre cosmovisiones –la andina y la de la filosofía occidental, en este caso la spinoziana– que el presente artículo busca explorar.

Ontología de Spinoza

La ontología de Spinoza se despliega principalmente en el primer libro de su Ética demostrada según el orden geométrico (en adelante Ética) y gira en torno a Dios como la totalidad absoluta de lo real y no como una deidad personal.

Como expone Cherniavsky (2017), “Spinoza parte de un axioma y dos definiciones” (p. 97). El axioma I de la primera parte de la Ética reza: “Todo lo que es, o es en sí o en otra cosa.” (Spinoza, 1984, p. 49). Las definiciones III y VI de la misma parte establecen, en su orden: “Por substancia entiendo aquello que es en sí y se concibe por sí, esto es, aquello cuyo concepto, para formarse, no precisa del concepto de otra cosa” (p. 47); y, “Por Dios entiendo un ser absolutamente infinito, esto es, una substancia que consta de infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita” (p. 48).

Entonces, si todo lo que es, o es en sí o en otra cosa, y Dios es absolutamente infinito, Dios es necesariamente solo en sí (si fuera en otra cosa no sería infinito); esto es, una substancia. De hecho, y precisamente por su infinitud, Dios no solo es una substancia, sino la única substancia, a la que Spinoza llama “natura”.[4] De ahí que haya dicho en la proposición XV de la primera parte de la Ética que “Todo cuanto es, es en Dios, y sin Dios nada puede ser ni concebirse” (p. 60).

Manifiesta también Spinoza en la definición IV de la primera parte de la Ética: “Por atributo entiendo aquello que el entendimiento percibe de una substancia como constitutiva de la misma” (p. 47).

Si la substancia es infinita, sus atributos también deben necesariamente serlo. Sobre esto Alain (2008) explica: “como Dios es absolutamente infinito, no tengo ninguna razón para limitar a dos los atributos de Dios. Diré pues que Dios posee una infinidad de atributos infinitos; sólo que conocemos únicamente dos de ellos, la Extensión y el Pensamiento” (p. 46).

Por otra parte, en la proposición VII del segundo libro de la Ética, Spinoza agrega que “El orden y conexión de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas” (p. 107), lo que se conoce como paralelismo; y, en el escolio de la misma proposición, que “la substancia pensante y la substancia extensa son una sola y misma substancia, aprehendida ya desde un atributo, ya desde otro” (p. 108), lo que se conoce como monismo.

Adicionalmente, Spinoza manifiesta en la definición V de la primera parte de la Ética: “Por modo entiendo las afecciones de una substancia, o sea, aquello que es en otra cosa, por medio de la cual es también concebido” (p. 48).

Entonces, desde la perspectiva ontológica spinoziana, los elementos de la realidad, como por ejemplo los árboles, los ríos, los animales y el ser humano –e incluso las ideas–, son modos o expresiones de la substancia única. Esta se expresa a través de sus infinitos atributos, de los que solo se conoce la extensión y el pensamiento. En esta concepción, aquellos entes no son la causa de su propia existencia, sino que dependen de algo más para ser o ser concebidos, a diferencia de la substancia, que es causa de sí (causa sui).

 

Gnoseología de Spinoza

La gnoselogía de Spinoza consta principalmente de su Tratado de la reforma del entendimiento y el segundo libro de la Ética, que se titula “De la naturaleza y origen del alma”.[5]

Con la naturaleza de la infinita substancia planteada, va a pasar a considerar aquellas cosas que se siguen necesariamente de ella, particularmente “las que pueden llevarnos, como de la mano, al conocimiento del alma humana y de su suprema felicidad” (p. 101).

Spinoza señala tres géneros de conocimiento: i) la imaginación; ii) la razón; y, iii) la intuición. El primer género no permite tener ideas adecuadas, pues su función es solo producir imágenes. Dice en el escolio de la proposición XVII del segundo libro de la Ética:

llamaremos “imágenes” de las cosas a las afecciones del cuerpo humano cuyas ideas nos representan los cuerpos exteriores como si nos estuvieran presentes, aunque no reproduzcan las figuras de las cosas. Y cuando el alma considere los cuerpos de esa manera, diremos que los imagina (p. 127).

     Si las ideas que componen el conocimiento se originan en esta asociación de imágenes, se trata de un conocimiento frágil y cuestionable. En primer lugar, no se conoce al objeto externo en sí mismo, sino más bien cómo afecta al cuerpo. En segundo lugar, la cadena de imágenes varía en la experiencia de cada persona, lo que resulta en la ausencia de consensos cognitivos y, en su lugar, la presencia de disputas. Para Spinoza, la verdad no está vinculada a la correspondencia de una idea con un objeto, sino más bien con la coherencia entre las ideas. La falsedad no es algo positivo, sino negativo: la falta de ideas adecuadas. Una idea es falsa solo de manera discursiva, ya que es verdadera en sí misma.

En el escolio de la proposición XVIII del segundo libro de la Ética, Spinoza distingue esa conexión de ideas que se da de acuerdo con las afecciones del cuerpo de la que se produce “según el orden del entendimiento, mediante el cual el alma percibe las cosas por sus primeras causas, y que es el mismo en todos los hombres” (p. 129). Se trata del segundo género de conocimiento, es decir el de la razón, que revela las propiedades comunes de los objetos y, en ese sentido, sí permite acceder a la verdad. Este es el conocimiento presente en la geometría, por ejemplo.

Finalmente, el tercer género (la intuición), según indica en el segundo escolio de la proposición XL del segundo libro de la Ética, “progresa, a partir de la idea adecuada de la esencia formal de ciertos atributos de Dios, hacia el conocimiento adecuado de la esencia de las cosas” (pp. 146-147).

La incidencia de esta gnoseología de Spinoza en su ética y su política es fundamental. Hay que tener presente que la felicidad humana es la clave de toda la obra spinoziana, felicidad que depende de que se tenga –o no– ideas adecuadas, como se verá enseguida.

 

Ética de Spinoza

La tercera parte de la Ética se titula “Del origen y naturaleza de los afectos”, cuyo prefacio dice:

La mayor parte de los que han escrito acerca de los afectos y conducta humana, parecen tratar no de cosas naturales que siguen las leyes ordinarias de la naturaleza, sino de cosas que están fuera de ésta. Más aún: parece que conciben al hombre, dentro de la naturaleza, como un imperio dentro de otro imperio. Pues creen que el hombre perturba, más bien que sigue, el orden de la naturaleza que tiene una absoluta potencia sobre sus acciones y que sólo es determinado por sí mismo (p. 167).

    Es decir que en Spinoza no se puede comprender el comportamiento humano al margen de la racionalidad de toda la naturaleza. Entonces, así como la naturaleza se entiende a partir de sus leyes, las de la geometría, por ejemplo, también los afectos humanos, que son parte de la naturaleza, pueden explicarse según el orden geométrico (de ahí el curioso título de su obra). Lo que quiere decir es que pueden abordarse de manera racional.

En la definición III de la tercera parte de la Ética consta: “Por afectos entiendo las afecciones del cuerpo, por las cuales aumenta o disminuye, es favorecida o perjudicada, la potencia de obrar de ese mismo cuerpo, y entiendo, al mismo tiempo, las ideas de esas afecciones” (p. 169).

A primera vista, suena un poco extraño que defina afecto como una afección del cuerpo, ya que un afecto, como el amor o la envidia, no parece algo físico sino mental. Sin embargo, cabe recordar que en Spinoza cuerpo y mente no son cosas distintas, sino –por el paralelismo– atributos de la misma y única substancia. En efecto, “un círculo existente en la naturaleza, y la idea de ese círculo existente, que también es en Dios, son una y la misma cosa, que se explica por medio de atributos distintos” (Spinoza, 1984, p. 108).

En la Ética aparece la idea del conatus. De hecho, la proposición VI del tercer libro reza: “Cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar en su ser” (p. 177). Por otra parte, en el escolio de la proposición II del mismo libro consta: “las decisiones del alma no son otra cosa que los apetitos mismos, y varían según la diversa disposición del cuerpo” (p. 174).

El conatus es el impulso o deseo básico de todo a ser lo que es, esfuerzo del que el ser humano es además consciente, pues, como expresa la proposición IX del propio libro, “El alma, ya en cuanto tiene ideas claras y distintas, ya en cuanto las tiene confusas, se esfuerza por perseverar en su ser con una duración indefinida, y es consciente de ese esfuerzo suyo” (p. 178).

Unas veces ese esfuerzo de perseverar en el ser se satisface, en cuyo caso y en esa medida aumenta la potencia; y otras no, disminuyendo esta en consecuencia. Es esa la mecánica de los afectos, en la que el conatus lleva al ser humano a la realización de su potencia.

En un contexto ético tradicional, el hombre se esfuerza para alcanzar el bien y evitar el mal. Es decir que el bien es una norma a la que debe ajustarse. En Spinoza, sin embargo, se produce un cambio de paradigma cuando dice en el escolio de la proposición IX de la tercera parte de la Ética: “no intentamos, queremos, apetecemos ni deseamos algo porque lo juzguemos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo intentamos, queremos, apetecemos y deseamos” (p. 179). Esto nos presenta uno de los aspectos más inquietantes de la filosofía spinozista, que es su determinismo.

No obstante –y aquí viene la conexión de la ética spinoziana con su gnoseología–, en la medida en que el esfuerzo del hombre de perseverar en su ser se base en ideas adecuadas será activo y libre; y, por el contrario, en la medida en que se base en ideas inadecuadas, será pasivo o compelido. Dice la proposición I del tercer libro: “Nuestra alma obra ciertas cosas, pero padece ciertas otras; a saber: en cuanto que tiene ideas adecuadas, entonces obra necesariamente ciertas cosas, y en cuanto que tiene ideas inadecuadas, entonces padece necesariamente ciertas otras” (pp. 169-170). Y según la definición VII de la primera parte de la Ética,

Se llama libre a aquella cosa que existe en virtud de la sola necesidad de su naturaleza y es determinada por sí sola a obrar; y necesaria, o mejor compelida, a la que es determinada por otra cosa a existir y operar, de cierta y determinada manera (p. 48).

     En definitiva, la filosofía práctica de Spinoza deviene de su filosofía teórica, pues su ética se construye sobre su gnoseología, y esta sobre su ontología.

 

Política de Spinoza

Las ideas políticas de Spinoza constan principalmente de su Tratado teológico político y de su Tratado político.

Dado que Dios o la naturaleza, entendida como la totalidad, es esencialmente libre, su potencia o poder es absoluto. De ahí que dirá:

  1. Por derecho natural e institución de la naturaleza no entendemos otra cosa que las leyes de la naturaleza individual, según las cuales concebimos a cada individuo determinado naturalmente a existir y a obrar de un modo dado. Así, por ejemplo, los peces están hechos naturalmente para nadar; de entre ellos, los mayores, están dispuestos para comerse a los más pequeños y, consiguientemente, en virtud del derecho natural, todos los peces gozan del agua, y los grandes devoran a los menores.
  2. La naturaleza, considerada bajo un aspecto general, tiene un derecho soberano sobre todo lo que está bajo su dominio, es decir, que el derecho de la naturaleza se extiende hasta donde llega su poder. El poder de la naturaleza es, en efecto, el poder mismo de Dios que ejerce un derecho soberano sobre todas las cosas.
  3. Pero como el poder universal de toda la naturaleza no es sino el poder de todos los individuos reunidos, resulta de aquí que cada individuo tiene un cierto derecho sobre todo lo que puede abrazar, o en otros términos, que el derecho de cada uno se extiende hasta donde alcanza su poder (Spinoza, 1976, pp. 245-246).

Para Fassò (1981), Spinoza accede a una concepción muy similar a la hobbesiana, aunque por vía monista y deductiva. Como en el estado de naturaleza de Hobbes, el derecho natural spinoziano se identifica con la fuerza, y el hombre aparece movido por las pasiones antes que por la razón. Y, en afinidad con el filósofo inglés, sigue la tesis del contrato social para pasar del estado de naturaleza al estado civil. No obstante, aunque

tanto para Spinoza como para Hobbes se trata de salir del estado de naturaleza por un contrato, […] en el caso de Hobbes se trata de un contrato por el cual renuncio a mi derecho de naturaleza. […] Para Spinoza, por el contrario, en el contrato yo no renuncio a mi estado de naturaleza (Deleuze, 2008, p. 103).

     En Spinoza la sociedad no nace de un acto voluntario de los individuos sino de una necesidad natural y racional de ellos a organizarse en sociedad. Así pues, reza el escolio de la proposición XVIII de la cuarta parte de la Ética:

nada es más útil al hombre que el hombre; quiero decir que nada pueden desear los hombres que sea mejor para la conservación de su ser que el concordar todos en todas las cosas, de suerte que las almas de todos formen como una sola alma, y sus cuerpos como un solo cuerpo, esforzándose todos a la vez, cuanto puedan, en conservar su ser, y buscando todos la común utilidad; de donde se sigue que los hombres que se gobiernan por la razón, es decir, los hombres que buscan su utilidad bajo la guía de la razón, no apetecen para sí nada que no deseen para los demás hombres (Spinoza, 1984, p. 265).

    Metafísica y política confluyen aquí, siendo posible la libertad solo “en la medida en que la multitud actúa acorde a su naturaleza (múltiple), esto es, en la medida en que sigue su propia naturaleza de ser una fuerza colectiva con infinitos modos de ser” (Cadahia, 2009, pp. 132-133).

Es decir que es el conatus el que induce necesariamente a los hombres a asociarse en función de su utilidad. Esta inevitable asociación recuerda el determinismo que se mencionó en el apartado anterior. Si solo la substancia es causa de sí, y en cambio todos los modos, incluyendo los seres humanos, son causados, no parece quedar un margen para la libertad humana individual; esto es, el libre albedrío. El hombre no puede ser un imperio dentro de otro imperio.

Surge entonces la interrogante acerca de la posibilidad en Spinoza del discurso prescriptivo, como el del Derecho, ámbito en el que el libre albedrío es una hipótesis de trabajo.

Una respuesta a esta cuestión excede los propósitos de este ensayo; no obstante, resulta clarificador lo manifestado por el propio filósofo con respecto al paso del estado de naturaleza al estado civil.

Pero ¿cómo debía realizarse este pacto [el contrato social] para ser firme y valedero? Es una ley universal de la naturaleza humana no renunciar a lo que juzga un bien, sino por la esperanza de un bien mayor o por el temor de un mal mayor, y también no sufrir un mal sino para evitar otro mayor, o por la esperanza de un bien superior; en otros términos, entre dos bienes, escogemos el que nos parece mayor; y entre dos males, el que nos parece más llevadero. Digo que nos parece, porque no es de necesidad que la realidad sea tal como la pensamos (Spinoza, 1976, p. 248).

     Según esto, Spinoza apela a la imaginación, ese primer género de conocimiento que produce ideas inadecuadas, al hablar de los afectos de la esperanza y el miedo, que son pasiones y no acciones resultantes de ideas adecuadas. “La esperanza una alegría inconstante, que brota de la idea de una cosa futura o pretérita, de cuya efectividad dudamos de algún modo”; y, “El miedo una tristeza inconstante, que brota de la idea de una cosa futura o pretérita, de cuya efectividad dudamos de algún modo” (Spinoza, 1984, p. 231).

De Lucía Dhalbeck (2017) señala que,

Según Spinoza, vivir en una sociedad es una cuestión de respeto a dictámenes humanos y nada más. Igualmente, las nociones de culpa y mérito y el mal y el bien están exclusivamente relacionadas, en el contexto social, con la obediencia y desobediencia a las órdenes establecidas por los representantes de la colectividad. Otra manera de expresar esto es diciendo que la formación de la sociedad civil asciende a un acuerdo de la perspectiva limitada alcanzable por los seres humanos cuando se trata de entender la naturaleza humana y las condiciones humanas en relación al ser y la existencia. Junto con este acuerdo viene también la conciencia de que tenemos que construir nuestros códigos de conducta en términos relacionados a tal perspectiva limitada: de otra manera, nadie los cumpliría (p. 92).

     En definitiva, esta invocación de Spinoza al primer género de conocimiento, la imaginación, que podría parecer una contradicción respecto de su concepción de la libertad humana basada en el segundo y el tercer género de conocimiento, racionales estos, se revela, paradójicamente, como una herramienta útil para el discurso prescriptivo en el estado civil, al que tiende natural y necesariamente el hombre en función de su utilidad, como ya se dijo.

La imaginación en Spinoza no es errónea per se, siendo incluso una virtud, a condición de que no se la confunda con la realidad. [6]

 

Discusión

Con los antecedentes expuestos, cabe preguntarse si el pensamiento racionalista de Spinoza, como parte del canon filosófico, podría dialogar con el reconocimiento de derechos a la naturaleza, basado en las cosmovisiones andinas de la pachamama y el sumak kawsay. Así, vale señalar los aspectos en que tales concepciones y la filosofía de Spinoza son compatibles, para luego exponer aquellos en que no lo son y generan una discusión.

El primer aspecto en el que se aprecia una coincidencia es el referente a la posición ontológica del ser humano. Tanto en Spinoza como en las cosmovisiones andinas, el ser humano es una faceta más de lo existente y no la principal. Ninguna de estas filosofías es antropocentrista, ya que en la spinoziana el ser humano es un modo finito más de la substancia única e infinita, y algo análogo es lo que revelan los principios de la pachamama y el sumak kawsay, particularmente los de relacionalidad, reciprocidad, complementariedad y correspondencia.

Para Braidotti (2015),

Estas premisas monistas son […] los ladrillos con que edificar la teoría posthumana de la subjetividad, que no se funda en el humanismo clásico y que se aleja con cautela del antropocentrismo. El clásico énfasis sobre la unidad de la materia, que es central en Spinoza, es reforzado por el actual conocimiento científico sobre la estructura autónoma e inteligente de todo lo vivo […] hay una conexión directa entre monismo, unidad de toda la materia viva, y postantropocentrismo, como contexto general de referencia para la subjetividad contemporánea (p. 73).

     Por otra parte, en el plano ético, también hay cierta convergencia entre el planteamiento spinoziano de los afectos, siendo los básicos la alegría, la tristeza y el deseo[7], con el principio andino de afectividad y espiritualidad, “que implica el reconocimiento y el desarrollo de los sentimientos, emociones y pasiones” (Ávila, 2019, p. 276).

En cambio, se aprecia una brecha entre las concepciones andina y spinoziana en el plano gnoseológico. En efecto, la pachamama y el sumak kawsay tienen una fuerte impronta mítica y religiosa, lo que desde la filosofía de Spinoza corresponde al primer género de conocimiento, la imaginación, que no es racional y, por tanto, no produce ideas adecuadas.

No obstante, y puesto que la imaginación cumple una función en la política spinoziana, como se mostró antes, bien puede procurarse alguna coincidencia con los principios de relacionalidad, reciprocidad, complementariedad y correspondencia de las cosmovisiones andinas, y especialmente con el de comunitarismo.

 

Conclusión

En conclusión, la filosofía de Baruch Spinoza, al no basarse en una ontología antropocentrista, sí permite una comprensión, desde el canon filosófico, de ese reconocimiento de derechos a la naturaleza fundado sobre las cosmovisiones andinas de la pachamama y el sumak kawsay, como el presente en la Constitución de la República del Ecuador.

La ontología monista de Spinoza, que parte de la única substancia –Dios–, que es la totalidad absoluta, bien puede servir para dar una explicación de lo que para las comunidades andinas revelan los principios de relacionalidad, reciprocidad, complementariedad, correspondencia e incluso ciclicidad, según las cuales todo está interconectado en una relación interdependiente, no siendo el ser humano el centro de todo este entramado. Tampoco lo es para Spinoza, quien lo concibe como un modo más de la substancia.

Incluso la propuesta ética spinoziana, basada en el conatus y la mecánica de los afectos, termina siendo –mutatis mutandis– válida para una comprensión del principio andino de afectividad y espiritualidad, que aborda la dimensión emocional de los seres.

Sin embargo, el mismo racionalismo spinoziano propicia una crítica del reconocimiento de derechos en análisis, tal como está planteado, al evidenciar en principio la imposibilidad de constituir a la naturaleza, entendida como el entorno natural, en sujeto de derechos; pues esta, como todo lo existente, ya tiene un derecho natural, que es su propia potencia, y no requiere un reconocimiento jurídico para ser y perseverar en su ser. Mucho menos lo requeriría la substancia spinoziana, que es la absoluta potencia.

Este desfase se evidencia a través de la gnoseología de Spinoza, pues las concepciones andinas de la madre tierra y el buen vivir se sustentan en imágenes, esto es en el primer género de conocimiento –la imaginación–, y no en las nociones comunes y la intuición, que hacen posible aprehender la realidad como en el orden geométrico.

Sin embargo, puesto que la filosofía política de Spinoza habilita el uso de la imaginación en el discurso prescriptivo propio del estado civil, en función de la esperanza y el miedo, afectos eminentemente humanos, es posible combinarla con los principios andinos relativos a la vida social, especialmente con el de comunitarismo, habida cuenta de la necesaria concertación de los hombres en lo que tienen en común para potenciar su conatus.

Podemos señalar entonces que, desde el spinozismo, los seres humanos pueden comprender su interdependencia con los otros modos de la substancia, y convenir en obligaciones de cuidado y preservación del entorno natural en el estado civil. Pero esa es ya la concepción tradicional de los derechos subjetivos, y no la de la subjetividad jurídica de naturaleza.

Queda entonces por explorar si es plausible constituir a la naturaleza como sujeto de derechos desde las concepciones del derecho tradicionales, racionalistas diríamos, o si solamente cabe hacerlo desde esas otras concepciones igualmente valiosas, como las andinas, pero eso será materia de otra indagación.

 

Referencias

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[1] “Art. 71.- La naturaleza o Pacha Mama, donde se reproduce y realiza la vida, tiene derecho a que se respete integralmente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos” (Constitución de la República, 2008).

[2] www.harmonywithnatureun.org

[3] A/RES/64/196

[4]Deus sive natura”, Dios o la naturaleza, es la célebre frase de Spinoza, que consta en la proposición IV del cuarto libro de la Ética (p. 253).

[5] El texto en latín es “De natura et origine mentis”, de lo que se infiere que una mejor traducción debería usar la palabra “mente” en lugar de “alma”, más aún cuando esta tiene connotaciones religiosas, que Spinoza no profesa.

[6] Escolio de la proposición XVII del Libro II de la Ética: “las imaginaciones del alma, en sí mismas consideradas, no contienen error alguno; o sea, que el alma no yerra por el hecho de imaginar, sino sólo en cuanto se la considera carente de una idea que excluya la existencia de aquellas cosas que imagina estarle presentes. Pues si el alma, al tiempo que imagina como presentes cosas que no existen, supiese realmente que no existen, atribuiría sin duda esa potencia imaginativa a una virtud” (Spinoza, 1984, pp. 127-128).

[7] Definición IV de los afectos del Libro III de la Ética: “Reconozco pues […] sólo tres afectos primitivos o primarios, a saber: la alegría, tristeza y el deseo” (Spinoza, 1984, p. 229).

La amistad en Spinoza: Un útil para incrementar la potencia

Nieves Meijide González

La amistad en Spinoza:
Un útil para incrementar la potencia

Resumen: Spinoza ofrece una propuesta ético-política en la que explora la posibilidad de alcanzar una alegría continua y sostenida. En este marco, el artículo examina la relación entre amistad, potencia y alegría como una de las estrategias de liberación ofrecidas por el autor. Explica la utilidad de las asociaciones humanas desde la perspectiva compleja conatus/commercium. Destaca los beneficios de la amistad como transición entre lo pasional y lo racional, como resultado de un tipo de asociación que bascula entre la necesidad y el amor, facilitando así una salida de la servidumbre humana propia de la soledad y la ignorancia.

Palabras clave: liberación, amistad, utilidad, ética de lo cotidiano

Abstract: Spinoza makes an ethical-political proposal in which he explores the possibility of achieving a continuous and sustained joy. In this context, the paper examines the relationship between friendship, power and joy as one of the many liberation strategies proposed by the author. It explains the utility of human associations from the conatus/commercium complex perspective. It highlights the benefits of friendship as a transition between the passionate and the rational, as a result of a type of association that swings between need and love, facilitating a way out of the human servitude of loneliness and ignorance.

Keywords: liberation, friendship, utility, ethics of everyday life

La filosofía de Spinoza consiste en una ética con base ontológica, en la que explora la posibilidad de alcanzar una alegría continua y sostenida que le permita liberarse del temor y el sufrimiento de la vida. En el presente artículo se tratará la amistad como uno de los resortes que pueden ayudarnos a aumentar nuestra potencia. Sin embargo, antes de analizar las ventajas que de ella se desprenden, debemos comentar la naturaleza humana, la causa del sufrimiento y las respuestas posibles ante él. Pues solo desde el conocimiento del ser humano, tal y como Spinoza lo concibió, podremos comprender su verdadera potencia en relación con los afectos, tanto para paliar los nocivos como para generar los dichosos.

Del ser humano

Como es sabido, los seres humanos somos afecciones de los atributos de la sustancia, modos en los que los atributos se expresan de una cierta y determinada manera (E1P25C). Dichas modificaciones no pueden existir ni ser concebidas por sí mismas sino a través del absoluto del que somos parte (E1P15). Dios es causa inmanente y no trascendente. La expresión, siguiendo en esto a Deleuze, implica una relación todo-partes en la que el Uno se manifiesta en lo múltiple al mismo tiempo que lo múltiple engloba el Uno. Es una relación hologramática en la que: “El Uno permanece englobado en lo que expresa, impreso en lo que desarrolla, inmanente a todo aquello que lo manifiesta” (Deleuze, 1975, p. 12), según el conocido binomio metafísico de implicación/explicación. Ello supone que el alma es una parte intensiva del entendimiento infinito de Dios (E2P11C), y la conexión nos permite tener un conocimiento adecuado de la esencia eterna e infinita de Dios.

    El ser humano puede ser concebido como modo del atributo pensamiento (mente) y del atributo extensión (cuerpo). El hecho de que sea parte de aquella unidad superior hace que sea imposible dividirlo en dos sustancias, como hicieran Descartes y otros anteriormente. Mente y cuerpo no son dos sustancias distintas, sino la misma unidad pensada y expresada de dos maneras diferentes (E2P7), que es lo propio de la constitución de un individuo psicofísico. Lo que a su vez indica que el orden de las acciones y las pasiones de nuestro cuerpo es correlativo al orden de las acciones y pasiones de nuestra alma; lo que percibe el cuerpo, lo percibe el alma y viceversa. Simultaneidad y correlatividad son los conceptos claves para entender las relaciones que se establecen en el ser humano entre sus distintos planos. De este modo, Spinoza remplaza el tradicional dualismo por una concepción integrada del ser humano.

    La unidad de los modos conlleva la identidad de la potencia, por lo que es lícito afirmar que aquello que aumenta y fortalece la potencia de nuestro cuerpo, aumenta y fortalece la potencia de nuestra alma (E3P11). La potencia –de ser y pensar– es la unidad a la que remiten las dimensiones que podemos distinguir con nuestro entendimiento en el ser humano, en tanto que expresión de la potencia por la que Dios es, piensa y actúa (E3P6). Luego la esencia del ser humano, su conatus, es el esfuerzo por perseverar en su ser tanto si nuestra potencia es fuerte como si es débil, es decir tanto si tenemos ideas claras y distintas como si las tenemos confusas (E3P9). Lo cual se traducirá, con las debidas mediaciones, en que gocemos o suframos.

De la naturaleza del sufrimiento

En las dos primeras definiciones de la Parte III de la Ética, Spinoza identifica el sufrimiento humano con la causalidad parcial de nuestros efectos. Esto es, cuando la potencia de las cosas exteriores supera la nuestra, estas se convierten en causa de nuestras afecciones y estamos a su merced. Por ello se dice que padecemos cuando somos determinados por causas externas, mientras que somos causa adecuada de nuestras acciones cuando estas pueden entenderse por nuestra sola esencia.

    Ahora bien, en el axioma de E4 Spinoza dice que no puede darse ninguna cosa singular en la naturaleza cuya fuerza no sea superada por otra. Además, “la fuerza con que el hombre persevera en la existencia es limitada e infinitamente superada por la potencia de las causas externas” (E4P3); y, por ello, afirma en la siguiente proposición que es imposible que este no pueda padecer ningún cambio fuera de aquellos de los que él sea causa adecuada, es decir, que está abocado a ser en ocasiones causa parcial de sus afectos. Esto significa, como se indica en E4P4C, que: “necesariamente el hombre está siempre sometido a las pasiones”, lo que permite concluir que el sufrimiento es algo inherente a la vida humana. La impasibilidad defendida por los estoicos es en Spinoza inalcanzable y siempre habrá momentos en los que no podamos mantener la tranquilidad.

    Ser causa parcial de nuestras afecciones responde a tres factores: la infinidad de contactos con el exterior, que a menudo provocan afectos contrarios; la ignorancia sobre la naturaleza de estos; y la fugacidad de los objetos que nos afectan. En primer lugar, los afectos que se dan en el sujeto son múltiples: “Hay tantos afectos como especies de objetos por los que somos afectados” (E3P56) y “un solo y mismo objeto puede ser causa de muchos y contrarios afectos” (E3P17S), lo que supone que no estamos preparados para lidiar con todos ellos y que seamos arrastrados por los mismos en diversas direcciones. Esa profusión los torna inmanejables en tanto que son impredecibles e inabarcables. Por lo que debemos aceptar que a menudo nos sorprenderán y nos harán tambalearnos, pues conocerlos todos es imposible.

    Padecemos porque ignoramos las causas que nos mueven y el desconocimiento supone ideas inadecuadas que nos impiden determinarnos por nosotros mismos. De los tres géneros de conocimiento planteados por Spinoza la imaginación es la responsable de nuestro sufrimiento y la causa del error, pues concatena ideas que implican la naturaleza de las cosas, pero que no la explican, es decir, no nos remite a la causa primera de las cosas (E2P18). En su lugar, realizamos asociaciones de ideas que se suceden de acuerdo con el orden con el que se presentan y no con el orden que debe establecer nuestro entendimiento. Spinoza coincide con la tradición en que el conocimiento verdadero es aquel que contiene las causas de las cosas, es decir, el conocimiento del efecto no es más que el conocimiento de la causa (E1Ax4). Es por ello que de la imaginación no se desprende un conocimiento adecuado, sino que somos determinados por el choque fortuito de las cosas, cayendo así en la servidumbre y el padecimiento (E2P29). A pesar de esto, es asimismo cierto que la imaginación nos aporta útiles irrenunciables: puede servir de apoyo y refuerzo, brindándonos una recta norma de vida, unos criterios seguros que grabados en nuestra memoria se apliquen continuamente a las cosas particulares, de manera que practicamos ejercicios mentales para prevenir los peligros de la vida y así dirigir nuestra atención hacia aquello que nos es útil, a la vez que nos alejamos de lo que debilita (E5P10S).

    Frente a la imaginación, es sabido que la razón y la intuición se erigen como fuentes del conocimiento verdadero. La razón nos permite, a partir de la experiencia, establecer vínculos y relaciones que, a través de la inducción, generan nociones comunes que dan cuenta de las distintas conexiones de la realidad y así ayudan a comprenderla. Aunque no siempre bastan para liberarse de las pasiones, por ello el holandés repite que “a menudo, aun viendo lo que es mejor, hacemos lo que es peor” (KV II, 21; E4P17; E4pref; E3P2S). Señala así los límites de la razón, a pesar del papel clave en el proceso de liberación en cuanto que genera afectos activos muy útiles, los cuales se refieren a uno nuclear: la fortaleza de ánimo. Si atendemos a la definición de fortaleza que Spinoza aporta en E3P59S, vemos que de un lado incluye la firmeza de ánimo para desear aquello que nos indica la razón que nos es útil, y de otro lado supone la generosidad: “el deseo con el que cada cual se esfuerza en virtud del solo dictamen de la razón por favorecer a los demás hombres y por unirlos a sí mismo mediante la amistad” (E3P59S). Es imposible desligar en Spinoza la virtud, o sea, el deseo de ser feliz, de obrar y vivir bien (E4P21), del cuidado del otro. El holandés no deja lugar a dudas: “Todo aquel que se guía por la razón, desea para otros el bien que desea para sí”, porque “el varón fuerte no tiene odio a nadie, no se irrita contra nadie, no envidia, ni se indigna, ni desprecia a nadie, y no es en absoluto soberbio” (E4P73S). Se trata, por tanto, de una disposición general que luego se matiza según grados de amistad.

    La intuición, por su parte, es el conocimiento más poderoso: “Procede de la idea adecuada de los atributos de Dios [el conocimiento racional] al conocimiento adecuado de la esencia [particular] de las cosas” (E5P25) y, por ende, de Dios; gracias a lo cual “nace [en nosotros] la mayor tranquilidad del alma que pueda darse. Quien conoce las cosas con este género pasa a la suprema perfección humana” (E5P27). La intuición singulariza al máximo el conocimiento de las esencias, lo que nos permite conocer al amigo en plenitud, sin celos ni envidias, porque el amor a Dios es común a todos los hombres, no puede ser mancillado y es fomentado cuantos más hombres gozan de él (E2P20). De este modo, la intuición propicia la unión entre los hombres, sin embargo, sabemos que son pocos los que llegan a tal sabiduría.

    El tercer factor, derivado de los dos anteriores, es que depositamos nuestro amor sobre lo perecedero. “Aquello que no se ama no provoca nunca luchas; ni tristeza, ni pereza, ni envidia, si otro lo posee, ni temor ni odio, en una palabra, ninguna conmoción interior” (TRE, 9). Pero el amor es, como el sufrimiento, inevitable: no podemos no amar, pues amar es el deseo de unirnos y gozar con aquello que consideramos bueno. Aunque sí cabe cambiar un objeto amado por otro, por eso, aunque es necesario que nos unamos a otros objetos para fortalecernos (KV II, 5/1-5), podemos elegir un mejor objeto al que amar. El fundamento de todo bien y todo mal es el amor que recae sobre un determinado objeto (KV II, 14/4), por eso tenemos que elegir dicho objeto atendiendo a la calidad de este. Todo amor hacia lo perecedero engendrará sufrimiento, salvo pocas excepciones. En su lugar, solo Dios, eterno e infinito, merecerá ser amado con todas las fuerzas, porque del amor hacia él solo podrá desprenderse la máxima tranquilidad y bienestar.

    Además, no todos sufrimos igual, pues “hombres diversos pueden ser afectados de diversos modos por uno y el mismo objeto, y uno y el mismo hombre puede ser afectado de diversos modos, en tiempos diversos, por uno y el mismo objeto” (E3P51). Esto es así por la diferencia de naturaleza en los objetos y en las personas, así como por su combinación en distintos momentos, y al final todo remite a que el sufrimiento depende de la potencia de las causas externas comparada con la nuestra (E4P5). Las cosas no son dañinas o malas en sí mismas, sino en tanto en cuanto nos afectan de una manera determinada que nos entristece y debilita (E4Pr). Pero existe la posibilidad de aumentar nuestra alegría en detrimento de la tristeza y para ello debemos incrementar nuestra potencia. El holandés se fija como tarea encontrar una fuente de felicidad estable y duradera, un bien que nos proteja de toda tristeza vigorizando nuestro ánimo. De ahí que hablemos de estrategias de liberación: la suma de fuerzas necesaria para actuar en vez de padecer. Cuando conocemos, nos alegramos y esto repercute en el plano práctico de nuestra vida. Conocer adecuadamente, sentir alegría y actuar son sinónimos en la filosofía de Spinoza, pues son expresiones diversas que aluden a la unidad de nuestra esencia o potencia. En términos éticos, esto significa que para perfeccionar nuestra naturaleza tendremos que reformar el entendimiento humano de manera que consiga entender las cosas sin error (TRE, 16), para lo que se requiere la conjunción de los planos físico, cognoscitivo, afectivo y práctico.

    La amistad, como dice Méchoulan (2017), es una fuerza del alma que duplica el deseo de conservarse, ya que es al mismo tiempo un cuidado y un vínculo, donde el conatus spinozano implica ligarnos a otros para encontrar tanta utilidad como alegría (p. 16). Por un lado, la experiencia nos muestra que hay personas que consiguen sortear la servidumbre fortaleciéndose y ellos serán nuestro ejemplo, cual modelo de ser humano superior que sufre menos y goza más, y con el que conviene relacionarse. Y, por otro lado, esta tarea no podrá ser completada sin que nos unamos a otros por amistad (E4ApC9), lo que ofrece distintos grados y posibilidades.

De las características de la amistad

Lo primero a destacar es que la amistad significa establecer un tipo privilegiado de relación, pero entendiendo que parte de un nivel básico: “La potencia como capacidad de afectar y ser afectado de muchas maneras es una relación de relaciones […] en un doble nivel de complejidad: la forma del cuerpo y sus relaciones con el entorno” (Sainz, 2020, pp. 212-213). Esto, que obviamente se dice también del alma, supone una mirada compleja que atiende a la pareja conatus/commercium, es decir, a todos los intercambios efectuados, hasta desembocar en la dimensión ético-política de la vida humana, donde la amistad facilita el tránsito entre lo pasional y lo racional1. Digamos, de momento, que el punto de partida es que es cierto que “si se mueve entre aquellos individuos que concuerdan con su naturaleza, la potencia del hombre será por ello mismo ayudada y fomentada” (E4Ap7), puesto que a nada teme más el ser humano que a la soledad (TP, VI, 1); todo lo cual ofrece un amplio margen de maniobra y de grados de relación.

    Tatián hace un análisis de las relaciones humanas en el ámbito de lo político en términos de mínimos y máximos: lo mínimo que los seres humanos tienen en común es que todos los cuerpos convienen en ciertas cosas (E2L2), lo máximo es que los seres humanos que guían su vida racionalmente son los que más concuerdan entre sí (E4P35). Podemos aproximarnos a la amistad en semejantes términos, estableciendo unos mínimos y unos máximos que los seres humanos comparten: frente al ideal de la amistad entre sabios, también los ignorantes se asocian, pues pueden prestarse entre sí un auxilio más excelente que cualquier otro (E4P70E). Nadie es completamente sabio, sino que fluctúa entre la vida pasional y la racional, lo que significa que no pueden excluirse diferentes grados de relación que dependan de la buena voluntad y de un espíritu de concesión mutua (Macherey, 1994, p. 469). Además, “la naturaleza no está confinada a las leyes de la razón humana, que tan solo miran a la verdadera utilidad del hombre y a su conservación” (TTP 16, 190s), sino que en la vida la comprensión es a menudo desbordada, pues coexiste con la imprevisibilidad y lo fortuito, de manera que hay que adaptarse al hecho de que la cotidianidad es concebida casi siempre sub specie instantis (Espinosa, 2018, p. 272), todo lo cual demanda ser flexible.

    Por eso, no solo la razón puede movernos hacia la concordia y la amistad con otros hombres, sino que también hay pasiones útiles como la humildad, el arrepentimiento, la piedad o la conmiseración que, aunque son consideradas muestras de impotencia porque suponen tristeza, pueden contribuir de forma positiva a las relaciones humanas (Lucash, 2012, p. 315), pues permiten una primera institución de lo social dentro de unos parámetros de libertad limitada (Tatián, 2002, p. 145), Spinoza así lo indica en E4c15: para fomentar el amor y las cosas que generan concordia en el Estado son necesarias aquellas cosas que se refieren a la religión y a la piedad. Estas formas de amistad restringida alimentan la transición hacia estadios superiores de potencia, en cierto modo compartida. Incluso los afectos pasivos que de ella se desprenden permiten generar a posteriori afectos activos como la generosidad y la honestidad, estableciendo así un puente hacia el crecimiento personal.

    Dice Spinoza en E4P50E que “quién no es movido ni por la razón ni por la conmiseración a ser solidario con otros, merece el nombre de inhumano que se le aplica”. Es decir, humano es asociarse a otros hombres, a pesar de que entre aquellos que se muevan por pasiones pueda surgir el conflicto y la enemistad (E4P32), ya que la experiencia indica que de la vida en solitario se desprenden más inconvenientes que ventajas (E4P35SC): un hombre solo no tiene derecho, pues el derecho es lo que uno puede, y solo no tiene la capacidad de defenderse frente a muchos, además de que tampoco puede proveerse de lo necesario para vivir y, como veremos, apenas puede salir por sí mismo de la ignorancia y la servidumbre de las pasiones. Soledad es sinónimo de servidumbre, mientras que algún tipo de amistad contribuye a la autonomía. Aunque con matices, hay alternancia y complementariedad entre soledad voluntaria y sociabilidad, al final de lo que se trata es de sumar recursos. El propio Spinoza se retira en alguna ocasión de la vida social para concentrarse plenamente en el trabajo de su filosofía.

    Ahora bien, estas formas de amistad pasiva no vienen sin recomendaciones por parte de Spinoza. La proposición 70 de De Servitute dice que “un hombre libre que vive entre ignorantes procura cuanto puede declinar sus beneficios”. Como nos explica Macherey (1994, p. 466), aceptar beneficios de otros puede atraparnos en juegos perversos de servicios prestados, donde la persona deba conducir sus acciones no desde su propio criterio racional sino desde las deudas contraídas a cambio de favores. Prueba de ello es el rechazo del prestigioso empleo en la Universidad de Heidelberg que le ofrece el profesor Fabritius, alegando que “no sabe dentro de qué límites debe mantenerse su libertad de filosofar” (Ep48). Sin embargo, los beneficios hay que rechazarlos con cautela para no incurrir en ofensas (E4P70C), por lo que la cautela y el silencio son señalados por Tatián (2002) como herramientas claves entre las relaciones del hombre sabio con el ignorante.

    De ahí la reticencia a compartir opiniones con aquellos que aún no estén preparados para sus ideas; en su Correspondencia encontramos numerosas muestras de ello, como el temor a las disputas que le confiesa a Oldenburg en la Ep 6: “A veces desisto de este trabajo, porque todavía no tengo ninguna decisión firme sobre su publicación. Pues temo que los teólogos se ofendan y me ataquen con el odio y la vehemencia que les es habitual, a mí que siento verdadero horror hacia las disputas”; o las reservas hacia el joven Caesearius que le traslada a De Vries “nadie me resulta más enojoso que él y con nadie he procurado ser más reservado. Por eso quisiera prevenirle a usted y a todos los conocidos que no le comuniquen mis opiniones [porque] aún es demasiado jovencito y poco constante, más amante de la novedad que de la verdad” (Ep9); y la petición final del Tratado breve dirigida a sus amigos “os quiero rogar muy encarecidamente que pongáis buen cuidado al comunicar estas cosas a otros”. En definitiva, la divisa caute tiene así clara aplicación.

    Solo entre sabios la plena relación es posible, ya que “entre amigos todas las cosas, sobre todo las espirituales, deben ser comunes” (Ep2). Para Spinoza la verdadera amistad es aquella que se da dentro de la racionalidad: “es un honor trabar lazos de amistad con gentes que aman sinceramente la verdad, porque nada de cuanto hay en el mundo puede ser amado con más tranquilidad que a tales hombres” (Ep19); luego el amor que surge de la amistad, fundado en el amor que cada uno siente por la verdad, se torna indestructible y es considerado “el más grato que puede darse hacia las cosas que están fuera de nuestro poder […] ya que nada, fuera de la verdad, es capaz de unir totalmente distintos sentidos y ánimos” (Ep19). La amistad nace de la verdad compartida, y es siempre una puesta en juego, que primero se vincula a la fortuna (Tatián, 2002, p. 53), pero cuanto más en común tienen los hombres entre sí, menos accidental y más necesaria se torna la relación.

    De todas las cosas que la razón nos indica como bienes para alcanzar una mayor perfección, el más útil es aquel que más concuerda con nosotros en naturaleza, y de entre todas las cosas singulares, el ser humano es aquel que más en común tiene con nosotros y que, por tanto, más nos conviene (E4P18E). Pero, obviamente, no todos los seres humanos encajan entre sí: los que están sujetos a las pasiones no concuerdan en naturaleza, dado que sus potencias difieren, y pueden enfrentarse y convertirse en enemigos, pues entre ellos pueden surgir celos, envidias e inseguridades (E4P32). Solo los hombres que se guían por la razón coinciden en naturaleza y lo que es bueno para ellos es asimismo bueno para cada hombre. Y solo de los hombres libres “puede decirse que se esfuerzan con igual deseo de amor en hacerse el bien”, por lo que solo ellos serán agradecidos entre sí (E4P71) y nunca actuarán con dolo (E4P72), luego siempre serán honestos (E4P37). Sin embargo, la amistad ideal, como la propia sabiduría, también es tan rara como escasa.

    Por ello, Spinoza desarrolla una ética de lo cotidiano, que “nos da consejos útiles en cuanto a la manera de conducirse con los vecinos, de encontrar verdaderos amigos y de rechazar las proposiciones inconvenientes para mantener la independencia de determinados grupos o instituciones. Es una ética que resulta de un compromiso entre los impulsos de la afectividad y las enseñanzas de la razón y expresa un cierto deseo de libertad” (Macherey, 1994, p. 474). En este contexto, la amistad es una ética de la comunicación que consiste en reorganizar los reencuentros y componer los vínculos a partir de los cuales aparece una política de la libertad. A fin de cuentas, lo importante es generar un arte de vivir (Espinosa, 2018, p. 278) que conjugue todas las herramientas disponibles para llegar a la liberación. En conclusión, podemos afirmar, como señala Fraisse (1974), que la amistad tiene un rol muy positivo en nuestro progreso hacia la salud integral (p. 88). Y para demostrarlo, analizaré las contribuciones concretas de la amistad en los distintos planos de la vida humana.

De la amistad como estrategia de liberación

El concierto entre los seres humanos presenta, además del aspecto ético-político, un aspecto físico: de una parte, “el cuerpo humano se compone de muchísimos individuos, cada uno de los cuales es muy compuesto” (E2post1) y, de otra, “precisa, para conservarse, de muchísimos otros por los que es continuamente regenerado” (E2post4). Cada cuerpo tiene una proporción de movimiento y reposo que se mantiene constante para evitar su descomposición, al respecto serán buenas aquellas cosas que lo conserven, y malas las que lo corrompan (E4P39). Ahora bien, como ninguna cosa puede ser mala por lo que tiene en común con otra, sino solo en la medida en que le es contraria (E4P30), existe una proporción creciente entre la concordancia de los cuerpos y el incremento de sus potencias, lo que significa que, a más cosas en común, más alegría posible. Se puede decir, por analogía, que la amistad es una suerte de regeneración anímica para las personas.

    En relación con el aspecto ético-político, lo común va a ser beneficioso tanto a nivel cognoscitivo como afectivo, con sus consecuentes implicaciones en la vida práctica individual y social. En el plano cognoscitivo, el amigo puede actuar como modelo, medio y guía si es competente, y aumentar así nuestro conocimiento gracias a que su semejanza con nosotros permite tal magisterio. En general, seguir un modelo de hombre perfecto es el primer paso en el camino de liberación. La perfección, indica Spinoza en el Prefacio de De Servitute, se dice de aquello que tiene más realidad o, lo que es lo mismo, menos límites e impotencia. Ya en el KV dice que el hombre perfecto es libre y racional (KV, II, 6/7), cuyo ejemplo sirve para identificar los bienes que nos ayudarán a alcanzar tal perfección (KV, II, 4/5). Posteriormente, en E4, el holandés emplea nueve proposiciones, de la 65 a la 73, para exponer las características del hombre libre con el fin de ofrecernos una recta norma de vida.

    Recordemos también que uno de los usos de la imaginación es seguir un criterio seguro de vida que nos guíe mientras no tengamos un conocimiento adecuado de nuestros afectos (E5P10E). Esta norma puede surgir de la piedad que nace de la identificación con otros cuerpos gracias al mecanismo de imitación de los afectos. Por lo que, en ausencia de la razón, seguir aquellas pautas hará nuestra vida soportable, a pesar de que sea buena o útil por accidente dado que aún es pasiva. Gracias a ella es posible instaurar una asociación global y singular entre los hombres con un sentimiento común, como dice Fraisse (1974): “la concordancia en naturaleza es posible en virtud de unas ciertas similitudes en las actividades de la mente, como la imitación de los sentimientos que surge por la similitud de afecciones entre ciertos cuerpos” (p. 91). Lo que indica que la asociación de los hombres basada en la imitación de los afectos es el paso previo al desarrollo de las nociones comunes, luego el encuentro con el otro es solo en segunda instancia racional.

    En la proposición 2 de E4, Spinoza indica que “padecemos en la medida en que somos una parte de la naturaleza que no puede ser concebida por sí, sin las otras”; y que, según E2P19, la mente conoce al cuerpo solo en tanto que este es afectado, luego tenemos que conocer las causas externas que nos determinan para conocernos a nosotros mismos. Por lo que, en las proposiciones 38 y 39, Spinoza establece que hay que remontarse a lo común como base del conocimiento racional: “aquellas cosas que son comunes a todos y que están igualmente en la parte y en el todo, no puede ser conocidas sino adecuadamente” (E2P38); a lo que añade que “en la mente también será adecuada la idea de lo que es común y propio al cuerpo humano y a ciertos cuerpos externos por los que el ser humano suele ser afectado” (E2P39). Así, el conocimiento adecuado se obtiene aplicando la inducción sobre los datos de la experiencia para obtener nociones comunes que nos permitan conocernos bajo la perspectiva de la eternidad, o sea, de acuerdo con las leyes naturales que nos rigen, aprehendiendo nuestro lugar en la totalidad. De lo que deduce en el corolario de esta última proposición, que “la mente es tanto más apta para percibir muchas cosas adecuadamente cuantas más cosas en común tiene su cuerpo con otros cuerpos”, lo cual prepara el terreno de nuevo a la amistad.

    Sin embargo, las leyes de la naturaleza que nos desvela la razón son más fácilmente identificables en el otro que en nosotros mismos. El ansia del hombre por explicarse a sí mismo a menudo lo hará caer en la fabulación. Vemos, en el Apéndice de De Deo, que el ser humano ansia conocer las causas finales de las cosas y comprender al otro a través de sí mismo, lo que le llevará a vivir la misma realidad conjunta, con más o menos acierto en cada caso (E1Ap). En este marco, el alma tenderá a esforzarse por imaginar aquello que le provoca alegría, o lo que es lo mismo, a destruir lo que le conduce a la tristeza (E3P28) y, en este sentido, tratará de cambiar el miedo, que es una pasión triste que surge de la privación de conocimiento (E2P18EII), por la esperanza o la seguridad, es decir, por un relato creíble que permita “afirmar de nosotros y de la cosa amada aquello que nos afecta de alegría, y negar todo cuanto imaginamos que nos afecta de tristeza” (E3P25). De este modo, a veces se acertará, pero ya que la imaginación es falible, también “vivirá las pasiones creyendo que son razonables, y no solo carecerá de ideas adecuadas, sino que tendrá la fantasía de que esas ideas inadecuadas no lo son en absoluto” (Moreau, 2021, p. 112); por ello no habrá comportamiento humano que no vaya acompañado del autoengaño y de la ilusión del dominio de nuestras acciones. Luego necesitaremos del otro, que nos ve mejor a nosotros desde fuera que a sí mismo, para que nos guíe (y guiarle a su vez) con el libre juicio de la razón. Y, puesto que la verdad no es una conquista permanente, sino que requiere de nuestro perpetuo esfuerzo, nada mejor que compartir la labor del discernimiento ayudado por otros que persiguen lo mismo que nosotros.

    Es por todo esto que el amigo, aquel que más conviene con nosotros en naturaleza, es considerado como lo más útil que tiene el hombre para conservar su ser y gozar de una vida racional (E4Ap9), lo que también nos fortalecerá en el plano afectivo. Para empezar, reforzará nuestro amor hacia la verdad con el suyo propio, y gracias a ello la amaremos con más constancia y fortaleza, dado que persistiremos con vehemencia en nuestra tarea si recorremos el sendero junto a otros iguales que si lo hacemos solos (E3P31). Además, nuestra alegría aumentará al sabernos amados por otros, ya que “cuanto mayor es el afecto de que imaginamos afectada a la cosa amada, con tanta mayor alegría nos contemplaremos a nosotros mismos. O sea, tanto más nos gloriaremos” (E3P34); es decir, tanto más incrementará el contento de uno mismo. De ahí que Matheron (2009) identifique el amor al amigo con el amor a uno mismo (p. 594), pues ambos crecen paralelamente; el amor al otro produce amor de sí. Finalmente, la amistad también nos afectará muy gratamente en cuanto que somos atendidos por otros: cuanto más sentimos que otros nos cuidan, que se preocupan por deleitarnos (E3P29E), más crece nuestra alegría, lo que a su vez reporta felicidad mutua (E3P53C). El cuidado es propio del ser humano, pues queremos alegrar a aquellos que amamos, bien sea por temor a la soledad o de manera desinteresada. Como dijimos al principio, no podemos vivir sin amor, ni existir sin gozar de algo con lo que estemos unidos y fortalecidos.

    En resumen, el aumento de la proporción de las ideas adecuadas que tenemos, con la alegría que sentimos, tiene como consecuencia en nuestra vida práctica una mayor capacidad de actuar en lugar de padecer, es decir, de ser causa adecuada de nuestros afectos, en vez de parcial, lo que implica una mayor fuerza frente a los afectos externos. En esto reside la liberación: en mantener una proporción favorable de ideas adecuadas sobre las confusas, de alegrías sobre las tristezas. Esta será la diferencia entre el sabio y el necio, entre el que vive la vida desde el amor nacido de la razón o el que la vive miserablemente (E5P20). Se trata de una empresa nunca acabada y para la que es decisivo el concurso de la amistad, sea en el sentido general de la cooperación social o en el más íntimo de una relación directa de ayuda y estímulo.

    También en el plano político la amistad jugará un papel relevante. En el capítulo II del Tratado político, Spinoza identifica el derecho natural con la potencia del ser humano para existir y actuar en tanto que este derecho se extiende hasta donde llega su poder (TP 2/4), puesto que solo puede verse limitado por las leyes de la naturaleza o por el poder del otro; de ahí que la justicia no exista en el derecho natural, sino tan solo la ley del más fuerte. Es por ello por lo que el conflicto y la guerra serán una constante, pues es sabido que los seres humanos que se guían por las pasiones son contrarios entre sí, y ellos son la mayoría. La autonomía será un bien casi imposible de alcanzar desde la individualidad, dado que solo a través de la asociación pueden los humanos unir sus potencias para defender sus derechos comunes: “La sociedad en sentido amplio es posible por un mínimo común en virtud del cual tiene lugar la existencia civil” (Tatián, 2002, p. 149), que se concreta en el deseo de conservar nuestro ser. De modo que la sociedad surge por la necesidad de procurarse los bienes necesarios para subsistir, ya que solo así pueden habitar y cultivar las tierras con seguridad, protegerse de los adversarios y dedicarse al cultivo de la mente (TP, 2/15).

    El mínimo común se forja en el miedo a ser avasallados por sus enemigos y en la esperanza de una vida mejor (TP, 3/3), pero la sociedad corre el peligro de que surjan rebeliones y sediciones que comprometan la seguridad del Estado cuando un grupo quiera imponer su juicio sobre el derecho común. Además, es obvio que las decisiones del Estado no siempre conformarán a todos, por ello hay que generar un poder que se guíe por la razón, para que prime el bien mayor futuro sobre el mal menor presente, de manera que prevalezca la norma de común utilidad sobre los intereses particulares (TP, 3/5). Cosa que no es nada fácil, en la medida en que la sociedad es pasional (TP, 1/5), por lo que lo primero es contar con un Imperium racional que promueva la armonía y la solidaridad, y que ante todo respete los derechos comunes y tenga una conducta ejemplar (TP, 4/4). Solo así el Estado podrá alcanzar su verdadero fin: la seguridad, es decir, la conservación de su propio poder evitando las sediciones que llevan a su destrucción.

    Una vez sentada esa garantía, todo puede mejorarse gradualmente con una buena organización política, pasando de lo pragmático a lo afectivo e intelectual: “el mejor Estado es aquel en que los hombres llevan una vida pacífica, entendiendo por vida humana aquella que se define, no por la sola circulación de la sangre y otras funciones comunes a todos los animales, sino, por encima de todo, por la razón, verdadera virtud y vida del alma” (TP 5/5). El holandés no se conforma con la mera subsistencia y va más allá de la mera satisfacción de las necesidades básicas. Por eso se puede concluir que “para Spinoza el objeto de la política radica en producir la mayor cantidad de amistad posible [porque] la idea de amistad critica y suspende el pacto, el mecanismo contractual; la comunidad de hombres libres imaginada por Spinoza no tiene la forma negativa de socios que contraen obligaciones, sino la dinámica afirmativa de amigos que componen su potencia” (Tatián, 2002, p. 136). Luego, según este ideal, la sociedad será más fuerte y estable cuantos más individuos estén unidos racionalmente, lo que les garantiza vivir en concordia y perfeccionar su naturaleza (TRE, 14; E4P40, E4Ap12). En definitiva, el conocimiento, la autonomía y la alegría no son alcanzables en soledad, dado que únicamente “a través de la amistad y la cautela pueden los hombres perpetuar su condición de hombres libres” (TP, 5/4), pues solo a través de la asociación creciente que asegura una unión de mínimos, pero aspira a una de máximos, puede el hombre acabar de perfeccionar su naturaleza.

Conclusión: nada hay más útil para un hombre que otro hombre

La utilidad es una noción nuclear de la filosofía de la liberación de Spinoza, a condición de entender que tiene grados diferentes de cualificación, y por ello su búsqueda es la tarea de todo ser humano que desee alcanzar la liberación. Recordemos los pasos fundamentales: la primera definición de De Servitute dice que “por bien entiendo aquello que sabemos con certeza que nos es útil”. Para distinguir entre los diversos sentidos de lo útil para la liberación debemos guiarnos por el juicio de la razón, bien provenga de nosotros mismos o bien sea asimilado por nuestra imaginación como una recta norma de vida dada por agentes racionales externos tales como la educación, las instituciones, o un consejo amigo. Así, en segundo lugar, se certifica que “entre las cosas singulares, nada se da que sea más útil para el hombre que otro hombre” (E4P35C), habida cuenta de lo mucho que se asemejan y que los une, según ha quedado expuesto más arriba. Pero existe un tercer momento de cualificación de la utilidad que conduce a la amistad, ya que el amigo nos beneficia a través del conocimiento, el afecto y el socorro mutuos. Por ello es propio de sabios unirse a otros por amistad y la generosidad resulta uno de los pilares de la fortaleza humana.

    Ahí también hay grados, pero no cabe reducir la generosidad a utilidad entendida en términos maquiavélicos, si bien es verdad que en ciertos niveles de amistad no racionales el interés puede ser la principal motivación para la asociación entre hombres. De hecho, el camino de las buenas relaciones admite mejoras y “sería un error borrar el aplomo de una verdadera generosidad bajo el pretexto de que todo radica en la utilidad […] Spinoza superpone los tres fundamentos [aristotélicos] de la amistad, ya que la utilidad encontrada en otros hombres es fuente de placer y proviene del libre ejercicio de la virtud” (Méchoulan, 2017, p. 19). Lo útil incluye desde el mero interés hasta la virtud, por eso basta con atender a la proposición 20 de la cuarta parte de la Ética para encontrar la identificación que Spinoza realiza entre utilidad, virtud y alegría.

    La asociación entre utilidad y racionalidad puede dar lugar a equívocos, siendo identificada con la tan denostada razón instrumental, donde el vínculo que se establece con los útiles es meramente de uso, de medio, y nunca de finalidad; pero la racionalidad de Spinoza no olvida el bienestar del otro. En el segundo corolario de la proposición 35 de la parte cuarta de la Ética el holandés afirma que “los hombres serán tanto más útiles recíprocamente cuanto más busque cada uno su propia utilidad”, es decir, bienestar propio y bienestar común se identifican, diluyéndose así los límites entre egoísmo y altruismo en un impulso común. Dice Lucash (2012) que esto es así porque “en nuestro autor existe un sentido sano de amor a uno mismo que no excluye el amor a otros […] sino que solo a través de la solidaridad se puede incrementar la propia potencia” (p. 309). En otras palabras, la propia utilidad bien entendida conduce necesariamente a la unión con el otro, tanto más estrecha cuanto más racional sea.

    Un paso más allá, el cuidado del otro va de la mano del cuidado de uno mismo, dado que la alegría humana se intensifica con la contribución a la de otros: “a mi felicidad pertenece contribuir a que otros entiendan lo mismo que yo, a fin de que su entendimiento y deseo concuerden totalmente con mi entendimiento y deseo” (TRE, 14). La concordancia general es el mejor premio, pues nadie puede ser feliz sin compartir la vida. La fortaleza reside, por un lado, en la firmeza, que es el cuidado de uno mismo y, por otro lado, en la generosidad, o sea, en el cuidado del otro; de ahí que no se separa el fin de uno mismo del fin de los demás. Ya desde el KV el autor afirma que “el único fin que yo intento conseguir, es poder gustar de la unión con Dios y formar en mí ideas verdaderas y dar a conocer estas cosas también a mi prójimo. Porque todos nosotros podemos ser igualmente partícipes de la salvación, como sucede cuando esta produce en mi prójimo los mismos deseos que en mí, haciendo así que su voluntad y la mía sean una y la misma, formando una y la misma naturaleza, que concuerdan siempre en todo” (KV, II, 25/8). Y, como se ha visto, esta idea se repite en el TP y en la Ética con distintos matices: la racionalidad permite la concordancia afectiva y con ello la paz social, de modo que cuando el sabio busca su utilidad encuentra la de todos, aunque el proceso culmina en la amistad más profunda.

    En suma, es posible afirmar que la filosofía de Spinoza es una filosofía orientada al logro de la sabiduría, lo que a su vez implica en primer plano la composición de los afectos, dentro de la cual se concede un rol especialmente importante al amigo. Sabemos que no hay conocimiento y amor sin objeto, que amar es parte de la naturaleza humana y que, después de Dios, aquello más valioso es el propio ser humano. Y dado este marco global, el amor hacia el amigo es el más fuerte, virtuoso y alegre, es decir, el más útil.

Referencias

Deleuze, G. (1975). Spinoza y el problema de la expresión. Muchnik.

Espinosa, L. (2018). El pensamiento narrativo de Spinoza. Co-herencia: Revista de Humanidades, 15(28), 271-295.

Fraisse, J. C. (1974). De l’accord en nature et de l’amitié des sages dans la philosophie de Spinoza. Revue de Métaphysique et de Morale, 79(1), 88-98.

Lucash, F. (2012). Spinoza on friendship. Philosophia40, 305-317.

Macherey, P. (1994). Éthique IV: les propositions 70 et 71. Revue de Métaphysique et de Morale, 99(4), 459-474.

Matheron, A. (2009). Individu et communauté chez Spinoza. Les Editions de Minuit.

Méchoulan, É. (2017). Lire avec soin: Amitié, justice et médias. ENS Éditions.

Meinsma, K. O. (1986). Spinoza et son cercle. Etude historique et critique sur les hétérodoxes hollandais. Librairie Philosophique Vrin.

Moreau, P. F. (1994). Spinoza. L´expérience et l´éternité. PUF. 

Moreau, P. F. (2004). Spinoza: lire la correspondance. Revue de Métaphysique et de Morale, (1), 3-8.

Moreau, P. F. (2021). Spinoza. Filosofía, física y ateísmo. A. Machado Libros.

Nadler, S. (2021). Spinoza. Akal.

Tatián, D. (2002). La cautela del salvaje: pasiones y política en Spinoza. Adriana Hidalgo.

Sainz, A. (2020). Reciprocidad y utilidad común en la filosofía política de Spinoza. Ágora: Papeles de Filosofía, 40(1), 207-228.

Spinoza, B. (1986). Tratado político, trad. Atilano Domínguez. Alianza.

Spinoza, B. (1986). Tratado teológico-político, trad. Atilano Domínguez. Alianza.

Spinoza, B. (2009). Ética demostrada según el orden geométrico, trad. Atilano Domínguez. Trotta.

Spinoza, B. (2014). Tratado de la reforma del entendimiento, trad. Atilano Domínguez. Alianza.

Spinoza, B. (2020). Correspondencia, trad. Atilano Domínguez. Guillermo Escolar.

Spinoza, B. (2020). Tratado breve, trad. Atilano Domínguez. Guillermo Escolar.

1 Para ampliar sobre estas transiciones, leer Fraisse (1974) y Tatián (2002).

Spinoza y la pedagogía filosófica

Mario Teodoro Ramírez

Spinoza y la pedagogía filosófica

Resumen: Existe en nuestra época, en el nivel de la vida individual como en el de la vida colectiva, algo como una “necesidad de filosofía”, como si esta pudiera ayudar a resolver la grave crisis de sentido de la vida actual. Es lo que diversos pensadores han planteado como la posibilidad de una espiritualidad no religiosa, no contraria al pensamiento científico, pero tampoco sometida a él. Proponemos así reconsiderar a la filosofía de Baruch Spinoza como un “modelo” de respuesta para la conformación de una espiritualidad filosófica. Analizamos desde esta perspectiva algunos puntos nodales del spinozismo como son su original idea de Dios, la estrecha relación que establece entre pensamiento y vida práctica y su sentido activo de la libertad humana.

Palabras clave: espiritualidad, Dios, ateísmo, infinito, imaginación, razón, libertad

Abstract: It exists in our time, on the level of individual life as well as on that of collective life, something like a “need for philosophy”, as if it could help to resolve the serious crisis of meaning in current life. It is what various thinkers have raised as the possibility of a non-religious spirituality, not contrary to scientific thought, but not subjected to it either. Thus, we propose to reconsider the philosophy of Baruch Spinoza as a “model” of response for the conformation of a philosophical spirituality. From this perspective, we analyze some of the nodal points of Spinozism, such as his original idea of God, the close relationship he establishes between thought and practical life, and his active sense of human freedom.

Keywords: spirituality, God, atheism, infinity, imagination, reason, freedom

Entiendo por pedagogía filosófica no el asunto relativo a cómo enseñar filosofía en el ámbito académico (escuelas, universidades) sino el relativo a cómo enseñar filosofía en el espacio social y humano en general, esto es, a la pedagogía social y política de la filosofía. Esta cuestión supone responder primero a la pregunta: ¿cuál puede ser la necesidad e importancia de una integración del pensamiento filosófico al mundo humano real, en su generalidad y en su complejidad efectiva? ¿Cuál es, planteado directamente, la utilidad de la filosofía, particularmente en nuestro tiempo, en este siglo XXI, tan “problemático y febril” como el siglo XX? Tal ha sido el propósito, el ideal o quizá el sueño de siempre de filósofos y estudiosos de la filosofía: ¿por qué y cómo transmitir los valores de la actitud filosófica –racionalidad, crítica, diálogo, comprensión– a la sociedad en general, al pueblo (el demos), de tal manera que los individuos y las comunidades puedan guiar sus vidas de modo adecuadamente racional y alcanzar la felicidad, es decir, su realización plena?

    Entre quienes se han ocupado de este asunto ha habido en general acuerdo en que no se trataría tanto de transmitir los contenidos de la filosofía o de tal o cual filosofía cuanto la forma propia de la actividad filosófica. Dentro de los muchos casos que podemos considerar –de Platón a Deleuze– proponemos aquí tomar la filosofía de Baruch Spinoza como modelo del quehacer filosófico (el modelo Spinoza), esto es, como la forma del pensamiento filosófico que sería interesante y valioso trasmitir a la sociedad y a los individuos que la componen; esa que capacitaría a cualquiera para filosofar y para vivir conforme a ese filosofar, que es vivir conforme a la razón –la luz natural, como se decía antes–, la libertad de pensamiento y la búsqueda juiciosa del bien. “Juiciosa”, decimos, porque quizá no haya peor mal que el que surge de una dogmática del bien –en nombre del bien más que del mal se han cometido las atrocidades más terribles, los actos más viles y vergonzosos de la humanidad. Nadie como Spinoza supo de la siniestra alianza del dogmatismo, el autoritarismo y la malevolencia, nadie como él supo señalarla, confrontarla, y también cuidarse de ella (caute, “cuidado”, decía su sello).

    En lo que sigue ampliaré, un poco a vuelo de pájaro y más desde ciertas experiencias comunes, el diagnóstico de nuestra época respecto a la necesidad de filosofía para después ocuparme de ciertos temas de Spinoza –Dios, el infinito, la libertad– para concluir con lo que llamo los parámetros spinozistas –simultáneamente epistemológicos, antropológicos y éticos– para un devenir mundo del pensamiento filosófico. Me importa particularmente subrayar la manera en que esos parámetros se sustentan en la ontología spinozista, la ontología más radical y pura de cuántas ha habido en la historia de la filosofía, según la exultante afirmación de Deleuze1. Solo me ocuparé por ahora de los fundamentos generales –en la filosofía de Spinoza– de una pedagogía filosófica; aspectos específicos de la filosofía práctica de Spinoza, como su filosofía política, deberán ser temas de futuros ensayos.

Spinoza y nosotros”2

De alguna manera, la filosofía ha salido a la palestra en la actualidad. Este hecho se ha venido fraguando desde hace unos años: textos filosóficos o de divulgación filosófica se han convertido en best-sellers –es decir, en harto conocidos– en algunos países, y afloran temas y discusiones filosóficas en medios como el cine o el teatro –en las artes en general– y en las redes sociales (en la televisión: solo en Alemania y algún otro país). Hay como un renovado interés por la filosofía, como si se pudieran encontrar en ella respuestas a los ingentes problemas humanos de nuestra época, ya en el nivel de la vida individual o en el de la vida colectiva. ¿Cuál es la razón de este fenómeno, de esta necesidad de filosofía de nuestro tiempo, y qué pueden hacer los filósofos frente a él? Parece que el fenómeno se ha agudizado a partir de una doble crisis: la de las religiones tradicionales –cristiana en sus varias modalidades, islam, judaísmo, en Occidente, con sus dosis de patriarcado machista– y la de las ideologías modernas –liberalismo, nacionalismo, racismo, socialismo, etc. Debe entenderse esa crisis en referencia a una pérdida de fuerza y consistencia, tanto en el nivel teórico como en el práctico, de las creencias religiosas o ideológicas, y no como si hubiera una disminución del número de creyentes. Al contrario, la mayoría de la gente del mundo actual sigue dirigiendo su vida conforme a tal o cual sistema cerrado de creencias e ignora palmariamente la existencia del pensamiento filosófico, si acaso, tiene alguna idea de los avances de la ciencia. Ya no se cree con el ímpetu de antaño, pero se prefiere mantener unas creencias mínimas o de manera puramente “oficial”, que buscar otras opciones, o bien renunciar a toda creencia y vivir en el vacío, en la nada de pensamiento y orientación –nihilismo–, sometido al puro azar de las circunstancias y de las opciones que los sistemas de poder económico-político pueden ofrecer. En el peor de los casos, lo único que provoca el nihilismo es un regreso desesperado, en el colmo de la irracionalidad, a una religiosidad fundamentalista y fanática –también ella nihilista–, de lo que hemos tenido varias insufribles manifestaciones en las últimas décadas y en diversas latitudes del mundo.

    Sin embargo, nuevas e igualmente perniciosas ideologías buscan ocupar el vacío que dejaron sistemas de creencias antes omnipotentes. Una de estas novedades, quizá la más influyente, es el “cientificismo” y sus variantes o derivaciones: el reduccionismo naturalista (biologicismo, ecologismo, neurologismo), la tecnocracia, el poshumanismo, el transhumanismo, etc. La fuerza de esas ideologías radica en que aparentan tener bases científicas, cuando se trata en realidad de interpretaciones superficiales o muy especulativas de ideas o conceptos científicos, mezcladas a veces con nociones de las tradiciones esotéricas u orientalistas e incluso con concepciones difundidas por la literatura o el cine de fantasía o de ciencia ficción. Constructivismo de oropel que solo satisface existencias y conciencias fútilmente frívolas. Como sabemos desde los teóricos de la ideología3, esta consiste, entre otras cosas, en un sistema de ideas y creencias que no tienen fundamentos reales o racionales, pero que puede responder a la necesidad emocional del sujeto de ubicarse a sí mismo, darse una identidad, y tratar de entender la realidad que lo rodea, o de lo que capta como realidad.

    La crisis de las ideologías tradicionales (políticas y religiosas) en el mundo contemporáneo es vivida seguido por los sujetos como una “crisis de sentido”, como un sentir que la vida no vale nada, que la existencia como tal tampoco, y que no queda más opción que sumirse en el sufrimiento y la depresión o bien apostar a formas sociopáticas de existencia (drogas, delincuencia, aislamiento). “La muerte de Dios”, es decir, el fin del dominio del pensamiento metafísico-teológico tradicional y de sus órganos eclesiásticos, es concebida y sentida como la muerte de toda posibilidad de sentido, valor, razón, etc. Es frente a esta situación que varios pensadores y divulgadores (educadores sociales) han creído ver en la filosofía la “salvación” para el alma contemporánea. La filosofía, esa vetusta, primigenia forma de sabiduría y pensamiento ha estado ahí siempre, no siempre valorada, y a la que muchas veces se ha querido silenciar o someter –a la política, a la religión, a la ciencia (natural o social), etc. A lo largo de la historia, la filosofía ha tenido que luchar por defender su autonomía y especificidad como forma de pensamiento frente a la persistente tentación de que se fundamente, encuentre su base de verdad, en las ciencias o en cualquier discurso no filosófico. Pretensión fallida porque la filosofía sería precisamente la encargada de fundar la validez y alcance de saberes y prácticas. Esto implica que la filosofía no se funda en otra cosa sino en sí misma, en el propio acto del pensar, como bien dijo Luis Villoro (que poseía un corazón spinozista4): “La filosofía es saber destinado a dar razón de todo conocimiento con pretensión de validez y, al dar razón de todo conocimiento, lo da también de sí misma. Fuera de todo absurdo, por tanto, pedir a la filosofía que se funde según las reglas de un saber prefilosófico, o que se justifique frente a sus pretensiones; que ella consiste precisamente en el intento de fundar y justificar ese saber prefilosófico” (Villoro, 1962, p. 69)5.

    Lo que se ha planteado en nuestro tiempo es si es posible una espiritualidad no religiosa, es decir, una forma de dar sentido a la existencia humana (y a la existencia en general) que no dependa de elementos trascendentes, sobrenaturales, de algún tipo de concesión a la religión, pero que, a la vez –en tanto que espiritual–, no se reduzca a una visión puramente humanista –antropocéntrica, subjetivista– ni recaiga en un positivismo o un naturalismo ramplón. Como hemos adelantado, el spinozismo es esa opción: una espiritualidad filosófica no religiosa para nuestro tiempo, una espiritualidad –si se nos permite el oxímoron– materialista, claramente orientada a la vida práctica, e incluso, como quiere Antonio Negri, revolucionaria (Negri, 2000). Entre volver al dogmatismo superfluo de las religiones o insistir en un ateísmo que es puro nihilismo, se encuentra el modelo de espiritualidad, incluso de la idea de Dios, que la filosofía puede ofrecer: racional, práctico, alegre, libertario.

¿Ateo gracias a Dios?6

La filosofía de Spinoza, como se ha reconocido a lo largo de la historia, es una filosofía materialista (Peña 1974), naturalista, racionalista y… ¿atea?, ¡pero Spinoza siempre está hablando de Dios! Este es el primer punto a discusión. Hay quienes consideran que Spinoza no habla sinceramente de Dios, que su discurso sobre Dios es “ateísmo enmascarado”, como dice Robert Misrahi7, una legítima estratagema para evitar la acusación de ateísmo y la consecuente persecución8. A principios del siglo XVIII el médico y mal poeta Richard Blackmore le dedica un poema a Spinoza donde afirma que el filósofo “se declara de Dios, mientras a Dios traiciona […] / en cuanto conserva el nombre, y la cosa subvierte” (citado por Chaui, 2020, p. 159). Sin embargo, al “judío virtuoso” no le importaban esas acusaciones, como se ve a lo largo de su vida y, por otra parte, en diversas ocasiones las rechazó y consideró un “puro rumor” producto del dogmatismo, la mala fe o la ignorancia (Spinoza, 1988, Carta 68, p. 377 [299]).

    En todo caso, Spinoza es claramente ateo del Dios-ídolo de las religiones. Según Pierre-François Moreau, el del ateísmo de Spinoza es un falso debate, pues “si se presta atención a lo que dice Spinoza, y no se le aplican categorías que le son extrañas, carece de sentido tildarle de ateo, pues Dios está en el centro de su sistema” (Moreau, 2012, p. 80). Cierto, no se trata del Dios de la religión. No es el Dios legislador y providencial, que manda y exige obediencia, que promete premios o castigos, que pide ser temido antes que amado (como toda autoridad autoritaria). Bernard Rousset cuenta que en una conferencia de Alexandre Matheron, a la insistente pregunta ¿Spinoza creía o no en Dios?, el experto spinozista contestó: “Lo que es cierto, es que Spinoza creía en el Dios de Spinoza” (Rousset, 2000, p. 277). El mismo en el que dijo creer Albert Einstein. Deleuze nos ofrece una explicación positiva de este asunto: “lo que Spinoza va a llamar «Dios» en el libro primero de la Ética va a ser la cosa más extraña del mundo. Va a ser el concepto en tanto que reúne el conjunto de todas sus posibilidades” (Deleuze, 2019, p. 24). Es decir, el concepto de Dios como idea del absoluto infinito contiene todo lo que es pensable, incluido lo no pensable en cuanto es, como sea, todavía pensable (los infinitos atributos de la sustancia una). Dios es, pues, la idea infinita, el concepto por excelencia. El objeto básico y esencial del pensar que es, a la vez, el sostén de todo pensamiento. Spinoza y, quizás, todos los filósofos transforman la noción religiosa de Dios en el concepto filosófico de Dios, y usan esta idea para garantizar la autonomía y la posibilidad del pensamiento, su libertad total, de la misma manera como algunos artistas, particularmente pintores (Giotto, Miguel Ángel, El Greco), usan los temas religiosos de Dios, vida de Jesucristo, mitos bíblicos, etc., para desplegar una creatividad prodigiosa de líneas, colores, formas y composiciones que resultan ser, al fin, la más excelsa y evidente expresión de lo “divino”.

    Pareciera, en todo caso, que ser ateo o parecerlo es condición para tener una verdadera comprensión de Dios, como la que tiene Spinoza. Por eso, el ateo más peligroso es el que entra a la casa de Dios, a una iglesia o un templo, y pregunta si podría hablar con Él. Ya sabemos lo que le contesta alguien ahí: “ejem, ejem, ¿podría regresar después?”. O, crudamente: “no esté molestando con impertinencias, ¡todos sabemos que Dios no existe!”. Es decir, los filósofos que se han atrevido a apropiarse del tema de Dios y a compenetrarse filosóficamente en él de la manera más racionalmente consecuente resultan más problemáticos, desestabilizadores y peligrosos que quienes simplemente se contentan con negarlo (ateos, sin más: jacobinos, cientificistas, materialistas vulgares). La religión, por su parte, termina por rechazar y condenar la intromisión de los filósofos, o por lo menos la juzga desacertada o le aplica una supina indiferencia, y busca mantener sus fueros, sus privilegios respecto a Dios, como si fuera objeto de su “propiedad”.

    Así pues, lo que hace Spinoza es transformar la idea de Dios, convirtiéndola en una idea filosófico-racional, y extrayéndole todo elemento religioso o teológico-religioso (de cualquier religión: Spinoza no discriminaba al juzgar equivocadas y supersticiosas a todas las religiones9). No obstante, y es una hipótesis de interpretación, la filosofía de Spinoza mantiene la estructura –y quizá, como dirían Hegel y Feuerbach, la verdad última– de toda religión: 1) una idea de Dios, es decir, una comprensión de la esencia de la realidad; 2) una idea del ser humano, de su existencia y condición problemática; y c) una vía para superar esa condición y alcanzar la salvación. De cada uno de estos tres momentos Spinoza ofrece una concepción distinta, cuestionando, refutando y superando la visión religiosa, estableciendo a la filosofía como la verdadera vía de nuestro conocimiento y nuestra salvación. Como dice Alain en su texto sobre el filósofo holandés: “La salvación está pues en la búsqueda del espíritu de Dios en nosotros. La salvación está en la filosofía. La filosofía es la verdad de toda religión” (Alain, 2008, p. 25). El Dios racional de la filosofía es el verdadero Dios, que comprende y supera al Dios de la imaginación, el Dios de las religiones. En cuanto la filosofía aplica un vaciamiento de la religión –una especie de kenosis–, recupera en un nivel superior el sentido válido y libertador de la idea de Dios: es aquí donde surge la posibilidad de lo que llamamos una espiritualidad filosófica. Dios no ha muerto, o no ha muerto todavía, vive verdaderamente –no confundir con los falsos dioses del dinero, el poder, la vanagloria– en su idea, en la capacidad del pensamiento humano para pensar el infinito y para pensarse a sí mismo en ese infinito, y como infinito.

    Digamos que la religión plantea los problemas, pero es incapaz de resolverlos, solo la filosofía puede hacerlo, previa transformación, desmitificación y reconstrucción racional de la idea de Dios y de todo el contenido religioso. No se trata –en Spinoza, Hegel, Feuerbach o Marx– de que la filosofía supla a la religión sino de un desplazamiento a una posición que es ya algo distinto de la religión y la teología. Spinoza, “el radical puro” no se arredra nunca en su crítica a la religión; a veces es implacable, como en este consejo que le da a un joven amigo que se ha convertido al catolicismo: “Deseche esa mortífera superstición y reconozca la razón que Dios le ha concedido y cultívela, si no quiere ser contado entre los brutos” (Spinoza, 1988, carta 76, p. 400 [323]). Al Dios de Spinoza no se le reza, o bien se le reza razonando, pensando, actuando, celebrando la vida. Estas palabras de Jean-Luc Nancy guardan un fecundo tono spinozista: “Por eso, no nos resta ni culto, ni plegaria, sino el ejercicio estricto y severo, sobrio y sin embargo jubiloso, de eso que se llama pensamiento” (Nancy, 2008, p. 258). Ciertamente, al reivindicar una idea racional de Dios como la única adecuada y correcta, la filosofía no deja de estar en deuda con la religión, al menos con su núcleo de sentido, verdadero de alguna forma, núcleo que, a la vez, en una especie de círculo hermenéutico, revela la predestinación filosófica –atea en cierta forma– de toda religión.

    Todavía más, nos atrevemos a sostener que el filósofo de Ámsterdam elabora la idea más consistente y perfecta de Dios jamás habida en la historia del pensamiento, superior a cualquier otra formulada por cualquier teología o religión. Como constataba Jorge Luis Borges en una Conferencia dictada en 1985 en la Sociedad Hebraica Argentina:

Una de las tareas de la humanidad ha sido imaginar a Dios. Pero, de los casi infinitos dioses que se han imaginado, ninguno, ni siquiera el Dios de la Escolástica, el Dios de Santo Tomás, por ejemplo, puede competir en variedad, en insondabilidad (si se me permite el barbarismo), con el Dios de Spinoza. Bueno, esa imagen ha quedado y será parte de la memoria de todos los hombres. Más allá de los otros dioses del panteísmo, por ejemplo la esfera infinita de Parménides, por ejemplo el Brama de la India, que crea el mundo, Visnú, que lo conserva, y Siva, que lo destruye (Borges, 2013)10.

He aquí el Dios de Spinoza, el verdadero Dios, ese ante el cual no hay que hincarse ni guardar ningún temor, sino, todo lo contrario, ante el cual hay que ponerse de pie, levantar la cabeza y con ánimo desencadenado contemplar jubiloso la inmensidad rebosante de la creación.

Al infinito y más allá…

La definición de Dios que presenta la proposición 11 de la Parte I (“De Dios”) de la Ética sigue siendo todavía en nuestro tiempo motivo de asombro y maravilla. Recordémosla: “Dios, o la sustancia que consta de infinitos atributos cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita, existe necesariamente” (Spinoza, 2020, p. 52). Y más adelante, precisa Spinoza: “de la necesidad de la naturaleza divina deben seguirse infinitas cosas de infinitos modos” (Ética I, prop. 16 / 2020, p. 64). Dado que Spinoza llama y concibe a los individuos como modos –modos de la sustancia–, todo lo que existe es una realidad única, aunque esencialmente plural y diversa (pluralidad infinita de atributos y diversidad infinita de modos). ¿No es Dios simplemente el nombre que usa nuestro filósofo para hablar del Universo, la Realidad total o la Naturaleza? El problema es que estos conceptos, así dichos, hacen pensar en algo acabado, completo, redondo. En todo caso, para Spinoza la realidad en cuanto infinita, infinitamente infinita, no está limitada, ni puede estarlo, pues es lo Absoluto, que es pura positividad y potencia total (Dios es todo lo que puede ser). Por eso, y es una de las tesis más aparentemente extrañas de Spinoza, Dios consta de infinitos atributos (“atributo” en su filosofía quiere decir “tipo o forma de realidad”, “infinito a su manera” o, como dice él: “infinito en su género”11), aunque solo podamos acceder a dos: la Extensión (materia) y el Pensamiento. Si dijéramos que únicamente existen estos dos atributos implicaría que le negamos a Dios infinitos atributos, lo cual no sería consistente con la idea de Dios como ente realísimo. Aunque no podemos acceder a todos los atributos de Dios podemos acceder a la esencia de Dios: el ser que es causa sui y causa inmanente (o eficiente) de todo lo que existe. Que Dios es causa de sí significa que él es la realidad absoluta, que se basta a sí misma y que, por eso, es causa de todo lo que se sigue de él, que sin embargo no está fuera de él, pues “todo es en Dios”: el Dios inmanente. Como dice Marilena Chaui, la inmanencia es la “nervadura de lo real” (Chaui, 2020, p. 119), la clave ontológica del spinozismo. Sin embargo, Dios no es equivalente simplemente a la Naturaleza, a la Realidad o al Ser; o solo lo es en cuanto estos conceptos son elevados al nivel de la infinitud, de la potencia absoluta. Hay mejor, como lo explica inmejorablemente Bernard Rousset, una especie de circularidad entre Dios y el Ser: se debe reconocer que el Dios de Spinoza, “que no es Dios porque no es más que el Ser, al liberarnos del Dios que no es Dios porque es humano, demasiado humano, incluso inhumano, es por lo mismo verdaderamente divino: y lo es, en la medida en que cumple la función que está reservada a Dios” (Rousset, 2000, p. 234)12. Como apunta Pierre Macherey, el verdadero conocimiento de Dios es el que proporciona la filosofía (Macherey, 1998, p. 13).

    Para Maurice Merleau-Ponty, la idea de infinito positivo –esa “manera inocente de pensar a partir del infinito” (Merleau-Ponty, 1964, p. 182)– es lo que otorga toda su grandiosidad y especificidad al racionalismo clásico –el “gran racionalismo” le llama el filósofo francés, en oposición al “pequeño racionalismo”, positivista y cientificista de los siglos XIX y XX. Infinito positivo es la idea de un infinito en acto, la potencia ilimitada de lo que es causa sui: “lo que es infinito por su propia naturaleza o en virtud de su definición”, dice Spinoza (1988, carta 12, p. 130). Esta concepción contraviene el significado negativo que viene indicado por la misma palabra infinito, esto es, “no-finito”. Por esto, dice Mariana de Gainza, “el problema del infinito comienza a partir del mismo nombre con que se lo designa” (Gainza, 2020, p. 81). El “infinito negativo” es la noción común de infinito, la manera natural, puramente cuantitativa, como lo representamos en el nivel de la imaginación, como algo excesivamente grande y, por ende, inalcanzable, impensable. Esta postura nos lleva a constatar y asumir los límites y carencias de nuestra mente y nuestro ser –que es el principio de toda religión: nuestra indigencia y la necesidad que tenemos de un ser, un padre o un rey trascendente. Desde este punto de vista, la esencia de Dios y la esencia de toda cosa escapa a nuestra comprensión, por ende, debemos rendirnos ante la imaginación y las instituciones y relaciones sociales que aprovechan los supuestos límites de nuestro entendimiento para dominarnos. Por contra, la idea racional de Dios de Spinoza, al revelar y asumir plenamente la autonomía y alcance de nuestra potencia de pensar, tiene como principal efecto en nosotros que nos permite liberarnos de nuestras cadenas mentales y de las formas de dominación de que somos objeto. Comprendemos el ser infinito de Dios como un infinito en acto, esto es, como el ser absoluto que es todo lo que es, por sí y para sí mismo. Ahora bien, como explica Martial Gueroult, siendo lo infinito “la ineluctabilidad de una afirmación absoluta y total, es, a este título, absoluta libertad” (Gueroult, 1968, p. 8113). Absoluta indeterminación es absoluta autodeterminación, es decir, absoluta libertad.

¿Determinismo o libertad?

El estrecho vínculo que Spinoza mantiene en todo momento entre el nivel especulativo y el nivel práctico de su filosofía es lo que justifica para nosotros relacionarla con la idea y la tarea de una espiritualidad filosófica. Que Spinoza haya decidido nombrar Ética a su obra principal dice todo acerca de ese vínculo. El objetivo último de la filosofía es práctico. Esto no quiere decir que el filósofo deba subsumir el orden conceptual del pensamiento y del conocimiento a esa tarea (como hace el pragmatismo), quiere decir, más bien, que la sabiduría no puede no implicar un modo de vida diferente –autónomo, libre, feliz. Al conocer lo que es no podemos no actuar conforme a eso que es: tal es nuestra condición. La verdad es el primero de nuestros bienes, y esta enseñanza, simple y eterna, es la que creemos debe ser atendida por el ser humano contemporáneo (sumido en la confusión de la posverdad).

    Pero ¿no niega Spinoza la libertad humana? ¿No es su filosofía un determinismo absoluto que no deja ningún resquicio al ser humano y sus problemáticas concretas? Hegel creía eso, basado, según Negri, en una lectura apresurada de Spinoza (Negri, 2000, pp. 144-145). Sin embargo, la mayor parte de la Ética (cuatro de los cinco libros, del II al V14) es una antropología, una teoría de los afectos y una filosofía de la libertad. Sobre la cuestión del determinismo hay que hacer una precisión. Normalmente este se entiende en un sentido teológico-trascendente: Dios es una causa externa de lo que existe, entre la causa y su efecto opera una heterogeneidad de principio. Esto significa, como sucede en toda teología, que Dios nos es inaccesible y no conocemos la manera cómo él determina lo existente. Para Spinoza no es así. Dado que Dios es inmanente a la realidad que crea, pues es “causa inmanente, pero no transitiva, de todas las cosas” (Spinoza, Ética I, prop. 18 / 2020, p. 70), nosotros, que somos parte de esa realidad, tenemos todo para comprender lo que ella es en cuanto tal, es decir, lo que es Dios mismo, y en esto consiste nuestra libertad. El “determinismo” en todo caso significa simplemente que somos parte de la realidad, que somos reales, esto es, que emergemos desde una realidad que nos precede y abarca –dado que primero somos un cuerpo–, y es desde ahí que advenimos al entendimiento y a la libertad. Esta, nuestra libertad, consiste en el ejercicio de nuestra potencia de actuar, potencia que descubrimos a través de la comprensión ontológica de nuestro ser. Comprendemos esa potencia, que es nuestra esencia misma, en cuanto comprendemos que ella es parte (no numérica sino intensiva) de la Sustancia infinita. Somos divinos. Pues Dios es causa de todas las cosas (los modos) “en el mismo sentido que se dice que Dios es causa de sí” (Spinoza, Ética I, prop. 25, esc. / 2020, p. 76). Nuestra acción y nuestra libertad no nos exilian del mundo –no hay manera de hacer eso–, al contrario, solo desde el ser real, que damos por asumido y existente (realismo spinozista) y que comprendemos en su esencia verdadera es que podemos ser libres, que somos libres. La libertad tiene, pues, un sentido positivo: consiste en la afirmación de nuestro ser (y del Ser en general, es decir de Dios mismo), más exactamente, consiste en la afirmación que puede hacer cada uno de la parte más positiva de su ser. La libertad no es negación ni parte de una negación –de sí mismo, de los otros o de cualquier otra cosa existente. En verdad, toda existencia en cuanto tal es perfecta. Spinoza lo asienta así: “por perfección en general entenderé, como he dicho, la realidad, esto es, la esencia de una cosa cualquiera en tanto que existe y opera de cierto modo, sin tener ninguna cuenta de su duración” (Spinoza, Ética IV, prefacio / 2020, p. 285).

     Al igual que la libertad, el individuo, o más bien la individualización es, en Spinoza, intensiva. El individuo es un modo unificado de los atributos extensión y pensamiento (el cuerpo y el alma), no es un “producto” de la acción de la Sustancia sino, precisamente, un modo de la sustancia, que no existe sin ella ni fuera de ella. El modo es como el pliegue de una manta, que no es más que un modo de ser de la manta misma, o como las olas que no son más que pliegues infinitos del inmenso mar15. Doble pliegue, o pliegue en el pliegue (repliegue), los seres humanos somos un cuerpo que pliega un alma y un alma que pliega un cuerpo. Ambas realidades nos constituyen de igual manera. Spinoza supera la concepción jerárquica de la tradición metafísica y religiosa que enaltece el alma y desprecia al cuerpo. Si no tuviéramos un cuerpo no seríamos nada y nuestra alma, nuestra mente, no tendría ningún contenido y ninguna verdad. Nada serían. El alma o la mente, en tanto que modo del atributo pensamiento, es una idea, y el objeto de esta idea es un cuerpo16. A la vez, las ideas que nuestra mente posee son ideas del cuerpo, aunque no se explican o comprenden por el cuerpo sino en sí mismas, reflexivamente, a través del orden propio de las ideas, que es lo que constituye al atributo pensamiento. La correspondencia o el paralelismo entre el alma y el cuerpo, entre las ideas y las cosas, se da por descontada, en cuanto ambas son modos distintos de una misma y única sustancia. Alma y cuerpo son, en verdad, dos formas de una misma realidad.

Alegría activa: conocimiento y vida práctica

¿Cómo accedemos al conocimiento desde esa nuestra realidad a la vez corporal y mental? ¿Cómo llegamos al ámbito reflexivo de las ideas, que es lo que nos permite el conocimiento de lo que son las cosas en sí mismas? En cuanto, como hemos dicho, el sentido último de la filosofía spinozista es práctico, ético, su punto de partida también es práctico, “existencial”, podríamos decir. Se trata del “conocimiento” en el nivel de nuestra vida afectiva y pasional inmediata, en el que estamos sumidos en las afecciones –las maneras como las cosas nos afectan– y entretenidos con las imágenes y los signos que nuestra mente usa para representarse esas afecciones. Es el estadio de lo que Spinoza llama la imaginación o el primer género del conocimiento. Con todas sus limitaciones, parcialidades y confusiones es, no obstante, el sustento, la materia, y el punto de partida del conocimiento, sobre el que vendrán a montarse y posibilitarse la razón y la intuición intelectual –el segundo y el tercer género, únicos capaces de verdad. La imaginación proporciona, aunque de forma distorsionada, el contenido básico de nuestro conocimiento; es la manera como nuestro conocimiento aparece ligado a la realidad.

    Es importante subrayar que la teoría del conocimiento spinozista se sustenta en una antropología, entendida como teoría ontológica de la realidad humana. Se ha dicho muchas veces, pero hay decirlo otra vez: para el filósofo de la inmanencia, la esencia de la existencia humana es un esfuerzo por ser: el conatus, hablando del cuerpo; o el deseo, hablando del alma o la mente17. El conatus-deseo es el motor de la vida humana y de su intención cognitiva. En realidad, para la ontología spinozista, la esencia de toda cosa existente es su esfuerzo por perseverar en su ser (Spinoza, Ética III, prop. 6 / 2020, p. 194), pues esa esencia remite a la esencia divina o, más bien (para evitar caer en la analogía18), es parte de ella, es en ella, y la esencia de Dios –la esencia de la realidad– es potencia, capacidad de obrar, esfuerzo infinito.

    Por nuestro conatus-deseo los seres humanos buscamos en nuestra vida lo que nos conviene, y nos produce alegría –aumento de nuestra potencia– y rechazamos lo que no nos conviene y produce tristeza –disminución de nuestra potencia. En el nivel de la experiencia inmediata, pre-reflexiva y pasional, los seres humanos estamos sometidos al azar de los encuentros y, también, a las imposiciones de los sistemas ideológicos, a supersticiones y falsedades que limitan nuestra capacidad de pensar y obrar. ¿Qué debemos hacer en este nivel? Como ya lo recomendaba Diotima en El banquete (210a): buscar el mayor número de cuerpos, es decir de encuentros, y de encuentros positivos, de experiencias que favorezcan nuestra potencia de existir y que no la disminuyan. “Nada sino una torva y triste superstición prohíbe deleitarse” (Ética II, prop. 45, esc. / 2020, p. 137), dice Spinoza, el libertario. Esta es la vía para salir del primer género del conocimiento: aumentando las pasiones alegres y disminuyendo las tristes. Si todo fuera un proceso natural no habría mayor problema, pero el caso es que existen en el mundo social-humano demasiados “promotores” de las pasiones tristes, que nos esclavizan a ellas esclavizándonos a la vez a ellos. Resulta necesario por esto el conocimiento propiamente dicho: el ejercicio de la razón o el entendimiento. Sorprendentemente, para quienes acusan a Spinoza de “intelectualista”, el conocimiento surge para él de la propia vida afectiva: cuando las pasiones alegres o positivas nos permiten formarnos nociones comunes: ideas acerca de lo que hay de común entre varias cosas, es decir, ideas adecuadas acerca de lo que son las cosas en sí mismas y no simplemente de lo que son para nosotros –como sucede en el nivel de la imaginatio. Accedemos a la razón, el segundo género del conocimiento, cuando las ideas se explican por sí mismas –una idea se explica por otra idea– y no por otras cosas. Como lo establece Spinoza en el Tratado de la reforma del entendimiento: “la forma del pensamiento verdadero debe residir en ese mismo pensamiento, sin relación a otros, y no admite como causa suya al objeto, sino que debe depender del mismo poder y naturaleza del entendimiento” (Spinoza, 2006, p. 209 [27]). Estamos ahora en posibilidad de formar un pensamiento autónomo, una comprensión que ya no está sometida al mundo pasional ni a las cosas dadas. Advenimos a la autonomía intelectual, al “autómata espiritual”, le llama Spinoza (p. 117 [20]), que es el preámbulo de la autonomía en la vida práctica.

    Dos son las tesis subyacentes en el spinozismo respecto a la vida afectiva (los afectos o sentimientos): que el conocimiento racional se apoya en ella y vuelve a ella, y que la función de la razón no consiste en negar esa vida afectiva o en intentar dominarla, controlarla o, en el peor caso, reprimirla, acallarla sin más, negando con ello todo lo positivo que hay en la existencia como tal, y particularmente en nuestra vida corporal, como han pretendido las diversas tradiciones filosóficas, religiosas o morales (estoicismo, cristianismo, puritanismo, e incluso el llamado racionalismo moderno: de Descartes a Kant y Hegel). Se trata más bien, para Spinoza, de comprender las pasiones, de entender sus causas y su relativa necesidad, y de sustituirlas –las pasiones son por definición pasivas– por sentimientos positivos, que son los que acompañan a las acciones, en cuanto estas se siguen de las ideas adecuadas que nuestra razón forma. Esta es la alegría activa, según la expresión de Deleuze (1984). Toda acción es alegre, en tanto que la acción se sigue de nuestra comprensión racional, de nuestra potencia de pensar: “Digo que obramos cuando sucede algo en nosotros o fuera de nosotros de lo cual somos causa adecuada” (Spinoza, Ética III, def. II / 2020, p. 184). Por el contrario, padecemos debido a nuestra ignorancia, a nuestra impotencia, a que somos presa de ideas confusas (ideas de la imaginación). No hay acción triste: esto ya dice suficiente sobre la concepción spinozista de la relación entre pensamiento y vida, entre teoría y práctica, entre conocimiento y ética.

    El conocimiento de nosotros mismos, de lo que realmente somos, es la base para nuestra transformación y para nuestra emancipación o liberación, para alcanzar nuestra realización. Esto es el tercer género de conocimiento, donde conocimiento y vida se unen en la beatitud o el amor intelectual a Dios. Spinoza llama a este tipo de conocimiento intuición intelectual, pues consiste ya no en aprehender representaciones –como en la imaginación– o generalidades acerca de las cosas –como en la razón– sino en aprehender de forma directa e inmediata (concreta) la esencia singular de nosotros mismos, de las cosas y de Dios mismo. Es el punto más alto de nuestra potencia de pensar, cuando ya no requerimos mediaciones ni intermediarios, sino que captamos de un golpe, uniendo pensamiento y afecto activo (amor), la esencia verdadera de lo existente. Nos identificamos con el conocimiento que Dios tiene de sí mismo y de la realidad (Spinoza, Ética V, prop. 36, / 2020, p. 416). Captamos la esencia singular de una cosa porque captamos la manera como todas las cosas están presentes en ella, como Dios está en todas las cosas y en cada una. Esta aprehensión de la unidad de todas las cosas, de “lo uno todo” (hen panta) es, según Deleuze (2016, p. 516), la proposición o la intuición filosófica primordial, la esencia misma de la filosofía, de la que Spinoza –“el Cristo de los filósofos” (Deleuze y Guattari, 1993, p. 62)– es su mayor exponente. Es también la respuesta a la cuestión de la posibilidad y sentido de una espiritualidad filosófica, que planteamos al inicio, como base de una pedagogía filosófica para la humanidad. En tanto que ejercicio del pensamiento libre, la pedagogía filosófica no es tanto una teoría de la enseñanza de la filosofía –de cómo enseñar filosofía–, sino una teoría del aprendizaje filosófico, de cómo puede aprender a filosofar cualquier ser humano, sobre qué bases, principios y orientaciones. Esas bases, hemos tratado de decir aquí, se encuentran de forma prístina en la filosofía de Spinoza: como decía “el hombre de Kiev”, esa “ráfaga de viento que me empuja por la espalda”, y “significa, sobre todo, que Spinoza quiso hacer de sí mismo un hombre libre” (Bernard Malamud, El hombre de Kiev, citado por Deleuze, 1984, p. 7).

Observación final

El modelo spinozista para entender la realidad puede ser llevado con toda consistencia a la sociedad humana, la que puede ser concebida entonces como una comunidad de potencias que forma una potencia mayor, donde todos los seres humanos se ayudan y complementan entre sí, contribuyendo todos al aumento de la potencia de actuar de cada uno (Matheron, 1988). Este es el ideal de la comunidad humana libre –del comunismo, según Negri–, aquello a lo que una política éticamente fundada debería conducirnos. Ciertamente, las sociedades existentes confabulan y han confabulado siempre contra ese ideal. Quizá el estadio actual de crisis social y humana nos esté presentando la condición para que podamos por primera vez tomar plena conciencia de la necesidad y a la vez la posibilidad de comprometernos a volver realidad ese ideal, individual y colectivo, intelectual y práctico, espiritual y vital. Entender esto es la tarea de una pedagogía social filosóficamente sustentada, es decir, spinozistamente inspirada. Como lo aprecia el propio filósofo: “Esta doctrina contribuye no poco a la sociedad común en tanto que enseña según qué razón han de ser gobernados y dirigidos los ciudadanos. A saber, no para ser siervos, sino para que hagan libremente lo que es lo mejor” (Spinoza, Ética II, prop. 49, esc. / 2020, p. 179). Ser libre verdaderamente, no “ilusionarse libre”, es el objetivo final de la Ética como filosofía práctica. Es lo que la filosofía tiene que ofrecer al ser humano de hoy y siempre.

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1 “Me parece que jamás ha habido más que una ontología. Sólo Spinoza ha logrado hacer una ontología. Los demás han hecho otras cosas muy bellas, pero no era ontología, si se toma ontología en un sentido extremadamente riguroso” (Deleuze, 2016, p. 515).

2 Utilizan esta expresión dos reconocidos spinozistas: Gilles Deleuze y Antonio Negri.

3 Cf., en particular, Villoro, 1985.

4 Villoro también plantea como tarea de la filosofía “ser, a la vez, reforma del entendimiento y elección de vida nueva” (Villoro, 1985, p. 137).

5 Hemos mostrado (en Ramírez, 2014) una cierta analogía entre las filosofías de Villoro y Spinoza, particularmente en lo referido a la estructura de los tres géneros de conocimiento: imaginación, razón e intuición en el segundo; creer, saber y conocer, en el primero (expuesta en Villoro, 1982).

6 Parece que el autor de este paradójico lema es el pensador y escritor alemán del siglo XVIII Georg Christoph Lichtenberg. Él lo dice así: “le doy mil gracias a Dios de que me haya permitido volverme ateo” (en Lichtenberg, 2013, p. 99). El escritor era una spinozista acérrimo. Más adelante, en otro aforismo dice: “Si el mundo continúa existiendo por una infinidad de años, la religión universal será un acendrado spinozismo. Abandonada a sí misma, la razón no puede conducir a otra cosa” (p. 100).

7 “Postfacio: Una conversación con Robert Misrahi” (Lenoir, 2019, p. 149).

8 Uno entre los muchos detractores y difamadores de Spinoza es el teólogo Christian Kortholt (1680). Según María Jimena Solé, “basándose únicamente en el Tratado teológico político, Kortholt denuncia a Spinoza como doblemente engañador, pues no sólo niega la existencia del verdadero Dios, sino que además utiliza el nombre de Dios de un modo ilegítimo. Lo que él denomina Dios no es más que el universo en su totalidad y este engaño conduce, según el juicio de este teólogo, a errores y absurdos. Spinoza quiso hacer pasar su Dios naturalista por el Dios verdadero”. Kortholt, citado por Solé, remata con esta floritura de injurias: “Benedictus es Spinoza (aunque debió habérsele dado el nombre de Maledictus, porque después de la maldición divina (Gen. III, 17.18), la tierra, convertida en tierra de espinas y de abrojos, nunca ha tenido que soportar sobre su faz a un ser humano más vil que este Spinoza)” (Solé, 2011, p. 65).

9 Ver la crítica de la religión y la teología, particularmente de la Biblia veterotestamentaria en Spinoza, 1986.

10 Jorge Luis Borges, “El más adorable de los filósofos”, en: http://alucero-montano.blogspot.com/2013/02/spinoza-el-labrador-de-infinitos.html. Se dice en esta página que se trata de una transcripción de la conferencia que impartió el escritor el 1 de abril de 1985. Según Pilar Benito Olalla, la conferencia se publicó en el periódico el Clarín el 27 de octubre de 1988 (cf. Benito, 2015, nota 221, p. 91-92).

11 Que los atributos son “infinitos en su género” quiere decir que ninguno puede ser causa del otro (son realidades autónomas, autosuficientes), por ende, ambos deben ser causados por una Causa absoluta (infinitamente infinita) que es Dios. Para poner un ejemplo solo ilustrativo (no analógico sino metafórico): la manzana es la sustancia que tiene dos atributos: es roja y es jugosa, estos atributos (cualidades sensibles o quale) son irreductibles e incomparables, son autónomos, remiten a sentidos distintos (la visión y el gusto), de alguna manera cada uno “infinito en su género”. Y claro, la manzana tiene muchos otros atributos (aunque no infinitos) y la “sustancia” manzana es la causa de todos sus atributos.

12 “On doit alors reconnaître que son Dieu qui n’est pas Dieu parce qu¡il n’est que l’Être, en nous libérant du Dieu qui n’est pas Dieu parce qu’il est humain, trop humain, et même inhumain, est par là même vraiment divin: il l’est, dans la mesure où il remplit la fonction qui est réservée à Dieu”.

13 “L’inéluctabilité d’une affirmation absolue et totale, est, à ce titre, la liberté absolue”.

14 Decir “libros” es un modo de hablar, tradicionalmente utilizado, aunque tiene razón Macherey cuando insiste en que en verdad se trata de “partes” (partes) y no de libros (libri), pues “par ce mode de désignation, Spinoza a certainement voulu attirer l’attention sur le cractère global d’une entreprise philosophique qui, si elle procède para étapes successives, ne s’écarte jamais de l’objectif principal signifié par le titre même de l’ouvgrage, à savoir rassembler les éléments rationnels nécessaires à l’élaboration d’une règle de vie pratique” (Macherey, 1998, p. 3); “por este modo de designación Spinoza ciertamente ha querido llamar la atención sobre el carácter global de una empresa filosófica que, si bien ella procede por etapas sucesivas, no se aleja jamás del objetivo principal que expresa el título mismo de la obra, a saber, conjuntar los elementos racionales necesarios para la elaboración de una regla de vida práctica”.

15 Utilizamos el término que Deleuze usa más bien para explicar la filosofía de Leibniz (Deleuze, 1988).

16 “El objeto de la idea que constituye la mente humana es un cuerpo, o sea, cierto modo de la extensión que existe en acto, y nada otro” (Spinoza, Ética II, prop. 13 / 2020, p. 118).

17 “El deseo es la esencia misma del hombre en cuanto es concebida como determinada a obrar algo en virtud de una afección suya cualquiera dada” (Ética III, Def. 1 de los afectos / 2020, p. 258).

18 Deleuze ubica a Spinoza como un pensador de la “univocidad ontológica” –el ser se dice de la misma manera para todos los entes– en la línea de Duns Escoto y otros y en contraposición a la tradición aristotélico-tomista de la “analogía ontológica” –el Ser se dice de forma equívoca de las creaturas respecto al creador (Dios). Además de la magnífica y creativa interpretación de Deleuze –teoría de la distinción (numérica y real), expresionismo y paralelismo, clara distinción entre pasiones y acciones, entre tristeza y alegría– expuesta en su tesis de doctorado Spinoza y el problema de la expresión (Deleuze, 1975), ver el capítulo sobre “La diferencia en sí misma”, en Deleuze, 2002, especialmente sobre el tema de la univocidad: pp. 72 y ss.

¿Podemos nombrar “desencantada” a la Ética de Spinoza?

Ribeiro Ferreira, M. L. (2022). ¿Podemos nombrar “desencantada” a la Ética de Spinoza? Círculo Spinoziano. 2(3), 37-48.

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Maria Luísa Ribeiro Ferreira – ¿Podemos nombrar “desencantada” a la Ética de Spinoza?

 

La Ética es el lugar por excelencia en el que se estructura el pensamiento spinoziano. Aquí es donde el método geométrico se concreta. Escrita y reescrita en diferentes etapas, es una obra constituida por diferentes texturas, en la que podemos percibir varios ritmos. La densidad y la parsimonia dominan en las definiciones, axiomas y postulados que casi nos agreden con una imposición dogmática de conceptos. Los prefacios, apéndices y escolios nos permiten respirar, aclarando objetivos, explicando los temas y estableciendo conexiones. Pero el resultado de este entrecruzar de escritos es un tejido sin costuras porque todo el texto parte de Dios o de la Naturaleza y converge hacia lo mismo.

    Mientras enseñaba Filosofía Moderna en la Facultad de Letras de la Universidad de Lisboa, usé una traducción al portugués de la Ética publicada en 1992 por la editorial Relógio D’Água. Tres autores colaboraron en ella: Joaquim de Carvalho, Joaquim Ferreira Gomes y António Simões. Muchas veces (en particular en el libro V) sentí la necesidad de hacer cambios.

    Recientemente, en enero de 2020 se publicó en Portugal una nueva y excelente traducción de esta obra, elaborada por Diogo Pires Aurélio. El texto del autor está precedido por seis tópicos en los que el traductor hace consideraciones oportunas sobre aspectos relevantes en el pensamiento del filósofo.  Y en el punto 6, titulado La felicidad de Sísifo, Aurelio escribe: “La ética de Spinoza es, después de todo, una ética desencantada”[1] (Spinoza, 2020, p. 86).

    Este texto se propone discutir esta afirmación, confrontándola con varios lugares de la Ética en los que claramente se dibujan los pasos necesarios para lograr la alegría, así  como la felicidad a la que podemos aspirar en esta vida, admitiendo, al final del libro V, que la búsqueda de la máxima realización que un ser humano puede pretender es un camino posible, aunque no todos lo consigan realizar totalmente, porque como dice el filósofo: “todo lo excelso es tan difícil como raro”[2] (Spinoza, 2015, p. 352).

    La idea de que para algunos estará abierto el camino de la salvación se basa en la creencia en las posibilidades humanas, fundamentada en las potencialidades de los cuerpos y de nuestro cuerpo. “Nadie, en efecto ha determinado por ahora qué puede el cuerpo”[3] (Spinoza, 2015, p. 283), es una de las tesis esenciales de la filosofía spinoziana, en la que el conocimiento juega una función terapéutica y simultáneamente salvífica. Por lo tanto, más que clasificar la Ética como una obra “desencantada”, la consideramos optimista, rigurosa, científica, objetiva, esperanzadora y realista, en la medida en que nos propone la salvación (salus), un camino que, aunque arduo, es algo posible de lograr.

 1. La Ética de Spinoza es una tarea rigurosa, científica y ardua

Las múltiples entradas posibles en Ética nos llevan, todas ellas, al mismo fin: acompañar el desvelamiento de la sustancia, percibir su expresión a través de los modos, encontrar el lugar o papel que pertenece a cada uno. Lo que implica percibir el orden de esta trama. Los Elementa de Euclides son una presencia constante, ya sea en la organización del discurso, ya sea en el carácter deductivo al que el mismo obedece. En consecuencia, la lectura de esta obra no es fácil ni suelta, ni fluida. Hay innumerables pasajes que nos obligan a volver hacia atrás, hay conceptos que se enfrentan entre sí, hay tesis aparentemente contradictorias. En un texto que pretende ser transparente, hay, al menos a primera vista, una profunda ambivalencia. Y el “mos geométrico”, que debería ayudarnos, hace aún más difícil entender la tesis y conceptos que insisten en no encajar en interpretaciones consecuentes. Leer la Ética es una tarea ardua.

    La intención de Spinoza era describir la dinámica de la sustancia, que en tanto que “essentia actuosa” se manifiesta en lo real, dándole cuerpo. Sin embargo, hay una distancia abismal entre su punto de partida y el de sus lectores. De hecho, con la intención de acompañar la revelación de la Sustancia, haciéndola visible (Spinoza, 2015)[4], el filósofo escribió la Ética en la forma de un conocimiento que solo se nos revela gradualmente. Hay una brecha entre la escritura y la lectura porque, quien lee, solo al final de la ruta está en posesión de los elementos que le permiten recorrer el circuito. Así, las ocho definiciones que inician el libro I tienen que ser retomadas varias veces para llegar a ser inteligibles. Solo entonces pierden el carácter de arbitrariedad con el que se presentan al lector desprevenido. Y esto ocurre cuando terminamos el libro V, un capítulo decisivo para aquellos que quieren percibir el tejido de la Ética.

2. La Ética de Spinoza es optimista

El optimismo con el que se abordan las posibilidades humanas es una constante en la obra spinoziana. Así, en el Tratado de la reforma del entendimiento el filósofo se propone descubrir un camino para pensar bien y vivir bien, compartiendo con los demás la búsqueda de la felicidad: “Me decidí, por fin, a investigar si existía algo que fuera un bien verdadero y capaz de comunicarse (…) más aún si hubiera algo que, hallado y poseído, me hiciera gozar eternamente de una alegría continua y suprema”[5] (Spinoza, 2015, p. 217).

    En el Prefacio de la segunda parte de la Ética el filósofo sustenta que la felicidad es deseable y coloca la beatitud como meta: “Paso ya a explicar las cosas que (…) nos pueden llevar como de la mano al conocimiento del alma humana y de su felicidad suprema”[6] (Spinoza, 2015, p. 258).

    La gestión de los afectos es esencial para obtener la beatitud, un estado que solo algunos alcanzan. Actuar y padecer son inevitables en todos los hombres y es su responsabilidad elegir un objeto de amor que permita la superación de las pasiones tristes, es decir, de aquellas que conducen a una disminución del propio ser. Este solo encuentra estabilidad unido a algo tan fuerte que lo satisfaga plenamente y que llene el deseo constitutivo de ser, que en todos habita. La capacidad de tomar conciencia del propio ser y de guiarlo a la fuente de la que le llega la fuerza permite a los hombres alcanzar la felicidad, con la que se lleva a cabo la afirmación y el disfrute de la vida. De ahí que el filósofo diga que el sabio no está interesado en la muerte sino en la vida, argumentando que la sabiduría es una meditación sobre la vida: “El hombre libre en ninguna cosa piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es meditación de la muerte, sino de la vida”[7] (Spinoza, 2015, p. 333).

    La Ética concreta esta búsqueda, cuyo término se encuentra en el libro V, donde se nos presenta la beatitud. Esta consiste, en última instancia, en el amor intelectual a Dios, en el encuentro de los hombres unidos por este amor y en la participación individual y colectiva en la esencia de la sustancia. La felicidad suprema es el conocimiento del lugar que cada uno ocupa en el Todo. En Spinoza, Dios se ama y nos ama en la fruición de su esencia. La felicidad se alcanza cuando nos encontramos a nosotros mismos y a los demás en este amor.

    Cabe señalar que lejos de ser un obstáculo, el cuerpo humano es para él una promesa de posibilidades que debe ser desvelada. Y el filósofo se considera pionero en esta tarea porque, en su opinión, como escribe en la parte III de Ética: “Nadie, en efecto, ha determinado por ahora (…) qué puede hacer el cuerpo por las solas leyes de la naturaleza, considerada como  puramente corpórea”[8] (Spinoza, 2015, p. 283).

    Spinoza cree en las infinitas posibilidades de nuestro cuerpo. La estructura del cuerpo humano es compleja, los elementos que lo constituyen no solo son numerosos, sino también sofisticados. De ahí sus poderes, de ahí las inmensas capacidades que posee y que la mayoría, por desconocimiento, mantienen inexploradas. Y las leyes que rigen los cuerpos son idénticas, porque hay una misma materia que las constituye y que las nivela.

    “Quien tiene un cuerpo apto para muchísimas cosas, tiene una alma cuya mayor parte es eterna”[9] (Spinoza, 2015, p. 351). Es concretando las potencialidades de nuestro cuerpo, desarrollándolas y relacionándonos con otros cuerpos que pueden fortalecernos, que podremos caminar por el camino de la salvación, en el que el cuerpo y la mente juegan cada uno de ellos un papel decisivo.

    Cabe señalar que cuando habla de salvación (salus) Spinoza no utiliza este término en su connotación médica que nos llevaría a traducirlo por “salud”. La salvación es entendida por él como felicidad suprema, de modo que para caracterizarla utiliza los libros sagrados donde el término se identifica con gloria[10] (Spinoza, 2015, p. 350). Sin embargo, para el filósofo, la salvación tiene lugar en este mundo y nunca post mortem, siendo liberada de connotaciones religiosas o sobrenaturales y aproximándose a los conceptos de integración y de sintonía. Nos salvamos cuando estamos en armonía con un Todo político que permite nuestra realización. Somos salvos cuando nos integramos en un Todo cósmico, del cual somos expresión y con el que tenemos una relación particular.

    La salvación tiene lugar en el marco de un universo organizado more geométrico, un universo del que somos un eslabón, un nudo, la malla de un inmenso tejido donde todo está estructurado en una relación de causa y efecto. El conocimiento juega un papel decisivo en el descubrimiento y la superación del determinismo, una condición sine qua non para salvarnos. Para integrarnos en el Todo al que pertenecemos es esencial que lo conozcamos. La tesis de que la salvación consiste en esta integración en el Todo y que esta integración nos realiza y nos trae felicidad es algo perfectamente claro en Spinoza. Sin embargo, se admiten diferentes experiencias y diferentes caminos porque dependiendo del nivel cognitivo en el que nos situemos de esta manera tendremos una gratificación mayor o menor. Aquellos que no tienen suficientes habilidades cognitivas o no están dispuestos a la “ruta perardua” requerida por el tercer tipo de conocimiento pueden seguir la guía de aquellos que saben, aceptando un camino común, un camino propuesto a todos aquellos que forman parte de una comunidad.

    No todos los hombres logran alcanzar el supremo género de conocimiento, cuya dificultad Spinoza enfatiza en sus obras de naturaleza metafísica. Ya en el Tratado breve el filósofo discurre sobre las dificultades humanas en orden a la salvación. Esta es selectiva y no depende de nosotros conseguirla: “Ahora vemos, pues, que, dado que el hombre es una parte de toda la naturaleza, de la que depende y por la que también es regido, no puede hacer nada por sí mismo para su salvación y felicidad”[11] (Spinoza, 2015, p. 135). Siendo una parte del conjunto de la naturaleza la acción que conviene al hombre es de adaptación a ella, no oponiéndose al papel que se le dio para desempeñar en el Todo, antes bien asumiéndolo. Sin embargo, en Ética, admite que somos capaces de salvarnos, aunque el camino es difícil: “Difícil sin duda tiene que ser lo que tan rara vez se halla. ¿Cómo podría suceder que, si la salvación estuviera al alcance de la mano y pudiera ser encontrada sin gran esfuerzo, fuera por casi todos despreciada? Pero todo lo que excelso es tan difícil como raro”[12] (Spinoza, 2015, p. 352).

    La salvación está garantizada a todos los seres humanos, aunque a diferentes niveles dependiendo de la ruta elegida. En el TTP, en el TP y en el libro IV de Ética, los hombres son invitados a la felicidad, proponiéndoseles para ello la integración en un estado libre, pensado a su medida.  Pero el Tratado teológico-político es el libro por excelencia donde se desarrolla la salvación del vulgo, exponiéndose las diferentes mediaciones institucionales que permiten una vida armoniosa y feliz.

    Por lo tanto, tenemos una salvación que se abre a todos y es relativamente fácil de obtener en la medida en que solo requiere obediencia a las leyes de la ciudad. En este libro la salvación parece ser accesible para todos, construyéndose a través de la experiencia comunitaria. Este es el lugar donde las virtudes se revelan y se realizan mejor. La política es la tierra de elección sobre la que se gana la salvación y la religión, reducida a un código ético universal, juega un papel auxiliar.

    El Tratado teológico-político se centra en la salvación cuando aborda el tema de la obediencia, desde una perspectiva naturalista y no escatológica. Es una obra que se refiere tanto a las leyes de la ciudad como a ciertos preceptos morales que constituyen lo que el filósofo llamó “vera religió. Y la verdadera religión, contrariamente a “superstitio, no tiene nada de censurable: las críticas que el filósofo hace a la religión siempre se refieren a las especulaciones de los teólogos y a la forma abusiva en que atemorizan al pueblo inculto. En esta obra, el tema de la salvación está dirigido a todas las personas. Es una salvación alcanzable por obediencia tanto a las leyes de la ciudad como a los preceptos morales que se pueden encontrar en las Escrituras. Si esto no existiera, solo los filósofos se salvarían. De ahí la importancia que Spinoza concede a una hermenéutica adecuada de la religión, lo que implica una purificación de los aspectos sobrenaturales del texto bíblico y una desconfianza de todo lo milagroso y profético en él. El Capítulo XII del TTP describe el código ético que tenemos que cumplir para salvarnos. También en el Capítulo XV hay pasajes fundamentales sobre la “salvación de los ignorantes”. Esto no se procesa en un plano intelectual, sino moral, apuntando a la utilidad más que la verdad.

    Cabe señalar que la tesis de salvación para todos no está exenta de problemas. Uno es la discrepancia que parece existir entre la salvación presentada en el TTP y la Ética. Tal vez por eso nos habla Alexandre Matheron (1971) de una doble salvación, distinguiendo un sentido débil y un sentido fuerte de la misma.[13] El TTP sería representativo del sentido débil, mientras que la Ética ilustraría el segundo. Y, de hecho, cualquiera que desee enfatizar la diferencia de los cursos salvíficos utiliza necesariamente el Tratado y la Ética para justificar esta especificidad. En el Tratado, el filósofo defiende que todo el mundo puede aspirar a salvarse, siempre que cumplan con ciertas normas y que conozcan la Escritura donde tales reglas de conducta pueden ser recogidas. Es una salvación que se encuentra en el Estado, particularmente en el Estado democrático, un lugar donde es posible vivir de una manera pacífica y gratificante. Es sobre todo en los capítulos XIV y XV de esta obra donde el filósofo nos traza una verdadera pedagogía de las multitudes. Estas están sujetas a pasión, y la conducta apasionada es perturbadora. De ahí la necesidad de obedecer las leyes de la ciudad y las reglas morales. Cristo es puesto como ejemplo a seguir porque quien obedece sus preceptos es salvo. Es en esta línea que Spinoza defiende que “Cristo ha sido la vía de salvación”[14] (Spinoza, 2015, p. 363), y que “si no contáramos con este testimonio de la escritura, dudaríamos de la salvación de casi todos”[15] (Spinoza, 2015, p. 438).

    Muy diferente parece ser la perspectiva defendida en la Ética, especialmente en su libro V. Aquí la salvación se refiere expresamente a algunos, poniendo un énfasis particular en lo “sapiens. La “multitudo, gobernada por las pasiones, se limita a la imaginación y no se siente atraída por la “vía perardua. Pero para aquellos que apuntan a una realización completa, vale la pena dejar de lado ciertos beneficios, aparentemente gratificantes, cambiándolos por otros que pueden traer no solo satisfacción, sino también beatitud.

    Es sobre todo a partir de la proposición XXXVI del libro V que esta dimensión elitista se acentúa. En la misma se cruzan los conceptos de salvación, libertad, conocimiento y amor intelectual a Dios. Aquí el registro es el del conocimiento por la ciencia intuitiva, por la cual las cosas se perciben en Dios, en lo que tienen de particular e insustituible. Ya no basta con conocer las leyes del universo, de las ideas comunes, imprescindibles para aquellos que deseen situarse en el registro de la ciencia. El conocimiento del tercer género, que supera la razón, aunque la requiera, no se procesa desde el mundo, sino desde Dios. Y eso implica un camino que todo el mundo está invitado a tomar, pero en el que pocos se aventuran.

    Las últimas líneas de la Ética constituyen el clímax del pensamiento spinoziano, al concluir que la excelencia no está al alcance de todos porque “todo lo excelso es tan difícil como raro”[16] (Spinoza, 2015, p. 352). La Ética culmina en esta capacidad de renacer. Y para aquellos que siguen la vida “perardua” propuesta por el filósofo no podemos hablar de desencanto porque tendrán acceso al bien alto del que desde sus primeros escritos nos habla, admitiéndolo como posible de lograr[17] (Spinoza, 2015).

3. La Ética de Spinoza valora la alegría

La generosidad con la que el filósofo enseña el camino de la alegría es una constante en su obra. Lo vemos en las Cartas donde responde pacientemente preguntas, aclara conceptos, argumenta y contra-argumenta. Lo vemos en los Tratados políticos que ponen de relieve la importancia de un gobierno que garantice a los ciudadanos la libertad que necesitan para una vida feliz. La Ética también desarrolla exhaustivamente este deseo de autorrealización. En ella se propone el camino que nos permite alcanzar la beatitud. La fruitio essendi es, por lo tanto, una constante en todas las obras. Está entrelazada en el sistema imbricado que se estructura progresivamente, culminando en la espléndida beatitud con la que termina la Ética. Lo que hizo escribir a Misrahi (1977, 1997), que el filósofo nos ofrece un sistema impregnado de alegría, un hecho que él considera una rareza.[18]

    La alegría se refiere al poder de actuar (potentia agendi) del cuerpo cuando se incrementa, pero también se refiere al poder de actuar de la mente por la idea que acompaña a tal modificación. Así, el afecto por la alegría consiste en la simultaneidad del afecto del cuerpo y de la mente, una característica común a todos los afectos: “Por afecto entiendo las afecciones del cuerpo, con las que se aumenta o disminuye, se ayuda o estorba, la potencia de actuar del mismo cuerpo, y al mismo tiempo las ideas de estas afecciones”[19] (Spinoza, 2015, p. 282).

    En todas las cosas hay una oscilación de la perfección que discurre entre un mínimo que es el límite para el mantenimiento de su existencia y un máximo que corresponde a la plena realización. Y esto se refiere a todos los modos, ya sean humanos o no humanos, lo que no impide que existan formas de alegría exclusivamente humanas, así como hay una realización diferenciada para todo tipo de hombres porque la satisfacción del borracho es diferente de la felicidad del filósofo. En todas las cosas la alegría es un factor de crecimiento[20] (Spinoza, 2015, p. 303), del conatus propio. En el universo dinámico que es el de Spinoza, las variaciones inherentes a las cosas son constitutivas de la esencia de dichas cosas porque son la encarnación de la potencia agendi del Dios/Naturaleza. Pero solo a los hombres (e incluso entre estos a solo unos pocos de ellos) les es dado participar en la gloria, el amor con el que Dios se ama a sí mismo.  Es esta la invitación que el filósofo dirige a todos, sabiendo de antemano que es difícil[21] responderle y que solo los sabios tendrán el valor suficiente para seguir ese camino.

    Pero nunca se afirma que sea imposible de lograr.

4. La Ética de Spinoza es esperanzadora y propone la salvación del todo humano, nunca olvidando el papel del cuerpo

Desde sus primeras obras el filósofo nos habla de la necesidad de conocer la naturaleza humana y compartir este conocimiento con tantas personas como sea posible: “a mi felicidad pertenece contribuir a que otros muchos entiendan lo mismo que yo, a fin de que su entendimiento y su deseo concuerden totalmente con mi entendimiento y con mi deseo. Para que esto sea efectivamente así, es necesario entender la naturaleza, en tanto en cuanto sea suficiente para conseguir la naturaleza «humana». Es necesario, además, formar una sociedad como cabría desear, a fin de que el mayor número posible de individuos alcance dicha naturaleza con la máxima facilidad y seguridad”[22] (Spinoza, 2015, p. 219).

    El objetivo de hacerse entender por muchos es evidente. Es la comunión de las mentes, es decir, la coincidencia de los entendimientos humanos, lo que conduce a la identificación con la naturaleza. En esto consiste la salvación que, para el filósofo, se procesa a lo largo de la vida, exigiendo la presencia del propio cuerpo. Si Spinoza integra en el concepto de salvación algunas contribuciones de tradiciones religiosas, como la realización del bien supremo y la liberación, hay otros aspectos de los cuales se desmarca claramente, como es el caso de una salvación post mortem. La salvación tiene lugar en la vida y en ella tiene una parte decisiva la manera de considerar nuestro cuerpo. La excelencia de la mente humana radica en el hecho de que corresponde a un cuerpo extremadamente complejo y sofisticado. El cuerpo humano tiene más poderes y es más autónomo que cualquier otro. Como tal, le corresponde una mente dotada con más poderes y mayor autonomía: “Quien tiene un cuerpo apto para muchísimas cosas, tiene una alma cuya mayor parte es eterna”[23] (Spinoza, 2015, p. 351). El conocimiento inadecuado que tenemos de nuestro cuerpo es el resultado de la consideración que hacemos de él como un ser autónomo, como algo que vale por sí mismo. Ahora los cuerpos (y el nuestro no es una excepción) se insertan en una red de relaciones cuya captación total se ven obstaculizada por nuestra finitud. Sin embargo, a través de la exégesis gnoseológica y ética que nos da acceso al tercer género de conocimiento, es posible verlos desde otro punto de vista.

    Según Spinoza, no podemos tener un conocimiento adecuado de nuestro cuerpo porque para ello tendríamos que conocer todas sus relaciones con los demás cuerpos, y esto solo es posible para Dios. No nos es dado conocer como Dios conoce porque, como decimos, la totalidad está prohibida para nosotros. Pero podemos acercarnos a la perspectiva que Dios tiene del individuo que somos, cuando tratamos de coincidir con lo que es nuestra mente pensada por Dios, compartiendo los pensamientos que Dios piensa en nosotros o, más bien, coincidiendo con la forma en que Dios se piensa, a través del modo particular que somos –“Dios quatenus”.

    Esto es en lo que consiste la salvación, en la que la idea del cuerpo juega un papel decisivo.

    El libro V de Ética nos revela la doble condición de los modos, vistos como existentes en la duración y como los piensa Dios: “Las cosas son concebidas por nosotros como actuales, de dos maneras: o en cuanto que concebimos que existen en relación a cierto tiempo y lugar, o en cuanto que concebimos que están contenidas en Dios, y se siguen de la necesidad de la naturaleza divina (…)”[24] (Spinoza, 2015, p. 348).

    La demostración que precede a este escolio es decisiva para que percibamos el paso del plano de la duración al plano de la eternidad. La mente ve las cosas en un registro temporal cuando las contempla a partir de la existencia actual de su cuerpo. Pero ella es impulsada a buscar otro nivel cognitivo, en el que ella los concibe desde el punto de vista de la eternidad. Por lo tanto, tratando de ver el cuerpo situándose en esta perspectiva.

    Al conocernos en la duración –lo que sucede en el primer tipo de conocimiento, sensorial e imaginativo– percibimos el cuerpo como contingente, ya sea en su aparecer, fruto de una convergencia de causas, o en su aniquilación, también dependiente de factores fortuitos. En el segundo género del conocimiento, dominado por la razón, podemos decir que ya hay un cierto punto de vista de la eternidad porque el cuerpo está integrado en las leyes que regulan los modos de extensión. Podríamos decir que se trata de un determinismo genérico, ya que sabemos las cosas insertándolas en la regularidad y constancia que rigen el Universo. Pero solo en la ciencia intuitiva –el conocimiento del tercer género– el cuerpo es visto, en su particularidad y individualidad, como eterno y necesario. El determinismo permanece, pero la relación que se establece es entre un ser concreto y el Todo en el que se integra. En este caso podemos decir que el cuerpo no existe en el tiempo, aunque sea, desde siempre un modo de la extensión. El conocimiento que tenemos de él es ahora, sin reservas, “sub specie aeternitatis”.

    Dios tiene una idea (eterna) de este cuerpo. Es la consideración del cuerpo en Dios lo que conduce a la profundización de nuestro ser y lo que determina la salvación, permitiendo una lectura conciliadora entre la perspectiva dominante en el libro II (la de la muerte de la mente con el cuerpo) y las inquietantes tesis del libro V, que, en una lectura apresurada podría sugerirnos una vida del alma post mortem, desconectada del cuerpo. De hecho, en esta “otra parte de la Ética” se nos revela que hay una parte de la mente que no muere, que somos responsables de la mayor o menor extensión de esa parte, y, finalmente, que nuestro cuerpo tiene un papel en la obtención de la eternidad.

    Particularmente esclarecedora es la Proposición XXIX de Et. V, al establecer que  ese conocimiento “sub specie aeternitatis” se refiere al conocimiento que tenemos de la esencia del cuerpo y no de su existencia actual: “Todo lo que el alma entiende bajo una especie de eternidad, no lo entiende porque concibe la existencia actual y presente del cuerpo, sino porque concibe la esencia del cuerpo bajo una especie de eternidad”[25] (Spinoza, 2015, p. 348).  

    Para estar situados en la eternidad, debemos superar la perspectiva particular, y como tal incompleta, que se nos da cuando partimos de un cuerpo que existe en acto. Es importante percibir el cuerpo como Dios lo percibe, lo que implica una reconsideración de lo concreto, ahora visto desde una perspectiva que va de los atributos a las esencias: “El tercer género de conocimiento procede de la idea adecuada de algunos atributos de Dios al conocimiento adecuado de la esencia de las cosas”[26] (Spinoza, 2015, p. 347).

    La ciencia intuitiva nos da acceso a la esencia de nuestro cuerpo, pensada por Dios desde toda la eternidad. La idea que Dios tiene de nosotros es la idea eterna del cuerpo que somos. Cuando llegamos a ella alcanzamos la máxima felicidad a la que podemos aspirar.

    Aunque admite que esta ruta es difícil, el filósofo asegura que algunos podrán caminarla.

    De ahí mi desacuerdo en denominar “desencantada” la Ética de Spinoza.

Referencias

Matheron, A. (1971). Le Christ et le Salut des Ignorants chez Spinoza. Aubier Montaigne.

Misrah, R. (1977).  Giorn. Crit. Fil. Ital.  pp. 458-77.

Misrah, R. (1997). L’être et la joie. Perspectivas synthétiques sur le spinozisme. Encre Marine.

Spinoza, B. (1992). Ética. Relógio D’Água. Tr. Joaquim de Carvalho, Joaquim Ferreira Gomes y António Simões.

Spinoza, B. (2020). Ética. Relógio D’Água. Tr. Diogo Pires Aurelio.

Spinoza, B. (2015). Obras y biografías completas. Vive Libro. Tr. Atilano Domínguez Basalo

[1] Traducción, introducción y notas de Diogo Pires Aurélio.

[2] Et. V, prop. 42, Esc.

[3] Et. III, prop. 2, Esc.

[4] Et. II prop. 3, Esc.

[5] TrE, § 1.

[6] Et. II, Prefacio.

[7] Et. IV, prop. 67.

[8] Et. III prop. 2, dem.

[9] Et V, prop. 39.

[10] “salvación o beatitud o libertad”, Et. V, prop. 36.

[11] Tratado breve, cap. XVIII, §1.

[12] Et. V, prop. 42, Esc.

[13] Texto en frances: Le Christ et le Salut des Ignorants chez Spinoza.

[14] TTP, cap I.

[15] TTP, cap. XV.

[16] Et. V, prop. 42, Esc. Cabe señalar que ya en los Pensamientos metafísicos el filósofo nos había advertido que no todos los hombres son salvos. Véase P.M., II, capítulo VIII.

[17] Ver §13 del Tratado de la reforma y del entendimiento.

[18] “la remarquable et très rare sinthèse du Systhème Et de la Joie”,  Robert  Misrah, Giorn. Crit. Fil. Ital.  La misma idea se desarrollará más adelante en su trabajo L’être et la joie. Perspectivas synthétiques sur le spinozisme.

[19] Et. III Def. III.

[20] Et. III, prop. 57, Esc.

[21] Et. V prop. 36, Esc.

[22] TrE §14.

[23] Et. V, prop. 39.

[24] Et. V, prop. 29, Esc.

[25] Et. V, prop. 29.

[26] Et. V, prop. 25, dem.

¿Por qué leemos a Spinoza?

Solé, M. J. (2022). ¿Por qué leemos a Spinoza? Círculo Spinoziano. 2(3), 49-57.

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María Jimena Solé – ¿Por qué leemos a Spinoza?

 

La cuestión de la actualidad de Spinoza parece haberse instalado como un enigma a descifrar entre los especialistas. El creciente interés de la comunidad académica internacional, la proliferación de investigaciones y congresos sobre su pensamiento, la aparición de nuevas traducciones en múltiples lenguas, la gran curiosidad que despierta su figura incluso en el público no especializado, han motivado la pregunta acerca de la actualidad de sus obras, escritas hace más de tres siglos en un lugar lejano –muy lejano si nos encontramos, como es mi caso, en el sur del continente americano.

    Sin embargo, quienes nos dedicamos a estudiar la historia de la recepción de Spinoza sabemos que la cuestión de la actualidad del spinozismo no es un fenómeno exclusivo de nuestra época presente. Las obras de Spinoza no han dejado de interpelar a los lectores de todos los tiempos. A pesar de la prohibición que pesó sobre sus escritos, a pesar de la difamación y la persecución de las que fue víctima, Spinoza jamás fue olvidado. Al contrario, parece haber renacido en diferentes momentos y en diferentes lugares, para transformarse en el epicentro de encendidos debates filosóficos. En este sentido, la filosofía de Spinoza es tan actual hoy como lo fue para los protagonistas de la ilustración temprana, para los idealistas alemanes a finales del siglo XVIII o para los intelectuales del Mayo francés.

    Sabemos además que su, por así decirlo, perpetua actualidad no puede explicarse apelando a su doctrina, como si ésta hubiese permanecido igual a sí misma a través del tiempo. Cada siglo, ha afirmado Pierre Macherey, tiene su propio Spinoza (Schneider, 2011, p. 5). Podemos ir todavía un poco más lejos y decir que cada receptor de su obra construye su propio Spinoza, su propia versión de la Ética la cual, como toda fuente filosófica –nos ha enseñado el filósofo argentino Jorge Dotti (2008)–, es inevitablemente contemporánea a la lectura que se hace de ella.

    Si la Ética es necesariamente contemporánea a sus receptores, sin importar a qué época pertenezcan, entonces la cuestión de la actualidad del spinozismo nos obliga a cambiar nuestro enfoque y dar un giro introspectivo. Se trata de interrogar los motivos por los que nosotros, filósofos del siglo XXI, continuamos actualizando la doctrina spinoziana, igual que lo hicieron antes los ilustrados, los idealistas, los marxistas… Se trata, entonces, de investigar por qué nosotros leemos a Spinoza.

    Quisiera proponer una respuesta posible a este interrogante, una hipótesis que me permito anticipar. Creo que leemos a Spinoza porque sus escritos, especialmente la Ética, tienen un poder transformador que permanece intacto a lo largo del tiempo y de la geografía. No importa cómo interpretemos su doctrina, no importa cómo valoremos sus propuestas. No importa en qué siglo –ni en qué rincón del mundo– hayamos nacido y vivamos. Lo que explica su aparentemente inagotable magnetismo que desafía el paso el del tiempo, reside en el efecto que produce su lectura. La Ética de Spinoza trasforma a sus lectoras y lectores en un sentido específico: nos hace pensar, nos enseña a filosofar.

1. Existen, todos lo sabemos, diferentes clases de escritos y diferentes maneras de leer. El filósofo alemán Johann Gottlieb Fichte (1976) reflexiona sobre este tema en sus lecciones sobre Los caracteres de la edad contemporánea de 1805, donde despliega una aguda crítica a la cultura de su época, que denomina “ilustración negativa”. La máxima ilustrada, sostiene Fichte, que exhorta a los seres humanos a pensar por sí mismos, solo ha dado lugar a la proliferación de opiniones personales plasmadas en lo que él describe como un “torrente de literatura” (p. 87). Dado que las opiniones personales se renuevan permanentemente, las imprentas jamás se detienen. Cada nueva oleada de escritos desplaza a la precedente. Los lectores, por su parte, leen sin cesar y corren detrás de cada novedad. Al igual que “otros medios narcóticos”, dice Fichte (1976), la lectura los deposita “en el placentero estado intermedio entre el sueño y la vigilia”, los balancea “en un dulce olvido de sí” (pp. 1-12).[1] De este modo, la ilustración, que aspiraba al pensamiento autónomo, consigue el efecto opuesto: hunde a los seres humanos en el tedio y la indiferencia. La propuesta de Fichte es buscar otra forma de comunicación completamente distinta, que –imitando el modelo de la oralidad– borre la distinción entre autores y lectores, que requiera actividad tanto por parte de quien expresa sus ideas como de quien las recibe, que invite a una escucha atenta, que no sofoque el pensamiento propio, sino que lo exija.

    ¿Qué clase de libro es la Ética? ¿Qué clase de lectores produce? Ciertamente, quien haya realizado la experiencia de leer esta obra, reconocerá que no es uno de los libros-narcóticos criticados por Fichte, obra de quien se apresura por dar a la imprenta una colección de meras opiniones personales, que produce un efecto anestésico en sus lectores. La experiencia de leer la Ética difícilmente puede ser descrita como una experiencia de pasividad e inercia. La decisión de exponer su sistema según el orden geométrico –aunque para algunos resulte dificultoso, hasta intolerable– es, en mi opinión, una invitación a realizar las deducciones, a construir las pruebas, a descubrir las conclusiones. Spinoza no pretende que sus lectores acepten, asientan y repitan lo leído. El orden geométrico, cada una de sus demostraciones, es una exhortación a pensar por uno mismo.

    Al igual que Fichte, Spinoza considera que este es el requisito imprescindible de cualquier discurso que se pretenda filosófico. En la segunda anotación al Tratado teológico-político –una obra dedicada casi por completo a reflexionar acerca de la escritura, la lectura y las condiciones que las hacen posibles–, Spinoza (1986, p. 76), subraya la diferencia que existe entre el profeta y el filósofo. Quienes escuchan una profecía, sostiene, no experimentan ellos mismos las revelaciones divinas que el profeta interpreta y comunica, no se convierten ellos mismos en profetas. Precisamente, lo que caracteriza a los profetas es su autoridad, su capacidad de interpretar los decretos divinos que le fueron revelados de manera exclusiva. En cambio, señala, quien escucha a un filósofo, se hace filósofo, pues no se apoya en el testimonio y la autoridad ajenos, sino en los propios.

    A diferencia del don profético, reservado a unos pocos –dueños de una imaginación muy vivaz–, el conocimiento natural que depende de la razón es común a todos. Todos podemos percibir, comprender y eventualmente asentir a lo que enseñan los filósofos con la misma certeza, con la misma seguridad y basándonos en los mismos principios e ideas que ellos. Un texto, un discurso que espera motivar asentimiento irreflexivo y sumisa aceptación no es filosofía. Alguien que intenta imponer sus opiniones apelando a su autoridad o a su renombre, al miedo o a la admiración, no es un filósofo. A diferencia de la religión, que tal como Spinoza demuestra en su Tratado teológico-político, persigue la obediencia, la filosofía busca la verdad. Pero para acceder a la verdad solo hay un camino: el ejercicio de la propia facultad del conocimiento. Al leer la Ética somos movidos a pensar por nosotros mismos. En la medida en que sus páginas nos exhortan a ejercer nuestra potencia de pensar, la Ética se revela como una obra filosófica que tiene el poder de transformar a sus lectores y lectoras en filósofos y filósofas. Este es el efecto que, como adelanté, creo que explica la atracción que genera y ha generado el spinozismo –esencialmente plasmado en esta obra– a través de los siglos.

    Hasta aquí nuestra respuesta a la pregunta temerariamente elegida como título para esta intervención: ¿Por qué leemos a Spinoza? Porque la Ética nos transforma en filósofos, nos conduce a ejercer nuestra propia potencia de pensar. Al leerla, inevitablemente la recreamos, necesariamente la reescribimos y por eso es, cada vez, actual y local. Sin embargo, podemos continuar indagando, pues esta respuesta deja abierta otra pregunta, todavía más temeraria que la anterior: ¿qué implica esta exhortación a pensar por nosotros mismos? Si leer la Ética nos transforma en filósofos, ¿en qué consiste ser un filósofo? ¿Qué significa filosofar?

2. Según Spinoza, pensar por uno mismo consiste en formar ideas adecuadas. Las ideas adecuadas son el resultado del ejercicio de nuestra propia potencia de pensar. A diferencia de las ideas inadecuadas, siempre oscuras y confusas, de las que somos causa parcial, las ideas adecuadas, claras y distintas, no requieren para existir más que de la efectividad de nuestra potencia.

    La segunda definición de la tercera parte de la Ética establece que obramos (nos tum agere) “cuando sucede algo en nosotros o fuera de nosotros de lo cual somos causa adecuada” y que padecemos (nos pati) “cuando en nosotros sucede algo, o se sigue algo de nuestra naturaleza, de lo que no somos causa sino parcial” (E II, def. 2).[2] Cuando tenemos ideas inadecuadas, padecemos. Las ideas inadecuadas son algo que nos sucede, que no controlamos. Aparecen en nuestra mente, según una metáfora elocuente del propio Spinoza, como conclusiones sin premisas. En cambio, cuando concebimos ideas adecuadas, actuamos. Cuando conocemos la verdad, ejercemos autónomamente nuestra potencia de obrar. Pensar por uno mismo es, según Spinoza, actuar.[3]

    Para comprender la identidad entre pensar y actuar es necesario abandonar la concepción ingenua de las ideas como representaciones de una realidad exterior, independiente y previa a nuestra mente, que arbitrariamente afirmamos o negamos. Spinoza muestra que las ideas no son “algo mudo, como una pintura sobre una tabla”, sino que son modos del pensar, esto es, “el mismo entender” (E II prop. 43 esc). En la medida en que son modos de la sustancia, expresiones de la esencia divina, las ideas –todas ellas, las ideas que somos, las ideas que pensamos– son porciones de la potencia infinita de la sustancia. Ni mudas ni estáticas, las ideas son potencia, son expresión de la vida misma de la sustancia, de su infinito dinamismo. En este sentido, tener ideas adecuadas, ejercer la propia potencia de obrar es un acontecimiento transformador: nos transforma a nosotros mismos y transforma la realidad en la que vivimos.

    En efecto, Spinoza pone en evidencia que concebir ideas adecuadas implica una transformación que es, en primer lugar, afectiva. Conocer es actuar y al actuar nos sabemos activos, conocemos nuestra potencia. Esa conciencia de nuestra propia potencia de obrar aumenta nuestro esfuerzo por perseverar en la existencia, nos alegra, eleva nuestro deseo. Experimentamos lo que Spinoza llama afectos activos: el contento de sí, la firmeza y generosidad.[4] Así, esta transformación afectiva, que se expresa en el aumento de nuestra potencia, implica una transformación en nuestro vínculo con nosotros mismos y también con los demás.

    Ya el Tratado sobre la reforma del entendimiento –obra que Spinoza (1988) redacta en su juventud y se publica inconclusa póstumamente– advierte que quien conoce la Naturaleza, quien logra apartarse de las penurias de la vida mundana y deja de perseguir los bienes perecederos como fines en sí mismos para dedicarse a la investigación racional de la verdad, no solo encuentra un remedio para sus propios males sino que experimenta también el deseo de hacer que muchos otros conozcan lo mismo que él o ella (p. 80). La búsqueda de la verdad es siempre una empresa colectiva. No solo conduce a forjar lazos de unión y solidaridad con nuestros semejantes, sino que además necesariamente nos impulsa a transformar la realidad en la que vivimos. En efecto, si la reforma del propio entendimiento conduce a esforzarnos por ayudar a los demás a que desprendan de sus prejuicios y ejerzan su potencia de pensar, entonces, dice explícitamente Spinoza (1988), hay que formar una sociedad y ocuparse de producir las condiciones materiales y espirituales necesarias y suficientes para que todos podamos desarrollar nuestras capacidades, ejercer nuestra potencia de manera autónoma, aumentar nuestro deseo y conquistar una alegría duradera.

    Lejos de asumir una actitud contemplativa e imparcial respecto de la realidad, lejos de perseguir la verdad en vistas a fundamentar el saber o ampliar el edifico de la ciencia, el proyecto filosófico de Spinoza tiene un objetivo netamente práctico: encontrar un modo de vida que conduzca al aumento colectivo de nuestra potencia, un modo de vida que Spinoza identifica con la libertad y la felicidad. Así, en la medida en que leer la Ética produce una transformación en nosotros, esa transformación no se limita a nuestra manera de pensar, sino que es un cambio radical en nuestra manera de ser.[5] Si la Ética nos exhorta a pensar por nosotros mismos, esa exhortación es también y al mismo tiempo una exhortación a actuar, a ser causa adecuada de lo que sucede en nosotros y fuera de nosotros, una exhortación a cambiar el mundo.

    Así pues, respondiendo al interrogante que nos hicimos más arriba, podemos decir que ser filósofo, en sentido spinozista, implica entender que la filosofía es una actividad colectiva, que involucra al individuo completo –tanto su cuerpo como su mente– y que consiste en una praxis transformadora. Es precisamente esta concepción de la filosofía como una praxis transformadora lo que nos permite, en mi opinión, añadir a la cuestión de la actualidad del spinozismo, otro aspecto que lo vuelve todavía más sugestivo: su relevancia para nuestra época.

3. Dijimos que leemos la Ética porque nos transforma en filósofos y, específicamente, en una clase particular de filósofos, que entienden la filosofía como una acción colectiva y transformadora de nosotros mismos, de nuestro vínculo con los otros y del mundo que habitamos. En este sentido, la Ética se revela como una obra que excede el conjunto sus proposiciones, escolios y corolarios. En la medida en que nos apropiamos de su exhortación a actuar, la Ética se muestra como un libro vivo, viviente, que lejos de concluir con su última página, permanece inacabado y se proyecta en una tarea infinita que sus lectores –devenidos filósofos spinozistas– estamos llamados completar. Como quería Fichte, se borra la distinción entre el autor y el lector. Ya no hay uno que comunica sus ideas y otro que se limita a recibirlas. En la medida en que realizamos las demostraciones y construimos las ideas adecuadas, recreamos la Ética con cada lectura y con cada lectura nos vemos transformados.

    ¿Qué relevancia tiene en la actualidad esa práctica transformadora, esta tarea infinita que la Ética nos exhorta a llevar a cabo? ¿Qué significa ser, hoy en día, filósofos spinozistas? Creo que la historia de la recepción del spinozismo puede sernos de ayuda también frente a esta pregunta. No es ninguna novedad que reflexionar acerca del pasado ilumina nuestro presente.

    Durante décadas, la doctrina de Spinoza fue considerada no solo errónea sino también peligrosa. Ya sus contemporáneos comprendieron que la postulación de una divinidad inmanente suprime la existencia del Dios trascendente y personal de las religiones tradicionales. La refutación de la concepción antropomórfica de la divinidad y el rechazo de los valores morales trascendentes que Spinoza despliega en la Ética, anula el fundamento de una moral universalmente válida y del sistema de premios y castigos después de la muerte. La radical reivindicación de la libertad de pensamiento y expresión, que ya había expuesto en su Tratado teológico-político, junto con su defensa de la democracia y la afirmación de que el fin del Estado es la libertad, atentan abiertamente contra cualquier gobierno que ejerza el poder de modo despótico y trate a sus ciudadanos como esclavos. La filosofía de Spinoza era un peligro para el orden religioso y político establecidos. Con el correr del tiempo, el término “spinozista” comenzó a usarse como una acusación que motivó la persecución, la censura, el encarcelamiento y hasta el destierro.[6] El spinozismo se transformó en una filosofía clandestina, que pocos se atrevían a admitir públicamente. Las exposiciones destinadas a refutarlo, que apelaban no solo a un tono violento sino también a deformaciones caricaturescas de sus ideas, en cambio, eran frecuentes.

    Ciertamente, la situación ha cambiado. Al menos en los países democráticos, nadie es perseguido hoy en día por “spinozista”. Y, sin embargo, promover el ejercicio autónomo de la propia potencia y la transformación de la realidad en vistas a garantizarlo –es decir, ser spinozista– parece no haber perdido su capacidad de poner bajo amenaza al orden establecido y al sentido común de nuestra época. En efecto, el spinozismo provee incontables armas para ejercer críticamente nuestro pensamiento y adquirir una visión también crítica de nuestro mundo, de nuestra cultura, de nuestra sociedad y de nosotros mismos. Contra el individualismo y la atomización sobre los que están construidas las sociedades contemporáneas, Spinoza enfatiza la unidad de todo lo real y los vínculos que nos ligan a los otros. Frente al aceleramiento de la globalización y la gentrificación, que tienden a uniformar las identidades y los deseos, Spinoza reivindica la singularidad de cada uno, irreductible y sin fallas. Frente a la imposición de modelos estéticos y su efecto normalizador, Spinoza denuncia el origen imaginario de esos valores supuestamente trascendentes y universales. Denuncia la insatisfacción inherente a la cultura del consumo, que al mismo tiempo que fomenta el deseo de bienes y experiencias, limita la posibilidad del acceso a unos pocos. Asimismo, rechaza tanto la moral ascética, que convoca a la anulación de los deseos y el abandono de las preocupaciones mundanas, como la moral del sacrificio, que promete una recompensa proporcional a nuestros sufrimientos en esta vida y, de este modo, los justifica. Tanto contra el egoísmo como contra la misantropía, Spinoza propone entender la felicidad como un esfuerzo colectivo que no consiste sino en el esfuerzo por liberarnos de los prejuicios y las pasiones tristes, para conocer la realidad y aumentar nuestra potencia. Pero, además, y quizás principalmente, ante la complejidad y la sofisticación de los mecanismos que buscan fomentar la ignorancia, el odio y el temor, Spinoza nos exhorta reconocerlos como tales y, así, emprender el camino de la emancipación.

    De modo que para quienes –lectores y lectoras de la Ética– creemos que la filosofía no consiste en el cultivo de un saber meramente erudito, ni se agota en su faceta académica, sino que tiene un rol en la sociedad, el spinozismo es una filosofía que no solo se revela actual y relevante, sino que puede, además, ser reivindicada. No se trata de aceptar sus definiciones, sus axiomas y sus proposiciones. Se trata de reconocer el valor de la concepción spinoziana de la filosofía como una práctica transformadora. Spinoza nos enseña que el impulso por conocer y el impulso por ser felices son el mismo impulso. Nos enseña que conocer es actuar y actuar es producir efectos en uno mismo y en el mundo. El camino del conocimiento es un camino de creación de las condiciones materiales y espirituales que garanticen que todos logremos continuar aumentando colectivamente nuestro conocimiento, nuestra potencia, nuestra capacidad de ser libres. Es un camino de crítica y denuncia. Es un camino de transformación de la realidad y de nosotros mismos. Esto es lo que, en mi opinión, explica por qué leemos la Ética y por qué es relevante hacerlo: porque continúa exhortando –como es deseable de toda auténtica filosofía– a una actividad peligrosa.

 

Referencias

Chauí, M. (2004), “Política y profecía”. En Política en Spinoza. Gorla.

Dotti, J. (2008). “Breve encuesta sobre el concepto de recepción”, Seminario sobre recepción de ideas IDES / CeDInCi, Mayo 2008.

Fichte, J. G. (1976). Los caracteres de la edad contemporánea. Biblioteca de Revista de Occidente. Tr.  José Gaos.

Fichte, J. G. (1962 ss.). Gesamtausgabe der Bayerischen Akademie der Wissenschaften. R. Lauth et al. (eds.). Frommann-Holzboog, tomo I/8. (Edición canónica)

Otto, R. (1994), Studien zur Spinozarezeption in Deutschland im 18. Jahrhundert, Peter Lang.

Schneider, U. J. (2011). Jedes Jahrhundert hat seinen eigenen Spinoza. Ein Gespräch mit Pierre Macherey, Zeitschrift für Ideengeschichte, 5(1).

Schröder, W. (1987), Spinoza in der deutschen Frühaufklärung. Königshausen & Neumann.

Solé, M. J. (2011). Spinoza en Alemania. Historia de la santificación de un filósofo maldito. Brujas.

Solé, M. J. (2019). El conocimiento como acción. Exploración del concepto de filosofía en Spinoza. Síntesis. Revista de filosofía. II(1), 23-44.

Solé, M. J. (2020). Fichte y la ilustración: De la defensa de libertad de expresión a la exhortación al pensamiento autónomo. Revista de Estudios sobre Fichte. (21), 1-12.

Spinoza, B. (1986). Tratado teológico-político. Alianza. Tr. A. Domínguez.

Spinoza, B. (1988). Tratado de la reforma del entendimiento. Alianza. Tr. A. Domínguez.

Spinoza, B. (2020), Ética demostrada según el orden geométrico. Trotta. Tr. P. Lomba.

Winkle, S. (1988), Die heimlichen Spinozisten in Altona und der Spinozastreit, Verein für Hamburgische Geschichte.

[1] La posición de Fichte que aquí simplemente esbozamos, está desarrollada en M. J. Solé (2020).

[2] Cito la Ética indicando la parte en números romanos y el número de definición, proposición, etc.

[3] Hemos desarrollado esta idea en M. J. Solé (2019).

[4] Cf. E III, prop. 59, esc. y Definiciones de los afectos 26, explicación.

[5] En este sentido, M. Chauí (2004), al analizar el Tratado de la reforma del entendimeinto, habla de la filosofía como ruptura (p. 16).

[6] Acerca de los spinozistas clandestinos y la suerte que corrieron, véase, por ejemplo, Schröder (1987), Otto (1994), Lang, Winkle (1988), Solé (2011).

La Ética como tópica: una lectura althusseriana de Spinoza

Sánchez Estop, J. D. (2022). La Ética como tópica: una lectura althusseriana de Spinoza. Círculo Spinoziano. 2(3), 58-71.

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Juan Domingo Sánchez Estop – La Ética como tópica: una lectura althusseriana de Spinoza

 

La obra de Althusser suele considerarse como la consumación de un marxismo “teoricista” en el cual la distinción rígida entre ideología y ciencia desempeña un papel fundamental, un marxismo en el cual predomina una preocupación epistemológica y la práctica queda relegada a un segundo lugar. Conforme a las críticas que le dirigen, entre otros, Thompson (1981) o Rancière (1975), la teoría se convierte para Althusser en el terreno fantasmagórico de un conflicto abstracto entre posiciones teóricas sin contacto alguno con la práctica real, algo, por cierto, muy parecido a lo que Marx llamaba “ideología” en La ideología alemana. Tal sería, por otra parte, el sino común de un marxismo “estructuralista” enteramente basado en construcciones teóricas que, en razón del rígido determinismo impuesto por la teoría, haría imposible pensar la práctica política de los humanos realmente existentes. De ahí que, desde un punto de vista más general, el marxismo de Althusser pareciera relegado a sufrir el destino de los marxismos occidentales descritos por Perry Anderson (1979): compensar en la teoría, más concretamente en la filosofía, la ausencia de una práctica revolucionaria real.

    Sin embargo, la realidad de la obra de Althusser es mucho más compleja: puede que no resulte ser la fase terminal de un marxismo teoricista y determinista, sino un inmenso esfuerzo de recuperación del nervio materialista del marxismo y, por consiguiente, de su función esencial para la práctica política. Hoy, tras el descubrimiento de una gran cantidad de inéditos althusserianos, ese nuevo rostro del pensamiento de Althusser puede percibirse cada vez con mayor claridad. Por otra parte, cabe recordar que el propio Althusser nunca aceptó las acusaciones de estructuralismo y rígido determinismo que se le habían dirigido. A las acusaciones de “estructuralismo”, Althusser respondió que lo que se tomaba en su obra por un estructuralismo era un “spinozismo”: “Si no fuimos estructuralistas, sí podemos decir ya por qué; por qué parecimos serlo, pero sin serlo, y por qué este singular malentendido. Fuimos culpables de una pasión fuerte y comprometedora: fuimos spinozistas”, afirma en los Elementos de autocrítica (Althusser, 1979, p. 44). Al determinismo economicista supuestamente asociado con este estructuralismo, opuso ya desde sus textos de los años 60 en “Contradicción y sobredeterminación” (1962) y “Sobre la dialéctica materialista” (1963) –ensayos que se incluyeron, tras su publicación en revistas cercanas al Pcf, en el volumen Pour Marx (La revolución teórica de Marx)– una reivindicación de la acción política, del pluralismo y de la movilidad de las causas que determinan el todo social. Camaradas de partido radicalmente opuestos a las tesis de Althusser, como Roger Garaudy (1963) o Gilbert Mury (1963), identificaron correctamente estas posiciones con un rechazo del “monismo” y, de manera más discutible, con un “hiperempirismo”.

    En este contexto polémico se declara Althusser en los años 70 spinozista, dirigiendo la mirada hacia trabajos filosóficos en los que ha empleado –de manera discreta en La revolución teórica de Marx (1965) o abierta en Para leer El Capital (1965) o de modo casi provocador en las conferencias sobre psicoanálisis (1963-1964; Althusser, 2014)– conceptos centrales del spinozismo. Esto nos lleva a preguntarnos: ¿Qué significa el spinozismo para Althusser? A tenor de lo que se afirma en los textos citados, podemos responder que significa por lo menos tres cosas: 1. En primer lugar, una teoría original de la ideología que inscribe a esta no en el vacío de la ignorancia o de la ilusión sino en la materialidad de la historia. 2. En segundo lugar una teoría de la diferencia entre el pensamiento y el objeto pensado que imposibilita la confusión entre el conocimiento de una cosa y la cosa misma. 3. En tercer lugar, una concepción del todo de la naturaleza, lo que Spinoza denomina “Dios”, como el correlato ontológico de una tópica, esto es de un dispositivo de producción de conocimiento que piensa las múltiples formas de causalidad que estructuran el todo de la Naturaleza como determinadas por éste e inscribe en ese todo como sujeto de afectos dentro de una forma concreta de causalidad (el pensamiento, la ideología) al supuesto sujeto de un conocimiento puramente racional.

    Nos detendremos en estos tres momentos del spinozismo althusseriano y los expondremos por separado antes de mostrar su profunda interconexión en el concepto central de tópica. Esto nos permitirá reconocer en la perspectiva spinozista de Althusser la clave de un desarrollo de su obra en el sentido de un materialismo radicalizado que acabará denominando “materialismo del encuentro” o “materialismo aleatorio” (Althusser, 2007). Creemos que una lectura de la ontología spinozista desde la tópica es una de las claves de ese redescubrimiento del materialismo.

I. Leer

Todo empieza por la teoría de la lectura expuesta en las páginas de Para leer El capital, teoría ya anunciada en los artículos “Sobre el joven Marx” (1960) y “Sobre la dialéctica materialista” (1963). Según este planteamiento, Spinoza es uno de los primeros autores que se plantearon “el problema de leer” (Althusser, 2010, p. 21). Es, en efecto, el autor de una teoría de la interpretación de la Escritura desarrollada y aplicada en el Tratado teológico-político, obra que, por cierto, Althusser calificará en una conversación con Waldecq Rochet, el futuro secretario general del PCF y responsable del Comité Central para los intelectuales, como “el Capital de Spinoza” (Althusser, 2000, p. 181), lo cual nos muestra, por cierto, que El capital es también una obra de “lectura”.

    ¿Qué afirma esta teoría? En primer lugar, que debemos abordar un discurso imaginario como el de la Escritura, con los mismos medios con los que abordamos cualquier otra realidad natural. No se trata en ningún caso de leer ese discurso como si este nos revelara su propia verdad, sino de producir un conocimiento sobre él, del mismo modo que producimos el conocimiento de cualquier otro objeto natural. Esto requiere una labor de distanciamiento, una toma de distancia respecto del supuesto “sentido” de un texto que se presenta como un texto revelado. El TTP afirma en sus primeros capítulos que la Escritura es obra de los profetas, los cuales no destacaban por su conocimiento racional o filosófico de la Naturaleza sino por la fuerza de su imaginación. La Biblia es un texto cuyos contenidos son de carácter imaginario: en ella no se dan demostraciones como en la ciencia, sino que se pretende dar a conocer mediante signos exteriores la supuesta revelación de Dios a los profetas. Ahora bien, esta revelación no es de carácter intelectual, sino enteramente práctica y se resume en una serie de preceptos sencillos. La Biblia no nos aporta un conocimiento sino un conjunto de prescripciones, una ley, no una verdad. Otra cosa es que esa ley pueda considerarse retroactivamente, desde un punto de vista teórico, ajustada a una verdad racional sobre la práctica humana.

    Interpretar la Escritura, como nos indica el Capítulo VII del TTP es descifrar a partir de sus propios contenidos un fragmento de naturaleza que encontramos aislado de su contexto histórico y social. Dado que en lo fundamental ignoramos las intenciones de sus autores, debemos tratarla como una realidad más de la naturaleza. Del mismo modo que ante cualquier fenómeno natural, una perspectiva racional intenta pensar las relaciones internas a la naturaleza que lo constituyen. Althusser explicará en una nota de su fichero Spinoza cómo entiende este método:

capital y en relación con el principio de sólo explicar la escritura por sí misma: tomarla como un todo inmanente, un todo imaginario que tiene un sentido, como toda imaginación, sin plantear el problema de su causa… como una vivencia (un vécu) en el sentido inmanente de vivencia. […] No se plantea el problema de los orígenes causales, o mecánicos o transcendentes (Althusser, ALT 2 A60 -08).

    Es posible así conocer a partir de la Escritura misma el sentido de esta, sin necesidad de acudir a una causalidad o un sujeto exterior que se revelara a través de ella. La Escritura no es un dispositivo teórico que produce verdades, sino un dispositivo imaginario que afecta la imaginación y las pasiones humanas y produce obediencia contribuyendo así a reproducir un orden político y social. Un discurso imaginario o, en la terminología marxista de Althusser, “ideológico”, se inscribe en la materialidad de una práctica política históricamente determinada. Leer la Escritura es reconocer esa realidad histórica como clave de interpretación de sus contenidos ideológicos. Este planteamiento se opone diametralmente a la forma “ilustrada” de comprender el error o la ilusión como una nada o un residuo irrelevante de los que ya no queda nada que decir una vez que se conoce la verdad: discursos como el religioso son desde esa perspectiva meras ilusiones, mentiras o engaños que, una vez desvelados, resultan ser una nada. Para Spinoza, por el contrario, la ideología tiene una materialidad propia que nos permite conocer los mecanismos de su producción. Asimismo, el propio proceso de producción racional de conocimientos nos obliga a arrojar luz sobre las dinámicas imaginarias que lo bloqueaban. “Verum index sui et falsi”, afirmaba Spinoza (1988), “lo verdadero es signo de sí mismo y de lo falso” (p. 188), lo cual significa que la verdad nunca surge como tal de lo falso, como si fuera un contenido implícito de lo falso que bastase “desplegar” o “depurar” para alcanzarlo. Lo verdadero no está en lo falso como su secreto o su contenido auténtico, sino en un trabajo inmanente de rectificación de la imaginación/ideología que produce verdades tomando como materia prima representaciones imaginarias.

 

II. Escribir

La posibilidad misma de un discurso racional sobre la imaginación nos muestra precisamente que existe una diferencia esencial entre imaginación y conocimiento racional. La imaginación no se conoce a sí misma, no es capaz como tal de producir el conocimiento de su esencia y de sus condiciones de existencia, aunque esto no impide que pueda ser conocida racionalmente. Las ideas de la imaginación, efectivamente, son ideas mutiladas, conclusiones sin premisas que se nos imponen pasivamente. De ahí que el conocimiento nos aparezca como una propiedad ya dada en las cosas conocidas, una esencia que captamos o que se nos revela, como si la Naturaleza fuese un libro escrito para nosotros (Althusser, 1967, pp. 36-64, n. 40) en el que nos bastase leer para obtener inmediatamente su conocimiento. Althusser verá en esta concepción del conocimiento como “revelación” la herencia de la doctrina teológica del conocimiento adánico (Althusser, 2014a, capítulo 6). Era el conocimiento de Adán en el paraíso un conocimiento inmediato, sin esfuerzo ni producción de ningún tipo. El conocimiento de las cosas, como los frutos del jardín del Edén, estaba disponible para que el hombre lo recogiera y disfrutase de él. Los ecos de esta doctrina dominan aún hoy una teoría del conocimiento que busca la adecuación de la idea y de la cosa. La nostalgia de un paraíso perdido se oculta detrás de toda búsqueda del conocimiento de la cosa (de su esencia) en la cosa misma. Frente a este mito religioso de una cosa que “se nos da a conocer”, Althusser, siguiendo a Spinoza, afirmará la diferencia radical entre conocimiento y objeto de conocimiento y la autonomía del proceso de producción de conocimiento. El conocimiento no es algo dado, es algo producido. El conocimiento, podemos decir, no es una simple lectura, sino una nueva escritura.

    Retomando en Sobre la dialéctica materialista la tripartición de los géneros de conocimiento de Ética II (Althusser, 1967, pp. 152-159), Althusser convertirá lo que pareció a muchos lectores anteriores de Spinoza una división jerárquica de los grados de conocimiento según el modelo platónico en un auténtico proceso de producción de conocimiento como el que Spinoza nos presentaba en el Tratado de la reforma del entendimiento (Spinoza, 1925, vol II, p. 13-14) donde comparaba el desarrollo del conocimiento con el de los instrumentos materiales. Althusser, siguiendo una inspiración de Pierre Macherey (Althusser, ALT/142/1)[1], convierte los géneros de conocimiento en Generalidades numeradas como fases de un único proceso: la Generalidad I corresponde a la imaginación, la materia prima; la Generalidad II al uso de las nociones comunes, los medios de producción; la Generalidad III al resultado del proceso, al conocimiento producido de una esencia singular.

    Reiteradamente observó Althusser, a propósito de la Generalidad I, que corresponde a la imaginación de Spinoza o la ideología de Marx, que esta no constituye propiamente un conocimiento, pues no es el resultado de un proceso de conocimiento, sino algo que nos viene dado: “nuestro mundo vivido”, los contenidos inmediatos de nuestra conciencia. A partir de los materiales de ese mundo será posible construir un conocimiento racional, en primer lugar, determinando las relaciones constitutivas de las cosas y los acontecimientos, las cuales vienen a sustituirse a las “cosas mismas” que se nos presentan a la conciencia (ideológica, valga la redundancia) como realidades subsistentes por sí mismas, como sustancias. En el conocimiento racional de las realidades finitas, una lógica (o una física) de las relaciones sustituye en el marco de la Generalidad II a una semántica de las sustancias. No es lo mismo pensar un organismo como una esencia perfecta que reconozco como tal en la Naturaleza y que me habla de la voluntad y los designios de su Creador, que determinar la esencia de una cosa como un conjunto de relaciones que la constituyen internamente y, externamente, permiten su pervivencia y su reproducción. El descubrimiento del hecho de la relación como primera forma de idea verdadera (de noción común) nos saca del incierto paraíso de nuestra conciencia y nos abre a un universo cuyo sentido no está siempre ya creado, un universo cuyo conocimiento podemos producir y cuyo orden podemos también modificar con nuestra acción. Ahora bien, las relaciones son nociones comunes, pero no son universales abstractos, lo que permiten conocer no es una esencia universal sino aspectos parciales de esencias singulares. La Generalidad III que concluye, provisionalmente, el proceso de conocimiento será así, no una intuición mística, sino el conocimiento de la esencia singular a partir del conjunto de las relaciones que la constituyen. Desde el punto de vista práctico, y en particular político, coincidirá con un conocimiento de la coyuntura en tanto que toda coyuntura es el hecho singular de un encuentro único de relaciones.

 

III. Inscribir

Por mucho que el conocimiento sea una producción de conocimientos independientemente del objeto, el ámbito de los objetos existe también como tal. Existe un Todo de la Naturaleza que se expresa en distintos registros del ser correspondientes a los infinitos atributos en una infinidad de modos: el atributo Pensamiento, dentro del cual se producen las dinámicas de conocimiento y de la imaginación, es solo uno de ellos. El escolio de la proposición XIII de la segunda Parte de la Ética nos presenta un registro de los cuerpos “paralelo” al de las ideas y, en concreto, al de esas ideas complejas de un cuerpo que son las mentes (Spinoza, 1925, pp. 92-103)[2]. Como se indica en la proposición VII de Ética II en su escolio (Spinoza, 1925, p. 89-90), mentes y cuerpos serán la misma cosa en diversos atributos y, por ello, aun no existiendo interacción entre ellos, las vicisitudes de sus existencias como expresiones de un mismo individuo serán paralelas. Pensar la mente, que es idea del cuerpo, supone pensar el cuerpo. La mente spinozista no es un sujeto centrado y central para el conocimiento y la práctica sino el correlato pensante de un cuerpo expuesto a las dinámicas del mundo. Si Althusser, siguiendo una inspiración marxista, pensaba los géneros de conocimiento spinozistas como un proceso de producción, pensará también los distintos atributos o registros de la realidad que expresan la esencia infinita del Dios de Spinoza bajo la figura de la tópica marxista, y viceversa. El cuerpo será así lo que nos permita “en última instancia” conocer la mente, por mucho que la dinámica de la mente sea enteramente autónoma.

    Althusser identifica la metáfora del edificio social que Marx propone en la Introducción de 1859 con una tópica a la manera de Freud (Althusser, 1979, p. 52-54). Sabemos que la tópica freudiana es un dispositivo que permite pensar el psiquismo como la resultante compleja de una serie de instancias, lo cual, por ejemplo, en la segunda tópica freudiana, le permite descentrar al Yo convirtiéndolo en un efecto y una parte del Ello sometida también a la instancia del Superego. Frente a la supuesta función de síntesis atribuida a la conciencia y al Yo, Freud propondrá una multiplicidad irreductible de instancias y regiones del psiquismo: muy literalmente un análisis. Pensar la metáfora de Marx bajo esta perspectiva permite a Althusser contraponerla a cualquier forma de reduccionismo, en concreto economicista. Contrariamente a una larga tradición marxista de raíz engelsiana que vio en la base material o económica la esencia misma de lo social reproducida en las distintas instancias de la formación social, o incluso, de manera mecanicista, la causa misma del acontecer social, Althusser nos presenta la tópica marxista como un sistema de sobredeterminación, de determinación múltiple y compleja de las distintas instancias y, en concreto, de la instancia determinante “en última instancia” que es la economía. Contrariamente a cualquier determinismo económico, el esquema de Marx nos remite a la imposibilidad de una autorregulación de la economía, incluso a la imposibilidad de la existencia de la economía con independencia del todo social en que se inscribe. La determinación en última instancia por la base material coincide así con la existencia misma del todo social articulado en instancias: no es otra cosa que el juego de la multitud de las instancias.

    Este esquema es resultado de una interpretación radical del inmanentismo spinozista y de la doctrina de la causa immanens que Althusser identifica con la causalidad estructural, pero también será la base de una interpretación particular del Todo que Spinoza denomina Dios. La “gran revolución teórica de Marx” con la que se inaugura una teoría racional de la historia puede interpretarse, según Althusser, en términos spinozistas. Así se expresa Althusser, por ejemplo, en las páginas de Para leer El capital donde se presenta a Spinoza como el primer filósofo que planteó el problema de la causalidad estructural plural:

El único teórico que tuvo la inaudita audacia de plantear este problema y de esbozar una solución fue Spinoza, pero la historia lo sepultó en los espesores de la noche. Es solo a través de Marx quien, sin embargo, lo conocía mal, como comenzamos apenas a adivinar los rasgos de este rostro pisoteado (Althusser, 2010, p. 202).

    Althusser explica unas páginas más tarde en qué consiste este tipo de causalidad:

…esto implica que la estructura sea inmanente a sus efectos, causa inmanente a sus efectos en el sentido spinozista del término, que toda la existencia de la estructura consista en sus efectos, en una palabra, que la estructura que no es sino una combinación específica de sus propios elementos no sea nada más allá de sus efectos (ibid., p. 204).

    Este uso de Spinoza para pensar a Marx se basa a su vez en una interpretación de Spinoza sumamente original que separa la teoría spinozista de la sustancia de toda forma de causalidad expresiva o emanativa. Pocos años después del seminario Leer El capital y durante el trabajo de elaboración de las diversas ediciones del texto del seminario, trabajo que se caracteriza por el abandono por parte de Althusser de la problemática estructuralista de la causa ausente o “causa metonímica”, y su sustitución por una teoría de la causalidad estructural identificada con la causa inmanente spinozista, Althusser aclarará esta concepción de la causalidad. En una conversación inédita con su amigo el padre Stanislas Breton (Althusser, ALT2-A32-01-11), Althusser aclara su interpretación de la ontología de la Ética conforme al esquema de una tópica, evitando, como en su lectura de Marx, todo reduccionismo o, en términos ontológicos, todo emanatismo.

    La conversación comienza con la afirmación por parte del padre Breton de que el hegelianismo se sitúa en una tradición emanatista en la cual habría que incluir a toda una línea filosófica que va desde Plotino hasta Spinoza y que la causalidad estructural tal y como se presenta en Spinoza tendría relación a la vez con la causa formal aristotélico-tomista y con la causalidad emanativa plotiniana.

    A esto responde Althusser que “la filosofía de Spinoza tiene las apariencias de una filosofía de la emanación” y de la “causalidad expresiva”, pero lo importante es cómo están dispuestos “los distintos niveles” en Spinoza: 1. Sustancia, 2. atributos, 3. modos infinitos, 4. modos finitos. Puede parecer que hay continuidad “emanativa” entre los “órdenes” así dispuestos, pero lo que se comprueba es una “discontinuidad” (“cortes”, “des coupures”) entre estos órdenes, correlativa de la determinación por la sustancia. “Lo decisivo es el ‘corte’ entre los órdenes”. Existe así una cierta “trascendencia” determinada por los cortes entre un orden y otro junto a una “causalidad inmanente” que es “causalidad dentro de los órdenes determinados por estos ‘cortes’”.

    Lo importante en el punto de vista sobre la ontología de Spinoza que aquí se expresa es el reconocimiento de los “cortes” y, en segundo lugar, y frente a toda interpretación dialéctica de la relación entre los distintos órdenes: “la no preinscripción de estos cortes en el concepto de la sustancia, o en el concepto de la causalidad inmanente”. Los “cortes” son un Faktum irreductible: si la multiplicidad de los órdenes estuviera fundada en la sustancia, regresaríamos a una variedad u otra, plotiniana, tomista o hegeliana de la causalidad expresiva o de la emanación. No puede haber por consiguiente en la sustancia misma un principio de negación que permita pensar su trascendencia respecto de los distintos órdenes de la ontología spinozista. La multiplicidad no surge de lo simple, debe considerarse como algo irreductible. De este modo, la inmanencia de Dios a sus atributos instala a Dios en la recíproca exterioridad de estos y en la infinita multiplicidad de los modos, en una complejidad más acá de la cual no hay nada, desde luego no un Dios “Uno”. De ahí que la ecuación Deus sive Natura no admita ningún resto y concluya reconociendo la completa inmanencia de Dios a la Naturaleza.

    Dios existe y consiste en la exterioridad recíproca de los órdenes; no constituye en modo alguno una “interioridad” para estos, un suppositum que les sirva de sujeto de atribución. Frente a todas las críticas del spinozismo a partir de posiciones idealistas que, como la de Leibniz (Laerke, 2009), confundieron el ser en la sustancia con la atribución de un predicado a un sujeto, el spinozismo no hace de la sustancia un hypokeimenon, un sujeto de atribución ni de suposición, no hace de la sustancia una cosa entre las cosas sino el marco y el conjunto de todas las relaciones estrictamente equivalente a la Naturaleza infinita. Entre los atributos y Dios prevalece una identidad rigurosa, aunque múltiple: la diferencia real (entre atributos) no es una diferencia numérica (entre cosas), por lo cual Dios consta de infinitos atributos. Esos infinitos atributos separados por cortes no derivan su pluralidad real de una negación intrínseca a la sustancia divina, sino que están siempre ya dados como diferentes expresiones de una única esencia divina que no existe sino expresada en ellos. De ahí que precise Althusser que “no hay cortes en la sustancia” sino “a propósito de la sustancia”, a propósito de “lo que de ella puede decirse y pensarse”. Los cortes son reales, pero su carácter es esencialmente epistemológico: “Tal vez aquí encontraríamos –afirma Althusser concluyendo así su diálogo con el padre Breton– la razón profunda de la definición del atributo (“lo que puede concebirse de la sustancia”…) etc.”

    Nos encontramos así, a propósito de la sustancia spinozista, con el mismo doble juego de la sobredeterminación por múltiples instancias y de la determinación en última instancia que nunca se llega a manifestar en estado “puro”, algo que Althusser había analizado en términos casi idénticos a propósito de la tópica marxista (Althusser, 1967, p. 93). Los distintos “órdenes” que constituyen los infinitos atributos y los infinitos modos en que los atributos expresan la esencia divina afirman una determinación plural de todo lo existente, pero a la vez una inscripción de esta pluralidad de determinaciones en un “todo-no todo” (Althusser, ALT74/51) hecho de diferencias y sin interioridad que se llama Dios, un Dios que, a diferencia del Dios de las religiones no es sino el nombre de la inmanencia. Un Dios que no es “nada”… más allá de la Naturaleza: “Dios no es más que naturaleza, lo que quiere decir nada que no sea naturaleza” (Althusser, 2007, p. 42)[3]

IV. Interpelar

La particularidad que tanto en Marx como en Spinoza –o en Maquiavelo– tiene ese “todo” es que incluye en sí mismo como ideología o como modo del pensamiento al propio pensamiento que lo piensa. El sujeto que piensa la tópica se ve a sí mismo incluido en la tópica como “sujeto que piensa la tópica”. El propio conocimiento racional que la tópica permite se ve a sí mismo incluido en la tópica como imaginación o como ideología. La perfecta autotransparencia del sujeto a sí mismo que daría lugar a un saber absoluto es así bloqueada por la tópica: un sujeto que es parte de la naturaleza puede tener un conocimiento racional, pero ese conocimiento racional está a su vez determinado por su radicación relativamente pasiva y, por consiguiente, imaginaria, en el conjunto de la naturaleza. Ciertamente, la tópica permite acceder a nociones comunes, producir “verdades” sobre la realidad que determina al individuo, pero esas “verdades” no dejan de inscribirse en el “mundo vivido”, en la ideología, o lo que es lo mismo, en la conciencia del sujeto que las formula. Esto significa que dependen de una serie de condiciones externas que posibilitan y limitan su formulación. La ciencia es así siempre una autocrítica y una rectificación de una imaginación que no es un conocimiento de bajo nivel sino la condición existencial misma de todo individuo que piensa, el mundo tal y como este lo vive. Por ello mismo, una vez inscrita la propia ciencia en el registro de las prácticas reales, esta no puede funcionar sino como ideología. Nos encontramos así ante un saber paradójico que, por un lado, es un saber racional y científico, pero que es también inevitablemente un saber que no puede desprenderse de su base y de su entorno imaginarios. Tal es el sentido más radical de la expresión “verum index sui et falsi”: lo verdadero no puede desprenderse nunca de su fundamento material que es la imaginación, la ideología.

    Estamos, pues, siempre en la ideología, pero confundimos la ideología con la realidad, afirmando la supuesta transparencia –al menos relativa– de esta:

Podemos agregar que lo que parece suceder así fuera de la ideología (con más exactitud en la calle) pasa en realidad en la ideología. Lo que sucede en realidad en la ideología parece por lo tanto que sucede fuera de ella. Por eso aquellos que están en la ideología se creen por definición fuera de ella; uno de los efectos de la ideología es la negación práctica por la ideología del carácter ideológico de la ideología: la ideología no dice nunca “soy ideológica”. Es necesario estar fuera de la ideología, es decir en el conocimiento científico, para poder decir: yo estoy en la ideología (caso realmente excepcional) o (caso general): yo estaba en la ideología. Se sabe perfectamente que la acusación de estar en la ideología sólo vale para los otros, nunca para sí (a menos que se sea realmente spinozista o marxista, lo cual respecto de este punto equivale a tener exactamente la misma posición). Esto quiere decir que la ideología no tiene afuera (para ella), pero al mismo tiempo que no es más que afuera (para la ciencia y la realidad). Esto lo explicó perfectamente Spinoza doscientos años antes que Marx, quien lo practicó sin explicarlo en detalle (Althusser, 1974, p. 58-59).

    No hay así una interioridad del saber sino una constante elaboración de este, una tensión entre ciencia e ideología desde el interior de una insuperable condición ideológica del individuo. Y, sin embargo, el conocimiento de esta condición que nos proporciona la tópica, aun siendo un límite efectivo que nos libra de toda aspiración a la transparencia, nos permite acceder a la verdad efectiva de las prácticas humanas, al juego de los afectos y de las ilusiones que dejan de ser una prehistoria de la ciencia o de una supuesta humanidad por fin ilustrada y se convierten en las condiciones de existencia de una vida humana tanto individual como colectiva.

    Althusser reconoce el cercanísimo parentesco de los pensamientos de Maquiavelo y de Spinoza. Un pensamiento de la inmanencia radical que ambos comparten, que nunca deja de lado los afectos humanos y produce un conocimiento racional de lo “irracional” que determina las prácticas humanas. Este conocimiento que separa lo irracional conocido de la razón que lo conoce no se basa en una trascendencia sino en una tensión entre razón e imaginación, entre ideas inadecuadas de la imaginación e ideas adecuadas de la razón. Esto permite a la razón misma contemplarse como una dinámica de la imaginación, pero esta contemplación teórica no es mera identificación. La diferencia, el corte, entre razón e ideología permanecen, pero el trabajo de la razón y de los afectos que determinan el trabajo de la razón no es vano para la práctica: es posible merced a este trabajo, a esta toma de distancia que la tópica representa, conquistar un margen de acción frente a la ideología existente. Es posible, mediante la ciencia de la tópica modificar la ideología, interpelar a los sujetos de la ideología dominante mediante otra ideología con una base parcialmente racional, la cual dentro de la realidad efectiva de los afectos y de la historia humana no pierde su carácter ideológico.

    Una ideología, nos dice Althusser, es una representación imaginaria de nuestras relaciones a nuestras condiciones efectivas de existencia: “[…] no son sus condiciones reales de existencia, su mundo real, lo que los ‘hombres’ ‘se representan’ en la ideología sino que lo representado es ante todo la relación que existe entre ellos y las condiciones de existencia” (Althusser, 1974, p. 46). La ideología nos constituye como sujetos imaginarios de esas relaciones. Por ejemplo, como sujetos “libres” del contrato de trabajo o como borrachos libres que desean libremente beber. Esa constitución del individuo en sujeto imaginario de sus relaciones reales es el resultado de una interpelación. La ideología se encarna según Althusser en aparatos ideológicos de Estado que nos interpelan a través de distintas modalidades, desde la voz de un policía que nos llama, a la de un padre, un sacerdote o las propias palabras escritas de un libro. La propia estructura de la naturaleza se nos presenta desde la ideología como una escritura o una revelación que nos interpelan, nos hablan, nos revelan a un Dios. Para Spinoza, ni siquiera un libro ni un texto escrito debe interpretarse desde la suposición de que es portador de una revelación, tanto menos la naturaleza. Y, sin embargo, es inevitable, desde la ideología, ver un libro de esta manera. Algunos libros interpelan a su lector de una forma particular: rectificando en el acto mismo de la interpelación las condiciones ideológicas de su lectura, abriendo el espacio de una tópica, criticando desde su propio interior el acto de la interpelación. No son muchos estos libros: están entre ellos El príncipe de Maquiavelo, la Ética de Spinoza, El capital de Marx, algunos textos de Freud. Son libros que, como no puede ser de otra manera, nos interpelan ideológicamente, pero al mismo tiempo nos muestran o nos demuestran cuáles son las condiciones que configuran nuestra realidad efectiva, incluido el conjunto de relaciones que nos hacen sujetos de la interpelación ideológica efectuada por el propio libro. Son libros que realizan el difícil ejercicio de renunciar simultáneamente a la inmediatez de la revelación y a la supuesta inocencia de una teoría independiente de la práctica y de los afectos de los sujetos humanos.

 

Conclusión

El spinozismo juega un papel fundamental en el desarrollo del pensamiento de Louis Althusser. Gracias a él temáticas fundamentales de la problemática althusseriana como la de la ideología o la de la causalidad estructural pudieron tomar cuerpo. Inversamente, Althusser, al instalar a Spinoza en la perspectiva de la tópica como ya lo hiciera con Marx, otorga al pensador del siglo XVII una insospechada actualidad. La tópica, al establecer una circulación entre los géneros de conocimiento (Generalidades dirá Althusser), permite establecer a través de la metáfora espacial la diferencia entre los dos géneros del conocimiento adecuado (es decir: producido por la potencia del intelecto) y la imaginación, que no es un género de conocimiento sino “nuestro mundo vivido” y reconocer al mismo tiempo la inmanencia definitiva de todo conocimiento y de toda práctica humana a la imaginación. La ideología, identificada con la imaginación spinozista, se convierte de este modo en el marco insuperable de toda práctica humana, incluida la práctica científica y filosófica. A la afirmación gramsciana de que “todo hombre es filósofo”, Althusser, de la mano de Spinoza, podría replicar: “todo filósofo es un hombre, esto es un animal de imaginación y de afectos”.

Referencias

Althusser, L. (1967). La revolución teórica de Marx. Siglo XXI.

Althusser, L. (1974). Ideología y aparatos ideológicos de Estado. Nueva Visión.

Althusser, L. (1979). Elementos de autocrítica. Laia.

Althusser, L. (2000). Entretien avec Wladeck Rochet, 2 juillet 1966. En AA. VV., Aragon et le Comité central d’Argenteuil, inédits de L. Aragon et L. Althusser. Annales de la Société des amis de Louis Aragon et d’Elsa Triolet, n°2, Rambouillet.

Althusser, L. (2007). Para un materialismo aleatorio. Arena Libros.

Althusser, L. (2010). Para leer El capital. Siglo XXI.

Althusser, L. (2014a). Initiation à la philosophie pour les non-philosophes. PUF.

Althusser, L. (2014b). Psicoanálisis y ciencias humanas. Nueva Visión.

[En las citas de los inéditos de Althusser conservados en el IMEC (Institut mémoires de l’édition contemporaine) indicamos la referencia del inventario del Fondo Althusser.]

Anderson, P. (1979). Consideraciones sobre el marxismo occidental. Siglo XXI.

Garaudy, R. (marzo, 1963). À propos des Manuscrits de 44. En Cahiers du communisme.

Lærke, M. (2009). Immanence et extériorité absolue: Sur la théorie de la causalité et l’ontologie de la puissance de Spinoza. Revue philosophique de la France et de l’étranger, 134, 169-190. https://doi.org/10.3917/rphi.092.0169

Mury, G. (abril, 1963). Matérialisme et hyperempirisme. En La Pensée.

Rancière, J. (1975). La lección de Althusser. Galerna.

Spinoza, B. (1988). Correspondencia completa. Trad. Juan Domingo Sánchez Estop. Hiperión.

Spinoza, B. (1925). Opera Omnia, Carl Gebhardt im Auftrag der Heidelberger Akademie der Wissenschaften herausgegebenen Werkausgabe Heidelberg, Winter.

Thompson, E. P. (1981). Miseria de la teoría. Crítica.

[1] Carta de L. Althusser a Pierre Macherey de 29 de abril de 1963.

[2] E213S.****

[3] Traducción rectificada.

Sustancia, pragmati(ci)smo y realismo especulativo: Las filosofías de Spinoza y Charles Sanders Peirce en el contexto del Giro Ontológico

Rodas, C. (2022). Sustancia, pragmati(ci)smo y realismo especulativo. Las filosofías de Spinoza y Charles Sanders Peirce en el contexto del Giro Ontológico. Círculo Spinoziano. 2(3), 73-100.

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Cristóbal Rodas – Sustancia, pragmati(ci)smo y realismo especulativo: Las filosofías de Spinoza y Charles Sanders Peirce en el contexto del Giro Ontológico

Resumen: El realismo especulativo es una “tendencia filosófica” que ha venido cobrando relevancia y protagonismo en la escena académica de la filosofía contemporánea, particularmente en aquella de tradición continental. En este artículo se pretende rastrear algunas tesis centrales del realismo especulativo hasta la filosofía romántica de Charles Sanders Peirce, haciendo una extensión hasta algunas tesis del sistema clásico de Spinoza que pudieron haber influido en la refinación que Peirce elaboró del pragmatismo como pragmaticismo. Lo disruptivo de esta aproximación es que, contrario a la tendencia pluralista y materialista del realismo especulativo, encontramos en el camino realista de Spinoza, y continuado por Peirce, una posible interpretación que acerca al pensamiento a una postura más bien monista e idealista.

Palabras clave: realismo especulativo, pragmaticismo, sustancia, Peirce, Spinoza.

Abstract: Speculative realism is a “philosophical trend” that has been getting relevance and prominence in the academic scene of contemporary philosophy, particularly in continental tradition. This article aims to trace some central theses of speculative realism to the romantic philosophy of Charles Sanders Peirce, making an extension to some theses of Spinoza’s classical system that may have influenced Peirce’s refinement of pragmatism as pragmaticism. What is disruptive about this approach is that, contrary to the pluralistic and materialistic tendency of speculative realism, we find in the realist path of Spinoza, and continued by Peirce, a possible interpretation that brings thought closer to a rather monistic and idealistic position.

Key Words: speculative realism, pragmaticism, substance, Peirce, Spinoza.

Introducción

Existe en la filosofía continental contemporánea una notoria preocupación por rescatar a ciertos autores (particularmente de la segunda mitad del siglo XX) de los lugares comunes en los que se ha encasillado a la posmodernidad. Vemos el avance lento y gradual de una proliferación de interpretaciones naturalistas y materialistas de las filosofías posmodernas que se habían venido caricaturizando como subjetivismos idealistas. Un ejemplo notorio de lo anterior cuyo examen resulta relevante es el del realismo especulativo.

    El realismo especulativo es una “tendencia filosófica” (por definirlo de alguna manera) que ha venido cobrando relevancia y protagonismo en la escena académica de la filosofía contemporánea, particularmente en aquella de tradición continental. Se ha caracterizado principalmente por plantearse como una crítica abierta y explícita a los relativismos posmodernos y por restituir el valor de la ontología como reflexión especulativa.

    En este artículo se pretende rastrear algunas nociones centrales del realismo especulativo hasta la filosofía romántica de Charles Sanders Peirce, haciendo una extensión hasta algunas tesis del sistema clásico de Spinoza que pudieron haber influido en la refinación que Peirce elaboró del pragmatismo como pragmaticismo. Lo disruptivo de esta aproximación es que, contrario a la tendencia pluralista y materialista del realismo especulativo, encontramos en el camino realista de Spinoza, y continuado por Peirce, una posible interpretación que acerca al pensamiento a una postura más bien monista e idealista.

 

Realismo especulativo

Lo que en este artículo hemos convenido en nombrar “realismo especulativo” representa, como se ha mencionado antes, más una tendencia o moda que un movimiento filosófico sólido y unificado. El mismo nombre refleja la disparidad y pluralidad de alternativas que lo componen: puede encontrarse también como nuevo realismo, realismo ontológico, materialismo especulativo, nuevo materialismo, realismo analógico, realismo neutral o, como ha convenido en llamarlo el youtuber Ernesto Castro (2020), realismo poscontinental.

    El realismo especulativo es “un nuevo movimiento filosófico que propone un cambio radical, un giro de 180 grados con respecto a lo que hasta ahora se aceptaba en el campo filosófico y en el campo teórico en general” (Ramírez, 2016b, p. 131). La crítica especulativa se despliega en múltiples frentes y de manera heterogénea a través de sus distintas versiones; “no constituye un movimiento unificado: apenas inició empezaron a surgir posturas divergentes. No obstante, todas estas posturas tienen algunas coincidencias básicas y generales” (Ramírez, 2016b, p. 131) que configuran el contorno de una tendencia filosófica crítica del pensamiento posmoderno y su respectiva herencia moderna.

    No es propósito de este artículo ofrecer una revisión exhaustiva de la oferta teórica proveniente del realismo especulativo, dicha revisión ya se ha llevado a cabo en otros lugares (Ramírez, 2016; Flores, 2016; Castro, 2020). Más que una divulgación de las teorías de los distintos autores neorrealistas lo que aquí se expone son rasgos característicos genéricos. Estos rasgos no constituyen condiciones necesarias y suficientes sino más bien un espectro de posturas que en su globalidad configuran una unidad difusa que puede clasificarse provisoriamente en principios y posturas.

    Por principios entenderemos aquellas afirmaciones que podríamos presuponer no serían rechazadas por la comunidad neorrealista a pesar de las notorias e importantes diferencias entre sus miembros. Por posturas aquellos rasgos críticos que se definen en contraposición a alguna noción generalizada de la tradición filosófica en contra de la cual se proponen pensar y que caracterizan la heterogeneidad de los realismos poscontinentales.

    Los principios los sintetiza Mario Teodoro Ramírez (2016b) de manera clara y concisa de la siguiente manera:

Así, podemos formular las tres tesis básicas del realismo ontológico-especulativo, mismas que considero válidas, además de necesarias, en el contexto actual del pensamiento filosófico. Son las siguientes:

1. La realidad existe independientemente de nosotros (de la conciencia, del lenguaje, de los saberes, etc.) Esto ciertamente no es nada nuevo; si acaso, lo será para algunos filósofos.

2. El ser, el objeto, tiene prioridad sobre el conocer, sobre el sujeto; la ontología tiene prioridad sobre la epistemología. Para conocer algo, ese algo debe existir primero (y hay mil y un formas de existir; el ser no está sometido a ningún orden necesario ni a ninguna jerarquía antropocéntrica).

3. La existencia de la realidad como tal sólo puede ser el objeto de una afirmación especulativa pura, de una aprehensión del pensamiento puro (la razón pura sí capta la “cosa en sí”). Así, se postula la prioridad del pensamiento (filosófico) sobre el conocimiento (científico). (p. 147)

    El primer principio resume simplemente el postulado realista genérico: “El realismo básicamente sostiene la tesis de que existe una realidad independiente de nosotros que, a pesar de todo, puede ser conocida por nosotros” (Castro, 2020, p. 220). El segundo es relevante porque comprende el llamado Giro Ontológico que marca la pauta de la reflexión en la crítica especulativa. Por último, el tercer principio encarna el carácter polémico y controversial del realismo especulativo que se asume al cuestionar la vieja y arraigada convicción de que la “cosa en sí” es incognoscible. Si bien todas estas tesis tienen una expresión particular en cada autor, se puede aceptar hasta cierto punto considerarlas como nociones genéricas de los realismos poscontinentales.

    Las posturas las podríamos definir como sigue: crítica a la posmodernidad, crítica a la modernidad, crítica al epistemocentrismo y crítica a la metafísica. Las posturas se constituyen por categorías negativas o reaccionarias, ya que todas representan una contraposición a alguna tendencia de la tradición filosófica. En estas posturas se acentúan considerablemente las diferencias entre las alternativas teóricas del realismo especulativo, por lo que resulta necesario precisar con más detalle que en los principios aquellos aspectos específicos que les dan sentido.

    La crítica a la posmodernidad es la motivación fundante de la tendencia reciente en filosofía por la recuperación del realismo. Si bien es cierto que nunca resulta precisamente claro a qué refiere el término posmoderno, también es cierto que aunque este término “siempre resultó vago y equívoco, se pueden señalar ahora algunos rasgos característicos que forman parte, más que de un discurso teórico acabado, de cierto espíritu del tiempo o de un estilo socio-cultural reconocible” (Ramírez, 2016b, p. 137). Este zeitgeist corresponde a los nihilismos, relativismos y perspectivimos promovidos, más que por los autores mismos de la posmodernidad, por los intérpretes y seguidores de sus obras. Mauricio Ferraris (2012), en su célebre Manifiesto del nuevo realismo, encasilla estas posturas en lo que generaliza como “falacia del ser-saber” y que define como constructivismo:

Empezamos con la ontología y con la crítica a la falacia del ser-saber, porque justamente, aquí está el núcleo sensible de todo el debate sobre el realismo. Diego Marconi ha caracterizado la comparación entre realistas y antirrealistas como un conflicto entre dos intuiciones. La primera, la realista, considera que hay cosas (…) que no dependen de nuestros esquemas conceptuales. La segunda (que Marconi llama “hermenéutica” o “kantiana”) considera en cambio que también el hecho de que en la Luna haya montañas de altura superior a los 4.000 metros, no es independiente de nuestros esquemas conceptuales y las palabras que usamos (…) Propongo llamar construccionista o constructivista a esta intuición, ya que asume que partes más o menos grandes de la realidad están construidas por nuestros esquemas conceptuales y por nuestros aparatos perceptivos (…) Porque en el momento que asumimos que los esquemas conceptuales tienen un valor constitutivo con respecto a cualquier tipo de experiencia, entonces, con un paso sucesivo, podremos aseverar que tienen un valor constitutivo con respecto a la realidad (…) A este punto, con una plena realización de la falacia del ser-saber, lo que hay resulta determinado por lo que sabemos de este. Antes ello, vale la pena preguntarse qué cosa indujo a los filósofos a desembocar en una vía tan riesgosa y laboriosa. (p. 34)

   Esta caracterización constructivista del pensamiento posmoderno no solo ejemplifica la primera postura, sino que adelanta la tercera, la crítica al epistemocentrismo, que será detallada más adelante. A pesar de constituir la motivación más clara y explícita de los realismos poscontinentales, la crítica a la posmodernidad tiene la característica curiosa de “recuperar” o partir de interpretar a la misma tradición posmoderna. A propósito, Castro (2020) también señala:

Aunque muchos realistas poscontinentales se presenten a sí mismos como superadores y refutadores del posmodernismo, el canto de cisne de la filosofía continental, el caso es que la mayoría de ellos son pupilos de autores posmodernos. Ferraris –el más beligerante con la concepción heredada de la posmodernidad, que él identifica en Italia con el pensamiento débil de Gianni Vattimo– es nada más y nada menos que discípulo de Jacques Derrida, considerado por muchos como el no va más del posmodernismo en Francia. Gilles Deleuze, otro cuestionado posestructuralista francés, ha sido leído con entusiasmo por Meillassoux, Brassier y Grant. Y Bruno Latour, desmontado por Alan Sokal y Jean Bricmont (1997) en Imposturas intelectuales como paradigma del postureo, la pretenciosidad y el terrorismo terminológico típicamente posmoderno, es el padre de la ontología orientada a los objetos que más tarde han popularizado Harman y sus adláteres. Por no hablar de la influencia de otros filósofos continentales clásicos como Martin Heidegger (en Harman), Friedrich Nietzsche (en Ferraris), F. W. J. Schelling (en Grant y Gabriel) o Alain Badiou (en Brassier y Meillassoux). (p. 223)

    No obstante, cabe señalar, como también comenta Castro (2020), que: “a pesar de estas influencias y adherencias, estos realistas son poscontinentales porque han ido más allá de la inercia filosófica continental” (p. 223). No son meras interpretaciones, derivaciones o aplicaciones, sino que (al menos en la mayoría de los casos) representan series de desfiguraciones, reconfiguraciones y ocasionalmente recombinaciones del material posmoderno. Series caracterizadas en lo particular por aquellos replanteamientos realistas motivados por explicitar la “falacia ser-saber” del constructivismo. Cuestión que además constituye posiblemente la razón principal del clamor mediático y protagonismo que ha ganado el realismo especulativo en el ámbito académico. Es verdad que los realismos poscontinentales se dirigen de manera bastante explícita en contra del constructivismo; “su postura expresa al menos un cansancio ante el típico discurso posmoderno, deconstruccionista y semiologista” (Ramírez, 2016b, p. 137). Lo atractivo del Giro Ontológico es la recuperación alegre y optimista del realismo, su insistencia en “volver a encontrar la realidad tras la maraña posmoderna de significados, textos, vivencias, representaciones, etc.” (Ramírez, 2016b, p. 137).

    Esta primera intención del realismo especulativo, enmarcada en la crítica a la posmodernidad, está ligada a la postura de la crítica a la modernidad. Una de las propuestas más llamativas del realismo especulativo ha sido la de caracterizar a la posmodernidad, contrario al ánimo usual, como un desarrollo lógico y natural del esquema del pensamiento escepticista y cientificista de la modernidad. Contrario al ánimo usual porque, como es sabido, “la posmodernidad se definió a sí misma de forma negativa: como el momento del fin de los grandes discursos o las llamadas metanarrativas” (Ramírez, 2016b, p. 137) de la modernidad. La posmodernidad puede ser interpretada como el enaltecimiento de la subjetividad en contra del enaltecimiento de la objetividad efectuado por los metarrelatos de la modernidad. Pero lo que el realismo especulativo señala es que el meollo de la cuestión no es la dirección del giro (hacia el objeto o hacia el sujeto) sino el eje mismo sobre el que se efectúa dicho giro (sujeto-objeto). El problema, inaugurado en la modernidad y heredado a la posmodernidad, ha sido la necesidad de pensar en función de la relación entre un sujeto y un objeto. A este descubrimiento filosófico del realismo especulativo se le ha denominado correlacionismo que, en palabras de Meillassoux (2016), puede ser entendido de la siguiente manera:

Por correlacionismo entiendo en una primera aproximación, toda filosofía que sostiene la imposibilidad de acceder por medio del pensamiento a un ser independiente del pensamiento. No tenemos nunca acceso, según este tipo de filosofía, a un objeto (entendido en un sentido general) que no esté ya correlacionado a un acto de pensamiento. La idea misma de acceder a un ser independiente del pensamiento, sustentado en sí mismo tal como se nos da, independientemente de si lo aprehendemos o no, es para un correlacionista una contradicción flagrante. Sea que un estado es percibido, concebido o aprehendido de cualquier otra forma, el objeto no podría ser pensado fuera de la relación que mantiene con nuestro pensamiento. El correlacionismo sostiene pues la imposibilidad de derecho, y no de hecho, de todo realismo metafísico. (p. 73)

    Estas teorías están ancladas en la concepción de la necesidad de la existencia de un vínculo entre el ser y el pensamiento. Dicha concepción, iniciada por Descartes y finalmente impuesta por Kant al resto del dominio de la filosofía y de las ciencias especiales, coloca al sujeto en el centro de la reflexión y anula la posibilidad de conocer la realidad en sí misma, ya que siempre estará dada en función de su conexión con el pensamiento del sujeto que conoce. Dicho de forma directa: la distinción kantiana entre fenómeno y noúmeno implica una “clausura antropológica” que imposibilita el saber de una realidad independiente y autónoma respecto del pensamiento. Es este artefacto filosófico, el eje sujeto-objeto, el que el realismo especulativo se propone desmantelar. Si bien este desmantelamiento se efectúa desde propuestas diversas y no siempre afines, convergen en la necesidad de evaluar y corregir este correlacionismo o filosofía del acceso.

    El desmantelamiento del correlacionismo conduce invariablemente al aspecto más escandaloso del realismo especulativo y que constituye en su generalidad la postura de la crítica al epistemocentrismo. La posmodernidad sería entonces la radicalización de la tesis moderna sobre la fundamentalidad de la epistemología por sobre la ontología. La clausura antropológica es también una clausura epistemológica: la filosofía es expulsada del registro del ser en sí mismo y es restringida al dominio del saber imponiendo como esquema general el eje que relaciona necesariamente a un sujeto con un objeto. En este sentido, solo existe para nosotros lo que podemos conocer, lo que está dado para nosotros como sujetos cognoscentes. Lo escandaloso del realismo especulativo es el atrevimiento de cuestionar o poner en duda esta conquista de la modernidad radicalizada ingenuamente por la posmodernidad. El carácter revolucionario del realismo especulativo reside en señalar que la clausura epistemológica no es evidente y por lo tanto habría en todo caso que demostrarse. El filósofo de la ciencia Roy Bhaskar (2008), retomado por Levi Bryant (2011) en The Democracy of Objects, le define como falacia epistémica:

Esto consiste en la perspectiva de que los enunciados acerca del ser pueden ser reducidos a o analizados en términos de enunciados acerca del saber; i.e. que las cuestiones ontológicas pueden ser transpuestas siempre a términos epistemológicos. La idea de que el ser puede ser siempre analizado en términos de nuestro saber del ser, que es suficiente para la filosofía ocuparse de la red y no de aquello que la red describe, resulta en la disolución sistemática de la idea de un mundo (que aquí caracterizaré metafóricamente como un reino ontológico) independiente de pero investigado por la ciencia. (p. 36)

    En general, “lo que la falacia epistémica identifica es la falacia de reducir cuestiones ontológicas a cuestiones epistemológicas, o de fusionar cuestiones de cómo conocemos con cuestiones de qué son los seres” (Bryant, 2011, p. 60). La audacia del realismo especulativo consiste en invertir la fundamentalidad en la relación de ambas categorías: no es que existe lo que podemos conocer, sino que, por el contrario, podemos conocer lo que existe. En esto consiste el célebre Giro Ontológico y el carácter realista de la nueva filosofía. Los realismos poscontinentales apuestan por explorar las posibilidades de una filosofía que se atreva a pensar la realidad en sí misma con independencia del sujeto. La crítica al epistemocentrismo caracterizada por la falacia epistémica conduce a la revalorización de la especulación metafísica y ontológica como fuentes fundamentales del conocimiento y como marcos de referencia para las epistemologías del resto de las ciencias especiales.

    Ahora bien, esta reconsideración de la ontología se ha efectuado conservando y reforzando muchas sospechas sobre el pensamiento metafísico que fueron enfatizadas por la tradición posmoderna. La cuarta y última postura, que convenimos en denominar como crítica a la metafísica, describe la tendencia de continuar renegando de las posturas monistas y absolutistas tradicionales. En algún sentido, el realismo de esta tendencia sería más ontológico que metafísico, ya que, contrario al ánimo contingente, temporal y pluralista de estos autores, el realismo metafísico afirma directamente “una realidad en sí y por sí, más allá de la realidad concreta y de la propia realidad humana, adscribiéndole ansiosamente a tal realidad los caracteres de necesidad absoluta, inmutabilidad, atemporalidad, unidad y totalidad completa” (Ramírez, 2016, p. 41). Aun cuando no todos los autores entienden lo mismo por metafísica, es claro que en la mayoría se puede encontrar un esfuerzo explícito por replantear sus realismos desde la crítica a la metafísica heredada principalmente de los posestructuralismos posmodernos (influenciados particularmente por la fenomenología de Heidegger).

   Por ejemplo, como también expone Ramírez (2016b), el materialismo especulativo de Quentin Meillassoux busca desmantelar al correlacionismo apostando por la contingencia como categoría absoluta propia de la realidad en sí misma o del ser y por lo tanto independiente del pensamiento. En contraposición directa a la metafísica de la necesidad que desde esta nueva óptica sería una ontología deficiente. Otro ejemplo sería el nuevo realismo o realismo ontológico de Markus Gabriel, en el que la metafísica sería entendida como todo pensamiento del mundo en tanto totalidad, contrapuesta a su concepción de la ontología como teoría especial de la existencia (no del mundo o del ser). Para Gabriel la existencia es aparecer en un campo de sentido, y dado que no hay un único campo de sentido la existencia es entendida como una pluralidad transfinita. Es solo en estos sentidos locales que podemos
entender al realismo especulativo como contrapuesto a la metafísica. Si por otro lado “entendemos la metafísica como el proyecto filosófico de pensar más allá de lo dado en la experiencia y más allá del ser puramente físico-material, más allá también de las categorías dominantes en el pensamiento moderno y posmoderno, entonces el nuevo realismo consiste en un restablecimiento del concepto de metafísica” (Ramírez, 2016b, p. 146).

Pragmati(ci)smo

Charles Sanders Peirce ganó su lugar en la historia de la filosofía por ser el fundador del pragmatismo norteamericano, si bien este fue realmente popularizado y legitimado por la obra de William James. Debido a esto último, y a que su versión del pragmatismo difiere sustancialmente de la de James, Peirce rebautiza su método como pragmaticismo:

Fue en la búsqueda por satisfacer esta condición cuando inventé la palabra “pragmaticismo” para denotar de una manera precisa el significado que ya había inventado anteriormente para la palabra “pragmatismo”; y puesto que ésta última había sido empleada, no sólo por los filosofistas [philosophists] para expresar doctrinas que no quedaban cubiertas por mi definición original (me complació mucho que lo hicieran), sino también por escritores elegantes en asociaciones que, me atrevería a decir, tienen algún significado para los lectores que comparten sus hábitos mentales, pero que yo no podría comprender sin más trabajo que el que estoy dispuesto a invertir. (Peirce, s.f.)

    En el caso del pragmatismo, Peirce decide abandonar su término original para distinguirse de las doctrinas influenciadas por James y en 1905 acuña el término “pragmaticismo, una palabra “lo suficientemente fea para estar a salvo de secuestradores” (Peirce, 1994, p. 1843). El pragmatismo popular, entendido en el sentido de James como un empirismo utilitario radical, dista mucho de la concepción original de Peirce y más aún de su ulterior desarrollo como pragmaticismo. El pragmati(ci)smo de Peirce es el resultado de las reflexiones a las que condujeron sus preocupaciones más generales. Su pensamiento tiene un fundamento práctico: “el fenómeno básico que provoca y dirige su reflexión es el éxito de la investigación científica” (McNabb, 2018, p. 14). Tomando como referencia su incursión en investigaciones de una variedad considerable de disciplinas distintas[1], su interés central fue el dar cuenta del éxito general alcanzado en actividades tan dispares. Esto lo condujo a buscar y formular en filosofía un método análogo al de las ciencias especiales. Estas ideas no constituyen una cosmovisión, sistema filosófico o una metafísica, sino más bien una tecnología especulativa que podemos usar para esclarecer nuestras ideas y optimizar el proceso de investigación.

    Se trata, pues, no de una metafísica particular sino de un método general del pensamiento. Es un recurso para establecer las condiciones conceptuales óptimas para un debate y para prevenir el desperdicio de tiempo en pseudoproblemas (Dae, 2007). En palabras de Peirce, el pragmati(ci)smo se trata de “una mera máxima de la lógica en vez de un principio sublime de filosofía especulativa” (Peirce, 1994, p. 1675). Este método de pensamiento que define al pragmati(ci)smo se expresa en la célebre máxima pragmática que reza como sigue: “Consideremos qué efectos, que pudieran concebiblemente tener implicaciones prácticas, concebimos que tiene el objeto de nuestra concepción. Entonces, nuestra concepción de tales efectos representa la totalidad de nuestra concepción del objeto” (Peirce, 1994, p. 1832).

    Lo innovador de la máxima es la consideración de las repercusiones prácticas que deben ser entendidas como efectos. Al hacer del concepto el conjunto de disposiciones prácticas, el objeto de la concepción se hace público y con ello susceptible de un escrutinio análogo al de las ciencias. La teoría del significado del pragmati(ci)smo se ocupa de generales, de pruebas posibles indeterminadas, no de pruebas específicas determinadas. Peirce se refería a estos generales como serías [would-be]. Esto es particularmente relevante porque es lo que fundamenta la postura realista del pragmati(ci)smo.

    Ahora bien, para abordar la relación que guarda el pragmati(ci)smo de Peirce con el pensamiento de Spinoza, suscribiremos la interpretación pragmática de la Ética realizada por Shannon Dea (2007) en su investigación doctoral Peirce and Spinoza’s Surprising Pragmaticism. Lo primero que sería importante señalar, es que Peirce mismo refiere a Spinoza en varias ocasiones: “de 1863 a 1904, tanto en textos publicados como inéditos, Peirce discute o menciona a Spinoza no menos de 25 veces” (Dea, 2014, p. 26). El segundo aspecto relevante es que Peirce considera en varias ocasiones a Spinoza no solo como pragmatista sino más aún como pragmaticista. Recordemos que el pragmati(ci)smo no representa una postura particular, sino un método de pensamiento. En varias ocasiones, Peirce atribuye el método pragmático a varios autores de la tradición, como Berkeley o Kant, pero siempre vacilando respecto a la forma de clasificarlos. El único autor de la tradición cuya consideración pragmaticista pareciera haberse ido reafirmando a pesar de esa vacilación es Baruch Spinoza (Dea, 2007). Estas consideraciones sumadas a las varias reseñas que publicó sobre libros de intérpretes contemporáneos de Spinoza, constatan el hecho de que Peirce estaba bien informado sobre su filosofía.

    Para revalorar el pensamiento de Spinoza desde una óptica pragmaticista, Dea (2007) propone interpretar el cierre de la primera parte de la Ética como una versión de la máxima pragmática, la cual nos dice: “No existe nada de cuya naturaleza no se siga algún efecto” (Spinoza, 2000, p. 67). Dea (2007) sugiere que en E1P36 se puede trazar una relación de identificación entre causa y res. Para la autora, esto se reafirma si además se considera su doctrina del paralelismo: “El orden y la conexión de las ideas es el mismo que el orden y la conexión de las cosas” (Spinoza, 2000, p. 81). Tomando en cuenta a E2P7, se puede considerar que en las demostraciones de E2P9 Spinoza emplea causa y res de forma intercambiable:

Ahora bien, el orden y la conexión de las ideas (por 2/7) es el mismo que el orden y la conexión de las causas … Ahora bien, el orden y la conexión de las ideas (por 2/7) es el mismo que el orden y la conexión de las cosas. (Spinoza, 2000, p. 84, cursivas añadidas)

    Esta interpretación intenta vincular la identificación de causa y res con la imposibilidad de concebir algo que no tenga un efecto para acercar a Spinoza a la máxima pragmática. Dea (2007) sugiere que “para Spinoza como para Peirce, si no podemos concebir que una cosa tenga cualquier efecto, ni siquiera podemos concebirlo como una cosa” (p. 73). Las investigaciones de la autora (2007) revelan una serie considerable de ventajas hermenéuticas que se siguen de la “máxima pragmática de Spinoza” respecto del cuerpo completo de su obra. Pero dichas ventajas escapan el alcance de este artículo, ya que lo que concierne a esta investigación son las implicaciones que se siguen de poner esta interpretación pragmática de Spinoza en discusión con el realismo especulativo. ¿No es acaso Spinoza uno de los fundadores y principales referentes del racionalismo? ¿No es el racionalismo el principal responsable del correlacionismo moderno y su subsecuente desarrollo posmoderno en constructivismo? ¿No es acaso famosa la filosofía de Spinoza por su “necesitarianismo” exacerbado? A estas alturas, ¿no se antojan rancios y estériles los monismos sustancialistas? ¿Qué sentido tendría revisar la obra de Spinoza a la luz de la innovadora, revolucionaria y prometedora luz del realismo especulativo?[2] Para responder estas preguntas habremos de recurrir a la interpretación pragmaticista de Spinoza elaborada desde la mirada de Charles Sanders Peirce.

    Suscribir la máxima pragmática como método general del pensamiento filosófico, aunque no es en sí misma una ontología, implica una serie de presunciones y consecuencias metafísicas. Dentro de las ideas metafísicas afines al pragmati(ci)smo encontramos el sinequismo, el tiquismo, el agapismo, el idealismo objetivo, y el realismo extremo (Dea, 2007; McNabb, 2018). Lo que corresponde es diagramar estas concepciones metafísicas en el marco del pensamiento de Spinoza, por un lado, y del realismo especulativo, por el otro. Esta contextualización en torno al Giro Ontológico implica sostener la interpretación pragmaticista de Spinoza y recuperar los principios y posturas del realismo especulativo que esbozamos al inicio del escrito. Naturalmente, tomaremos como punto de partida la versión del realismo concebida y defendida por Peirce, así como sus puntos de encuentro con la modalidad del realismo escolástico rastreable en la metafísica de Spinoza.

    Peirce consideró que una de las tres distinciones del pragmati(ci)smo es la “insistencia enérgica sobre la verdad del realismo escolástico[3]” (Peirce, 1994, p. 1846, cursivas añadidas). Lo que se intentará demostrar es que, cuando menos, hay un grado mínimo de afinidad entre el realismo extremo pragmaticista y los principios y posturas del realismo especulativo. El primer punto de encuentro lo podemos encontrar en las críticas que le sirven de punto de partida para elaborar su propuesta alternativa. Al igual que el proyecto neorrealista poscontinental, Peirce inicia su recorrido explicitando la necesidad de corregir el rumbo inaugurado por Descartes y consolidado por Kant. Pero las observaciones de Peirce tienen, de alguna manera, un alcance genealógico más amplio. La crítica del realismo especulativo se dirige al correlacionismo y a su hijo el constructivismo, pero Peirce (que no tuvo el gusto –¿o disgusto?– de conocer al hijo) se dirige también al abuelo: el nominalismo. De acuerdo a su reflexión, el desarrollo moderno de esta postura condujo un psicologismo insalvable, teniendo en un extremo la benevolencia de Dios y en el otro el repertorio de categorías constitutivas del sujeto trascendental. Peirce “se ocupa de identificar y eliminar las defectuosas suposiciones lógicas que perjudicaron los esfuerzos de Kant, suposiciones que provienen directamente de Descartes” (McNabb, 2018, p. 30). Para ejecutar esa operación lleva su crítica al origen del psicologismo epistemológico moderno.

    El nominalismo es una categoría prácticamente en desuso que refiere a una postura del debate medieval en torno al anacrónico “problema de los Universales”. En términos muy generales el debate consistía en si “los Universales tienen una existencia extra-mental o si más bien son dependientes de la mente” (Dea, 2007, p. 148). La resonancia con la discusión actual del realismo especulativo es bastante clara, “el debate medieval nominalismo-realismo se centró en el fondo en la cuestión de si nuestros conceptos de los Universales se refieren al mundo real o a nuestros pensamientos sobre él” (Dea, 2012, p. 33). El nominalismo es la postura que sostiene que los Universales son dependientes de nuestra mente:

El nominalismo es una perspectiva filosófica sobre la realidad en la que «lo real» es constituido por objetos particulares existentes cuyo conocimiento se logra de alguna manera al intuirlos a través de los sentidos. Esto hace que los términos generales, tales como «dureza», no sean más que meros nombres, meras conveniencias en la clasificación y manejo de la experiencia. (McNabb, 2018, p. 31, cursivas añadidas)

    La aproximación al nominalismo es relevante para el realismo especulativo porque contiene en sus contornos generales el germen tanto del correlacionismo como del constructivismo: (1) las concepciones que podemos llegar a tener de los Universales, dado que lo único que existe “realmente” son individuos particulares, son dependientes de la mente y (2) dado que la preferencia entre “marcos conceptuales” (es decir, “constructos sociales”) no atiende a algún carácter objetivo de la realidad, el criterio de selección conduce a un relativismo. Para Peirce, estas tesis no solo implican una serie de inconsistencias lógico-empíricas en sí mismas, sino que además sería imposible dar cuenta del éxito de la actividad científica desde esta postura. Para corregir el psicologismo del correlacionismo nominalista de la modernidad, propone la hipótesis de la realidad como condición necesaria de su lógica de la investigación, y le desarrolla mediante una revalorización del realismo escolástico, (particularmente del realismo de Duns Escoto) desembocando en su realismo extremo y en la célebre máxima pragmática.

    Peirce parte del formato kantiano para afrontar el problema, pero se distingue en la solución. Tanto para Kant como para Peirce, la solución estriba en encontrar una lógica autónoma y normativa que sirva de fundamento a la investigación. Pero el nominalismo, al concebir la lógica en términos psicológicos –lo que McNabb (2018) llama teoría de la “mente-contenedor”– como estrategia epistemológica, hace que esta termine dependiendo de aquello que en principio se proponía fundamentar. Así, el correlacionismo se limita a explicar el mecanismo de la razón y pierde su capacidad para fundamentar el éxito de la investigación. Peirce comienza a concebir su solución alternativa desde una crítica al origen cartesiano del correlacionismo moderno.

    La nueva lógica de la investigación rechaza tanto la duda metódica (aspecto en el que por cierto coincide con Spinoza) como la posibilidad de contar con evidencia de la intuición como facultad cognitiva. Para Peirce, la duda metódica es una farsa[4]: “cuando decimos que lo hacemos, simplemente estamos fingiendo que podemos” (Dea, 2007, p. 59). En su lugar, propone un sentido-común crítico [critical common-sensism] que acompaña a su principio duda-creencia (PDC en adelante) y que resuena con la scientia intuitiva de Spinoza. Respecto a la intuición, en tanto capacidad de formar ideas claras y distintas de las cosas de manera inmediata, Peirce se pregunta si mediante la “simple contemplación de una cognición, independientemente de cualquier conocimiento previo y sin razonar a partir de signos, somos capaces de juzgar debidamente si esa cognición ha sido determinada por una cognición previa o si se refiere inmediatamente a su objeto” (Peirce, 2012, p. 54). Su respuesta es negativa, ya que carecemos de evidencia alguna sobre una facultad de esa naturaleza. Como señala McNabb (2018), cuando sentimos que una cognición es “producto de una intuición directa y se juzga como tal, se podría preguntar si ese juicio, que es en sí mismo una cognición, se produjo también de forma intuitiva o si fue determinado por una cognición previa, y así sucesivamente” (p. 32). Esto, evidentemente, constituye una petición de principio, ya que una facultad tal implica “presuponer el mismo asunto sobre el que se atestigua” (Peirce, 2012, p. 55). Peirce no se propone demostrar que no tenemos una facultad intuitiva, en tanto cognición directa, sino solo argumentar que como teoría de la cognición carece de evidencia y obstaculiza la explicación de los hechos. En su lugar, buscando recuperar la autonomía de la lógica y siguiendo su iniciativa pragmática, propone la teoría de la inferencia como proceso semiótico.

    Tanto el Yo de los racionalistas como la percepción de los empiristas, que usualmente se consideran intuiciones, son procesos mediatos e inferenciales. El Yo se infiere a partir del error que se constata a partir de hechos “externos” y su relación con nuestras expectativas respecto del comportamiento de la realidad. La percepción por su lado también requiere de una coordinación diacrónica en relación a hechos externos (i.e. el punto ciego de la retina, la experiencia de la textura, etc.). Para Peirce la inferencia es de alguna manera la interpretación de algún signo. El funcionamiento cognitivo presupone la persistencia sostenida de las cosas para que tengan sentido. Este sostenimiento implica una relación entre pensamientos y signos, por lo que no hay pensamiento aislado: todo pensamiento es un signo (McNabb, 2018). El pensamiento es un flujo cognitivo que implica necesariamente a los signos y sus conexiones. Y si el pensamiento debe darse necesariamente en signos, cabe preguntarse qué significado pudiera tener el signo de algo que no se puede conocer. Desde aquí arremete en contra de la “cosa en sí” kantiana:

Más allá de cualquier cognición, existe una realidad desconocida pero cognoscible; pero más allá de toda cognición posible, sólo existe lo autocontradictorio. En resumen, la cognoscibilidad (en su sentido más amplio) y el ser no son meramente iguales metafísicamente, sino que son términos sinónimos. (Peirce, 2012, p. 65)

    Como comenta McNabb (2018), “ninguna afirmación podría manifestar más plenamente la oposición de Peirce a Descartes y a los nominalistas [correlacionistas] que una que hace equivaler la cognoscibilidad con lo real, con el ser” (p. 37). La hipótesis de la “cosa en sí” no es solo una contradicción lógica, sino que –y quizás sea esto aún más relevante– como hipótesis bloquea el curso de la investigación. Si algo no se puede conocer, entonces no puede tener alguna conexión con la cognición. Si algo no puede tener conexión con la cognición, entonces no puede pensarse. Sin embargo, concebimos efectivamente el signo de lo incognoscible y algo que se concibe debe tener una conexión con la cognición. Por lo tanto, el signo de algo incognoscible simplemente no tendría sentido. McNabb (2018) señala acertadamente que esto no es una mera trivialidad semántica, ya que –incluso si se puede argumentar que, aunque podamos concebir algo, de ahí no se sigue que podemos “conocerlo”– Peirce diría que “lo real, lo cognoscible, no es el objeto estático de la percepción, sino más bien el complejo de relaciones en el que el objeto se encuentra en el mundo. Esto es lo que lo hace cognoscible” (McNabb, 2018, p. 37). El conocimiento no es la impresión del fenómeno bruto, sino más bien la “personificación”, por así decirlo, de la red compleja de la que forman parte. Por otro lado, para Peirce el sostener que alguna parte de la realidad es incognoscible violenta el principio más íntimo del pragmatismo: “no obstruir el camino de la investigación” (Peirce, 1994, p. 58). Si el propósito del pensamiento es hacer que las cosas sean inteligibles, solo una contradicción pudiera conducir a considerar que son incognoscibles: “simplemente no hay datos que se puedan explicar por un principio de inexplicabilidad del universo” (Dea, 2007, p. 61). Estos defectos del proyecto correlacionista fueron corregidos en su nueva lógica de la investigación, una que recupera su autonomía y con ella su carácter normativo.

    Para recuperar la autonomía de la lógica respecto del psicologismo moderno, Peirce se aproxima al modelo de la investigación científica. Busca una manera de establecer una conexión entre el funcionamiento de la cognición y la lógica empírica de la investigación. La ejecución de la corrección del escepticismo moderno consiste en reemplazar al cogito ensimismado por una comunidad de investigadores. Esta inversión conduce a una novedosa teoría de la mente en la que el pensamiento ya no está desconectado del mundo, sino que es una parte constitutiva del mismo. Para Peirce, “el pensar filosófico debería dejar el mundo velado del cogito y situarse en el proceso de investigación público y observable en el que una comunidad de investigadores participa” (McNabb, 2018, p. 40). El cogito correlacionista, privado e intuitivo, es sustituido por un cogito pragmaticista, público e interactivo. Mediante esta conexión entre el pensamiento y el carácter público de la investigación se posibilita el desarrollo de la nueva lógica que se describe a continuación.

    La indagación vital parte de un estado de conocimiento a uno de desconocimiento. Avanzamos en un estado de creencia relativamente estable hasta que alguna contradicción en la experiencia genera una irritación en dicho estado y nos conduce a uno de duda. Por ello para Peirce (como para Spinoza) la duda metódica es una simulación: “ni la duda ni la creencia pueden imponerse al ser” (Dea, 2007, p. 59). El objetivo de la indagación es entonces restablecer el estado de creencia. Lo que distingue a la indagación científica de otros estilos de indagación es el éxito que tiene al realizar dicha travesía. Dicho éxito se atribuye a principios directrices propios del buen razonamiento. Uno de esos principios es la inferencia en tanto fuerza de restricción (algo se concluye a partir de otro algo), del cual extrapola el ya mencionado PDC:

Se presupone, por ejemplo, que hay tales estados de la mente como la duda y la creencia –que es posible una transición del uno al otro, quedándose igual el objeto del pensamiento, y que esta transición está sujeta a ciertas reglas a las que todas las mentes también están sujetas–. (Peirce, 2012, p. 204)

    El PDC ofrece una vía para reconocer que el proceso de indagación ha llegado a su fin, garantiza que la investigación sea posible en principio. Realizamos la travesía con éxito cuando logramos pasar de un estado de duda a uno de creencia. En el marco de la indagación científica la meta sería entonces simplemente el establecimiento de la opinión de la comunidad (McNabb, 2018). Esta concepción puede sugerir un problema. Hay ocasiones en las que la irritación causada por la duda tiene un alcance tan amplio que sacude nuestra forma entera de comprender la realidad. Este hecho sugeriría la necesidad de corregir nuestra concepción de la realidad y adoptar otra que sea más correcta. Pero, si la meta de la investigación es simplemente el establecimiento de la opinión de la comunidad, ¿qué importancia tendría adoptar una visión global de la realidad correcta? Peirce responde que la nueva lógica de la investigación presupone también una hipótesis de la realidad (HR en adelante):

Hay cosas reales cuyas características son enteramente independientes de nuestras opiniones sobre ellas; esas realidades afectan a nuestros sentidos según leyes regulares y, pese a que nuestras sensaciones son tan diferentes como lo son nuestras relaciones con los objetos, aprovechándose de las leyes de la percepción, podemos averiguar mediante el razonamiento cómo son las cosas realmente; y cualquier hombre, si tiene la suficiente experiencia y razona lo suficiente sobre ella, llegará a la única conclusión verdadera. La nueva concepción implicada aquí es la de la Realidad. (Peirce, 2012, p. 211)

    Peirce establece la HR de una forma muy prudente, ya que no se plantea como algo necesario de probarse como verdadero, sino simplemente como una presuposición necesaria para la lógica de la investigación: es una postura necesaria de adoptar para que la indagación científica tenga sentido. Para justificar la HR, distingue entre cuatro métodos para restablecer la creencia: la necedad, la imposición, la razón y la ciencia. De ellos, los primeros dos son caprichosos y arbitrarios por lo que no funcionan para establecer una opinión a largo plazo. El tercero es más óptimo porque rechaza el capricho, pero dado que descansa en el individuo y el individuo es falible y finito, tampoco resulta adecuado para dicho fin. Solo la ciencia, que abandona tanto el capricho como la individualidad, es susceptible de establecer la opinión a largo plazo. La presión social de la comunidad sobre las creencias requiere de un criterio con el que se pueda llegar a un acuerdo para establecer la opinión:

Para satisfacer nuestras dudas, entonces, es necesario que se halle un método por el que nuestras creencias puedan ser causadas, no por algo humano, sino por alguna permanencia externa, por algo sobre lo que nuestro pensamiento no tenga ningún efecto (Peirce, 2012, p. 211).

    Este método de investigación presupone la inferencia, el PDC y la HR ya que “tiene que ser tal que la conclusión final de todo hombre sea igual. Tal es el método de la ciencia” (Peirce, 2012, p. 211). Cabe aclarar que esto no conduce a un cientificismo miope y dogmático, ya que para Peirce lo real se define como “el estado de cosas en el que se creerá en la opinión última” (Peirce, 1994, p. 1850). La verdad científica es una idea regulativa a la cual, dada nuestra falibilidad, solo nos podemos acercar de manera asintótica. La genialidad de esta concepción es que refuerza la falibilidad individual con las múltiples generaciones de la comunidad de investigadores. En palabras de Dea (2007), “para Peirce, el universo es manifiestamente inteligible, si no ahora para mí, a largo plazo indefinido para toda la comunidad de investigadores” (p. 60). La nueva lógica de la investigación que propone Peirce para corregir los defectos nominalistas del proyecto moderno guarda paralelismos con el realismo especulativo que, a pesar de su incuestionable distancia, pueden rastrearse en la filosofía de Spinoza.

Sustancia

La HR es el germen del realismo extremo de Peirce que, como se ha señalado, es una condición del pragmati(ci)smo. También se indicó que su realismo tiene una influencia considerable del realismo escolástico de Duns Escoto. Si Peirce tiene razón en considerar a Spinoza como pragmaticista, habría de esperarse poder rastrear en su filosofía alguna modalidad del realismo escolástico. Para ello será necesario regresar al problema de los Universales.

    La cuestión consiste en determinar si los Universales son conceptos primero-intencionales que refieren a entia reale o segundo-intencionales que refieren a entia rationis. Los primeros referirían al mundo real y los segundos a conceptos primero-intencionales. Los realistas ofrecen dos soluciones: los Universales son bien (1) ideas platónicas o (2) entidades que existen en los individuos. La primera solución suele rechazarse simplemente por platónica y la segunda conduce a la paradoja de que si solo existen en individuos entonces perderían su carácter universal. La solución elegante de Escoto consiste en rechazar la disyunción agregando un tercero: las naturalezas comunes. Esta maniobra tricotómica será decisiva para explicitar la relación entre Peirce, Spinoza y el realismo escolástico propio de su carácter pragmaticista.

    Escoto parte de la distinción tomista entre existencia real y existencia lógica. A continuación, reelabora el modelo tomista distinguiendo la existencia real entre física y metafísica. Esta nueva región sería “menos” real que la existencia física, pero “más” real que la existencia lógica. Una idea así, que pareciera ser a primera vista una tontería retórica, guarda en su núcleo un concepto muy potente: la indeterminación. Este mecanismo tomista ajustado con la indeterminación es lo que le va a permitir mediar entre los entia reale y los entia rationis, además de que constituye la base del realismo escolástico de Peirce (rastreable en la interpretación pragmaticista de Spinoza). Escoto, como los realistas especulativos, busca defender una postura que afirme la conexión real entre las cosas con independencia del pensamiento, una postura desde la cual se pueda sostener que “incluso si no existiera el intelecto, el fuego generaría fuego y destruiría el agua” (Escoto, 1997; traducido de Dea, 2007). Para ello debe expandir lo real más allá de la existencia hacia la indeterminación. Elude el platonismo al aceptar de los nominalistas que solo los individuos tienen existencia real, pero esquiva la reificación individualista al asignar a las naturalezas comunes una realidad relativamente autónoma.

   Las naturalezas comunes son conexiones reales de las cosas que en sí mismas existen con independencia del pensamiento, pero dependientes de los individuos existentes. Las naturalezas comunes necesitan acoplarse en los individuos pues de otra forma no podrían existir, pero ontológicamente son indeterminadas. Para que las naturalezas comunes se determinen y puedan acaecer se requiere un proceso. Al proceso por el cual las naturalezas comunes acaecen en individuos existentes o haecceidades (Peirce lo denomina la aquisidad y la ahorisidad) le llama contracción. A aquel por el cual acaecen en los problemáticos Universales le denomina abstracción. La reificación se evita al conceder realidad a la indeterminación de las naturalezas comunes que, aunque están existencialmente acopladas a los individuos, están ontológica y lógicamente diferenciados. Para matizar las complicaciones de la determinación de las naturalezas comunes, Escoto agrega a la distinctio realis y a la distinctio rationis una distinctio formalis. Las naturalezas comunes se acoplan existencialmente con las haecceidades pero se distinguen formalmente de ellas. Por decirlo de una más o menos burda, la existencia[5] de las naturalezas comunes es “menos” real que la existencia de las haecceidades pero “más” real que la de los Universales. Esta ontología de la indeterminación es lo que conecta al realismo escolástico de Escoto con Peirce y Spinoza.

    Se ha señalado que Spinoza usa el término de esencia en dos sentidos distintos[6] (Bennett, 1984; Della Rocca, 1996) que conducirían a un pesimismo correlacionista. Para Dea (2007), esto socava el optimismo realista implícito en su scientia intuitiva o “conocimiento del tercer género”. Para Spinoza, la percepción intelectual de la sustancia presupone el “conocimiento adecuado” de las cosas. Este conocimiento es exclusivo del segundo y tercer género, a saber: razón e intuición respectivamente. Si bien es la intuición la que conduce del conocimiento de la esencia de los atributos de la sustancia al de la esencia de las cosas, su punto de partida es el conocimiento de los atributos, el cual es suministrado por la razón. Por ello habremos de buscar el material del conocimiento adecuado en el segundo género. Ahora bien, según Spinoza la razón es posible “a partir, en fin, de que tenemos nociones comunes e ideas adecuadas de las propiedades de las cosas” (Spinoza, 2000, p. 108; cursivas añadidas). Las nociones comunes se definen como “algo que es común a todos los cuerpos y que está igualmente en la parte y en el todo de cualquier cuerpo” (Spinoza, 2000, p. 105). Lo relevante es que su postura sobre las nociones comunes es realista:

La discusión de Spinoza sobre E2P37-40 revela que es nominalista sobre las abstracciones pero realista sobre las nociones comunes (y por lo tanto, sobre los atributos). Las abstracciones se forman confusamente a través de la abstracción, mientras que las nociones comunes son el conocimiento adecuado de las cosas que son realmente comunes a todas las cosas. Tenemos un conocimiento adecuado de los atributos, al igual que de todas las nociones comunes, porque nuestras mentes pertenecen a la clase de “todas las cosas”. Tenemos acceso epistémico directo, y por lo tanto adecuado, a ellos a través de su ubicuidad en nuestras mentes. (Dea, 2007, p. 147)

    Estas nociones comunes serían por lo tanto primero-intencionales, ya que refieren a entia reale. En este sentido, se puede rastrear un paralelismo entre las nociones comunes y las naturalezas comunes del realismo escolástico. Este paralelismo refuerza la interpretación pragmaticista de Spinoza, ya que habría de esperarse que de la “máxima pragmática de Spinoza” (rastreable en E1P36) se siguiera alguna modalidad del realismo medieval. Por otro lado, la interpretación pragmaticista permite resolver las tensiones surgidas de los dos supuestos usos distintos del concepto de esencia. Si bien nunca se define como tal de forma explícita, Spinoza nos dice en E2D2 aquello que pertenece a la esencia de una cosa. Dea (2007) sugiere que, siguiendo la “máxima pragmática de Spinoza”, al sustituir en E2D2 causa por cosa obtenemos una definición pragmaticista de esencia:

Digo que pertenece a la esencia de una cosa aquello que, si se da, se pone necesariamente la cosa, y que, si se quita, se quita necesariamente la cosa; o sea, aquello sin lo cual la cosa y, a la inversa, aquello que sin la cosa no puede ser ni ser concebido. (Spinoza, 2000, p. 77; alteración sugerida por Dea, 2007)

    Ahora, aquello sin lo cual “la cosa, o sea la causa”, no puede “ser ni ser concebido” es el conjunto de sus efectos, como señala Dea (2007). Tanto ontológica como epistemológicamente, sin los efectos de una cosa no se puede concebir como una causa y por lo tanto tampoco como una cosa. Spinoza invoca a E1P36 en varios argumentos cuya interpretación pragmaticista pudiera comprometer su coherencia. Dea (2007) sugiere que para salvar estas situaciones es necesario explicitar aún más la interpretación pragmaticista y concebir los efectos no como actuales sino como posibles. Pero esto conduce a otro problema, ya que es imposible concebir todos los efectos posibles de una cosa y por lo tanto sería imposible concebirla, sin embargo, es evidente que tenemos concepciones de las cosas. Lo interesante de este problema es que la solución, además de elegante, también es pragmaticista: para Spinoza, como para Peirce, las esencias no tienen existencia, pero eso no significa que no sean reales. Solo los individuos tienen existencia, las esencias pueden “existir” pero no necesariamente tiene que ser el caso. Para ambos autores, los individuos existentes son individuaciones o instanciaciones del ser (sustancia o continuo) cuya posibilidad ya está contenida en él, pero no de manera actualizada, sino indeterminada. Esta indeterminación no puede concebirse adecuadamente de forma extensional, como una lista al infinito, sino de manera intensional, esto es, como fórmulas generales expresadas como condicionales:

Captar la esencia de una cosa es simplemente captar la intensión (pero no la extensión) de sus efectos posibles. Capto la esencia de un círculo no cuando concibo cada figura individual que podría inscribirse en él, sino cuando mi concepción del círculo excluye cualquier efecto de ese círculo que sea imposible, y no excluye ninguno que sea posible. (Dea, 2007, p.118)

    La esencia de una cosa no sería entonces una lista infinita determinada de todos sus efectos posibles, sino una fórmula indeterminada que permita discernir de manera general entre efectos posibles e imposibles. Los efectos actuales se traducen en la existencia a partir de esas esencias indeterminadas, por lo tanto, deben ser reales. La concepción intensional puede ser lograda mediante la razón y esta es posible gracias a que podemos concebir nociones comunes a partir de las conexiones reales entre las cosas. Estas esencias indeterminadas, que Peirce llamará generales, por principio no pueden ser ellas mismas individuos y por lo tanto no pueden existir. Por esta razón no son susceptibles de numeración o de caer bajo el cuantificador existencial (∃) de la lógica proposicional. No obstante, tanto para Spinoza como para Peirce, la realidad tiene un alcance más amplio que la existencia: algo puede ser real y sin embargo no existir. En esto consiste lo “extremo” del realismo extremo de Peirce, en que a diferencia de Escoto que consideraba necesaria la contracción de las naturalezas comunes en haecceidades, los generales y las nociones comunes tendrían realidad plena. Por el contrario, son los individuos efectivamente existentes los que, en todo caso, dependerían de la posibilidad indeterminada.

    Esta indeterminación juega un papel decisivo en la caracterización pragmaticista de Spinoza. En la primera parte de la Ética, sugiere que por Dios debemos entender “el ser absolutamente infinito, es decir, la sustancia que consta de infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita” (Spinoza, 2000, p. 39; cursivas añadidas). El concepto de infinito ha sido un problema constante en la historia de la filosofía y la matemática que encuentra en Spinoza una aproximación particular y novedosa. Sugiere que la mayoría de confusiones sobre el concepto derivan de traslapar las distintas aproximaciones sobre el concepto que pueden realizarse. Fue de los primeros pensadores en distinguir entre, por decirlo de alguna manera, distintos “tipos de infinito”. Su concepción abreva de un uso medieval del término que encuentra su origen en la tradición aristotélica. Spinoza distingue entre lo infinito en tanto indeterminación[7] y lo indefinido. El problema, nos dice, es que “no distinguieron entre lo que se llama infinito por carecer de límites y aquello cuyas partes no pueden ser determinadas, ni explicadas por ningún número” (Spinoza, Carta XII a Meyer; como es citado en Tame-Domínguez, 2020). Lo inmensurable es lo indefinido, pero la indeterminación es lo “indefinible”. Dado que la determinación se da por negación, lo “indefinible” sería aquello privado de la negación, por lo que el infinito, en tanto “indefinible” se debe entender como lo indeterminado. Por ello, la sustancia debe ser concebida como indeterminación: “para Spinoza, el ser qua ser es inherentemente indeterminado” (Dean, 2007, p. 130). Lo infinito no es una lista de listas o un contenedor de contenedores, sino indeterminación en estado puro. En este sentido, se puede conceder que la sustancia no existe; sin embargo, no por ello dejaría de ser real.

    Ahora, si la indeterminación forma parte constitutiva de la esencia de la sustancia, esta habrá de expresarse en los atributos. Como es indicado en la Ética, para Spinoza el atributo es “aquello que el entendimiento percibe de la sustancia como constitutivo de su esencia” (Spinoza, 2000, p. 39; cursivas añadidas). Pero esto sugeriría un problema para la lectura pragmaticista, ya que siguiendo el proceso de sustitución de Dea, por atributo habríamos de entender aquello que el entendimiento percibe como los posibles efectos concebidos de forma indeterminada de lo absolutamente indeterminado. Esto, naturalmente, conduce a prácticamente nada, por lo que evidentemente tendríamos un problema. No obstante, una vez más, la aproximación pragmaticista ofrece una solución. Para concebir la indeterminación de los atributos habremos de recurrir de nuevo al carácter intensional de la máxima pragmática. Podemos pensar intensionalmente, según Spinoza, por abstracción o por la razón, pero la abstracción corresponde a la imaginación, que es un conocimiento inadecuado. Solo la razón corresponde a las nociones comunes, condición necesaria del conocimiento adecuado. Por lo tanto, para pensar los atributos habremos de emplear la intensionalidad de las nociones comunes, que, si no se admiten como intercambiables con los atributos, debieran admitirse, cuando menos, como guardando una especie de relación isomórfica con ellos. Esto salva, además, a E1D4 de una interpretación correlacionista. Cuando dice “aquello que el entendimiento percibe” se puede entender una forma de epistemocentrismo, ya que la indeterminación solo puede ser entendida por el dispositivo humano de forma intensional. Pero esta modificación de concepción, de lo extensional en tanto “inventario” hacia lo intensional en tanto “fórmula”, pasa por las nociones comunes, las cuales (como se ha insistido) estarían in re, no en el pensamiento.

Conclusiones

Además del pragmati(ci)smo y el realismo extremo, otra de las grandes contribuciones de Peirce fue su famosa nueva lista de categorías. Las categorías son “conceptos simples aplicables a toda cuestión” (Peirce, 2012a, p. 379) que, una vez articulados, sirven como principio de estructuración para el pensamiento. Su arquitectura filosófica consta de tres categorías: primeridad, segundidad y terceridad.

La primeridad es el modo de ser de aquello que es tal como es, positivamente y sin referencia a cualquier otra cosa. La segundidad es el modo de ser de aquello que es tal como es con respecto a un segundo pero independiente de cualquier tercero. La terceridad es el modo de ser de aquello que es tal como es al poner en relación entre sí un segundo y un tercero. (Peirce, 1994, p. 2741)

    Las categorías de Peirce nos ayudarán a clarificar los vínculos entre Spinoza, Peirce y el realismo escolástico. La indeterminación de la sustancia correspondería a la primeridad; las haecceidades o modos, a la segundidad; y las naturalezas/nociones comunes o atributos (que median entre la realidad de la indeterminación y la existencia de la determinación), a la terceridad. A mi parecer, lo que la autora pretende hacer no es tanto una traducción burda y apresurada entre los conceptos de las teorías de los autores, sino simplemente establecer algo así como un marco general de afinidad en torno al realismo escolástico. Este marco de afinidad es el que a su vez permite establecer un encuentro con el realismo especulativo de la filosofía poscontinental.

    Resultan un tanto evidentes los paralelismos con los principios, la crítica al correlacionismo moderno y al constructivismo posmoderno del realismo especulativo, pero posiblemente no sea el caso con las últimas dos críticas. Sobre la crítica al epistemocentrismo se debe señalar que la postura antinominalista necesaria en el realismo escolástico sería más afín a la ontología en tanto aprehensión directa del ser o la sustancia. Peirce comenta que lo que distingue a su filosofía de otras es su “retención de una filosofía purificada; (…) en vez de solo burlarse de la metafísica (…) el pragmaticista extrae de ella una esencia preciosa, que servirá para dar vida y luz a la cosmología y a la física” (Peirce, 1994, p. 1847). Sobre la crítica a la metafísica se deben tomar en cuenta las demás implicaciones metafísicas del pragmati(ci)smo. El aspecto más contrastante entre la ontología pragmaticista y el realismo especulativo es su monismo idealista. Pero este idealismo no es un correlacionismo ingenuo, ya que constituye un panpsiquismo: “lo mental no se localiza en cabezas individuales, sino a lo largo del tejido cósmico” (McNabb, 2018, p. 20). Sobre el monismo habría que decir que tampoco se trata de una postura convencional. Su doctrina del sinequismo se sustenta en una concepción no-métrica del continuo caracterizada por la indeterminación de la posibilidad: “un continuo [infinito] verdadero es algo cuyas posibilidades de determinación ninguna multitud de individuos puede agotar” (Peirce, 1994, p. 2065). El panpsiquismo implícito en su sinequismo, a su vez, socava al epistemocentrismo al presuponer una continuidad entre la mente humana y la mente del ser.

    Esta ontología de la indeterminación resuena con la interpretación pragmaticista de la sustancia en Spinoza. Sin embargo, su necesitarianismo lo pondría en la mira de la crítica especulativa. Intentar salvar a Spinoza de su necesitarianismo sería, naturalmente, una empresa fútil. Debe reconocerse que, aunque haya pasado las demás pruebas especulativas, no puede hacerlo del todo en esta última. Pero cabría hacerle una mención honorífica tomando en cuenta un par de consideraciones. Es verdad que el PSR opera implícitamente en toda la Ética, pero el peso del necesitarianismo, si bien proviene de la sustancia, recae en última instancia en el registro de los modos existentes. En tanto posibilidad indeterminada, no hay necesidad de que se vuelvan tales o cuales modos específicos. Es hasta que un modo se actualiza conjugando sus posibles efectos con otros modos que la necesidad de la Ley opera efectivamente. Por otro lado, “la única declaración explícita del PSR en la Ética de Spinoza ocurre en su argumento de la existencia necesaria de Dios, dado en E1P11D2” (Lin, 2018, p. 134). Desde la interpretación pragmaticista, se podría concebir como la necesidad de la indeterminación pura, una estrategia que podría entenderse análoga al principio de factualidad de Meillassoux (2016), el cual consiste en aceptar la paradójica necesidad de la contingencia. Además, entendida la sustancia como indeterminación pura, el pensamiento de Spinoza se alejaría tanto del monismo como del idealismo. El ser no es uno ni muchos, ni tampoco mente o materia: es indeterminado. Como sea, es verdad que en este punto el realismo especulativo tomaría su respectiva distancia. Pero esa distancia debería hacerse reconociendo los méritos de una “metafísica” atenuada por la indeterminación de una sustancia que, curiosamente, más que “sustancialista”, sería procesualista: no sustantivo, sino verbo en infinitivo.

    Para Peirce, una ontología pragmaticista debe aceptar la realidad de sus tres categorías a nivel cosmológico, ya que solo así se puede dar cuenta del carácter evolutivo del ser. Su doctrina del tiquismo reconoce la realidad del azar, la del anancasmo reconoce la realidad de la Ley y la del agapismo o amor evolutivo reconoce la realidad del hábito creativo como crecimiento y fuerza mediadora entre el azar y la Ley. El hecho de que vacilara sobre si considerar o no a Spinoza como pragmaticista se debe principalmente a que su realismo reconoce sin problemas la realidad de los segundos y los terceros, pero no la de los primeros. La primeridad propia de la indeterminación de la sustancia queda atenuada por el necesitarianismo más propio de la segundidad o de la terceridad (según cómo se conciba la Ley). En este sentido, Spinoza sería más bien un proto-pragmaticista, ya que no es hasta el realismo extremo de Peirce que se le da a la primeridad realidad plena. No obstante, el hecho de no haber concebido la realidad de solo los individuos existentes, sino también la de los generales no existentes pero reales, acercan evidentemente a Spinoza al pensamiento pragmaticista.

    Por último, partiendo de las consideraciones cosmológicas de la ontología de Peirce, se podría pensar qué pudiera decirle un pragmaticista a los tres mosqueteros del realismo especulativo: Meillassoux, Harman y Gabriel. Al primero seguramente se le aplaudiría la audacia de reconocer la realidad de la primeridad en su principio de facticidad, el cual afirma la contingencia absoluta del ser. Sin embargo, muy probablemente el pragmaticista cuestionaría el principio de factualidad según el cual solo el principio de facticidad es necesario. Una ontología así, sería una metafísica de la primeridad, que al dejar de lado la segundidad y la terceridad no podría considerarse pragmaticista. A Harman se le reconocería el hecho de haber explicitado que al demoler o sepultar a los objetos en abstracciones se les priva de su existencia. Pero el hecho de ser una ontología orientada a objetos la reduce a ser solo una metafísica de la segundidad. A Gabriel se le celebraría el haber incluido en su metafísica las tres categorías. Efectivamente, su realismo neutral reconoce la primeridad en la infinitud o indeterminación de los campos de sentido, la segundidad de los objetos y la terceridad en los ámbitos del objeto que, en tanto terceros, median entre la indeterminación de los campos de sentido y la existencia determinada de los objetos. Pero, en tanto ontología restringida a la existencia, el realismo de Gabriel decaería en una ontología de la segundidad. El mundo, efectivamente, no existe. Pero eso no significa que no sea real. A este decaimiento en la segundidad (que también es muy característico de Harman), en el que la indeterminación se reifica o las Leyes se conciben como objetos, Dea (2007) le llama “monismo modal”. Además, el indeterminismo de Spinoza y el sinequismo de Peirce rechazarían la postura pluralista. Gabriel se aproxima al infinito de manera extensional (inventario), en términos de Spinoza, y de manera métrica, en términos de Peirce. El pragmaticista concebiría la unidad plural del ser desde la indeterminación de las posibilidades contenidas en un continuo no-métrico: para captar la parte unitaria de la realidad hay que pensar infinitesimalmente. Por último, el pragmaticista probablemente haría un comentario sobre el Superobjeto, indicando “que no sería lo mismo objeto que posee todas las propiedades posibles, que objeto que conjunta todo lo existente” (Olivares, 2019, p. 200). Del hecho de que existan mexicanos que hablan inglés, por ejemplo, no se sigue que la población mexicana sea bilingüe.

    Es posible rastrear una modalidad del realismo escolástico en el pensamiento de Spinoza que puede vincularse a una interpretación pragmaticista de su obra. Este realismo “indeterminista” se aproxima al realismo extremo de Peirce. A pesar de haber estado cerca de reconocer las tres categorías de la ontología pragmaticista de manera plena, el necesitarianismo explícito en la Ética atenúa la primeridad caracterizada por la indeterminación de la sustancia. Como se ha intentado demostrar, esta metafísica tiene un grado de afinidad con el realismo especulativo y varios de sus planteamientos.

    Lo valioso para esta discusión es que las ontologías de Spinoza y Peirce representan un pensamiento que sería alienígena para la modernidad (como correlacionismo): ambos piensan más como medievales que como modernos. Y, más aún, las ideas medievales que rescatan son aquellas abandonadas por la tradición. Ambos pertenecen a una vena aristotélica que, en palabras de Peirce sería “pura”, en el sentido de no estar contaminada del escolasticismo tradicional:

[E]ducado en Holanda, las nociones de filosofía que Spinoza recibió por primera vez y que, en su mayor parte, forman la base sobre la que construyó, vendrían naturalmente, y es fácil ver que vinieron, de los Peripatéticos reformados holandeses de esa época, Burgersdyk, Heereboord y los demás. No hay rastro en Spinoza de ningún conocimiento directo de la escolástica medieval. Los aristotélicos holandeses fueron influenciados en un grado considerable, pero limitado, por los escolásticos. Este lecho rocoso de concepciones estaba cubierto en la mente de Spinoza por una lectura filosófica bastante amplia. La influencia de Bruno, Descartes, Hobbes, por ejemplo, es claramente perceptible. Pero los rasgos principales de su filosofía son consistentes con el aristotelismo ligeramente modificado, y no tanto con las otras doctrinas que lo influenciaron posteriormente. (Peirce, como es citado en Dea, 2007, p. 23)

    Si lo que se busca son alternativas para escapar del correlacionismo de la modernidad, tal vez valdría la pena revisar esta vena aristotélica cuyos primeros resultados prometedores pueden encontrarse en la filosofía de Deleuze, una influencia que ha sido bastante notoria en la trama del realismo especulativo. Por otro lado, tanto el indeterminismo de Spinoza como el sinequismo de Peirce, descansan de alguna manera en el rechazo al principio del tercero excluido de la lógica occidental, acercándose más a pensamientos orientales como el de la tercera vía de Nagarjuna. Por ello se considera relevante incluir al pragmati(ci)smo en la discusión del Giro Ontológico. Recibimos de ambos pensadores una filosofía optimista capaz de conocer las conexiones reales entre las cosas. Charles Sanders Peirce, influido evidente y considerablemente por Spinoza, nos hereda una ontología prometedora. Encontramos en su pensamiento algo así como un conexionismo simbólico, una ontología en la que el ser debe entenderse como una red evolutiva de símbolos desplegada en la unidad múltiple de la indeterminación pura del infinito.

Referencias

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[1] “Peirce cuenta entre los pocos hombres de la historia que pueden calificarse de polímatas. Como comenta Max Fisch, Peirce era matemático, astrónomo, químico, geodésico, topógrafo, cartógrafo, metrólogo, espectroscopista, ingeniero, inventor; psicólogo, filólogo, lexicógrafo, historiador de la ciencia, economista matemático, estudioso de la medicina; dramaturgo y actor; fenomenólogo, semiótico, lógico, retórico y metafísico” (McNabb, 2018, p. 14).

[2] Resulta prudente señalar que algunos realistas poscontinentales toman como referencia varias nociones de Spinoza, principalmente por conducto de las reelaboraciones de Deleuze.

[3] Se puede encontrar referido como realismo extremo, realismo escolástico, realismo escotista o realismo medieval.

[4] Lo mismo aplicaría a la epojé de los fenomenólogos.

[5] En tanto indeterminadas, las naturalezas comunes no tendrían existencia en sentido estricto. No obstante, serían reales.

[6] Como condiciones necesarias y suficientes o como concepto completo.

[7] Como señala Dea (2007), este uso medieval del término ha sobrevivido hasta nuestros días en el verbo “infinitivo” (indeterminado) de la gramática.

La perspectiva científica en la obra de Spinoza

Flores Arróliga, E. (2022). La perspectiva científica en la obra de Spinoza. Círculo Spinoziano. 2(3),120-141.

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Eduardo Flores Arróliga – La perspectiva científica en la obra de Spinoza

 

Resumen: El presente artículo expone la perspectiva científica que existe en la obra filosófica de Baruj Spinoza, situándola entre los estudios spinozistas que recogen el bagaje naturalista de su época. Este escrito está dividido en tres apartados del proceso creativo de Spinoza: (i) su conocimiento en matemáticas, (ii) su definición del movimiento de los cuerpos y (iii) sus interpretaciones sobre el comportamiento de la luz. La primera parte aborda su perspectiva geométrica y su aplicación en diferentes obras para desarrollar el método sintético. El segundo apartado expone la mecánica de los cuerpos para afirmar cómo Spinoza comprendió la relación entre materia y movimiento. Y, finalmente, plantea su dominio en dióptrica, junto al diálogo que mantuvo con amigos científicos y filósofos. El valor de esta investigación es contribuir a la visión global de su perspectiva científica y su relación con algunos elementos de su metafísica.

Palabras clave: perspectiva científica, método geométrico, mecánica, dióptrica, Spinoza.

Abstract: This article explores the scientific perspective that exists in the philosophical work of Baruj Spinoza, placing it among Spinozist studies which contextualize the naturalistic knowledge of his time. This writing is divided into three sections according to Spinoza’s creative process: (i) his knowledge of mathematics, (ii) his definition of the motion of bodies and (iii) his interpretations of the behavior of light. The first part addresses its geometric perspective and its application, as seen in different works, for the development of the synthetic method. The second section elucidates the mechanics of bodies to affirm how Spinoza understood the relationship between matter and motion. And, finally, the third section broaches Spinoza’s mastery of dioptrics along with the dialogue he held with scientific and philosopher acquaintances and friends. The value of this research is to contribute to a global vision of Spinoza’s scientific perspective and its relation to some elements of his metaphysics.

Key words: scientific perspective, geometric method, mechanics, dioptrics, Spinoza.

 

Introducción

La obra filosófica de Baruj Spinoza[1] tiene una relación estrecha con los estudios naturalistas de su época porque gran parte de su obra fue desarrollada en el contexto de la revolución científica. Este escrito está dividido en tres apartados para exponer el proceso creador de Spinoza desde su conocimiento en geometría, su definición del movimiento de los cuerpos y sus interpretaciones sobre el comportamiento de la luz. En la primera parte se aborda su perspectiva geométrica y aplicación del método sintético en algunas de sus obras. Luego una exposición de la mecánica de los cuerpos para analizar cómo Spinoza comprendió la relación entre materia y movimiento. Por último, se plantea su dominio en dióptrica, junto al diálogo que mantuvo con amigos científicos y filósofos. Por lo tanto, el valor de esta investigación es aportar una visión global de su perspectiva científica y su relación con algunos elementos de su metafísica.

    Por perspectiva se entiende la manera en que Spinoza representó su obra filosófica a través del conocimiento matemático y experimental. El término en latín perspicere significa aquello que se puede ver a través de; en geometría clásica, una perspectiva es una representación tridimensional que le permite al matemático o físico representar a través de un plano las líneas que unen los puntos de un cuerpo. Quién mejor que Spinoza para examinar a través de la realidad sobre “Dios y de la mente (…) las acciones y los apetitos humanos como si fuese cuestión de líneas, planos o cuerpos” (E3pref). Siguiendo a Magnavacca (2005), la perspectiva en la óptica estudia cómo se posiciona una cosa y están sus partes en el espacio; este término fue utilizado por los medievales debido a la herencia de la tradición griega y árabe en geometría, legado que también adquirieron los filósofos de la modernidad.

    Respecto al término científica en este escrito, no quiere decir que el objetivo de Spinoza fuera desarrollar una ciencia para estudiar los fenómenos naturales o construir un modelo científico; esa no era la intención de su obra. Sería una interpretación equivocada porque su objetivo era metafísico. Lo que sí fue cierta es su búsqueda por desarrollar una filosofía a través de un orden de verdades claras; este tipo de orden era imperante en las nuevas ciencias y para la filosofía cartesiana. La filosofía de Spinoza necesitaba una guía. Tomó prestado el método matemático, tal como lo evidencia Hegel (1982) en la Ciencia de la lógica. El método, igual que en Descartes y Bacon, sentó las bases para la argumentación analítica y sintética de su pensamiento filosófico.

    Spinoza, al escribir la Ética según el orden geométrico, acude a estos dos métodos y logra mayor soltura en el sintético (Alarcón Marcín, 2020), sin descuidar las explicaciones mecanicistas de la naturaleza. Fue un filósofo científicamente informado porque relacionó los estudios de la física con la filosofía. En una epístola a Willen van Blijenbergh, al referirse a la Ética, le confirma que “gran parte de la Ética (…), como todos saben, debe fundarse en la metafísica y en la física” (Ep 27, p. 160), y no desde otras direcciones por las que Spinoza había sido atacado, como las quejas teológicas a las que Blijenbergh recurrió para criticar su idea de Dios. La vía de Spinoza fue construir sus ejes filosóficos sin rechazar la revolución científica que había fundado Galileo con la caída de los cuerpos o Kepler con sus tres leyes sobre los cuerpos celestes.

    Cuando se lee a Spinoza sin la perspectiva científica de su contexto, la lectura de su obra puede caer en un sesgo o mal interpretarse su búsqueda por verdades claras y distintas. De ahí su interés por los principios matemáticos, las reglas metódicas de la mecánica de Descartes, su relación con miembros de la Royal Society, particularmente el secretario Henry Oldenburg, quien le compartía los trabajos del químico Robert Boyle. Igualmente, resalta su inclinación al trabajo en óptica como pulidor de lentes para microscopios y telescopios, la cercanía con los científicos y hermanos Huygens, además de su rechazo y crítica contra la creencia de los milagros, la providencia y la superstición como verdades inamovibles que presenta en el Tratado teológico-político[2]. Fue esta perspectiva la que abonó a su sistema filosófico y demostró su conocimiento en las ciencias de la naturaleza.

    La nueva ciencia que brotaba en su época le ayudó a desarrollar una filosofía sobre la naturaleza y mantener una actitud filosófica desde lo que actualmente Sierra Lechuga (2021) ha llamado principio metafísico de responsabilidad física. Esta postura demuestra que aquellas filosofías que conocen bien toman en cuenta y aplican los estudios físicos de su época dentro de sus obras metafísicas. La filosofía de la modernidad estaba científicamente informada[3] y, en el caso de Spinoza, su filosofía no se desvinculó de las áreas científicas que surgieron en su contexto; estaba enterado de las publicaciones más recientes y muchas veces escribió críticas sobre algunos trabajos que versaban en química y física, como lo comprueban varias de sus cartas.

 

El orden geométrico

Una de las perspectivas importantes en la Ética es el estilo y estructura del libro. Spinoza construyó una obra según el orden geométrico. ¿Qué significa esta manera de presentar sus argumentos y cuáles fueron sus implicaciones filosóficas? Este estilo fue utilizado, primeramente, en los Principios de filosofía de Descartes demostrados según el método geométrico; también este orden puede verse en el Tratado político, porque su objetivo era analizar la política “con la misma libertad de espíritu con que solemos tratar las cosas matemáticas” (TP, 1/4). Fue la manera de desarrollar un campo de estudio que fuera riguroso tanto en materia de la naturaleza física como humana, sin estar atado a creencias y doctrinas.

    La matemática era la herramienta y el lenguaje de la modernidad para dar cuenta de ideas claras, a través de un razonamiento lógico. Ayudó a las otras ciencias que emergieron en esa época para estudiar los elementos abstractos basados en la deducción y la lógica. Descartes en la filosofía y Galileo en la física dieron cuenta del carácter fundamental de esa ciencia para desarrollar una perspectiva que pudiera evidenciar la realidad física. En el caso de la geometría, como rama de las matemáticas, permitía atender a los objetos, su relación espacial y las propiedades del espacio.

    Para Spinoza la matemática era una ciencia auxiliar y la geometría un método fundamental en su filosofía. Fue cuidadoso en aclarar que las matemáticas tenían sus propios límites porque los números no eran capaces de determinar los movimientos de la materia o las desigualdades del espacio interpuesto entre los círculos (Ep 12, p. 59). Es decir que para Spinoza las matemáticas, aritmética y algebraica, estaban subordinadas a la magnitud geométrica (Deleuze, 2011). Esto no significaba un rechazo de esta ciencia formal, sino de estar consciente que la matemática es un modo auxiliar de la imaginación que no puede determinarlo todo, y que si bien es un recurso fundamental no significa que del número dependa la existencia de la realidad. Las matemáticas y la razón no son lo mismo, porque la razón como segundo género del conocimiento dentro de la filosofía de Spinoza puede regular las pasiones humanas o la vida en general, algo que las matemáticas aritméticas o algebraicas no pueden[4].

    La geometría como método genético fue importante para Spinoza porque le ayudó a trazar una ruta con fines teóricos y prácticos. El orden geométrico organiza y va hacia las esencias de las cosas, a través del ejercicio analítico o sintético. En la modernidad este orden cumplía como función organizadora de la razón y su método era el camino por el que procedía el pensamiento en la búsqueda de un nuevo conocimiento. Esta distinción entre orden y método fue heredada, como lo comenta Garrett (2018), de algunos libros escolásticos que Spinoza estudió. Este orden geométrico se convirtió en una guía para afirmar la verdad de las cosas o las ideas, como la idea de Dios, y también para tener un método, según Spinoza en el Tratado de la reforma del entendimiento, como “el camino por el que se buscan, en el debido orden, la verdad misma o las esencias objetivas de las cosas o las ideas” (TIE, §36). Es decir que la manera de demostrar geométricamente la realidad es parte del método, donde primero se distingue la idea verdadera de otras percepciones, luego se proporcionan las reglas para aquello que es desconocido, al tener presente una norma; para fijar, por último, un orden que no disperse al investigador en otros puntos innecesarios (TIE, §37).

    En los Principios de filosofía de Descartes, Spinoza arma como un rompecabezas los planteamientos analíticos de Descartes para llevarlos a la examinación sintética. Así lo confiesa Lodowijk Meyer al escribir en el prefacio de este texto sobre su deseo de: “un experto, tanto en el método analítico como en el sintético y familiarizado sobre todo con los escritos de Descartes y profundo conocedor de su filosofía, pusiera las manos a la obra y se decidiera a redactar en orden sintético lo que aquél había escrito en orden analítico, y a demostrarlo como suelen hacerlo los geómetras” (PPC, p. 163), porque existía una necesidad de aclarar y examinar la recepción cartesiana holandesa, debido a las malas interpretaciones o dogmas que habían surgido de la obra del filósofo francés. Spinoza, a través del método sintético, plantea los elementos más simples para formular ideas más complejas. Las consecuencias de sus definiciones, axiomas o proposiciones están contenidas en ellas mismas, sin tener que recurrir a otras aristas que estén fuera del orden de la idea que plantea.

    El ejemplo geométrico de este método sintético era empezar con definiciones simples al igual que las figuras geométricas mínimas como los puntos y las líneas, hasta llegar a figuras complejas, como es el hexágono, que equivalen a las proposiciones y demostraciones que se encuentran en sus textos. En la Ética aplicó el método sintético para el estudio de Dios, la mente humana y la moral de la misma manera en que se tratan las figuras geométricas simples y complejas (Garrett, 2017), porque pensaba que era el modo más evidente para definir la realidad en sus diferentes expresiones.

    En la segunda parte de los PPC se nota su perspectiva sobre los cuerpos y sus movimientos, graficados a través de planos, circunferencias, semicírculos, hexágonos, canales de agua o explicados con el giro de ruedas, con el fin de ejemplificar la naturaleza de los objetos móviles y su reposo. El círculo fue el modelo elemental para explicar el movimiento mecánico e infinito de las cosas, y sostener que es la figura o elemento abstracto que confirma la importancia del método genético en la geometría.

    Para Spinoza el círculo es “una totalidad o un individuo que causa de manera adecuada el movimiento de sus partes pues éstas se afectan según el orden del todo. Es decir, existe por su causa inmanente y se explica por ella sola, por lo que no requiere de otra cosa para ser comprendida” (Alarcón Marcín, 2018, p. 46). En su búsqueda por ideas claras y fidelidad a las matemáticas, Spinoza propuso el círculo como el ejemplo genético y de aplicación filosófica para demostrar la eficacia del cuerpo geométrico como base teórica en el análisis de la realidad. En una carta a Tschirnhaus, quien está insatisfecho con su propuesta geométrica sobre la definición de la idea y definición de una cosa, Spinoza le explica a través del modelo del círculo que:

para investigar las propiedades del círculo, averiguo si de esta idea del círculo, a saber, que consta de infinitos rectángulos, puede deducir todas sus propiedades; averiguo, repito, si esta idea incluye la causa eficiente del círculo, y como no es así, busco otra, a saber, que el círculo es un espacio descrito por una línea, uno de cuyos extremos es fijo y el otro móvil. Y como esta definición expresa la causa eficiente, sé que puedo deducir de ella todas las propiedades del círculo, etc. (Ep 60, pp. 270-271).

    En esta misiva se ve la importancia que le da a la causa eficiente, explicada desde la definición del círculo, a través del método sintético. En el círculo se da una definición genética, como lo mostró con la idea verdadera. Es aquella, según Alarcón Marcín (2020), que le permite a la mente deducir sus propiedades y asegurar que esa idea es clara y distinta. El círculo parte de definiciones simples y se extiende a demostraciones más complejas, pero su definición genética es el punto de partida para llegar a lo que él entiende como idea verdadera. Es esta la relación entre metafísica y física que Spinoza hereda del filósofo francés. Por ejemplo, en los Principios de filosofía, Descartes habla sobre la extensión, las cosas materiales, el movimiento y reposo. Este interés, según Kobayashi (1996), es la búsqueda de los filósofos de la modernidad por una coherencia notable del plan metafísico con el plan de la física desde una mecánica clásica.

    Spinoza partió de los Principios de Descartes para ordenar sus ideas de manera sintética y demostrar sus postulados. Este escrito fue una prueba para desarrollar, posteriormente, sus estudios metafísicos y políticos, teniendo como base la examinación geométrica. El análisis sobre el movimiento de los cuerpos le sirvió como principio físico para desarrollar una teoría sobre las pasiones del ser humano. En ambas se cumple la finalidad de mantener presentes las leyes físicas de su época y proponer una actitud metódica diferente a la del filósofo francés.

    Esta dimensión del método geométrico, como se ha expresado, viene de una influencia de la época y de dos autores en particular, según Alarcón Marcín (2020), del método geométrico de Descartes y la definición genética de Hobbes. También viene del estudio de los Elementos de Euclides, como lo dice en una carta a Hugo Boxel (Ep 56, p. 261) para expresarle que de Dios tiene una idea tan clara como la del triángulo, pero no una imagen clara de Dios como sí la tiene del triángulo, porque a Dios no lo puede imaginar, solo entenderlo. Las figuras geométricas son la clave que existe entre la imaginación y el entendimiento como modos del conocimiento para llegar a verdades claras.

    La Ética es una evolución de los textos anteriores, donde utiliza los principios de la geometría euclidiana como pretexto para la construcción de un sistema filosófico “sobre la naturaleza y su forma de operar, concebidas en términos de causas y efectos matemáticamente verificables” (Israel, 2012, p. 307), y para explicar la esencia de la Naturaleza o Dios desde las leyes de la física y mantener un determinismo causal de esta Naturaleza.

    Volviendo a la idea del círculo, en ella se comprueba la propuesta sobre la idea verdadera. La mente puede formar la causa del círculo, su definición geométrica (Alarcón Marcín, 2020). En el círculo, todas las líneas que se dibujan desde el centro de la circunferencia son iguales y de esa idea se siguen otros axiomas y proposiciones; de tal manera que, si se traslada esta idea del círculo a la definición de la sustancia como ente absolutamente infinito, es posible deducir sus demás propiedades que le pertenezcan a su infinitud y unicidad (Nadler, 2009). Definir y deducir, de manera sencilla y básica fue central para la perspectiva geométrica de cualquier filósofo del siglo XVII, como lo fue para Hobbes en la política, Samuel Pufendorf en la jurisprudencia o Samuel Clarke desde la filosofía anglicana. Ellos escribieron sus trabajos bajo el estilo axiomático (Garrett, 2017), para tratar con rigor otras áreas del conocimiento del ser humano y conseguir ideas claras en cada área de estudio.

    Cada parte de la Ética empieza con definiciones como reglas del juego que aclaran los conceptos que se van a tratar. A partir de ahí Spinoza construye su sistema deductivo de esta manera: las proposiciones se acompañan primero de sus demostraciones, luego de los corolarios, que son parecidos a los teoremas, y finalmente los escolios, que son una discusión informal fuera de la estructura geométrica de los demás argumentos (Nadler, 2006).

    El orden geométrico de Spinoza le ayudó a seguir estos principios y comprobar cuáles son los efectos de las distintas cosas y cómo se componen esas cosas. O como lo expresa Alarcón Marcín: “El método geométrico es el modelo del conocimiento por primeras causas porque es el orden epistemológico que sigue al orden ontológico: todo verdadero conocimiento es una deducción del verdadero conocimiento de Dios” (2020, p. 16). Para conocer la esencia de las cosas hay que ayudarse de la ciencia que estudia las verdaderas propiedades de la sustancia única, sus atributos y modos, de tal manera que una definición aclare y profundice en las cosas que han de desarrollarse en su sistema.

    ¿Cuál es la importancia de comprender su orden geométrico? En primer lugar, tiene que ver con el contexto científico. Spinoza tiene una admiración y confianza en la geometría, en cómo sus figuras como el triángulo o el círculo pueden ser definidas por la razón y comprobar que la esencia de cualquier cuerpo “se compone de superficies, las superficies de líneas y las líneas de puntos. Y esto lo deben admitir todos los que saben que una razón clara es infalible” (E1p15esc). Segundo, la geometría era capaz de examinar la esencia de los fenómenos físicos y las leyes del universo de manera formal, era la guía para acercarse a los elementos abstractos que podían mapear la realidad de la Naturaleza o sustancia única.

    En el Prefacio de la tercera parte de la Ética, Spinoza dice que va a tratar los afectos del ser humano como si fueran líneas, planos o cuerpos (E3pref); la estructura de la realidad es aquello que existe y puede tratarse a través de las reglas universales de la Naturaleza. El cuerpo como atributo, cosa extensa, geométricamente verificable, expresa una dimensión estructurada y propia del ente absolutamente infinito.

    Para Alarcón Marcín: “el método geométrico es la concatenación de las ideas según el entendimiento” (2020, p. 66), porque así es posible demostrar que las ideas claras y evidentes de los modos (finitos e infinitos) y atributos (finitos e infinitos) son manifestaciones de la sustancia. Entre modos y atributos, Spinoza realiza una cartografía de la realidad para reunir la característica propia de todo aquello que es medible y verificable.

    La Ética demuestra la realidad divina y de las cosas desde un método reflexivo y sintético: “reflexivo porque comprende el conocimiento del efecto por el conocimiento de la causa; sintético porque engendra todas las propiedades del efecto a partir de la causa conocida como razón suficiente” (Deleuze, 1999, p. 129). Por su inclinación al método sintético euclidiano y al carácter genético de Hobbes, el método geométrico se convirtió en la base para plantear una metafísica, antropología y gnoseología acordes a los aportes de la nueva ciencia. Y como sugiere Lomba (2020):

lo que demanda de sus lectores como requisito para el estudio y comprensión de su filosofía es un conocimiento riguroso de aquella nueva ciencia y de esta nueva filosofía, y quizás no tanto una cierta familiaridad con el resto de tradiciones (…) aunque las movilice para criticar y modificar sustancialmente la filosofía cartesiana, única manera de alcanzar un suelo firme sobre el que fundamentar con solidez aquella nueva ciencia. La Ética sobre todo, por tanto, como acta del fracaso del programa contenido en la nueva filosofía de Descartes (p.16).

    La filosofía de Descartes es, sin embargo, la que encamina a Spinoza a este reparo. La deuda es grande y por ello hay un compromiso de llevar al filósofo francés a las últimas consecuencias. Los tópicos que trata en la Ética son, en su mayoría, los que Descartes trata en sus Meditaciones metafísicas sobre la existencia de Dios, la relación entre cuerpo y alma, la libertad y voluntad, etcétera, pero con otro bagaje, debido a las nuevas publicaciones científicas y otros objetivos filosóficos que le ayudaron a desarrollar una obra metafísica separada de ciertas creencias teológicas de la filosofía cartesiana.

    La intención de Spinoza con la Ética fue desarrollar un texto que ahonda en los principios de la naturaleza en general y el conocimiento humano, a partir de una necesidad geométrica en común (Nadler, 2009). Esta perspectiva lo convirtió en un representante del modelo deductivo y creador de una teoría del conocimiento, a través de la búsqueda de un orden, reglas y definiciones geométricas que le ayudaran a dar cuenta, al menos, de algunos retazos evidentes de la totalidad del mundo.

 

La mecánica de los cuerpos

La mecánica en la modernidad fue un modelo para definir la naturaleza como una máquina y sus cuerpos como miembros que operan en la realidad. La geometría ayudó a que ese modelo mecánico tuviera validez para la propuesta de teorías sobre los fenómenos naturales. La extensión, la materia, el cuerpo animal y humano (en fisiología y anatomía) eran explicados como conjuntos de mecanismos dispuestos a accionar fuerza (Chaui, 2001). Descartes fue el fundador de este nuevo modelo de concebir a los objetos del mundo como obras mecánicas.

    El astrónomo neerlandés Christian Huygens ocupó este modelo para descifrar algunos fenómenos del sistema solar. Spinoza cuenta que Huygens, con su telescopio, pudo “observar los eclipses de Júpiter, producidos por la interposición de sus planetas, y además cierta sombra en Saturno, como producida por un anillo” (Ep 26, p. 159); estos hallazgos de sus contemporáneos le ayudaron a develar los macrofenómenos de la astronomía y los microfenómenos de la biología y química (Nadler, 2004), ciencias adaptadas a las ecuaciones geométricas y comprobaciones empíricas. En el caso de sus contemporáneos, “Huygens era un maestro de los experimentos y los instrumentos científicos, pero no un empirista puro, y creía, al igual que Spinoza, que una visión del mundo matemáticamente anclada en el mecanicismo era un requisito y un marco esencial de la investigación con propósitos científicos” (Israel, 2012, p. 314). Esta manera de estudiar el mundo fue el sello de la nueva ciencia y sus descubrimientos, sin caer en una visión meramente empírica ni tampoco racionalista, como se ve plasmada en la correspondencia de Spinoza.

    Entre varias cartas, Oldenburg le comenta a Spinoza sobre “un excelente tratado con sesenta observaciones microscópicas, en el que se discuten muchas cosas audaces, pero desde el punto de vista filosófico (conforme a los principios mecánicos)” (Ep 25, p. 186). Atilano Domínguez (2020) sugiere que Oldenburg se refería a la obra Micrographia de Robert Hooke, en colaboración con Robert Boyle, donde Hooke describe por primera vez las células de las plantas. Este texto de biología se convirtió en el estudio más importante para la Royal Society del siglo XVII.

    La Ética es una obra propia del modelo mecanicista porque define la sustancia única como ente absolutamente infinito y sus expresiones como piezas ancladas a este ente infinito. La metafísica de Spinoza sugiere que la realidad es una sustancia perfecta y que todas las cosas se producen siguiendo la necesidad de esta sustancia; la unidad en que las cosas, los modos, están concatenados entre sí. Esta máquina activa se expresa en sus atributos (extensión y pensamiento) y se modifica en sus modos: inmediato infinito, mediato infinito y finito[5]. El ser humano como modo finito depende de otros modos y es afectado por otros cuerpos, pasiones e ideas.

    La Naturaleza o Dios como máquina infinita tiene la actividad de existir (Alarcón Marcín, 2020). Para Spinoza la sustancia “es en sí y es concebido por sí, esto es, aquello cuyo concepto no precisa de concepto de otra cosa por el que deba ser formado” (E1def3). En las primeras once proposiciones de la primera parte de la Ética demuestra cómo la sustancia es definida por sí misma y en las demás proposiciones deduce las consecuencias que se siguen de la sustancia (Alarcón Marcín, 2020). A partir de ahí, entran en juego los atributos como la extensión (movimiento y reposo de los cuerpos) y el pensamiento (entendimiento absoluto y la idea de la figura total del universo), ellos expresan “la esencia de la sustancia divina” (E1p19d).

    Al contrario de las tres sustancias de Descartes (res extensa, res cogitans y Dios), Spinoza formula la unidad en la que se ejerce la relación entre natura naturans (Dios, atributos infinitos) y natura naturata (modos, aquellos que se siguen de la necesidad de Dios), determinada a existir y operar de cierto modo (E1p29e). Según Gueroult (1968), la natura naturata es el conjunto de varios modos que prueban la inmutabilidad y eternidad de la sustancia absolutamente infinita. La natura naturans es pura actividad, causa libre, que expresa sus infinitos atributos, y la natura naturata es el producto de los infinitos modos activos en los atributos de la sustancia, y que sin esa sustancia no pueden ser concebidos.

    La natura naturata es el conjunto material de las cosas y las leyes de la naturaleza permiten que se verifiquen estas probaciones de los atributos infinitos de la sustancia. Existe una vinculación entre la realidad de las cosas y la naturaleza divina, diferente a la consideración de separar la realidad extensa como una sustancia inferior y pasiva de la naturaleza divina. Aquí Dios no es sinónimo de realidad material, pero sí la realidad material es una parte de Dios (Stewart, 2006). Es ahí donde la mecánica entre natura naturans y natura naturata tienen una sincronía en la filosofía de Spinoza.

    La mente humana puede comprobar los atributos infinitos de la natura naturans, como extensión y pensamiento, a través de “las solas leyes de la infinita naturaleza de Dios” (E1p15e). En su fórmula Dios, o sea Naturaleza, Spinoza defendió el valor de los principios físicos del universo, definió la realidad divina dentro del plano mismo en el que se relacionan todos los modos infinitos y finitos, y superó la concepción de una realidad divina con cualidades antropomorfas.

    Esta perspectiva mecanicista de la sustancia y particularmente de la extensión como atributo del ente absolutamente infinito es posible porque los cuerpos ocupan un espacio, son cuantificables, tienen movimientos y chocan entre sí. Aquí entra en juego una nueva concepción del universo y la profunda repercusión de la física de Galileo sobre el principio de inercia (Zubiri, 2009), según el cual un cuerpo está en su estado de reposo o movimiento, a partir de la resistencia de un movimiento brusco o la fuerza que otro cuerpo ejerce sobre él. Para Spinoza, la extensión es un atributo esencial de Dios y tiene como modo inmediato infinito el movimiento y el reposo (Alarcón Marcín, 2020).

    En una carta, donde le comenta a Oldenburg sobre el fenómeno de las partículas sanguíneas, Spinoza trae a colación el principio mecánico del movimiento de los cuerpos y explica que:

todos los cuerpos de la naturaleza pueden y deben ser concebidos del mismo modo que acabamos de concebir la sangre, puesto que todos ellos están rodeados por otros y se determinan mutuamente a existir y a obrar de una forma segura y determinada, de suerte que, al mismo tiempo, se mantenga siempre constante en el conjunto, es decir, en todo el universo, la misma proporción entre el movimiento y el reposo (Ep 32, pp. 172-173).

    Esta propuesta física sobre el movimiento le ayudó a ilustrar que los cuerpos se esfuerzan por perseverar en su ser (in suo esse perseverare conatur)[6]. La física de estos cuerpos se da por su propia actividad y la fuerza con la que persisten en la realidad es de manera proporcional, de tal manera que “Todos los cuerpos, o bien se mueven, o bien están en reposo” (E2p13eax1) y “Cada cuerpo se mueve, ya más lentamente, ya más rápidamente” (E2p13eax2); esta visión mecanicista del mundo “comenzó con Galileo y Descartes, y en particular la formulación y el refinamiento de las leyes del movimiento, intensificaron por sí mismas la antítesis conceptual creciente en la cultura y el pensamiento europeo entre lo ‘natural’ y lo ‘sobrenatural’” (Israel, 2012, p. 310). El nombre de Galileo no aparece en el Lexicon Spinozanum de Boscherini, pero los principios físicos están presentes[7]. La propuesta mecanicista de Galileo es reclamada por Spinoza, porque ambos estaban convencidos sobre la validez objetiva de la nueva ciencia (Dijn, 2013), tal y como lo expone Israel (2012):

fue en las décadas de 1650 y 1660 cuando surgió la posibilidad de revivir y reformular tales nociones vinculadas con los razonamientos mecanicistas de Galileo y Descartes. Hasta entonces, había habido pocas oportunidades de promulgar un naturalismo descarado, moderno y exhaustivo, si bien el motivo no era tanto la represión oficial, vista en la quema en la hoguera de Bruno y Vanini y en la condena de Galileo, como el que los conocimientos de este último aún no habían sido universalizados por Descartes para producir la nueva visión rigurosamente mecanicista del mundo (…) Spinoza puso orden, cohesión y lógica formal a lo que de hecho era una visión fundamentalmente nueva del hombre, Dios y el universo (pp. 208-209).

    Este panorama científico que vivió Spinoza le ayudó a evidenciar cómo los fundamentos teológicos sobre un Dios jurista habían hecho daño a las instituciones religiosas, cómo el miedo a la providencia era parte de la realidad moral de las sociedades y por qué los milagros eran vistos como argumentos irrefutables y sagrados dentro de la imaginación social. Criticó estas creencias al afirmar, por ejemplo, que el milagro “es una obra que no puede ser explicada por una causa, es decir, que supera la capacidad humana” (TTP, VI, p. 215). Al estar científicamente informado y examinar la realidad a través de un orden y modelo que obra según las leyes eternas de la naturaleza, Spinoza refuta la cosmovisión de definir al ser humano como un imperio independiente del imperio de la naturaleza (E3pref) y a Dios como un ente absoluto, externo de la realidad, castigador y paternalista. Fue esta actitud filosófica que le ayudó a contrarrestar esas creencias inauténticas de la realidad, frente a lo que él buscaba como realidad objetiva en las leyes de la naturaleza.

    Por eso su necesidad de demostrar que la naturaleza de los cuerpos viene de esa garantía geométrica y experimental de la nueva ciencia. Llegó a decir:

Cuando un cuerpo en movimiento choca con otro que está en reposo al que no puede mover, es reflejado de manera que sigue moviéndose, y el ángulo de la línea del movimiento de reflexión con el plano del cuerpo que está en reposo, con el que ha chocado, será igual al ángulo de la línea del movimiento de incidencia con el mismo plano (E2p13Lem3ax2).

    El movimiento y reposo de los cuerpos, en relación con la realidad material es fundamental en su construcción mecanicista. En este axioma ocupa las reglas físicas del choque mecánico que Descartes propuso en sus Principios, estas reglas le ayudaron a demostrar la actividad de los cuerpos simples. Sin embargo, su distanciamiento con el filósofo francés es en la idea de la extensión como una masa en reposo. Esta crítica es mencionada en una misiva a Tschirnhaus al responderle que si se define la extensión como masa en reposo: “es imposible demostrar la existencia de los cuerpos. Pues la materia en reposo permanecerá, por lo que a ella respecta en su reposo y no se pondrá en movimiento, si no es por una causa externa más poderosa” (Ep 81, p. 364). La naturaleza del movimiento de los cuerpos es inherente a ellos; la materia no puede existir sin el movimiento, de lo contrario tendría que existir una causa natural que esté fuera de la sustancia infinitamente absoluta (Buyse, 2013). Por lo tanto, el paso que Spinoza da frente al filósofo francés está en que la mecánica de los cuerpos simples construye y conectan cuerpos complejos (E2p13eLem3def), en la conservación de sus proporciones de movimiento y reposo (Alarcón-Marcín, 2020). Principio para analizar los cuerpos complejos (fluidos, blandos y duros) que componen el cuerpo humano y al mismo tiempo sus afecciones ocasionadas por otros cuerpos externos (E2p13eLem7post).

    Este tema también lo desarrolló en la tercera parte de los Principios de la filosofía de Descartes, donde postula que la materia de la que está compuesta el mundo visible tiene en sí misma movimiento. En este caso, el cuerpo no se reduce a una máquina a la que el alma mueve y activa, sino que hay una base material activa entre los cuerpos simples y complejos. El movimiento es la expresión misma de los cuerpos y sus afectos, la base autorreguladora que ejerce el desplazamiento mecánico de cualquier objeto en el plano inmanente de la sustancia.

    En esta línea de la mecánica de los cuerpos y sus características propias, Oldenburg (Ep 5) le comparte unos fragmentos en latín del libro Certain physiological essays de Boyle. Específicamente los que versan sobre “la descomposición y la reintegración del nitro” (Domínguez, 2020, pp. 72-74), además de algunas perspectivas sobre la ley del movimiento (Buyse, 2013)[8]. Lo que llama la atención en esta correspondencia indirecta con Boyle es el domino de Spinoza en química y cómo argumenta sus discrepancias sobre los métodos y supuestos en relación a los experimentos del salitre que aparecen en los estudios experimentales de Boyle (Israel, 2012). Esta discusión evidencia la inclinación y conocimiento empírico del filósofo neerlandés sobre el nitro (Gabbey, 2011).

    La disputa entre ambos autores se dio en una correspondencia extensa entre Spinoza y Oldenburg[9]. Para Spinoza el nitro (nitrato potásico) y el espíritu del nitro (ácido nítrico) eran lo mismo, la diferencia radicaba, según él, en cómo actúa el movimiento y reposo de las partículas en cada uno de estos cuerpos (Ep 6). Mientras que Boyle sugería que el nitro era un cuerpo heterogéneo compuesto de espíritu del nitro y sal fija. El punto de Spinoza, según Rocha Buendía (2019), es que Boyle no demostró cómo la combinación de ácido nítrico y sal fija daban pie a la transformación de un cuerpo distinto, en este caso el de nitrato potásico[10].

    Estas refutaciones se dieron porque Spinoza estuvo influenciado por los experimentos del químico Glauber, quien era reconocido por su descubrimiento del sulfato de sodio (Buyse, 2013). Según la biografía que escribió Nadler (2004), Spinoza visitó a Glauber en su laboratorio en Amsterdam, ahí observó sus experimentos sobre la concentración del ácido nítrico y sulfúrico, los cuales le ayudaron a concluir que el nitro no era un cuerpo heterogéneo como afirmaba Boyle.

    Al tener en cuenta esta perspectiva física y química de los cuerpos, en su Ética sostuvo que los cuerpos complejos se mueven o están en reposo, son afectados y modificados, pero sin mutación alguna en su naturaleza (E2p13eLem7e). Esto quiere decir que un individuo o cuerpo compuesto mantiene sus cualidades y a la vez es un sistema abierto que se actualiza con el entorno que lo rodea.

  Los cuerpos están chocando de un lado a otro en la Naturaleza, la cual es: “la estructura autorreguladora, el sistema ordenado de relaciones o leyes de composición entre las partes y el todo” (Chaui, 2020, p. 82). La sustancia única es el campo donde los atributos y los modos se actualizan con esfuerzo (conatus) para perseverar en su ser.

    Sobre estos puntos y ejemplos que se han expuesto, puede decirse que el mecanicismo en la obra de Spinoza constituye un pilar de responsabilidad física. En su época fue necesario explicar metafísicamente el universo conocido hasta ese entonces. Tuvo en cuenta las leyes de la naturaleza para reformular una idea de Dios como Naturaleza que no está determinada por las leyes de la razón humana, sino que se debe “al orden eterno de toda la naturaleza de la que el hombre es una partícula” (TTP, XVI, p. 409). Esta postura fue gracias al modelo mecánico que desarrolló su filosofía de la naturaleza, donde las leyes de la física implican un orden infinito de expresiones, y el ser humano, junto a su imaginación y política, es una fracción finita de la infinidad en la que se mueven y reposan los demás cuerpos de la sustancia única.

 

Óptica y dióptrica

De las anécdotas clásicas sobre la vida de Spinoza está la de su trabajo como pulidor de lentes. Estudios biográficos, artículos y otras literaturas han tenido que ver con su labor meticulosa de tallar lentes como oficio principal. Sus amigos admiraban la precisión de los lentes que fabricaba. En su Correspondencia se lee sobre su inquietud en la predominación de las propiedades de la luz y su refracción en los lentes (Gabbey, 2011). Los microscopios y telescopios sentaron las bases del desarrollo de la ciencia moderna, por lo que él estuvo muy atento a las nuevas fabricaciones y al perfeccionamiento de estos dispositivos ópticos.

    Kepler inició el estudio de la óptica moderna. Fue crítico de la teoría del rayo visual, la cual establecía la perpendicularidad del rayo de la luz rectilíneamente a partir de la retina del ojo del observador hacia al objeto. Con esto en mente propuso un modelo que estudiaba la trayectoria de la energía luminosa sin ser perpendicular a la retina, estableciendo “la función óptica del cristalino y los conceptos de haz de rayos luminosos, convergencia y foco” (Chaui, 2020. p. 74). El estudio de Kepler abrió el campo de investigación para calcular y aprender la propagación de la luz, el diafragma de las lentes, junto con la propuesta de tratar el ojo humano como un dispositivo óptico.

    La construcción de lentes para el microscopio óptico y el telescopio refractor colaboraron en los nuevos avances de las ciencias de la naturaleza. Gebhardt (2008) comenta que varios científicos pulían sus propios lentes. Por ejemplo, Oldenburg le manifestó a Spinoza el “éxito de Huygens en el pulimento de lentes telescópicas” (Ep 33, p. 177). Además, junto a la fabricación de lentes, las implicaciones en dióptrica motivaron a los científicos a escribir estudios sobre la refracción o cambio de dirección de la onda de la luz. Spinoza, formó parte de estas discusiones y su trabajo de tallar lentes le ayudaron a plantear sus propias ecuaciones y preferencias por lentes convexo-planos para una limitación del área donde se ilumina un haz de luz.

    Esta perspectiva no sugiere pensar a Spinoza como científico, porque no realizó ningún aporte para las ciencias naturales; sin embargo, sí sostiene que “Tenía una sólida formación en teoría óptica y en la física de la luz entonces vigente, y poseía la competencia suficiente para discutir con los especialistas sobre puntos delicados en la matemática de la refracción” (Nadler, 2004, p. 253). Por lo anterior es que en varias de sus cartas hay aclaraciones, ejemplos y comentarios de algunos textos sobre la importancia de las lentes para la utilización de telescopios y microscopios.

   Leibniz también sabía de dióptrica, así lo expresa en la única carta que le envió a Spinoza para compartirle un manuscrito sobre óptica avanzada. En esta le comenta: “Entre los demás elogios que la fama ha divulgado sobre usted, opino que está también su extraordinaria pericia en asuntos de óptica” (Ep 54, p. 230). Leibniz tenía razón de esta fama y se nota en la respuesta de Spinoza, cuando le da su opinión sobre las lentes circulares convexas que utilizaba Leibniz para captar más objetos en una sola mirada.

    Igualmente se pueden ver la carta a su amigo y matemático Johan Hudde (Ep 36), que le comenta sobre la eficacia de los vidrios convexo-planos frente a los convexo-cóncavos para mejorar el estudio de la refracción de los rayos de la luz, con la intención de ayudar en la fabricación de los focos de un telescopio. Jelles fue otro amigo con quien discutió sobre estos temas de física, particularmente sobre el estudio de Dióptrica de Descartes, obra que marcó e influenció en su tiempo. Respecto a su pensamiento, concuerda con Jelles (Ep 39) en las dificultades de Descartes sobre “la magnitud del ángulo” que forma el cruce geométrico de los rayos de luz que proceden de diferentes puntos de un objeto que se mira a través de un telescopio.

    La perspectiva de la dióptrica en esta época no solo contribuyó en la manera de hacer filosofía, sino en la creación pictórica holandesa. Kepler, cuenta Chaui (2020), influyó en la pintura de Rembrandt y Vermeer. La luz se refracta en sus cuadros, siendo ella misma la escena principal y el ojo humano el dispositivo experimental de este juego de luces. O como Chaui (2020) explica:

En los casos de Ronda nocturna y Jeremías, se puede decir que hay un único personaje: la luz, refractada en la primera y reflejada en la segunda.

    Esa tensión y esa diferencia entre Vermeer y Rembrandt se encuentran reunidas en Spinoza, en una síntesis de la relación entre la fuerza del ojo explorado en el primero y la luminosidad atmosférica de las cosas expuestas por el segundo (…). En el caso de la Ética, el contrapunto interno entre las demostraciones geométricas de las proposiciones y el diálogo polémico con la imaginación y los prejuicios, esto es, la argumentación retórica de los escolios, prefacios y apéndices, realiza el juego entre el ojo kepleriano matemático y el clarooscuro del dramatismo de Rembrandt (p. 81).

    La relación entre estos pintores y Spinoza dentro del estudio de la luz demuestra cómo la revolución científica influenció en las miradas pictóricas y filosóficas que expresaban su obra de manera radical. La luz destacó la realidad en la obra de Spinoza y Rembrandt, porque ella vislumbra la esencia de las cosas dentro de un plano, cuadro o campo inmanente. La luz enfoca para que el ojo explore cómo la luz refracta y refleja el mundo.

    Los experimentos de Spinoza sobre la refracción de la luz permitieron que mantuviera un interés por las nuevas publicaciones en dióptrica y fabricaciones de lentes. Su conocimiento sobre estas hipótesis de la luz lo llevaron a conclusiones en las que el ser humano puede vislumbrar las esencias singulares de las cosas. Spinoza desde la filosofía y Rembrandt desde la pintura barroca fueron capaces de plasmar estas singularidades, teniendo en cuenta la hipótesis sobre la luz que Kepler había propuesto.

    A pesar de que no existe un escrito de Spinoza sobre estas áreas que estudian la refracción de la luz, sus cartas son el ejemplo de su conocimiento y oficio como pulidor de lentes, desde el manejo de una mecánica de los cuerpos y la comprobación geométrica de los mismos. Quizás, siguiendo a Chaui (2020), es la luz otro ejemplo que justifica cómo la sustancia autorreguladora se irradia y expande hasta el infinito. Al mismo tiempo esta luz demuestra las cosas singulares que el ojo explorador puede experimentar, medir y explicar.

    La propuesta de Spinoza sobre la sustancia, los atributos y modos va de la mano con sus intereses en dióptrica, porque su perspectiva física y metafísica demostró cómo el dinamismo de autopropagación de las ondas luminosas y de los modos infinitos viajan indefinidamente en distintas direcciones. Spinoza, a través de herramientas experimentales y modelos geométricos, tuvo la posibilidad de conocer esta propagación continua de la luz y traducirla metafísicamente como la expresión de movilidad de los cuerpos en la realidad.

Conclusiones

En este artículo se expuso la perspectiva científica que Spinoza desarrolló en su obra para demostrar cómo sus investigaciones y conocimientos científicos se vincularon con sus principios metafísicos. La búsqueda de ideas claras y la renovación de una filosofía mantuvieron su compromiso por estar actualizado en debates científicos, experimentos, inventos, teorías y cosmovisiones que formaron al mundo moderno.

    En la filosofía de Spinoza el orden geométrico fue el método central para cavilar, de manera sintética, ideas claras y evidentes. El análisis al estilo de los geómetras que mantuvo en sus escritos le ayudó a organizar su estructura sobre la naturaleza, bajo ciertas influencias sólidas como la filosofía de Descartes, la definición genética de Hobbes, la herencia matemática de Euclides, sus experimentos personales y su fructífera relación intelectual con Huygens y Boyle. Esto le llevó a crear un sistema sobre los principios de la naturaleza, el conocimiento y las pasiones humanas, a partir de su necesidad de medir la magnitud de la naturaleza.

    La perspectiva mecánica jugó otro papel fundamental en su formulación filosófica para proponer un sentido de sustancia única desde las leyes física de la naturaleza. La existencia de la realidad como una máquina fue posible gracias a las teorías físicas sobre las leyes del movimiento y reposo de los cuerpos. Al analizar el comportamiento macroscópico y microscópico de la naturaleza propuso una filosofía que fue capaz de estar acorde entre una nueva definición de Dios y el universo que superaran los argumentos dogmáticos de la teología.

    Los conocimientos en dióptrica le dieron a Spinoza las bases para confirmar que su concepción del mundo puede tener una validez física si se controla el comportamiento de la luz y los objetos a través de la examinación de las lentes. También, para vincular su conocimiento sobre la autopropagación de la luz y la autorregulación de los modos (infinitos y finitos) de la sustancia. Estos estudios dan cuenta que Spinoza manifestó una admiración por los experimentos y las nuevas teorías en esta área de la óptica.

    Spinoza es un filósofo clásico y su obra da que pensar sobre la importancia de elaborar una filosofía científicamente informada. Su pensamiento es ejemplo de una lucha por la libertad de pensamiento, la búsqueda de verdades evidentes y la actitud intelectual para hablar abiertamente sobre temáticas que atravesaron el horizonte de su época. La riqueza de esta visión intelectual está demostrada a lo largo de su correspondencia epistolar, lugar donde expresó con franqueza el nuevo panorama y debate naturalista de su tiempo. Por lo que este artículo se desarrolló con la intención de exponer, dentro de los límites de la filosofía y de su historia, los modelos científicos que le ayudaron a pensar en una realidad absolutamente infinita y demostrar cómo la física fue capaz de renovar los fundamentos metafísicos de la modernidad.

Referencias

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[1] En este escrito se cita la Ética demostrada según el orden geométrico de acuerdo al uso académico de siglas y abreviaturas utilizada en la edición y traducción de Pedro Lomba (2020), ejemplo: (E4p52e). Los demás textos de Spinoza son citados según la edición y traducción de Atilano Domínguez que sigue la edición de Carl Gebhardt.

[2] En estudios recientes sobre la perspectiva científica de Spinoza, puede decirse: “Spinoza’s immersion and evident interest in the world of natural philosophy is illustrated by his correspondence with Henry Oldenburg, the secretary of the Royal Society, and (indirectly through him) Robert Boyle; by his proximity to and regular contact with the Huygens brothers; by the known reports of his experiments; by his adoption of terminology inherited from Cartesian mechanics; by his lens-crafting; by his knowledge of optics (and with it state-of-the-art knowledge of microscopy and telescopes); by his debunking of reported miracles as signs of epistemic ignorance; by his attack on superstition and final causes; and by his library full of up-to-date works on natural philosophy” (Schliesser, 2017).

[3] El principio metafísico de responsabilidad física es un término construido por el reólogo Carlos Sierra Lechuga para expresar cómo la metafísica tiene que conocer y respetar aquello físico sobre lo que abordará. Actualmente, este principio lo ha desarrollado en proyectos como el Grupo de investigación científico-filosófica Realidad y Proceso o el Seminario permanente de reología. Sobre estos proyectos, véase el enlace: www.filosofiafundamental.com. Para Sierra Lechuga, la filosofía no puede desvincularse de los estudios de física, química, biología, medicina, etcétera, no con el fin de responder a cada una de estas disciplinas, sino en encaminar al filósofo a estar científicamente informado.

[4] Véase: “el papel que cumplen las matemáticas para Spinoza no es el mismo que para el positivismo de Comte: las matemáticas no se encuentran por encima de los demás conocimientos pues no otorgan racionalidad a todas las ciencias” (Alarcón Marcín, 2020, p. 114).

[5] Los modos se clasifican: modo inmediato infinito o esencia (movimiento y reposo, y entendimiento absolutamente infinito), modo mediato infinito o todo (figura total del Universo de la extensión e idea de la figura total de Universo) y modo finito o duraciones (cuerpos humanos y otros e ideas y mentes humanas). Véase la tabla de los modos de Alarcón Marcín (2020, p. 73).

[6] E3p6, p7, p8.

[7] Sobre los trabajos de los principios matemáticos y físicos de Galileo, puede afirmarse que: “Spinoza can be understood as the follower of Galileo who drew the ultimate consequences of the view that mathematical physics tells the truth about nature as obeying inexorable and immutable laws. Although Spinoza never quotes Galileo by name he surely knew of Galileo’s works in mathematics and optics, as evidenced in his letters” (Dijn, 2013, p.100). En las cartas de Spinoza y de sus remitentes, hay una apropiación de las teorías de Galileo, así como las de Kepler. Es el texto donde hay más ideas y discusiones científicas que políticas o éticas.

[8] Sobre el movimiento, “As with Galileo and Boyle, Spinoza accepts only one kind of motion” (Buyse, 2013, p. 50).

[9] Véase la discusión sobre la reintegración del nitro en Ep 5, Ep 6, Ep 11, Ep 13, Ep 14 y Ep 16.

[10] Esta disputa es un antecedente para la química moderna y su preocupación por explicar la naturaleza de los elementos químicos. Spinoza y Boyle aún no tenían las nociones básicas de los elementos químicos, sus sustancias elementales y fórmulas moleculares, ni tampoco de instrumentos que les ayudaran a explicar que la combustión del nitrato potásico se transforma en carbonato potásico, y este al añadirle ácido nítrico vuelve a convertirse en el compuesto químico de nitrato. Tener en cuenta la anotación de Domínguez sobre Ep 6, (2020, p. 74).

Reseña de Spinoza, The Transindividual, de Étienne Balibar

Padilla Mireles, A. I. (2022). Reseña de Spinoza, The Transindividual, de Étienne Balibar. Círculo Spinoziano. 2(3), 143-146.

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Andrea Itzel Padilla Mireles – Reseña de Spinoza, The Transindividual, de Étienne Balibar

 

Dentro de la filosofía contemporánea, la figura de Étienne Balibar destaca al continuar un pensamiento crítico que, asumiéndose marxista, mantiene abierto el debate sobre los distintos fenómenos políticos y sociales de la actualidad. Una referencia que le ubica así es, sin duda, Para leer El capital de 1969, una publicación conjunta con quien fuese su profesor en la Escuela Normal Superior de París, Louis Althusser y con otros autores. Con todo, su pensamiento también resalta desde otro ángulo, el de su renovada lectura de Baruch Spinoza mediante un análisis que profundiza en la relación metonímica entre la ontología y la política en la obra del filósofo neerlandés, señalando tanto la actualidad como la pertinencia del mismo. Precisamente este aspecto es el que invita a reparar en la obra titulada Spinoza, The Transindivisual de Étienne Balibar, publicada por Edinburgh University Press en 2020. Esta obra se adentra en las múltiples interpretaciones del excepcional sistema de relaciones causales de la filosofía spinoziana, resaltando la potencia de una ontología que se entrelaza inevitablemente con una política práctica.

    En primer lugar, cabe resaltar algunas características de esta edición en inglés. A diferencia de su versión original en francés Spinoza Politique: Le Transindividuel (2018) y de su traducción al español, Spinoza Político: Lo Transindividual (2021), Spinoza, The Transindividual incluye un texto temprano del mismo Balibar, que, bajo el nombre “Individuality, Causality, Substance: Reflections on Spinoza’s Ontology”, compone el primer capítulo de esta obra, precediendo a lo que conforma la segunda parte del escrito original. Además, se encuentra en esta edición una pertinente introducción a cargo de Jason Read, autor de The Politics of Transindividuality (2016), que contextualiza la publicación de este trabajo dentro de la obra de Balibar, resaltando las sugestivas conexiones que el filósofo francés encuentra entre el término “transindividualidad”, acuñado por Gilbert Simondon, y las ideas de Alexandre Matheron respecto a las implicaciones políticas de la Ética.

    El planteamiento de Balibar ubica el concepto de “transindividualidad” como un mecanismo ya presente en la obra de Spinoza que se desplaza desde la aparente oposición de los dualismos entre el individuo y lo común –o las ideas y la materia derivadas de la metafísica clásica anterior y su respectiva teleología–, hacia una “analítica de la sustancia” (p. 3) en la que esencia, conatos y afectos se encuentran entrelazados gracias a la inmanencia de la Causa Sui. El devenir siempre en acto de la sustancia como Causa Sui entraña una diferenciación e individuación de todo lo que constituye a la misma; se trata de un “proceso transindividual de individualización” (p. 45). Será este mecanismo, señalado por el autor, el mismo que despierta su interés por leerlo también en clave política. Sin embargo, es importante hacer un señalamiento que deja ver la fuerte influencia de Spinoza en Balibar, pues ni ontología ni política son entendidas por él como terrenos separados, pero son en definitiva terrenos diferenciados. Para el filósofo francés, estas categorías deben entenderse no como espejos sino, siguiendo la observación de Read (p. X), “escenas” que oscilan interviniendo la una en la otra, según Balibar, de forma “coextensiva” (p. 155).

    De tal modo que el análisis de este último se desprende de la relación inquebrantable que existe entre “causas”, “individuos” y “sustancia”, postulando así la premisa de que la individuación establece el objeto mismo de la ontología de Spinoza. La individuación como tal, más que la individualidad, es aquí de importancia crucial, pues es esta primera la que resalta el carácter continuo, procesual e interrelacional de la ontología spinoziana y su “otra escena” que es el terreno de lo político. Para Balibar, esto, más que como un paralelismo, sucede como un quiasmo. En este sentido, el primer capítulo de la obra da un giro decisivo para la lectura de la transindividualidad en la filosofía de Spinoza propuesta por el autor, quien observa que existe una especie de doble maniobra presente en la Ética, al funcionar esta a la vez como crítica a la metafísica escolástica anterior y sus rezagos y como una propuesta epistemológica originada en un nuevo entendimiento de los conceptos “infinidad”, “causalidad” y “singularidad” y sus relaciones imbricadas en dicho quiasmo.

    No obstante, la pregunta que se abre entonces es: ¿qué se puede entender aquí por individuo? Balibar encuentra en este punto lo que denomina como “la aporía de lo físico”, donde la interrogante en relación al “orden” bajo el que se constituyen y rigen las singularidades de lo existente sirve para escudriñar el entendimiento mismo de la sustancia de Spinoza. De esta manera, ahonda en la necesaria dimensión práctica de la actualización de esta última, cuyos modos significan su inherente forma de operar a través de la mecánica de su multiplicidad y potencia, exhibiendo así la correlación de la sustancia y la individuación como expresión propia de su infinitud. Aquí, lo transindividual remite a que todo lo existente insiste en su propio ser, obrando siempre en y con otras singularidades e individuos que conforman la Causa Sui. Algo que el autor aprovecha para dejar entrever, que dicha “aporía de lo físico” no representa un vacío irresuelto en Spinoza, sino la propuesta de una ontología sui generis que se mantiene abierta en el devenir inmanente de una naturaleza ilimitada.

    Por lo tanto, la transindividualidad apunta a la estructura misma de la sustancia, cuyos modos se manifiestan tanto afectando, como siendo afectados a través de sus múltiples vínculos y bajo la propia necesidad de cada elemento que los compone e impulsa. Se trata del andamio de relaciones internas que la sustancia dinamiza y potencializa, pero que, a la vez, son continuación de la sustancia misma. Así, Balibar examina este mecanismo transindividual en relación a tres aspectos cruciales en la Ética: por un lado, en relación a su causa, porque algo que existe lo hace en la medida en que opera y actúa sobre otros individuos; por otro, en cuanto a su orden de individuación, como condición de que todo lo que existe está integrado por y se integra con otros individuos; y, por último, como mediación entre la imaginación y la razón, atravesando a los individuos de la especie humana y sus relaciones sociales. Estas observaciones son las que finalmente llevan al autor a proponer ejercicios de este mecanismo presente en Spinoza también en otros autores, como lo son Marx con el caso específico de la alienación, y el inconsciente en la propuesta de Freud. Así, revisa en los tres autores la presencia de lo transindividual y aporta una novedosa lectura de los elementos políticos de sus respectivas filosofías.

    De tal forma, el texto logra no solo exponer la propuesta ontológica de Spinoza sin dejar de lado la discusión sobre sus implicaciones políticas, sino que también sirve como panorama para la propia propuesta de la filosofía crítica de Balibar. Esto convoca a la revisión y discusión de las ideas principales de la filosofía spinoziana, funcionando como presentación de la misma para aquellos lectores que se inician en el pensamiento de Spinoza, pero también abriendo nuevos aspectos a la reflexión de los lectores especializados en el filósofo neerlandés. Balibar logra así abrir un diálogo tan ejemplar con Spinoza como aquellos generados por Deleuze y Negri, reafirmando la filosofía viva y presente del autor de la Ética, algo que parece coincidir con la reflexión que menciona que “Spinoza es un crítico que prevé el porvenir” (Negri, 1993, p. 17).

 

Referencias

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Inmanencia, eternidad, poder

Muñiz, R. (2022). Inmanencia, eternidad, poder. Círculo Spinoziano. 2(3), 101-119.

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Rafael Muñiz – Inmanencia, eternidad, poder

 

Resumen: En la filosofía de Spinoza el tema de la eternidad es recurrente, pero es en el periodo de madurez del neerlandés que este encuentra su forma definitiva, así como su mayor productividad conceptual. En la Ética y en el Tratado político, el concepto de eternidad es utilizado de forma no trivial, pues podría afirmarse que se presenta como un régimen ontológico alternativo al de la temporalidad que se erige como hegemónico luego de la revolución copernicana de Kant. Las implicaciones de una alternativa a dicho régimen ontológico general –la temporalidad– son de largo alcance pues, en la lógica-ontológica spinoziana, la eternidad como existencia misma es ajena a toda duración y da pie a un pensar de la necesidad que piensa a la naturaleza y su red causal inmanente de forma no teleológica. Así, afirmamos como tesis central que Spinoza fundamenta en la Ética su teoría de la eternidad como la existencia misma de la sustancia, para luego producir espacio para la actividad de la razón en las verdades eternas, y terminar con la fina distinción entre la inmortalidad del alma y la eternidad de la misma; mientras, por su parte, en el Tratado político, la eternidad es el régimen ontológico general en el que se inserta la política y luego es reconducido a su instanciación política como la resistencia del Estado a su destrucción. Ambos usos son consistentes entre sí y ayudan a comprender la profundidad de la naturalización a-teleológica de la potencia en el sistema spinoziano.

Palabras clave: inmanencia, eternidad, potencia, política.

 

Abstract: In Spinoza’s philosophy, the theme of eternity is recurrent, but it is in the period of maturity of the Dutch that it finds its definitive form as well as his greatest conceptual productivity. Both in the Ethics (E) and in the Political Treatise (TP), the concept of eternity is used in a non-trivial way, since it could be said that it is presented as an alternative ontological regime to that of temporality that stands as hegemonic after Kant’s Copernican revolution. The implications of an alternative to this general ontological regime –temporality– are far-reaching since, in Spinoza’s ontological logic, eternity as existence itself alien to all duration and enables a thought of necessity that thinks of nature and its immanent causal network in a non-teleological way. Thus, we affirm as a central thesis that Spinoza, in the Ethics, bases his theory of eternity as the very existence of substance, to then produce space for the activity of reason in eternal truths, and end with the fine distinction between immortality of the soul and its eternity; while, on the other hand, in the TP, eternity is the general ontological regime in which politics is inserted and then is redirected to its political instantiation as the resistance of the State to its destruction. Both uses are consistent with each other and help to understand the depth of the a-teleological naturalization of power (potentia) in the Spinozian system.

Key Words: immanence, eternity, power, politics.

 

1. Introducción

El concepto de eternidad tiene distintos usos en la filosofía de Spinoza, pero siempre en abierto desafío a lo que la tradición suele entender, a saber: i) como una duración infinita o, de manera aún menos clara, ii) como un tiempo infinito. Ambas formas de comprender y definir la eternidad son rechazadas por el filósofo neerlandés por no dar cuenta de la existencia tal y como la razón la puede pensar, o por requerir de algún recurso trascendente, que entra en abierta contradicción con su filosofía de la inmanencia absoluta que no acepta recursos externos al plano inmanente. Pese a su apariencia extremadamente abstracta, el concepto de eternidad en Spinoza cobra actualidad y concreción, al ser constantemente utilizado para hablar acerca de la existencia política y la vida de la mente humana (mens humana). La eternidad en Spinoza, lejos de ser un concepto de raigambre teológica o de cuño estrictamente metafísico, está arraigada en la existencia de las cosas singulares en tanto que hallan la fuente de su esencia en la sustancia y su potencia absoluta y necesaria (E1p34, E1p35, E1p36), a la que todas las cosas singulares son inmanentes (E1p16, E1p16d, TTP IV, p. 57). Sin embargo, para transitar desde la lógica-ontológica de la esencia hasta la dinámica conativa-afectiva de los objetos singulares es preciso recorrer el camino de la potencia, es decir, la senda de la eternidad que es trazada por el propio Spinoza en su Ética a veces de manera subyacente y a veces con un mayor protagonismo. El fin de dicha senda es la autoliberación del individuo, la existencia según la propia naturaleza (E1d7), de acuerdo a la guía de la razón (E2p49e, E4p18e, E4p54e). Sin embargo, hay un paso de la eternidad por lo político en que la vida humana está inmersa (E4p37e2, E4p40, E4p40d, E4p73, E5p10e; TP 1/7, TP 2/2-6). En este breve texto, intentaré recorrer el camino de la eternidad en la parte más madura de la filosofía de Spinoza, a saber, aquella que comprende la Ética y el inconcluso Tratado político en el que se hace patente la riqueza del concepto de eternidad, así como el aporte explicativo tanto en lo ontológico, como en lo político.

 2. Eternidad en el Tratado político

Podría pensarse que existe un hiato insalvable entre estos dos argumentos de alcance ontológico general y el punto específicamente político abordado en el TP. Para la tradición filosófica luego de Kant, los conceptos desarrollados en la ontología no pueden aplicarse de manera directa en la filosofía política, sino que requieren de un trabajo, de múltiples mediaciones y especificaciones. Spinoza está lejos de pensar que la ontología se debe quedar como un área aparte y que sus conceptos no puedan ser utilizados para la política; basta con ver los capítulos IV, VI, XII, XIV, XV, XVI, XVIII, XX del Tratado teológico-político (TTP) y, sobre todo, la totalidad del TP, para contemplar el talante de la filosofía spinoziana: pensar la inmanencia en cada región del ser no es sino tener la idea adecuada de la Naturaleza, producir un conocimiento verdadero de lo real. Por ello, la filosofía política no está ubicada en una región especial, en un reino ajeno a las verdades eternas de la Naturaleza a manera de un imperium in imperio (E4Praef), sino que, como cualquier otro punto del orden inmanente de la sustancia, la política manifiesta la misma potencia de la Naturaleza, solo que de un modo cierto y determinado (E1p26, E1p26d). En el TP, Spinoza pone en movimiento su andamiaje ontológico para explicar la naturaleza del poder político y con ello introducir la forma específica en que la inmanencia se presenta como duración en la existencia humana. Spinoza aborda la política porque es uno de los temas fundamentales a los que apunta su filosofía, misma que está orientada a conseguir la libertad, tanto en lo individual como en lo colectivo: el animal humano solo puede alcanzar dicha libertad bajo las condiciones adecuadas; de lo contrario, superar la mera circulación de la sangre (sanguinis circulatione) (TP 5/5) se convierte en algo imposible. Para el Spinoza no se trata solo de conseguir un orden político capaz de albergar la libertad en él –como parece ser el tema en el TTP–, sino de comprender la dimensión humana en su forma más claramente conflictiva y atravesada por los afectos y las pasiones y hacerlo desde las bases del sistema filosófico que ha construido (TP 1/1, TP 1/3-5). Precisamente por eso la primera mitad del TP está dedicada a ubicar la política en el orden de la naturaleza y a la potencia de la multitud como central en el proceso de formación del orden político (Saar, 2012, 61).

 3. Eternidad como potencia divina

Spinoza, luego de un capítulo dedicado al método con el cual realizará su investigación sobre la política, retoma lo avanzado en sus dos tratados concluidos con respecto al derecho natural y civil, así como al pecado, el mérito, la justicia, la injusticia y la libertad humana (TP 2/1), para profundizarlo o ponerlo en movimiento en la explicación de la dimensión política afirmando que hará una exposición apodíctica de eso mismo avanzado. Es en TP 2/2 donde aparece por primera vez el término eterno, calificando a la potencia de Dios. Spinoza abre el ya mencionado parágrafo hablando sobre la posibilidad de concebir adecuadamente lo existente y lo no existente, es decir, de la igualdad que se observa en la esencia ideal de una cosa natural antes, durante y después de su existencia, para de ahí concluir que la esencia de las cosas no puede explicar su origen, final ni perseverancia en la existencia, como resultado de ello afirma: “De donde se sigue que el poder por el que existen y, por tanto, actúan las cosas naturales no es distinto del mismo poder eterno de Dios (Dei aeternam potentiam)” (TP 2/2). La potencia eterna de Dios es la causa inmanente (E1p18, E1p16, Ep16d, E1p18, E1p33d, E1p35, E1p36) por la cual todas las cosas naturales surgen a la existencia, por lo que se produce un horizonte de inmanencia absoluta en el que no se compartimentan las causas y los objetos dentro de ordenamientos especiales o regímenes de excepción ontológica en la naturaleza.

    Spinoza produce una ontología en el que el orden natural es la eternidad misma, no solo la regularidad de la naturaleza observable, sino la totalidad de la naturaleza en su perpetua afirmación. La inmanencia del mundo es otra forma de decir eternidad, por lo tanto no hay referencia temporal alguna, y el tiempo que juega un papel fundamental en la construcción de la filosofía después de Kant –donde ha llegado a convertirse en el régimen ontológico por excelencia–, no es sino una ficción que encubre la irregularidad y asimetría de las relaciones entre objetos y movimientos de cuerpos en el plano de la inmanencia absoluta en el cual se resuelve todo en el conflicto de potencias, formas, duraciones y afectividades. Las cosas singulares no actúan en los instantes, o partes de un tiempo único al que se refieren todas las temporalidades, sino que se articulan, confrontan y destruyen en duraciones asimétricas. En este sentido, convendría recordar al propio Kant, en tanto que punto de partida para la hegemonía del régimen ontológico de la temporalidad contra la que pensaría Spinoza. En la estética trascendental de la Crítica de la razón pura (KrV) presenta dos pensamientos respecto al tiempo que parecen ser estrictamente dirigidos a pensar en contra de la eternidad como régimen ontológico de la sustancia, en primer lugar mientras hace la exposición metafísica del concepto de tiempo: “el tiempo no es un concepto discursivo, o, como se suele decir, [un concepto] universal (ist kein discursiver oder, wie man ihn nennt, allgemeiner Begriff); sino una forma pura de la intuición sensible. Diferentes tiempos son solamente partes del mismo tiempo” (KrV B47). Mientras que, en la exposición trascendental del concepto de tiempo, compara al tiempo con el espacio como formas puras de la intuición sensible: “El tiempo es la condición formal a priori de todos los fenómenos en general (die formale Bedingung a priori aller Erscheinungen überhaupt). El espacio, como la forma pura de toda intuición externa, está limitado, como condición a priori sólo a los fenómenos externos. Por el contrario, como todas las representaciones, ya tengan por objeto cosas externas o no, en sí mismas pertenecen, como determinaciones de la mente, al estado interno, pero este estado interno debe estar bajo la condición formal de la intuición interna, por tanto [bajo la condición] del tiempo, entonces el tiempo es una condición a priori de todo fenómeno en general, a saber, la condición inmediata de los [fenómenos] internos (de nuestras almas) y precisamente por eso, mediatamente, también de los fenómenos externos” (KrV B50). Esta concepción del tiempo es fundamental para toda la filosofía después de Kant, desde ese momento la filosofía tiene en el tiempo la condición de todo fenómeno y por tanto de toda existencia y manifestación y hace girar su pensar de la vida alrededor de la finitud como temporalidad que se agota e incluye la contradicción de lo vivo con respecto a su vida misma.

    Por su parte, Spinoza califica de eterna a la potencia divina, con ello sigue la lógica según la cual eternidad es la existencia misma, expresión de la potencia como existencia ilimitada, infinita y perpetuamente afirmativa, después de la eternidad como atributos divinos que inhieren en la sustancia infinita en los que la esencia divina es expresada (E1p34, E1p35) y cuya producción es una naturaleza absolutamente efectiva (E1p36). Spinoza introduce la política y, con ella, la historia y todo quehacer humano, en la eternidad inmanente de la Naturaleza, en el régimen ontológico de la sustancia que es la eternidad misma (ipsa aeternitas), en el momento en que elimina la posibilidad de establecer un corte entre la naturaleza humana y la Naturaleza en general (E4Praef, TP 1/3-4, TTP IV, p. 57). Esa es justamente la razón por la cual se califica a la potencia de Dios como eterna, porque la potencia infinita de Dios es la causa inmanente de sí como proceso auto-productivo de lo real, y la eternidad es la necesidad del orden y conexión de las cosas: “Pues, si fuera algún otro poder creado, no podría conservarse a sí mismo ni tampoco, por tanto, a las cosas naturales (non posem seipsam et consequenter neque res naturales conservare), sino que el mismo poder que necesitaría para ser creado él mismo, lo necesitaría también para continuar existiendo” (TP 2/2).

    La conservación de las cosas naturales procede de la eternidad de la potencia divina, lo mismo que su origen y su eventual destrucción o cese en la existencia. El filósofo neerlandés reinserta al ser humano en el orden absoluto de la naturaleza (E4p4 y E4p4c) y su visión anti-antropocéntrica lo lleva a mencionar, dentro de un tratado dedicado estrictamente a la política:

dado que la naturaleza no está encerrada dentro de las leyes de la razón humana, que tan sólo buscan la verdadera utilidad y la conservación de los hombres, sino que se rige por infinitas otras, que se orientan al orden eterno de toda la naturaleza («naturae aeternum ordinem»), de la que el hombre es una partícula, y cuya necesidad es lo único que determina a todos los individuos a existir y a obrar de una forma fija (TP 2/8).

    El orden total de la naturaleza es la lógica de la potencia divina, no la lógica de la racionalidad estrictamente humana (E1Ap, E2p3, E2p3e). Por esa razón no se trata de exponer unas reglas que someten a la excepción al resto de la Naturaleza, el ser humano debe aceptar que es un conato entre muchos (E3p6, E3p7), un esfuerzo por conservarse entre una infinitud de estos que acontecen todos en el plano inmanente intermodal (E4p4d). El ser humano es un animal que debe saberse como tal; sin embargo, su animalidad no es la de otros animales, es la propia, lo que significa que puede expresar su potencia de maneras que otros animales no son capaces, pero también es superado infinitamente por las causas externas pues no es capaz de dominar a la Fortuna[1] (TTP, Praef, G III, p. 5) y su razón está limitada por la potencia de las demás cosas naturales, de otros modos que acontecen en la sustancia (E4p3).

     Si los seres humanos ven el surgir de su conciencia como producto de su constitución como cuerpo y como esencia de ese cuerpo, es decir, como alma que precisa de otro tipo de cosas para conservarse en la existencia, ello implica que sus limitaciones son tanto corporales como esenciales y que estas no forman parte de una región ontológica especial, superior o excepcional al régimen ontológico de la sustancia, a saber, la eternidad[2].

    La adecuada concepción de la eternidad resulta clave para entender la operatividad de dicho concepto al interior del sistema de Spinoza, en particular en lo que tiene que ver con una concepción anti-teológica de la política. Existen varias maneras de concebir erróneamente la eternidad, pero todas se derivan de la idea de que un tiempo infinito es el horizonte conceptual de la eternidad. Es de ahí que emana una eternidad del alma como inmortalidad y subsistencia individual más allá de la finitud. La eternidad del alma está teñida de una concepción cristiano-platónica que la confunde con la vida eterna que se goza en el más allá trascendente, en donde el tiempo se erige en una suerte de soberano universal que gobierna todo lo sublunar y que puede ser superado en un transmundo y solamente ahí. Sin embargo, un despliegue conceptual preciso en que la eternidad no sea conducida al régimen temporal para hallar su definición bien puede significar una transformación profunda en la concepción que se tiene el tiempo y por supuesto de la naturaleza de la finitud como fenómeno inescapable a los modos finitos.

   Spinoza, a diferencia de lo que sostienen algunos de sus intérpretes alemanes del siglo XIX (Grzymisch, 1898, pp. 38-41; cfr. Vayasse, 2008), no está pensando en la inmortalidad como modelo de la eternidad del alma, porque, para empezar, ni siquiera está pensando en el tiempo infinito como modelo de la eternidad inmanente. Es aquí donde se avista una paradoja: el tiempo infinito parece un buen candidato para la eternidad inmanente pues no se recurre a una trascendencia para pensarlo sino la existencia finita llevada a su extremo o, más bien, a tomar una existencia ilimitada pero, igual, concebida sub specie temporis[3]. La noción de inmortalidad del alma es central para una parte importante de la tradición filosófica moderna, particularmente en lo referente a la fundamentación de la moral[4]; sin embargo, para Spinoza lejos de ser una idea necesaria o verdadera es un obstáculo para el verdadero conocimiento de la eternidad, y también es una superstición[5] –la utilización política de la idea de la inmortalidad del alma que implica un transmundo sempiterno de premio y castigo, algo que el neerlandés no solo por sus consecuencias metafísicas, sino también éticas y políticas (Nadler, 2002, pp. 243-244)–. Spinoza separa la inmortalidad del alma de la eternidad de la mente al afirmar que no toda la mente es eterna, sino que una parte, la parte de la mente que muere con el cuerpo es aquella que está más estrechamente vinculada a este, a saber, la imaginación, pues esta tiene que ver con la memoria de las afecciones del cuerpo, con su experiencia de la duración y los afectos de los que no es causa adecuada, pues son ideas del cuerpo que necesariamente son destruidas con este (E5p21). Mientras que hay otra parte del alma que subsiste pues es eterna y es aquella que contempla lo real sub specie aternitatis (E5p2, E5p23, E5p23e, E5p25, E5p29)[6]. En este punto P. F. Moreau acierta en su interpretación cuando afirma que la experiencia de la eternidad es simultánea a la experiencia de la finitud, es en la finitud que se manifiesta la eternidad, pues en la realidad de la destrucción de los modos se observa la causalidad inmanente y también la dinámica de la potencia bajo la cual acontecen los modos y sus afecciones. En palabras de Moreau (1994):

Le sentiment de la finitude est la condition  du sentimente de l’éternité et, même, en un sens, il est le sentiment de l’éternité. C’est par le même mouvement, en accédant à la nécessité et en prenant conscience conscience que tout n’est pas immédiatement nécessaire, que l’âme voit son impuissance et qu’elle aspire à sortir de la contingence, figure que prend pour elle la necessité externe (p. 544).[7]

    Según el comentarista francés, es la finitud misma del ser humano la que permite experimentar la eternidad pues el alma contempla sus propias limitaciones y pretende salir de la contingencia hacia la eternidad, una salida que proporciona la razón mediante el conocimiento de la esencia infinita y eterna de Dios. Pero ¿puede aquello que fue utilizado para observar lo que del alma es eterno ser utilizado para observar individuos complejos como los Estados y experimentar la eternidad por medio de la finitud de los mismos? Moreau afirma que es posible y, si seguimos su interpretación, podríamos dar con la consideración de la historia que tiene Spinoza: una historia sin teleología ni salvación, que comprende discontinuidades, rupturas y destrucciones. Este es el caso de su ejemplo preferido en el TTP, a saber, el Estado hebreo (TTP, XVII-XVIII), pero también de la Roma antigua a la que alude con frecuencia en el TP. Pues, mientras se considera la política desplegada en la duración, la historia se contempla como la finitud de los regímenes y ordenamientos políticos y se experimenta la eternidad a la que puede acceder la naturaleza humana, considerada desde el punto de vista de su existencia colectiva[8]. Pero ¿cómo reconciliar esta idea con aquella afirmación del holandés de que la naturaleza ha creado individuos y no naciones[9]? ¿Cómo seguir pensando en la eternidad cuando las naciones son productos de la potencia colectivo de comunidades humano dispersas en el tiempo y en el espacio y de las consecuentes diferencias en lenguas y costumbres y los individuos son productos naturales? Considero que la ruta adecuada para dar una respuesta radica en la doctrina del conato, pues esta permite acceder al plano fenomenológico de la conservación de las cosas y también proporciona acceso a la eternidad en tanto que principio ontológico que explica la dinámica de las cosas singulares en el plano de inmanencia. Spinoza piensa la existencia como una actividad o un esfuerzo continuo de conservación, a saber, un conato (E3p6, E3p7; TP 2/6, TP 2/7); dicho conato puede presentarse en un plano individual o colectivo (E3p7d, TP 2/5, TP 2/13) y expresa la esencia actual (essentia actualis) de la cosa o cosas que se esfuerzan por su conservación. Es importante llamar la atención sobre la posibilidad de la coordinación de los conatos para la conservación que Spinoza formula de la siguiente manera: “Por ello, la potencia de cada cosa, o sea, el esfuerzo por el que esa cosa, ya sola ya junto con otras (vel sola, vel cum aliis), obra o se esfuerza por obrar algo” (E3p7d). La coordinación de los conatos para obrar algo permite pensar la red causal de las cosas singulares en un marco que no solo implica la confrontación que conduce a la destrucción (E4a), sino en un marco de cooperación que permite la constitución de individuos más complejos (E2p13l6). Para el caso de los seres humanos, la coordinación de los conatos es la construcción de la potencia de la multitud (potentia multitudinis) que se denomina imperium (TP 2/17) según un principio de utilidad (TP 3/3). El imperium es la cristalización del deseo de conservación de la multitud que se da a sí misma un régimen, un orden para la vida colectiva. Y cada deseo de conservación de cada multitud es particular, por lo que no está vinculado en una gran historia de la multitud humana. Aparece aquí, aunque de forma implícita una ausencia de fines que Macherey identifica con la eternidad (Macherey, 2006, p. 257). La necesidad absoluta de la naturaleza produce a los individuos que, por su parte, se reúnen en comunidades políticas mediante las cuales expanden su potencia, institucionalizan comportamientos y rituales que responden a necesidades prácticas en intereses concretos de cada nación. Respecto a esto, es preciso indicar que existe un debate ya clásico que enfrenta dos posturas principales con relación a la naturaleza de la individualidad del Estado. Por un lado está la postura que, en la filosofía de Spinoza, el Estado es un individuo real y natural, con un cuerpo (Montag, 1999, pp. 62-89) que es producto del ingenio de cada pueblo (Moreau 1994, pp. 441-459), y que se puede explicar genéticamente, como con todos los individuos (Matheron, 1988, pp. 37-61); por otro lado está la postura que considera que la nación en tanto que fundamento del Estado, es producto de un diseño pasional de la superstición para la gestión del vulgo (vulgus) (Strauss, 1997, pp. 244-250), por lo que el Estado no es tanto un individuo, sino un conjunto de relaciones (Den Uyl, 1983, p. 80) sin una individualidad propia. Por nuestra parte, sostenemos que el Estado es un individuo de una gran complejidad, y que, en última instancia, toda individualidad implica un conjunto de relaciones entre partes o individuos, determinadas por una cierta y determinada proporción de movimiento y reposo. En última instancia, todos los individuos no hacen sino existir transitoriamente para iterar el rostro total del universo (facies totius universii) (Ep. LXIV) o individuo total (totius individuum) (E2p13l7e) que es la naturaleza. Y como todo individuo, expresa un conato, un esfuerzo de conservación que se emplaza en un tiempo indefinido (E3p8) en tanto que se afirma y no está enfermo de tiempo en su inconformidad con la universalidad como sucede en Hegel (EN[10] §§375-6), ni contiene aquello que quita su esencia (E3p5, E3p8d), sino que se afirma continuamente, expulsando de sí cualquier causa contraria que pueda implicar la destrucción.

    Por lo anterior, para Spinoza, el término a discutir no es el tiempo sino la duración, que es la existencia propiamente dicha de las cosas singulares. El tiempo, según se implica en E1d8e, tiene alguna relación con la duración, a saber, la de medirla o procesarla en la sucesión de las afecciones, a su vez, la duración está vinculada con la existencia de los modos, a saber, con una existencia que no está unida de manera necesaria con la esencia o, para decirlo de otro modo, con una esencia que no implica necesariamente la existencia[11]. El último tratamiento que Spinoza dedica al tiempo como tal está contenido en los CM y puede ser ilustrativo de la necesidad que él identifica en la filosofía de abandonar ciertos conceptos por su improductividad. Así, el holandés define al tiempo como: “un simple modo de pensar, o como ya dijimos, un ente de razón; en efecto, es el modo de pensar que sirve para explicar la duración” (CM, I, I/G. I, p. 244). A partir de ese momento el tiempo queda como una de las formas en que se piensa acerca de la duración de las cosas y no como una afección de las cosas mismas, pues estas, en tanto que existen, son afectadas de duración, misma que establece los confines de la cosa en el plano de la causalidad. La productividad de la Naturaleza se expresa en el surgimiento y destrucción de infinitos modos que se siguen de la naturaleza infinita de la sustancia (E1p16), todo aquello que cae en el entendimiento infinito de Dios existe pues la potencia de la Sustancia lo produce y conserva. El tiempo es un concepto que Spinoza, ya desde su obra temprana, desplaza de la ontología a la epistemología, pues es un modo de pensar o un ente de razón, ya que el tiempo no es sino la medida de la duración. Desde el punto de vista de la Sustancia solo hay eternidad que es la libre necesidad de la autoproducción de lo real (E1p17, E1p17d), como pura inmanencia de los infinitos modos en la sustancia (E1p16) (Chaui, 2020, p. 97).

    El significado de la inmanencia en el orden político es, para Spinoza, que la dinámica política se explica por la constitución afectiva el ser humano, misma que es esencial. Su esencia implica un cuerpo que está limitado por otros cuerpos, su idea está limitada por otras ideas. La finitud es el horizonte de la política, por lo tanto, su ritmo o temporalidad es la duración del cuerpo político que no tiene que ver necesariamente con la de los seres humanos individualmente, aunque sin duda esa duración indefinida pero limitada es parte de la finitud en tanto que la política se desprende de la naturaleza humana como racionalidad que busca la utilidad y al mismo tiempo soporta las pasiones (E4p35c1, E4p35e; TP 1/5, TP 2/5, TP 2/8, TP 2/14).

4. Eternidad y potencia del Estado

En TP, el concepto de eternidad se usa en el mismo sentido, pero con la salvedad de que está inmerso en la dinámica del Estado y se refiere a este. Este uso está influido por E2p45 donde se afirma:

Cada idea de cualquier cuerpo o cosa singular que existe en acto, implica necesariamente la esencia eterna e infinita de Dios.

Demostración. La idea de que una cosa singular que existe en acto implica necesariamente tanto la esencia como la existencia de esa cosa (por 2/8c). Pero las cosas singulares (por 1/15) no se pueden concebir sin Dios, sino que, como (por 2/6) tienen a Dios por causa, en cuanto que se lo concibe bajo un atributo del que ellas son modos, sus ideas deben implicar necesariamente (por 1/ax4) el concepto de su atributo, esto es (por 1/d6), la esencia eterna e infinita de Dios.

Escolio. Aquí no entiendo por existencia la duración, esto es, la existencia en cuanto que es concebida abstractamente y como una especie de cantidad. Pues hablo de la misma naturaleza de la existencia, que se atribuye a las cosas singulares por el hecho de que de la necesidad eterna de Dios proceden infinitas cosas en infinitos modos (ver 1/16). Hablo, digo, de la existencia misma de las cosas singulares, en cuanto que son en Dios. Pues, aunque cada esté determinada por otra cosa singular a existir de cierta manera, la fuerza, sin embargo, con que cada una persevera en la existencia se sigue de la necesidad eterna de Dios. Sobre lo cual véase 1/24c.

   Spinoza concibe las ideas de las cosas como implicando la esencia de Dios siempre que estén existiendo en acto. Las cosas existen porque su esencia está contenida en el entendimiento infinito de Dios, pero también porque en el plano inmanente modal se despliega una necesidad tal que las produce por sí misma. De ahí que las ideas de las cosas que existen implican a la esencia eterna e infinita de Dios. La contemplación de la existencia de las cosas singulares tiene siempre como telón de fondo o como aquello que está implicado a la necesidad de la sustancia, a la potencia de la sustancia, a aquello en lo que todo es. Ahora bien, lo particularmente interesante de E2p45e es el concepto de existencia y cómo este se pone en juego para explicar la razón que subyace al hecho de que la idea de una cosa existente en acto implica la esencia eterna e infinita de Dios. Aquí Spinoza sostiene que él no está pensando en la existencia en acto como una cantidad o como la duración, como la duración de la cosa, sino de la necesidad de la sustancia que es la esencia misma de la existencia, esencia que es potencia y que también es eternidad. El neerlandés piensa la existencia de una forma no numeraria. “Existir” no es ser susceptible de cuenta. Esa forma de pensar la existencia es calificada como “abstracta”, pues en ese caso la existencia sería “una especie de cantidad”, algo que podría ser atribuido a todas las cosas, aquello que todas tendrían en común y que por lo tanto no sería esencial de ninguna en particular (E2p37). Dado que la duración es algo que puede ser atribuido a todas las cosas singulares y se manifiesta tanto en las partes como en el todo, es posible concebirla adecuadamente (E2p38). La duración de las cosas puede ser concebida adecuadamente y también el hecho de que las cosas obedecen a una duración indefinida, pero claramente sometida al régimen de la eternidad dentro del cual el surgimiento y destrucción de los modos están dados.

    La hipótesis de lectura que se sigue en este texto es que el régimen ontológico en Spinoza es la eternidad de la que participan tanto la esencia de la sustancia, como los infinitos atributos de esta, y por eso es que, en la idea de las cosas que existen en acto, a saber, en la esencia de las cosas tal y como aparecen para el entendimiento humano, se manifiesta la idea misma de la esencia de Dios como necesidad eterna de la que se siguen infinitas cosas, de los atributos de los cuales participa la cosa singular cuya esencia está siendo pensada[12]. El ser humano no es un imperio dentro de otro imperio (E4Praef) y su finitud consciente no es una excepción al régimen de la eternidad de la sustancia. Esto significa que la duración y la proyección del deseo humano sobre los otros modos no es superior o particularmente especial; sin embargo, el ser humano puede experimentar la eternidad tanto en la contemplación de su propia finitud como en la finitud de sus propias obras, de las cosas sobre las que despliega su potencia de obrar.

    Al pasar al TP, Spinoza hace un uso de la eternidad que parece tener que ver con la idea de que la destrucción o transformación de un Estado –o, dicho en otros términos, la finitud de un modo– es la que da acceso a la eternidad. La ruta parece trazarse desde el concepto de potencia (potentia), particularmente en TP 2/2, donde Spinoza argumenta que las cosas para existir y conservarse necesitan de la potencia eterna de Dios (Dei aeterna potentia) porque la esencia de las cosas no implica su existencia, sino que el hiato entre ambas debe ser salvado por la potencia de Dios. La eternidad se manifiesta en las cosas existentes en acto si se contempla que esta, la existencia en acto de las cosas, tiene como punto de articulación la necesidad del orden eterno de la Naturaleza (naturae aeternus ordo), cuyas reglas no son las de la conservación del hombre, sino la eternidad misma (TP 2/8).

    Pero en la implementación estrictamente política del concepto de eternidad lo que se observa es que, de manera análoga a lo que sucede con el individuo, la experiencia de la finitud de los regímenes en la historia manifiesta la eternidad misma. Pero la apariencia paradójica del argumento no es tal si se analizan algunos de los pasajes en los que el holandés hace uso del concepto de eternidad en el TP, sobre todo, aquellos que aluden directamente a la normatividad dentro del Estado. Uno de los cuales, por lo ilustrativo, es TP 10/9:

Sentado esto, veamos ya si estos Estados pueden ser destruidos por alguna causa culpable. Sin duda que, si algún Estado puede ser eterno (quod imperium aeternum esse potest), necesariamente será aquel cuyos derechos, una vez correctamente establecidos, se mantienen incólumes. Porque el alma (anima) del Estado son los derechos. Y, por tanto, si éstos se conservan, se conserva necesariamente el Estado. Pero los derechos no pueden mantenerse incólumes, a menos que sean defendidos por la razón y por el común afecto de los hombres; de lo contrario, es decir, si sólo se apoyan en la ayuda de la razón resultan ineficaces y fácilmente son vencidos. Habiendo probado, pues, que los derechos básicos de las formas de Estado aristocrático están acordes con la razón y el común afecto de los hombres, ya podemos afirmar que, si hay algún Estado eterno, necesariamente son éstos, o que, al menos, no pueden ser destruidos por ninguna causa culpable, sino tan sólo por una fatalidad inevitable. (TP 10/9)

    El parágrafo se sitúa en el contexto de un análisis sobre la utilización de la potencia y la conducción del Estado que culmina en TP 10/8: “Y sin embargo los hombres deben ser guiados de forma que les parezca que no son guiados, sino que viven según su propio ingenio y su libre decisión («ex suo ingenio et libero suo decreto vivere sibi videantur»)” La meta de todo pensar acerca del Estado y del poder político, tal y como se asienta en la vida práctica, es contemplar la duración del régimen y las posibilidades de este de sobreponerse a los obstáculos inherentes a todo emplazamiento de la potencia de la multitud. Un Estado en que la dominación es evidente tiene pocas probabilidades de conservarse y, por lo tanto, es altamente probable que se transforme o que sea destruido, pues está mal constituido. El neerlandés trae a colación que el alma del Estado (anima Imperii) son los derechos, a saber, las formas que toma la libertad de los ciudadanos, asimismo, que la conservación de dichos derechos es la conservación del Estado. De ahí que la conservación de dichos derechos, a su vez, dependa de dos factores que se atraviesan entre sí en el despliegue de la política: la razón y los afectos. Así, ante la posibilidad de plantearse un Estado eterno, Spinoza se decanta por aquel en que los derechos, una vez establecidos, no presentan cambio alguno. El Estado eterno (imperio aeterno) sería, pues, aquel que sea capaz de conservarse en su forma, tal y como fue establecido, porque, al ser una geometría de la potencia trazada por medio de las leyes y las costumbres, su eternidad radica en la conservación de su forma, en mantener las proporciones de movimiento y reposo que lo constituyen. La eternidad como inmutabilidad del aparato jurídico es la eternidad como conservación de la forma y del tipo de vida que un Estado permite y fomenta en su interior. Ese es, precisamente, el sentido que adopta eterno en TP 10/10. El Estado eterno es aquel que conserva su forma y no se puede cambiar por algún mecanismo interno, es decir, por una causa que esté incluida en el establecimiento mismo del Estado.

    En TP 10/10, el holandés discute la objeción que emergería de su propio sistema, a saber, que un afecto siempre puede ser vencido por un afecto más fuerte (E4p7) y que, por tanto, los derechos defendidos por el común afecto de los hombres (communi affectum homini) pueden peligrar si algún otro afecto vence al que los sostiene como derechos en el Estado. La agitación del Estado podría ser tal que, temiendo perder la vida, la libertad o la seguridad, se podría dar origen a una tiranía desde el seno de la aristocracia más igualitaria pensada por Spinoza. Esto haría referencia cualquier momento histórico en que la pérdida de estabilidad en el Estado ha producido un cambio en el parecer de la mayoría, lo que hace posible que se den cambios legislativos que transformen sustancialmente la forma del Estado y que puedan destruir la forma de vida que se institucionalizó. Ante la objeción, el neerlandés responde que son las instituciones las que le dan la fortaleza para enfrentar ese tipo de situaciones, de tal manera que el afecto común de los hombres no cambia de tal manera que los fundamentos del Estado se transformen de tal manera que este quede desmantelado por la dinámica afectiva de los individuos que lo conforman. El toque final viene cuando argumenta que un Estado como el que él describe en TP 9/9 no permite que se consolide una persona, de tal manera que controle por sí misma el Estado con lo que se asegura que la solución a los conflictos sea institucional y no personal:

Así, pues, aunque el terror provoque cierta confusión en el Estado, nadie, sin embargo, podrá traicionar las leyes y nombrar, contra derecho, a alguien para detentar el supremo mando militar, sin que, al momento, protesten quienes proponen a otros candidatos. De ahí que, para dirimir la contienda, será necesario recurrir finalmente a las leyes ya establecidas y por todos aceptadas y ordenar las cosas del Estado conforme a las leyes en vigor. Puedo, pues, afirmar, sin restricción alguna, que tanto el Estado en el que sólo una ciudad detenta el poder, como aquel, sobre todo, en el que lo detentan varias ciudades, son eternos; o, en otros términos, que no pueden ser disueltos o transformados en otro por ninguna causa interna (aeternum esse, sive, nulla interna causa posse dissolvi aut inaliam formam mutari) (TP 10/10).

    Esa es la última vez que Spinoza menciona la eternidad en el TP, y lo hace como una cualidad del Estado, definiendo dicha eternidad como aquello que no puede ser disuelto o transformado por una causa interna, es decir, aquello que no será por siempre, pero que no trae en sí la semilla de su propia destrucción, sino que está diseñado para durar hasta encontrar una fuerza que le resulte opuesta a tal grado que no pueda resistirla y sea transformado. Esa es, pues, la eternidad del Estado (aeternitas imperii), la que se experimenta cuando se contempla su potencia de obrar, pero también su finitud, su potencia de convertirse en otra reliquia más, sin fin, ni dirección más que la que emerge de su propio esfuerzo de conservación.

5. Conclusión

Entre la duración y la eternidad se juega un problema ontológico que, en el caso de la filosofía de Spinoza obtiene su solución mediante el posicionamiento de la eternidad como una pura ausencia de fines (Macherey, 2006, p. 258), es decir, como una pura actividad a-teleológica de expresión de una potencia eterna y absolutamente productiva (E1p34). Por esa razón podemos afirmar que la historia se concibe en el pensamiento de Spinoza como la continua rearticulación del conato colectivo en el marco general de la auto-producción de lo real (E1p16; TTP, IV; TP 2/6) que da pie a la ley humana (lex humana) como forma de vida (ratio de vitae) (TTP, IV/ G III, 58-60) que se hace objetiva según los ingenios de las multitudes (ingenium multitudinis), en el marco de sus potencias (potentia multitudinis) y los Estados (imperios) que de ellas resultan (E4p37e2, TTP XVI, TP 2/17, TP, 3/2, TP 3/9), y se suceden sin fin ni objetivo, pues la historia humana es una parte de la historia de la naturaleza entera (E4p4, E4p4c). La eternidad ínsita en cada cosa singular alcanza su verdad en el hecho de que toda destrucción es un fenómeno externo (E3p4, E3p4d, E3p5, E3p5d). No hay cosas enfermas de tiempo, ni organismos que surgen para su destrucción (EN, §375), sino una actualización necesaria de las esencias en el orden eterno de la sustancia divina. La destrucción (E4a) es la dialéctica material de producción de lo real (Macherey, 2006, 260) tal y como aparece en el registro de la experiencia, es decir, como fuerza y cambio de las cosas y los tiempos (vis et mutatio ómnium rerum atque temporum), historia que es experiencia de lo singular, lo común y lo eterno.

 

Referencias

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[1] En el TTP, Spinoza llama a la necesidad absoluta de la naturaleza, es decir, a la “concatenación de las cosas naturales”, como el “gobierno de Dios” (Dei directione) (TTP III, G III, p. 45). Al considerar al gobierno de Dios desde el horizonte de los seres humanos, este puede presentarse como un auxilio interno en cuanto “la naturaleza humana puede aportar, por su solo poder, a la conservación de su propio ser” (TTP III, G. III, p. 46); por su parte se puede llamar al auxilio externo “a toda utilidad que pueda provenirle, además, del poder de las causas externas” (TTP III, G. III, p. 46). La Fortuna es una manera en que se presenta el auxilio externo de Dios, según el propio Spinoza: “por fortuna no entiendo otra cosa que el gobierno de Dios, en cuanto que dirige los asuntos humanos a través de cosas externas e inesperadas” (TTP III, G. III, p. 46). La noción propiamente spinoziana de Fortuna está profundamente influida por la maquiaveliana, que la considera como un elemento impredecible que puede o no resultar favorable para un pueblo o un príncipe (Discursos II, 1; Príncipe, XXV). El concepto de fortuna expresado en el TTP es el usual de su época, resultado de la confluencia entre la tradición griega que piensa lo azaroso e impredecible y la cristiana que incluye al concurso divino como factor central en el gobierno del decurso del mundo (Martínez, 2007, p. 107).  En Spinoza se puede pensar a la Fortuna como un acompañante natural de la fluctuación de ánimo en tanto que desencadena un predominio de lo imaginario y la concatenación de la experiencia según el orden común de la naturaleza y no según el orden necesario.

[2] Como bien menciona Spinoza: “Concebir, pues, las cosas bajo una especie de eternidad es concebir las cosas, en cuanto que se conciben como seres reales por la esencia de Dios, o sea, en cuanto que por la esencia de Dios implican la existencia. Y por tanto, nuestra alma, en la medida en que se concibe a sí misma y al cuerpo, bajo una especie de eternidad, tiene necesariamente el conocimiento de Dios, implican la existencia. Y por tanto, nuestra alma, en la medida en que se concibe a sí misma y al cuerpo bajo una especie de eternidad (adeoque Mens nostra, quatenus se, et Corpus sub specie aeternitatis concipit), tiene necesariamente el conocimiento de dios y sabe, etcétera” (E5p30d).

[3] En sus Pensamientos metafísicos (CM), Spinoza sostiene que: “[la eternidad] es el atributo por el cual concebimos la existencia infinita de Dios” (CM, I, VI. G. I, p. 244). Así como que: “a Dios le pertenece actualmente una existencia infinita, del mismo modo que le pertenece un entendimiento infinito” (CM, II, I. G. I, p. 252). El concepto de eternidad en los CM aún no se ha refinado ni alcanzado su forma definitiva, esto se puede ver en que incluso la eternidad es llamada “atributo” mientras que la Ética –aquella que se considera el sistema de Spinoza en su forma definitiva– no permite definir, desde el entendimiento humano otro atributo que no sea la extensión y el pensamiento. Pero aún en este caso es difícil afirmar que la existencia infinita sea la existencia ilimitada, pues, pese a que ambas palabras refieren a un conjunto de sentidos más o menos similares, el límite y el fin no son exactamente la misma cosa. Spinoza dedica la epístola XII al tema del infinito y puede dar indicaciones acerca de lo que la existencia infinita pueda ser en su pensamiento; sobre todo porque dedica un párrafo a la distinción de varios tipos de infinito o, por lo menos, de varios sentidos en los que se dice que algo es infinito. La infinitud de la sustancia, que es algo que acompaña necesariamente al concepto de esta, no es del mismo tipo de que la infinitud de la extensión, sino que es tal en función de la esencia de la sustancia misma (Ep. XII, G. IV, p. 53). En la propia epístola, Spinoza se dedica a analizar cuatro conceptos clave de su ontología: sustancia, modo, eternidad y duración, con ello busca vincular la medida a lo modal, a lo que tiene duración y la sustancia a lo infinito, que no puede ser dividido y por lo tanto no puede ser medido. Lo anterior es una operación que antecede la teoría de la imaginación desarrollada en E2p17.

[4] En la segunda crítica, Kant establece a la inmortalidad del alma como uno de los postulados de la razón práctica sobre la base de que: “Pero la plena adecuación de la voluntad con la ley moral es la santidad (Die völlige Angemessenheit des Willens aber zur moralischen Gesetze ist Heiligkeit), una perfección de la cual no es capaz ningún ser racional perteneciente al mundo de los sentidos en ningún momento de su existencia” (KpV 220). Como consecuencia de ello acercarse a la santidad (Heiligkeit) requiere de un progreso infinito (unendlicher Progressus): “Pero este progreso infinito sólo es posible suponiendo una existencia y una personalidad (Unendliche fortdaurenden Existenz und Persönlichkeit) del mismo ser racional que continúe hasta lo infinito (la cual se llama inmortalidad del alma). Por lo tanto, el bien supremo sólo es prácticamente posible bajo la suposición de la inmortalidad del alma” (KpV 220).

[5] En el TTP el holandés menciona al paso, que hay prejuicios que surgen de una adoración a la Escritura en detrimento de la “propia palabra de Dios” y como comentario añade que “([el vulgo es] propicio a la superstición y más amante de las reliquias del pasado que de la misma eternidad)” ([vulgus est] superstitioni addictum, et quod temporis reliquas supra ipsam aeternitatem amat) (TTP, Praef. /G. III, 10).

[6] Spinoza también considera la imposibilidad de pensar la idea que excluye la existencia del cuerpo, pues le es contraria (E3p10), así no solo se considera que la parte de la mente vinculada al cuerpo no sobrevive a este, sino que la sola exclusión de la existencia del cuerpo ya es contraria a la mente. Con lo que la inmortalidad del alma como modelo para pensar la eternidad de la mente se descarta porque dicha idea sería en sí misma contradictoria con lo que el alma es e implica, a saber: la idea del cuerpo (E2p13)

[7] “El sentimiento de la finitud es la condición del sentimiento de la eternidad y, él mismo, en un sentido, es el sentimiento de la eternidad. Es por este movimiento, que se accede y se toma consciencia de que todo no es inmediatamente necesario, que el alma observa su importancia y que ella aspira a salir de la contingencia, figura que toma para sí misma de la necesidad externa” (traducción propia).

[8] Como bien menciona Spinoza: “Cada idea de cualquier cuerpo o cosa singular existente en acto implica necesariamente la esencia eterna e infinita de Dios (idea Dei aeternam et infinitam essentiam necessario involvit)” (E2p45) que se hace aún más explícito en su escolio: “No entiendo aquí por existencia la duración (per existentiam non intelligo durationem), esto es, la existencia en tanto que concebida abstractamente (abstracte concipitur) y como una cierta especie de cantidad. Pues hablo de la naturaleza misma de la existencia, la cual se atribuye a las cosas singulares porque de la eterna necesidad de la naturaleza de Dios se siguen infinitas cosas de infinitos modos (ex aeterna necessitate Dei naturae infinita infinitis modis sequuntur)” (E2p45c). Spinoza piensa como contemplación de la eternidad desde la finitud y la duración una cierta consideración de la existencia en el plano de la inmanencia. En las ideas de las cosas singulares que existen en acto se implica necesariamente la esencia eterna e infinita de Dios pues lo que existe es mantenido en la existencia por la potencia activa de Dios (E1p15, E1p15e, E1p16, E1p18, E1p24c, E1p35).

[9] “Pero ésta [la naturaleza] no crea las naciones, sino los individuos, los cuales no de distribuyen en naciones sino por la diversidad de lenguas, de leyes y las costumbres practicadas; y sólo de estas dos, es decir, de las leyes y las costumbres, puede derivarse que cada nación tenga un talante especial, una situación particular y, en fin, unos prejuicios propios” (TTP XVII, IV/G. III, p. 217).

[10] Se abrevia EN a la Enciclopedia de las ciencias filosóficas.

[11] El tiempo de la Ética es circular en tanto que se desprende del procesamiento de las afecciones corporales y las ideas imaginativas de acuerdo a un orden consuetudinario. De ahí que el comentarista mexicano Luis Ramos-Alarcón, a partir de su interpretación de E2p18, lo considera un afecto, que concatena la experiencia según el orden de presentación de las cosas singulares (Ramos-Alarcón, 2020, pp. 196-204).

[12] El filósofo holandés confronta la argumentación en contra de la eternidad del mundo y a favor de la creatio ex nihilo bíblica dada por Maimónides Guía de perplejos 2, 25 –que a su vez es una declaración de neutralidad frente a la creatio de novo platónica asimilada por Rabí Eliezer y comentada por el cordobés en su Guía de perplejos 2, 26–. El propio Maimónides sostiene: “Ten en cuenta que, admitida la creación del mundo todos los milagros son posibles, como igualmente la Torá, y se desvanecen todas las objeciones que pudieran oponerse”. Para Maimónides, la creación del mundo es la piedra de toque que otorga al creador poder absoluto y libertad absoluta para actuar sobre el mundo; de ahí que los milagros tengan como base un acto creador, una soberanía universal y total que permite producir excepciones en el funcionamiento del mundo. Por su parte, Spinoza rechaza los milagros: “Los milagros, en cuanto que por tales se entiende una obra que repugna al orden de la naturaleza, están, pues, tan lejos de mostrarnos la existencia de Dios, que, antes, por el contrario, nos harían dudar de ella; sin ellos, en cambio, podemos estar seguros de la existencia divina, con tal que sepamos que todas las cosas de la naturaleza siguen un orden fijo e inmutable” (TTP, VI/ G III, 85). Spinoza no es un filósofo que se preocupe por el origen, ni que le atribuya una libertad absoluta a Dios en el sentido humano de lo que se entiende por libertad –algo así como el libre arbitrio–, sino que identifica su potencia con su normatividad, a saber, con su necesidad (E1p17, E1p34, E2p3, E2p3e). Así, necesidad, potencia, eternidad se despliegan en conjunto como herramientas conceptuales para dar cuenta de la existencia de la sustancia divina.