De Republica Hebraeroum: Spinoza y la teocracia

Di Cesare, D. (2022). De Republica Hebraeroum: Spinoza y la teocracia. Círculo Spinoziano. 2(3), 4-20.

(pdf)

Donatella di Cesare – De Republica Hebraeroum: Spinoza y la teocracia

Traducción del italiano:
Jorge Ignacio Moreno Heredia

 

1. El Tratado teológico-político es usualmente leído como un ataque al judaísmo y a sus instituciones. A primera vista, esta lectura parecería evidente, no solo a causa de las vicisitudes biográficas de Spinoza –el cherem y su distanciamiento de la comunidad de Ámsterdam–, sino también de su rotundo rechazo de toda reivindicación política que pueda ser promovida por una instancia teológica.

    En tal marco interpretativo, la cuestión de la teocracia hebraica, a la que están dedicados dos largos capítulos (XVII y XVIII) de la parte final de la obra, parece casi una complicación. No se entiende por qué Spinoza se detiene a examinar la respublica Hebræorum, la forma teológico-política que ha caracterizado a Israel y su historia antigua, la cual, en última instancia, parece desvanecerse en un pasado legendario e inmemorial en el que el mito prevalece sobre la realidad. Si se trata pues de una quimera, perseguida además por un pueblo condenado a los márgenes de la historia, ¿qué sentido tiene discutirla?

    De ahí que no sea raro que, como si se tratara de un obstáculo inútil e insignificante, la cuestión sea suprimida tácitamente del pensamiento político de Spinoza. Cuando en cambio es tomada en cuenta, los resultados interpretativos son de lo más dispares. Y si bien en general domina la idea de que esta narración de la teocracia judía es una admonición contra los peligros del clericalismo, esta interpretación negativa deja abiertas muchas cuestiones; en primera instancia, la relativa al vínculo entre teocracia y democracia sobre el que Spinoza insiste de manera clara.

    Muchas de estas dificultades derivan de la ausencia de una reflexión sobre el significado etimológico de “teocracia”, traducción griega de un término hebreo. Spinoza debió tener esto último bien presente. Precisamente por ello, cuando se discute la cuestión de la teocracia, resulta indispensable remontarse a la tradición del pensamiento político judío que Spinoza recupera.

2. El término latino theocratia, como es bien sabido, constituye un hapax en el Tratado (TTP XVII, 8: G206). Sin embargo, el significado decisivo de esta única ocurrencia es confirmado por el uso del adjetivo theocraticus, que aparece un par de veces: cuando Spinoza dice que Moisés, antes de morir, dejó un imperium que no podía ser llamado “ni popular ni aristocrático ni monárquico, sino teocrático” (TTP XVII, 10: G208); cuando reitera que, tras la muerte de Moisés, el imperium, que no era administrado ni “por un solo hombre, ni por un solo consejo, ni por el pueblo”, no fue “ni monárquico ni aristocrático ni popular, sino […] teocrático” (TTP XVII, 15: G211).

    Resulta evidente, en ambos casos, la oposición entre la teocracia y las otras formas de gobierno. Por su parte, estas últimas no son sino la recuperación del lógos tripolitikós, expuesto por primera vez en las Historias de Heródoto, en donde, junto a la forma aristocrática de gobierno (definida todavía como oligarquía), aparecen la monarquía y la democracia (cfr. Historias III, 80-82). Ahí, en la discusión imaginaria acerca de la mejor forma de gobierno, se sostiene la superioridad de la aristocracia, el “gobierno de los mejores” (áristos, óptimo, y krátos, dominio). A pesar de las redistribuciones sucesivas, la jerarquía de las formas políticas se mantiene prácticamente intacta tanto en la República de Platón como en la Política de Aristóteles, versión más conocida de la distinción entre monarquía, aristocracia y democracia.[1]

    A pesar del origen griego de la palabra teocracia, los griegos no hablan de ella; más aún, no parecen siquiera conocerla. Quien introdujo el neologismo por primera vez fue, de hecho, Flavio Josefo en su escrito Contra Apión. A partir de entonces, en la palabra teocracia encontró expresión el carácter antimonárquico y antiimperialista de Israel que se había ido consolidando, en la tradición rabínica, a través del encuentro con la cultura griega y, sobre todo, del enfrentamiento con Roma. Por ello, si bien con acepciones diversas, y en ocasiones contrastantes, apologetas y filósofos judíos definieron como teocracia a la constitución mosaica, distinguiéndola así de las formas políticas de la filosofía europea (cfr. Krochmalnik, 2003, en particular p. 80).

    Tal es, justamente, la intención de Flavio Josefo, quien, junto a las tres constituciones clásicas, introduce una forma de gobierno irreductiblemente diversa:

Son innumerables las distinciones particulares entre las costumbres y las leyes de todos los hombres. Se podrían resumir así: unos han confiado la autoridad del gobierno a monarquías, otros a oligarquías, y otros más a las masas. Nuestro legislador, en cambio, no se detuvo en ninguna de estas formas, sino que instituyó una forma de gobierno que –forzando la lengua– se podría llamar teocracia, colocando en Dios el poder y la fuerza (2007, II, XVI: pp. 164-165).

    El nuevo término es acuñado por analogía: el griego es forzado a hospedar la palabra hebrea Israel, que, a partir del verbo sarar, lissror, y de El-, con la transparencia ofrecida por una de sus etimologías, significa “Dios reina”. Así, el griego theokratía es el modo, casi literal, en que Flavio Josefo traduce Israel. Pero ¿qué valor es dado aquí al dominio de Dios?

3. Flavio Josefo provenía de una de las primeras familias sacerdotales de Jerusalén, emparentada con los Asmoneos, que habían logrado fundar una dinastía tanto de gobernantes como de sacerdotes. Pasó de ser un severo jefe militar convencido de la guerra hebrea contra Roma, a unirse al enemigo poniéndose al servicio de los futuros emperadores flavios, de los que tomó el nombre gentilicio. Tenía tiempo viviendo en Roma cuando, a la mitad de los años noventa del siglo primero, durante el período más oscuro del imperio, asumió la defensa del judaísmo frente a los ataques de Apión, gramático alejandrino.

    En esa época el Templo era un montón de ruinas, y el emperador Domiciano se hacía llamar “dominus et deus” (cfr. Suetonio, Domiciano, 13, 2). Sin embargo, los romanos, como antes los persas, no tenían nada en contra de las comunidades de culto que carecieran de pretensiones políticas, sobre todo si estaban situadas en provincias lejanas. Tal era el caso del Reino de Judea, que tras haber perdido la independencia política había pasado a ser administrado en su totalidad por el sumo sacerdote y por la estirpe sacerdotal. Fue este el modelo de teocracia descrito por Flavio Josefo. En última instancia, se trataba más bien de una proyección de lo que él mismo había experimentado que de una imagen fiel de la constitución mosaica. Así, escribe: “Hay un único Templo para el Dios único (…). Los sacerdotes lo servirán todo el tiempo y el encargado de guiarlos será el primero por nacimiento. Junto a los otros sacerdotes, hará sacrificios a Dios, preservará las leyes, juzgará sobre las disputas, castigará a quienes sean reconocidos como culpables” (op. cit., pp. 193-194). Un Dios, un Templo, una jerarquía: este modelo reflejaba la época en la que los sacerdotes, a cuyas filas pertenecía también Flavio Josefo, habían asumido roles de gobierno. A pesar de la destrucción del segundo Templo y de la derrota de Israel, Flavio Josefo defendió entonces una forma de teocracia que, aun si conservaba cierto carácter antimonárquico, era una hierocracia.[2] El gobierno de Dios se había transformado en dominio de la casta sacerdotal. Esto permitía restituir la continuidad entre la teocracia y las otras formas de constitución, dado que quienes gobernaban eran al final unos pocos hombres, si bien sacerdotes de Dios. Sin embargo, esta concepción hierocrática de la teocracia, que no hacía de ninguna forma justicia a la constitución mosaica, no prejuzgó su recuperación y su desarrollo.

4. La concepción de la teocracia delineada por Spinoza no solo es diversa, sino opuesta a la concepción de Flavio Josefo. El capítulo XVII del Tratado teológico-político es un ensayo dedicado a la forma política teocrática, ajena al pensamiento europeo y sin embargo digna de ser considerada atentamente. No cabe duda de que Spinoza sigue los pasos de Flavio Josefo, quien por otra parte es una presencia constante a lo largo de la obra.[3] De este, retoma intencionalmente el neologismo para definir la constitución mosaica, pero los motivos que lo llevan a hablar de “teocracia” son completamente opuestos. Spinoza se mantiene fiel a la vocación antimonárquica de Israel (cfr. 1 Samuel 8, 1-5). Desde su punto de vista, fueron los sacerdotes quienes, pasando por encima del bien común y viendo solo por sus privilegios de casta, provocaron el ocaso de la soberanía teocrática. Si por un lado para Flavio Josefo la única forma auténtica y digna de ser considerada de la teocracia era la forma hierocrática que él mismo había conocido en los años del Segundo Templo, para Spinoza esa forma es en cambio la ruina de la teocracia, y un riesgo que, lejos de pertenecer al pasado y a la forma política de Israel, continúa siendo inminente. Quien toma partido contra la corrupción hierocrática es a final de cuentas un fiero opositor de la codicia clerical y de la avidez política de calvinistas y puritanos, quienes solían remitirse al Antiguo Testamento. Así, el “herético” Spinoza presenta una imagen de la constitución mosaica mucho más conforme que aquella que el sacerdote Josefo recordaba con nostalgia desde el corazón del Imperio romano.

    La divergencia no solo en el tono de la descripción, sino en el valor mismo atribuido a la teocracia, emerge con claridad de una comparación entre dos pasajes afines, uno contenido en el Contra Apión, el otro en el Tratado teológico-político. El tema es el de la “disciplina a la obediencia” en la que es educado el pueblo hebreo.

    Flavio Josefo aproxima la ley mosaica a la constitución de las ciudades griegas y al culto de las religiones mistéricas:

¿Puede haber un principio más santo que este? ¿Qué honor más apropiado puede atribuirse a Dios, dado que el pueblo es educado en la devoción [eusébeia] y a los sacerdotes se les encomienda una función extraordinaria, como si toda la vida pública fuera una ceremonia religiosa? Los otros pueblos no dedican más que unos pocos días a las prácticas que llaman misterios y ritos de iniciación, mientras que nosotros las mantenemos por toda la vida con placer y determinación inmutable (Flavio Josefo, 2005, II, XXII, pp. 188-189).

    Es una nostalgia diversa la que impregna las palabras del filósofo que escribe el Tratado teológico-político en la soledad de Voorburg, lejos de Ámsterdam y de la comunidad. Pese al retorno de los judíos a la vida hebraica tras los años de la persecución, el tiempo verbal usado por Spinoza no es el presente, sino el pasado. Como si la teocracia del antiguo Israel no fuera ya recuperable. No se sugiere ninguna comparación con otras formas políticas para una constitución en la que “nadie servía a su igual, sino sólo a Dios” (TTP XVII, 25: G216). No hay lugar para el compromiso en esta imagen radical, y por esto mismo fiel, de la “república de los hebreos”, es decir, del “Reino de Dios”, que no ha tenido igual en la historia del mundo porque en ella no había ley que no fuera un mandamiento de Dios (TTP XVII, 8: G206). Ahí, la piedad era justicia y la impiedad crimen, los mártires eran patriotas y los herejes enemigos. Derecho civil y religión eran la misma cosa. El respeto de las leyes no era por tanto otra cosa que obediencia a Dios. Y Spinoza, acusado de “horrendas herejías”, pudiendo auspiciar como Flavio Josefo una separación entre los ámbitos teológico y político como la que se había establecido en otras religiones, no duda en cambio en enfatizar el significado político de los mandamientos divinos, del Sábado al año sabático y al “jubileo”, el Yóvel (TTP XVII, 25: G215-217).

    Crítico severo del judaísmo, Spinoza se refiere no sin un tono de admiración a la libertad encontrada en la obediencia, a la alegría mandada, a la interrupción impuesta por el descanso, al ritmo político marcado por Dios:

Toda su vida era un ejercicio ininterrumpido de la obediencia (continuus obedientiae cultus).  De ahí que, como estaban totalmente habituados a ella, ya no les debía parecer esclavitud, sino libertad, y nadie deseaba lo prohibido, sino lo preceptuado. Parece que contribuyó también, y no poco, a ello el que estaban obligados, en ciertas épocas del año, a entregarse al descanso y a la alegría, y no para secundar sus tendencias, sino para obedecer sinceramente a Dios (ver Deuteronomio, 16) y el séptimo día de la semana debían abstenerse de todo trabajo y entregarse al descanso. Existían, además, otras fechas señaladas, en las que no sólo estaba permitido, sino prescrito, gozar de los actos honestos y celebrar banquetes. Y no creo se pueda imaginar medio más eficaz que este para doblegar el ánimo de los hombres, ya que no hay cosa que más cautive los ánimos que la alegría que surge de la devoción, esto es, de la unión del amor con la admiración. Ni era fácil que fueran presa del hastío que produce el reiterado uso de las cosas, ya que el culto programado para los días festivos era raro y variado (TTP XVII, 25: G216-217).

5. Para Spinoza, la teocracia de Israel tiene a tal punto un significado político que, tras la destrucción del Estado hebraico, ha perdido toda fuerza de ley. Lo mismo vale para la religión revelada, que no puede ya ser impuesta una vez que, con el Reino de Dios, ha decaído también el derecho divino.

    En el momento en el que los hebreos reconocieron a otro rey, empezando con el rey de Babilonia, “quedó suprimido el pacto por el que habían prometido obedecer a todo cuanto Dios les comunicara y que constituía el fundamento del reino de Dios” (TTP XIX, 6: G230-231).

    En esta concepción de la teocracia –quizás la más radical en la reflexión política del judaísmo– el dominio de Dios es exclusivo e incompatible con otras formas de dominio. De manera que, retomando el ejemplo de Spinoza, el judío que se ha convertido en ciudadano de la República de Holanda no está obligado a observar el Sábado, dado que la institución no tiene ya “fuerza preceptiva (vim juris)” (TTP XIX, 6: G230). Ni es tampoco concebible la sola observancia religiosa en la esfera privada.

    Si bien siguiendo a Spinoza, a quien cita casi al pie de la letra, Moses Mendelssohn atribuyó, en su tratado teológico-político Jerusalén de 1783, un significado religioso a la constitución mosaica, que describió, en línea con el concepto hebraico de Malkhut Shamajim, como “política celeste” (Mendelssohn, 1990, p. 152). No puede ya repetirse esa “constitución originaria” en la que Estado y religión habían sido un todo, que había “existido una sola vez” y solo Dios sabía “en qué pueblo y en qué siglo se vería nuevamente algo semejante” (loc. cit.). Pero podría conservarse como Zerimonialgesetz, como “ley ceremonial”, es decir, como una “especie de escritura” que remitiera a una forma de vida hebraica (ibid., p. 148). ¿No era este el sentido de la ley mosaica antes de que la constitución degenerara?

    En el siglo XX, cuando resultaba evidente el fracaso del proyecto de emancipación auspiciado por Mendelssohn, resurgió, aunque en un nuevo contexto, el irrenunciable valor político que Spinoza había reconocido a la teocracia hebraica. Si Israel no podía coincidir ni con una soberanía humana legítima ni con una hierocracia, es decir con el gobierno de una casta sacerdotal, entonces la “teocracia” debía ser asumida en un sentido no metafórico.

    Es esto lo que, de Martin Buber a Jacob Taubes, tiene lugar en el registro de la teología política. Para ambos, aquella forma de gobierno que ha distinguido a Israel de las naciones no es más un hecho histórico del pasado: se proyecta más bien hacia el futuro. La teocracia, explica Buber, es “directa”, “absolutamente real” (Buber, 1989, p. 90). Una liga de tribus seminómadas, denominada Israel, en marcha desde Egipto hacia Canáan, proclama Mélekh, Rey, a Dios mismo. Con esto impide que cualquier otro se llamase no solo rey, sino soberano o jefe. La teocracia pone al descubierto la aspiración libertaria de las tribus itinerantes que se doblegaron solamente ante la soberanía de su Liberador divino. Y en modo análogo observa Taubes: “la teocracia se basa en el ánimo fundamentalmente anárquico de Israel” (Taubes, 1997, p. 41). El dominio inmediato de Dios excluye cualquier forma de dominio del hombre sobre el hombre. Pero precisamente porque el dominio que Dios exige es exclusivo, la teocracia no es solamente la forma política del antiguo Israel; atraviesa toda fase de la historia, haciéndola balancear entre el riesgo de caer en una confusión inerte y salvaje, y la actuación del Reino de Dios (cfr. Buber, 1964, pp. 684 y 686).

6. La teocracia del Israel premonárquico tuvo lugar –según Spinoza– una sola vez en el pasado. Sin embargo, de la respublica Hebraeorum pueden extraerse “ciertas enseñanzas políticas” (TTP XVIII). De otro modo no se entendería el sentido de su reflexión tan detenida sobre esta forma teológico-política, sobre su historia, sobre las causas por las que logró subsistir casi sin sublevaciones y, en fin, sobre las causas por las que encontró su ruina.

    El objetivo de Spinoza es ante todo el de rehabilitar el concepto de “teocracia”, purgándolo de toda acepción hierocrática. De esta manera, recorre en reversa el curso de la historia para llegar a aquella escena en la que se inaugura la teología política de Israel, de la que da testimonio la narración del Éxodo, en la cual los hebreos, liberados de la “intolerable opresión de los egipcios”, no se encontraban ya ni sujetos al derecho de otra nación ni sometidos a ningún ser humano. En breve, habían reconquistado su “derecho natural”, pudiendo elegir entre conservarlo para sí mismos o transferirlo a otros. Tomaron en cambio la decisión, para nada obvia, que los distinguió del resto de los pueblos. En palabras de Spinoza: “Decidieron, por consejo de Moisés (…) no entregar su derecho natural a ningún mortal, sino sólo a Dios; y, sin apenas discusión, prometieron todos al unísono [uno clamore] obedecer totalmente a Dios en todos sus preceptos y no reconocer otro derecho aparte del que él estableciera por revelación profética” (TTP XVII, 7: G205).

    Los hebreos renunciaron así al propio derecho natural jurando con un “pacto” y lo transfirieron a Dios “libremente, y no llevados de la fuerza o asustados con amenazas”. Y por su parte, Dios, para que el pacto fuera “válido y duradero y sin sospecha de fraude”, no estipuló nada hasta que no experimentaran “su poder admirable” (loc. cit.). Quien estrechó el berit, el pacto, fue el Dios subversivo del éxodo que hizo salir al pueblo con su brazo tendido: “los conduje como sobre alas de águila y los traje hasta Mí” (Éxodo 19, 4). Fue porque creyeron que podrían salvarse también en el futuro que los hebreos entregaron a Dios omne suum jus, “todo su derecho” (TTP XVII, 7: G205). Fue así como tomó forma una teocracia, un gobierno exclusivo de Dios, en el que “los ciudadanos no estaban sujetos a otro derecho que al revelado por Dios” (TTP XVII, 8: G206).

    Spinoza habla de cives, ciudadanos, y no de súbditos. Lo que remite no solo a la diferencia frente al ejemplo de la monarquía, sino que además indica la libertad que caracteriza el vínculo. Porque el pueblo, que se constituyó como tal a través de ese pacto teológico-político, se doblegó libremente ante la soberanía de Dios, que había roto el yugo de su esclavitud, aceptando así un vínculo extremo de dependencia en el que encontró una nueva libertad. Aquí reside la paradoja de la que surge la teocracia de Israel. Y serán muchos los que retomarán más adelante esta paradoja como objeto de reflexión.

Para Spinoza, que habla incluso de un “pacto” estipulado libremente entre ambas partes, el modelo de referencia es el “contrato” de la filosofía moderna esbozado por Hobbes.[4] Para los filósofos judíos del siglo XX tal contrato es una abstracción, en cuanto que presupone la existencia de sujetos libres de elegir entre la vinculación y la desvinculación, mientras que el berit, el pacto, se remonta a un orden invertido en el que Israel, al ser llamado, se encuentra ya previamente vinculado: una práctica que desconoce la noción de adhesión voluntaria y que, bajo coacción, en la no-libertad, revela un más allá de la libertad.[5]

7. ¿Qué papel atribuye Spinoza a la teocracia respecto a la jerarquía aristotélica de las tres formas de gobierno, es decir la monarquía, la aristocracia y la democracia?

    Después de todo, Flavio Josefo había mantenido una continuidad. Tanto así que había leído la teocracia como el dominio de una casta sacerdotal, aproximándola así a la aristocracia, al dominio de unos pocos y de los mejores.

    En las páginas de Spinoza surge en cambio un hiato que separa a la teocracia de las otras formas de gobierno. En primer lugar, porque se trata de la única constitución teológico-política –mientras que las otras son solo políticas. Además de exigir un dominio exclusivo de Dios, la teocracia impide que se transfiera el derecho a un mortal, prohibiendo el dominio del hombre sobre el hombre. La cesura no podría ser más radical. Entre ellas, al contrario, las tres constituciones se distinguen solamente por el número de mortales destinados a gobernar.

    Spinoza entonces no se limita a introducir la teocracia al lado de las otras formas de gobierno: descompone el lógos tripolitikós. No busca una mediación entre constituciones diversas. En lugar de ello eleva la democracia del lugar al que se encuentra relegada en la jerarquía clásica, la aproxima a la teocracia y, más aún, la revindica como parte de la tradición política hebraica, ofreciendo de ella una interpretación nueva y diversa respecto a la tradición griega y occidental. Se encuentra aquí una de las novedades del Tratado teológico-político, la cual no debe pasar inadvertida.

    El nexo entre teocracia y democracia emerge con claridad desde que Spinoza alude al instante en el que los hebreos estipularon el pacto con Dios y todos, “en virtud de este pacto”, permanecieron “iguales” (TTP XVII, 9: G206). Pues todos tenían el derecho de interpelar a Dios, de recibir e interpretar las leyes, de desempeñar todas las funciones administrativas aeque –adverbio que reaparece continuamente. La igualdad de todos frente a Dios, que la teocracia por definición ratifica, es equiparada a aquella que surge con la democracia (cfr. TTP XVII, 7, 9; XIX, 6). Se sobreentiende aquí que la democracia no oculta en sus márgenes la esclavitud, como si esta forma política pudiera convivir con algún tipo de dominio del amo sobre el esclavo, justificado, como afirmaba Aristóteles, por naturaleza (Política, I, 3, 1253b). La democracia requiere la igualdad porque nace de la renuncia de todos al propio derecho. Deriva del communis consensus (TTP XIX, 6: G230) proclamado uno ore (XVII, 9: G206), con una forma de acuerdo que Spinoza llama también in unum conspirare (XVI, 5: G191), que da lugar a la comunidad de los individuos, es decir a la sociedad democrática que se extiende a la asamblea universal de los hombres (cfr. XVI, 8).

    Si en la teocracia el derecho es transferido a Dios, en la democracia es transferido a la razón (cfr. TTP XIX, 6). De aquí la continuidad –para Spinoza– entre teocracia y democracia, al punto que, según su reconstrucción histórica, la segunda deriva de la primera. Es de la imposibilidad de realizar la teocracia hebraica en toda la rigurosidad de sus términos que, gracias al mismo modelo y a través del testimonio del éxodo, es decir de la experiencia de la liberación de la esclavitud, surge la democracia. Esta última no es por lo tanto una mera extensión cuantitativa de la monarquía y de la aristocracia. Si así fuera, se trataría de una forma híbrida de poder que admitiría el dominio del hombre sobre el hombre y que no respondería al requisito de igualdad. Desconocida en el mundo antiguo, esta forma de democracia habría sido entonces introducida por primera vez con el pacto teológico-político que el pueblo hebreo establece tras el éxodo.

8. Para Spinoza es posible hablar de teocracia en sentido estricto solo por un instante: aquel en el que los hebreos prometieron uno clamore obedecer a los mandamientos de Dios. Es el famoso naassé: “así haremos” (Éxodo 19,8; 24,7). La teocracia pura dura solo el tiempo en el que se pronuncia esa promesa. Inmediatamente después, cuando se acercaron a escuchar las órdenes, quedaron talmente aturdidos por la voz de Dios que pidieron a Moisés que intercediera: “acércate tú y escucha lo que dice el Señor, nuestro Dios, y luego repítenos todo lo que Él diga. Nosotros lo escucharemos y lo pondremos en práctica” (Deuteronomio 5,24). La mediación de Moisés puso fin al gobierno inmediato de Dios. La teocracia pura se disipó con el clamor de esa promesa.

    De manera que el primer pacto fue abrogado, dando lugar a una nueva constitución en la que Moisés era el único encargado de interpretar las revelaciones divinas y de garantizar su ejecución. Se trató casi de un interregno. Y, en efecto, Moisés fue “el único vicario de Dios entre los hebreos” (TTP XVII, 9: G207). Sería sin embargo un error considerar tal gobierno como una monarquía, si bien la divergencia es sutil. Fiel al ideal de la teocracia, que había aterrorizado al pueblo hebreo, Moisés no eligió un sucesor y dejó para administrar un gobierno que “no se podía llamar ni popular, ni aristocrático, ni monárquico, sino teocrático” (TTP XVII, 10: G208). Con tal fin dividió los poderes en legislativo y ejecutivo. Y un sistema prudente de equilibrios políticos y de controles sociales impidió que cualquier mortal usurpara el gobierno y que Dios fuera expropiado.

    El derecho de comunicar las revelaciones divinas y de interpretar las leyes fue atribuido a Aarón, y, por sucesión dinástica, a los Levitas, que habrían de ser entonces los administradores del Templo. El derecho de promulgar los mandamientos y de garantizar su ejecución recayó sobre el comandante supremo, elegido cada cierto tiempo. El primero fue Josué, a quien “la asamblea de los hijos de Israel” debía obedecer, aunque en presencia del sacerdote El’azar (Números 27,20). Uno no podía prescindir del otro: el sumo sacerdote podía interpretar las leyes y dar los responsos divinos, pero solo si ello era requerido por el comandante, y, viceversa, el comandante podía interpelar a Dios cuando lo deseara, pero no podía recibir las órdenes sino a través del sumo sacerdote. La tribu de Leví había sido excluida de la repartición de tierras, destituida de todo poder público y consagrada solo a Dios. El sumo sacerdote, aun siendo el receptor de los decretos de Dios, carecía por tanto del derecho, la autoridad o la fuerza para imponerlos. De otro modo, habría sido un monarca. Y, a su vez, el comandante que poseía el derecho sobre la tierra, no podía interpretar las leyes. Comenta Spinoza: “Por estas prescripciones, impuestas por Moisés a sus sucesores, colegimos fácilmente que él eligió administradores y no dominadores del Estado” (TTP XVII, 14: G209).

    La soberanía de Dios permaneció intacta, ya que los mandamientos divinos eran ley. Así como intacta permaneció la unidad de teología y política. El poder administrado se distinguía entre un aspecto hermenéutico-legislativo y otro pragmático-ejecutivo, que sin embargo siguieron estando estrechamente ligados y, más aún, remitían el uno al otro. En este sentido, la constitución mosaica conservó una forma teocrática.

9. El equilibrio entre el “báculo” y la “espada” no decayó nunca. A ello contribuyó la confederación de las tribus, cada una relativamente autónoma y liderada por un jefe elegido en función de la edad y de la sabiduría. El comandante supremo era necesario solo cuando se debía combatir. Pero también los ejércitos, en los que prestaban servicio todos los ciudadanos entre los veinte y los sesenta años, reflejaban, con su pluralidad tribal, la constitución teocrática. Los soldados no juraban lealtad ni al comandante ni al sumo sacerdote, sino solo a Dios. Y el arca de la alianza marchaba con la retaguardia (cfr. TTP XVII, 13).

    De manera que ninguno, tras la muerte de Moisés, concentró en sus manos a la vez “báculo” y “espada”, desempeñando todas las funciones de la autoridad suprema. Y es aquí que Spinoza vuelve a usar, por segunda vez, el adjetivo theocraticus: “dado que no todas las decisiones dependían de un hombre, ni de un consejo, ni del pueblo, sino que unas cosas eran incumbencia de una tribu y otras, con igual derecho, de las demás tribus, se sigue con toda evidencia que, a partir de la muerte de Moisés, el Estado ya no era monárquico ni aristocrático ni popular, sino, como ya hemos dicho, teocrático” (TTP XVII, 15: G211). Y explica con detalle los motivos.

    En primer lugar, el “palacio real” era el Templo: una especie de corte de la Suprema Majestad del gobierno (loc. cit.). El edificio, construido a expensas del pueblo entero, y que representaba el corazón de la “república divina”, tenía dos características. Por un lado, era juris communis, de “derecho común”, con la finalidad de que todos pudieran igualmente interpelar a Dios (TTP XVII, 11, 15). Este uso común del Templo era el vínculo que unía indisolublemente la confederación de las Tribus de Israel. La comunidad se fundaba en el Templo. Por otro lado, el Templo era el lugar de un no-lugar, la Presencia de una Ausencia: la memoria de la Soberanía divina. De haber sido colmado este vacío resguardado en el Templo, el vínculo entre las tribus se habría disuelto y la teocracia habría llegado a su fin.[6]

    A esto agrega Spinoza un segundo motivo: “todos los ciudadanos debían jurar fidelidad a Dios, su juez supremo, único al que habían prometido obedecer incondicionalmente en todo” (TTP XVII, 15: G211). La obediencia, que Spinoza describe con un dejo de admiración, y en la cual identifica el vínculo de la teocracia hebraica, no podía estar dirigida sino a Dios, porque de otra manera hubiera admitido el dominio del hombre sobre el hombre. Lo que no podía ocurrir ni siquiera en tiempos de guerra. Por ello el tercer motivo es que “cuando era necesario un supremo jefe militar, no era elegido por nadie, sino tan sólo por Dios” (loc. cit.).

    Así, la teocracia mosaica se rigió a partir de un prudente equilibrio de poderes, entre los cuales no debía haber necesariamente armonía, como de hecho no la hubo (Éxodo 32,31; Levítico 10,16). Lo que cuenta, sin embargo, es que “báculo” y “espada” no cayeron nunca en las mismas manos (cfr. Números 27,16-21). Este equilibrio es elogiado por Spinoza en más de una ocasión. Quienes dirigían el Estado no podían enmascarar un crimen bajo la apariencia del derecho, ya que la interpretación del derecho era una prerrogativa de otros. Así, “a los príncipes de los hebreos se les evitó una causa importante de crímenes, puesto que todo derecho de interpretar las leyes fue otorgado a los levitas” (TTP XVII, 17: G212).[7]

    Por lo demás, el ejercicio hermenéutico, condición –según Spinoza– del buen gobierno de la res publica, era tarea del “pueblo entero”: “se ordenó que cada uno individualmente leyera y releyera de continuo y con suma atención El libro de la ley” (loc. cit.).

    A limitar los abusos de poder por parte de los jefes contribuyó la ausencia de un ejército mercenario y con ello el hecho, “de suma importancia”, de que el ejército fuera reclutado de entre todos los ciudadanos que, además, “luchaban, no por la gloria del príncipe, sino por la gloria de Dios y sólo se lanzaban al combate una vez obtenida la respuesta de Dios” (TTP XVII, 18: G213). Se comprende así que, puesto que quien era soldado en el campamento era ciudadano en el foro, no se pudiera desear más la guerra que la paz.

    En fin, todos los jefes de tribu destacaban sobre los demás no “por su nobleza o por derecho de sangre, sino que sólo tenía en sus manos el gobierno del Estado en razón de su edad y virtud” (TTP XVII, 21: G214). Y eran “aliados”, asociados, miembros de una confederación cuyo “vínculo” era la religión (TTP XVII, 19).

    ¿Qué fue entonces lo que provocó la completa destrucción del Estado de los hebreos? No la “desobediencia del pueblo”, sostiene Spinoza (TTP XVII, 27). El equilibrio decayó más bien cuando los sumos sacerdotes se apropiaron la autoridad de legislar y de administrar los asuntos públicos. En breve: usurparon el “derecho de principado” (TTP XVIII, 4: G222). Quisieron reinar al mismo tiempo que conservaban el sumo sacerdocio. La división funcional degeneró en un conflicto entre poderes, reinos y espadas. La soberanía teocrática se hizo añicos. Y así, con esta transición, todo menos dolorosa, de la teocracia mosaica a la teocracia hierocrática, el Estado hebraico finalmente pereció. Se trata aquí del primer Estado –precisa Spinoza– y no del segundo, que era “apenas la sombra del primero”, en cuanto ya plenamente una hierocracia. No sorprende entonces que Jerusalén, llamada la “ciudad rebelde”, fuera tomada y que el Templo mismo quedara en ruinas (cfr. Ezra 4, 12.15). Al contrario de lo que pensaba Flavio Josefo, para Spinoza la hierocracia no había preservado el derecho divino.

10. Si la respublica Hebræorum se extinguió para siempre, ¿qué sentido puede tener entonces discutirla si, además, no puede ni debe ser imitada? Es cierto que –como subraya el mismo Spinoza– presenta multa dignissima, “numerosos elementos dignos de señalar y que quizá fuera muy aconsejable imitar” (TTP XVIII, 1: G221).[8] Pero ¿para qué reconstruir su historia? ¿Qué permanece en el fondo de aquella forma arcaica? ¿Qué enseñanzas podrían sacarse de ahí para la época moderna? ¿Constituye la teocracia del antiguo Israel un modelo para Spinoza? ¿O más bien una advertencia?

    Es difícil creer que se pueda comprender la reflexión política de Spinoza si se deja de lado el largo relato que dedica al Estado de los hebreos, así como es difícil creer que el Tratado teológico-político se reduzca a ser una “lucha contra la «teocracia»”.[9]

    La cuestión parece mucho más compleja. Ha sido Balibar quien ha reconocido que, en Spinoza, “las relaciones entre religión y política parecen condenadas a la «impureza»”, preguntándose si esto no sea “un punto de fuerza” (1985, p. 56). Después de todo, en el Tratado teológico-político la jerarquía tradicional de las formas de gobierno se deconstruye precisamente a través de la introducción de la teocracia, que simplemente no encaja junto a las otras.

    No se trata, entonces, de reconstruir una forma arcaica ya sea por interés de anticuario o con el fin veleidoso de revitalizarla. Más bien, el objetivo es indicar el lugar teológico-político del que surgen las categorías políticas.[10] Si por un lado la “teocracia” parece indicar una singularidad histórica, en cuanto tal única e irrepetible, por el otro esta misma singularidad se caracteriza no solo por los efectos producidos en la historia del pueblo judío, sino también por la huella dejada en la historia de la humanidad. Por medio de esta huella indeleble la teocracia hace ver la imposibilidad de que las formas políticas surgidas en la modernidad sean del todo contemporáneas, o mejor, del todo actuales. Es como si se pudiera reflexionar acerca de cada forma a partir de la representación del poder puesta en acto por la teocracia, que deviene casi el arquetipo de toda otra forma de gobierno. De aquí la precisión con la que Spinoza la describe.

    Pero hay más. El contexto teológico-político no solo da lugar a una reflexión sobre las diversas constituciones. Es necesario rastrear el vínculo entre teocracia y democracia. En el momento en el que los hebreos transfirieron su poder a Dios, en cuanto que no lo transfirieron a ningún hombre, hacen su entrada en la escena de la historia como ciudadanos iguales, con los mismos derechos, e inauguran así una igualdad desconocida en el mundo, que no deja margen alguno a la esclavitud. Y esta igualdad es la base de la democracia. Lo que quiere decir no solo que la democracia proviene históricamente de la teocracia hebraica, sino además que la democracia puede ser repensada a la luz de la teocracia. Lo que caracteriza la teocracia es, para Spinoza, el uso común del Templo, o sea de la morada de Dios. La comunidad de los iguales surge con este uso común. La soberanía de los ciudadanos es remitida a un lugar que, aunque común, está separado y vacío. Es de hecho el lugar de Dios en medio de ellos. Nadie puede ocuparlo, a menos que no sea en cuanto vicem Dei, en cuanto vicario de Dios (TTP XVII, 17). Es lo que ocurre con Moisés, que sin embargo es consciente del riesgo de que tal vacío pueda ser colmado y por lo tanto desaparecer. Y ¿cuántos usurpadores no se habrían de apropiar de él? Sacerdotes y tiranos, déspotas y reformadores. Proteger ese lugar, mantenerlo vacío, es la dificultad propia tanto de la teocracia como de la democracia. En la teocracia mosaica los vicarios administraron el gobierno “como si el rey estuviera ausente y no muerto” (TTP XIX, 14: G234). Si el Dios de Israel remite con su Presencia a su Ausencia, y resguarda el lugar que es fundamento de la comunidad, ¿de qué manera, en la democracia, será protegido ese vacío por la razón? También la comunidad de ciudadanos, que se constituye en la democracia, tiene necesidad, si no de un Templo, de un lugar común que exceda el escenario político. Así, debemos preguntarnos de qué manera la confederación hebraica, que constituyó un modelo para Spinoza, pueda ser un punto de referencia para la comunidad del mundo globalizado.

    Spinoza no se pronuncia acerca del futuro de la Respublica Hebræorum. Este tema se relaciona con el de la “vocación” de los hebreos, que es leído en clave política.[11] Los pueblos se distinguen entre sí “por la forma de su sociedad y de las leyes bajo las cuales viven y son gobernados”. El pueblo hebreo “no fue elegido por Dios (…) sino a causa de su organización social y de la fortuna, gracias a la cual logró formar un Estado y conservarlo durante tantos años” (TTP III, 6: G47). Para apoyar esta tesis suya, Spinoza se remite a la “Escritura”. Los hebreos se distinguieron por el buen gobierno, es decir, por la teocracia fundada sobre las “leyes del Antiguo Testamento”, que “sólo fueron reveladas y prescritas a los hebreos; puesto que (…) Dios sólo los había elegido para formar una sociedad y un Estado singulares” (TTP III, 6: G48).

    Tras la destrucción del Estado hebraico, ¿cómo entender la elección? ¿Máxime cuando los judíos, aunque dispersos, sobrevivieron? ¿Se extinguió acaso su misión? ¿La elección es temporal o eterna? Para Spinoza, puesto que se encuentra ligada a la historia, es temporal. Y, aun así, sin anticipar el futuro, entre temor profético y esperanza realista, escribe: “podría creer sin titubeos que algún día los hebreos, cuando se les presente la ocasión (¡tan mudables son las cosas humanas!) podrán reconstruir su Estado y ser nuevamente elegidos por Dios” (TTP III, 12: G57).

Referencias

Buber, M. (1964). Werke (Schriften zur Bibel) (Vol. II). Lambert Schneider.

Buber, M. (1989). La regalità di Dio. (M. Fiorillo, Trad.). Marietti.

Étienne, B. (1985). Spinoza et la politique. PUF.

Flavio Josefo. (2007). Contro Apione. (F. Calabi, Trad.). Marietti.

Krochmalnik, D. (2003). «Gott herrscht». Über die Theokratie in Israel. En B. Fragner, & et al (Edits.), Religiöses Bekenntnis und Politisches Interesse (págs. 66-105). Universität Verlag Bamber.

Lévinas, E. (2004). Avete riletto Baruch? En Difficile libertà. Saggi sul giudaismo (S. Faccioni, Trad., págs. 141-150). Jaca Book.

Levy, Z. (1989). Baruch or Benedict. On Some Jewish Aspects of Spinoza’s Philosophy. Peter Lang.

Lorberbaum, M. (2006). Spinoza’s Theological-Political Problem. Hebraic Political Studies (2), 203-223.

Mendelssohn, M. (1990). Jerusalem ovvero sul potere religioso e sullebraismo. (G. Auletta, Trad.). Guida.

Novak, D. (1997). Spinoza and the Doctrine of the Election of Israel. Studia spinoziana (Spinoza and the Jewish Identity) (13), 81-99.

Proietti, O. (2003). La città divisa. Il Calamo.

Smith, S.B. (1997). Spinoza, Liberarlism and the Question of Jewish Identity. Yale University Press.

Taubes, J. (1997). Escatologia occidentale. (M. Ranchetti, Trad.). Garzanti.

[1] A partir del criterio del bien común, Aristóteles distingue ulteriormente entre las formas rectas y sus degeneraciones, que son: tiranía, oligarquía y oclocracia. Cfr. Aristóteles, Política 1279 a-b.

[2] Así Flavio Josefo, relatando una disputa entre judíos que se habían presentado ante Pompeyo, observa que “la nación estaba disgustada (…) y no quería someterse a un rey, dado que era usanza del país obedecer a los sacerdotes” (Antigüedades judías 2, XIV, 41).

[3] Para una reconstrucción detallada de las citaciones, cfr. Proietti, 2003, pp. 47-51.

[4] Cfr. Hobbes, Leviatán, I.13. Cfr. Levy, 1989, p. 76.

[5] Es la crítica que resta todavía en el ensayo en el que Lévinas (2004) reconsidera sus posiciones precedentes respecto a Spinoza.

[6] Es por esto que la tribu de Leví, expropiada desde el origen de toda posesión, fue encomendada al servicio del Templo.

[7] Cfr. Deuteronomio 21, 5.

[8] Steven B. Smith (1997, pp. 146-147) insiste sobre este punto, sosteniendo que para Spinoza la teocracia es un modelo imitable.

[9] Cfr. Nadler, 2009, p. 315. También en otros puntos Nadler parece malinterpretar las páginas de Spinoza, por ejemplo, cuando afirma que la primera confederación hebraica habría resultado “debilitada por la división del poder entre el rey (¡sic!) y los levitas”. Cfr., ibid., p. 313.

[10] Para el nexo entre religión y política cfr. Lorberbaum, 2006.

[11] Es discutible si Spinoza invierte la doctrina clásica, como sostiene Novak (1997).

La democracia de Spinoza: Las pasiones de los agenciamientos sociales

Hardt, M. (2020). La democracia de Spinoza: Las pasiones de los agenciamientos sociales. Círculo Spinoziano. 2(2), 26-35.

(pdf)

Michael Hardt –
La democracia de Spinoza:
Las pasiones de los agenciamientos sociales

Traducción del inglés:
Guido Starosta

 

El Tratado político de Spinoza es, según Antonio Negri (1992, p. 17), la obra que funda el pensamiento político democrático moderno en Europa. En oposición a la noción antigua de democracia, que consideraba las libertades y participación de la ciudadanía dentro de los límites de la polis, la democracia de Spinoza se extiende igualmente a lo largo y a lo ancho de todo el plano universal. Este es el sentido en el que Spinoza propone a la democracia como la forma de gobierno “completamente absoluta”, omnino absolutum imperium (Tratado político, capítulo XI, parágrafo 1). Si es cierto que la noción de democracia de Spinoza mantiene una posición central en el pensamiento político moderno, no puede decirse, sin embargo, que su concepción corresponde a nuestra realidad política o, incluso, que haya sido adoptada por las corrientes más importantes de la teoría política moderna. Más bien, la democracia de Spinoza puede considerarse central en el sentido de que permanece continuamente presente como un enigma y como un modelo a través del cual son medidas nuestras formas políticas y nuestras teorías. En contraste con la mayoría de las propuestas modernas sobre la democracia, las cuales sostienen que el gobierno democrático funciona indirectamente a través del establecimiento de contratos y de la transferencia de los derechos de los ciudadanos, la democracia de Spinoza requiere de la expresión inmediata y directa, o de la participación, del campo social entero. Esta noción spinoziana es fundamental para nuestro pensamiento político contemporáneo, pero no el sentido de que ha sido aceptado completamente y realizado; funciona, en cambio, como una anomalía o presión que nos fuerza continuamente a repensar y criticar nuestras propias nociones del gobierno democrático. Spinoza permanece presente dentro del pensamiento político moderno como una fuerza subversiva.

     Podemos apreciar la fuerza de este enigma o aporía examinando una de las propuestas democráticas centrales de Spinoza: que el “derecho natural” de un sujeto nunca puede ser transferido a otro, propuesta que demuestra el rigor y la radicalidad de la democracia spinoziana. Consideremos solo dos ejemplos relacionados de esta. “Respecto de la política, la diferencia entre Hobbes y yo […] consiste en esto: que yo preservo continuamente intacto el derecho natural de forma que el Poder supremo en un Estado no tiene más derecho sobre el sujeto que el proporcional al poder a través del cual es superior al sujeto. Esto es lo que siempre ocurre en el estado de naturaleza” (Carta 50 a Jarig Jelles). El rechazo de Spinoza a la transferencia o alienación de derechos implica, por supuesto, un rechazo al poder de los contratos o, más bien, una subordinación constante del contrato a la voluntad cambiante del sujeto. “La promesa hecha a alguien […] mantiene su valor mientras no cambie la voluntad de quien hizo la promesa. Así pues, si quien, por derecho natural, es su propio juez, llega a considerar […] que de la promesa hecha se le siguen más prejuicios que ventajas, se convence de que debe romper la promesa y por derecho natural la romperá” (Tratado político, capítulo 2, parágrafo 12)[1]. El deseo del sujeto tiene así prioridad sobre cualquier transferencia o representación de autoridad, sobre cualquier fuerza de orden externa.

   Desde la perspectiva de las corrientes principales del pensamiento democrático moderno, este conjunto de proposiciones, que remiten el estado civil al estado de naturaleza, parece abierto a dos posibilidades o dos problemas para la política. Por un lado, el rechazo a la transferencia de derechos y, en consecuencia, a los contratos sociales, parece hacer imposible la mayoría de las estrategias modernas para la construcción y mantenimiento del orden social y, por ende, deja el estado civil vulnerable al caos de la naturaleza que Hobbes y otros temían. Por el otro, si el uso que hace Spinoza de la naturaleza no nos remite a una competencia irracional y desorganizada sino a un estado de orden, entonces su “derecho natural” parece referirnos a una noción preconstituida, teológica del orden natural que dictaría en algún sentido la relación de los sujetos sociales y limitaría así nuestra libertad.

    Ninguna de estas alternativas nos da, sin embargo, una interpretación adecuada de la posición de Spinoza. Cuando Spinoza se refiere al derecho natural no está invocando ni a un orden social fijo y eterno ni a un estado de caos y destrucción; está apuntando a un proceso de organización y formación que transforma la naturaleza misma. “El naturalismo spinoziano”, explica Étienne Balibar (1985, p. 48), “no priva a la noción de historia de su significado; al contrario, la naturaleza no es más que una nueva forma de pensar la historia”. Spinoza libera a la naturaleza de cualquier fijeza ontológica y la llena con una dinámica productiva. La cuestión del derecho, entonces, debería remitirse a la plasticidad y la constitución de la naturaleza, a la genealogía de la naturaleza misma y a las fuerzas que la componen. El rechazo a los contratos y a cualquier otra forma de transferencia subraya todavía más la centralidad de este proceso de constitución en la democracia spinoziana. Desde la perspectiva de la mayoría de los teóricos modernos tales como Hobbes, Rousseau, Hegel y Kant, el rechazo a la prioridad de la validez de los contratos parece dejar un agujero en el centro de la teoría social spinoziana, haciendo al orden social vulnerable a las vicisitudes del sentimiento popular irracional. La democracia spinoziana, en otras palabras, debe reconocerse, primero, en términos de lo que niega, de lo que le falta. Sin embargo, desde una perspectiva spinoziana, este “vacío” dejado por la autoridad racional del Estado se llena con las prácticas de las masas. Estas son las fuerzas que hacen posible concebir una democracia directa y radical, y esto, me parece, es lo que necesita ser captado de forma de apreciar el enigma de la política de Spinoza.

     Antonio Negri es quizás el teórico contemporáneo que ha desarrollado de forma más completa las posibilidades radicalmente democráticas del pensamiento de Spinoza. Negri explica que el vacío dejado en la teoría social spinoziana por el rechazo a las estructuras normativas o morales fijas, es el espacio ocupado por la práctica ética de la multitud[2]. En contraste con la masa (vulgus), que sin guía exterior solo puede actuar casual y destructivamente, la multitud (multitudo) es capaz de actuar de acuerdo a sus propios deseos, transformándose a sí misma y a su mundo. En este sentido, la multitud es el sujeto de la democracia spinoziana, el sujeto que actúa en el vacío donde las otras teorías modernas pondrían mecanismos de contrato, representación o control estatal. La distinción terminológica entre masa y multitud no debería ser entendida, sin embargo, como una oposición entre fuerzas sociales racionales e irracionales; las prácticas de la multitud no deberían ser entendidas ni como racionales ni como irracionales, sino, principalmente, en término de una lógica del deseo y las pasiones. En este sentido, el pensamiento político spinoziano es, en realidad, una genealogía de las pasiones del cuerpo social. Para entender la democracia como la práctica de la multitud hay que penetrar, entonces, en la profundidad de las fuerzas inmanentes de la organización, las cuales construyen y forman la naturaleza misma y apoyan una democracia directa y radical, por fuera de cualquier marco de orden contractual, representacional o moral. En otras palabras, la comprensión de la democracia spinoziana requiere que reconozcamos, en primer lugar, el proceso político y ontológico que Negri denomina constitución: el motor productivo y organizacional que empuja a la multitud.

     El desarrollo de esta teoría política en los textos de Spinoza permanece, por supuesto, incompleto. El capítulo del Tratado político sobre la democracia nunca se terminó[3]. Sin embargo, cuando reconocemos las presiones que pone Negri sobre la noción de democracia y comprendemos las funciones constitutivas que debe cumplir la multitud, obtenemos una clave para descubrir los elementos de esta democracia existentes en otros textos de Spinoza. De hecho, a la luz de esto, podemos reconocer cómo la obra de Gilles Deleuze sobre Spinoza, si bien no se ocupa principalmente de temas directamente políticos, es fundamental para la comprensión adecuada de la política de Spinoza. La investigación de Deleuze sobre las potencias de los cuerpos y la lógica de sus interacciones define una mecánica interna y elabora la lógica pasional y corpórea que sostiene a la multitud como el sujeto de la democracia. Este es el campo de fuerzas que llena lo que desde una perspectiva tradicional aparece como el “vacío” de la democracia spinoziana.

   En el corazón de la interpretación de Deleuze se encuentra la comprensión de la práctica ontológica de Spinoza: la noción de una práctica corpórea e intelectual capaz de intervenir en, y constituir a, la naturaleza misma[4]. Deleuze no busca los mecanismos de esta práctica inmediatamente en grandes construcciones sociales, sino que se centra, más bien, a nivel micro y en la interacción elemental entre cuerpos conducidos por el deseo. Las cuestiones éticas de la práctica deben considerarse, a este nivel, en términos de los afectos: afecciones pasivas y activas. Spinoza define las afecciones pasivas o pasiones, como aquellas causadas por fuerzas exteriores y que, en tanto su producción está fuera de nuestro control, permanecen contingentes respecto de nosotros, pudiendo resultar tanto en tristeza como en alegría. Las afecciones activas o acciones están causadas por nosotros mismos y son así tanto alegres como necesarias –esto último en el sentido de que la alegría que producen no es casual sino que retorna continuamente. Sin embargo, Deleuze insiste en que tenemos que concebir la lógica de esta dinámica productiva a un nivel muy local, en el cual las fuerzas que nos rodean sobrepasan enormemente nuestra propia potencia; aquí nuestros cuerpos y mentes están dominados no solo por afecciones pasivas en vez de activas, sino por pasiones tristes más que alegres. Este es el punto de partida para el trayecto ético a seguir. La alegría, en términos de Spinoza, no es otra cosa que el incremento de nuestra potencia y es así el hilo conductor de cualquier proyecto político y ético. “La cuestión ética”, explica Deleuze, “se divide, entonces, en dos partes: ¿Cómo podemos llegar a producir afecciones activas? Pero, y antes que nada, ¿cómo podemos llegar a experimentar pasiones alegres?” (1991, p. 246). ¿Cómo podemos comenzar una práctica de alegría? De hecho, esta tensión ética respecto de la alegría es, como veremos enseguida, el motor que conduce la constitución colectiva de la multitud.

     Deleuze sugiere que comencemos nuestra investigación de esta dinámica constitutiva observando más de cerca la física de los cuerpos de Spinoza. La estructura del cuerpo, explica Deleuze, debería comprenderse como un sistema de relaciones entre las partes del cuerpo. “Al investigar cómo estas relaciones varían de un cuerpo a otro, tenemos una forma de determinar directamente las similitudes entre dos cuerpos, por más dispares que puedan ser” (p. 278). En otras palabras, nuestra investigación de las estructuras o relaciones que constituyen el cuerpo nos permite reconocer relaciones comunes que existen entre nuestro cuerpo y otro cuerpo. Un encuentro entre nuestro cuerpo y este otro cuerpo será necesariamente alegre, dado que la relación común garantiza la compatibilidad y la oportunidad de componer una nueva relación, un nuevo cuerpo, incrementando así nuestra potencia. Precisamente de esta manera el análisis de los cuerpos nos permite comenzar un proyecto práctico. Al reconocer composiciones o relaciones similares entre cuerpos, tenemos un criterio necesario para la primera selección ética de la alegría: somos capaces de favorecer encuentros compatibles (es decir, pasiones alegres) y evitar los incompatibles (es decir, pasiones tristes). Cuando hacemos esta selección comenzamos el proceso de producción de nociones comunes. “Una noción común”, explica Deleuze, “es siempre una idea de la similaridad de composición en los modos existentes” (p. 275). La formación de nociones comunes constituye el primer paso de una práctica ética.

     La primera idea adecuada que podemos tener, es decir, la primera idea activa que contiene o envuelve a su propia causa, es el reconocimiento de algo en común entre dos cuerpos; esta idea adecuada nos conduce inmediatamente a otra. De esta manera podemos proceder en nuestro proyecto constructivo de devenir activos en vez de pasivos. La experiencia de alegría es la chispa que pone en movimiento la progresión ética. Según Deleuze, “cuando encontramos un cuerpo acorde al nuestro, cuando experimentamos una afección pasiva alegre, nos vemos inducidos a formar la idea de lo que es común entre ese cuerpo y el nuestro” (p. 282). El proceso comienza con la experiencia de alegría. Este encuentro casual con un cuerpo compatible nos permite o induce a reconocer una relación común, a formar una noción común. Sin embargo, aquí están teniendo lugar dos procesos que, Deleuze insiste, deben mantenerse separados. En el primer momento, nos esforzamos tanto por evitar las pasiones alegres que disminuyen nuestra potencia como por acumular pasiones alegres. Este esfuerzo de selección incrementa nuestra potencia, pero no al punto de devenir activos: las pasiones alegres son siempre el resultado de una causa externa y siempre indican una idea inadecuada. “Debemos, entonces”, insiste Deleuze, “con la ayuda de las pasiones alegres, formar la idea de lo que hay de común entre algún cuerpo externo y el nuestro. Porque solo esta idea, esta noción común, es adecuada” (p. 283). El primer momento, la acumulación de pasiones alegres, prepara la condición para este salto que nos provee de una idea adecuada y así, de una acción en lugar de una pasión –una alegría que producimos nosotros mismos, que no es más el fruto de la casualidad sino necesaria, que retorna continuamente.

     Con esta constitución práctica de nociones comunes, Spinoza ha dado una visión radicalmente nueva de la ontología y la naturaleza. El ser no puede considerarse más un arreglo dado u orden; aquí el ser es el agenciamiento de relaciones “componibles”. Debemos tener en mente, sin embargo, que el elemento esencial para la constitución ontológica sigue siendo la focalización spinoziana en la causalidad, en la “productividad” y “producibilidad” del ser. La noción común es el agenciamiento de dos relaciones componibles que crean una nueva y más poderosa relación –un cuerpo nuevo, más poderoso. Este agenciamiento, sin embargo, no es una mera composición casual sino una constitución ontológica, dado que el proceso envuelve la causa dentro de este nuevo cuerpo mismo. La estrategia práctica de formación de nociones comunes, de agenciamientos ontológicos, ha convertido la investigación ontológica en un proyecto ético: devenir activo, devenir adecuado, devenir ser. La práctica constitutiva de Spinoza define la serie productiva: de las pasiones alegres a las nociones comunes y, finalmente, a las afecciones activas. La composición que resulta en esta secuencia es la constitución misma del ser[5].

     Si ahora nos concentramos en el terreno político, encontraremos que esta lógica de agenciamiento presentada en la formación de las nociones comunes es la misma que juega un rol central en la formación de la multitud. La multitud, en otras palabras, no es un elemento fijo o dado de la escena política, sino que está continuamente hecha y deshecha de acuerdo con la composición y descomposición de sus relaciones. La teoría del poder (de la potencia) y de los cuerpos que hemos examinado hasta aquí, se traduce en la teoría de Spinoza del derecho natural, en términos de la práctica política. “Todo lo que un cuerpo puede hacer (su potencia)”, escribe Deleuze, “es también su ‘derecho natural’” (p. 257). Para entender esta proposición del derecho natural, tenemos que reconocer cómo la lógica interna de Spinoza sobre el agenciamiento y la constitución guía aquí el razonamiento. La constitución política sigue la lógica de los afectos.

    Como ya vimos en términos del cuerpo, Spinoza insiste en que comencemos nuestro pensamiento político desde el menor nivel de potencia, desde el punto más bajo de organización social. De la misma forma que nadie nace activo, tampoco nadie nace ciudadano. Cada elemento de la sociedad spinoziana debe constituirse internamente con los elementos disponibles, por los sujetos constituyentes (sean ignorantes o educados), sobre la base de las afecciones existentes (sean pasiones o acciones). Sabemos que la condición humana está caracterizada predominantemente por nuestra debilidad, que las fuerzas que nos rodean en la naturaleza sobrepasan con creces nuestra fuerza y que, entonces, nuestra potencia de ser afectados está llena en su mayoría por afecciones pasivas más que activas. Esta devaluación es, sin embargo, una afirmación de nuestra libertad. Cuando Spinoza insiste en que nuestro derecho natural es coextensivo a nuestra potencia, esto significa que ningún orden social puede ser impuesto por ningún elemento trascendente, por nada fuera del campo de fuerzas inmanente. Siendo así, cualquier concepción del deber o la obligación, o cualquier mecanismo de contrato o representación, debe ser secundario con respecto a, y dependiente de, la afirmación de nuestra potencia. La expresión de la potencia libre de cualquier orden moral es el principio ético primario de la sociedad. “Llevar al máximo lo que podemos hacer”, explica Deleuze, “es, propiamente, la tarea ética. Es aquí donde la ética de Spinoza toma el cuerpo como modelo: pues todo cuerpo extiende su potencia tan lejos como puede. En cierto sentido, todo ser, cada momento, lleva al máximo lo que puede hacer” (1991, p. 269). Esta formulación ética no pone el acento principalmente en las limitaciones de nuestra potencia, sino que pone una dinámica entre el límite y lo que podemos hacer: cada vez que alcanzamos un punto extremo, lo que podemos hacer se incrementa para moverse más allá de ese punto. La tarea ética subraya nuestro esfuerzo material (conatus) moviéndose en el mundo para expresar nuestra potencia más allá de los límites dados del arreglo u orden presente. Este esfuerzo ético es la expresión abierta de la multiplicidad. La concepción de Spinoza acerca del derecho natural presenta, entonces, el liberarse del orden [freedom from order], la libertad de la multiplicidad, la libertad de la sociedad en la anarquía.

     La sociedad descrita por este estado de naturaleza inicial nos presenta, sin embargo, en una condición invivible –o, más precisamente, nos presenta en el punto mínimo de nuestra potencia. En el estado de naturaleza así concebido, experimento encuentros casuales con otros cuerpos que tienen muy poco en común con el mío, dado que estamos determinados predominantemente por pasiones. En esta condición no solo mi potencia de ser afectado está llena predominantemente por afecciones pasivas, sino que, además, estas afecciones pasivas son en su mayoría tristes. Así como previamente nos movimos de las afecciones pasivas a las activas, ahora debemos descubrir un pasaje para el incremento de nuestra potencia desde el derecho natural al civil. “Sólo podría haber una forma de hacer vivible el estado de naturaleza”, sostiene Deleuze, “esforzándose en organizar los encuentros” (pp. 260-261). El estado civil es el estado de naturaleza hecho vivible o, más precisamente, es el estado de naturaleza infundido con el proyecto de incrementar nuestra potencia. Cómo vimos antes, el incremento de nuestra potencia involucra la organización de relaciones componibles y, consecuentemente, la constitución de una segunda naturaleza. Dice Spinoza: “Si dos se ponen mutuamente de acuerdo y unen sus fuerzas, tienen más poder juntos y, por tanto, también más derecho sobre la naturaleza que cada uno por sí solo. Y cuantos más sean los que estrechan así sus vínculos, más derecho tendrán todos unidos” (Tratado político, capítulo II, parágrafo 13). El corazón de la política spinoziana está orientado, entonces, hacia la organización de los encuentros sociales, de forma de estimular relaciones útiles y componibles. El derecho natural no está negado en el pasaje al derecho civil, como sucede en las concepciones dialécticas de la sociedad, sino que está preservado e intensificado.

     En esta transformación, la multiplicidad de la sociedad se convierte en una multitud. La multitud permanece contingente en el sentido de que está siempre abierta al antagonismo y al conflicto, pero a través de su dinámica de incrementar su potencia alcanza un plano de consistencia; tiene la capacidad de poner la normatividad social como derecho civil. La multitud es la multiplicidad hecha potente. La concepción de Spinoza del derecho civil complementa, entonces, la primera noción de libertad con una segunda: de la libertad frente al orden a la libertad de organización. La libertad de la multiplicidad deviene así la libertad de la multitud, y Spinoza define el gobierno de la multitud como democracia. En el pasaje de la libertad, desde la multiplicidad hasta la multitud, Spinoza compone e intensifica la anarquía en la democracia. La democracia spinoziana, el gobierno absoluto de la multitud a través de la igualdad de sus miembros constitutivos, está fundada en lo que Deleuze denomina “el arte de organizar encuentros” (p. 262). La noción común corpórea, el cuerpo social adecuado, adquiere forma material en la multitud.

     Esta interpretación de la política de Spinoza pone una rigurosa lógica de agenciamiento corpórea y pasional, orientada hacia la alegría colectiva. La multitud así concebida remueve del pensamiento democrático cualquier esquema idealista o racionalista, cualquier forma de representación o mediación, y cualquier proceso contractual de abstracción de los deseos materiales de los sujetos sociales colectivos existentes. Esta lógica de constitución y agenciamiento llena el bache dejado por el rechazo de los mecanismos contractuales y representacionales con una dinámica social productiva. La pasión y la corporeidad de la multitud, y la inmanencia y apertura de su horizonte, sirven no solo para subvertir las corrientes principales del pensamiento político democrático, sino también para proponer una noción alternativa de democracia. Spinoza nos muestra cómo puede ser la democracia revolucionaria. “La innovación de Spinoza es, de hecho, una filosofía del comunismo; su ontología no es otra cosa que una genealogía del comunismo” (Negri, 1992, p. 163). Si ciertamente, como sostiene Antonio Negri, la historia ha alcanzado en cierta forma la visión de Spinoza, quizás, entonces, su democracia revolucionaria pueda muy pronto dejar de ser un enigma para comenzar a ser una realidad.

 

Referencias

Balibar, E. (1989). Spinoza, the Anti-Orwell: The Fear of the Masses. Rethinking Marxism 2(3). 104-139.

— (1985). Spinoza et la politique. París: Presses Universitaires de France.

Deleuze, G. 1991. Expressionism in Philosophy: Spinoza, trad. M. Joughin. Nueva York: Zone Books.

Hardt, M. 1993. Gilles Deleuze: An Apprenticeship in Philosophy. Minneapolis: University of Minnesota Press.

Negri, A. 1991. The Savage Anomaly: The Power of Spinoza´s Metaphysics and Politics, trad. M. Hardt. Minneapolis: University of Minnesota Press.

— (1992). Spinoza sovversivo. Roma: Antonio Pellicani Editore.

[1] Nótese que este rechazo de los contratos en el Tratado político se opone al discurso de Spinoza sobre los contratos en el Tratado teológico-político, escrito como diez años antes. Mi discusión se centra aquí en el trabajo posterior, considerándolo para este propósito como una expresión más madura del pensamiento político de Spinoza.

[2] Para un análisis del término “multitudo” en la obra de Spinoza, ver Negri (1991, pp. 187-190; 1992, pp. 71-83) y Balibar (1985, pp. 84-87; 1989, pp. 104-128).

[3] Para una construcción hipotética del capítulo faltante sobre la democracia en el Tratado político de Spinoza, ver el artículo de Negri “Relinqua Desideratur: Congettura per una definizione del concetto di democrazia nell´ultimo Spinoza”, ahora incluido en Negri (1992). “Mi conjetura”, escribe Negri (1992, p. 84; traducción de M. Hardt), “es que la democracia spinoziana […] debe ser concebida como una práctica de singularidades que se entretejen en un proceso de masas o, mejor, como pietas que forma y constituye las relaciones recíprocas únicas que se extienden entre la multiplicidad de sujetos que constituyen la multitud”.

[4] Examino in extenso la lectura de Deleuze sobre Spinoza en Hardt (1993), capítulo 3, en particular las pp. 87-111.

[5] Para un breve resumen de esta noción de constitución ontológica, ver Hardt (1993, pp. 112-122).

Afirmación versus vulnerabilidad: Sobre los debates éticos contemporáneos

Braidotti, R. (2020). Afirmación versus vulnerabilidad: Sobre los debates éticos contemporáneos. Círculo Spinoziano. 2(2), 4-25.

(pdf)

Rosi Braidotti –
Afirmación versus vulnerabilidad:
Sobre los debates éticos contemporáneos

Traducción del inglés:
Andrea Itzel Padilla Mireles

 

Al final del posmodernismo, la política está en declive mientras que la ética triunfa en el debate público. Esto no es en sí mismo un movimiento progresivo, ya que una vez más, la carga del relativismo moral y cognitivo se mueve contra cualquier proyecto que muestra un esfuerzo concertado para desplazar o descentrar la visión humanista tradicional del sujeto moral. Esta actitud afirma la creencia en la necesidad de cimientos sólidos como aquellos que una visión liberal del sujeto puede garantizar. Se establece el consenso de la doxa: sin identidades firmes sosteniéndose en terrenos firmes, los elementos básicos de la decencia humana, la agencia moral y política, así como la integridad ética están amenazadas. En oposición a esta creencia, que tiene poco más que hábitos de larga data y la inercia de la tradición de su lado, quiero argumentar en este ensayo que una visión post-humanista y nómade del sujeto puede aportar un cimiento alternativo para la subjetividad política y moral.

Este argumento se enmarca en una disputa más amplia, que no exploraré aquí –la de la espinosa relación entre la ética posestructuralista en la filosofía continental, por un lado, y las tradiciones dominantes, en su mayoría anglo-norteamericanas, de la filosofía moral, por el otro. Todd May (1995) argumentó persuasivamente que la filosofía moral como disciplina no tiene alta puntuación en la filosofía posestructuralista o en la filosofía francesa en su conjunto. Sin embargo, esta no es razón para confrontarla con las perezosas acusaciones del relativismo moral y el nihilismo. Solo basta mirar a través del campo de la filosofía francesa –la ética de la inmanencia de Deleuze (1972; 1980), la ética de la diferencia sexual de Irigaray (1984), el intento de Foucault hacia un diseño propio de la relación ética, el énfasis de Derrida y Lévinas en los horizontes en retroceso de la alteridad– para sumergirse en asuntos éticos. En este caso, la ética en la filosofía posestructuralista no se limita al ámbito de los derechos, la justicia distributiva o la ley; más bien tiene vínculos estrechos con la noción de agencia política, de libertad, de la gestión del poder y de las relaciones de poder. Las cuestiones de responsabilidad se tratan en términos de alteridad o relación con los otros. Esto implica rendición de cuentas, situabilidad [situatedness] y precisión cartográfica. Una posición posestructuralista, por lo tanto, lejos de pensar que una definición individual liberal del sujeto es la precondición necesaria para la ética, sostiene que el liberalismo en la actualidad obstaculiza el desenvolvimiento de nuevos modos de comportamiento ético.

El objeto propio de la indagación ética no es la intencionalidad moral o la conciencia racional del/la sujeto, sino los efectos de la verdad y el poder que sus acciones pueden tener sobre otros en el mundo. Este es el tipo de pragmatismo ético que está conceptualmente ligado a la noción del materialismo encarnado y a una visión no unitaria del sujeto. La ética es, por lo tanto, el discurso sobre las fuerzas, los deseos y los valores que actúan como modos de ser que potencializan, mientras que la moral es el conjunto establecido de reglas. El nomadismo filosófico comparte el disgusto de Nietzsche por la moralidad como un conjunto de emociones negativas, resentidas y pasiones reactivas que niegan la vida. Deleuze une esto con la ética de la afirmación de Spinoza, para producir una concreta y responsable línea ética sobre la afirmación alegre.

No hay una razón lógica por la cual los kantianos deberían tener el monopolio del pensamiento moral. En la filosofía moral, sin embargo, uno toca el universalismo moral kantiano bajo su propio riesgo. Desde la escuela habermasiana y su rama estadounidense –Benhabib (2002), Young y Fraser (1996)– hasta el kantismo duro de Martha Nussbaum (1999), ha tenido lugar un rechazo total de las teorías posestructuralistas en general y la ética en particular. Lovibond (1994) expresa su preocupación con la pérdida de autoridad moral que conlleva una visión no unitaria del sujeto y reafirma la necesidad de una agenda kantiana como la única fuente de salvación después de la debacle del posmodernismo.

Quiero tomar el camino opuesto e intentar leer la filosofía posestructuralista en sus propios términos en lugar de reducirla a los estándares de un sistema de pensamiento –en este caso la tradición kantiana– que comparte tan poco de sus premisas. Existen serias ventajas para el sesgo anti-representacional de la filosofía posestructuralista contemporánea, ya que implica la crítica del individualismo liberal y su reemplazo por una visión intensiva de la subjetividad. La ética de la subjetividad nómade rechaza el universalismo moral y trabaja hacia una idea diferente de responsabilidad ética, en el sentido de una reconfiguración fundamental de nuestro ser en un mundo que es tecnológica y globalmente mediado. Una de las paradojas más señaladas de nuestra era, es precisamente el choque entre la urgencia de encontrar nuevos y alternativos modos de agencia política y ética, por un lado, y la inercia del interés propio del neoconservadurismo, por otro. Es urgente explorar y experimentar formas más adecuadas de modos no unitarios, nómades, y a la vez, responsables de concebir tanto la subjetividad como la interacción democrática y ética. Dos problemas cruciales surgen: el primero es que, al contrario del ataque de pánico de los universalistas, una ética digna de las complejidades de nuestro tiempo requiere de una redefinición fundamental de nuestro entendimiento del/la sujeto en su locación contemporánea y no como un mero regreso a una tradición filosófica más o menos inventada. El segundo, una postura ética alternativa basada en la inmanencia radical y el devenir es capaz de tener un alcance universal, si no una aspiración universalista. Da la casualidad de que es una forma parcial y fundamentada de responsabilidad, basada en un fuerte sentido de colectividad y construcción de la comunidad. A continuación, quiero argumentar la relevancia de un enfoque deleuziano para este proyecto ético urgente.

Las siguientes líneas discursivas principales pueden ser vistas en el pensamiento ético posestructural actual.  Además de los clásicos kantianos (véase el reciente trabajo de Habermas sobre la naturaleza humana, 2003), tenemos una coalición kantiana-foucaultiana que enfatiza el papel de la responsabilidad moral como una forma de ciudadanía biopolítica. Mejor representado por Nicholas Rose (2001) y Paul Rabinow (2003), este grupo trabaja con la noción de “Vida” como bios, esto es, como una instancia de la gubernamentabilidad que es tan potencializadora como limitante. Esta escuela de pensamiento ubica el momento ético en la responsabilidad racional y autorregulada de un sujeto bioético y resulta en la radicalización del proyecto de la modernidad.

La segunda agrupación toma como guía a Heidegger, el mejor ejemplo es Agamben. Este define bios como el resultado de la intervención del poder soberano, como aquel capaz de reducir al sujeto a la “nuda vida”, es decir, zoe. Sin embargo, este último es contiguo con Tánatos o muerte. El ser-vivo del sujeto (zoe) se identifica por su ser perecedero, su propensión y vulnerabilidad a la muerte y la extinción. Biopoder significa aquí tanatopolítica y resulta en la acusación del proyecto de la modernidad.

Otro importante grupo en esta breve cartografía de los nuevos discursos éticos incluye la tradición ética de Lévinas y Derrida, que se centra en las relaciones entre el sujeto y la Otredad en el modo de deuda, vulnerabilidad y duelo (Critchley, 1992). Tengo un enorme respeto por esta escuela de pensamiento, pero el proyecto que quiero perseguir toma como punto de referencia el poder de bios-zoe definido como la dimensión no-humana, vitalista o post-antropocéntrica de la subjetividad. Este es un proyecto afirmativo que enfatiza la positividad y no el duelo.

La última coalición discursiva, a la que pertenece este proyecto, está inspirada por el neo-vitalismo de Deleuze, con referencia a Nietzsche y Spinoza (Ansell-Pearson 1997, 1999). El biopoder es solo el punto de partida de una reflexión sobre la política de la vida misma como una fuerza generativa implacable. Al contrario de los heideggerianos, el énfasis aquí está en la generación, las fuerzas vitales y la natalidad. A diferencia de los kantianos, la instancia ética no se encuentra dentro de los confines de un sujeto autorregulador de la agencia moral, sino más bien en un conjunto de interrelaciones con las fuerzas humanas e inhumanas. Estas fuerzas pueden ser referidas en términos de relacionalidad (Spinoza), duración (Bergson), inmanencia (Deleuze) y, en mis propios términos, sustentabilidad ética. La noción de lo no-humano, in-humano o post-humano surge, por lo tanto, como el rasgo definitorio de este nuevo tipo de subjetividad ética. Este proyecto va más allá de la crítica posmoderna de la modernidad y se opone especialmente a la hegemonía obtenida por la mediación lingüística dentro de la teoría posmoderna.

Ética transformativa

En el centro de este proyecto ético se encuentra una visión positiva del sujeto como un cuerpo intensivo radicalmente inmanente, es decir, un ensamblaje de fuerzas o flujos, intensidades y pasiones que se solidifican en el espacio y se consolidad en el tiempo, dentro de la configuración singular comúnmente conocida como un yo “individual”. Esta entidad intensiva y dinámica es más bien una porción de fuerzas que son lo suficientemente estables como para sostener y experimentar flujos de transformación constantes aunque no destructivos. Son los grados y niveles de afectividades del cuerpo los que determinan los modos de diferenciación. Pasiones alegres o positivas y la trascendencia de los afectos reactivos son el modo deseable. El énfasis en la “existencia” implica un compromiso con la duración y, por el contrario, un rechazo de la autodestrucción. La positividad está integrada en este programa a través de la idea de umbrales de sostenibilidad. Por lo tanto, una opción de potencialización ética aumenta la potentia de uno y crea energía alegre en el proceso. Las condiciones que pueden alentar tal búsqueda no son solo históricas; involucran procesos de transformación o autoconstrucción en la dirección de la afirmación positiva. Debido a que todos los sujetos comparten esta naturaleza común, existe un terreno común sobre el cual negociar los intereses y los eventuales conflictos.

Es importante ver que esta visión fundamentalmente positiva del sujeto ético no niega conflictos, tensiones o incluso desacuerdos violentos entre diferentes sujetos. El legado de la crítica de Hegel a Spinoza sigue siendo muy importante aquí, en particular la crítica de que un enfoque spinozista carece de una teoría de la negatividad, que puede explicar adecuadamente la compleja logística de la interacción con otros. Simplemente no es el caso que la positividad del deseo cancele o niegue las tensiones de intereses en conflicto. Solo desplaza los motivos por los cuales tienen lugar las negociaciones. El imperativo kantiano de no hacer a los demás lo que no querrías que te hagan a ti no se rechaza, sino que se amplía. En términos de la ética del conatus, de hecho, el daño que le haces a los demás se refleja inmediatamente en el daño que te haces a ti mismo, en términos de pérdida de potencia, positividad, autoconciencia y libertad interior. Además, los “otros” en cuestión no son antropomórficos e incluyen fuerzas planetarias. Este alejamiento de la visión kantiana de una ética que obliga a las personas, y especialmente a las mujeres, los nativos y otros a actuar moralmente en nombre de un estándar trascendente o una regla universal no es simple. Lo defiendo como una respuesta contundente a las complejidades de nuestra situación histórica; es un movimiento hacia la inmanencia radical contra todas las negaciones humanistas clásicas y platonizantes de la incardinación, la materia y la carne.

Sin embargo, lo que está en riesgo en la ética nómade es la noción de contención del otro. Esto es expresado por varios pensadores de la moral en la tradición occidental, como Jessica Benjamin (1998) en su radicalización de la trascendencia horizontal de Irigaray, Lyotard en la “diferencia” (1983) y su noción de lo “desafinado”, y Butler (2004) en su énfasis en la “vida precaria”. Ellos van a destacar que el razonamiento moral ubica la constitución de la subjetividad en la interacción con los demás, que es una forma de exposición, disponibilidad y vulnerabilidad. Este reconocimiento implica la necesidad de contener al otro, el sufrimiento y el goce de los otros en la expresión de la intensidad de nuestras corrientes afectivas. Una contención encarnada y conectiva como categoría moral podría surgir de aquí, por encima y en contra de las formas jerárquicas de contención implicadas por las formas kantianas de moralidad universal.

La objeción de que una ética spinozista no tiene en cuenta la interacción con el Otro es predecible, y está conectada, por un lado, a la cuestión de las negociaciones de los bordes, los límites y los costos, y, por otro, a la afectividad y la compasión. La visión nómade de la ética tiene lugar dentro de una ontología monista que ve a los sujetos como modos de individuación entre el flujo común de zoe. En consecuencia, no hay distinción de sí mismo en el sentido del modo tradicional, sino variaciones de intensidades, conjuntos establecidos por afinidades y sincronizaciones complejas. El igualitarismo biocéntrico rompe la expectativa de reciprocidad mutua que es central para el individualismo liberal. Aceptar la imposibilidad de un reconocimiento mutuo y reemplazarlo por uno de especificación y codependencia mutua es lo que está en juego en la ética nómade de la sostenibilidad. Esto va en contra de la filosofía moral de los derechos y la tradición humanista de convertir al Otro antropocéntrico en el sitio privilegiado y el horizonte ineludible de la otredad.

Si el objetivo de la ética es explorar cuánto puede hacer un cuerpo, en la búsqueda de modos activos de potencializar a través de la experimentación, ¿cómo sabemos cuándo hemos ido demasiado lejos? ¿Cómo se lleva a cabo realmente la negociación de límites? Aquí es donde la visión no individualista del sujeto como encarnada y, por lo tanto, afectiva e interrelacional, pero también fundamentalmente social, es de gran importancia. Por lo tanto, tu cuerpo te dirá cuándo y si has alcanzado un umbral o un límite. La advertencia puede tomar la forma de resistencia opuesta, enfermarse, sentir náuseas o puede tomar otras manifestaciones somáticas, como miedo, ansiedad o una sensación de inseguridad. Mientras que el marco semiótico-lingüístico del psicoanálisis los reduce a síntomas que esperan ser interpretados, yo los veo como señales corporales de advertencia o marcadores de límites que expresan un mensaje claro: “demasiado”. Una de las razones por las que Deleuze y Guattari están tan interesados en estudiar modos de comportamiento autodestructivos o patológicos, como la esquizofrenia, el masoquismo, la anorexia, las diversas formas de adicción y el agujero negro de la violencia asesina, es precisamente para explorar su función como umbrales o marcadores de límites. Esto supone una distinción cualitativa entre, por un lado, el deseo que impulsa la expresión del/la sujeto de su conato –una perspectiva neo-spinozista es implícitamente positiva porque expresa lo esencialmente mejor del sujeto y, por otro lado, las restricciones impuestas por la sociedad. Las condiciones específicas determinadas por el contexto son las formas en que el deseo se actualiza o realmente se expresa.

Las entidades corpóreas no son pasivas, sino fuerzas sensitivas y dinámicas siempre en movimiento, que “forman unidades solo a través de la frágil sincronización de fuerzas” (Lloyd, 1994, p. 23). Esta fragilidad se refiere principalmente al tono de los esfuerzos de sincronización, las líneas de demarcación entre los diferentes bordes corporales, las fronteras que son los umbrales de encuentro y conexión con otras fuerzas, el término estándar para esto es “límites”. Debido a su comprensión monista del tema, Spinoza ve los límites corporales como límites de nuestra conciencia también, lo que significa que su teoría de la afectividad está conectada a la física del movimiento. Otra palabra para el conato de Spinoza es, por lo tanto, la autoconservación, no en el sentido liberal individualista del término, sino más bien como la actualización de la esencia de uno, es decir, del impulso ontológico de devenir. Este proceso no es ni automático ni intrínsecamente armonioso, en la medida en que implica la interconexión con otras fuerzas y, consecuentemente, también conflictos y enfrentamientos. Las negociaciones tienen que ocurrir como escalones hacia flujos sostenibles de devenir. La interacción del yo corporal con su entorno puede aumentar o disminuir el conatus o la potentia de ese cuerpo. La mente como un sensor que impulsa la comprensión puede ayudar al discernir y elegir aquellas fuerzas que aumentan su poder de actuación y su actividad en términos físicos y mentales. Una forma superior de autoconocimiento al comprender la naturaleza de la afectividad es la clave para una ética spinozista de la potencialización. Incluye una comprensión más adecuada de las interconexiones entre el yo y una multitud de otras fuerzas, y por lo tanto socava la comprensión individual liberal del sujeto. Sin embargo, también implica la capacidad del cuerpo para comprender y sostener físicamente un mayor número de interconexiones complejas, y para lidiar con la complejidad sin sobrecargarse. Por lo tanto, solo una apreciación de la complejidad y de grados crecientes de complejidad puede garantizar la libertad de la mente en la conciencia de su naturaleza verdadera, afectiva y dinámica.

Esto es expresado por Spinoza en términos de lograr la libertad a través de una comprensión adecuada de nuestras pasiones y, en consecuencia, de nuestra sujeción. La posesión de la libertad requiere la comprensión de los afectos o pasiones por parte de una mente que siempre está encarnada. El deseo de alcanzar una comprensión adecuada de la potentia propia es el deseo o conatus fundamental del ser humano. Un error de juicio es una forma de malentendido (la verdadera naturaleza del sujeto) que resulta en una disminución del poder, la positividad y la actividad del sujeto. Por extensión, la razón es afectiva, encarnada, dinámica; comprender las pasiones es nuestra forma de experimentarlas y hacer que funcionen a nuestro favor. A este respecto, Spinoza argumenta que los deseos surgen de nuestras pasiones. Debido a esto, nunca pueden ser excesivos, dado que la afectividad es el poder que activa nuestro cuerpo y lo hace querer actuar. La tendencia incorporada del ser humano es hacia la alegría y la autoexpresión, no hacia la implosión. Esta positividad fundamental es la clave del apego de Deleuze a Spinoza.

Lloyd argumenta que el tratamiento que Spinoza tiene de la mente como parte de la naturaleza es una fuente de inspiración para la ética contemporánea. El monismo spinozista actúa “como base para desarrollar un concepto más amplio de etología, un estudio de las relaciones individuales y colectivas y el ser afectado” (Lloyd, 1996, p. 18). Claramente, es una comprensión muy poco moralista de la ética lo que se centra en los poderes del sujeto para actuar y expresar su esencia dinámica y positiva. Una etología enfatiza el campo de composición de fuerzas y afectos, velocidad y transformación. En esta perspectiva, la ética es la búsqueda de la autoconservación, que supone la disolución del yo: lo que es bueno es lo que aumenta nuestro poder de actuación, y esto es por lo que debemos luchar. Esto no resulta en egoísmo sino en nidos mutuamente integrados de intereses compartidos. Lloyd llama a esto “una moralidad colaborativa” (Lloyd, 1996, p. 74). Debido a que el punto de partida para Spinoza no es el individuo aislado, sino las co-realidades complejas y mutuamente dependientes, la interacción yo-otro también sigue un modelo diferente. Ser un individuo significa estar abierto a ser afectado por y a través de otros, experimentando transformaciones de tal manera que pueda sostenerlas y hacer que trabajen hacia el crecimiento. La distinción actividad/pasividad es mucho más importante que la que existe entre uno mismo y el otro, bueno y malo. Lo que une a los dos es la idea de interconexión y afectividad como las características definitorias del sujeto. Una vida ética persigue aquello que mejora y fortalece al sujeto sin referencia a valores trascendentales, sino más bien en la conciencia de la interconexión de uno con los otros.

Acerca del dolor y la vulnerabilidad

Esta visión de la ética implica un reposicionamiento radical o una transformación interna por parte de los sujetos que desean devenir minoritarios de una manera productiva y afirmativa. Está claro que este giro requiere cambios que no son ni simples ni evidentes. Movilizan la afectividad de los sujetos involucrados y pueden verse como un proceso de transformación de pasiones negativas en positivas. El miedo, la ansiedad y la nostalgia son ejemplos claros de las emociones negativas involucradas en el proyecto de separarnos de formas familiares y apreciadas de identidad. Para lograr una visión post-identitaria o no unitaria del yo se requiere la desidentificación de las referencias establecidas. Tal empresa implica una sensación de pérdida de hábitos apreciados de pensamiento y representación, y por lo tanto no está libre de dolor. Ningún proceso de concienciación lo es.

Los efectos secundarios beneficiosos de este proceso son incuestionables y de alguna manera compensan el dolor de la pérdida. Por lo tanto, el cuestionamiento feminista y, en algunos casos, el rechazo de los roles de género desencadena un proceso de desidentificación con formas establecidas de masculinidad y feminidad, lo que ha alimentado la búsqueda política de formas alternativas de habitar el género y encarnar la sexualidad (Braidotti, 2002). En el discurso racial, la conciencia de la persistencia de la discriminación racial y del privilegio blanco ha llevado, por un lado, a la reevaluación crítica de la negritud (Gilroy, 2000; Hill Collins, 1991) y, por otro, a la reubicación radical de la blancura (Griffin y Braidotti, 2002).

En una vena spinozista, estos son procesos transformadores que no solo reelaboran la conciencia de la injusticia social y la discriminación, sino que producen una cartografía más adecuada de nuestra condición de la vida real, libre de delirios de grandeza. Es una experiencia enriquecedora y positiva que, sin embargo, incluye el dolor como un elemento integral. Los migrantes, los exiliados, los refugiados tienen experiencia de primera mano en la medida en que el proceso de desidentificación de identidades familiares está relacionado con el dolor de la pérdida y el desarraigo. Los sujetos diaspóricos de todo tipo expresan la misma sensación de herida. La multilocalidad es la traducción afirmativa de este sentido negativo de pérdida. Siguiendo a Glissant (1990), el devenir nómade marca el proceso de transformación positiva del dolor de la pérdida en la producción activa de múltiples formas de pertenencia y lealtades complejas. Lo que se pierde en el sentido de orígenes fijos se gana con un mayor deseo de pertenencia, de una manera rizómica múltiple que trasciende el bilateralismo clásico de las formaciones de identidad binarias.

El salto cualitativo a través del dolor, a través de los tristes paisajes de anhelo nostálgico, es el gesto de la creación activa de formas afirmativas de pertenencia. Es una reconfiguración fundamental de nuestra forma de estar en el mundo, que reconoce el dolor de la pérdida, pero avanza. Este es el momento decisivo para el proceso del devenir ético: el movimiento a través y más allá del dolor, la pérdida y las pasiones negativas. Tener en cuenta el sufrimiento es el punto de partida; sin embargo, el objetivo real del proceso es la búsqueda de formas de superar los efectos aturdidores de la pasividad provocados por el dolor. El desorden interno, la fractura y el dolor son las condiciones de posibilidad de transformación ética. Claramente, esta es una antítesis del imperativo moral kantiano de evitar el dolor o ver el dolor como el obstáculo para el comportamiento moral. La ética nómade no se trata de evitar el dolor; más bien se trata de trascender la resignación y la pasividad que resultan de ser heridos, perdidos y desposeídos. Uno tiene que devenir ético, en lugar de aplicar reglas y protocolos morales como una forma de autoprotección. Las transformaciones expresan el poder afirmativo de la Vida como el vitalismo de bioszoe, que es lo opuesto a la moralidad como forma de seguro de vida.

El despertar de la conciencia ética y política a través del dolor de la pérdida ha sido reconocido por Edgar Morin (1987) en su relato de cómo renunció al universalismo marxista para adoptar una “perspectiva más situada” (Haraway, 1997) como europeo. Describe su “devenir europeo” como un doble efecto. El primero se refiere a la decepción con las promesas incumplidas del marxismo. El segundo es la compasión por posición incómoda, luchadora y marginal de la Europa de la posguerra aplastada entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. El dolor de esta conciencia de que Europa estaba enferma y náufraga da como resultado un nuevo tipo de vínculo y un renovado sentido de cuidado y responsabilidad. Esto produce una redefinición posnacionalista de ser europeo en un modo minoritario que define la ubicación del espacio tiempo europeo como una zona de mediación y transformación (Balibar, 2002).

La experiencia desintoxicante –el reconocimiento humilde y productivo de la pérdida, las limitaciones y las deficiencias– tiene que ver con las auto-representaciones. Los hábitos mentales, las imágenes y la terminología establecidas nos llevan de regreso a formas establecidas de pensar sobre nosotros mismos. Los modos tradicionales de representación son formas legales de adicción. Cambiarlos no es diferente a emprender una cura de desintoxicación. Se necesita mucho coraje y creatividad para desarrollar formas de representación que hagan justicia a las complejidades del tipo de sujetos en los que ya hemos devenido. Ya vivimos y habitamos la realidad social de maneras que superan la tradición: nos movemos, en el flujo de las transformaciones sociales actuales, en espacios de devenir híbridos, multiculturales, políglotas, post-identitarios (Braidotti, 2002). Sin embargo, no logramos llevarlos a una representación adecuada. Hay una escasez por parte de nuestro imaginario social, un déficit de poder de representación, lo que subraya la timidez política de nuestros tiempos.

El problema real es conceptual: ¿cómo desarrollamos una nueva visión post-unitaria del sujeto, de nosotros mismos, y cómo adoptamos un imaginario social que haga justicia a la complejidad? ¿Cómo se resuelve el dolor de la desidentificación y la pérdida? Dado que las identificaciones constituyen un andamiaje interno que respalda el sentido de identidad, ¿cómo se producen cambios de esta magnitud? Cambiar un imaginario no es como desechar una prenda usada, sino más bien deshacerse de una piel vieja. Sucede a menudo a nivel molecular, pero en lo social es una experiencia dolorosa. Parte de la respuesta radica en la formulación de la pregunta: “nosotros” estamos juntos en esto. Esta es una actividad colectiva, un proyecto grupal que conecta a ciudadanos activos, conscientes y deseosos. Apunta hacia un destino virtual: identidades nómades post-unitarias, cimientos flotantes, etcétera, pero no es utópico. Como proyecto, se basa históricamente, está socialmente integrado y ya se ha actualizado en parte en el esfuerzo conjunto, es decir, la comunidad, de aquellos que trabajan activamente para lograrlo. Si esto es utópico, es solo en el sentido de los efectos positivos que se movilizan en el proceso: la dosis necesaria de imaginación, visión onírica y los lazos sin los cuales ningún proyecto social puede despegar.

Pasos hacia una ética de la afirmación

La ética de la afirmación, con su énfasis en atravesar el dolor y transformarlo en actividad, puede parecer contraintuitiva. En nuestra cultura, las personas hacen todo lo posible para aliviar todo el dolor, pero especialmente el dolor de la incertidumbre sobre la identidad, el origen y la pertenencia. Se produce una gran angustia por no saber o no poder articular la fuente del sufrimiento de uno, o por saberlo demasiado bien, todo el tiempo. Las personas que han sido confrontadas por lo irreparable, lo insoportable, lo insuperable, lo traumático e inhumano harán cualquier cosa para encontrar consuelo, resolución y también compensación. El anhelo de estas medidas –consuelo, cierre, justicia– es demasiado comprensible y digno de respeto. Hoy en día, este anhelo es apoyado y explotado comercialmente por la genética y su aplicación para el seguimiento de los orígenes raciales y territoriales.

El dilema ético ya lo planteó Jean-François Lyotard en La Diferencia y, mucho antes, Primo Levy sobre los sobrevivientes de los campos de concentración nazis: el tipo de vulnerabilidad que experimentan los seres humanos frente a los acontecimientos de horror en alto grado es algo para lo que no hay compensación adecuada siquiera pensable, y mucho menos aplicable. Existe una inconmensurabilidad del sufrimiento involucrado para el cual no es posible ninguna medida de compensación –un daño o herida irreparable. Esto significa que la noción de justicia en el sentido de una lógica de derechos y reparación no es aplicable de manera cuantificable. Para Lyotard, de acuerdo con el énfasis posestructuralista en la dimensión ética del problema, la ética consiste en aceptar la imposibilidad de una compensación adecuada y vivir con la herida abierta. Por el contrario, la cultura contemporánea ha tomado la dirección opuesta: ha favorecido, alentado y recompensado una moralidad pública basada en los principios gemelos de reclamos y compensación, como si los acuerdos financieros pudieran proporcionar la respuesta a la lesión sufrida, el dolor soportado y los efectos duraderos de la injusticia. Los casos que ejemplifican esta tendencia son la compensación por la Shoah en el sentido de restitución de propiedad robada, obras de arte y depósitos bancarios. Afirmaciones similares han sido hechas por los descendientes de esclavos forzados a trasladarse de África a Norteamérica (Gilroy, 2000), y más recientemente por la indemnización por daños causados por el comunismo soviético, posiblemente la confiscación de propiedades en toda Europa oriental, de judíos y otros ex ciudadanos.

La ética de la afirmación consiste en suspender la búsqueda de reclamos y compensaciones, resistir la lógica de la retribución de los derechos y, en cambio, tomar un camino diferente. Para entender este movimiento es importante des-psicologizar la discusión de la afirmación. La afectividad se entiende intrínsecamente como positiva: es la fuerza que tiene como objetivo cumplir la capacidad de interacción y libertad del sujeto. Es el conatus de Spinoza o la noción de potentia como el aspecto afirmativo del poder. Es alegre y propenso al placer, y es inmanente porque coincide con los términos y modos de su expresión. Esto significa concretamente que el comportamiento ético confirma, facilita y mejora la potencia del sujeto, como la capacidad de expresar su libertad. La positividad de este deseo de expresar la libertad más íntima y constitutiva de uno (conatus, potentia o devenir) es propicio para el comportamiento ético, sin embargo, solo si el sujeto es capaz de hacerlo perdurar, lo que le permite mantener su propio ímpetu. El comportamiento no ético logra lo contrario: niega, obstaculiza y disminuye ese ímpetu o es incapaz de sostenerlo. Por lo tanto, la afirmación no es optimismo ingenuo o irrealismo sincero. Se trata de resistencia y transformación. La resistencia es autoafirmación. También es un principio ético de afirmación de la positividad del sujeto intensivo –su afirmación alegre como potencia. El sujeto es un compuesto espacio-temporal que enmarca los límites de los procesos de devenir. Esto funciona transformando las pasiones negativas en positivas a través del poder de un entendimiento que ya no está indexado en un conjunto de estándares falogocéntricos, sino que es más bien desbordado y por lo tanto afectivo.

Este tipo de cambio en la corriente de la negatividad es el proceso transformador de lograr la libertad del entendimiento a través de la conciencia de nuestros límites, de nuestras sujeciones. Esto resulta en la libertad de afirmar la esencia de uno como alegría, a través de encuentros y mezclas con otros cuerpos, entidades, seres y fuerzas. La ética significa fidelidad a esta potentia, o el deseo de devenir. Deleuze define a este último con referencia al concepto de “duración” de Bergson, proponiendo así la noción del/la sujeto como una entidad duradera, que soporta cambios y transformaciones sostenibles y los representa a su alrededor en una comunidad o colectividad. La ética afirmativa se basa en la idea de sostenibilidad como principio de contención y desarrollo tolerable de los recursos de un sujeto, entendidos ambiental, afectiva y cognitivamente. Un sujeto así constituido habita un tiempo que es el tiempo activo del continuo “devenir”. Por lo tanto, la resistencia tiene una dimensión temporal –tiene que ver con la duración en el tiempo, de ahí la duración y la auto-perpetuación. Pero también tiene un lado espacial que hace al espacio del cuerpo como un campo de actualización de pasiones o fuerzas. Evoluciona la afectividad y la alegría, como en la capacidad de ser afectado por estas fuerzas, hasta el punto del dolor o el placer extremo, que llegan a ser lo mismo; significa soportar las dificultades del dolor físico.

Sin embargo, el punto es que el placer extremo o el dolor extremo –que pueden tener el mismo puntaje en una escala spinozista de la etología de los afectos– no son, por supuesto, lo mismo. En el lado reactivo de la ecuación, la resistencia apunta a la lucha por mantener el dolor sin ser aniquilado por él. También introduce una dimensión temporal sobre la duración en el tiempo. Esto está relacionado con la memoria: el dolor intenso, un error, una traición, una herida son difíciles de olvidar. El impacto traumático de los acontecimientos dolorosos los arregla en un tiempo presente rígido y eterno del cual es difícil salir. Este es el eterno retorno de lo que precisamente no puede ser soportado y retorna en el modo de lo no deseado, lo inoportuno, lo no asimilado o lo in-a-propiado. Sin embargo, también son, paradójicamente, difíciles de recordar, en la medida en que el recuerdo implica la recuperación y repetición del dolor mismo.

El psicoanálisis, por supuesto, ha estado aquí antes (Laplanche, 1976). La noción del retorno de lo reprimido es la clave de la lógica del recuerdo inconsciente, pero es una clave secreta y algo invisible que condensa el espacio en el espasmo del síntoma y el tiempo en corto circuito que mina la capacidad de pensar de la persona. La noción de Kristeva de lo abyecto (1980) expresa claramente la temporalidad involucrada en el psicoanálisis, al enfatizar la función estructural desempeñada por lo negativo, lo incomprensible. Deleuze llama a esta alteridad “Caos” y la define ontológicamente como la formación virtual de todas las formas posibles. Lacan por otro lado –y Derrida con él, diría yo– define el Caos epistemológicamente como lo que precede a la forma, la estructura y el lenguaje. Esto genera dos concepciones radicalmente divergentes del tiempo y la negatividad. Lo que es incomprensible para Lacan, siguiendo a Hegel, es lo virtual para Deleuze, siguiendo a Spinoza, Bergson y Leibniz.

Esto produce varios cambios significativos: de negativo a afirmativo; de entrópico a generativo; desde lo incomprensible, sin sentido y loco hasta lo virtual esperando a ser actualizado; desde constituir exteriores constitutivos hasta una geometría de afectos que requieren sincronización mutua; de una melancolía y escisión a un sujeto abierto en red; del giro epistemológico al ontológico en la filosofía posestructuralista.

Esto introduce una dimensión temporal en la discusión que lleva a las mismas condiciones de posibilidad del futuro, al futuro como tal. Para una ética de la sostenibilidad, la expresión de afectos positivos es lo que hace que el tema dure o perdure. Es como una fuente de energía a largo plazo en el núcleo afectivo de la subjetividad (Grosz, 2004). Nietzsche también ha estado aquí antes, por supuesto. El eterno retorno en Nietzsche es la repetición, pero ni en el modo compulsivo de la neurosis ni en el borrado negativo que marca el acontecimiento traumático. Es el eterno retorno de y como positividad (Ansell-Pearson, 1999). Este tipo de ética aborda la estructura afectiva del dolor y el sufrimiento, pero no localiza la instancia ética dentro de ella, ya sea en el modo de testimonio compasivo (Bauman, 1993; 1998) o la co-presencia empática. Desde una perspectiva nómade deleuziana-nietzscheana, la ética se trata esencialmente de la transformación de las pasiones negativas en positivas, es decir, de ir más allá del dolor. Esto no significa negar el dolor, sino más bien activarlo, trabajarlo. Una vez más, la positividad aquí no se supone que indique un optimismo fácil o un indiferente descuido del sufrimiento humano.

Lo que es positivo en la ética de la afirmación es la creencia de que los afectos negativos pueden transformarse. Esto implica una visión dinámica de todos los afectos, incluso aquellos que nos congelan en el dolor, el horror o el duelo. La ética nómade afirmativa devuelve la moción del movimiento a la e-moción y lo activo al activismo, introduciendo movimiento, proceso y devenir. Este cambio marca la diferencia en los patrones de repetición de emociones negativas.

Lo negativo de los afectos negativos no es un juicio de valor (como tampoco lo es para la positividad de la diferencia), sino más bien el efecto de arresto, bloqueo y rigidez que se produce como resultado de un acto de violencia, traición, un trauma –o que puede perpetuarse a sí mismo a través de prácticas que nuestra cultura simultáneamente castiga como autodestructivas y cultiva como modo de disciplina y castigo: todas las formas de adicciones leves y extremas, diferentes grados de prácticas abusivas que mortifican y glorifican la materia corporal, de atracones a modificaciones corporales. Las prácticas abusivas, adictivas o destructivas no solo destruyen al yo sino que dañan su capacidad de relacionarse con los demás, tanto humanos como no humanos. Por lo tanto, perjudican la capacidad de crecer en y a través de otros, y devenir otros. Las pasiones negativas disminuyen nuestra capacidad de expresar los altos niveles de interdependencia, la dependencia vital en los otros, que es la clave para una visión no unitaria y dinámica del sujeto. Lo que las pasiones negativas niegan es el poder de la vida misma, como la fuerza dinámica, los flujos vitales de las conexiones y los devenires. Es por eso que no deberían alentarse ni deberíamos ser recompensados por permanecer alrededor de ellas por largo tiempo. Las pasiones negativas son agujeros negros.

Una ética de la afirmación implica la transformación de las pasiones negativas en positivas: resentimiento en afirmación, como dijo Nietzsche. La práctica de transformar las pasiones negativas en positivas es el proceso de reintroducir el tiempo, el movimiento y la transformación en un recinto sofocante saturado de dolor no procesado. Es un gesto de afirmación de esperanza en el sentido de afirmar la posibilidad de ir más allá de los efectos aturdidores del dolor, la lesión, la injusticia. Este es un gesto de desplazamiento del dolor, que contradice completamente la lógica gemela de las reclamaciones y la indemnización. Esto se logra a través de una especie de despersonalización del acontecimiento, que es el último desafío ético. El desplazamiento de las pasiones o afectos negativos indexados por el ego revela la insensatez fundamental del dolor, la injusticia o la lesión que uno ha sufrido. “¿Por qué yo?” es el estribillo más comúnmente escuchado en situaciones de extrema angustia. Esto expresa ira y angustia por el mal destino de uno. La respuesta es clara: no hay razón alguna. Ejemplos de esto son la banalidad del mal en los genocidios a gran escala como el Holocausto (Arendt, 1963), y el descaro de sobrevivir (piénsese en Primo Levi quien no pudo soportar su propia sobrevivencia). Hay algo intrínsecamente sin sentido en el dolor o la injusticia: se pierden o se salvan vidas para todo sin razón alguna. ¿Por qué algunos trabajaron en el WTC el 11 de septiembre mientras que otros perdieron el tren? ¿Por qué Frida Kahlo tomó ese tranvía que se estrelló para ser atravesada por una varilla de metal y no el siguiente? No hay razón alguna. La razón no tiene nada ver con esto. Ese es precisamente el punto.

Contrariamente a la moral tradicional que sigue un modelo racionalista y legalista de una posible interpretación de los errores sufridos por una lógica de responsabilidad, reclamo y compensación, la ética afirmativa se basa en la noción del acceso aleatorio a los fenómenos que causan dolor (o placer). Esto no es fatalismo, y menos aún resignación, sino amor fati. Esta es una diferencia crucial: tenemos que ser dignos de lo que nos sucede y reelaborarlo dentro de una ética de relación. Por supuesto, ocurren acontecimientos repugnantes e insoportables. Sin embargo, la ética consiste en reelaborar estos acontecimientos en la dirección en la dirección de las relaciones positivas. Esto no es un descuido o falta de compasión, sino más bien una forma de lucidez que reconoce la imposibilidad de encontrar una respuesta adecuada a la pregunta sobre la fuente, el origen, la causa del destino malo, el acontecimiento doloroso, la violencia sufrida. Reconocer la futilidad de incluso tratar de responder esa pregunta es un punto de partida.

Edouard Glissant (1991) proporciona un ejemplo perfecto de esta ética productiva en su trabajo sobre raza y racismo. Una relación ética no puede basarse en el resentimiento o la resignación, sino en la afirmación de la positividad. Cada acontecimiento contiene dentro de sí el potencial para ser superado y sobrepasado; su carga negativa puede ser transpuesta. El momento de la actualización es también el momento de su neutralización. “Cada acontecimiento es como la muerte, doble e impersonal en su doble”, argumenta Deleuze (1990, p. 152). El sujeto libre, el sujeto ético es el que tiene la capacidad de captar la libertad de despersonalizar el acontecimiento y transformar su carga negativa. El enfoque se desplaza así a hacer las preguntas adecuadas. La adecuación, tanto la lógica del reclamo como la compensación, se encuentra en el corazón de la postura ética. Esto requiere un doble cambio: del dolor mismo –del efecto congelado o reactivo a la afirmación proactiva– y de la línea de preguntas –de la búsqueda del origen o la fuente a un proceso de elaboración del tipo de preguntas que expresan e intensifican la capacidad de los sujetos para alcanzar la libertad a través del entendimiento de sus limitaciones.

¿Qué es una pregunta ética adecuada? Una que sea capaz de sostener al/la sujeto en su búsqueda de más interrelaciones con los otros, es decir, más Vida, movimiento, cambio, transformación y potencia. La pregunta ética adecuada proporciona al/la sujeto un marco para la interacción y el cambio, el crecimiento y el movimiento. Afirma la vida como diferencia trabajándose. Una pregunta ética tiene que ser adecuada en relación a cuánto puede soportar un cuerpo, que es la noción de sostenibilidad. ¿Cuánto puede soportar una entidad encarnada en el modo de interrelaciones y conexiones, es decir, cuánta libertad de acción podemos soportar? Esa es la pregunta. Esta asume, siguiendo a Nietzsche, que la humanidad no proviene de la libertad, sino que la libertad se extrae de la conciencia de las limitaciones.

La ética se trata de liberarse del peso de la negatividad, libertad a través de la comprensión de nuestra sujeción. Una cierta cantidad del dolor, el conocimiento sobre la vulnerabilidad y el dolor, es realmente útil. Obliga a uno a pensar en las condiciones materiales reales de estar interconectado y, por lo tanto, estar en el mundo. Lo libera a uno de la estupidez de la salud perfecta y del sentido pleno de derecho existencial que conlleva. Paradójicamente, son aquellos que ya se han reído un poco, aquellos que han sufrido dolor y lesiones, quienes están en mejores condiciones para tomar la iniciativa en el proceso de transformación ética. Como ya están al otro lado de alguna división existencial, son anómalos de alguna manera –pero de manera positiva, para Deleuze (1969; 1998). Su anomalía desterritorializa la fuerza del hábito e introduce un poderoso elemento de diferencia productiva. Saben sobre la resistencia, las fuerzas adecuadas y la importancia de las Relaciones.

La epistemología marxista y la teoría del punto de vista feminista siempre han reconocido la posición privilegiada de conocimiento de quienes están en los “márgenes”. La teoría poscolonial desplaza la dialéctica del margen central y ubica la fuerza de la producción discursiva. La ética afirmativa está en la misma longitud de onda: solo aquellos que han sido heridos están en posición de no devolver la violencia y, por lo tanto, hacer una diferencia positiva. Sin embargo, para hacerlo, deben devenir minoritarios, es decir trascender la lógica de la negatividad (reclamo y compensación) y transformar el afecto negativo en algo activo y productivo. Como el centro está muerto y vacío de fuerza activa, es en los márgenes donde se pueden iniciar los procesos de devenir. También está lleno en los márgenes.

Me viene a la mente la figura de Nelson Mandela –un santo secular contemporáneo– al igual que el fenómeno histórico mundial que es la Comisión de la Verdad y la Reconciliación en Sudáfrica después del apartheid. Este es un caso de repetición que engendra diferencia y no instala el eterno retorno de la venganza y los afectos negativos, un ejercicio masivo en la transformación de la negatividad en algo más habitable, que mejora la vida. El cristianismo ha tratado de estar aquí antes. Ha tenido un aporte importante en el trabajo de Cornell West, bell hooks y otros activistas de mentalidad espiritual en la actualidad, especialmente en la reconstitución de un sentido de comunidad y responsabilidad mutua en lugares devastados por el odio y la sospecha mutua. La ética nómade afirmativa es profundamente secular y se niega simplemente a poner la otra mejilla. Proclama la necesidad de construir colectivamente posiciones de interconexiones y relaciones activas y positivas que puedan sostener una red de dependencia mutua, una ecología de pertenencias múltiples.

Es un caso de extraer la libertad de la conciencia de los límites. Para la ética afirmativa de la sostenibilidad, siempre es una cuestión de vida o muerte. Estar al borde del exceso o de la insostenibilidad, navegar en los límites de lo intolerable, es otra forma de describir el proceso de transformación. El devenir marca un salto cualitativo en la transformación de la subjetividad y de sus afectos constitutivos. Es un viaje a través de diferentes campos de percepción, diferentes coordenadas espacio-temporales. Principalmente transforma la negatividad en afectos afirmativos: dolor en compasión, pérdida en un sentido de unión, aislamiento en cuidado. Es simultáneamente una desaceleración del ritmo del frenesí diario y una aceleración de la conciencia, la conexión con los otros, el autoconocimiento y la percepción sensorial.

La ética incluye el reconocimiento y la compasión por el dolor, así como la actividad de superarlo. Cualquier proceso de cambio debe hacer algún tipo de violencia a los hábitos y disposiciones profundamente arraigados que se consolidaron en el tiempo. La superación de estos hábitos arraigados es una interrupción necesaria, sin la cual no hay un despertar ético. La conciencia no está exenta de dolor. El enunciado: “¡No puedo sopórtalo más!”, lejos de ser una admisión de derrota, marca el umbral y, por lo tanto, la condición de posibilidad de encuentros creativos y cambios productivos. Así es como aparece la dimensión ética a través de la masa de fragmentos y pizcas de hábitos descartados que son característicos de nuestros tiempos. El proyecto ético no es lo mismo que la implementación de normas de moral vigentes. Se refiere más bien a las normas y valores, los estándares y criterios que se pueden aplicar a la búsqueda de la sostenibilidad, es decir, para los límites recientes negociados. Los límites deben ser repensados en términos de una ética del devenir, a través de una noción no hegeliana de “límites” como umbrales, es decir, puntos de encuentro y no de cierre, límites vivos y paredes no fijas.

Es importante destacar la necesidad conjunta tanto de la búsqueda del cambio social y la transformación profunda, como de una ética de resistencia y sostenibilidad, porque los pensadores y activistas críticos creativos que persiguen el cambio a menudo han experimentado los límites o las fronteras como heridas abiertas o cicatrices. La generación que alcanzó la mayoría de edad políticamente en los años sesenta ha asumido enormes riesgos y ha disfrutado de los desafíos que conlleva. Se exigió y se esperaba mucho de la vida y la mayoría terminó por conseguirlo, pero no fue solo un viaje de alegría. Una evaluación ética de los costos involucrados en la búsqueda de visiones, normas y valores alternativos es importante en el contexto actual donde el supuesto “fin de la ideología” se utiliza como pretexto para la restauración neoliberal que termina todos los experimentos sociales. Es necesario encontrar una manera de combinar la política transformadora con la ética afirmativa para enfrentar las contradicciones conceptuales y sociales de nuestro tiempo. La ética afirmativa sostenible nos permite contener los riesgos mientras perseguimos el proyecto original de transformación. Esta es una manera de resistir el ethos dominante de nuestros tiempos conservadores que idolatra a lo nuevo como una tendencia consumista mientras truena contra aquellos que creen en el cambio. Cultivar la ética intensamente en la búsqueda del cambio es un acto político.

Referencias

Agamben, G. (1998). Homo Sacer: Sovereign Power and Bare Life. Stanford: Stanford University Press.

Ansell Pearson, K. (1997). Viroid Life: Perspectives on Nietzsche and the Transhuman Condition. Nueva York: Routledge.

— (1999). Germinal Life: The Difference and Repetition of Deleuze. Nueva York: Routledge.

Arendt, H. (1963). Eichmann in Jerusalem. Nueva York: Viking Press.

Balibar, E. (2002). Politics and the Other Scene. Londres: Verso.

Bauman, Z. (1993). Postmodern Ethics. Oxford: Blackwell.

— (1998). Globalization: The Human Consequences. Cambridge: Polity Press.

Benhabib, S. (2002). The Claims of Culture. Equality and Diversity in the Global Era. Princeton: Princeton University Press.

Benjamin, J. (1988). The Bonds of Love: Psychoanalysis, Feminism and the Problem of Domination. Nueva York: Pantheon Books.

Bhabha, H. K. (1996). Unpacking My Library … Again. En Iain Chamber y Lidia Curti (eds.). The Post-Colonial Question: Common Skies, Divided Horizons. Nueva York: Routledge.

Braidotti, R. (2002). Metamorphoses: Towards a Materialist Theory of Becoming. Cambridge: Polity Press.

Buchanan, I. y C. Colebrook, eds. (2000). Deleuze and Feminist Theory. Edimburgo: Edinburgh University Press.

Butler, J. (2004). Precarious Life. Londres: Verso.

Critchley, S. (1992). The Ethics of Deconstruction. Edimburgo: Edinburgh University Press.

Deleuze, G. (1968). Spinoza et le problème de l’expression. París: Minuit.

— (1969). Logique du sens. París: Minuit.

— (1995). L’immanence: une vie… Philosophie. 47.

Deleuze, G. and F. Guattari (1980). Mille plateaux. Capitalisme et schizophrénie II. Paris: Minuit.

Fraser, N. (1996). Multiculturalism and Gender Equity: The US ‘Difference’ Debates Revisited. Constellations. 1.

Gatens, M. y G. Lloyd (1999). Collective Imaginings: Spinoza, Past and Present. Nueva York: Routledge.

Gilroy, P. (2000). Against Race: Imaging Political Culture Beyond the Color Line. Cambridge: Harvard University Press.

Glissant, E. (1990). Poetique de la Relation. París: Gallimard.

Grosz, E. (2004). The Nick of Time. Durham: Duke University Press.

Guattari, F. (1995). Chaosmosis: An Ethico-Aesthetic Paradigm. Sídney: Power Publications.

Haraway, D. (1997). Modest Witness. Nueva York: Routledge.

Hardt, M. y A. Negri (2000). Empire. Cambridge: Harvard University Press.

Irigaray, L. (1984). L’éthique de la différence sexuelle. París: Minuit.

Kristeva, J. (1980). Pouvoirs de l’horreur. París: Seuil.

Laplanche, J. (1976). Life and Death in Psychoanalysis. Baltimore: Johns Hopkins University Press.

Lloyd, G. (1994). Part of Nature: Self-knowledge in Spinoza’s Ethic. Ithaca: Cornell University Press.

Lovibond, S. (1994). The End of Morality. En Kathleen Lenno y Margaret Whitford (eds.). Knowing the Difference: Feminist Per-spectives in Epistemology. Nueva York: Routledge.

Lyotard, J. F. (1983). Le Différend. París: Minuit.

May, T. (1995). The Moral Theory of Poststructuralism. University Park: Pennsylvania State University Press.

Nussbaum, M. (1999). Cultivating Humanity: A Classical Defense of Reform in Liberal Education. Cambridge: Harvard University Press.

Rabinow, P. (2003). Anthropos Today. Princeton: Princeton University Press.

Rose, N. (2001). The Politics of Life Itself. Theory, Culture and Society. 18(6).