¿Podemos nombrar “desencantada” a la Ética de Spinoza?

Ribeiro Ferreira, M. L. (2022). ¿Podemos nombrar “desencantada” a la Ética de Spinoza? Círculo Spinoziano. 2(3), 37-48.

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Maria Luísa Ribeiro Ferreira – ¿Podemos nombrar “desencantada” a la Ética de Spinoza?

 

La Ética es el lugar por excelencia en el que se estructura el pensamiento spinoziano. Aquí es donde el método geométrico se concreta. Escrita y reescrita en diferentes etapas, es una obra constituida por diferentes texturas, en la que podemos percibir varios ritmos. La densidad y la parsimonia dominan en las definiciones, axiomas y postulados que casi nos agreden con una imposición dogmática de conceptos. Los prefacios, apéndices y escolios nos permiten respirar, aclarando objetivos, explicando los temas y estableciendo conexiones. Pero el resultado de este entrecruzar de escritos es un tejido sin costuras porque todo el texto parte de Dios o de la Naturaleza y converge hacia lo mismo.

    Mientras enseñaba Filosofía Moderna en la Facultad de Letras de la Universidad de Lisboa, usé una traducción al portugués de la Ética publicada en 1992 por la editorial Relógio D’Água. Tres autores colaboraron en ella: Joaquim de Carvalho, Joaquim Ferreira Gomes y António Simões. Muchas veces (en particular en el libro V) sentí la necesidad de hacer cambios.

    Recientemente, en enero de 2020 se publicó en Portugal una nueva y excelente traducción de esta obra, elaborada por Diogo Pires Aurélio. El texto del autor está precedido por seis tópicos en los que el traductor hace consideraciones oportunas sobre aspectos relevantes en el pensamiento del filósofo.  Y en el punto 6, titulado La felicidad de Sísifo, Aurelio escribe: “La ética de Spinoza es, después de todo, una ética desencantada”[1] (Spinoza, 2020, p. 86).

    Este texto se propone discutir esta afirmación, confrontándola con varios lugares de la Ética en los que claramente se dibujan los pasos necesarios para lograr la alegría, así  como la felicidad a la que podemos aspirar en esta vida, admitiendo, al final del libro V, que la búsqueda de la máxima realización que un ser humano puede pretender es un camino posible, aunque no todos lo consigan realizar totalmente, porque como dice el filósofo: “todo lo excelso es tan difícil como raro”[2] (Spinoza, 2015, p. 352).

    La idea de que para algunos estará abierto el camino de la salvación se basa en la creencia en las posibilidades humanas, fundamentada en las potencialidades de los cuerpos y de nuestro cuerpo. “Nadie, en efecto ha determinado por ahora qué puede el cuerpo”[3] (Spinoza, 2015, p. 283), es una de las tesis esenciales de la filosofía spinoziana, en la que el conocimiento juega una función terapéutica y simultáneamente salvífica. Por lo tanto, más que clasificar la Ética como una obra “desencantada”, la consideramos optimista, rigurosa, científica, objetiva, esperanzadora y realista, en la medida en que nos propone la salvación (salus), un camino que, aunque arduo, es algo posible de lograr.

 1. La Ética de Spinoza es una tarea rigurosa, científica y ardua

Las múltiples entradas posibles en Ética nos llevan, todas ellas, al mismo fin: acompañar el desvelamiento de la sustancia, percibir su expresión a través de los modos, encontrar el lugar o papel que pertenece a cada uno. Lo que implica percibir el orden de esta trama. Los Elementa de Euclides son una presencia constante, ya sea en la organización del discurso, ya sea en el carácter deductivo al que el mismo obedece. En consecuencia, la lectura de esta obra no es fácil ni suelta, ni fluida. Hay innumerables pasajes que nos obligan a volver hacia atrás, hay conceptos que se enfrentan entre sí, hay tesis aparentemente contradictorias. En un texto que pretende ser transparente, hay, al menos a primera vista, una profunda ambivalencia. Y el “mos geométrico”, que debería ayudarnos, hace aún más difícil entender la tesis y conceptos que insisten en no encajar en interpretaciones consecuentes. Leer la Ética es una tarea ardua.

    La intención de Spinoza era describir la dinámica de la sustancia, que en tanto que “essentia actuosa” se manifiesta en lo real, dándole cuerpo. Sin embargo, hay una distancia abismal entre su punto de partida y el de sus lectores. De hecho, con la intención de acompañar la revelación de la Sustancia, haciéndola visible (Spinoza, 2015)[4], el filósofo escribió la Ética en la forma de un conocimiento que solo se nos revela gradualmente. Hay una brecha entre la escritura y la lectura porque, quien lee, solo al final de la ruta está en posesión de los elementos que le permiten recorrer el circuito. Así, las ocho definiciones que inician el libro I tienen que ser retomadas varias veces para llegar a ser inteligibles. Solo entonces pierden el carácter de arbitrariedad con el que se presentan al lector desprevenido. Y esto ocurre cuando terminamos el libro V, un capítulo decisivo para aquellos que quieren percibir el tejido de la Ética.

2. La Ética de Spinoza es optimista

El optimismo con el que se abordan las posibilidades humanas es una constante en la obra spinoziana. Así, en el Tratado de la reforma del entendimiento el filósofo se propone descubrir un camino para pensar bien y vivir bien, compartiendo con los demás la búsqueda de la felicidad: “Me decidí, por fin, a investigar si existía algo que fuera un bien verdadero y capaz de comunicarse (…) más aún si hubiera algo que, hallado y poseído, me hiciera gozar eternamente de una alegría continua y suprema”[5] (Spinoza, 2015, p. 217).

    En el Prefacio de la segunda parte de la Ética el filósofo sustenta que la felicidad es deseable y coloca la beatitud como meta: “Paso ya a explicar las cosas que (…) nos pueden llevar como de la mano al conocimiento del alma humana y de su felicidad suprema”[6] (Spinoza, 2015, p. 258).

    La gestión de los afectos es esencial para obtener la beatitud, un estado que solo algunos alcanzan. Actuar y padecer son inevitables en todos los hombres y es su responsabilidad elegir un objeto de amor que permita la superación de las pasiones tristes, es decir, de aquellas que conducen a una disminución del propio ser. Este solo encuentra estabilidad unido a algo tan fuerte que lo satisfaga plenamente y que llene el deseo constitutivo de ser, que en todos habita. La capacidad de tomar conciencia del propio ser y de guiarlo a la fuente de la que le llega la fuerza permite a los hombres alcanzar la felicidad, con la que se lleva a cabo la afirmación y el disfrute de la vida. De ahí que el filósofo diga que el sabio no está interesado en la muerte sino en la vida, argumentando que la sabiduría es una meditación sobre la vida: “El hombre libre en ninguna cosa piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es meditación de la muerte, sino de la vida”[7] (Spinoza, 2015, p. 333).

    La Ética concreta esta búsqueda, cuyo término se encuentra en el libro V, donde se nos presenta la beatitud. Esta consiste, en última instancia, en el amor intelectual a Dios, en el encuentro de los hombres unidos por este amor y en la participación individual y colectiva en la esencia de la sustancia. La felicidad suprema es el conocimiento del lugar que cada uno ocupa en el Todo. En Spinoza, Dios se ama y nos ama en la fruición de su esencia. La felicidad se alcanza cuando nos encontramos a nosotros mismos y a los demás en este amor.

    Cabe señalar que lejos de ser un obstáculo, el cuerpo humano es para él una promesa de posibilidades que debe ser desvelada. Y el filósofo se considera pionero en esta tarea porque, en su opinión, como escribe en la parte III de Ética: “Nadie, en efecto, ha determinado por ahora (…) qué puede hacer el cuerpo por las solas leyes de la naturaleza, considerada como  puramente corpórea”[8] (Spinoza, 2015, p. 283).

    Spinoza cree en las infinitas posibilidades de nuestro cuerpo. La estructura del cuerpo humano es compleja, los elementos que lo constituyen no solo son numerosos, sino también sofisticados. De ahí sus poderes, de ahí las inmensas capacidades que posee y que la mayoría, por desconocimiento, mantienen inexploradas. Y las leyes que rigen los cuerpos son idénticas, porque hay una misma materia que las constituye y que las nivela.

    “Quien tiene un cuerpo apto para muchísimas cosas, tiene una alma cuya mayor parte es eterna”[9] (Spinoza, 2015, p. 351). Es concretando las potencialidades de nuestro cuerpo, desarrollándolas y relacionándonos con otros cuerpos que pueden fortalecernos, que podremos caminar por el camino de la salvación, en el que el cuerpo y la mente juegan cada uno de ellos un papel decisivo.

    Cabe señalar que cuando habla de salvación (salus) Spinoza no utiliza este término en su connotación médica que nos llevaría a traducirlo por “salud”. La salvación es entendida por él como felicidad suprema, de modo que para caracterizarla utiliza los libros sagrados donde el término se identifica con gloria[10] (Spinoza, 2015, p. 350). Sin embargo, para el filósofo, la salvación tiene lugar en este mundo y nunca post mortem, siendo liberada de connotaciones religiosas o sobrenaturales y aproximándose a los conceptos de integración y de sintonía. Nos salvamos cuando estamos en armonía con un Todo político que permite nuestra realización. Somos salvos cuando nos integramos en un Todo cósmico, del cual somos expresión y con el que tenemos una relación particular.

    La salvación tiene lugar en el marco de un universo organizado more geométrico, un universo del que somos un eslabón, un nudo, la malla de un inmenso tejido donde todo está estructurado en una relación de causa y efecto. El conocimiento juega un papel decisivo en el descubrimiento y la superación del determinismo, una condición sine qua non para salvarnos. Para integrarnos en el Todo al que pertenecemos es esencial que lo conozcamos. La tesis de que la salvación consiste en esta integración en el Todo y que esta integración nos realiza y nos trae felicidad es algo perfectamente claro en Spinoza. Sin embargo, se admiten diferentes experiencias y diferentes caminos porque dependiendo del nivel cognitivo en el que nos situemos de esta manera tendremos una gratificación mayor o menor. Aquellos que no tienen suficientes habilidades cognitivas o no están dispuestos a la “ruta perardua” requerida por el tercer tipo de conocimiento pueden seguir la guía de aquellos que saben, aceptando un camino común, un camino propuesto a todos aquellos que forman parte de una comunidad.

    No todos los hombres logran alcanzar el supremo género de conocimiento, cuya dificultad Spinoza enfatiza en sus obras de naturaleza metafísica. Ya en el Tratado breve el filósofo discurre sobre las dificultades humanas en orden a la salvación. Esta es selectiva y no depende de nosotros conseguirla: “Ahora vemos, pues, que, dado que el hombre es una parte de toda la naturaleza, de la que depende y por la que también es regido, no puede hacer nada por sí mismo para su salvación y felicidad”[11] (Spinoza, 2015, p. 135). Siendo una parte del conjunto de la naturaleza la acción que conviene al hombre es de adaptación a ella, no oponiéndose al papel que se le dio para desempeñar en el Todo, antes bien asumiéndolo. Sin embargo, en Ética, admite que somos capaces de salvarnos, aunque el camino es difícil: “Difícil sin duda tiene que ser lo que tan rara vez se halla. ¿Cómo podría suceder que, si la salvación estuviera al alcance de la mano y pudiera ser encontrada sin gran esfuerzo, fuera por casi todos despreciada? Pero todo lo que excelso es tan difícil como raro”[12] (Spinoza, 2015, p. 352).

    La salvación está garantizada a todos los seres humanos, aunque a diferentes niveles dependiendo de la ruta elegida. En el TTP, en el TP y en el libro IV de Ética, los hombres son invitados a la felicidad, proponiéndoseles para ello la integración en un estado libre, pensado a su medida.  Pero el Tratado teológico-político es el libro por excelencia donde se desarrolla la salvación del vulgo, exponiéndose las diferentes mediaciones institucionales que permiten una vida armoniosa y feliz.

    Por lo tanto, tenemos una salvación que se abre a todos y es relativamente fácil de obtener en la medida en que solo requiere obediencia a las leyes de la ciudad. En este libro la salvación parece ser accesible para todos, construyéndose a través de la experiencia comunitaria. Este es el lugar donde las virtudes se revelan y se realizan mejor. La política es la tierra de elección sobre la que se gana la salvación y la religión, reducida a un código ético universal, juega un papel auxiliar.

    El Tratado teológico-político se centra en la salvación cuando aborda el tema de la obediencia, desde una perspectiva naturalista y no escatológica. Es una obra que se refiere tanto a las leyes de la ciudad como a ciertos preceptos morales que constituyen lo que el filósofo llamó “vera religió. Y la verdadera religión, contrariamente a “superstitio, no tiene nada de censurable: las críticas que el filósofo hace a la religión siempre se refieren a las especulaciones de los teólogos y a la forma abusiva en que atemorizan al pueblo inculto. En esta obra, el tema de la salvación está dirigido a todas las personas. Es una salvación alcanzable por obediencia tanto a las leyes de la ciudad como a los preceptos morales que se pueden encontrar en las Escrituras. Si esto no existiera, solo los filósofos se salvarían. De ahí la importancia que Spinoza concede a una hermenéutica adecuada de la religión, lo que implica una purificación de los aspectos sobrenaturales del texto bíblico y una desconfianza de todo lo milagroso y profético en él. El Capítulo XII del TTP describe el código ético que tenemos que cumplir para salvarnos. También en el Capítulo XV hay pasajes fundamentales sobre la “salvación de los ignorantes”. Esto no se procesa en un plano intelectual, sino moral, apuntando a la utilidad más que la verdad.

    Cabe señalar que la tesis de salvación para todos no está exenta de problemas. Uno es la discrepancia que parece existir entre la salvación presentada en el TTP y la Ética. Tal vez por eso nos habla Alexandre Matheron (1971) de una doble salvación, distinguiendo un sentido débil y un sentido fuerte de la misma.[13] El TTP sería representativo del sentido débil, mientras que la Ética ilustraría el segundo. Y, de hecho, cualquiera que desee enfatizar la diferencia de los cursos salvíficos utiliza necesariamente el Tratado y la Ética para justificar esta especificidad. En el Tratado, el filósofo defiende que todo el mundo puede aspirar a salvarse, siempre que cumplan con ciertas normas y que conozcan la Escritura donde tales reglas de conducta pueden ser recogidas. Es una salvación que se encuentra en el Estado, particularmente en el Estado democrático, un lugar donde es posible vivir de una manera pacífica y gratificante. Es sobre todo en los capítulos XIV y XV de esta obra donde el filósofo nos traza una verdadera pedagogía de las multitudes. Estas están sujetas a pasión, y la conducta apasionada es perturbadora. De ahí la necesidad de obedecer las leyes de la ciudad y las reglas morales. Cristo es puesto como ejemplo a seguir porque quien obedece sus preceptos es salvo. Es en esta línea que Spinoza defiende que “Cristo ha sido la vía de salvación”[14] (Spinoza, 2015, p. 363), y que “si no contáramos con este testimonio de la escritura, dudaríamos de la salvación de casi todos”[15] (Spinoza, 2015, p. 438).

    Muy diferente parece ser la perspectiva defendida en la Ética, especialmente en su libro V. Aquí la salvación se refiere expresamente a algunos, poniendo un énfasis particular en lo “sapiens. La “multitudo, gobernada por las pasiones, se limita a la imaginación y no se siente atraída por la “vía perardua. Pero para aquellos que apuntan a una realización completa, vale la pena dejar de lado ciertos beneficios, aparentemente gratificantes, cambiándolos por otros que pueden traer no solo satisfacción, sino también beatitud.

    Es sobre todo a partir de la proposición XXXVI del libro V que esta dimensión elitista se acentúa. En la misma se cruzan los conceptos de salvación, libertad, conocimiento y amor intelectual a Dios. Aquí el registro es el del conocimiento por la ciencia intuitiva, por la cual las cosas se perciben en Dios, en lo que tienen de particular e insustituible. Ya no basta con conocer las leyes del universo, de las ideas comunes, imprescindibles para aquellos que deseen situarse en el registro de la ciencia. El conocimiento del tercer género, que supera la razón, aunque la requiera, no se procesa desde el mundo, sino desde Dios. Y eso implica un camino que todo el mundo está invitado a tomar, pero en el que pocos se aventuran.

    Las últimas líneas de la Ética constituyen el clímax del pensamiento spinoziano, al concluir que la excelencia no está al alcance de todos porque “todo lo excelso es tan difícil como raro”[16] (Spinoza, 2015, p. 352). La Ética culmina en esta capacidad de renacer. Y para aquellos que siguen la vida “perardua” propuesta por el filósofo no podemos hablar de desencanto porque tendrán acceso al bien alto del que desde sus primeros escritos nos habla, admitiéndolo como posible de lograr[17] (Spinoza, 2015).

3. La Ética de Spinoza valora la alegría

La generosidad con la que el filósofo enseña el camino de la alegría es una constante en su obra. Lo vemos en las Cartas donde responde pacientemente preguntas, aclara conceptos, argumenta y contra-argumenta. Lo vemos en los Tratados políticos que ponen de relieve la importancia de un gobierno que garantice a los ciudadanos la libertad que necesitan para una vida feliz. La Ética también desarrolla exhaustivamente este deseo de autorrealización. En ella se propone el camino que nos permite alcanzar la beatitud. La fruitio essendi es, por lo tanto, una constante en todas las obras. Está entrelazada en el sistema imbricado que se estructura progresivamente, culminando en la espléndida beatitud con la que termina la Ética. Lo que hizo escribir a Misrahi (1977, 1997), que el filósofo nos ofrece un sistema impregnado de alegría, un hecho que él considera una rareza.[18]

    La alegría se refiere al poder de actuar (potentia agendi) del cuerpo cuando se incrementa, pero también se refiere al poder de actuar de la mente por la idea que acompaña a tal modificación. Así, el afecto por la alegría consiste en la simultaneidad del afecto del cuerpo y de la mente, una característica común a todos los afectos: “Por afecto entiendo las afecciones del cuerpo, con las que se aumenta o disminuye, se ayuda o estorba, la potencia de actuar del mismo cuerpo, y al mismo tiempo las ideas de estas afecciones”[19] (Spinoza, 2015, p. 282).

    En todas las cosas hay una oscilación de la perfección que discurre entre un mínimo que es el límite para el mantenimiento de su existencia y un máximo que corresponde a la plena realización. Y esto se refiere a todos los modos, ya sean humanos o no humanos, lo que no impide que existan formas de alegría exclusivamente humanas, así como hay una realización diferenciada para todo tipo de hombres porque la satisfacción del borracho es diferente de la felicidad del filósofo. En todas las cosas la alegría es un factor de crecimiento[20] (Spinoza, 2015, p. 303), del conatus propio. En el universo dinámico que es el de Spinoza, las variaciones inherentes a las cosas son constitutivas de la esencia de dichas cosas porque son la encarnación de la potencia agendi del Dios/Naturaleza. Pero solo a los hombres (e incluso entre estos a solo unos pocos de ellos) les es dado participar en la gloria, el amor con el que Dios se ama a sí mismo.  Es esta la invitación que el filósofo dirige a todos, sabiendo de antemano que es difícil[21] responderle y que solo los sabios tendrán el valor suficiente para seguir ese camino.

    Pero nunca se afirma que sea imposible de lograr.

4. La Ética de Spinoza es esperanzadora y propone la salvación del todo humano, nunca olvidando el papel del cuerpo

Desde sus primeras obras el filósofo nos habla de la necesidad de conocer la naturaleza humana y compartir este conocimiento con tantas personas como sea posible: “a mi felicidad pertenece contribuir a que otros muchos entiendan lo mismo que yo, a fin de que su entendimiento y su deseo concuerden totalmente con mi entendimiento y con mi deseo. Para que esto sea efectivamente así, es necesario entender la naturaleza, en tanto en cuanto sea suficiente para conseguir la naturaleza «humana». Es necesario, además, formar una sociedad como cabría desear, a fin de que el mayor número posible de individuos alcance dicha naturaleza con la máxima facilidad y seguridad”[22] (Spinoza, 2015, p. 219).

    El objetivo de hacerse entender por muchos es evidente. Es la comunión de las mentes, es decir, la coincidencia de los entendimientos humanos, lo que conduce a la identificación con la naturaleza. En esto consiste la salvación que, para el filósofo, se procesa a lo largo de la vida, exigiendo la presencia del propio cuerpo. Si Spinoza integra en el concepto de salvación algunas contribuciones de tradiciones religiosas, como la realización del bien supremo y la liberación, hay otros aspectos de los cuales se desmarca claramente, como es el caso de una salvación post mortem. La salvación tiene lugar en la vida y en ella tiene una parte decisiva la manera de considerar nuestro cuerpo. La excelencia de la mente humana radica en el hecho de que corresponde a un cuerpo extremadamente complejo y sofisticado. El cuerpo humano tiene más poderes y es más autónomo que cualquier otro. Como tal, le corresponde una mente dotada con más poderes y mayor autonomía: “Quien tiene un cuerpo apto para muchísimas cosas, tiene una alma cuya mayor parte es eterna”[23] (Spinoza, 2015, p. 351). El conocimiento inadecuado que tenemos de nuestro cuerpo es el resultado de la consideración que hacemos de él como un ser autónomo, como algo que vale por sí mismo. Ahora los cuerpos (y el nuestro no es una excepción) se insertan en una red de relaciones cuya captación total se ven obstaculizada por nuestra finitud. Sin embargo, a través de la exégesis gnoseológica y ética que nos da acceso al tercer género de conocimiento, es posible verlos desde otro punto de vista.

    Según Spinoza, no podemos tener un conocimiento adecuado de nuestro cuerpo porque para ello tendríamos que conocer todas sus relaciones con los demás cuerpos, y esto solo es posible para Dios. No nos es dado conocer como Dios conoce porque, como decimos, la totalidad está prohibida para nosotros. Pero podemos acercarnos a la perspectiva que Dios tiene del individuo que somos, cuando tratamos de coincidir con lo que es nuestra mente pensada por Dios, compartiendo los pensamientos que Dios piensa en nosotros o, más bien, coincidiendo con la forma en que Dios se piensa, a través del modo particular que somos –“Dios quatenus”.

    Esto es en lo que consiste la salvación, en la que la idea del cuerpo juega un papel decisivo.

    El libro V de Ética nos revela la doble condición de los modos, vistos como existentes en la duración y como los piensa Dios: “Las cosas son concebidas por nosotros como actuales, de dos maneras: o en cuanto que concebimos que existen en relación a cierto tiempo y lugar, o en cuanto que concebimos que están contenidas en Dios, y se siguen de la necesidad de la naturaleza divina (…)”[24] (Spinoza, 2015, p. 348).

    La demostración que precede a este escolio es decisiva para que percibamos el paso del plano de la duración al plano de la eternidad. La mente ve las cosas en un registro temporal cuando las contempla a partir de la existencia actual de su cuerpo. Pero ella es impulsada a buscar otro nivel cognitivo, en el que ella los concibe desde el punto de vista de la eternidad. Por lo tanto, tratando de ver el cuerpo situándose en esta perspectiva.

    Al conocernos en la duración –lo que sucede en el primer tipo de conocimiento, sensorial e imaginativo– percibimos el cuerpo como contingente, ya sea en su aparecer, fruto de una convergencia de causas, o en su aniquilación, también dependiente de factores fortuitos. En el segundo género del conocimiento, dominado por la razón, podemos decir que ya hay un cierto punto de vista de la eternidad porque el cuerpo está integrado en las leyes que regulan los modos de extensión. Podríamos decir que se trata de un determinismo genérico, ya que sabemos las cosas insertándolas en la regularidad y constancia que rigen el Universo. Pero solo en la ciencia intuitiva –el conocimiento del tercer género– el cuerpo es visto, en su particularidad y individualidad, como eterno y necesario. El determinismo permanece, pero la relación que se establece es entre un ser concreto y el Todo en el que se integra. En este caso podemos decir que el cuerpo no existe en el tiempo, aunque sea, desde siempre un modo de la extensión. El conocimiento que tenemos de él es ahora, sin reservas, “sub specie aeternitatis”.

    Dios tiene una idea (eterna) de este cuerpo. Es la consideración del cuerpo en Dios lo que conduce a la profundización de nuestro ser y lo que determina la salvación, permitiendo una lectura conciliadora entre la perspectiva dominante en el libro II (la de la muerte de la mente con el cuerpo) y las inquietantes tesis del libro V, que, en una lectura apresurada podría sugerirnos una vida del alma post mortem, desconectada del cuerpo. De hecho, en esta “otra parte de la Ética” se nos revela que hay una parte de la mente que no muere, que somos responsables de la mayor o menor extensión de esa parte, y, finalmente, que nuestro cuerpo tiene un papel en la obtención de la eternidad.

    Particularmente esclarecedora es la Proposición XXIX de Et. V, al establecer que  ese conocimiento “sub specie aeternitatis” se refiere al conocimiento que tenemos de la esencia del cuerpo y no de su existencia actual: “Todo lo que el alma entiende bajo una especie de eternidad, no lo entiende porque concibe la existencia actual y presente del cuerpo, sino porque concibe la esencia del cuerpo bajo una especie de eternidad”[25] (Spinoza, 2015, p. 348).  

    Para estar situados en la eternidad, debemos superar la perspectiva particular, y como tal incompleta, que se nos da cuando partimos de un cuerpo que existe en acto. Es importante percibir el cuerpo como Dios lo percibe, lo que implica una reconsideración de lo concreto, ahora visto desde una perspectiva que va de los atributos a las esencias: “El tercer género de conocimiento procede de la idea adecuada de algunos atributos de Dios al conocimiento adecuado de la esencia de las cosas”[26] (Spinoza, 2015, p. 347).

    La ciencia intuitiva nos da acceso a la esencia de nuestro cuerpo, pensada por Dios desde toda la eternidad. La idea que Dios tiene de nosotros es la idea eterna del cuerpo que somos. Cuando llegamos a ella alcanzamos la máxima felicidad a la que podemos aspirar.

    Aunque admite que esta ruta es difícil, el filósofo asegura que algunos podrán caminarla.

    De ahí mi desacuerdo en denominar “desencantada” la Ética de Spinoza.

Referencias

Matheron, A. (1971). Le Christ et le Salut des Ignorants chez Spinoza. Aubier Montaigne.

Misrah, R. (1977).  Giorn. Crit. Fil. Ital.  pp. 458-77.

Misrah, R. (1997). L’être et la joie. Perspectivas synthétiques sur le spinozisme. Encre Marine.

Spinoza, B. (1992). Ética. Relógio D’Água. Tr. Joaquim de Carvalho, Joaquim Ferreira Gomes y António Simões.

Spinoza, B. (2020). Ética. Relógio D’Água. Tr. Diogo Pires Aurelio.

Spinoza, B. (2015). Obras y biografías completas. Vive Libro. Tr. Atilano Domínguez Basalo

[1] Traducción, introducción y notas de Diogo Pires Aurélio.

[2] Et. V, prop. 42, Esc.

[3] Et. III, prop. 2, Esc.

[4] Et. II prop. 3, Esc.

[5] TrE, § 1.

[6] Et. II, Prefacio.

[7] Et. IV, prop. 67.

[8] Et. III prop. 2, dem.

[9] Et V, prop. 39.

[10] “salvación o beatitud o libertad”, Et. V, prop. 36.

[11] Tratado breve, cap. XVIII, §1.

[12] Et. V, prop. 42, Esc.

[13] Texto en frances: Le Christ et le Salut des Ignorants chez Spinoza.

[14] TTP, cap I.

[15] TTP, cap. XV.

[16] Et. V, prop. 42, Esc. Cabe señalar que ya en los Pensamientos metafísicos el filósofo nos había advertido que no todos los hombres son salvos. Véase P.M., II, capítulo VIII.

[17] Ver §13 del Tratado de la reforma y del entendimiento.

[18] “la remarquable et très rare sinthèse du Systhème Et de la Joie”,  Robert  Misrah, Giorn. Crit. Fil. Ital.  La misma idea se desarrollará más adelante en su trabajo L’être et la joie. Perspectivas synthétiques sur le spinozisme.

[19] Et. III Def. III.

[20] Et. III, prop. 57, Esc.

[21] Et. V prop. 36, Esc.

[22] TrE §14.

[23] Et. V, prop. 39.

[24] Et. V, prop. 29, Esc.

[25] Et. V, prop. 29.

[26] Et. V, prop. 25, dem.

¿Por qué leemos a Spinoza?

Solé, M. J. (2022). ¿Por qué leemos a Spinoza? Círculo Spinoziano. 2(3), 49-57.

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María Jimena Solé – ¿Por qué leemos a Spinoza?

 

La cuestión de la actualidad de Spinoza parece haberse instalado como un enigma a descifrar entre los especialistas. El creciente interés de la comunidad académica internacional, la proliferación de investigaciones y congresos sobre su pensamiento, la aparición de nuevas traducciones en múltiples lenguas, la gran curiosidad que despierta su figura incluso en el público no especializado, han motivado la pregunta acerca de la actualidad de sus obras, escritas hace más de tres siglos en un lugar lejano –muy lejano si nos encontramos, como es mi caso, en el sur del continente americano.

    Sin embargo, quienes nos dedicamos a estudiar la historia de la recepción de Spinoza sabemos que la cuestión de la actualidad del spinozismo no es un fenómeno exclusivo de nuestra época presente. Las obras de Spinoza no han dejado de interpelar a los lectores de todos los tiempos. A pesar de la prohibición que pesó sobre sus escritos, a pesar de la difamación y la persecución de las que fue víctima, Spinoza jamás fue olvidado. Al contrario, parece haber renacido en diferentes momentos y en diferentes lugares, para transformarse en el epicentro de encendidos debates filosóficos. En este sentido, la filosofía de Spinoza es tan actual hoy como lo fue para los protagonistas de la ilustración temprana, para los idealistas alemanes a finales del siglo XVIII o para los intelectuales del Mayo francés.

    Sabemos además que su, por así decirlo, perpetua actualidad no puede explicarse apelando a su doctrina, como si ésta hubiese permanecido igual a sí misma a través del tiempo. Cada siglo, ha afirmado Pierre Macherey, tiene su propio Spinoza (Schneider, 2011, p. 5). Podemos ir todavía un poco más lejos y decir que cada receptor de su obra construye su propio Spinoza, su propia versión de la Ética la cual, como toda fuente filosófica –nos ha enseñado el filósofo argentino Jorge Dotti (2008)–, es inevitablemente contemporánea a la lectura que se hace de ella.

    Si la Ética es necesariamente contemporánea a sus receptores, sin importar a qué época pertenezcan, entonces la cuestión de la actualidad del spinozismo nos obliga a cambiar nuestro enfoque y dar un giro introspectivo. Se trata de interrogar los motivos por los que nosotros, filósofos del siglo XXI, continuamos actualizando la doctrina spinoziana, igual que lo hicieron antes los ilustrados, los idealistas, los marxistas… Se trata, entonces, de investigar por qué nosotros leemos a Spinoza.

    Quisiera proponer una respuesta posible a este interrogante, una hipótesis que me permito anticipar. Creo que leemos a Spinoza porque sus escritos, especialmente la Ética, tienen un poder transformador que permanece intacto a lo largo del tiempo y de la geografía. No importa cómo interpretemos su doctrina, no importa cómo valoremos sus propuestas. No importa en qué siglo –ni en qué rincón del mundo– hayamos nacido y vivamos. Lo que explica su aparentemente inagotable magnetismo que desafía el paso el del tiempo, reside en el efecto que produce su lectura. La Ética de Spinoza trasforma a sus lectoras y lectores en un sentido específico: nos hace pensar, nos enseña a filosofar.

1. Existen, todos lo sabemos, diferentes clases de escritos y diferentes maneras de leer. El filósofo alemán Johann Gottlieb Fichte (1976) reflexiona sobre este tema en sus lecciones sobre Los caracteres de la edad contemporánea de 1805, donde despliega una aguda crítica a la cultura de su época, que denomina “ilustración negativa”. La máxima ilustrada, sostiene Fichte, que exhorta a los seres humanos a pensar por sí mismos, solo ha dado lugar a la proliferación de opiniones personales plasmadas en lo que él describe como un “torrente de literatura” (p. 87). Dado que las opiniones personales se renuevan permanentemente, las imprentas jamás se detienen. Cada nueva oleada de escritos desplaza a la precedente. Los lectores, por su parte, leen sin cesar y corren detrás de cada novedad. Al igual que “otros medios narcóticos”, dice Fichte (1976), la lectura los deposita “en el placentero estado intermedio entre el sueño y la vigilia”, los balancea “en un dulce olvido de sí” (pp. 1-12).[1] De este modo, la ilustración, que aspiraba al pensamiento autónomo, consigue el efecto opuesto: hunde a los seres humanos en el tedio y la indiferencia. La propuesta de Fichte es buscar otra forma de comunicación completamente distinta, que –imitando el modelo de la oralidad– borre la distinción entre autores y lectores, que requiera actividad tanto por parte de quien expresa sus ideas como de quien las recibe, que invite a una escucha atenta, que no sofoque el pensamiento propio, sino que lo exija.

    ¿Qué clase de libro es la Ética? ¿Qué clase de lectores produce? Ciertamente, quien haya realizado la experiencia de leer esta obra, reconocerá que no es uno de los libros-narcóticos criticados por Fichte, obra de quien se apresura por dar a la imprenta una colección de meras opiniones personales, que produce un efecto anestésico en sus lectores. La experiencia de leer la Ética difícilmente puede ser descrita como una experiencia de pasividad e inercia. La decisión de exponer su sistema según el orden geométrico –aunque para algunos resulte dificultoso, hasta intolerable– es, en mi opinión, una invitación a realizar las deducciones, a construir las pruebas, a descubrir las conclusiones. Spinoza no pretende que sus lectores acepten, asientan y repitan lo leído. El orden geométrico, cada una de sus demostraciones, es una exhortación a pensar por uno mismo.

    Al igual que Fichte, Spinoza considera que este es el requisito imprescindible de cualquier discurso que se pretenda filosófico. En la segunda anotación al Tratado teológico-político –una obra dedicada casi por completo a reflexionar acerca de la escritura, la lectura y las condiciones que las hacen posibles–, Spinoza (1986, p. 76), subraya la diferencia que existe entre el profeta y el filósofo. Quienes escuchan una profecía, sostiene, no experimentan ellos mismos las revelaciones divinas que el profeta interpreta y comunica, no se convierten ellos mismos en profetas. Precisamente, lo que caracteriza a los profetas es su autoridad, su capacidad de interpretar los decretos divinos que le fueron revelados de manera exclusiva. En cambio, señala, quien escucha a un filósofo, se hace filósofo, pues no se apoya en el testimonio y la autoridad ajenos, sino en los propios.

    A diferencia del don profético, reservado a unos pocos –dueños de una imaginación muy vivaz–, el conocimiento natural que depende de la razón es común a todos. Todos podemos percibir, comprender y eventualmente asentir a lo que enseñan los filósofos con la misma certeza, con la misma seguridad y basándonos en los mismos principios e ideas que ellos. Un texto, un discurso que espera motivar asentimiento irreflexivo y sumisa aceptación no es filosofía. Alguien que intenta imponer sus opiniones apelando a su autoridad o a su renombre, al miedo o a la admiración, no es un filósofo. A diferencia de la religión, que tal como Spinoza demuestra en su Tratado teológico-político, persigue la obediencia, la filosofía busca la verdad. Pero para acceder a la verdad solo hay un camino: el ejercicio de la propia facultad del conocimiento. Al leer la Ética somos movidos a pensar por nosotros mismos. En la medida en que sus páginas nos exhortan a ejercer nuestra potencia de pensar, la Ética se revela como una obra filosófica que tiene el poder de transformar a sus lectores y lectoras en filósofos y filósofas. Este es el efecto que, como adelanté, creo que explica la atracción que genera y ha generado el spinozismo –esencialmente plasmado en esta obra– a través de los siglos.

    Hasta aquí nuestra respuesta a la pregunta temerariamente elegida como título para esta intervención: ¿Por qué leemos a Spinoza? Porque la Ética nos transforma en filósofos, nos conduce a ejercer nuestra propia potencia de pensar. Al leerla, inevitablemente la recreamos, necesariamente la reescribimos y por eso es, cada vez, actual y local. Sin embargo, podemos continuar indagando, pues esta respuesta deja abierta otra pregunta, todavía más temeraria que la anterior: ¿qué implica esta exhortación a pensar por nosotros mismos? Si leer la Ética nos transforma en filósofos, ¿en qué consiste ser un filósofo? ¿Qué significa filosofar?

2. Según Spinoza, pensar por uno mismo consiste en formar ideas adecuadas. Las ideas adecuadas son el resultado del ejercicio de nuestra propia potencia de pensar. A diferencia de las ideas inadecuadas, siempre oscuras y confusas, de las que somos causa parcial, las ideas adecuadas, claras y distintas, no requieren para existir más que de la efectividad de nuestra potencia.

    La segunda definición de la tercera parte de la Ética establece que obramos (nos tum agere) “cuando sucede algo en nosotros o fuera de nosotros de lo cual somos causa adecuada” y que padecemos (nos pati) “cuando en nosotros sucede algo, o se sigue algo de nuestra naturaleza, de lo que no somos causa sino parcial” (E II, def. 2).[2] Cuando tenemos ideas inadecuadas, padecemos. Las ideas inadecuadas son algo que nos sucede, que no controlamos. Aparecen en nuestra mente, según una metáfora elocuente del propio Spinoza, como conclusiones sin premisas. En cambio, cuando concebimos ideas adecuadas, actuamos. Cuando conocemos la verdad, ejercemos autónomamente nuestra potencia de obrar. Pensar por uno mismo es, según Spinoza, actuar.[3]

    Para comprender la identidad entre pensar y actuar es necesario abandonar la concepción ingenua de las ideas como representaciones de una realidad exterior, independiente y previa a nuestra mente, que arbitrariamente afirmamos o negamos. Spinoza muestra que las ideas no son “algo mudo, como una pintura sobre una tabla”, sino que son modos del pensar, esto es, “el mismo entender” (E II prop. 43 esc). En la medida en que son modos de la sustancia, expresiones de la esencia divina, las ideas –todas ellas, las ideas que somos, las ideas que pensamos– son porciones de la potencia infinita de la sustancia. Ni mudas ni estáticas, las ideas son potencia, son expresión de la vida misma de la sustancia, de su infinito dinamismo. En este sentido, tener ideas adecuadas, ejercer la propia potencia de obrar es un acontecimiento transformador: nos transforma a nosotros mismos y transforma la realidad en la que vivimos.

    En efecto, Spinoza pone en evidencia que concebir ideas adecuadas implica una transformación que es, en primer lugar, afectiva. Conocer es actuar y al actuar nos sabemos activos, conocemos nuestra potencia. Esa conciencia de nuestra propia potencia de obrar aumenta nuestro esfuerzo por perseverar en la existencia, nos alegra, eleva nuestro deseo. Experimentamos lo que Spinoza llama afectos activos: el contento de sí, la firmeza y generosidad.[4] Así, esta transformación afectiva, que se expresa en el aumento de nuestra potencia, implica una transformación en nuestro vínculo con nosotros mismos y también con los demás.

    Ya el Tratado sobre la reforma del entendimiento –obra que Spinoza (1988) redacta en su juventud y se publica inconclusa póstumamente– advierte que quien conoce la Naturaleza, quien logra apartarse de las penurias de la vida mundana y deja de perseguir los bienes perecederos como fines en sí mismos para dedicarse a la investigación racional de la verdad, no solo encuentra un remedio para sus propios males sino que experimenta también el deseo de hacer que muchos otros conozcan lo mismo que él o ella (p. 80). La búsqueda de la verdad es siempre una empresa colectiva. No solo conduce a forjar lazos de unión y solidaridad con nuestros semejantes, sino que además necesariamente nos impulsa a transformar la realidad en la que vivimos. En efecto, si la reforma del propio entendimiento conduce a esforzarnos por ayudar a los demás a que desprendan de sus prejuicios y ejerzan su potencia de pensar, entonces, dice explícitamente Spinoza (1988), hay que formar una sociedad y ocuparse de producir las condiciones materiales y espirituales necesarias y suficientes para que todos podamos desarrollar nuestras capacidades, ejercer nuestra potencia de manera autónoma, aumentar nuestro deseo y conquistar una alegría duradera.

    Lejos de asumir una actitud contemplativa e imparcial respecto de la realidad, lejos de perseguir la verdad en vistas a fundamentar el saber o ampliar el edifico de la ciencia, el proyecto filosófico de Spinoza tiene un objetivo netamente práctico: encontrar un modo de vida que conduzca al aumento colectivo de nuestra potencia, un modo de vida que Spinoza identifica con la libertad y la felicidad. Así, en la medida en que leer la Ética produce una transformación en nosotros, esa transformación no se limita a nuestra manera de pensar, sino que es un cambio radical en nuestra manera de ser.[5] Si la Ética nos exhorta a pensar por nosotros mismos, esa exhortación es también y al mismo tiempo una exhortación a actuar, a ser causa adecuada de lo que sucede en nosotros y fuera de nosotros, una exhortación a cambiar el mundo.

    Así pues, respondiendo al interrogante que nos hicimos más arriba, podemos decir que ser filósofo, en sentido spinozista, implica entender que la filosofía es una actividad colectiva, que involucra al individuo completo –tanto su cuerpo como su mente– y que consiste en una praxis transformadora. Es precisamente esta concepción de la filosofía como una praxis transformadora lo que nos permite, en mi opinión, añadir a la cuestión de la actualidad del spinozismo, otro aspecto que lo vuelve todavía más sugestivo: su relevancia para nuestra época.

3. Dijimos que leemos la Ética porque nos transforma en filósofos y, específicamente, en una clase particular de filósofos, que entienden la filosofía como una acción colectiva y transformadora de nosotros mismos, de nuestro vínculo con los otros y del mundo que habitamos. En este sentido, la Ética se revela como una obra que excede el conjunto sus proposiciones, escolios y corolarios. En la medida en que nos apropiamos de su exhortación a actuar, la Ética se muestra como un libro vivo, viviente, que lejos de concluir con su última página, permanece inacabado y se proyecta en una tarea infinita que sus lectores –devenidos filósofos spinozistas– estamos llamados completar. Como quería Fichte, se borra la distinción entre el autor y el lector. Ya no hay uno que comunica sus ideas y otro que se limita a recibirlas. En la medida en que realizamos las demostraciones y construimos las ideas adecuadas, recreamos la Ética con cada lectura y con cada lectura nos vemos transformados.

    ¿Qué relevancia tiene en la actualidad esa práctica transformadora, esta tarea infinita que la Ética nos exhorta a llevar a cabo? ¿Qué significa ser, hoy en día, filósofos spinozistas? Creo que la historia de la recepción del spinozismo puede sernos de ayuda también frente a esta pregunta. No es ninguna novedad que reflexionar acerca del pasado ilumina nuestro presente.

    Durante décadas, la doctrina de Spinoza fue considerada no solo errónea sino también peligrosa. Ya sus contemporáneos comprendieron que la postulación de una divinidad inmanente suprime la existencia del Dios trascendente y personal de las religiones tradicionales. La refutación de la concepción antropomórfica de la divinidad y el rechazo de los valores morales trascendentes que Spinoza despliega en la Ética, anula el fundamento de una moral universalmente válida y del sistema de premios y castigos después de la muerte. La radical reivindicación de la libertad de pensamiento y expresión, que ya había expuesto en su Tratado teológico-político, junto con su defensa de la democracia y la afirmación de que el fin del Estado es la libertad, atentan abiertamente contra cualquier gobierno que ejerza el poder de modo despótico y trate a sus ciudadanos como esclavos. La filosofía de Spinoza era un peligro para el orden religioso y político establecidos. Con el correr del tiempo, el término “spinozista” comenzó a usarse como una acusación que motivó la persecución, la censura, el encarcelamiento y hasta el destierro.[6] El spinozismo se transformó en una filosofía clandestina, que pocos se atrevían a admitir públicamente. Las exposiciones destinadas a refutarlo, que apelaban no solo a un tono violento sino también a deformaciones caricaturescas de sus ideas, en cambio, eran frecuentes.

    Ciertamente, la situación ha cambiado. Al menos en los países democráticos, nadie es perseguido hoy en día por “spinozista”. Y, sin embargo, promover el ejercicio autónomo de la propia potencia y la transformación de la realidad en vistas a garantizarlo –es decir, ser spinozista– parece no haber perdido su capacidad de poner bajo amenaza al orden establecido y al sentido común de nuestra época. En efecto, el spinozismo provee incontables armas para ejercer críticamente nuestro pensamiento y adquirir una visión también crítica de nuestro mundo, de nuestra cultura, de nuestra sociedad y de nosotros mismos. Contra el individualismo y la atomización sobre los que están construidas las sociedades contemporáneas, Spinoza enfatiza la unidad de todo lo real y los vínculos que nos ligan a los otros. Frente al aceleramiento de la globalización y la gentrificación, que tienden a uniformar las identidades y los deseos, Spinoza reivindica la singularidad de cada uno, irreductible y sin fallas. Frente a la imposición de modelos estéticos y su efecto normalizador, Spinoza denuncia el origen imaginario de esos valores supuestamente trascendentes y universales. Denuncia la insatisfacción inherente a la cultura del consumo, que al mismo tiempo que fomenta el deseo de bienes y experiencias, limita la posibilidad del acceso a unos pocos. Asimismo, rechaza tanto la moral ascética, que convoca a la anulación de los deseos y el abandono de las preocupaciones mundanas, como la moral del sacrificio, que promete una recompensa proporcional a nuestros sufrimientos en esta vida y, de este modo, los justifica. Tanto contra el egoísmo como contra la misantropía, Spinoza propone entender la felicidad como un esfuerzo colectivo que no consiste sino en el esfuerzo por liberarnos de los prejuicios y las pasiones tristes, para conocer la realidad y aumentar nuestra potencia. Pero, además, y quizás principalmente, ante la complejidad y la sofisticación de los mecanismos que buscan fomentar la ignorancia, el odio y el temor, Spinoza nos exhorta reconocerlos como tales y, así, emprender el camino de la emancipación.

    De modo que para quienes –lectores y lectoras de la Ética– creemos que la filosofía no consiste en el cultivo de un saber meramente erudito, ni se agota en su faceta académica, sino que tiene un rol en la sociedad, el spinozismo es una filosofía que no solo se revela actual y relevante, sino que puede, además, ser reivindicada. No se trata de aceptar sus definiciones, sus axiomas y sus proposiciones. Se trata de reconocer el valor de la concepción spinoziana de la filosofía como una práctica transformadora. Spinoza nos enseña que el impulso por conocer y el impulso por ser felices son el mismo impulso. Nos enseña que conocer es actuar y actuar es producir efectos en uno mismo y en el mundo. El camino del conocimiento es un camino de creación de las condiciones materiales y espirituales que garanticen que todos logremos continuar aumentando colectivamente nuestro conocimiento, nuestra potencia, nuestra capacidad de ser libres. Es un camino de crítica y denuncia. Es un camino de transformación de la realidad y de nosotros mismos. Esto es lo que, en mi opinión, explica por qué leemos la Ética y por qué es relevante hacerlo: porque continúa exhortando –como es deseable de toda auténtica filosofía– a una actividad peligrosa.

 

Referencias

Chauí, M. (2004), “Política y profecía”. En Política en Spinoza. Gorla.

Dotti, J. (2008). “Breve encuesta sobre el concepto de recepción”, Seminario sobre recepción de ideas IDES / CeDInCi, Mayo 2008.

Fichte, J. G. (1976). Los caracteres de la edad contemporánea. Biblioteca de Revista de Occidente. Tr.  José Gaos.

Fichte, J. G. (1962 ss.). Gesamtausgabe der Bayerischen Akademie der Wissenschaften. R. Lauth et al. (eds.). Frommann-Holzboog, tomo I/8. (Edición canónica)

Otto, R. (1994), Studien zur Spinozarezeption in Deutschland im 18. Jahrhundert, Peter Lang.

Schneider, U. J. (2011). Jedes Jahrhundert hat seinen eigenen Spinoza. Ein Gespräch mit Pierre Macherey, Zeitschrift für Ideengeschichte, 5(1).

Schröder, W. (1987), Spinoza in der deutschen Frühaufklärung. Königshausen & Neumann.

Solé, M. J. (2011). Spinoza en Alemania. Historia de la santificación de un filósofo maldito. Brujas.

Solé, M. J. (2019). El conocimiento como acción. Exploración del concepto de filosofía en Spinoza. Síntesis. Revista de filosofía. II(1), 23-44.

Solé, M. J. (2020). Fichte y la ilustración: De la defensa de libertad de expresión a la exhortación al pensamiento autónomo. Revista de Estudios sobre Fichte. (21), 1-12.

Spinoza, B. (1986). Tratado teológico-político. Alianza. Tr. A. Domínguez.

Spinoza, B. (1988). Tratado de la reforma del entendimiento. Alianza. Tr. A. Domínguez.

Spinoza, B. (2020), Ética demostrada según el orden geométrico. Trotta. Tr. P. Lomba.

Winkle, S. (1988), Die heimlichen Spinozisten in Altona und der Spinozastreit, Verein für Hamburgische Geschichte.

[1] La posición de Fichte que aquí simplemente esbozamos, está desarrollada en M. J. Solé (2020).

[2] Cito la Ética indicando la parte en números romanos y el número de definición, proposición, etc.

[3] Hemos desarrollado esta idea en M. J. Solé (2019).

[4] Cf. E III, prop. 59, esc. y Definiciones de los afectos 26, explicación.

[5] En este sentido, M. Chauí (2004), al analizar el Tratado de la reforma del entendimeinto, habla de la filosofía como ruptura (p. 16).

[6] Acerca de los spinozistas clandestinos y la suerte que corrieron, véase, por ejemplo, Schröder (1987), Otto (1994), Lang, Winkle (1988), Solé (2011).

La Ética como tópica: una lectura althusseriana de Spinoza

Sánchez Estop, J. D. (2022). La Ética como tópica: una lectura althusseriana de Spinoza. Círculo Spinoziano. 2(3), 58-71.

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Juan Domingo Sánchez Estop – La Ética como tópica: una lectura althusseriana de Spinoza

 

La obra de Althusser suele considerarse como la consumación de un marxismo “teoricista” en el cual la distinción rígida entre ideología y ciencia desempeña un papel fundamental, un marxismo en el cual predomina una preocupación epistemológica y la práctica queda relegada a un segundo lugar. Conforme a las críticas que le dirigen, entre otros, Thompson (1981) o Rancière (1975), la teoría se convierte para Althusser en el terreno fantasmagórico de un conflicto abstracto entre posiciones teóricas sin contacto alguno con la práctica real, algo, por cierto, muy parecido a lo que Marx llamaba “ideología” en La ideología alemana. Tal sería, por otra parte, el sino común de un marxismo “estructuralista” enteramente basado en construcciones teóricas que, en razón del rígido determinismo impuesto por la teoría, haría imposible pensar la práctica política de los humanos realmente existentes. De ahí que, desde un punto de vista más general, el marxismo de Althusser pareciera relegado a sufrir el destino de los marxismos occidentales descritos por Perry Anderson (1979): compensar en la teoría, más concretamente en la filosofía, la ausencia de una práctica revolucionaria real.

    Sin embargo, la realidad de la obra de Althusser es mucho más compleja: puede que no resulte ser la fase terminal de un marxismo teoricista y determinista, sino un inmenso esfuerzo de recuperación del nervio materialista del marxismo y, por consiguiente, de su función esencial para la práctica política. Hoy, tras el descubrimiento de una gran cantidad de inéditos althusserianos, ese nuevo rostro del pensamiento de Althusser puede percibirse cada vez con mayor claridad. Por otra parte, cabe recordar que el propio Althusser nunca aceptó las acusaciones de estructuralismo y rígido determinismo que se le habían dirigido. A las acusaciones de “estructuralismo”, Althusser respondió que lo que se tomaba en su obra por un estructuralismo era un “spinozismo”: “Si no fuimos estructuralistas, sí podemos decir ya por qué; por qué parecimos serlo, pero sin serlo, y por qué este singular malentendido. Fuimos culpables de una pasión fuerte y comprometedora: fuimos spinozistas”, afirma en los Elementos de autocrítica (Althusser, 1979, p. 44). Al determinismo economicista supuestamente asociado con este estructuralismo, opuso ya desde sus textos de los años 60 en “Contradicción y sobredeterminación” (1962) y “Sobre la dialéctica materialista” (1963) –ensayos que se incluyeron, tras su publicación en revistas cercanas al Pcf, en el volumen Pour Marx (La revolución teórica de Marx)– una reivindicación de la acción política, del pluralismo y de la movilidad de las causas que determinan el todo social. Camaradas de partido radicalmente opuestos a las tesis de Althusser, como Roger Garaudy (1963) o Gilbert Mury (1963), identificaron correctamente estas posiciones con un rechazo del “monismo” y, de manera más discutible, con un “hiperempirismo”.

    En este contexto polémico se declara Althusser en los años 70 spinozista, dirigiendo la mirada hacia trabajos filosóficos en los que ha empleado –de manera discreta en La revolución teórica de Marx (1965) o abierta en Para leer El Capital (1965) o de modo casi provocador en las conferencias sobre psicoanálisis (1963-1964; Althusser, 2014)– conceptos centrales del spinozismo. Esto nos lleva a preguntarnos: ¿Qué significa el spinozismo para Althusser? A tenor de lo que se afirma en los textos citados, podemos responder que significa por lo menos tres cosas: 1. En primer lugar, una teoría original de la ideología que inscribe a esta no en el vacío de la ignorancia o de la ilusión sino en la materialidad de la historia. 2. En segundo lugar una teoría de la diferencia entre el pensamiento y el objeto pensado que imposibilita la confusión entre el conocimiento de una cosa y la cosa misma. 3. En tercer lugar, una concepción del todo de la naturaleza, lo que Spinoza denomina “Dios”, como el correlato ontológico de una tópica, esto es de un dispositivo de producción de conocimiento que piensa las múltiples formas de causalidad que estructuran el todo de la Naturaleza como determinadas por éste e inscribe en ese todo como sujeto de afectos dentro de una forma concreta de causalidad (el pensamiento, la ideología) al supuesto sujeto de un conocimiento puramente racional.

    Nos detendremos en estos tres momentos del spinozismo althusseriano y los expondremos por separado antes de mostrar su profunda interconexión en el concepto central de tópica. Esto nos permitirá reconocer en la perspectiva spinozista de Althusser la clave de un desarrollo de su obra en el sentido de un materialismo radicalizado que acabará denominando “materialismo del encuentro” o “materialismo aleatorio” (Althusser, 2007). Creemos que una lectura de la ontología spinozista desde la tópica es una de las claves de ese redescubrimiento del materialismo.

I. Leer

Todo empieza por la teoría de la lectura expuesta en las páginas de Para leer El capital, teoría ya anunciada en los artículos “Sobre el joven Marx” (1960) y “Sobre la dialéctica materialista” (1963). Según este planteamiento, Spinoza es uno de los primeros autores que se plantearon “el problema de leer” (Althusser, 2010, p. 21). Es, en efecto, el autor de una teoría de la interpretación de la Escritura desarrollada y aplicada en el Tratado teológico-político, obra que, por cierto, Althusser calificará en una conversación con Waldecq Rochet, el futuro secretario general del PCF y responsable del Comité Central para los intelectuales, como “el Capital de Spinoza” (Althusser, 2000, p. 181), lo cual nos muestra, por cierto, que El capital es también una obra de “lectura”.

    ¿Qué afirma esta teoría? En primer lugar, que debemos abordar un discurso imaginario como el de la Escritura, con los mismos medios con los que abordamos cualquier otra realidad natural. No se trata en ningún caso de leer ese discurso como si este nos revelara su propia verdad, sino de producir un conocimiento sobre él, del mismo modo que producimos el conocimiento de cualquier otro objeto natural. Esto requiere una labor de distanciamiento, una toma de distancia respecto del supuesto “sentido” de un texto que se presenta como un texto revelado. El TTP afirma en sus primeros capítulos que la Escritura es obra de los profetas, los cuales no destacaban por su conocimiento racional o filosófico de la Naturaleza sino por la fuerza de su imaginación. La Biblia es un texto cuyos contenidos son de carácter imaginario: en ella no se dan demostraciones como en la ciencia, sino que se pretende dar a conocer mediante signos exteriores la supuesta revelación de Dios a los profetas. Ahora bien, esta revelación no es de carácter intelectual, sino enteramente práctica y se resume en una serie de preceptos sencillos. La Biblia no nos aporta un conocimiento sino un conjunto de prescripciones, una ley, no una verdad. Otra cosa es que esa ley pueda considerarse retroactivamente, desde un punto de vista teórico, ajustada a una verdad racional sobre la práctica humana.

    Interpretar la Escritura, como nos indica el Capítulo VII del TTP es descifrar a partir de sus propios contenidos un fragmento de naturaleza que encontramos aislado de su contexto histórico y social. Dado que en lo fundamental ignoramos las intenciones de sus autores, debemos tratarla como una realidad más de la naturaleza. Del mismo modo que ante cualquier fenómeno natural, una perspectiva racional intenta pensar las relaciones internas a la naturaleza que lo constituyen. Althusser explicará en una nota de su fichero Spinoza cómo entiende este método:

capital y en relación con el principio de sólo explicar la escritura por sí misma: tomarla como un todo inmanente, un todo imaginario que tiene un sentido, como toda imaginación, sin plantear el problema de su causa… como una vivencia (un vécu) en el sentido inmanente de vivencia. […] No se plantea el problema de los orígenes causales, o mecánicos o transcendentes (Althusser, ALT 2 A60 -08).

    Es posible así conocer a partir de la Escritura misma el sentido de esta, sin necesidad de acudir a una causalidad o un sujeto exterior que se revelara a través de ella. La Escritura no es un dispositivo teórico que produce verdades, sino un dispositivo imaginario que afecta la imaginación y las pasiones humanas y produce obediencia contribuyendo así a reproducir un orden político y social. Un discurso imaginario o, en la terminología marxista de Althusser, “ideológico”, se inscribe en la materialidad de una práctica política históricamente determinada. Leer la Escritura es reconocer esa realidad histórica como clave de interpretación de sus contenidos ideológicos. Este planteamiento se opone diametralmente a la forma “ilustrada” de comprender el error o la ilusión como una nada o un residuo irrelevante de los que ya no queda nada que decir una vez que se conoce la verdad: discursos como el religioso son desde esa perspectiva meras ilusiones, mentiras o engaños que, una vez desvelados, resultan ser una nada. Para Spinoza, por el contrario, la ideología tiene una materialidad propia que nos permite conocer los mecanismos de su producción. Asimismo, el propio proceso de producción racional de conocimientos nos obliga a arrojar luz sobre las dinámicas imaginarias que lo bloqueaban. “Verum index sui et falsi”, afirmaba Spinoza (1988), “lo verdadero es signo de sí mismo y de lo falso” (p. 188), lo cual significa que la verdad nunca surge como tal de lo falso, como si fuera un contenido implícito de lo falso que bastase “desplegar” o “depurar” para alcanzarlo. Lo verdadero no está en lo falso como su secreto o su contenido auténtico, sino en un trabajo inmanente de rectificación de la imaginación/ideología que produce verdades tomando como materia prima representaciones imaginarias.

 

II. Escribir

La posibilidad misma de un discurso racional sobre la imaginación nos muestra precisamente que existe una diferencia esencial entre imaginación y conocimiento racional. La imaginación no se conoce a sí misma, no es capaz como tal de producir el conocimiento de su esencia y de sus condiciones de existencia, aunque esto no impide que pueda ser conocida racionalmente. Las ideas de la imaginación, efectivamente, son ideas mutiladas, conclusiones sin premisas que se nos imponen pasivamente. De ahí que el conocimiento nos aparezca como una propiedad ya dada en las cosas conocidas, una esencia que captamos o que se nos revela, como si la Naturaleza fuese un libro escrito para nosotros (Althusser, 1967, pp. 36-64, n. 40) en el que nos bastase leer para obtener inmediatamente su conocimiento. Althusser verá en esta concepción del conocimiento como “revelación” la herencia de la doctrina teológica del conocimiento adánico (Althusser, 2014a, capítulo 6). Era el conocimiento de Adán en el paraíso un conocimiento inmediato, sin esfuerzo ni producción de ningún tipo. El conocimiento de las cosas, como los frutos del jardín del Edén, estaba disponible para que el hombre lo recogiera y disfrutase de él. Los ecos de esta doctrina dominan aún hoy una teoría del conocimiento que busca la adecuación de la idea y de la cosa. La nostalgia de un paraíso perdido se oculta detrás de toda búsqueda del conocimiento de la cosa (de su esencia) en la cosa misma. Frente a este mito religioso de una cosa que “se nos da a conocer”, Althusser, siguiendo a Spinoza, afirmará la diferencia radical entre conocimiento y objeto de conocimiento y la autonomía del proceso de producción de conocimiento. El conocimiento no es algo dado, es algo producido. El conocimiento, podemos decir, no es una simple lectura, sino una nueva escritura.

    Retomando en Sobre la dialéctica materialista la tripartición de los géneros de conocimiento de Ética II (Althusser, 1967, pp. 152-159), Althusser convertirá lo que pareció a muchos lectores anteriores de Spinoza una división jerárquica de los grados de conocimiento según el modelo platónico en un auténtico proceso de producción de conocimiento como el que Spinoza nos presentaba en el Tratado de la reforma del entendimiento (Spinoza, 1925, vol II, p. 13-14) donde comparaba el desarrollo del conocimiento con el de los instrumentos materiales. Althusser, siguiendo una inspiración de Pierre Macherey (Althusser, ALT/142/1)[1], convierte los géneros de conocimiento en Generalidades numeradas como fases de un único proceso: la Generalidad I corresponde a la imaginación, la materia prima; la Generalidad II al uso de las nociones comunes, los medios de producción; la Generalidad III al resultado del proceso, al conocimiento producido de una esencia singular.

    Reiteradamente observó Althusser, a propósito de la Generalidad I, que corresponde a la imaginación de Spinoza o la ideología de Marx, que esta no constituye propiamente un conocimiento, pues no es el resultado de un proceso de conocimiento, sino algo que nos viene dado: “nuestro mundo vivido”, los contenidos inmediatos de nuestra conciencia. A partir de los materiales de ese mundo será posible construir un conocimiento racional, en primer lugar, determinando las relaciones constitutivas de las cosas y los acontecimientos, las cuales vienen a sustituirse a las “cosas mismas” que se nos presentan a la conciencia (ideológica, valga la redundancia) como realidades subsistentes por sí mismas, como sustancias. En el conocimiento racional de las realidades finitas, una lógica (o una física) de las relaciones sustituye en el marco de la Generalidad II a una semántica de las sustancias. No es lo mismo pensar un organismo como una esencia perfecta que reconozco como tal en la Naturaleza y que me habla de la voluntad y los designios de su Creador, que determinar la esencia de una cosa como un conjunto de relaciones que la constituyen internamente y, externamente, permiten su pervivencia y su reproducción. El descubrimiento del hecho de la relación como primera forma de idea verdadera (de noción común) nos saca del incierto paraíso de nuestra conciencia y nos abre a un universo cuyo sentido no está siempre ya creado, un universo cuyo conocimiento podemos producir y cuyo orden podemos también modificar con nuestra acción. Ahora bien, las relaciones son nociones comunes, pero no son universales abstractos, lo que permiten conocer no es una esencia universal sino aspectos parciales de esencias singulares. La Generalidad III que concluye, provisionalmente, el proceso de conocimiento será así, no una intuición mística, sino el conocimiento de la esencia singular a partir del conjunto de las relaciones que la constituyen. Desde el punto de vista práctico, y en particular político, coincidirá con un conocimiento de la coyuntura en tanto que toda coyuntura es el hecho singular de un encuentro único de relaciones.

 

III. Inscribir

Por mucho que el conocimiento sea una producción de conocimientos independientemente del objeto, el ámbito de los objetos existe también como tal. Existe un Todo de la Naturaleza que se expresa en distintos registros del ser correspondientes a los infinitos atributos en una infinidad de modos: el atributo Pensamiento, dentro del cual se producen las dinámicas de conocimiento y de la imaginación, es solo uno de ellos. El escolio de la proposición XIII de la segunda Parte de la Ética nos presenta un registro de los cuerpos “paralelo” al de las ideas y, en concreto, al de esas ideas complejas de un cuerpo que son las mentes (Spinoza, 1925, pp. 92-103)[2]. Como se indica en la proposición VII de Ética II en su escolio (Spinoza, 1925, p. 89-90), mentes y cuerpos serán la misma cosa en diversos atributos y, por ello, aun no existiendo interacción entre ellos, las vicisitudes de sus existencias como expresiones de un mismo individuo serán paralelas. Pensar la mente, que es idea del cuerpo, supone pensar el cuerpo. La mente spinozista no es un sujeto centrado y central para el conocimiento y la práctica sino el correlato pensante de un cuerpo expuesto a las dinámicas del mundo. Si Althusser, siguiendo una inspiración marxista, pensaba los géneros de conocimiento spinozistas como un proceso de producción, pensará también los distintos atributos o registros de la realidad que expresan la esencia infinita del Dios de Spinoza bajo la figura de la tópica marxista, y viceversa. El cuerpo será así lo que nos permita “en última instancia” conocer la mente, por mucho que la dinámica de la mente sea enteramente autónoma.

    Althusser identifica la metáfora del edificio social que Marx propone en la Introducción de 1859 con una tópica a la manera de Freud (Althusser, 1979, p. 52-54). Sabemos que la tópica freudiana es un dispositivo que permite pensar el psiquismo como la resultante compleja de una serie de instancias, lo cual, por ejemplo, en la segunda tópica freudiana, le permite descentrar al Yo convirtiéndolo en un efecto y una parte del Ello sometida también a la instancia del Superego. Frente a la supuesta función de síntesis atribuida a la conciencia y al Yo, Freud propondrá una multiplicidad irreductible de instancias y regiones del psiquismo: muy literalmente un análisis. Pensar la metáfora de Marx bajo esta perspectiva permite a Althusser contraponerla a cualquier forma de reduccionismo, en concreto economicista. Contrariamente a una larga tradición marxista de raíz engelsiana que vio en la base material o económica la esencia misma de lo social reproducida en las distintas instancias de la formación social, o incluso, de manera mecanicista, la causa misma del acontecer social, Althusser nos presenta la tópica marxista como un sistema de sobredeterminación, de determinación múltiple y compleja de las distintas instancias y, en concreto, de la instancia determinante “en última instancia” que es la economía. Contrariamente a cualquier determinismo económico, el esquema de Marx nos remite a la imposibilidad de una autorregulación de la economía, incluso a la imposibilidad de la existencia de la economía con independencia del todo social en que se inscribe. La determinación en última instancia por la base material coincide así con la existencia misma del todo social articulado en instancias: no es otra cosa que el juego de la multitud de las instancias.

    Este esquema es resultado de una interpretación radical del inmanentismo spinozista y de la doctrina de la causa immanens que Althusser identifica con la causalidad estructural, pero también será la base de una interpretación particular del Todo que Spinoza denomina Dios. La “gran revolución teórica de Marx” con la que se inaugura una teoría racional de la historia puede interpretarse, según Althusser, en términos spinozistas. Así se expresa Althusser, por ejemplo, en las páginas de Para leer El capital donde se presenta a Spinoza como el primer filósofo que planteó el problema de la causalidad estructural plural:

El único teórico que tuvo la inaudita audacia de plantear este problema y de esbozar una solución fue Spinoza, pero la historia lo sepultó en los espesores de la noche. Es solo a través de Marx quien, sin embargo, lo conocía mal, como comenzamos apenas a adivinar los rasgos de este rostro pisoteado (Althusser, 2010, p. 202).

    Althusser explica unas páginas más tarde en qué consiste este tipo de causalidad:

…esto implica que la estructura sea inmanente a sus efectos, causa inmanente a sus efectos en el sentido spinozista del término, que toda la existencia de la estructura consista en sus efectos, en una palabra, que la estructura que no es sino una combinación específica de sus propios elementos no sea nada más allá de sus efectos (ibid., p. 204).

    Este uso de Spinoza para pensar a Marx se basa a su vez en una interpretación de Spinoza sumamente original que separa la teoría spinozista de la sustancia de toda forma de causalidad expresiva o emanativa. Pocos años después del seminario Leer El capital y durante el trabajo de elaboración de las diversas ediciones del texto del seminario, trabajo que se caracteriza por el abandono por parte de Althusser de la problemática estructuralista de la causa ausente o “causa metonímica”, y su sustitución por una teoría de la causalidad estructural identificada con la causa inmanente spinozista, Althusser aclarará esta concepción de la causalidad. En una conversación inédita con su amigo el padre Stanislas Breton (Althusser, ALT2-A32-01-11), Althusser aclara su interpretación de la ontología de la Ética conforme al esquema de una tópica, evitando, como en su lectura de Marx, todo reduccionismo o, en términos ontológicos, todo emanatismo.

    La conversación comienza con la afirmación por parte del padre Breton de que el hegelianismo se sitúa en una tradición emanatista en la cual habría que incluir a toda una línea filosófica que va desde Plotino hasta Spinoza y que la causalidad estructural tal y como se presenta en Spinoza tendría relación a la vez con la causa formal aristotélico-tomista y con la causalidad emanativa plotiniana.

    A esto responde Althusser que “la filosofía de Spinoza tiene las apariencias de una filosofía de la emanación” y de la “causalidad expresiva”, pero lo importante es cómo están dispuestos “los distintos niveles” en Spinoza: 1. Sustancia, 2. atributos, 3. modos infinitos, 4. modos finitos. Puede parecer que hay continuidad “emanativa” entre los “órdenes” así dispuestos, pero lo que se comprueba es una “discontinuidad” (“cortes”, “des coupures”) entre estos órdenes, correlativa de la determinación por la sustancia. “Lo decisivo es el ‘corte’ entre los órdenes”. Existe así una cierta “trascendencia” determinada por los cortes entre un orden y otro junto a una “causalidad inmanente” que es “causalidad dentro de los órdenes determinados por estos ‘cortes’”.

    Lo importante en el punto de vista sobre la ontología de Spinoza que aquí se expresa es el reconocimiento de los “cortes” y, en segundo lugar, y frente a toda interpretación dialéctica de la relación entre los distintos órdenes: “la no preinscripción de estos cortes en el concepto de la sustancia, o en el concepto de la causalidad inmanente”. Los “cortes” son un Faktum irreductible: si la multiplicidad de los órdenes estuviera fundada en la sustancia, regresaríamos a una variedad u otra, plotiniana, tomista o hegeliana de la causalidad expresiva o de la emanación. No puede haber por consiguiente en la sustancia misma un principio de negación que permita pensar su trascendencia respecto de los distintos órdenes de la ontología spinozista. La multiplicidad no surge de lo simple, debe considerarse como algo irreductible. De este modo, la inmanencia de Dios a sus atributos instala a Dios en la recíproca exterioridad de estos y en la infinita multiplicidad de los modos, en una complejidad más acá de la cual no hay nada, desde luego no un Dios “Uno”. De ahí que la ecuación Deus sive Natura no admita ningún resto y concluya reconociendo la completa inmanencia de Dios a la Naturaleza.

    Dios existe y consiste en la exterioridad recíproca de los órdenes; no constituye en modo alguno una “interioridad” para estos, un suppositum que les sirva de sujeto de atribución. Frente a todas las críticas del spinozismo a partir de posiciones idealistas que, como la de Leibniz (Laerke, 2009), confundieron el ser en la sustancia con la atribución de un predicado a un sujeto, el spinozismo no hace de la sustancia un hypokeimenon, un sujeto de atribución ni de suposición, no hace de la sustancia una cosa entre las cosas sino el marco y el conjunto de todas las relaciones estrictamente equivalente a la Naturaleza infinita. Entre los atributos y Dios prevalece una identidad rigurosa, aunque múltiple: la diferencia real (entre atributos) no es una diferencia numérica (entre cosas), por lo cual Dios consta de infinitos atributos. Esos infinitos atributos separados por cortes no derivan su pluralidad real de una negación intrínseca a la sustancia divina, sino que están siempre ya dados como diferentes expresiones de una única esencia divina que no existe sino expresada en ellos. De ahí que precise Althusser que “no hay cortes en la sustancia” sino “a propósito de la sustancia”, a propósito de “lo que de ella puede decirse y pensarse”. Los cortes son reales, pero su carácter es esencialmente epistemológico: “Tal vez aquí encontraríamos –afirma Althusser concluyendo así su diálogo con el padre Breton– la razón profunda de la definición del atributo (“lo que puede concebirse de la sustancia”…) etc.”

    Nos encontramos así, a propósito de la sustancia spinozista, con el mismo doble juego de la sobredeterminación por múltiples instancias y de la determinación en última instancia que nunca se llega a manifestar en estado “puro”, algo que Althusser había analizado en términos casi idénticos a propósito de la tópica marxista (Althusser, 1967, p. 93). Los distintos “órdenes” que constituyen los infinitos atributos y los infinitos modos en que los atributos expresan la esencia divina afirman una determinación plural de todo lo existente, pero a la vez una inscripción de esta pluralidad de determinaciones en un “todo-no todo” (Althusser, ALT74/51) hecho de diferencias y sin interioridad que se llama Dios, un Dios que, a diferencia del Dios de las religiones no es sino el nombre de la inmanencia. Un Dios que no es “nada”… más allá de la Naturaleza: “Dios no es más que naturaleza, lo que quiere decir nada que no sea naturaleza” (Althusser, 2007, p. 42)[3]

IV. Interpelar

La particularidad que tanto en Marx como en Spinoza –o en Maquiavelo– tiene ese “todo” es que incluye en sí mismo como ideología o como modo del pensamiento al propio pensamiento que lo piensa. El sujeto que piensa la tópica se ve a sí mismo incluido en la tópica como “sujeto que piensa la tópica”. El propio conocimiento racional que la tópica permite se ve a sí mismo incluido en la tópica como imaginación o como ideología. La perfecta autotransparencia del sujeto a sí mismo que daría lugar a un saber absoluto es así bloqueada por la tópica: un sujeto que es parte de la naturaleza puede tener un conocimiento racional, pero ese conocimiento racional está a su vez determinado por su radicación relativamente pasiva y, por consiguiente, imaginaria, en el conjunto de la naturaleza. Ciertamente, la tópica permite acceder a nociones comunes, producir “verdades” sobre la realidad que determina al individuo, pero esas “verdades” no dejan de inscribirse en el “mundo vivido”, en la ideología, o lo que es lo mismo, en la conciencia del sujeto que las formula. Esto significa que dependen de una serie de condiciones externas que posibilitan y limitan su formulación. La ciencia es así siempre una autocrítica y una rectificación de una imaginación que no es un conocimiento de bajo nivel sino la condición existencial misma de todo individuo que piensa, el mundo tal y como este lo vive. Por ello mismo, una vez inscrita la propia ciencia en el registro de las prácticas reales, esta no puede funcionar sino como ideología. Nos encontramos así ante un saber paradójico que, por un lado, es un saber racional y científico, pero que es también inevitablemente un saber que no puede desprenderse de su base y de su entorno imaginarios. Tal es el sentido más radical de la expresión “verum index sui et falsi”: lo verdadero no puede desprenderse nunca de su fundamento material que es la imaginación, la ideología.

    Estamos, pues, siempre en la ideología, pero confundimos la ideología con la realidad, afirmando la supuesta transparencia –al menos relativa– de esta:

Podemos agregar que lo que parece suceder así fuera de la ideología (con más exactitud en la calle) pasa en realidad en la ideología. Lo que sucede en realidad en la ideología parece por lo tanto que sucede fuera de ella. Por eso aquellos que están en la ideología se creen por definición fuera de ella; uno de los efectos de la ideología es la negación práctica por la ideología del carácter ideológico de la ideología: la ideología no dice nunca “soy ideológica”. Es necesario estar fuera de la ideología, es decir en el conocimiento científico, para poder decir: yo estoy en la ideología (caso realmente excepcional) o (caso general): yo estaba en la ideología. Se sabe perfectamente que la acusación de estar en la ideología sólo vale para los otros, nunca para sí (a menos que se sea realmente spinozista o marxista, lo cual respecto de este punto equivale a tener exactamente la misma posición). Esto quiere decir que la ideología no tiene afuera (para ella), pero al mismo tiempo que no es más que afuera (para la ciencia y la realidad). Esto lo explicó perfectamente Spinoza doscientos años antes que Marx, quien lo practicó sin explicarlo en detalle (Althusser, 1974, p. 58-59).

    No hay así una interioridad del saber sino una constante elaboración de este, una tensión entre ciencia e ideología desde el interior de una insuperable condición ideológica del individuo. Y, sin embargo, el conocimiento de esta condición que nos proporciona la tópica, aun siendo un límite efectivo que nos libra de toda aspiración a la transparencia, nos permite acceder a la verdad efectiva de las prácticas humanas, al juego de los afectos y de las ilusiones que dejan de ser una prehistoria de la ciencia o de una supuesta humanidad por fin ilustrada y se convierten en las condiciones de existencia de una vida humana tanto individual como colectiva.

    Althusser reconoce el cercanísimo parentesco de los pensamientos de Maquiavelo y de Spinoza. Un pensamiento de la inmanencia radical que ambos comparten, que nunca deja de lado los afectos humanos y produce un conocimiento racional de lo “irracional” que determina las prácticas humanas. Este conocimiento que separa lo irracional conocido de la razón que lo conoce no se basa en una trascendencia sino en una tensión entre razón e imaginación, entre ideas inadecuadas de la imaginación e ideas adecuadas de la razón. Esto permite a la razón misma contemplarse como una dinámica de la imaginación, pero esta contemplación teórica no es mera identificación. La diferencia, el corte, entre razón e ideología permanecen, pero el trabajo de la razón y de los afectos que determinan el trabajo de la razón no es vano para la práctica: es posible merced a este trabajo, a esta toma de distancia que la tópica representa, conquistar un margen de acción frente a la ideología existente. Es posible, mediante la ciencia de la tópica modificar la ideología, interpelar a los sujetos de la ideología dominante mediante otra ideología con una base parcialmente racional, la cual dentro de la realidad efectiva de los afectos y de la historia humana no pierde su carácter ideológico.

    Una ideología, nos dice Althusser, es una representación imaginaria de nuestras relaciones a nuestras condiciones efectivas de existencia: “[…] no son sus condiciones reales de existencia, su mundo real, lo que los ‘hombres’ ‘se representan’ en la ideología sino que lo representado es ante todo la relación que existe entre ellos y las condiciones de existencia” (Althusser, 1974, p. 46). La ideología nos constituye como sujetos imaginarios de esas relaciones. Por ejemplo, como sujetos “libres” del contrato de trabajo o como borrachos libres que desean libremente beber. Esa constitución del individuo en sujeto imaginario de sus relaciones reales es el resultado de una interpelación. La ideología se encarna según Althusser en aparatos ideológicos de Estado que nos interpelan a través de distintas modalidades, desde la voz de un policía que nos llama, a la de un padre, un sacerdote o las propias palabras escritas de un libro. La propia estructura de la naturaleza se nos presenta desde la ideología como una escritura o una revelación que nos interpelan, nos hablan, nos revelan a un Dios. Para Spinoza, ni siquiera un libro ni un texto escrito debe interpretarse desde la suposición de que es portador de una revelación, tanto menos la naturaleza. Y, sin embargo, es inevitable, desde la ideología, ver un libro de esta manera. Algunos libros interpelan a su lector de una forma particular: rectificando en el acto mismo de la interpelación las condiciones ideológicas de su lectura, abriendo el espacio de una tópica, criticando desde su propio interior el acto de la interpelación. No son muchos estos libros: están entre ellos El príncipe de Maquiavelo, la Ética de Spinoza, El capital de Marx, algunos textos de Freud. Son libros que, como no puede ser de otra manera, nos interpelan ideológicamente, pero al mismo tiempo nos muestran o nos demuestran cuáles son las condiciones que configuran nuestra realidad efectiva, incluido el conjunto de relaciones que nos hacen sujetos de la interpelación ideológica efectuada por el propio libro. Son libros que realizan el difícil ejercicio de renunciar simultáneamente a la inmediatez de la revelación y a la supuesta inocencia de una teoría independiente de la práctica y de los afectos de los sujetos humanos.

 

Conclusión

El spinozismo juega un papel fundamental en el desarrollo del pensamiento de Louis Althusser. Gracias a él temáticas fundamentales de la problemática althusseriana como la de la ideología o la de la causalidad estructural pudieron tomar cuerpo. Inversamente, Althusser, al instalar a Spinoza en la perspectiva de la tópica como ya lo hiciera con Marx, otorga al pensador del siglo XVII una insospechada actualidad. La tópica, al establecer una circulación entre los géneros de conocimiento (Generalidades dirá Althusser), permite establecer a través de la metáfora espacial la diferencia entre los dos géneros del conocimiento adecuado (es decir: producido por la potencia del intelecto) y la imaginación, que no es un género de conocimiento sino “nuestro mundo vivido” y reconocer al mismo tiempo la inmanencia definitiva de todo conocimiento y de toda práctica humana a la imaginación. La ideología, identificada con la imaginación spinozista, se convierte de este modo en el marco insuperable de toda práctica humana, incluida la práctica científica y filosófica. A la afirmación gramsciana de que “todo hombre es filósofo”, Althusser, de la mano de Spinoza, podría replicar: “todo filósofo es un hombre, esto es un animal de imaginación y de afectos”.

Referencias

Althusser, L. (1967). La revolución teórica de Marx. Siglo XXI.

Althusser, L. (1974). Ideología y aparatos ideológicos de Estado. Nueva Visión.

Althusser, L. (1979). Elementos de autocrítica. Laia.

Althusser, L. (2000). Entretien avec Wladeck Rochet, 2 juillet 1966. En AA. VV., Aragon et le Comité central d’Argenteuil, inédits de L. Aragon et L. Althusser. Annales de la Société des amis de Louis Aragon et d’Elsa Triolet, n°2, Rambouillet.

Althusser, L. (2007). Para un materialismo aleatorio. Arena Libros.

Althusser, L. (2010). Para leer El capital. Siglo XXI.

Althusser, L. (2014a). Initiation à la philosophie pour les non-philosophes. PUF.

Althusser, L. (2014b). Psicoanálisis y ciencias humanas. Nueva Visión.

[En las citas de los inéditos de Althusser conservados en el IMEC (Institut mémoires de l’édition contemporaine) indicamos la referencia del inventario del Fondo Althusser.]

Anderson, P. (1979). Consideraciones sobre el marxismo occidental. Siglo XXI.

Garaudy, R. (marzo, 1963). À propos des Manuscrits de 44. En Cahiers du communisme.

Lærke, M. (2009). Immanence et extériorité absolue: Sur la théorie de la causalité et l’ontologie de la puissance de Spinoza. Revue philosophique de la France et de l’étranger, 134, 169-190. https://doi.org/10.3917/rphi.092.0169

Mury, G. (abril, 1963). Matérialisme et hyperempirisme. En La Pensée.

Rancière, J. (1975). La lección de Althusser. Galerna.

Spinoza, B. (1988). Correspondencia completa. Trad. Juan Domingo Sánchez Estop. Hiperión.

Spinoza, B. (1925). Opera Omnia, Carl Gebhardt im Auftrag der Heidelberger Akademie der Wissenschaften herausgegebenen Werkausgabe Heidelberg, Winter.

Thompson, E. P. (1981). Miseria de la teoría. Crítica.

[1] Carta de L. Althusser a Pierre Macherey de 29 de abril de 1963.

[2] E213S.****

[3] Traducción rectificada.

Potencia de la imitación

Tatián, D. (2022). Potencia de la imitación. Círculo Spinoziano. 2(3), 22-36.

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Diego Tatián – Potencia de la imitación

 

Uno. El concepto de imitación presenta una equivalencia o una correspondencia con la antigua noción de mímesis, es decir la construcción de una semejanza o su expresión; la representación o la reproducción de algo que se toma por referente, o la adecuación a ello. Sin embargo, algunos estudiosos han señalado la inconveniencia de traducir la palabra griega mímesis por “imitación” como suele ser usual hacerlo, y se han propuesto versiones alternativas como “expresión”, “idealización”, “representación” o “ficción” (ver Sinnott, 2004, pp. xxiv-xxv). Si bien, por simplicidad, en el presente texto mantenemos la arraigada transmisión de mímesis como imitación, su propósito será precisamente el de extender el sentido del término en modo que resulta imposible de circunscribir a ser una simple copia o reproducción semejante de un modelo. Más que atenida a la sola esfera del arte, la mímesis / imitación se halla en el centro de la vida humana. El lenguaje, la educación, la política, la sociabilidad y la cultura la albergan de manera inmediata y serían incomprensibles sin ella. También es posible detectarla en registros menos evidentes de la experiencia, y en mecanismos pre-culturales y pre-reflexivos.

    El origen del concepto de mímesis resulta enigmático; su adjudicación a la danza primitiva por Koller (1954) y Benjamin (1971)[1] no es aceptada de manera uniforme. La tradición filosófica, por su parte, reconoce sus textos canónicos en República III, República X y en la Poética. En Platón, el concepto de mímesis se carga de sentidos conforme se desarrolla el diálogo. La narración imitativa propia de los poetas y de los fabuladores (quienes producen ficciones) es un relato de hechos acaecidos en el tiempo (el pasado, el presente o el futuro). Una primera acepción (392d-394d) remite a la técnica narrativa: cuando el poeta abandona la “simple narración” y no habla en nombre propio sino en nombre de otro, “adaptándose” todo lo posible a sus gestos y a sus palabras. Imitativa sería así la narración que adopta la primera persona de otro. El ejemplo de narración imitativa invocado por Platón es la Ilíada; posteriormente remite a la tragedia y la comedia. La mímesis es considerada aquí como una potencia “política” de gran poder de seducción, que debe ser vigilada por los guardianes y disputada por los filósofos y pedagogos. La pólis se vuelve escenario de una “controversia mimética” (Wulf, 1995, p. 24). La imitación descontrolada promueve la vida sensible, corrompe el pensamiento de quienes escuchan a los poetas, y deberá ser conjurada con su sustitución por una imitación de acciones virtuosas e individuos ejemplares. La mímesis se vuelve emulación. O bien: se desplaza desde una dimensión puramente aisthetica a un registro ético-político.

    En República X (595a-602b), en tanto, la discusión incurre en terreno ontológico. A diferencia de los artesanos que producen objetos, los pintores solo producen apariencias. La distinción entre la idea de un objeto (asunto de la filosofía), el objeto empírico producido por una téchne (asunto de los artesanos) y la apariencia de ese objeto (asunto de los pintores) confina a la mímesis al grado más bajo de realidad y al arte imitativo a la más extrema distancia de la verdad –no obstante su poder para “engañar a los niños y a los ignorantes” (598b-c) sin prestar ninguna utilidad a la ciudad–. Con absoluta autonomía de las esencias, el poeta y el artista plástico producen imágenes que no se circunscriben a un plano puramente subjetivo y privado, sino que redundan en el descontrol político de las ciudades y el naufragio ético de las vidas.

    Para Aristóteles, en tanto, por el placer que procura la mímesis es innata en el ser humano; no significa aquí la copia de un modelo sino una exploración de lo “posible”, según la célebre distinción entre poesía –en esto más “filosófica” y más “universal”– y la investigación histórica[2]. Mímesis es así práctica de constitución del (de un) mundo que no está empíricamente dado. La fórmula ars imitatur naturam con la que los medievales tradujeron la mímesis aristotélica debe comprender la naturaleza como physis, es decir como natura naturans, potencia creadora y viviente que irrumpe, y no simple facticidad dada (Wulf, 1995, pp. 29-31). Asimismo, mímesis remite en Aristóteles a lo que los seres humanos hacen y padecen: las diversas artes “imitan caracteres, pasiones y acciones (ethé kai páthe kai praxeis)”[3]. En esta comprensión, mímesis debe ser entendida no únicamente como reproducción sino como producción de novedad y generación de sentido. Así extendida, no queda reducida –a la manera de la comprensión platónica– al mundo de las apariencias, sino que se inscribe en el orden del ser.

Dos. Si los orígenes filosóficos de la mímesis se inscriben en el terreno de la poética y de la ficción, adopta luego una extensa dimensión antropológica y política, con particular relevancia en la teoría social contemporánea. En Dialéctica de la Ilustración, Adorno y Horkheimer (1994), la colocan en el centro de su crítica a la deriva ilustrada, como núcleo de explicación del antisemitismo. En un primer momento, se trata de la adaptación pasiva a una naturaleza llena de peligros cuyo exceso de poder es experimentado como amenaza continua: la asimilación por “rigidez” es la más arcaica estrategia de supervivencia, que Adorno y Horkheimer (1994), llamaron mímesis de lo muerto: “la vida paga el precio de la supervivencia asimilándose a lo que está muerto” (p. 225). El fingimiento de la muerte, la inmovilidad y la cosificación –el menoscabo de la propia vida– establece una estrategia de pasividad que pervive hasta hoy como técnica de disimulación en situaciones de “terror” –o bien de simple adversidad–. En tanto adecuación a un contexto que impone su amenaza, la no reacción, la suspensión de los signos vitales y la inmovilidad ante los estímulos inmediatos es una forma elemental de cautela del salvaje, común con algunos procesos del mundo vegetal y del mundo animal. Según la Dialéctica de la Ilustración, esta mímesis pasiva se transforma en una primera mímesis activa con el surgimiento de la magia –en tanto “uso regulado de la mímesis”–, y posteriormente busca imponerse a la naturaleza, en vez de simplemente adaptarse a ella, por medio del trabajo y su organización racional (que redundará en una des-animación mecánica de la subjetividad como presupuesto de dominación mimética de una naturaleza desanimada a su vez). La represión de la “mímesis incontrolada” es presentada aquí como el presupuesto de la civilización. Conforme esta inversión, la naturaleza es ahora conminada a adecuarse a la actividad humana, y el antisemitismo será considerado como el “rasgo morboso” de ese proceso en el que cristaliza la “mímesis reprimida” (Adorno y Horkheimer, 1994, pp. 229-231).

    La acción de la naturaleza reviste así la forma de una “anticipación mimética”, como sucede con el carácter mágico del arte naturalista en el Paleolítico según la interpretación clásica de Arnold Hauser (1974). La anticipación mágica de las representaciones paleolíticas era una simple “técnica sin misterio” para la consecución del sustento, que nada tenía que ver con la religión ni con un arte puramente estético, autónomo de la vida. “La representación pictórica no era [en el pensamiento del pintor y del cazador paleolítico] sino la anticipación del efecto deseado; el acontecimiento real tenía que seguir inevitablemente a la mágica simulación” (Hauser, 1974, p. 16-17). Ninguna función simbólica ni ornamental. El hecho de que recurrentemente los animales hubieran sido representados ya atravesados por flechas y lanzas es considerado por Hauser (1974), como “la mejor prueba de que este arte perseguía un efecto mágico y no estético” (p.19).

Tres. El extenso arco de aspectos de la experiencia humana que la imitación recorre en la historia de la filosofía desde Platón hasta Adorno –también en la estética, la crítica literaria, la antropología, la psicología…– encuentra en la filosofía de Spinoza una singular remisión para pensar la vida en sociedad, según un conjunto de textos cuya importancia para la filosofía política moderna –en tensión con las teorías del pacto–, ha sido puesta de relieve por la crítica desde hace no mucho tiempo. Se trata, en efecto, del motivo de la “imitación de los afectos” que se explicita y desarrolla entre las proposiciones 27 y 32 de la tercera parte de la Ética. En tanto avatar de la imaginación que funda el espacio común a partir de una clave de explicación realista y afectiva, dislocada de la comprensión contractualista de la institución social, la affectuum imitatio presupone un individuo ya siempre afectado, en medio de otros que lo transforman, inscripto en cada caso en una trama fáctica de pasiones constitutivas de su deseo, en vez de un individuo transparente en sus intereses inmediatos y definido por su voluntad. Se trata de una forma primaria de reconocimiento entre los seres humanos y de una ley natural que permite la constitución –imaginaria– de la humanidad y el sentimiento de pertenencia a ella. Para Spinoza, la sociedad no adviene a resultas de una interrupción de la violencia a través de un pacto, sino como efecto del carácter mimético del deseo que comporta el conflicto y la violencia.

    El vínculo primario entre los seres humanos estalla pues en la imaginación. Si imaginamos que alguien (Spinoza escribe con una restricción: “una cosa semejante a nosotros por la que no hemos sentido afecto alguno”) se halla afectado por algo, seremos afectados por ese mismo afecto según una traslación que involucra exclusivamente a los sujetos en el plano de la imaginación. Pero si no es una neutralidad afectiva lo que se halla presupuesto, si la vinculación imaginaria encierra por ejemplo un odio anterior, en ese caso el afecto que nos produce su afecto es igual en intensidad, pero exactamente contrario (si se alegra nos entristeceremos, y al revés).

    Las dos posibilidades elementales que Spinoza (1984) registra en la imitación afectiva son la compasión (commiseratio) –sentir tristeza por la tristeza de alguien, lo que establece el origen de la benevolencia– y la emulación (aemulatio): el deseo de algo que irrumpe por mediación del deseo de otro; que no nace directamente del objeto deseado, sino porque otro desea ese objeto. Asimismo, una tercera variante de la imitación afectiva –que no es compasión ni emulación– es indicada en la “Definición de los afectos” con la que concluye Ética III. Se trata de un mecanismo de importante relevancia política, cuyo paradigma es el miedo: el impulso de hacer lo que otros hacen no por empatía de su tristeza ni por una mímesis de propiedad, sino por el desencadenamiento de un contagio afectivo que vuelve colectivo un temor o un odio y produce la estampida o el linchamiento. Imitación como efecto especular: temer porque otro teme, odiar porque otro odia, huir porque otro huye (E, III, def. af. 33).

    Además de una imitación de los afectos, hay (según E, III, 29) una adecuación de la acción a lo que imaginamos produce alegría y un cuidado de evitar lo que genera aborrecimiento. Este mecanismo de la imaginación –complementario de la imitación de los afectos– podría ser llamado “adecuación a los afectos”, en tanto imaginación anticipatoria de las reacciones de alegría o tristeza que presumiblemente produce una acción. Aquí establece Spinoza (1984) el origen de la ambición (ambitio), cuando la adecuación es tal que el esfuerzo por agradar a otros se convierte en el principio de una vida. En este caso, la imitación-adecuación regula la existencia individual por los afectos, prejuicios y costumbres de una mayoría –una opinión pública– en la que se espera encontrar reconocimiento y confirmación. Ambición es la palabra que designa la vida pre-filosófica o no filosófica, sumida en el esfuerzo de correspondencia con las turbulencias de las pasiones y la variabilidad de las opiniones de la multitud.

    La imitación de los afectos y la adecuación a los afectos trazan las coordenadas primarias de los vínculos humanos y proporcionan la clave conativa que explica la existencia social. No es una presunta autonomía del conatus sino una heteronomía afectiva determinada por la fortuna de las causas externas, lo que provee la materia originaria de la vida en sociedad. Estrictamente, la sociedad es una “institución imaginaria”, siempre heterónoma, que surge de una afectividad necesaria en su naturaleza y aleatoria en su experiencia. El amor y el odio se constituyen intersubjetivamente. Nadie ama u odia con independencia de lo que otros aman y odian. Y puesto que los afectos son siempre efectos de una dinámica imaginaria nunca completamente comprensible, es que la ambigüedad, la fluctuación, la inhibición, el exceso y derivas imprevisibles se alojan en las alegrías, las tristezas, los amores y los odios pasionales. La palabra que Spinoza (1984) usa para designar esa excedencia del poder de los afectos respecto de nuestro conatus activo es obnoxius. La existencia se halla inmediatamente obnoxius affectibus, arrastrada por fuerzas incomprensibles, arrollada por los afectos y a merced del poder de la fortuna que desquicia el deseo de las criaturas finitas.

    En el corolario y el escolio de la proposición 31, Spinoza (1984) introduce un giro polémico en la temática de la imitación de los afectos y la adecuación a ellos: introduce una imposición de los afectos. Con ello se detecta el deseo de que “cada uno ame lo que él ama y odie lo que él odia” –y cada uno se ama ante todo a sí mismo–, y que “todo el mundo apruebe lo que uno mismo ama u odia”, es decir que “los demás vivan según su propio ingenio”. La lógica del amor produce pues una inversión fundamental y un tránsito del “deseo de colmar el deseo de otro, al deseo de someter a otro al propio deseo” (Bove, 2009, p. 88), pasaje que desencadena la ambición de dominio cuya estructura es la superbia (es decir el amor de sí que se extiende hasta el delirio). La radicalización de este desarrollo afectivo transforma asimismo a la humanidad en “inhumanidad”: en efecto, quien no ayuda a los demás ni por la razón ni por la commiseratio “con razón se llama inhumano (inhumanus), ya que parece ser desemejante al hombre” (E, V, 50, esc. del corolario).

    Esta poderosa inclinación de la naturaleza que arrastra a imponer a otros los afectos propios es un avatar de la ambitio e introduce el conflicto en la imitación y la adecuación afectivas, que en sí mismas carecen de él. La universalidad del deseo de imponer afectos se halla motivada por el hecho de que “todos quieren ser alabados o amados”, lo que redunda en odio recíproco y desencadena un espiral de apasionada disputa por el reconocimiento.

    El conflicto que nace por el deseo de imponer a los demás el reconocimiento de la propia afectividad pareciera anterior y más elemental que la disputa por las cosas, pues el deseo de algo está subordinado –en su intensidad– a la imaginación del goce y del deseo de otro por esas mismas cosas. En un sentido primario, el combate por la propiedad tiene su raíz en la imaginación: “Si imaginamos que alguien goza de una cosa que solo uno puede poseer, nos esforzaremos en lograr que no la posea” (E, III, 32). Aunque se trate de un bien escaso o que no todos pueden poseer, no es la escasez misma lo que motiva la disputa, sino el deseo de evitar su goce por otro revelado a la imaginación propia.

    Pero también en una situación de abundancia tendría lugar la guerra por la apropiación, que no se explica por un vínculo del deseo con las cosas sino por una agonística de los deseos por medio de las cosas, cuyo terreno es la imaginación. No es solo el deseo de apropiarse de algo lo que motiva la rivalidad, sino el deseo de desapropiar a otros –tanto de los objetos como sobre todo de su goce, puesto que el goce presenta una cierta lógica de la exclusividad–. Si otro goza (porque otro goza) yo ya no puedo hacerlo. Hay una elemental inclinación del deseo a la exclusividad y a la superioridad: su motivación primaria no es tener más que antes sino tener más que otros; no la obtención de una plenitud en sí misma sino la de una diferencialidad que procura una ventaja sobre los demás. Spinoza es un filósofo sensible a la espectralidad que acompaña al deseo, como motivo no solo psicológico sino también político que un “realismo de la enmienda” deberá registrar y adoptar sin concesiones para impulsar su obra democrática.

Cuatro. Imitación, adecuación, imposición son los conceptos que tensan la dinámica afectiva donde tienen lugar las formas primarias de la vinculación humana; una “insociable sociabilidad” –según la conocida expresión kantiana– inscribe la tarea política y filosófica en un realismo de los afectos que no desaparece nunca de la vida social. La imitación de los afectos, en tanto apertura primaria de los seres humanos hacia sus semejantes, no puede ser reducida al egoísmo, ni a una simple necesidad de otros como objetos sobre quienes imponer pasiones de superioridad –cosas que ocurren también, pero en una trama de afectos más compleja–. Spinoza no es Hobbes. A diferencia del autor inglés –para quien el deseo es siempre deseo de apropiación o deseo de gloria y superioridad sobre otros–, en Spinoza el deseo tiene la posibilidad de no quedar fijado en sus modos inmediatos de existir y realizarse a través de nociones comunes. Se da cuenta de una ambivalencia del deseo en virtud de la cual “la misma propiedad de la naturaleza humana” produce la composición y la confrontación, la cooperación y la ambición, lo común y la destrucción de lo común.

    El deseo, sin embargo, es inmediatamente mimético y conflictivo. Fuerza mimética elemental del entramado social, en efecto, la imaginación del deseo de otro (que puede corresponder o no con el deseo de otro) es la fuente más poderosa de la rivalidad humana –en la que concursa asimismo la envidia (E, III, def. af. 33)–, pero también de la composición de potencias comunes bajo una forma de imaginación que Spinoza llama democrática. Para ello, la pura reforma del entendimiento se vuelve emendatio del deseo que se inscribe en la experiencia política. Emendatio no es reforma ni es revolución sino intervención inmanente en una materialidad dada para su transformación. Originalmente, designaba el trabajo de artesanos imprenteros sobre las erratas de los copistas; práctica materialista sobre la página que aloja el error para suprimirlo delicadamente y escribir de nuevo –sobreescribir–.

    La enmienda de la imaginación y del deseo –más urgente que la del entendimiento, y quizá su condición misma (no es imposible que la inconclusión del primer escrito de Spinoza se deba a ello)– toma siempre en cuenta a los seres humanos como son y nunca a los seres humanos como deberían ser (es decir, los toma en cuenta como seres apasionados no como seres racionales, justos y virtuosos); por ello es que su labor no redunda en una sociedad sin conflictos sino con otros conflictos, en la que los antagonismos hayan sido convertidos en agonismos. La clase dominante lo es en virtud de una exclusividad perpetuada en el imaginario social como si se tratara de la “clase elegida” (que puede ser formalmente sometida a la misma deconstrucción de la que es objeto la noción de “pueblo elegido” en el capítulo III del Tratado teológico-político). La clase dominante es no solo sin otros sino a costa de otros, contra otros, en detrimento de otros: un apetito de exclusividad incluso más poderoso que la pasión de seguridad es lo que anima su existencia misma como clase.

    La emendatio filosófico-política del deseo es interrupción de la lógica excluyente del goce, programa que es explícito desde el escrito más provisorio y temprano de Spinoza: “…el sumo bien es alcanzar [la naturaleza humana más perfecta] de suerte que el hombre goce, con otros individuos, si es posible, de esa naturaleza […] Este es, pues, el fin al que tiendo: adquirir tal naturaleza y procurar que muchos la adquieran conmigo; es decir que a mi felicidad pertenece contribuir a que otros entiendan lo mismo que yo […] Para que eso sea efectivamente así, es necesario […], además, formar una sociedad, tal como cabría desear, a fin de que el mayor número posible de individuos alcance dicha naturaleza con la máxima facilidad y seguridad” (Spinoza, 1986a, pp. 79-80; los subrayados son nuestros).

Cinco. En la filosofía de Spinoza, el juicio concerniente al arte –como también a la ética, a la política…– se halla sometido a lo que recientemente Frédéric Lordon (2020) ha llamado “la condición anárquica”. Esto quiere decir: el valor de las obras de arte no radica en una presunta belleza intrínseca con la que estarían dotadas, sino en su utilitas para incrementar –según el célebre escolio de E, IV, 45– la potencia humana de actuar y de pensar –de vivir–. Según una perspectiva spinozista, es por relación a una “norma inmanente del conatus” (Lordon, 2020, p. 283) que el arte debe ser considerado; es decir por relación a la vida humana[4]. Esa consideración del arte toma en cuenta el poder de afección de las obras en relación a la capacidad de ser afectado (la voz pasiva del verbo no indica aquí una pasividad sino una potencia) de quien entra en composición con ellas. Es decir, los afectos –la capacidad de afectar y la capacidad de ser afectado– son relativos y relacionales; históricos y sociales. En tanto “arte de la naturaleza” (Atilano Domínguez, Pedro Lomba) o “capacidad creadora de la naturaleza” (Vidal Peña)[5], expresan el orden común del que los seres humanos son una parte.

    En el mismo sentido en que no hay una belleza intrínseca de las obras de arte independiente del juego de los afectos –de la imitación de los afectos y la formación consiguiente de un afecto común que las valida como tales–, tampoco hay una potencia de afección de la obra independiente de la capacidad de ser afectada que reviste la comunidad en la que esa obra se halla inserta y es considerada. Entre una y otra sucede la conversación humana que incrementa esa capacidad, o la direcciona en un sentido que originalmente era inexistente, o distinto. Tal es, por ejemplo, el trabajo de la crítica. Nunca un descubrimiento o una ruptura se hallan despojados de esa mediación que las dota de sentido por el cual se consolidan como un descubrimiento o una ruptura (Lordon, 2020, pp. 287-290).

    En el prefacio IV de Ética, hallamos un pasaje central para pensar la cuestión del arte y la creación estética en clave spinozista. Si consideramos que la obra (opus) de la que allí se trata es una obra de arte, y su artífice (opificis) un “artista”, en este texto puede ser determinado el inicio de la discusión acerca de la “belleza”, cuyo terreno es la imaginación: del artista y del espectador. En la imaginación es donde se produce una facultad de juzgar común, no sin conflictos y litigios de puntos de vista. La formación del juicio de aprobación o desaprobación respecto de una obra remite a la temática de la imitación de los afectos, en sus dimensiones de emulación (mímesis de un artista por otro –que realiza una obra de arte de cierta manera porque otro artista la realiza de esa manera– y de un espectador por otro –a quien le gusta algo porque a otros espectadores les gusta–), adecuación (la producción de obras orientadas a producir la alegría o aprobación o placer de aquellos a quienes está destinada, y a evitar su rechazo) e imposición (la batalla por producir una aprobación o un gusto dominante).

    La inexistencia de una presunta belleza intrínseca de la que las obras estarían dotadas parece remitir a una validación puramente social de las mismas. En principio, la perfección de una obra se establece por relación al propósito de quien la crea: su perfección o imperfección resultará del contraste entre ella y el propósito contenido en la intención y fin del autor de esa obra. En efecto, una obra será perfecta tan pronto “ha sido llevada hasta el término que su autor había decidido darle”[6] (e imperfecta en caso contrario). Hasta aquí el juicio respecto de una obra tiene su base en el contenido intencional del artista al realizarla. Sin embargo, Spinoza da otro paso que desplaza el criterio acerca de la perfección estética desde el propósito del artista hacia el juicio del espectador, quien contrasta la obra con una “idea” en la que ella queda subsumida –una idea “universal”. Será perfecta la obra que coincide con esa idea, sin importar el propósito de su autor[7].

    Prevalece aquí –respecto de la determinación de lo que es perfecto o imperfecto– el punto de vista del espectador (de los espectadores) por sobre el del artista o creador. La consolidación de ese punto de vista no es independiente de la lógica de la imitación de los afectos. Lo bello es así definido por la construcción de un afecto común que lo establece como tal y por tanto un campo de batalla por la aprobación y por el sentido del gusto. El valor de una obra, su validación en cuanto obra, no es decidido por su autor sino por “una relación de potencias normativas ligada a la imitación de los afectos” (Drieux, 2020, pp. 216-217). La “belleza”, o más bien la utilidad colectiva del arte, es una construcción imaginaria que resulta de una imitación afectiva a la base del juicio estético.

    Pero, como es el caso de todos los registros de la imitación, también la cuestión relativa al arte y el valor de las obras de arte se hallan sometidos a la inestabilidad y la mutación. La creación hace un hueco en lo concebido cuando no resulta de una imitación sino de una ruptura de lo que la imitación permite codificar: “…si alguien ve una obra que no se parece a nada de cuanto ha visto, y no conoce la intención de quien la hace, no podrá saber ciertamente si la obra es perfecta o imperfecta” (E, IV, pref.). Ese “no poder saber” marca la imposibilidad de subsumir la obra en lo ya conocido y su desvío de los afectos y juicios comunes que establecen la perfección o la belleza de algo. La creación de cosas que “no se parecen a nada” de lo que se ha visto y se conoce (cuando se activa la pregunta ¿qué es esto?) desencadenan una reconfiguración de las relaciones afectivas. La tensión entre mímesis y creación de cosas “que no se parecen a nada” establece un campo en el que se libra la imitación de los afectos en su complejidad.

Seis. La temática spinozista de la imitación de los afectos presenta una notable cercanía con la teoría mimética desarrollada por la antropología de René Girard, según la cual el hombre es un ser mimético antes que un animal racional. Para Girard (1984), en efecto, la imitación fundamental tiene lugar a nivel del deseo y el ser humano “está esencialmente fundado sobre el deseo de su semejante”. El deseo aloja una irrebasable contradicción: aspira a la autonomía y sin embargo es imitativo. Este carácter mimético del propio deseo respecto del deseo de otro convierte a ese otro en modelo y rival al mismo tiempo. Si bien –como en Spinoza– la imitación tiene en Girard (1984, pp. 146-147) un carácter ambivalente, su obra acentúa los aspectos conflictivos y las derivas de la atracción mimética animadas por la violencia, que se extiende y deviene recíproca.

    En tanto “mímesis de representación”, la mímesis griega y filosófica en general no reconoce según Girard (1984) lo que en su antropología se nombra como “mímesis de apropiación”, que tiene lugar en el deseo. A su vez, la mímesis de apropiación –que establece un registro inmediato de disputa por las cosas– acaba por independizarse del exclusivo interés en el objeto que la desencadenó, y cede su lugar a la “mímesis de antagonista”, según la cual la rivalidad se vuelve pura confrontación entre los deseos y el apetito de apropiación que le dio origen pierde toda relevancia. Lo que el deseo anhela no es ya un objeto ni la exclusiva apropiación de lo que motivó el conflicto, sino el deseo y el ser mismo del modelo-rival.

    Como la filosofía de Spinoza –y en el mismo sentido que ella– la teoría girardiana rompe con cualquier ilusión de autonomía del deseo. Deseamos porque (lo que) otros desean. El deseo no es propio sino siempre impropio y signado por una heteronomía radical. El deseo es deseo de otro –en el doble sentido del genitivo–. La crítica girardiana a la filosofía moderna del sujeto nunca reconoce esa misma crítica en el pensamiento de Spinoza, con la que sin embargo coincide en aspectos sustantivos[8]. ¿Por qué Girard –cuyas fuentes son principalmente literarias– jamás remite al único filósofo clásico que se sustrae a la ilusión idealista del sujeto autónomo, además de pensar la centralidad de la imitación en la vida humana, exactamente como él lo hace en su antropología?

    En Girard (1984), la desembocadura de la violencia generalizada de todos contra todos deriva en un redireccionamiento hacia la violencia de todos contra uno, cuyo efecto es el restablecimiento del orden, según el mecanismo del chivo expiatorio en virtud del cual la unidad es restaurada con la producción de una víctima sacrificial. Esa transferencia de violencia y su concentración en una sola víctima reconcilia a la comunidad hasta ese momento sumida en la amenaza de desintegración. “Si la transferencia colectiva es realmente efectiva, la víctima nunca aparecerá como una víctima propiciatoria explícita, como un inocente aniquilado por la ciega pasión de las multitudes. Esa víctima deberá pasar por un verdadero criminal, por el único culpable en el seno de una comunidad ahora despojada de su violencia… Un linchamiento considerado desde el punto de vista de los linchadores nunca se manifestará explícitamente como linchamiento” (p. 153). La violencia sacral constitutiva de las sociedades, así como su mecanismo sacrificial, según la polémica teoría de Girard, en La violencia y lo sagrado, es únicamente interrumpida por la revelación testimoniada en la Escritura judeocristiana.

    La filosofía spinozista de la imitación afectiva, en tanto, permite una enmienda socio-política de la mímesis originaria en formas no conflictivas de imitación orientadas a la “utilidad común”, y a distancia tanto de una salida religiosa del conflicto mimético (en el sentido propuesto por Girard) como de formas de subjetividad determinadas por el puro autointerés[9]. Es posible pensar en clave spinozista una imitación del deseo de pensar, una imitación del deseo de conocer, una imitación del deseo de libertad. Seguramente estas derivas posibles de la mímesis revisten importancia para una filosofía de la educación y para una filosofía política que se propongan vías inmanentes y afectivas de emendatio respecto del conflicto que encierra la imitación de los afectos. La sociología spinozista releva la importancia de las instituciones civiles, la educación, o la ciudadanía activa como formas de suspensión o reducción del conflicto que aloja la imitación de los afectos constitutiva del conatus. También la religión como imitatio Christi, o más ampliamente como práctica del credo mínimo del amor –es decir en tanto forma de vida, no como revelación trascendente ni como “teología”– proporciona una dimensión imitativa en sentido contrario a la conflictividad original: “…Dios no… pide a los hombres, por medio de los profetas, ningún conocimiento suyo, aparte del conocimiento de la justicia y la caridad divinas, es decir de ciertos atributos de Dios que los hombres pueden imitar mediante cierta forma de vida” (Spinoza, 1986b, p. 304)[10].

    Sin embargo, lo que Spinoza llama “ética”, la plenitud que resulta de un trabajo en el pensamiento, la vida rara, la existencia filosófica como experiencia de la eternidad, es sin modelo (como las obras de arte “que no se parecen a nada”), singularidad más allá de la imitatio:  “…el conocimiento intelectual de Dios, que contempla su naturaleza tal como es en sí misma (naturaleza que los hombres no pueden imitar con alguna forma de vida ni tomar como modelo para establecer una norma verdadera de vida), no pertenece, en modo alguno, a la fe y a la religión revelada…” (Spinoza, 1986b, p. 305; el subrayado es nuestro). La vida rara más allá de la imitación no abjura de la sociabilidad ni de la política; adopta una forma de imitación que no remite a la affectuum imitatio, ni tiene un sentido compositivo. Se trata del antiguo motivo estoico de la imitación como máscara y cuidado de no exhibir la desemejanza, cuyo sentido es la preservación de sí. Es el sentido del tantas veces invocado pasaje que consta en el llamado “proemio” al Tratado de la reforma del entendimiento: “Finalmente, buscar el dinero o cualquier otra cosa tan solo en cuanto es suficiente para conservar la vida y para imitar las costumbres ciudadanas que no se oponen a nuestro objetivo” (Spinoza, 1986a, p. 81; el subrayado es nuestro).

    En las antípodas de la forma de vida conducida por la ambitio (adecuar las propias opiniones y acciones a las opiniones y afectos de la mayoría), sin modelo, la forma de vida filosófica requiere de la “imitación de las costumbres ciudadanas” como deliberado recaudo de no ostentación de la rareza y cuidado de su frágil inconmensurabilidad, pasible de malversaciones y persecuciones por activación del odio teológico o político (afecto también él sometido a la ley de la imitación).

    La vida filosófica emplea la imitación (de todo “lo que no se opone a nuestro objetivo”) como forma de cautela que no se desentiende de la ciudad, ni retrae al pensamiento de las borrascas connaturales a la vida humana. La existencia filosófica, en efecto, es vida en la ciudad, a la vez osadía y cautela ante la violencia del mundo, y nunca prescripción de un retiro.

Referencias

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Benjamin, W. (1971). Angelus novus. Barcelona: Edhasa.

Bove, L. (2009).  La estrategia del conatus. Afirmación y resistencia en Spinoza.  Madrid: Tierradenadie Ediciones. Tr. de Gemma Sanz Espinar.

Drieux, P. (2020). “Ya-t-il une construction sociale du beau chez Spinoza?”, en Spinoza et les arts. Paris : L’Harmattan. Tr. Pierre-François Moreau y Lorenzo Vinciguerra.

Guerrero, R. (2015).  Introducción a Averroes, El tratado decisivo y otros textos sobre filosofía y religión. Buenos Aires: Ediciones Winograd.

Girard, R. (1984). Literatura, mímesis y antropología. Barcelona: Gedisa.

Hauser, A. (1979). Historia social de la literatura y el arte. Volumen I. Barcelona: Guadarrama. Tr. de A. Tovar y F. P. Varas Reyes

Koller, H. (1954). Die Mimesis in der Antike. Nachahmung, Darstellung, Ausdruck. Francke: Bern.

Lordon, F. (2020). La condición anárquica. Afectos e instituciones de valor. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora. Tr. de Antonio Oviedo.

Montag, W. (2007). Imitando el afecto de las bestias: interés e inhumanidad en Spinoza. Youkeli, revista crítica de las artes y el pensamiento (4).

Mormino, G. (2012).  L’imitazione degli affetti. Spunti per una teoria del Desiderio in Spinoza e Girard. En Nicola Marcucci (a cura di). Ordo e connexio. Spinozismo e scienze sociali, Mimesis Spinoziana 23, Milano-Udine.

Sinnott, E. (2004). Introducción a Aristóteles, Poética. Buenos Aires: Colihue.

Spinoza, B. (1984). Ética. Madrid: Editora Nacional. Tr. Vidal Peña.

Spinoza, B. (1986a). Tratado de la reforma del entendimiento. Madrid: Alianza. Tr. Atilano Dominguez.

Spinoza, B. (1986b). Tratado teológico-político. Madrid: Alianza. Tr. Atilano Dominguez.

Wulf, Ch. (1995). Mimesis. L’arte e i suoi modelli. Milano: I Cabiri.

[1] En un breve ensayo de 1933, Walter Benjamin sugería asimismo que la más antigua función de la danza era la de producir semejanzas (p. 168). En ese texto, Benjamin acuña la noción de “semejanza no sensible”, y afirma que “la lengua sería el estadio supremo del comportamiento mimético y el más perfecto archivo de semejanzas inmateriales” (p. 170).

[2] “…la función específica del poeta no es decir las cosas que ocurrieron, sino decir las cosas que podrían ocurrir… Por eso la poesía es más filosófica y más elevada que la historia, pues la poesía dice más bien lo universal, en tanto que la historia dice lo particular” (Aristóteles, Poética 1451a-b).

[3] Aristóteles, Poética 1447a.

[4] “…entiendo por vida humana aquella que se define, no por la sola circulación de la sangre y otras funciones comunes a todos los animales, sino, por encima de todo, por la razón, verdadera virtud y vida del alma” (Spinoza, 1986a, V §5).

[5] “…considero los afectos humanos y sus propiedades del mismo modo que las demás cosas naturales. Y, ciertamente, los afectos humanos no revelan menos la potencia y capacidad creadora (artificium) de la naturaleza (ya que no las del hombre) de lo que las revelan otras muchas cosas que admiramos, y en cuya consideración nos deleitamos” (Spinoza, 1984, E, IV, 57, esc).

[6] “Quien ha decidido hacer una cosa, y la ha terminado, dirá que es cosa acabada o perfecta, y no sólo él, sino todo el que conozca rectamente, o crea conocer, la intención y fin del autor de esa obra. Por ejemplo, si alguien ve una obra (que supongo todavía inconclusa), y sabe que el objetivo del autor de esa obra es el de edificar una casa, dirá que la casa es imperfecta, y, por contra, dirá que es perfecta en cuanto vea que la obra ha sido llevada hasta el término que su autor había decidido darle” (E, IV, prefacio).

[7] “Pero cuando los hombres empezaron a formar ideas universales, y a representarse modelos ideales de casas, edificios, torres, etc., así como a preferir unos modelos a otros, resultó que cada cual llamó ‘perfecto’ a lo que le parecía acomodarse a la idea universal que se había formado de las cosas de la misma clase, e ‘imperfecto’, por el contrario, a lo que le parecía acomodarse menos a su concepto del modelo, aunque hubiera sido llevado a cabo completamente de acuerdo con el designio del autor de la obra” (ibid.).

[8] Para un vínculo entre la imitación spinozista de los afectos y la teoría del deseo mimético de René Girard, ver el trabajo de Mormino (2012, pp. 93-108).

[9] Sobre el spinozismo como ruptura de la antropología del sujeto de interés, ver el trabajo de Montag (2007).

[10] El subrayado es nuestro. En un sentido diferente, también en la tradición árabe de los filósofos o falâsifa, la religión es un imaginario que tiene una estructura imitativa (en este caso de la esencia de las cosas, que solo puede ser conocida por la filosofía): “El símbolo y la imitación (muhâkât) por medio de las imágenes –escribe al-Fârâbî– es una de las maneras de enseñar al vulgo y al común de las gentes numerosas cosas teóricas difíciles, para producir en sus almas las impresiones de esas cosas por medio de sus imágenes” (Guerrero, 2015, p. 31).