Braidotti, R. (2020). Afirmación versus vulnerabilidad: Sobre los debates éticos contemporáneos. Círculo Spinoziano. 2(2), 4-25.

(pdf)

Rosi Braidotti –
Afirmación versus vulnerabilidad:
Sobre los debates éticos contemporáneos

Traducción del inglés:
Andrea Itzel Padilla Mireles

 

Al final del posmodernismo, la política está en declive mientras que la ética triunfa en el debate público. Esto no es en sí mismo un movimiento progresivo, ya que una vez más, la carga del relativismo moral y cognitivo se mueve contra cualquier proyecto que muestra un esfuerzo concertado para desplazar o descentrar la visión humanista tradicional del sujeto moral. Esta actitud afirma la creencia en la necesidad de cimientos sólidos como aquellos que una visión liberal del sujeto puede garantizar. Se establece el consenso de la doxa: sin identidades firmes sosteniéndose en terrenos firmes, los elementos básicos de la decencia humana, la agencia moral y política, así como la integridad ética están amenazadas. En oposición a esta creencia, que tiene poco más que hábitos de larga data y la inercia de la tradición de su lado, quiero argumentar en este ensayo que una visión post-humanista y nómade del sujeto puede aportar un cimiento alternativo para la subjetividad política y moral.

Este argumento se enmarca en una disputa más amplia, que no exploraré aquí –la de la espinosa relación entre la ética posestructuralista en la filosofía continental, por un lado, y las tradiciones dominantes, en su mayoría anglo-norteamericanas, de la filosofía moral, por el otro. Todd May (1995) argumentó persuasivamente que la filosofía moral como disciplina no tiene alta puntuación en la filosofía posestructuralista o en la filosofía francesa en su conjunto. Sin embargo, esta no es razón para confrontarla con las perezosas acusaciones del relativismo moral y el nihilismo. Solo basta mirar a través del campo de la filosofía francesa –la ética de la inmanencia de Deleuze (1972; 1980), la ética de la diferencia sexual de Irigaray (1984), el intento de Foucault hacia un diseño propio de la relación ética, el énfasis de Derrida y Lévinas en los horizontes en retroceso de la alteridad– para sumergirse en asuntos éticos. En este caso, la ética en la filosofía posestructuralista no se limita al ámbito de los derechos, la justicia distributiva o la ley; más bien tiene vínculos estrechos con la noción de agencia política, de libertad, de la gestión del poder y de las relaciones de poder. Las cuestiones de responsabilidad se tratan en términos de alteridad o relación con los otros. Esto implica rendición de cuentas, situabilidad [situatedness] y precisión cartográfica. Una posición posestructuralista, por lo tanto, lejos de pensar que una definición individual liberal del sujeto es la precondición necesaria para la ética, sostiene que el liberalismo en la actualidad obstaculiza el desenvolvimiento de nuevos modos de comportamiento ético.

El objeto propio de la indagación ética no es la intencionalidad moral o la conciencia racional del/la sujeto, sino los efectos de la verdad y el poder que sus acciones pueden tener sobre otros en el mundo. Este es el tipo de pragmatismo ético que está conceptualmente ligado a la noción del materialismo encarnado y a una visión no unitaria del sujeto. La ética es, por lo tanto, el discurso sobre las fuerzas, los deseos y los valores que actúan como modos de ser que potencializan, mientras que la moral es el conjunto establecido de reglas. El nomadismo filosófico comparte el disgusto de Nietzsche por la moralidad como un conjunto de emociones negativas, resentidas y pasiones reactivas que niegan la vida. Deleuze une esto con la ética de la afirmación de Spinoza, para producir una concreta y responsable línea ética sobre la afirmación alegre.

No hay una razón lógica por la cual los kantianos deberían tener el monopolio del pensamiento moral. En la filosofía moral, sin embargo, uno toca el universalismo moral kantiano bajo su propio riesgo. Desde la escuela habermasiana y su rama estadounidense –Benhabib (2002), Young y Fraser (1996)– hasta el kantismo duro de Martha Nussbaum (1999), ha tenido lugar un rechazo total de las teorías posestructuralistas en general y la ética en particular. Lovibond (1994) expresa su preocupación con la pérdida de autoridad moral que conlleva una visión no unitaria del sujeto y reafirma la necesidad de una agenda kantiana como la única fuente de salvación después de la debacle del posmodernismo.

Quiero tomar el camino opuesto e intentar leer la filosofía posestructuralista en sus propios términos en lugar de reducirla a los estándares de un sistema de pensamiento –en este caso la tradición kantiana– que comparte tan poco de sus premisas. Existen serias ventajas para el sesgo anti-representacional de la filosofía posestructuralista contemporánea, ya que implica la crítica del individualismo liberal y su reemplazo por una visión intensiva de la subjetividad. La ética de la subjetividad nómade rechaza el universalismo moral y trabaja hacia una idea diferente de responsabilidad ética, en el sentido de una reconfiguración fundamental de nuestro ser en un mundo que es tecnológica y globalmente mediado. Una de las paradojas más señaladas de nuestra era, es precisamente el choque entre la urgencia de encontrar nuevos y alternativos modos de agencia política y ética, por un lado, y la inercia del interés propio del neoconservadurismo, por otro. Es urgente explorar y experimentar formas más adecuadas de modos no unitarios, nómades, y a la vez, responsables de concebir tanto la subjetividad como la interacción democrática y ética. Dos problemas cruciales surgen: el primero es que, al contrario del ataque de pánico de los universalistas, una ética digna de las complejidades de nuestro tiempo requiere de una redefinición fundamental de nuestro entendimiento del/la sujeto en su locación contemporánea y no como un mero regreso a una tradición filosófica más o menos inventada. El segundo, una postura ética alternativa basada en la inmanencia radical y el devenir es capaz de tener un alcance universal, si no una aspiración universalista. Da la casualidad de que es una forma parcial y fundamentada de responsabilidad, basada en un fuerte sentido de colectividad y construcción de la comunidad. A continuación, quiero argumentar la relevancia de un enfoque deleuziano para este proyecto ético urgente.

Las siguientes líneas discursivas principales pueden ser vistas en el pensamiento ético posestructural actual.  Además de los clásicos kantianos (véase el reciente trabajo de Habermas sobre la naturaleza humana, 2003), tenemos una coalición kantiana-foucaultiana que enfatiza el papel de la responsabilidad moral como una forma de ciudadanía biopolítica. Mejor representado por Nicholas Rose (2001) y Paul Rabinow (2003), este grupo trabaja con la noción de “Vida” como bios, esto es, como una instancia de la gubernamentabilidad que es tan potencializadora como limitante. Esta escuela de pensamiento ubica el momento ético en la responsabilidad racional y autorregulada de un sujeto bioético y resulta en la radicalización del proyecto de la modernidad.

La segunda agrupación toma como guía a Heidegger, el mejor ejemplo es Agamben. Este define bios como el resultado de la intervención del poder soberano, como aquel capaz de reducir al sujeto a la “nuda vida”, es decir, zoe. Sin embargo, este último es contiguo con Tánatos o muerte. El ser-vivo del sujeto (zoe) se identifica por su ser perecedero, su propensión y vulnerabilidad a la muerte y la extinción. Biopoder significa aquí tanatopolítica y resulta en la acusación del proyecto de la modernidad.

Otro importante grupo en esta breve cartografía de los nuevos discursos éticos incluye la tradición ética de Lévinas y Derrida, que se centra en las relaciones entre el sujeto y la Otredad en el modo de deuda, vulnerabilidad y duelo (Critchley, 1992). Tengo un enorme respeto por esta escuela de pensamiento, pero el proyecto que quiero perseguir toma como punto de referencia el poder de bios-zoe definido como la dimensión no-humana, vitalista o post-antropocéntrica de la subjetividad. Este es un proyecto afirmativo que enfatiza la positividad y no el duelo.

La última coalición discursiva, a la que pertenece este proyecto, está inspirada por el neo-vitalismo de Deleuze, con referencia a Nietzsche y Spinoza (Ansell-Pearson 1997, 1999). El biopoder es solo el punto de partida de una reflexión sobre la política de la vida misma como una fuerza generativa implacable. Al contrario de los heideggerianos, el énfasis aquí está en la generación, las fuerzas vitales y la natalidad. A diferencia de los kantianos, la instancia ética no se encuentra dentro de los confines de un sujeto autorregulador de la agencia moral, sino más bien en un conjunto de interrelaciones con las fuerzas humanas e inhumanas. Estas fuerzas pueden ser referidas en términos de relacionalidad (Spinoza), duración (Bergson), inmanencia (Deleuze) y, en mis propios términos, sustentabilidad ética. La noción de lo no-humano, in-humano o post-humano surge, por lo tanto, como el rasgo definitorio de este nuevo tipo de subjetividad ética. Este proyecto va más allá de la crítica posmoderna de la modernidad y se opone especialmente a la hegemonía obtenida por la mediación lingüística dentro de la teoría posmoderna.

Ética transformativa

En el centro de este proyecto ético se encuentra una visión positiva del sujeto como un cuerpo intensivo radicalmente inmanente, es decir, un ensamblaje de fuerzas o flujos, intensidades y pasiones que se solidifican en el espacio y se consolidad en el tiempo, dentro de la configuración singular comúnmente conocida como un yo “individual”. Esta entidad intensiva y dinámica es más bien una porción de fuerzas que son lo suficientemente estables como para sostener y experimentar flujos de transformación constantes aunque no destructivos. Son los grados y niveles de afectividades del cuerpo los que determinan los modos de diferenciación. Pasiones alegres o positivas y la trascendencia de los afectos reactivos son el modo deseable. El énfasis en la “existencia” implica un compromiso con la duración y, por el contrario, un rechazo de la autodestrucción. La positividad está integrada en este programa a través de la idea de umbrales de sostenibilidad. Por lo tanto, una opción de potencialización ética aumenta la potentia de uno y crea energía alegre en el proceso. Las condiciones que pueden alentar tal búsqueda no son solo históricas; involucran procesos de transformación o autoconstrucción en la dirección de la afirmación positiva. Debido a que todos los sujetos comparten esta naturaleza común, existe un terreno común sobre el cual negociar los intereses y los eventuales conflictos.

Es importante ver que esta visión fundamentalmente positiva del sujeto ético no niega conflictos, tensiones o incluso desacuerdos violentos entre diferentes sujetos. El legado de la crítica de Hegel a Spinoza sigue siendo muy importante aquí, en particular la crítica de que un enfoque spinozista carece de una teoría de la negatividad, que puede explicar adecuadamente la compleja logística de la interacción con otros. Simplemente no es el caso que la positividad del deseo cancele o niegue las tensiones de intereses en conflicto. Solo desplaza los motivos por los cuales tienen lugar las negociaciones. El imperativo kantiano de no hacer a los demás lo que no querrías que te hagan a ti no se rechaza, sino que se amplía. En términos de la ética del conatus, de hecho, el daño que le haces a los demás se refleja inmediatamente en el daño que te haces a ti mismo, en términos de pérdida de potencia, positividad, autoconciencia y libertad interior. Además, los “otros” en cuestión no son antropomórficos e incluyen fuerzas planetarias. Este alejamiento de la visión kantiana de una ética que obliga a las personas, y especialmente a las mujeres, los nativos y otros a actuar moralmente en nombre de un estándar trascendente o una regla universal no es simple. Lo defiendo como una respuesta contundente a las complejidades de nuestra situación histórica; es un movimiento hacia la inmanencia radical contra todas las negaciones humanistas clásicas y platonizantes de la incardinación, la materia y la carne.

Sin embargo, lo que está en riesgo en la ética nómade es la noción de contención del otro. Esto es expresado por varios pensadores de la moral en la tradición occidental, como Jessica Benjamin (1998) en su radicalización de la trascendencia horizontal de Irigaray, Lyotard en la “diferencia” (1983) y su noción de lo “desafinado”, y Butler (2004) en su énfasis en la “vida precaria”. Ellos van a destacar que el razonamiento moral ubica la constitución de la subjetividad en la interacción con los demás, que es una forma de exposición, disponibilidad y vulnerabilidad. Este reconocimiento implica la necesidad de contener al otro, el sufrimiento y el goce de los otros en la expresión de la intensidad de nuestras corrientes afectivas. Una contención encarnada y conectiva como categoría moral podría surgir de aquí, por encima y en contra de las formas jerárquicas de contención implicadas por las formas kantianas de moralidad universal.

La objeción de que una ética spinozista no tiene en cuenta la interacción con el Otro es predecible, y está conectada, por un lado, a la cuestión de las negociaciones de los bordes, los límites y los costos, y, por otro, a la afectividad y la compasión. La visión nómade de la ética tiene lugar dentro de una ontología monista que ve a los sujetos como modos de individuación entre el flujo común de zoe. En consecuencia, no hay distinción de sí mismo en el sentido del modo tradicional, sino variaciones de intensidades, conjuntos establecidos por afinidades y sincronizaciones complejas. El igualitarismo biocéntrico rompe la expectativa de reciprocidad mutua que es central para el individualismo liberal. Aceptar la imposibilidad de un reconocimiento mutuo y reemplazarlo por uno de especificación y codependencia mutua es lo que está en juego en la ética nómade de la sostenibilidad. Esto va en contra de la filosofía moral de los derechos y la tradición humanista de convertir al Otro antropocéntrico en el sitio privilegiado y el horizonte ineludible de la otredad.

Si el objetivo de la ética es explorar cuánto puede hacer un cuerpo, en la búsqueda de modos activos de potencializar a través de la experimentación, ¿cómo sabemos cuándo hemos ido demasiado lejos? ¿Cómo se lleva a cabo realmente la negociación de límites? Aquí es donde la visión no individualista del sujeto como encarnada y, por lo tanto, afectiva e interrelacional, pero también fundamentalmente social, es de gran importancia. Por lo tanto, tu cuerpo te dirá cuándo y si has alcanzado un umbral o un límite. La advertencia puede tomar la forma de resistencia opuesta, enfermarse, sentir náuseas o puede tomar otras manifestaciones somáticas, como miedo, ansiedad o una sensación de inseguridad. Mientras que el marco semiótico-lingüístico del psicoanálisis los reduce a síntomas que esperan ser interpretados, yo los veo como señales corporales de advertencia o marcadores de límites que expresan un mensaje claro: “demasiado”. Una de las razones por las que Deleuze y Guattari están tan interesados en estudiar modos de comportamiento autodestructivos o patológicos, como la esquizofrenia, el masoquismo, la anorexia, las diversas formas de adicción y el agujero negro de la violencia asesina, es precisamente para explorar su función como umbrales o marcadores de límites. Esto supone una distinción cualitativa entre, por un lado, el deseo que impulsa la expresión del/la sujeto de su conato –una perspectiva neo-spinozista es implícitamente positiva porque expresa lo esencialmente mejor del sujeto y, por otro lado, las restricciones impuestas por la sociedad. Las condiciones específicas determinadas por el contexto son las formas en que el deseo se actualiza o realmente se expresa.

Las entidades corpóreas no son pasivas, sino fuerzas sensitivas y dinámicas siempre en movimiento, que “forman unidades solo a través de la frágil sincronización de fuerzas” (Lloyd, 1994, p. 23). Esta fragilidad se refiere principalmente al tono de los esfuerzos de sincronización, las líneas de demarcación entre los diferentes bordes corporales, las fronteras que son los umbrales de encuentro y conexión con otras fuerzas, el término estándar para esto es “límites”. Debido a su comprensión monista del tema, Spinoza ve los límites corporales como límites de nuestra conciencia también, lo que significa que su teoría de la afectividad está conectada a la física del movimiento. Otra palabra para el conato de Spinoza es, por lo tanto, la autoconservación, no en el sentido liberal individualista del término, sino más bien como la actualización de la esencia de uno, es decir, del impulso ontológico de devenir. Este proceso no es ni automático ni intrínsecamente armonioso, en la medida en que implica la interconexión con otras fuerzas y, consecuentemente, también conflictos y enfrentamientos. Las negociaciones tienen que ocurrir como escalones hacia flujos sostenibles de devenir. La interacción del yo corporal con su entorno puede aumentar o disminuir el conatus o la potentia de ese cuerpo. La mente como un sensor que impulsa la comprensión puede ayudar al discernir y elegir aquellas fuerzas que aumentan su poder de actuación y su actividad en términos físicos y mentales. Una forma superior de autoconocimiento al comprender la naturaleza de la afectividad es la clave para una ética spinozista de la potencialización. Incluye una comprensión más adecuada de las interconexiones entre el yo y una multitud de otras fuerzas, y por lo tanto socava la comprensión individual liberal del sujeto. Sin embargo, también implica la capacidad del cuerpo para comprender y sostener físicamente un mayor número de interconexiones complejas, y para lidiar con la complejidad sin sobrecargarse. Por lo tanto, solo una apreciación de la complejidad y de grados crecientes de complejidad puede garantizar la libertad de la mente en la conciencia de su naturaleza verdadera, afectiva y dinámica.

Esto es expresado por Spinoza en términos de lograr la libertad a través de una comprensión adecuada de nuestras pasiones y, en consecuencia, de nuestra sujeción. La posesión de la libertad requiere la comprensión de los afectos o pasiones por parte de una mente que siempre está encarnada. El deseo de alcanzar una comprensión adecuada de la potentia propia es el deseo o conatus fundamental del ser humano. Un error de juicio es una forma de malentendido (la verdadera naturaleza del sujeto) que resulta en una disminución del poder, la positividad y la actividad del sujeto. Por extensión, la razón es afectiva, encarnada, dinámica; comprender las pasiones es nuestra forma de experimentarlas y hacer que funcionen a nuestro favor. A este respecto, Spinoza argumenta que los deseos surgen de nuestras pasiones. Debido a esto, nunca pueden ser excesivos, dado que la afectividad es el poder que activa nuestro cuerpo y lo hace querer actuar. La tendencia incorporada del ser humano es hacia la alegría y la autoexpresión, no hacia la implosión. Esta positividad fundamental es la clave del apego de Deleuze a Spinoza.

Lloyd argumenta que el tratamiento que Spinoza tiene de la mente como parte de la naturaleza es una fuente de inspiración para la ética contemporánea. El monismo spinozista actúa “como base para desarrollar un concepto más amplio de etología, un estudio de las relaciones individuales y colectivas y el ser afectado” (Lloyd, 1996, p. 18). Claramente, es una comprensión muy poco moralista de la ética lo que se centra en los poderes del sujeto para actuar y expresar su esencia dinámica y positiva. Una etología enfatiza el campo de composición de fuerzas y afectos, velocidad y transformación. En esta perspectiva, la ética es la búsqueda de la autoconservación, que supone la disolución del yo: lo que es bueno es lo que aumenta nuestro poder de actuación, y esto es por lo que debemos luchar. Esto no resulta en egoísmo sino en nidos mutuamente integrados de intereses compartidos. Lloyd llama a esto “una moralidad colaborativa” (Lloyd, 1996, p. 74). Debido a que el punto de partida para Spinoza no es el individuo aislado, sino las co-realidades complejas y mutuamente dependientes, la interacción yo-otro también sigue un modelo diferente. Ser un individuo significa estar abierto a ser afectado por y a través de otros, experimentando transformaciones de tal manera que pueda sostenerlas y hacer que trabajen hacia el crecimiento. La distinción actividad/pasividad es mucho más importante que la que existe entre uno mismo y el otro, bueno y malo. Lo que une a los dos es la idea de interconexión y afectividad como las características definitorias del sujeto. Una vida ética persigue aquello que mejora y fortalece al sujeto sin referencia a valores trascendentales, sino más bien en la conciencia de la interconexión de uno con los otros.

Acerca del dolor y la vulnerabilidad

Esta visión de la ética implica un reposicionamiento radical o una transformación interna por parte de los sujetos que desean devenir minoritarios de una manera productiva y afirmativa. Está claro que este giro requiere cambios que no son ni simples ni evidentes. Movilizan la afectividad de los sujetos involucrados y pueden verse como un proceso de transformación de pasiones negativas en positivas. El miedo, la ansiedad y la nostalgia son ejemplos claros de las emociones negativas involucradas en el proyecto de separarnos de formas familiares y apreciadas de identidad. Para lograr una visión post-identitaria o no unitaria del yo se requiere la desidentificación de las referencias establecidas. Tal empresa implica una sensación de pérdida de hábitos apreciados de pensamiento y representación, y por lo tanto no está libre de dolor. Ningún proceso de concienciación lo es.

Los efectos secundarios beneficiosos de este proceso son incuestionables y de alguna manera compensan el dolor de la pérdida. Por lo tanto, el cuestionamiento feminista y, en algunos casos, el rechazo de los roles de género desencadena un proceso de desidentificación con formas establecidas de masculinidad y feminidad, lo que ha alimentado la búsqueda política de formas alternativas de habitar el género y encarnar la sexualidad (Braidotti, 2002). En el discurso racial, la conciencia de la persistencia de la discriminación racial y del privilegio blanco ha llevado, por un lado, a la reevaluación crítica de la negritud (Gilroy, 2000; Hill Collins, 1991) y, por otro, a la reubicación radical de la blancura (Griffin y Braidotti, 2002).

En una vena spinozista, estos son procesos transformadores que no solo reelaboran la conciencia de la injusticia social y la discriminación, sino que producen una cartografía más adecuada de nuestra condición de la vida real, libre de delirios de grandeza. Es una experiencia enriquecedora y positiva que, sin embargo, incluye el dolor como un elemento integral. Los migrantes, los exiliados, los refugiados tienen experiencia de primera mano en la medida en que el proceso de desidentificación de identidades familiares está relacionado con el dolor de la pérdida y el desarraigo. Los sujetos diaspóricos de todo tipo expresan la misma sensación de herida. La multilocalidad es la traducción afirmativa de este sentido negativo de pérdida. Siguiendo a Glissant (1990), el devenir nómade marca el proceso de transformación positiva del dolor de la pérdida en la producción activa de múltiples formas de pertenencia y lealtades complejas. Lo que se pierde en el sentido de orígenes fijos se gana con un mayor deseo de pertenencia, de una manera rizómica múltiple que trasciende el bilateralismo clásico de las formaciones de identidad binarias.

El salto cualitativo a través del dolor, a través de los tristes paisajes de anhelo nostálgico, es el gesto de la creación activa de formas afirmativas de pertenencia. Es una reconfiguración fundamental de nuestra forma de estar en el mundo, que reconoce el dolor de la pérdida, pero avanza. Este es el momento decisivo para el proceso del devenir ético: el movimiento a través y más allá del dolor, la pérdida y las pasiones negativas. Tener en cuenta el sufrimiento es el punto de partida; sin embargo, el objetivo real del proceso es la búsqueda de formas de superar los efectos aturdidores de la pasividad provocados por el dolor. El desorden interno, la fractura y el dolor son las condiciones de posibilidad de transformación ética. Claramente, esta es una antítesis del imperativo moral kantiano de evitar el dolor o ver el dolor como el obstáculo para el comportamiento moral. La ética nómade no se trata de evitar el dolor; más bien se trata de trascender la resignación y la pasividad que resultan de ser heridos, perdidos y desposeídos. Uno tiene que devenir ético, en lugar de aplicar reglas y protocolos morales como una forma de autoprotección. Las transformaciones expresan el poder afirmativo de la Vida como el vitalismo de bioszoe, que es lo opuesto a la moralidad como forma de seguro de vida.

El despertar de la conciencia ética y política a través del dolor de la pérdida ha sido reconocido por Edgar Morin (1987) en su relato de cómo renunció al universalismo marxista para adoptar una “perspectiva más situada” (Haraway, 1997) como europeo. Describe su “devenir europeo” como un doble efecto. El primero se refiere a la decepción con las promesas incumplidas del marxismo. El segundo es la compasión por posición incómoda, luchadora y marginal de la Europa de la posguerra aplastada entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. El dolor de esta conciencia de que Europa estaba enferma y náufraga da como resultado un nuevo tipo de vínculo y un renovado sentido de cuidado y responsabilidad. Esto produce una redefinición posnacionalista de ser europeo en un modo minoritario que define la ubicación del espacio tiempo europeo como una zona de mediación y transformación (Balibar, 2002).

La experiencia desintoxicante –el reconocimiento humilde y productivo de la pérdida, las limitaciones y las deficiencias– tiene que ver con las auto-representaciones. Los hábitos mentales, las imágenes y la terminología establecidas nos llevan de regreso a formas establecidas de pensar sobre nosotros mismos. Los modos tradicionales de representación son formas legales de adicción. Cambiarlos no es diferente a emprender una cura de desintoxicación. Se necesita mucho coraje y creatividad para desarrollar formas de representación que hagan justicia a las complejidades del tipo de sujetos en los que ya hemos devenido. Ya vivimos y habitamos la realidad social de maneras que superan la tradición: nos movemos, en el flujo de las transformaciones sociales actuales, en espacios de devenir híbridos, multiculturales, políglotas, post-identitarios (Braidotti, 2002). Sin embargo, no logramos llevarlos a una representación adecuada. Hay una escasez por parte de nuestro imaginario social, un déficit de poder de representación, lo que subraya la timidez política de nuestros tiempos.

El problema real es conceptual: ¿cómo desarrollamos una nueva visión post-unitaria del sujeto, de nosotros mismos, y cómo adoptamos un imaginario social que haga justicia a la complejidad? ¿Cómo se resuelve el dolor de la desidentificación y la pérdida? Dado que las identificaciones constituyen un andamiaje interno que respalda el sentido de identidad, ¿cómo se producen cambios de esta magnitud? Cambiar un imaginario no es como desechar una prenda usada, sino más bien deshacerse de una piel vieja. Sucede a menudo a nivel molecular, pero en lo social es una experiencia dolorosa. Parte de la respuesta radica en la formulación de la pregunta: “nosotros” estamos juntos en esto. Esta es una actividad colectiva, un proyecto grupal que conecta a ciudadanos activos, conscientes y deseosos. Apunta hacia un destino virtual: identidades nómades post-unitarias, cimientos flotantes, etcétera, pero no es utópico. Como proyecto, se basa históricamente, está socialmente integrado y ya se ha actualizado en parte en el esfuerzo conjunto, es decir, la comunidad, de aquellos que trabajan activamente para lograrlo. Si esto es utópico, es solo en el sentido de los efectos positivos que se movilizan en el proceso: la dosis necesaria de imaginación, visión onírica y los lazos sin los cuales ningún proyecto social puede despegar.

Pasos hacia una ética de la afirmación

La ética de la afirmación, con su énfasis en atravesar el dolor y transformarlo en actividad, puede parecer contraintuitiva. En nuestra cultura, las personas hacen todo lo posible para aliviar todo el dolor, pero especialmente el dolor de la incertidumbre sobre la identidad, el origen y la pertenencia. Se produce una gran angustia por no saber o no poder articular la fuente del sufrimiento de uno, o por saberlo demasiado bien, todo el tiempo. Las personas que han sido confrontadas por lo irreparable, lo insoportable, lo insuperable, lo traumático e inhumano harán cualquier cosa para encontrar consuelo, resolución y también compensación. El anhelo de estas medidas –consuelo, cierre, justicia– es demasiado comprensible y digno de respeto. Hoy en día, este anhelo es apoyado y explotado comercialmente por la genética y su aplicación para el seguimiento de los orígenes raciales y territoriales.

El dilema ético ya lo planteó Jean-François Lyotard en La Diferencia y, mucho antes, Primo Levy sobre los sobrevivientes de los campos de concentración nazis: el tipo de vulnerabilidad que experimentan los seres humanos frente a los acontecimientos de horror en alto grado es algo para lo que no hay compensación adecuada siquiera pensable, y mucho menos aplicable. Existe una inconmensurabilidad del sufrimiento involucrado para el cual no es posible ninguna medida de compensación –un daño o herida irreparable. Esto significa que la noción de justicia en el sentido de una lógica de derechos y reparación no es aplicable de manera cuantificable. Para Lyotard, de acuerdo con el énfasis posestructuralista en la dimensión ética del problema, la ética consiste en aceptar la imposibilidad de una compensación adecuada y vivir con la herida abierta. Por el contrario, la cultura contemporánea ha tomado la dirección opuesta: ha favorecido, alentado y recompensado una moralidad pública basada en los principios gemelos de reclamos y compensación, como si los acuerdos financieros pudieran proporcionar la respuesta a la lesión sufrida, el dolor soportado y los efectos duraderos de la injusticia. Los casos que ejemplifican esta tendencia son la compensación por la Shoah en el sentido de restitución de propiedad robada, obras de arte y depósitos bancarios. Afirmaciones similares han sido hechas por los descendientes de esclavos forzados a trasladarse de África a Norteamérica (Gilroy, 2000), y más recientemente por la indemnización por daños causados por el comunismo soviético, posiblemente la confiscación de propiedades en toda Europa oriental, de judíos y otros ex ciudadanos.

La ética de la afirmación consiste en suspender la búsqueda de reclamos y compensaciones, resistir la lógica de la retribución de los derechos y, en cambio, tomar un camino diferente. Para entender este movimiento es importante des-psicologizar la discusión de la afirmación. La afectividad se entiende intrínsecamente como positiva: es la fuerza que tiene como objetivo cumplir la capacidad de interacción y libertad del sujeto. Es el conatus de Spinoza o la noción de potentia como el aspecto afirmativo del poder. Es alegre y propenso al placer, y es inmanente porque coincide con los términos y modos de su expresión. Esto significa concretamente que el comportamiento ético confirma, facilita y mejora la potencia del sujeto, como la capacidad de expresar su libertad. La positividad de este deseo de expresar la libertad más íntima y constitutiva de uno (conatus, potentia o devenir) es propicio para el comportamiento ético, sin embargo, solo si el sujeto es capaz de hacerlo perdurar, lo que le permite mantener su propio ímpetu. El comportamiento no ético logra lo contrario: niega, obstaculiza y disminuye ese ímpetu o es incapaz de sostenerlo. Por lo tanto, la afirmación no es optimismo ingenuo o irrealismo sincero. Se trata de resistencia y transformación. La resistencia es autoafirmación. También es un principio ético de afirmación de la positividad del sujeto intensivo –su afirmación alegre como potencia. El sujeto es un compuesto espacio-temporal que enmarca los límites de los procesos de devenir. Esto funciona transformando las pasiones negativas en positivas a través del poder de un entendimiento que ya no está indexado en un conjunto de estándares falogocéntricos, sino que es más bien desbordado y por lo tanto afectivo.

Este tipo de cambio en la corriente de la negatividad es el proceso transformador de lograr la libertad del entendimiento a través de la conciencia de nuestros límites, de nuestras sujeciones. Esto resulta en la libertad de afirmar la esencia de uno como alegría, a través de encuentros y mezclas con otros cuerpos, entidades, seres y fuerzas. La ética significa fidelidad a esta potentia, o el deseo de devenir. Deleuze define a este último con referencia al concepto de “duración” de Bergson, proponiendo así la noción del/la sujeto como una entidad duradera, que soporta cambios y transformaciones sostenibles y los representa a su alrededor en una comunidad o colectividad. La ética afirmativa se basa en la idea de sostenibilidad como principio de contención y desarrollo tolerable de los recursos de un sujeto, entendidos ambiental, afectiva y cognitivamente. Un sujeto así constituido habita un tiempo que es el tiempo activo del continuo “devenir”. Por lo tanto, la resistencia tiene una dimensión temporal –tiene que ver con la duración en el tiempo, de ahí la duración y la auto-perpetuación. Pero también tiene un lado espacial que hace al espacio del cuerpo como un campo de actualización de pasiones o fuerzas. Evoluciona la afectividad y la alegría, como en la capacidad de ser afectado por estas fuerzas, hasta el punto del dolor o el placer extremo, que llegan a ser lo mismo; significa soportar las dificultades del dolor físico.

Sin embargo, el punto es que el placer extremo o el dolor extremo –que pueden tener el mismo puntaje en una escala spinozista de la etología de los afectos– no son, por supuesto, lo mismo. En el lado reactivo de la ecuación, la resistencia apunta a la lucha por mantener el dolor sin ser aniquilado por él. También introduce una dimensión temporal sobre la duración en el tiempo. Esto está relacionado con la memoria: el dolor intenso, un error, una traición, una herida son difíciles de olvidar. El impacto traumático de los acontecimientos dolorosos los arregla en un tiempo presente rígido y eterno del cual es difícil salir. Este es el eterno retorno de lo que precisamente no puede ser soportado y retorna en el modo de lo no deseado, lo inoportuno, lo no asimilado o lo in-a-propiado. Sin embargo, también son, paradójicamente, difíciles de recordar, en la medida en que el recuerdo implica la recuperación y repetición del dolor mismo.

El psicoanálisis, por supuesto, ha estado aquí antes (Laplanche, 1976). La noción del retorno de lo reprimido es la clave de la lógica del recuerdo inconsciente, pero es una clave secreta y algo invisible que condensa el espacio en el espasmo del síntoma y el tiempo en corto circuito que mina la capacidad de pensar de la persona. La noción de Kristeva de lo abyecto (1980) expresa claramente la temporalidad involucrada en el psicoanálisis, al enfatizar la función estructural desempeñada por lo negativo, lo incomprensible. Deleuze llama a esta alteridad “Caos” y la define ontológicamente como la formación virtual de todas las formas posibles. Lacan por otro lado –y Derrida con él, diría yo– define el Caos epistemológicamente como lo que precede a la forma, la estructura y el lenguaje. Esto genera dos concepciones radicalmente divergentes del tiempo y la negatividad. Lo que es incomprensible para Lacan, siguiendo a Hegel, es lo virtual para Deleuze, siguiendo a Spinoza, Bergson y Leibniz.

Esto produce varios cambios significativos: de negativo a afirmativo; de entrópico a generativo; desde lo incomprensible, sin sentido y loco hasta lo virtual esperando a ser actualizado; desde constituir exteriores constitutivos hasta una geometría de afectos que requieren sincronización mutua; de una melancolía y escisión a un sujeto abierto en red; del giro epistemológico al ontológico en la filosofía posestructuralista.

Esto introduce una dimensión temporal en la discusión que lleva a las mismas condiciones de posibilidad del futuro, al futuro como tal. Para una ética de la sostenibilidad, la expresión de afectos positivos es lo que hace que el tema dure o perdure. Es como una fuente de energía a largo plazo en el núcleo afectivo de la subjetividad (Grosz, 2004). Nietzsche también ha estado aquí antes, por supuesto. El eterno retorno en Nietzsche es la repetición, pero ni en el modo compulsivo de la neurosis ni en el borrado negativo que marca el acontecimiento traumático. Es el eterno retorno de y como positividad (Ansell-Pearson, 1999). Este tipo de ética aborda la estructura afectiva del dolor y el sufrimiento, pero no localiza la instancia ética dentro de ella, ya sea en el modo de testimonio compasivo (Bauman, 1993; 1998) o la co-presencia empática. Desde una perspectiva nómade deleuziana-nietzscheana, la ética se trata esencialmente de la transformación de las pasiones negativas en positivas, es decir, de ir más allá del dolor. Esto no significa negar el dolor, sino más bien activarlo, trabajarlo. Una vez más, la positividad aquí no se supone que indique un optimismo fácil o un indiferente descuido del sufrimiento humano.

Lo que es positivo en la ética de la afirmación es la creencia de que los afectos negativos pueden transformarse. Esto implica una visión dinámica de todos los afectos, incluso aquellos que nos congelan en el dolor, el horror o el duelo. La ética nómade afirmativa devuelve la moción del movimiento a la e-moción y lo activo al activismo, introduciendo movimiento, proceso y devenir. Este cambio marca la diferencia en los patrones de repetición de emociones negativas.

Lo negativo de los afectos negativos no es un juicio de valor (como tampoco lo es para la positividad de la diferencia), sino más bien el efecto de arresto, bloqueo y rigidez que se produce como resultado de un acto de violencia, traición, un trauma –o que puede perpetuarse a sí mismo a través de prácticas que nuestra cultura simultáneamente castiga como autodestructivas y cultiva como modo de disciplina y castigo: todas las formas de adicciones leves y extremas, diferentes grados de prácticas abusivas que mortifican y glorifican la materia corporal, de atracones a modificaciones corporales. Las prácticas abusivas, adictivas o destructivas no solo destruyen al yo sino que dañan su capacidad de relacionarse con los demás, tanto humanos como no humanos. Por lo tanto, perjudican la capacidad de crecer en y a través de otros, y devenir otros. Las pasiones negativas disminuyen nuestra capacidad de expresar los altos niveles de interdependencia, la dependencia vital en los otros, que es la clave para una visión no unitaria y dinámica del sujeto. Lo que las pasiones negativas niegan es el poder de la vida misma, como la fuerza dinámica, los flujos vitales de las conexiones y los devenires. Es por eso que no deberían alentarse ni deberíamos ser recompensados por permanecer alrededor de ellas por largo tiempo. Las pasiones negativas son agujeros negros.

Una ética de la afirmación implica la transformación de las pasiones negativas en positivas: resentimiento en afirmación, como dijo Nietzsche. La práctica de transformar las pasiones negativas en positivas es el proceso de reintroducir el tiempo, el movimiento y la transformación en un recinto sofocante saturado de dolor no procesado. Es un gesto de afirmación de esperanza en el sentido de afirmar la posibilidad de ir más allá de los efectos aturdidores del dolor, la lesión, la injusticia. Este es un gesto de desplazamiento del dolor, que contradice completamente la lógica gemela de las reclamaciones y la indemnización. Esto se logra a través de una especie de despersonalización del acontecimiento, que es el último desafío ético. El desplazamiento de las pasiones o afectos negativos indexados por el ego revela la insensatez fundamental del dolor, la injusticia o la lesión que uno ha sufrido. “¿Por qué yo?” es el estribillo más comúnmente escuchado en situaciones de extrema angustia. Esto expresa ira y angustia por el mal destino de uno. La respuesta es clara: no hay razón alguna. Ejemplos de esto son la banalidad del mal en los genocidios a gran escala como el Holocausto (Arendt, 1963), y el descaro de sobrevivir (piénsese en Primo Levi quien no pudo soportar su propia sobrevivencia). Hay algo intrínsecamente sin sentido en el dolor o la injusticia: se pierden o se salvan vidas para todo sin razón alguna. ¿Por qué algunos trabajaron en el WTC el 11 de septiembre mientras que otros perdieron el tren? ¿Por qué Frida Kahlo tomó ese tranvía que se estrelló para ser atravesada por una varilla de metal y no el siguiente? No hay razón alguna. La razón no tiene nada ver con esto. Ese es precisamente el punto.

Contrariamente a la moral tradicional que sigue un modelo racionalista y legalista de una posible interpretación de los errores sufridos por una lógica de responsabilidad, reclamo y compensación, la ética afirmativa se basa en la noción del acceso aleatorio a los fenómenos que causan dolor (o placer). Esto no es fatalismo, y menos aún resignación, sino amor fati. Esta es una diferencia crucial: tenemos que ser dignos de lo que nos sucede y reelaborarlo dentro de una ética de relación. Por supuesto, ocurren acontecimientos repugnantes e insoportables. Sin embargo, la ética consiste en reelaborar estos acontecimientos en la dirección en la dirección de las relaciones positivas. Esto no es un descuido o falta de compasión, sino más bien una forma de lucidez que reconoce la imposibilidad de encontrar una respuesta adecuada a la pregunta sobre la fuente, el origen, la causa del destino malo, el acontecimiento doloroso, la violencia sufrida. Reconocer la futilidad de incluso tratar de responder esa pregunta es un punto de partida.

Edouard Glissant (1991) proporciona un ejemplo perfecto de esta ética productiva en su trabajo sobre raza y racismo. Una relación ética no puede basarse en el resentimiento o la resignación, sino en la afirmación de la positividad. Cada acontecimiento contiene dentro de sí el potencial para ser superado y sobrepasado; su carga negativa puede ser transpuesta. El momento de la actualización es también el momento de su neutralización. “Cada acontecimiento es como la muerte, doble e impersonal en su doble”, argumenta Deleuze (1990, p. 152). El sujeto libre, el sujeto ético es el que tiene la capacidad de captar la libertad de despersonalizar el acontecimiento y transformar su carga negativa. El enfoque se desplaza así a hacer las preguntas adecuadas. La adecuación, tanto la lógica del reclamo como la compensación, se encuentra en el corazón de la postura ética. Esto requiere un doble cambio: del dolor mismo –del efecto congelado o reactivo a la afirmación proactiva– y de la línea de preguntas –de la búsqueda del origen o la fuente a un proceso de elaboración del tipo de preguntas que expresan e intensifican la capacidad de los sujetos para alcanzar la libertad a través del entendimiento de sus limitaciones.

¿Qué es una pregunta ética adecuada? Una que sea capaz de sostener al/la sujeto en su búsqueda de más interrelaciones con los otros, es decir, más Vida, movimiento, cambio, transformación y potencia. La pregunta ética adecuada proporciona al/la sujeto un marco para la interacción y el cambio, el crecimiento y el movimiento. Afirma la vida como diferencia trabajándose. Una pregunta ética tiene que ser adecuada en relación a cuánto puede soportar un cuerpo, que es la noción de sostenibilidad. ¿Cuánto puede soportar una entidad encarnada en el modo de interrelaciones y conexiones, es decir, cuánta libertad de acción podemos soportar? Esa es la pregunta. Esta asume, siguiendo a Nietzsche, que la humanidad no proviene de la libertad, sino que la libertad se extrae de la conciencia de las limitaciones.

La ética se trata de liberarse del peso de la negatividad, libertad a través de la comprensión de nuestra sujeción. Una cierta cantidad del dolor, el conocimiento sobre la vulnerabilidad y el dolor, es realmente útil. Obliga a uno a pensar en las condiciones materiales reales de estar interconectado y, por lo tanto, estar en el mundo. Lo libera a uno de la estupidez de la salud perfecta y del sentido pleno de derecho existencial que conlleva. Paradójicamente, son aquellos que ya se han reído un poco, aquellos que han sufrido dolor y lesiones, quienes están en mejores condiciones para tomar la iniciativa en el proceso de transformación ética. Como ya están al otro lado de alguna división existencial, son anómalos de alguna manera –pero de manera positiva, para Deleuze (1969; 1998). Su anomalía desterritorializa la fuerza del hábito e introduce un poderoso elemento de diferencia productiva. Saben sobre la resistencia, las fuerzas adecuadas y la importancia de las Relaciones.

La epistemología marxista y la teoría del punto de vista feminista siempre han reconocido la posición privilegiada de conocimiento de quienes están en los “márgenes”. La teoría poscolonial desplaza la dialéctica del margen central y ubica la fuerza de la producción discursiva. La ética afirmativa está en la misma longitud de onda: solo aquellos que han sido heridos están en posición de no devolver la violencia y, por lo tanto, hacer una diferencia positiva. Sin embargo, para hacerlo, deben devenir minoritarios, es decir trascender la lógica de la negatividad (reclamo y compensación) y transformar el afecto negativo en algo activo y productivo. Como el centro está muerto y vacío de fuerza activa, es en los márgenes donde se pueden iniciar los procesos de devenir. También está lleno en los márgenes.

Me viene a la mente la figura de Nelson Mandela –un santo secular contemporáneo– al igual que el fenómeno histórico mundial que es la Comisión de la Verdad y la Reconciliación en Sudáfrica después del apartheid. Este es un caso de repetición que engendra diferencia y no instala el eterno retorno de la venganza y los afectos negativos, un ejercicio masivo en la transformación de la negatividad en algo más habitable, que mejora la vida. El cristianismo ha tratado de estar aquí antes. Ha tenido un aporte importante en el trabajo de Cornell West, bell hooks y otros activistas de mentalidad espiritual en la actualidad, especialmente en la reconstitución de un sentido de comunidad y responsabilidad mutua en lugares devastados por el odio y la sospecha mutua. La ética nómade afirmativa es profundamente secular y se niega simplemente a poner la otra mejilla. Proclama la necesidad de construir colectivamente posiciones de interconexiones y relaciones activas y positivas que puedan sostener una red de dependencia mutua, una ecología de pertenencias múltiples.

Es un caso de extraer la libertad de la conciencia de los límites. Para la ética afirmativa de la sostenibilidad, siempre es una cuestión de vida o muerte. Estar al borde del exceso o de la insostenibilidad, navegar en los límites de lo intolerable, es otra forma de describir el proceso de transformación. El devenir marca un salto cualitativo en la transformación de la subjetividad y de sus afectos constitutivos. Es un viaje a través de diferentes campos de percepción, diferentes coordenadas espacio-temporales. Principalmente transforma la negatividad en afectos afirmativos: dolor en compasión, pérdida en un sentido de unión, aislamiento en cuidado. Es simultáneamente una desaceleración del ritmo del frenesí diario y una aceleración de la conciencia, la conexión con los otros, el autoconocimiento y la percepción sensorial.

La ética incluye el reconocimiento y la compasión por el dolor, así como la actividad de superarlo. Cualquier proceso de cambio debe hacer algún tipo de violencia a los hábitos y disposiciones profundamente arraigados que se consolidaron en el tiempo. La superación de estos hábitos arraigados es una interrupción necesaria, sin la cual no hay un despertar ético. La conciencia no está exenta de dolor. El enunciado: “¡No puedo sopórtalo más!”, lejos de ser una admisión de derrota, marca el umbral y, por lo tanto, la condición de posibilidad de encuentros creativos y cambios productivos. Así es como aparece la dimensión ética a través de la masa de fragmentos y pizcas de hábitos descartados que son característicos de nuestros tiempos. El proyecto ético no es lo mismo que la implementación de normas de moral vigentes. Se refiere más bien a las normas y valores, los estándares y criterios que se pueden aplicar a la búsqueda de la sostenibilidad, es decir, para los límites recientes negociados. Los límites deben ser repensados en términos de una ética del devenir, a través de una noción no hegeliana de “límites” como umbrales, es decir, puntos de encuentro y no de cierre, límites vivos y paredes no fijas.

Es importante destacar la necesidad conjunta tanto de la búsqueda del cambio social y la transformación profunda, como de una ética de resistencia y sostenibilidad, porque los pensadores y activistas críticos creativos que persiguen el cambio a menudo han experimentado los límites o las fronteras como heridas abiertas o cicatrices. La generación que alcanzó la mayoría de edad políticamente en los años sesenta ha asumido enormes riesgos y ha disfrutado de los desafíos que conlleva. Se exigió y se esperaba mucho de la vida y la mayoría terminó por conseguirlo, pero no fue solo un viaje de alegría. Una evaluación ética de los costos involucrados en la búsqueda de visiones, normas y valores alternativos es importante en el contexto actual donde el supuesto “fin de la ideología” se utiliza como pretexto para la restauración neoliberal que termina todos los experimentos sociales. Es necesario encontrar una manera de combinar la política transformadora con la ética afirmativa para enfrentar las contradicciones conceptuales y sociales de nuestro tiempo. La ética afirmativa sostenible nos permite contener los riesgos mientras perseguimos el proyecto original de transformación. Esta es una manera de resistir el ethos dominante de nuestros tiempos conservadores que idolatra a lo nuevo como una tendencia consumista mientras truena contra aquellos que creen en el cambio. Cultivar la ética intensamente en la búsqueda del cambio es un acto político.

Referencias

Agamben, G. (1998). Homo Sacer: Sovereign Power and Bare Life. Stanford: Stanford University Press.

Ansell Pearson, K. (1997). Viroid Life: Perspectives on Nietzsche and the Transhuman Condition. Nueva York: Routledge.

— (1999). Germinal Life: The Difference and Repetition of Deleuze. Nueva York: Routledge.

Arendt, H. (1963). Eichmann in Jerusalem. Nueva York: Viking Press.

Balibar, E. (2002). Politics and the Other Scene. Londres: Verso.

Bauman, Z. (1993). Postmodern Ethics. Oxford: Blackwell.

— (1998). Globalization: The Human Consequences. Cambridge: Polity Press.

Benhabib, S. (2002). The Claims of Culture. Equality and Diversity in the Global Era. Princeton: Princeton University Press.

Benjamin, J. (1988). The Bonds of Love: Psychoanalysis, Feminism and the Problem of Domination. Nueva York: Pantheon Books.

Bhabha, H. K. (1996). Unpacking My Library … Again. En Iain Chamber y Lidia Curti (eds.). The Post-Colonial Question: Common Skies, Divided Horizons. Nueva York: Routledge.

Braidotti, R. (2002). Metamorphoses: Towards a Materialist Theory of Becoming. Cambridge: Polity Press.

Buchanan, I. y C. Colebrook, eds. (2000). Deleuze and Feminist Theory. Edimburgo: Edinburgh University Press.

Butler, J. (2004). Precarious Life. Londres: Verso.

Critchley, S. (1992). The Ethics of Deconstruction. Edimburgo: Edinburgh University Press.

Deleuze, G. (1968). Spinoza et le problème de l’expression. París: Minuit.

— (1969). Logique du sens. París: Minuit.

— (1995). L’immanence: une vie… Philosophie. 47.

Deleuze, G. and F. Guattari (1980). Mille plateaux. Capitalisme et schizophrénie II. Paris: Minuit.

Fraser, N. (1996). Multiculturalism and Gender Equity: The US ‘Difference’ Debates Revisited. Constellations. 1.

Gatens, M. y G. Lloyd (1999). Collective Imaginings: Spinoza, Past and Present. Nueva York: Routledge.

Gilroy, P. (2000). Against Race: Imaging Political Culture Beyond the Color Line. Cambridge: Harvard University Press.

Glissant, E. (1990). Poetique de la Relation. París: Gallimard.

Grosz, E. (2004). The Nick of Time. Durham: Duke University Press.

Guattari, F. (1995). Chaosmosis: An Ethico-Aesthetic Paradigm. Sídney: Power Publications.

Haraway, D. (1997). Modest Witness. Nueva York: Routledge.

Hardt, M. y A. Negri (2000). Empire. Cambridge: Harvard University Press.

Irigaray, L. (1984). L’éthique de la différence sexuelle. París: Minuit.

Kristeva, J. (1980). Pouvoirs de l’horreur. París: Seuil.

Laplanche, J. (1976). Life and Death in Psychoanalysis. Baltimore: Johns Hopkins University Press.

Lloyd, G. (1994). Part of Nature: Self-knowledge in Spinoza’s Ethic. Ithaca: Cornell University Press.

Lovibond, S. (1994). The End of Morality. En Kathleen Lenno y Margaret Whitford (eds.). Knowing the Difference: Feminist Per-spectives in Epistemology. Nueva York: Routledge.

Lyotard, J. F. (1983). Le Différend. París: Minuit.

May, T. (1995). The Moral Theory of Poststructuralism. University Park: Pennsylvania State University Press.

Nussbaum, M. (1999). Cultivating Humanity: A Classical Defense of Reform in Liberal Education. Cambridge: Harvard University Press.

Rabinow, P. (2003). Anthropos Today. Princeton: Princeton University Press.

Rose, N. (2001). The Politics of Life Itself. Theory, Culture and Society. 18(6).