¿Podemos nombrar “desencantada” a la Ética de Spinoza?

Ribeiro Ferreira, M. L. (2022). ¿Podemos nombrar “desencantada” a la Ética de Spinoza? Círculo Spinoziano. 2(3), 37-48.

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Maria Luísa Ribeiro Ferreira – ¿Podemos nombrar “desencantada” a la Ética de Spinoza?

 

La Ética es el lugar por excelencia en el que se estructura el pensamiento spinoziano. Aquí es donde el método geométrico se concreta. Escrita y reescrita en diferentes etapas, es una obra constituida por diferentes texturas, en la que podemos percibir varios ritmos. La densidad y la parsimonia dominan en las definiciones, axiomas y postulados que casi nos agreden con una imposición dogmática de conceptos. Los prefacios, apéndices y escolios nos permiten respirar, aclarando objetivos, explicando los temas y estableciendo conexiones. Pero el resultado de este entrecruzar de escritos es un tejido sin costuras porque todo el texto parte de Dios o de la Naturaleza y converge hacia lo mismo.

    Mientras enseñaba Filosofía Moderna en la Facultad de Letras de la Universidad de Lisboa, usé una traducción al portugués de la Ética publicada en 1992 por la editorial Relógio D’Água. Tres autores colaboraron en ella: Joaquim de Carvalho, Joaquim Ferreira Gomes y António Simões. Muchas veces (en particular en el libro V) sentí la necesidad de hacer cambios.

    Recientemente, en enero de 2020 se publicó en Portugal una nueva y excelente traducción de esta obra, elaborada por Diogo Pires Aurélio. El texto del autor está precedido por seis tópicos en los que el traductor hace consideraciones oportunas sobre aspectos relevantes en el pensamiento del filósofo.  Y en el punto 6, titulado La felicidad de Sísifo, Aurelio escribe: “La ética de Spinoza es, después de todo, una ética desencantada”[1] (Spinoza, 2020, p. 86).

    Este texto se propone discutir esta afirmación, confrontándola con varios lugares de la Ética en los que claramente se dibujan los pasos necesarios para lograr la alegría, así  como la felicidad a la que podemos aspirar en esta vida, admitiendo, al final del libro V, que la búsqueda de la máxima realización que un ser humano puede pretender es un camino posible, aunque no todos lo consigan realizar totalmente, porque como dice el filósofo: “todo lo excelso es tan difícil como raro”[2] (Spinoza, 2015, p. 352).

    La idea de que para algunos estará abierto el camino de la salvación se basa en la creencia en las posibilidades humanas, fundamentada en las potencialidades de los cuerpos y de nuestro cuerpo. “Nadie, en efecto ha determinado por ahora qué puede el cuerpo”[3] (Spinoza, 2015, p. 283), es una de las tesis esenciales de la filosofía spinoziana, en la que el conocimiento juega una función terapéutica y simultáneamente salvífica. Por lo tanto, más que clasificar la Ética como una obra “desencantada”, la consideramos optimista, rigurosa, científica, objetiva, esperanzadora y realista, en la medida en que nos propone la salvación (salus), un camino que, aunque arduo, es algo posible de lograr.

 1. La Ética de Spinoza es una tarea rigurosa, científica y ardua

Las múltiples entradas posibles en Ética nos llevan, todas ellas, al mismo fin: acompañar el desvelamiento de la sustancia, percibir su expresión a través de los modos, encontrar el lugar o papel que pertenece a cada uno. Lo que implica percibir el orden de esta trama. Los Elementa de Euclides son una presencia constante, ya sea en la organización del discurso, ya sea en el carácter deductivo al que el mismo obedece. En consecuencia, la lectura de esta obra no es fácil ni suelta, ni fluida. Hay innumerables pasajes que nos obligan a volver hacia atrás, hay conceptos que se enfrentan entre sí, hay tesis aparentemente contradictorias. En un texto que pretende ser transparente, hay, al menos a primera vista, una profunda ambivalencia. Y el “mos geométrico”, que debería ayudarnos, hace aún más difícil entender la tesis y conceptos que insisten en no encajar en interpretaciones consecuentes. Leer la Ética es una tarea ardua.

    La intención de Spinoza era describir la dinámica de la sustancia, que en tanto que “essentia actuosa” se manifiesta en lo real, dándole cuerpo. Sin embargo, hay una distancia abismal entre su punto de partida y el de sus lectores. De hecho, con la intención de acompañar la revelación de la Sustancia, haciéndola visible (Spinoza, 2015)[4], el filósofo escribió la Ética en la forma de un conocimiento que solo se nos revela gradualmente. Hay una brecha entre la escritura y la lectura porque, quien lee, solo al final de la ruta está en posesión de los elementos que le permiten recorrer el circuito. Así, las ocho definiciones que inician el libro I tienen que ser retomadas varias veces para llegar a ser inteligibles. Solo entonces pierden el carácter de arbitrariedad con el que se presentan al lector desprevenido. Y esto ocurre cuando terminamos el libro V, un capítulo decisivo para aquellos que quieren percibir el tejido de la Ética.

2. La Ética de Spinoza es optimista

El optimismo con el que se abordan las posibilidades humanas es una constante en la obra spinoziana. Así, en el Tratado de la reforma del entendimiento el filósofo se propone descubrir un camino para pensar bien y vivir bien, compartiendo con los demás la búsqueda de la felicidad: “Me decidí, por fin, a investigar si existía algo que fuera un bien verdadero y capaz de comunicarse (…) más aún si hubiera algo que, hallado y poseído, me hiciera gozar eternamente de una alegría continua y suprema”[5] (Spinoza, 2015, p. 217).

    En el Prefacio de la segunda parte de la Ética el filósofo sustenta que la felicidad es deseable y coloca la beatitud como meta: “Paso ya a explicar las cosas que (…) nos pueden llevar como de la mano al conocimiento del alma humana y de su felicidad suprema”[6] (Spinoza, 2015, p. 258).

    La gestión de los afectos es esencial para obtener la beatitud, un estado que solo algunos alcanzan. Actuar y padecer son inevitables en todos los hombres y es su responsabilidad elegir un objeto de amor que permita la superación de las pasiones tristes, es decir, de aquellas que conducen a una disminución del propio ser. Este solo encuentra estabilidad unido a algo tan fuerte que lo satisfaga plenamente y que llene el deseo constitutivo de ser, que en todos habita. La capacidad de tomar conciencia del propio ser y de guiarlo a la fuente de la que le llega la fuerza permite a los hombres alcanzar la felicidad, con la que se lleva a cabo la afirmación y el disfrute de la vida. De ahí que el filósofo diga que el sabio no está interesado en la muerte sino en la vida, argumentando que la sabiduría es una meditación sobre la vida: “El hombre libre en ninguna cosa piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es meditación de la muerte, sino de la vida”[7] (Spinoza, 2015, p. 333).

    La Ética concreta esta búsqueda, cuyo término se encuentra en el libro V, donde se nos presenta la beatitud. Esta consiste, en última instancia, en el amor intelectual a Dios, en el encuentro de los hombres unidos por este amor y en la participación individual y colectiva en la esencia de la sustancia. La felicidad suprema es el conocimiento del lugar que cada uno ocupa en el Todo. En Spinoza, Dios se ama y nos ama en la fruición de su esencia. La felicidad se alcanza cuando nos encontramos a nosotros mismos y a los demás en este amor.

    Cabe señalar que lejos de ser un obstáculo, el cuerpo humano es para él una promesa de posibilidades que debe ser desvelada. Y el filósofo se considera pionero en esta tarea porque, en su opinión, como escribe en la parte III de Ética: “Nadie, en efecto, ha determinado por ahora (…) qué puede hacer el cuerpo por las solas leyes de la naturaleza, considerada como  puramente corpórea”[8] (Spinoza, 2015, p. 283).

    Spinoza cree en las infinitas posibilidades de nuestro cuerpo. La estructura del cuerpo humano es compleja, los elementos que lo constituyen no solo son numerosos, sino también sofisticados. De ahí sus poderes, de ahí las inmensas capacidades que posee y que la mayoría, por desconocimiento, mantienen inexploradas. Y las leyes que rigen los cuerpos son idénticas, porque hay una misma materia que las constituye y que las nivela.

    “Quien tiene un cuerpo apto para muchísimas cosas, tiene una alma cuya mayor parte es eterna”[9] (Spinoza, 2015, p. 351). Es concretando las potencialidades de nuestro cuerpo, desarrollándolas y relacionándonos con otros cuerpos que pueden fortalecernos, que podremos caminar por el camino de la salvación, en el que el cuerpo y la mente juegan cada uno de ellos un papel decisivo.

    Cabe señalar que cuando habla de salvación (salus) Spinoza no utiliza este término en su connotación médica que nos llevaría a traducirlo por “salud”. La salvación es entendida por él como felicidad suprema, de modo que para caracterizarla utiliza los libros sagrados donde el término se identifica con gloria[10] (Spinoza, 2015, p. 350). Sin embargo, para el filósofo, la salvación tiene lugar en este mundo y nunca post mortem, siendo liberada de connotaciones religiosas o sobrenaturales y aproximándose a los conceptos de integración y de sintonía. Nos salvamos cuando estamos en armonía con un Todo político que permite nuestra realización. Somos salvos cuando nos integramos en un Todo cósmico, del cual somos expresión y con el que tenemos una relación particular.

    La salvación tiene lugar en el marco de un universo organizado more geométrico, un universo del que somos un eslabón, un nudo, la malla de un inmenso tejido donde todo está estructurado en una relación de causa y efecto. El conocimiento juega un papel decisivo en el descubrimiento y la superación del determinismo, una condición sine qua non para salvarnos. Para integrarnos en el Todo al que pertenecemos es esencial que lo conozcamos. La tesis de que la salvación consiste en esta integración en el Todo y que esta integración nos realiza y nos trae felicidad es algo perfectamente claro en Spinoza. Sin embargo, se admiten diferentes experiencias y diferentes caminos porque dependiendo del nivel cognitivo en el que nos situemos de esta manera tendremos una gratificación mayor o menor. Aquellos que no tienen suficientes habilidades cognitivas o no están dispuestos a la “ruta perardua” requerida por el tercer tipo de conocimiento pueden seguir la guía de aquellos que saben, aceptando un camino común, un camino propuesto a todos aquellos que forman parte de una comunidad.

    No todos los hombres logran alcanzar el supremo género de conocimiento, cuya dificultad Spinoza enfatiza en sus obras de naturaleza metafísica. Ya en el Tratado breve el filósofo discurre sobre las dificultades humanas en orden a la salvación. Esta es selectiva y no depende de nosotros conseguirla: “Ahora vemos, pues, que, dado que el hombre es una parte de toda la naturaleza, de la que depende y por la que también es regido, no puede hacer nada por sí mismo para su salvación y felicidad”[11] (Spinoza, 2015, p. 135). Siendo una parte del conjunto de la naturaleza la acción que conviene al hombre es de adaptación a ella, no oponiéndose al papel que se le dio para desempeñar en el Todo, antes bien asumiéndolo. Sin embargo, en Ética, admite que somos capaces de salvarnos, aunque el camino es difícil: “Difícil sin duda tiene que ser lo que tan rara vez se halla. ¿Cómo podría suceder que, si la salvación estuviera al alcance de la mano y pudiera ser encontrada sin gran esfuerzo, fuera por casi todos despreciada? Pero todo lo que excelso es tan difícil como raro”[12] (Spinoza, 2015, p. 352).

    La salvación está garantizada a todos los seres humanos, aunque a diferentes niveles dependiendo de la ruta elegida. En el TTP, en el TP y en el libro IV de Ética, los hombres son invitados a la felicidad, proponiéndoseles para ello la integración en un estado libre, pensado a su medida.  Pero el Tratado teológico-político es el libro por excelencia donde se desarrolla la salvación del vulgo, exponiéndose las diferentes mediaciones institucionales que permiten una vida armoniosa y feliz.

    Por lo tanto, tenemos una salvación que se abre a todos y es relativamente fácil de obtener en la medida en que solo requiere obediencia a las leyes de la ciudad. En este libro la salvación parece ser accesible para todos, construyéndose a través de la experiencia comunitaria. Este es el lugar donde las virtudes se revelan y se realizan mejor. La política es la tierra de elección sobre la que se gana la salvación y la religión, reducida a un código ético universal, juega un papel auxiliar.

    El Tratado teológico-político se centra en la salvación cuando aborda el tema de la obediencia, desde una perspectiva naturalista y no escatológica. Es una obra que se refiere tanto a las leyes de la ciudad como a ciertos preceptos morales que constituyen lo que el filósofo llamó “vera religió. Y la verdadera religión, contrariamente a “superstitio, no tiene nada de censurable: las críticas que el filósofo hace a la religión siempre se refieren a las especulaciones de los teólogos y a la forma abusiva en que atemorizan al pueblo inculto. En esta obra, el tema de la salvación está dirigido a todas las personas. Es una salvación alcanzable por obediencia tanto a las leyes de la ciudad como a los preceptos morales que se pueden encontrar en las Escrituras. Si esto no existiera, solo los filósofos se salvarían. De ahí la importancia que Spinoza concede a una hermenéutica adecuada de la religión, lo que implica una purificación de los aspectos sobrenaturales del texto bíblico y una desconfianza de todo lo milagroso y profético en él. El Capítulo XII del TTP describe el código ético que tenemos que cumplir para salvarnos. También en el Capítulo XV hay pasajes fundamentales sobre la “salvación de los ignorantes”. Esto no se procesa en un plano intelectual, sino moral, apuntando a la utilidad más que la verdad.

    Cabe señalar que la tesis de salvación para todos no está exenta de problemas. Uno es la discrepancia que parece existir entre la salvación presentada en el TTP y la Ética. Tal vez por eso nos habla Alexandre Matheron (1971) de una doble salvación, distinguiendo un sentido débil y un sentido fuerte de la misma.[13] El TTP sería representativo del sentido débil, mientras que la Ética ilustraría el segundo. Y, de hecho, cualquiera que desee enfatizar la diferencia de los cursos salvíficos utiliza necesariamente el Tratado y la Ética para justificar esta especificidad. En el Tratado, el filósofo defiende que todo el mundo puede aspirar a salvarse, siempre que cumplan con ciertas normas y que conozcan la Escritura donde tales reglas de conducta pueden ser recogidas. Es una salvación que se encuentra en el Estado, particularmente en el Estado democrático, un lugar donde es posible vivir de una manera pacífica y gratificante. Es sobre todo en los capítulos XIV y XV de esta obra donde el filósofo nos traza una verdadera pedagogía de las multitudes. Estas están sujetas a pasión, y la conducta apasionada es perturbadora. De ahí la necesidad de obedecer las leyes de la ciudad y las reglas morales. Cristo es puesto como ejemplo a seguir porque quien obedece sus preceptos es salvo. Es en esta línea que Spinoza defiende que “Cristo ha sido la vía de salvación”[14] (Spinoza, 2015, p. 363), y que “si no contáramos con este testimonio de la escritura, dudaríamos de la salvación de casi todos”[15] (Spinoza, 2015, p. 438).

    Muy diferente parece ser la perspectiva defendida en la Ética, especialmente en su libro V. Aquí la salvación se refiere expresamente a algunos, poniendo un énfasis particular en lo “sapiens. La “multitudo, gobernada por las pasiones, se limita a la imaginación y no se siente atraída por la “vía perardua. Pero para aquellos que apuntan a una realización completa, vale la pena dejar de lado ciertos beneficios, aparentemente gratificantes, cambiándolos por otros que pueden traer no solo satisfacción, sino también beatitud.

    Es sobre todo a partir de la proposición XXXVI del libro V que esta dimensión elitista se acentúa. En la misma se cruzan los conceptos de salvación, libertad, conocimiento y amor intelectual a Dios. Aquí el registro es el del conocimiento por la ciencia intuitiva, por la cual las cosas se perciben en Dios, en lo que tienen de particular e insustituible. Ya no basta con conocer las leyes del universo, de las ideas comunes, imprescindibles para aquellos que deseen situarse en el registro de la ciencia. El conocimiento del tercer género, que supera la razón, aunque la requiera, no se procesa desde el mundo, sino desde Dios. Y eso implica un camino que todo el mundo está invitado a tomar, pero en el que pocos se aventuran.

    Las últimas líneas de la Ética constituyen el clímax del pensamiento spinoziano, al concluir que la excelencia no está al alcance de todos porque “todo lo excelso es tan difícil como raro”[16] (Spinoza, 2015, p. 352). La Ética culmina en esta capacidad de renacer. Y para aquellos que siguen la vida “perardua” propuesta por el filósofo no podemos hablar de desencanto porque tendrán acceso al bien alto del que desde sus primeros escritos nos habla, admitiéndolo como posible de lograr[17] (Spinoza, 2015).

3. La Ética de Spinoza valora la alegría

La generosidad con la que el filósofo enseña el camino de la alegría es una constante en su obra. Lo vemos en las Cartas donde responde pacientemente preguntas, aclara conceptos, argumenta y contra-argumenta. Lo vemos en los Tratados políticos que ponen de relieve la importancia de un gobierno que garantice a los ciudadanos la libertad que necesitan para una vida feliz. La Ética también desarrolla exhaustivamente este deseo de autorrealización. En ella se propone el camino que nos permite alcanzar la beatitud. La fruitio essendi es, por lo tanto, una constante en todas las obras. Está entrelazada en el sistema imbricado que se estructura progresivamente, culminando en la espléndida beatitud con la que termina la Ética. Lo que hizo escribir a Misrahi (1977, 1997), que el filósofo nos ofrece un sistema impregnado de alegría, un hecho que él considera una rareza.[18]

    La alegría se refiere al poder de actuar (potentia agendi) del cuerpo cuando se incrementa, pero también se refiere al poder de actuar de la mente por la idea que acompaña a tal modificación. Así, el afecto por la alegría consiste en la simultaneidad del afecto del cuerpo y de la mente, una característica común a todos los afectos: “Por afecto entiendo las afecciones del cuerpo, con las que se aumenta o disminuye, se ayuda o estorba, la potencia de actuar del mismo cuerpo, y al mismo tiempo las ideas de estas afecciones”[19] (Spinoza, 2015, p. 282).

    En todas las cosas hay una oscilación de la perfección que discurre entre un mínimo que es el límite para el mantenimiento de su existencia y un máximo que corresponde a la plena realización. Y esto se refiere a todos los modos, ya sean humanos o no humanos, lo que no impide que existan formas de alegría exclusivamente humanas, así como hay una realización diferenciada para todo tipo de hombres porque la satisfacción del borracho es diferente de la felicidad del filósofo. En todas las cosas la alegría es un factor de crecimiento[20] (Spinoza, 2015, p. 303), del conatus propio. En el universo dinámico que es el de Spinoza, las variaciones inherentes a las cosas son constitutivas de la esencia de dichas cosas porque son la encarnación de la potencia agendi del Dios/Naturaleza. Pero solo a los hombres (e incluso entre estos a solo unos pocos de ellos) les es dado participar en la gloria, el amor con el que Dios se ama a sí mismo.  Es esta la invitación que el filósofo dirige a todos, sabiendo de antemano que es difícil[21] responderle y que solo los sabios tendrán el valor suficiente para seguir ese camino.

    Pero nunca se afirma que sea imposible de lograr.

4. La Ética de Spinoza es esperanzadora y propone la salvación del todo humano, nunca olvidando el papel del cuerpo

Desde sus primeras obras el filósofo nos habla de la necesidad de conocer la naturaleza humana y compartir este conocimiento con tantas personas como sea posible: “a mi felicidad pertenece contribuir a que otros muchos entiendan lo mismo que yo, a fin de que su entendimiento y su deseo concuerden totalmente con mi entendimiento y con mi deseo. Para que esto sea efectivamente así, es necesario entender la naturaleza, en tanto en cuanto sea suficiente para conseguir la naturaleza «humana». Es necesario, además, formar una sociedad como cabría desear, a fin de que el mayor número posible de individuos alcance dicha naturaleza con la máxima facilidad y seguridad”[22] (Spinoza, 2015, p. 219).

    El objetivo de hacerse entender por muchos es evidente. Es la comunión de las mentes, es decir, la coincidencia de los entendimientos humanos, lo que conduce a la identificación con la naturaleza. En esto consiste la salvación que, para el filósofo, se procesa a lo largo de la vida, exigiendo la presencia del propio cuerpo. Si Spinoza integra en el concepto de salvación algunas contribuciones de tradiciones religiosas, como la realización del bien supremo y la liberación, hay otros aspectos de los cuales se desmarca claramente, como es el caso de una salvación post mortem. La salvación tiene lugar en la vida y en ella tiene una parte decisiva la manera de considerar nuestro cuerpo. La excelencia de la mente humana radica en el hecho de que corresponde a un cuerpo extremadamente complejo y sofisticado. El cuerpo humano tiene más poderes y es más autónomo que cualquier otro. Como tal, le corresponde una mente dotada con más poderes y mayor autonomía: “Quien tiene un cuerpo apto para muchísimas cosas, tiene una alma cuya mayor parte es eterna”[23] (Spinoza, 2015, p. 351). El conocimiento inadecuado que tenemos de nuestro cuerpo es el resultado de la consideración que hacemos de él como un ser autónomo, como algo que vale por sí mismo. Ahora los cuerpos (y el nuestro no es una excepción) se insertan en una red de relaciones cuya captación total se ven obstaculizada por nuestra finitud. Sin embargo, a través de la exégesis gnoseológica y ética que nos da acceso al tercer género de conocimiento, es posible verlos desde otro punto de vista.

    Según Spinoza, no podemos tener un conocimiento adecuado de nuestro cuerpo porque para ello tendríamos que conocer todas sus relaciones con los demás cuerpos, y esto solo es posible para Dios. No nos es dado conocer como Dios conoce porque, como decimos, la totalidad está prohibida para nosotros. Pero podemos acercarnos a la perspectiva que Dios tiene del individuo que somos, cuando tratamos de coincidir con lo que es nuestra mente pensada por Dios, compartiendo los pensamientos que Dios piensa en nosotros o, más bien, coincidiendo con la forma en que Dios se piensa, a través del modo particular que somos –“Dios quatenus”.

    Esto es en lo que consiste la salvación, en la que la idea del cuerpo juega un papel decisivo.

    El libro V de Ética nos revela la doble condición de los modos, vistos como existentes en la duración y como los piensa Dios: “Las cosas son concebidas por nosotros como actuales, de dos maneras: o en cuanto que concebimos que existen en relación a cierto tiempo y lugar, o en cuanto que concebimos que están contenidas en Dios, y se siguen de la necesidad de la naturaleza divina (…)”[24] (Spinoza, 2015, p. 348).

    La demostración que precede a este escolio es decisiva para que percibamos el paso del plano de la duración al plano de la eternidad. La mente ve las cosas en un registro temporal cuando las contempla a partir de la existencia actual de su cuerpo. Pero ella es impulsada a buscar otro nivel cognitivo, en el que ella los concibe desde el punto de vista de la eternidad. Por lo tanto, tratando de ver el cuerpo situándose en esta perspectiva.

    Al conocernos en la duración –lo que sucede en el primer tipo de conocimiento, sensorial e imaginativo– percibimos el cuerpo como contingente, ya sea en su aparecer, fruto de una convergencia de causas, o en su aniquilación, también dependiente de factores fortuitos. En el segundo género del conocimiento, dominado por la razón, podemos decir que ya hay un cierto punto de vista de la eternidad porque el cuerpo está integrado en las leyes que regulan los modos de extensión. Podríamos decir que se trata de un determinismo genérico, ya que sabemos las cosas insertándolas en la regularidad y constancia que rigen el Universo. Pero solo en la ciencia intuitiva –el conocimiento del tercer género– el cuerpo es visto, en su particularidad y individualidad, como eterno y necesario. El determinismo permanece, pero la relación que se establece es entre un ser concreto y el Todo en el que se integra. En este caso podemos decir que el cuerpo no existe en el tiempo, aunque sea, desde siempre un modo de la extensión. El conocimiento que tenemos de él es ahora, sin reservas, “sub specie aeternitatis”.

    Dios tiene una idea (eterna) de este cuerpo. Es la consideración del cuerpo en Dios lo que conduce a la profundización de nuestro ser y lo que determina la salvación, permitiendo una lectura conciliadora entre la perspectiva dominante en el libro II (la de la muerte de la mente con el cuerpo) y las inquietantes tesis del libro V, que, en una lectura apresurada podría sugerirnos una vida del alma post mortem, desconectada del cuerpo. De hecho, en esta “otra parte de la Ética” se nos revela que hay una parte de la mente que no muere, que somos responsables de la mayor o menor extensión de esa parte, y, finalmente, que nuestro cuerpo tiene un papel en la obtención de la eternidad.

    Particularmente esclarecedora es la Proposición XXIX de Et. V, al establecer que  ese conocimiento “sub specie aeternitatis” se refiere al conocimiento que tenemos de la esencia del cuerpo y no de su existencia actual: “Todo lo que el alma entiende bajo una especie de eternidad, no lo entiende porque concibe la existencia actual y presente del cuerpo, sino porque concibe la esencia del cuerpo bajo una especie de eternidad”[25] (Spinoza, 2015, p. 348).  

    Para estar situados en la eternidad, debemos superar la perspectiva particular, y como tal incompleta, que se nos da cuando partimos de un cuerpo que existe en acto. Es importante percibir el cuerpo como Dios lo percibe, lo que implica una reconsideración de lo concreto, ahora visto desde una perspectiva que va de los atributos a las esencias: “El tercer género de conocimiento procede de la idea adecuada de algunos atributos de Dios al conocimiento adecuado de la esencia de las cosas”[26] (Spinoza, 2015, p. 347).

    La ciencia intuitiva nos da acceso a la esencia de nuestro cuerpo, pensada por Dios desde toda la eternidad. La idea que Dios tiene de nosotros es la idea eterna del cuerpo que somos. Cuando llegamos a ella alcanzamos la máxima felicidad a la que podemos aspirar.

    Aunque admite que esta ruta es difícil, el filósofo asegura que algunos podrán caminarla.

    De ahí mi desacuerdo en denominar “desencantada” la Ética de Spinoza.

Referencias

Matheron, A. (1971). Le Christ et le Salut des Ignorants chez Spinoza. Aubier Montaigne.

Misrah, R. (1977).  Giorn. Crit. Fil. Ital.  pp. 458-77.

Misrah, R. (1997). L’être et la joie. Perspectivas synthétiques sur le spinozisme. Encre Marine.

Spinoza, B. (1992). Ética. Relógio D’Água. Tr. Joaquim de Carvalho, Joaquim Ferreira Gomes y António Simões.

Spinoza, B. (2020). Ética. Relógio D’Água. Tr. Diogo Pires Aurelio.

Spinoza, B. (2015). Obras y biografías completas. Vive Libro. Tr. Atilano Domínguez Basalo

[1] Traducción, introducción y notas de Diogo Pires Aurélio.

[2] Et. V, prop. 42, Esc.

[3] Et. III, prop. 2, Esc.

[4] Et. II prop. 3, Esc.

[5] TrE, § 1.

[6] Et. II, Prefacio.

[7] Et. IV, prop. 67.

[8] Et. III prop. 2, dem.

[9] Et V, prop. 39.

[10] “salvación o beatitud o libertad”, Et. V, prop. 36.

[11] Tratado breve, cap. XVIII, §1.

[12] Et. V, prop. 42, Esc.

[13] Texto en frances: Le Christ et le Salut des Ignorants chez Spinoza.

[14] TTP, cap I.

[15] TTP, cap. XV.

[16] Et. V, prop. 42, Esc. Cabe señalar que ya en los Pensamientos metafísicos el filósofo nos había advertido que no todos los hombres son salvos. Véase P.M., II, capítulo VIII.

[17] Ver §13 del Tratado de la reforma y del entendimiento.

[18] “la remarquable et très rare sinthèse du Systhème Et de la Joie”,  Robert  Misrah, Giorn. Crit. Fil. Ital.  La misma idea se desarrollará más adelante en su trabajo L’être et la joie. Perspectivas synthétiques sur le spinozisme.

[19] Et. III Def. III.

[20] Et. III, prop. 57, Esc.

[21] Et. V prop. 36, Esc.

[22] TrE §14.

[23] Et. V, prop. 39.

[24] Et. V, prop. 29, Esc.

[25] Et. V, prop. 29.

[26] Et. V, prop. 25, dem.

¿Por qué leemos a Spinoza?

Solé, M. J. (2022). ¿Por qué leemos a Spinoza? Círculo Spinoziano. 2(3), 49-57.

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María Jimena Solé – ¿Por qué leemos a Spinoza?

 

La cuestión de la actualidad de Spinoza parece haberse instalado como un enigma a descifrar entre los especialistas. El creciente interés de la comunidad académica internacional, la proliferación de investigaciones y congresos sobre su pensamiento, la aparición de nuevas traducciones en múltiples lenguas, la gran curiosidad que despierta su figura incluso en el público no especializado, han motivado la pregunta acerca de la actualidad de sus obras, escritas hace más de tres siglos en un lugar lejano –muy lejano si nos encontramos, como es mi caso, en el sur del continente americano.

    Sin embargo, quienes nos dedicamos a estudiar la historia de la recepción de Spinoza sabemos que la cuestión de la actualidad del spinozismo no es un fenómeno exclusivo de nuestra época presente. Las obras de Spinoza no han dejado de interpelar a los lectores de todos los tiempos. A pesar de la prohibición que pesó sobre sus escritos, a pesar de la difamación y la persecución de las que fue víctima, Spinoza jamás fue olvidado. Al contrario, parece haber renacido en diferentes momentos y en diferentes lugares, para transformarse en el epicentro de encendidos debates filosóficos. En este sentido, la filosofía de Spinoza es tan actual hoy como lo fue para los protagonistas de la ilustración temprana, para los idealistas alemanes a finales del siglo XVIII o para los intelectuales del Mayo francés.

    Sabemos además que su, por así decirlo, perpetua actualidad no puede explicarse apelando a su doctrina, como si ésta hubiese permanecido igual a sí misma a través del tiempo. Cada siglo, ha afirmado Pierre Macherey, tiene su propio Spinoza (Schneider, 2011, p. 5). Podemos ir todavía un poco más lejos y decir que cada receptor de su obra construye su propio Spinoza, su propia versión de la Ética la cual, como toda fuente filosófica –nos ha enseñado el filósofo argentino Jorge Dotti (2008)–, es inevitablemente contemporánea a la lectura que se hace de ella.

    Si la Ética es necesariamente contemporánea a sus receptores, sin importar a qué época pertenezcan, entonces la cuestión de la actualidad del spinozismo nos obliga a cambiar nuestro enfoque y dar un giro introspectivo. Se trata de interrogar los motivos por los que nosotros, filósofos del siglo XXI, continuamos actualizando la doctrina spinoziana, igual que lo hicieron antes los ilustrados, los idealistas, los marxistas… Se trata, entonces, de investigar por qué nosotros leemos a Spinoza.

    Quisiera proponer una respuesta posible a este interrogante, una hipótesis que me permito anticipar. Creo que leemos a Spinoza porque sus escritos, especialmente la Ética, tienen un poder transformador que permanece intacto a lo largo del tiempo y de la geografía. No importa cómo interpretemos su doctrina, no importa cómo valoremos sus propuestas. No importa en qué siglo –ni en qué rincón del mundo– hayamos nacido y vivamos. Lo que explica su aparentemente inagotable magnetismo que desafía el paso el del tiempo, reside en el efecto que produce su lectura. La Ética de Spinoza trasforma a sus lectoras y lectores en un sentido específico: nos hace pensar, nos enseña a filosofar.

1. Existen, todos lo sabemos, diferentes clases de escritos y diferentes maneras de leer. El filósofo alemán Johann Gottlieb Fichte (1976) reflexiona sobre este tema en sus lecciones sobre Los caracteres de la edad contemporánea de 1805, donde despliega una aguda crítica a la cultura de su época, que denomina “ilustración negativa”. La máxima ilustrada, sostiene Fichte, que exhorta a los seres humanos a pensar por sí mismos, solo ha dado lugar a la proliferación de opiniones personales plasmadas en lo que él describe como un “torrente de literatura” (p. 87). Dado que las opiniones personales se renuevan permanentemente, las imprentas jamás se detienen. Cada nueva oleada de escritos desplaza a la precedente. Los lectores, por su parte, leen sin cesar y corren detrás de cada novedad. Al igual que “otros medios narcóticos”, dice Fichte (1976), la lectura los deposita “en el placentero estado intermedio entre el sueño y la vigilia”, los balancea “en un dulce olvido de sí” (pp. 1-12).[1] De este modo, la ilustración, que aspiraba al pensamiento autónomo, consigue el efecto opuesto: hunde a los seres humanos en el tedio y la indiferencia. La propuesta de Fichte es buscar otra forma de comunicación completamente distinta, que –imitando el modelo de la oralidad– borre la distinción entre autores y lectores, que requiera actividad tanto por parte de quien expresa sus ideas como de quien las recibe, que invite a una escucha atenta, que no sofoque el pensamiento propio, sino que lo exija.

    ¿Qué clase de libro es la Ética? ¿Qué clase de lectores produce? Ciertamente, quien haya realizado la experiencia de leer esta obra, reconocerá que no es uno de los libros-narcóticos criticados por Fichte, obra de quien se apresura por dar a la imprenta una colección de meras opiniones personales, que produce un efecto anestésico en sus lectores. La experiencia de leer la Ética difícilmente puede ser descrita como una experiencia de pasividad e inercia. La decisión de exponer su sistema según el orden geométrico –aunque para algunos resulte dificultoso, hasta intolerable– es, en mi opinión, una invitación a realizar las deducciones, a construir las pruebas, a descubrir las conclusiones. Spinoza no pretende que sus lectores acepten, asientan y repitan lo leído. El orden geométrico, cada una de sus demostraciones, es una exhortación a pensar por uno mismo.

    Al igual que Fichte, Spinoza considera que este es el requisito imprescindible de cualquier discurso que se pretenda filosófico. En la segunda anotación al Tratado teológico-político –una obra dedicada casi por completo a reflexionar acerca de la escritura, la lectura y las condiciones que las hacen posibles–, Spinoza (1986, p. 76), subraya la diferencia que existe entre el profeta y el filósofo. Quienes escuchan una profecía, sostiene, no experimentan ellos mismos las revelaciones divinas que el profeta interpreta y comunica, no se convierten ellos mismos en profetas. Precisamente, lo que caracteriza a los profetas es su autoridad, su capacidad de interpretar los decretos divinos que le fueron revelados de manera exclusiva. En cambio, señala, quien escucha a un filósofo, se hace filósofo, pues no se apoya en el testimonio y la autoridad ajenos, sino en los propios.

    A diferencia del don profético, reservado a unos pocos –dueños de una imaginación muy vivaz–, el conocimiento natural que depende de la razón es común a todos. Todos podemos percibir, comprender y eventualmente asentir a lo que enseñan los filósofos con la misma certeza, con la misma seguridad y basándonos en los mismos principios e ideas que ellos. Un texto, un discurso que espera motivar asentimiento irreflexivo y sumisa aceptación no es filosofía. Alguien que intenta imponer sus opiniones apelando a su autoridad o a su renombre, al miedo o a la admiración, no es un filósofo. A diferencia de la religión, que tal como Spinoza demuestra en su Tratado teológico-político, persigue la obediencia, la filosofía busca la verdad. Pero para acceder a la verdad solo hay un camino: el ejercicio de la propia facultad del conocimiento. Al leer la Ética somos movidos a pensar por nosotros mismos. En la medida en que sus páginas nos exhortan a ejercer nuestra potencia de pensar, la Ética se revela como una obra filosófica que tiene el poder de transformar a sus lectores y lectoras en filósofos y filósofas. Este es el efecto que, como adelanté, creo que explica la atracción que genera y ha generado el spinozismo –esencialmente plasmado en esta obra– a través de los siglos.

    Hasta aquí nuestra respuesta a la pregunta temerariamente elegida como título para esta intervención: ¿Por qué leemos a Spinoza? Porque la Ética nos transforma en filósofos, nos conduce a ejercer nuestra propia potencia de pensar. Al leerla, inevitablemente la recreamos, necesariamente la reescribimos y por eso es, cada vez, actual y local. Sin embargo, podemos continuar indagando, pues esta respuesta deja abierta otra pregunta, todavía más temeraria que la anterior: ¿qué implica esta exhortación a pensar por nosotros mismos? Si leer la Ética nos transforma en filósofos, ¿en qué consiste ser un filósofo? ¿Qué significa filosofar?

2. Según Spinoza, pensar por uno mismo consiste en formar ideas adecuadas. Las ideas adecuadas son el resultado del ejercicio de nuestra propia potencia de pensar. A diferencia de las ideas inadecuadas, siempre oscuras y confusas, de las que somos causa parcial, las ideas adecuadas, claras y distintas, no requieren para existir más que de la efectividad de nuestra potencia.

    La segunda definición de la tercera parte de la Ética establece que obramos (nos tum agere) “cuando sucede algo en nosotros o fuera de nosotros de lo cual somos causa adecuada” y que padecemos (nos pati) “cuando en nosotros sucede algo, o se sigue algo de nuestra naturaleza, de lo que no somos causa sino parcial” (E II, def. 2).[2] Cuando tenemos ideas inadecuadas, padecemos. Las ideas inadecuadas son algo que nos sucede, que no controlamos. Aparecen en nuestra mente, según una metáfora elocuente del propio Spinoza, como conclusiones sin premisas. En cambio, cuando concebimos ideas adecuadas, actuamos. Cuando conocemos la verdad, ejercemos autónomamente nuestra potencia de obrar. Pensar por uno mismo es, según Spinoza, actuar.[3]

    Para comprender la identidad entre pensar y actuar es necesario abandonar la concepción ingenua de las ideas como representaciones de una realidad exterior, independiente y previa a nuestra mente, que arbitrariamente afirmamos o negamos. Spinoza muestra que las ideas no son “algo mudo, como una pintura sobre una tabla”, sino que son modos del pensar, esto es, “el mismo entender” (E II prop. 43 esc). En la medida en que son modos de la sustancia, expresiones de la esencia divina, las ideas –todas ellas, las ideas que somos, las ideas que pensamos– son porciones de la potencia infinita de la sustancia. Ni mudas ni estáticas, las ideas son potencia, son expresión de la vida misma de la sustancia, de su infinito dinamismo. En este sentido, tener ideas adecuadas, ejercer la propia potencia de obrar es un acontecimiento transformador: nos transforma a nosotros mismos y transforma la realidad en la que vivimos.

    En efecto, Spinoza pone en evidencia que concebir ideas adecuadas implica una transformación que es, en primer lugar, afectiva. Conocer es actuar y al actuar nos sabemos activos, conocemos nuestra potencia. Esa conciencia de nuestra propia potencia de obrar aumenta nuestro esfuerzo por perseverar en la existencia, nos alegra, eleva nuestro deseo. Experimentamos lo que Spinoza llama afectos activos: el contento de sí, la firmeza y generosidad.[4] Así, esta transformación afectiva, que se expresa en el aumento de nuestra potencia, implica una transformación en nuestro vínculo con nosotros mismos y también con los demás.

    Ya el Tratado sobre la reforma del entendimiento –obra que Spinoza (1988) redacta en su juventud y se publica inconclusa póstumamente– advierte que quien conoce la Naturaleza, quien logra apartarse de las penurias de la vida mundana y deja de perseguir los bienes perecederos como fines en sí mismos para dedicarse a la investigación racional de la verdad, no solo encuentra un remedio para sus propios males sino que experimenta también el deseo de hacer que muchos otros conozcan lo mismo que él o ella (p. 80). La búsqueda de la verdad es siempre una empresa colectiva. No solo conduce a forjar lazos de unión y solidaridad con nuestros semejantes, sino que además necesariamente nos impulsa a transformar la realidad en la que vivimos. En efecto, si la reforma del propio entendimiento conduce a esforzarnos por ayudar a los demás a que desprendan de sus prejuicios y ejerzan su potencia de pensar, entonces, dice explícitamente Spinoza (1988), hay que formar una sociedad y ocuparse de producir las condiciones materiales y espirituales necesarias y suficientes para que todos podamos desarrollar nuestras capacidades, ejercer nuestra potencia de manera autónoma, aumentar nuestro deseo y conquistar una alegría duradera.

    Lejos de asumir una actitud contemplativa e imparcial respecto de la realidad, lejos de perseguir la verdad en vistas a fundamentar el saber o ampliar el edifico de la ciencia, el proyecto filosófico de Spinoza tiene un objetivo netamente práctico: encontrar un modo de vida que conduzca al aumento colectivo de nuestra potencia, un modo de vida que Spinoza identifica con la libertad y la felicidad. Así, en la medida en que leer la Ética produce una transformación en nosotros, esa transformación no se limita a nuestra manera de pensar, sino que es un cambio radical en nuestra manera de ser.[5] Si la Ética nos exhorta a pensar por nosotros mismos, esa exhortación es también y al mismo tiempo una exhortación a actuar, a ser causa adecuada de lo que sucede en nosotros y fuera de nosotros, una exhortación a cambiar el mundo.

    Así pues, respondiendo al interrogante que nos hicimos más arriba, podemos decir que ser filósofo, en sentido spinozista, implica entender que la filosofía es una actividad colectiva, que involucra al individuo completo –tanto su cuerpo como su mente– y que consiste en una praxis transformadora. Es precisamente esta concepción de la filosofía como una praxis transformadora lo que nos permite, en mi opinión, añadir a la cuestión de la actualidad del spinozismo, otro aspecto que lo vuelve todavía más sugestivo: su relevancia para nuestra época.

3. Dijimos que leemos la Ética porque nos transforma en filósofos y, específicamente, en una clase particular de filósofos, que entienden la filosofía como una acción colectiva y transformadora de nosotros mismos, de nuestro vínculo con los otros y del mundo que habitamos. En este sentido, la Ética se revela como una obra que excede el conjunto sus proposiciones, escolios y corolarios. En la medida en que nos apropiamos de su exhortación a actuar, la Ética se muestra como un libro vivo, viviente, que lejos de concluir con su última página, permanece inacabado y se proyecta en una tarea infinita que sus lectores –devenidos filósofos spinozistas– estamos llamados completar. Como quería Fichte, se borra la distinción entre el autor y el lector. Ya no hay uno que comunica sus ideas y otro que se limita a recibirlas. En la medida en que realizamos las demostraciones y construimos las ideas adecuadas, recreamos la Ética con cada lectura y con cada lectura nos vemos transformados.

    ¿Qué relevancia tiene en la actualidad esa práctica transformadora, esta tarea infinita que la Ética nos exhorta a llevar a cabo? ¿Qué significa ser, hoy en día, filósofos spinozistas? Creo que la historia de la recepción del spinozismo puede sernos de ayuda también frente a esta pregunta. No es ninguna novedad que reflexionar acerca del pasado ilumina nuestro presente.

    Durante décadas, la doctrina de Spinoza fue considerada no solo errónea sino también peligrosa. Ya sus contemporáneos comprendieron que la postulación de una divinidad inmanente suprime la existencia del Dios trascendente y personal de las religiones tradicionales. La refutación de la concepción antropomórfica de la divinidad y el rechazo de los valores morales trascendentes que Spinoza despliega en la Ética, anula el fundamento de una moral universalmente válida y del sistema de premios y castigos después de la muerte. La radical reivindicación de la libertad de pensamiento y expresión, que ya había expuesto en su Tratado teológico-político, junto con su defensa de la democracia y la afirmación de que el fin del Estado es la libertad, atentan abiertamente contra cualquier gobierno que ejerza el poder de modo despótico y trate a sus ciudadanos como esclavos. La filosofía de Spinoza era un peligro para el orden religioso y político establecidos. Con el correr del tiempo, el término “spinozista” comenzó a usarse como una acusación que motivó la persecución, la censura, el encarcelamiento y hasta el destierro.[6] El spinozismo se transformó en una filosofía clandestina, que pocos se atrevían a admitir públicamente. Las exposiciones destinadas a refutarlo, que apelaban no solo a un tono violento sino también a deformaciones caricaturescas de sus ideas, en cambio, eran frecuentes.

    Ciertamente, la situación ha cambiado. Al menos en los países democráticos, nadie es perseguido hoy en día por “spinozista”. Y, sin embargo, promover el ejercicio autónomo de la propia potencia y la transformación de la realidad en vistas a garantizarlo –es decir, ser spinozista– parece no haber perdido su capacidad de poner bajo amenaza al orden establecido y al sentido común de nuestra época. En efecto, el spinozismo provee incontables armas para ejercer críticamente nuestro pensamiento y adquirir una visión también crítica de nuestro mundo, de nuestra cultura, de nuestra sociedad y de nosotros mismos. Contra el individualismo y la atomización sobre los que están construidas las sociedades contemporáneas, Spinoza enfatiza la unidad de todo lo real y los vínculos que nos ligan a los otros. Frente al aceleramiento de la globalización y la gentrificación, que tienden a uniformar las identidades y los deseos, Spinoza reivindica la singularidad de cada uno, irreductible y sin fallas. Frente a la imposición de modelos estéticos y su efecto normalizador, Spinoza denuncia el origen imaginario de esos valores supuestamente trascendentes y universales. Denuncia la insatisfacción inherente a la cultura del consumo, que al mismo tiempo que fomenta el deseo de bienes y experiencias, limita la posibilidad del acceso a unos pocos. Asimismo, rechaza tanto la moral ascética, que convoca a la anulación de los deseos y el abandono de las preocupaciones mundanas, como la moral del sacrificio, que promete una recompensa proporcional a nuestros sufrimientos en esta vida y, de este modo, los justifica. Tanto contra el egoísmo como contra la misantropía, Spinoza propone entender la felicidad como un esfuerzo colectivo que no consiste sino en el esfuerzo por liberarnos de los prejuicios y las pasiones tristes, para conocer la realidad y aumentar nuestra potencia. Pero, además, y quizás principalmente, ante la complejidad y la sofisticación de los mecanismos que buscan fomentar la ignorancia, el odio y el temor, Spinoza nos exhorta reconocerlos como tales y, así, emprender el camino de la emancipación.

    De modo que para quienes –lectores y lectoras de la Ética– creemos que la filosofía no consiste en el cultivo de un saber meramente erudito, ni se agota en su faceta académica, sino que tiene un rol en la sociedad, el spinozismo es una filosofía que no solo se revela actual y relevante, sino que puede, además, ser reivindicada. No se trata de aceptar sus definiciones, sus axiomas y sus proposiciones. Se trata de reconocer el valor de la concepción spinoziana de la filosofía como una práctica transformadora. Spinoza nos enseña que el impulso por conocer y el impulso por ser felices son el mismo impulso. Nos enseña que conocer es actuar y actuar es producir efectos en uno mismo y en el mundo. El camino del conocimiento es un camino de creación de las condiciones materiales y espirituales que garanticen que todos logremos continuar aumentando colectivamente nuestro conocimiento, nuestra potencia, nuestra capacidad de ser libres. Es un camino de crítica y denuncia. Es un camino de transformación de la realidad y de nosotros mismos. Esto es lo que, en mi opinión, explica por qué leemos la Ética y por qué es relevante hacerlo: porque continúa exhortando –como es deseable de toda auténtica filosofía– a una actividad peligrosa.

 

Referencias

Chauí, M. (2004), “Política y profecía”. En Política en Spinoza. Gorla.

Dotti, J. (2008). “Breve encuesta sobre el concepto de recepción”, Seminario sobre recepción de ideas IDES / CeDInCi, Mayo 2008.

Fichte, J. G. (1976). Los caracteres de la edad contemporánea. Biblioteca de Revista de Occidente. Tr.  José Gaos.

Fichte, J. G. (1962 ss.). Gesamtausgabe der Bayerischen Akademie der Wissenschaften. R. Lauth et al. (eds.). Frommann-Holzboog, tomo I/8. (Edición canónica)

Otto, R. (1994), Studien zur Spinozarezeption in Deutschland im 18. Jahrhundert, Peter Lang.

Schneider, U. J. (2011). Jedes Jahrhundert hat seinen eigenen Spinoza. Ein Gespräch mit Pierre Macherey, Zeitschrift für Ideengeschichte, 5(1).

Schröder, W. (1987), Spinoza in der deutschen Frühaufklärung. Königshausen & Neumann.

Solé, M. J. (2011). Spinoza en Alemania. Historia de la santificación de un filósofo maldito. Brujas.

Solé, M. J. (2019). El conocimiento como acción. Exploración del concepto de filosofía en Spinoza. Síntesis. Revista de filosofía. II(1), 23-44.

Solé, M. J. (2020). Fichte y la ilustración: De la defensa de libertad de expresión a la exhortación al pensamiento autónomo. Revista de Estudios sobre Fichte. (21), 1-12.

Spinoza, B. (1986). Tratado teológico-político. Alianza. Tr. A. Domínguez.

Spinoza, B. (1988). Tratado de la reforma del entendimiento. Alianza. Tr. A. Domínguez.

Spinoza, B. (2020), Ética demostrada según el orden geométrico. Trotta. Tr. P. Lomba.

Winkle, S. (1988), Die heimlichen Spinozisten in Altona und der Spinozastreit, Verein für Hamburgische Geschichte.

[1] La posición de Fichte que aquí simplemente esbozamos, está desarrollada en M. J. Solé (2020).

[2] Cito la Ética indicando la parte en números romanos y el número de definición, proposición, etc.

[3] Hemos desarrollado esta idea en M. J. Solé (2019).

[4] Cf. E III, prop. 59, esc. y Definiciones de los afectos 26, explicación.

[5] En este sentido, M. Chauí (2004), al analizar el Tratado de la reforma del entendimeinto, habla de la filosofía como ruptura (p. 16).

[6] Acerca de los spinozistas clandestinos y la suerte que corrieron, véase, por ejemplo, Schröder (1987), Otto (1994), Lang, Winkle (1988), Solé (2011).

La Ética como tópica: una lectura althusseriana de Spinoza

Sánchez Estop, J. D. (2022). La Ética como tópica: una lectura althusseriana de Spinoza. Círculo Spinoziano. 2(3), 58-71.

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Juan Domingo Sánchez Estop – La Ética como tópica: una lectura althusseriana de Spinoza

 

La obra de Althusser suele considerarse como la consumación de un marxismo “teoricista” en el cual la distinción rígida entre ideología y ciencia desempeña un papel fundamental, un marxismo en el cual predomina una preocupación epistemológica y la práctica queda relegada a un segundo lugar. Conforme a las críticas que le dirigen, entre otros, Thompson (1981) o Rancière (1975), la teoría se convierte para Althusser en el terreno fantasmagórico de un conflicto abstracto entre posiciones teóricas sin contacto alguno con la práctica real, algo, por cierto, muy parecido a lo que Marx llamaba “ideología” en La ideología alemana. Tal sería, por otra parte, el sino común de un marxismo “estructuralista” enteramente basado en construcciones teóricas que, en razón del rígido determinismo impuesto por la teoría, haría imposible pensar la práctica política de los humanos realmente existentes. De ahí que, desde un punto de vista más general, el marxismo de Althusser pareciera relegado a sufrir el destino de los marxismos occidentales descritos por Perry Anderson (1979): compensar en la teoría, más concretamente en la filosofía, la ausencia de una práctica revolucionaria real.

    Sin embargo, la realidad de la obra de Althusser es mucho más compleja: puede que no resulte ser la fase terminal de un marxismo teoricista y determinista, sino un inmenso esfuerzo de recuperación del nervio materialista del marxismo y, por consiguiente, de su función esencial para la práctica política. Hoy, tras el descubrimiento de una gran cantidad de inéditos althusserianos, ese nuevo rostro del pensamiento de Althusser puede percibirse cada vez con mayor claridad. Por otra parte, cabe recordar que el propio Althusser nunca aceptó las acusaciones de estructuralismo y rígido determinismo que se le habían dirigido. A las acusaciones de “estructuralismo”, Althusser respondió que lo que se tomaba en su obra por un estructuralismo era un “spinozismo”: “Si no fuimos estructuralistas, sí podemos decir ya por qué; por qué parecimos serlo, pero sin serlo, y por qué este singular malentendido. Fuimos culpables de una pasión fuerte y comprometedora: fuimos spinozistas”, afirma en los Elementos de autocrítica (Althusser, 1979, p. 44). Al determinismo economicista supuestamente asociado con este estructuralismo, opuso ya desde sus textos de los años 60 en “Contradicción y sobredeterminación” (1962) y “Sobre la dialéctica materialista” (1963) –ensayos que se incluyeron, tras su publicación en revistas cercanas al Pcf, en el volumen Pour Marx (La revolución teórica de Marx)– una reivindicación de la acción política, del pluralismo y de la movilidad de las causas que determinan el todo social. Camaradas de partido radicalmente opuestos a las tesis de Althusser, como Roger Garaudy (1963) o Gilbert Mury (1963), identificaron correctamente estas posiciones con un rechazo del “monismo” y, de manera más discutible, con un “hiperempirismo”.

    En este contexto polémico se declara Althusser en los años 70 spinozista, dirigiendo la mirada hacia trabajos filosóficos en los que ha empleado –de manera discreta en La revolución teórica de Marx (1965) o abierta en Para leer El Capital (1965) o de modo casi provocador en las conferencias sobre psicoanálisis (1963-1964; Althusser, 2014)– conceptos centrales del spinozismo. Esto nos lleva a preguntarnos: ¿Qué significa el spinozismo para Althusser? A tenor de lo que se afirma en los textos citados, podemos responder que significa por lo menos tres cosas: 1. En primer lugar, una teoría original de la ideología que inscribe a esta no en el vacío de la ignorancia o de la ilusión sino en la materialidad de la historia. 2. En segundo lugar una teoría de la diferencia entre el pensamiento y el objeto pensado que imposibilita la confusión entre el conocimiento de una cosa y la cosa misma. 3. En tercer lugar, una concepción del todo de la naturaleza, lo que Spinoza denomina “Dios”, como el correlato ontológico de una tópica, esto es de un dispositivo de producción de conocimiento que piensa las múltiples formas de causalidad que estructuran el todo de la Naturaleza como determinadas por éste e inscribe en ese todo como sujeto de afectos dentro de una forma concreta de causalidad (el pensamiento, la ideología) al supuesto sujeto de un conocimiento puramente racional.

    Nos detendremos en estos tres momentos del spinozismo althusseriano y los expondremos por separado antes de mostrar su profunda interconexión en el concepto central de tópica. Esto nos permitirá reconocer en la perspectiva spinozista de Althusser la clave de un desarrollo de su obra en el sentido de un materialismo radicalizado que acabará denominando “materialismo del encuentro” o “materialismo aleatorio” (Althusser, 2007). Creemos que una lectura de la ontología spinozista desde la tópica es una de las claves de ese redescubrimiento del materialismo.

I. Leer

Todo empieza por la teoría de la lectura expuesta en las páginas de Para leer El capital, teoría ya anunciada en los artículos “Sobre el joven Marx” (1960) y “Sobre la dialéctica materialista” (1963). Según este planteamiento, Spinoza es uno de los primeros autores que se plantearon “el problema de leer” (Althusser, 2010, p. 21). Es, en efecto, el autor de una teoría de la interpretación de la Escritura desarrollada y aplicada en el Tratado teológico-político, obra que, por cierto, Althusser calificará en una conversación con Waldecq Rochet, el futuro secretario general del PCF y responsable del Comité Central para los intelectuales, como “el Capital de Spinoza” (Althusser, 2000, p. 181), lo cual nos muestra, por cierto, que El capital es también una obra de “lectura”.

    ¿Qué afirma esta teoría? En primer lugar, que debemos abordar un discurso imaginario como el de la Escritura, con los mismos medios con los que abordamos cualquier otra realidad natural. No se trata en ningún caso de leer ese discurso como si este nos revelara su propia verdad, sino de producir un conocimiento sobre él, del mismo modo que producimos el conocimiento de cualquier otro objeto natural. Esto requiere una labor de distanciamiento, una toma de distancia respecto del supuesto “sentido” de un texto que se presenta como un texto revelado. El TTP afirma en sus primeros capítulos que la Escritura es obra de los profetas, los cuales no destacaban por su conocimiento racional o filosófico de la Naturaleza sino por la fuerza de su imaginación. La Biblia es un texto cuyos contenidos son de carácter imaginario: en ella no se dan demostraciones como en la ciencia, sino que se pretende dar a conocer mediante signos exteriores la supuesta revelación de Dios a los profetas. Ahora bien, esta revelación no es de carácter intelectual, sino enteramente práctica y se resume en una serie de preceptos sencillos. La Biblia no nos aporta un conocimiento sino un conjunto de prescripciones, una ley, no una verdad. Otra cosa es que esa ley pueda considerarse retroactivamente, desde un punto de vista teórico, ajustada a una verdad racional sobre la práctica humana.

    Interpretar la Escritura, como nos indica el Capítulo VII del TTP es descifrar a partir de sus propios contenidos un fragmento de naturaleza que encontramos aislado de su contexto histórico y social. Dado que en lo fundamental ignoramos las intenciones de sus autores, debemos tratarla como una realidad más de la naturaleza. Del mismo modo que ante cualquier fenómeno natural, una perspectiva racional intenta pensar las relaciones internas a la naturaleza que lo constituyen. Althusser explicará en una nota de su fichero Spinoza cómo entiende este método:

capital y en relación con el principio de sólo explicar la escritura por sí misma: tomarla como un todo inmanente, un todo imaginario que tiene un sentido, como toda imaginación, sin plantear el problema de su causa… como una vivencia (un vécu) en el sentido inmanente de vivencia. […] No se plantea el problema de los orígenes causales, o mecánicos o transcendentes (Althusser, ALT 2 A60 -08).

    Es posible así conocer a partir de la Escritura misma el sentido de esta, sin necesidad de acudir a una causalidad o un sujeto exterior que se revelara a través de ella. La Escritura no es un dispositivo teórico que produce verdades, sino un dispositivo imaginario que afecta la imaginación y las pasiones humanas y produce obediencia contribuyendo así a reproducir un orden político y social. Un discurso imaginario o, en la terminología marxista de Althusser, “ideológico”, se inscribe en la materialidad de una práctica política históricamente determinada. Leer la Escritura es reconocer esa realidad histórica como clave de interpretación de sus contenidos ideológicos. Este planteamiento se opone diametralmente a la forma “ilustrada” de comprender el error o la ilusión como una nada o un residuo irrelevante de los que ya no queda nada que decir una vez que se conoce la verdad: discursos como el religioso son desde esa perspectiva meras ilusiones, mentiras o engaños que, una vez desvelados, resultan ser una nada. Para Spinoza, por el contrario, la ideología tiene una materialidad propia que nos permite conocer los mecanismos de su producción. Asimismo, el propio proceso de producción racional de conocimientos nos obliga a arrojar luz sobre las dinámicas imaginarias que lo bloqueaban. “Verum index sui et falsi”, afirmaba Spinoza (1988), “lo verdadero es signo de sí mismo y de lo falso” (p. 188), lo cual significa que la verdad nunca surge como tal de lo falso, como si fuera un contenido implícito de lo falso que bastase “desplegar” o “depurar” para alcanzarlo. Lo verdadero no está en lo falso como su secreto o su contenido auténtico, sino en un trabajo inmanente de rectificación de la imaginación/ideología que produce verdades tomando como materia prima representaciones imaginarias.

 

II. Escribir

La posibilidad misma de un discurso racional sobre la imaginación nos muestra precisamente que existe una diferencia esencial entre imaginación y conocimiento racional. La imaginación no se conoce a sí misma, no es capaz como tal de producir el conocimiento de su esencia y de sus condiciones de existencia, aunque esto no impide que pueda ser conocida racionalmente. Las ideas de la imaginación, efectivamente, son ideas mutiladas, conclusiones sin premisas que se nos imponen pasivamente. De ahí que el conocimiento nos aparezca como una propiedad ya dada en las cosas conocidas, una esencia que captamos o que se nos revela, como si la Naturaleza fuese un libro escrito para nosotros (Althusser, 1967, pp. 36-64, n. 40) en el que nos bastase leer para obtener inmediatamente su conocimiento. Althusser verá en esta concepción del conocimiento como “revelación” la herencia de la doctrina teológica del conocimiento adánico (Althusser, 2014a, capítulo 6). Era el conocimiento de Adán en el paraíso un conocimiento inmediato, sin esfuerzo ni producción de ningún tipo. El conocimiento de las cosas, como los frutos del jardín del Edén, estaba disponible para que el hombre lo recogiera y disfrutase de él. Los ecos de esta doctrina dominan aún hoy una teoría del conocimiento que busca la adecuación de la idea y de la cosa. La nostalgia de un paraíso perdido se oculta detrás de toda búsqueda del conocimiento de la cosa (de su esencia) en la cosa misma. Frente a este mito religioso de una cosa que “se nos da a conocer”, Althusser, siguiendo a Spinoza, afirmará la diferencia radical entre conocimiento y objeto de conocimiento y la autonomía del proceso de producción de conocimiento. El conocimiento no es algo dado, es algo producido. El conocimiento, podemos decir, no es una simple lectura, sino una nueva escritura.

    Retomando en Sobre la dialéctica materialista la tripartición de los géneros de conocimiento de Ética II (Althusser, 1967, pp. 152-159), Althusser convertirá lo que pareció a muchos lectores anteriores de Spinoza una división jerárquica de los grados de conocimiento según el modelo platónico en un auténtico proceso de producción de conocimiento como el que Spinoza nos presentaba en el Tratado de la reforma del entendimiento (Spinoza, 1925, vol II, p. 13-14) donde comparaba el desarrollo del conocimiento con el de los instrumentos materiales. Althusser, siguiendo una inspiración de Pierre Macherey (Althusser, ALT/142/1)[1], convierte los géneros de conocimiento en Generalidades numeradas como fases de un único proceso: la Generalidad I corresponde a la imaginación, la materia prima; la Generalidad II al uso de las nociones comunes, los medios de producción; la Generalidad III al resultado del proceso, al conocimiento producido de una esencia singular.

    Reiteradamente observó Althusser, a propósito de la Generalidad I, que corresponde a la imaginación de Spinoza o la ideología de Marx, que esta no constituye propiamente un conocimiento, pues no es el resultado de un proceso de conocimiento, sino algo que nos viene dado: “nuestro mundo vivido”, los contenidos inmediatos de nuestra conciencia. A partir de los materiales de ese mundo será posible construir un conocimiento racional, en primer lugar, determinando las relaciones constitutivas de las cosas y los acontecimientos, las cuales vienen a sustituirse a las “cosas mismas” que se nos presentan a la conciencia (ideológica, valga la redundancia) como realidades subsistentes por sí mismas, como sustancias. En el conocimiento racional de las realidades finitas, una lógica (o una física) de las relaciones sustituye en el marco de la Generalidad II a una semántica de las sustancias. No es lo mismo pensar un organismo como una esencia perfecta que reconozco como tal en la Naturaleza y que me habla de la voluntad y los designios de su Creador, que determinar la esencia de una cosa como un conjunto de relaciones que la constituyen internamente y, externamente, permiten su pervivencia y su reproducción. El descubrimiento del hecho de la relación como primera forma de idea verdadera (de noción común) nos saca del incierto paraíso de nuestra conciencia y nos abre a un universo cuyo sentido no está siempre ya creado, un universo cuyo conocimiento podemos producir y cuyo orden podemos también modificar con nuestra acción. Ahora bien, las relaciones son nociones comunes, pero no son universales abstractos, lo que permiten conocer no es una esencia universal sino aspectos parciales de esencias singulares. La Generalidad III que concluye, provisionalmente, el proceso de conocimiento será así, no una intuición mística, sino el conocimiento de la esencia singular a partir del conjunto de las relaciones que la constituyen. Desde el punto de vista práctico, y en particular político, coincidirá con un conocimiento de la coyuntura en tanto que toda coyuntura es el hecho singular de un encuentro único de relaciones.

 

III. Inscribir

Por mucho que el conocimiento sea una producción de conocimientos independientemente del objeto, el ámbito de los objetos existe también como tal. Existe un Todo de la Naturaleza que se expresa en distintos registros del ser correspondientes a los infinitos atributos en una infinidad de modos: el atributo Pensamiento, dentro del cual se producen las dinámicas de conocimiento y de la imaginación, es solo uno de ellos. El escolio de la proposición XIII de la segunda Parte de la Ética nos presenta un registro de los cuerpos “paralelo” al de las ideas y, en concreto, al de esas ideas complejas de un cuerpo que son las mentes (Spinoza, 1925, pp. 92-103)[2]. Como se indica en la proposición VII de Ética II en su escolio (Spinoza, 1925, p. 89-90), mentes y cuerpos serán la misma cosa en diversos atributos y, por ello, aun no existiendo interacción entre ellos, las vicisitudes de sus existencias como expresiones de un mismo individuo serán paralelas. Pensar la mente, que es idea del cuerpo, supone pensar el cuerpo. La mente spinozista no es un sujeto centrado y central para el conocimiento y la práctica sino el correlato pensante de un cuerpo expuesto a las dinámicas del mundo. Si Althusser, siguiendo una inspiración marxista, pensaba los géneros de conocimiento spinozistas como un proceso de producción, pensará también los distintos atributos o registros de la realidad que expresan la esencia infinita del Dios de Spinoza bajo la figura de la tópica marxista, y viceversa. El cuerpo será así lo que nos permita “en última instancia” conocer la mente, por mucho que la dinámica de la mente sea enteramente autónoma.

    Althusser identifica la metáfora del edificio social que Marx propone en la Introducción de 1859 con una tópica a la manera de Freud (Althusser, 1979, p. 52-54). Sabemos que la tópica freudiana es un dispositivo que permite pensar el psiquismo como la resultante compleja de una serie de instancias, lo cual, por ejemplo, en la segunda tópica freudiana, le permite descentrar al Yo convirtiéndolo en un efecto y una parte del Ello sometida también a la instancia del Superego. Frente a la supuesta función de síntesis atribuida a la conciencia y al Yo, Freud propondrá una multiplicidad irreductible de instancias y regiones del psiquismo: muy literalmente un análisis. Pensar la metáfora de Marx bajo esta perspectiva permite a Althusser contraponerla a cualquier forma de reduccionismo, en concreto economicista. Contrariamente a una larga tradición marxista de raíz engelsiana que vio en la base material o económica la esencia misma de lo social reproducida en las distintas instancias de la formación social, o incluso, de manera mecanicista, la causa misma del acontecer social, Althusser nos presenta la tópica marxista como un sistema de sobredeterminación, de determinación múltiple y compleja de las distintas instancias y, en concreto, de la instancia determinante “en última instancia” que es la economía. Contrariamente a cualquier determinismo económico, el esquema de Marx nos remite a la imposibilidad de una autorregulación de la economía, incluso a la imposibilidad de la existencia de la economía con independencia del todo social en que se inscribe. La determinación en última instancia por la base material coincide así con la existencia misma del todo social articulado en instancias: no es otra cosa que el juego de la multitud de las instancias.

    Este esquema es resultado de una interpretación radical del inmanentismo spinozista y de la doctrina de la causa immanens que Althusser identifica con la causalidad estructural, pero también será la base de una interpretación particular del Todo que Spinoza denomina Dios. La “gran revolución teórica de Marx” con la que se inaugura una teoría racional de la historia puede interpretarse, según Althusser, en términos spinozistas. Así se expresa Althusser, por ejemplo, en las páginas de Para leer El capital donde se presenta a Spinoza como el primer filósofo que planteó el problema de la causalidad estructural plural:

El único teórico que tuvo la inaudita audacia de plantear este problema y de esbozar una solución fue Spinoza, pero la historia lo sepultó en los espesores de la noche. Es solo a través de Marx quien, sin embargo, lo conocía mal, como comenzamos apenas a adivinar los rasgos de este rostro pisoteado (Althusser, 2010, p. 202).

    Althusser explica unas páginas más tarde en qué consiste este tipo de causalidad:

…esto implica que la estructura sea inmanente a sus efectos, causa inmanente a sus efectos en el sentido spinozista del término, que toda la existencia de la estructura consista en sus efectos, en una palabra, que la estructura que no es sino una combinación específica de sus propios elementos no sea nada más allá de sus efectos (ibid., p. 204).

    Este uso de Spinoza para pensar a Marx se basa a su vez en una interpretación de Spinoza sumamente original que separa la teoría spinozista de la sustancia de toda forma de causalidad expresiva o emanativa. Pocos años después del seminario Leer El capital y durante el trabajo de elaboración de las diversas ediciones del texto del seminario, trabajo que se caracteriza por el abandono por parte de Althusser de la problemática estructuralista de la causa ausente o “causa metonímica”, y su sustitución por una teoría de la causalidad estructural identificada con la causa inmanente spinozista, Althusser aclarará esta concepción de la causalidad. En una conversación inédita con su amigo el padre Stanislas Breton (Althusser, ALT2-A32-01-11), Althusser aclara su interpretación de la ontología de la Ética conforme al esquema de una tópica, evitando, como en su lectura de Marx, todo reduccionismo o, en términos ontológicos, todo emanatismo.

    La conversación comienza con la afirmación por parte del padre Breton de que el hegelianismo se sitúa en una tradición emanatista en la cual habría que incluir a toda una línea filosófica que va desde Plotino hasta Spinoza y que la causalidad estructural tal y como se presenta en Spinoza tendría relación a la vez con la causa formal aristotélico-tomista y con la causalidad emanativa plotiniana.

    A esto responde Althusser que “la filosofía de Spinoza tiene las apariencias de una filosofía de la emanación” y de la “causalidad expresiva”, pero lo importante es cómo están dispuestos “los distintos niveles” en Spinoza: 1. Sustancia, 2. atributos, 3. modos infinitos, 4. modos finitos. Puede parecer que hay continuidad “emanativa” entre los “órdenes” así dispuestos, pero lo que se comprueba es una “discontinuidad” (“cortes”, “des coupures”) entre estos órdenes, correlativa de la determinación por la sustancia. “Lo decisivo es el ‘corte’ entre los órdenes”. Existe así una cierta “trascendencia” determinada por los cortes entre un orden y otro junto a una “causalidad inmanente” que es “causalidad dentro de los órdenes determinados por estos ‘cortes’”.

    Lo importante en el punto de vista sobre la ontología de Spinoza que aquí se expresa es el reconocimiento de los “cortes” y, en segundo lugar, y frente a toda interpretación dialéctica de la relación entre los distintos órdenes: “la no preinscripción de estos cortes en el concepto de la sustancia, o en el concepto de la causalidad inmanente”. Los “cortes” son un Faktum irreductible: si la multiplicidad de los órdenes estuviera fundada en la sustancia, regresaríamos a una variedad u otra, plotiniana, tomista o hegeliana de la causalidad expresiva o de la emanación. No puede haber por consiguiente en la sustancia misma un principio de negación que permita pensar su trascendencia respecto de los distintos órdenes de la ontología spinozista. La multiplicidad no surge de lo simple, debe considerarse como algo irreductible. De este modo, la inmanencia de Dios a sus atributos instala a Dios en la recíproca exterioridad de estos y en la infinita multiplicidad de los modos, en una complejidad más acá de la cual no hay nada, desde luego no un Dios “Uno”. De ahí que la ecuación Deus sive Natura no admita ningún resto y concluya reconociendo la completa inmanencia de Dios a la Naturaleza.

    Dios existe y consiste en la exterioridad recíproca de los órdenes; no constituye en modo alguno una “interioridad” para estos, un suppositum que les sirva de sujeto de atribución. Frente a todas las críticas del spinozismo a partir de posiciones idealistas que, como la de Leibniz (Laerke, 2009), confundieron el ser en la sustancia con la atribución de un predicado a un sujeto, el spinozismo no hace de la sustancia un hypokeimenon, un sujeto de atribución ni de suposición, no hace de la sustancia una cosa entre las cosas sino el marco y el conjunto de todas las relaciones estrictamente equivalente a la Naturaleza infinita. Entre los atributos y Dios prevalece una identidad rigurosa, aunque múltiple: la diferencia real (entre atributos) no es una diferencia numérica (entre cosas), por lo cual Dios consta de infinitos atributos. Esos infinitos atributos separados por cortes no derivan su pluralidad real de una negación intrínseca a la sustancia divina, sino que están siempre ya dados como diferentes expresiones de una única esencia divina que no existe sino expresada en ellos. De ahí que precise Althusser que “no hay cortes en la sustancia” sino “a propósito de la sustancia”, a propósito de “lo que de ella puede decirse y pensarse”. Los cortes son reales, pero su carácter es esencialmente epistemológico: “Tal vez aquí encontraríamos –afirma Althusser concluyendo así su diálogo con el padre Breton– la razón profunda de la definición del atributo (“lo que puede concebirse de la sustancia”…) etc.”

    Nos encontramos así, a propósito de la sustancia spinozista, con el mismo doble juego de la sobredeterminación por múltiples instancias y de la determinación en última instancia que nunca se llega a manifestar en estado “puro”, algo que Althusser había analizado en términos casi idénticos a propósito de la tópica marxista (Althusser, 1967, p. 93). Los distintos “órdenes” que constituyen los infinitos atributos y los infinitos modos en que los atributos expresan la esencia divina afirman una determinación plural de todo lo existente, pero a la vez una inscripción de esta pluralidad de determinaciones en un “todo-no todo” (Althusser, ALT74/51) hecho de diferencias y sin interioridad que se llama Dios, un Dios que, a diferencia del Dios de las religiones no es sino el nombre de la inmanencia. Un Dios que no es “nada”… más allá de la Naturaleza: “Dios no es más que naturaleza, lo que quiere decir nada que no sea naturaleza” (Althusser, 2007, p. 42)[3]

IV. Interpelar

La particularidad que tanto en Marx como en Spinoza –o en Maquiavelo– tiene ese “todo” es que incluye en sí mismo como ideología o como modo del pensamiento al propio pensamiento que lo piensa. El sujeto que piensa la tópica se ve a sí mismo incluido en la tópica como “sujeto que piensa la tópica”. El propio conocimiento racional que la tópica permite se ve a sí mismo incluido en la tópica como imaginación o como ideología. La perfecta autotransparencia del sujeto a sí mismo que daría lugar a un saber absoluto es así bloqueada por la tópica: un sujeto que es parte de la naturaleza puede tener un conocimiento racional, pero ese conocimiento racional está a su vez determinado por su radicación relativamente pasiva y, por consiguiente, imaginaria, en el conjunto de la naturaleza. Ciertamente, la tópica permite acceder a nociones comunes, producir “verdades” sobre la realidad que determina al individuo, pero esas “verdades” no dejan de inscribirse en el “mundo vivido”, en la ideología, o lo que es lo mismo, en la conciencia del sujeto que las formula. Esto significa que dependen de una serie de condiciones externas que posibilitan y limitan su formulación. La ciencia es así siempre una autocrítica y una rectificación de una imaginación que no es un conocimiento de bajo nivel sino la condición existencial misma de todo individuo que piensa, el mundo tal y como este lo vive. Por ello mismo, una vez inscrita la propia ciencia en el registro de las prácticas reales, esta no puede funcionar sino como ideología. Nos encontramos así ante un saber paradójico que, por un lado, es un saber racional y científico, pero que es también inevitablemente un saber que no puede desprenderse de su base y de su entorno imaginarios. Tal es el sentido más radical de la expresión “verum index sui et falsi”: lo verdadero no puede desprenderse nunca de su fundamento material que es la imaginación, la ideología.

    Estamos, pues, siempre en la ideología, pero confundimos la ideología con la realidad, afirmando la supuesta transparencia –al menos relativa– de esta:

Podemos agregar que lo que parece suceder así fuera de la ideología (con más exactitud en la calle) pasa en realidad en la ideología. Lo que sucede en realidad en la ideología parece por lo tanto que sucede fuera de ella. Por eso aquellos que están en la ideología se creen por definición fuera de ella; uno de los efectos de la ideología es la negación práctica por la ideología del carácter ideológico de la ideología: la ideología no dice nunca “soy ideológica”. Es necesario estar fuera de la ideología, es decir en el conocimiento científico, para poder decir: yo estoy en la ideología (caso realmente excepcional) o (caso general): yo estaba en la ideología. Se sabe perfectamente que la acusación de estar en la ideología sólo vale para los otros, nunca para sí (a menos que se sea realmente spinozista o marxista, lo cual respecto de este punto equivale a tener exactamente la misma posición). Esto quiere decir que la ideología no tiene afuera (para ella), pero al mismo tiempo que no es más que afuera (para la ciencia y la realidad). Esto lo explicó perfectamente Spinoza doscientos años antes que Marx, quien lo practicó sin explicarlo en detalle (Althusser, 1974, p. 58-59).

    No hay así una interioridad del saber sino una constante elaboración de este, una tensión entre ciencia e ideología desde el interior de una insuperable condición ideológica del individuo. Y, sin embargo, el conocimiento de esta condición que nos proporciona la tópica, aun siendo un límite efectivo que nos libra de toda aspiración a la transparencia, nos permite acceder a la verdad efectiva de las prácticas humanas, al juego de los afectos y de las ilusiones que dejan de ser una prehistoria de la ciencia o de una supuesta humanidad por fin ilustrada y se convierten en las condiciones de existencia de una vida humana tanto individual como colectiva.

    Althusser reconoce el cercanísimo parentesco de los pensamientos de Maquiavelo y de Spinoza. Un pensamiento de la inmanencia radical que ambos comparten, que nunca deja de lado los afectos humanos y produce un conocimiento racional de lo “irracional” que determina las prácticas humanas. Este conocimiento que separa lo irracional conocido de la razón que lo conoce no se basa en una trascendencia sino en una tensión entre razón e imaginación, entre ideas inadecuadas de la imaginación e ideas adecuadas de la razón. Esto permite a la razón misma contemplarse como una dinámica de la imaginación, pero esta contemplación teórica no es mera identificación. La diferencia, el corte, entre razón e ideología permanecen, pero el trabajo de la razón y de los afectos que determinan el trabajo de la razón no es vano para la práctica: es posible merced a este trabajo, a esta toma de distancia que la tópica representa, conquistar un margen de acción frente a la ideología existente. Es posible, mediante la ciencia de la tópica modificar la ideología, interpelar a los sujetos de la ideología dominante mediante otra ideología con una base parcialmente racional, la cual dentro de la realidad efectiva de los afectos y de la historia humana no pierde su carácter ideológico.

    Una ideología, nos dice Althusser, es una representación imaginaria de nuestras relaciones a nuestras condiciones efectivas de existencia: “[…] no son sus condiciones reales de existencia, su mundo real, lo que los ‘hombres’ ‘se representan’ en la ideología sino que lo representado es ante todo la relación que existe entre ellos y las condiciones de existencia” (Althusser, 1974, p. 46). La ideología nos constituye como sujetos imaginarios de esas relaciones. Por ejemplo, como sujetos “libres” del contrato de trabajo o como borrachos libres que desean libremente beber. Esa constitución del individuo en sujeto imaginario de sus relaciones reales es el resultado de una interpelación. La ideología se encarna según Althusser en aparatos ideológicos de Estado que nos interpelan a través de distintas modalidades, desde la voz de un policía que nos llama, a la de un padre, un sacerdote o las propias palabras escritas de un libro. La propia estructura de la naturaleza se nos presenta desde la ideología como una escritura o una revelación que nos interpelan, nos hablan, nos revelan a un Dios. Para Spinoza, ni siquiera un libro ni un texto escrito debe interpretarse desde la suposición de que es portador de una revelación, tanto menos la naturaleza. Y, sin embargo, es inevitable, desde la ideología, ver un libro de esta manera. Algunos libros interpelan a su lector de una forma particular: rectificando en el acto mismo de la interpelación las condiciones ideológicas de su lectura, abriendo el espacio de una tópica, criticando desde su propio interior el acto de la interpelación. No son muchos estos libros: están entre ellos El príncipe de Maquiavelo, la Ética de Spinoza, El capital de Marx, algunos textos de Freud. Son libros que, como no puede ser de otra manera, nos interpelan ideológicamente, pero al mismo tiempo nos muestran o nos demuestran cuáles son las condiciones que configuran nuestra realidad efectiva, incluido el conjunto de relaciones que nos hacen sujetos de la interpelación ideológica efectuada por el propio libro. Son libros que realizan el difícil ejercicio de renunciar simultáneamente a la inmediatez de la revelación y a la supuesta inocencia de una teoría independiente de la práctica y de los afectos de los sujetos humanos.

 

Conclusión

El spinozismo juega un papel fundamental en el desarrollo del pensamiento de Louis Althusser. Gracias a él temáticas fundamentales de la problemática althusseriana como la de la ideología o la de la causalidad estructural pudieron tomar cuerpo. Inversamente, Althusser, al instalar a Spinoza en la perspectiva de la tópica como ya lo hiciera con Marx, otorga al pensador del siglo XVII una insospechada actualidad. La tópica, al establecer una circulación entre los géneros de conocimiento (Generalidades dirá Althusser), permite establecer a través de la metáfora espacial la diferencia entre los dos géneros del conocimiento adecuado (es decir: producido por la potencia del intelecto) y la imaginación, que no es un género de conocimiento sino “nuestro mundo vivido” y reconocer al mismo tiempo la inmanencia definitiva de todo conocimiento y de toda práctica humana a la imaginación. La ideología, identificada con la imaginación spinozista, se convierte de este modo en el marco insuperable de toda práctica humana, incluida la práctica científica y filosófica. A la afirmación gramsciana de que “todo hombre es filósofo”, Althusser, de la mano de Spinoza, podría replicar: “todo filósofo es un hombre, esto es un animal de imaginación y de afectos”.

Referencias

Althusser, L. (1967). La revolución teórica de Marx. Siglo XXI.

Althusser, L. (1974). Ideología y aparatos ideológicos de Estado. Nueva Visión.

Althusser, L. (1979). Elementos de autocrítica. Laia.

Althusser, L. (2000). Entretien avec Wladeck Rochet, 2 juillet 1966. En AA. VV., Aragon et le Comité central d’Argenteuil, inédits de L. Aragon et L. Althusser. Annales de la Société des amis de Louis Aragon et d’Elsa Triolet, n°2, Rambouillet.

Althusser, L. (2007). Para un materialismo aleatorio. Arena Libros.

Althusser, L. (2010). Para leer El capital. Siglo XXI.

Althusser, L. (2014a). Initiation à la philosophie pour les non-philosophes. PUF.

Althusser, L. (2014b). Psicoanálisis y ciencias humanas. Nueva Visión.

[En las citas de los inéditos de Althusser conservados en el IMEC (Institut mémoires de l’édition contemporaine) indicamos la referencia del inventario del Fondo Althusser.]

Anderson, P. (1979). Consideraciones sobre el marxismo occidental. Siglo XXI.

Garaudy, R. (marzo, 1963). À propos des Manuscrits de 44. En Cahiers du communisme.

Lærke, M. (2009). Immanence et extériorité absolue: Sur la théorie de la causalité et l’ontologie de la puissance de Spinoza. Revue philosophique de la France et de l’étranger, 134, 169-190. https://doi.org/10.3917/rphi.092.0169

Mury, G. (abril, 1963). Matérialisme et hyperempirisme. En La Pensée.

Rancière, J. (1975). La lección de Althusser. Galerna.

Spinoza, B. (1988). Correspondencia completa. Trad. Juan Domingo Sánchez Estop. Hiperión.

Spinoza, B. (1925). Opera Omnia, Carl Gebhardt im Auftrag der Heidelberger Akademie der Wissenschaften herausgegebenen Werkausgabe Heidelberg, Winter.

Thompson, E. P. (1981). Miseria de la teoría. Crítica.

[1] Carta de L. Althusser a Pierre Macherey de 29 de abril de 1963.

[2] E213S.****

[3] Traducción rectificada.

Sustancia, pragmati(ci)smo y realismo especulativo: Las filosofías de Spinoza y Charles Sanders Peirce en el contexto del Giro Ontológico

Rodas, C. (2022). Sustancia, pragmati(ci)smo y realismo especulativo. Las filosofías de Spinoza y Charles Sanders Peirce en el contexto del Giro Ontológico. Círculo Spinoziano. 2(3), 73-100.

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Cristóbal Rodas – Sustancia, pragmati(ci)smo y realismo especulativo: Las filosofías de Spinoza y Charles Sanders Peirce en el contexto del Giro Ontológico

Resumen: El realismo especulativo es una “tendencia filosófica” que ha venido cobrando relevancia y protagonismo en la escena académica de la filosofía contemporánea, particularmente en aquella de tradición continental. En este artículo se pretende rastrear algunas tesis centrales del realismo especulativo hasta la filosofía romántica de Charles Sanders Peirce, haciendo una extensión hasta algunas tesis del sistema clásico de Spinoza que pudieron haber influido en la refinación que Peirce elaboró del pragmatismo como pragmaticismo. Lo disruptivo de esta aproximación es que, contrario a la tendencia pluralista y materialista del realismo especulativo, encontramos en el camino realista de Spinoza, y continuado por Peirce, una posible interpretación que acerca al pensamiento a una postura más bien monista e idealista.

Palabras clave: realismo especulativo, pragmaticismo, sustancia, Peirce, Spinoza.

Abstract: Speculative realism is a “philosophical trend” that has been getting relevance and prominence in the academic scene of contemporary philosophy, particularly in continental tradition. This article aims to trace some central theses of speculative realism to the romantic philosophy of Charles Sanders Peirce, making an extension to some theses of Spinoza’s classical system that may have influenced Peirce’s refinement of pragmatism as pragmaticism. What is disruptive about this approach is that, contrary to the pluralistic and materialistic tendency of speculative realism, we find in the realist path of Spinoza, and continued by Peirce, a possible interpretation that brings thought closer to a rather monistic and idealistic position.

Key Words: speculative realism, pragmaticism, substance, Peirce, Spinoza.

Introducción

Existe en la filosofía continental contemporánea una notoria preocupación por rescatar a ciertos autores (particularmente de la segunda mitad del siglo XX) de los lugares comunes en los que se ha encasillado a la posmodernidad. Vemos el avance lento y gradual de una proliferación de interpretaciones naturalistas y materialistas de las filosofías posmodernas que se habían venido caricaturizando como subjetivismos idealistas. Un ejemplo notorio de lo anterior cuyo examen resulta relevante es el del realismo especulativo.

    El realismo especulativo es una “tendencia filosófica” (por definirlo de alguna manera) que ha venido cobrando relevancia y protagonismo en la escena académica de la filosofía contemporánea, particularmente en aquella de tradición continental. Se ha caracterizado principalmente por plantearse como una crítica abierta y explícita a los relativismos posmodernos y por restituir el valor de la ontología como reflexión especulativa.

    En este artículo se pretende rastrear algunas nociones centrales del realismo especulativo hasta la filosofía romántica de Charles Sanders Peirce, haciendo una extensión hasta algunas tesis del sistema clásico de Spinoza que pudieron haber influido en la refinación que Peirce elaboró del pragmatismo como pragmaticismo. Lo disruptivo de esta aproximación es que, contrario a la tendencia pluralista y materialista del realismo especulativo, encontramos en el camino realista de Spinoza, y continuado por Peirce, una posible interpretación que acerca al pensamiento a una postura más bien monista e idealista.

 

Realismo especulativo

Lo que en este artículo hemos convenido en nombrar “realismo especulativo” representa, como se ha mencionado antes, más una tendencia o moda que un movimiento filosófico sólido y unificado. El mismo nombre refleja la disparidad y pluralidad de alternativas que lo componen: puede encontrarse también como nuevo realismo, realismo ontológico, materialismo especulativo, nuevo materialismo, realismo analógico, realismo neutral o, como ha convenido en llamarlo el youtuber Ernesto Castro (2020), realismo poscontinental.

    El realismo especulativo es “un nuevo movimiento filosófico que propone un cambio radical, un giro de 180 grados con respecto a lo que hasta ahora se aceptaba en el campo filosófico y en el campo teórico en general” (Ramírez, 2016b, p. 131). La crítica especulativa se despliega en múltiples frentes y de manera heterogénea a través de sus distintas versiones; “no constituye un movimiento unificado: apenas inició empezaron a surgir posturas divergentes. No obstante, todas estas posturas tienen algunas coincidencias básicas y generales” (Ramírez, 2016b, p. 131) que configuran el contorno de una tendencia filosófica crítica del pensamiento posmoderno y su respectiva herencia moderna.

    No es propósito de este artículo ofrecer una revisión exhaustiva de la oferta teórica proveniente del realismo especulativo, dicha revisión ya se ha llevado a cabo en otros lugares (Ramírez, 2016; Flores, 2016; Castro, 2020). Más que una divulgación de las teorías de los distintos autores neorrealistas lo que aquí se expone son rasgos característicos genéricos. Estos rasgos no constituyen condiciones necesarias y suficientes sino más bien un espectro de posturas que en su globalidad configuran una unidad difusa que puede clasificarse provisoriamente en principios y posturas.

    Por principios entenderemos aquellas afirmaciones que podríamos presuponer no serían rechazadas por la comunidad neorrealista a pesar de las notorias e importantes diferencias entre sus miembros. Por posturas aquellos rasgos críticos que se definen en contraposición a alguna noción generalizada de la tradición filosófica en contra de la cual se proponen pensar y que caracterizan la heterogeneidad de los realismos poscontinentales.

    Los principios los sintetiza Mario Teodoro Ramírez (2016b) de manera clara y concisa de la siguiente manera:

Así, podemos formular las tres tesis básicas del realismo ontológico-especulativo, mismas que considero válidas, además de necesarias, en el contexto actual del pensamiento filosófico. Son las siguientes:

1. La realidad existe independientemente de nosotros (de la conciencia, del lenguaje, de los saberes, etc.) Esto ciertamente no es nada nuevo; si acaso, lo será para algunos filósofos.

2. El ser, el objeto, tiene prioridad sobre el conocer, sobre el sujeto; la ontología tiene prioridad sobre la epistemología. Para conocer algo, ese algo debe existir primero (y hay mil y un formas de existir; el ser no está sometido a ningún orden necesario ni a ninguna jerarquía antropocéntrica).

3. La existencia de la realidad como tal sólo puede ser el objeto de una afirmación especulativa pura, de una aprehensión del pensamiento puro (la razón pura sí capta la “cosa en sí”). Así, se postula la prioridad del pensamiento (filosófico) sobre el conocimiento (científico). (p. 147)

    El primer principio resume simplemente el postulado realista genérico: “El realismo básicamente sostiene la tesis de que existe una realidad independiente de nosotros que, a pesar de todo, puede ser conocida por nosotros” (Castro, 2020, p. 220). El segundo es relevante porque comprende el llamado Giro Ontológico que marca la pauta de la reflexión en la crítica especulativa. Por último, el tercer principio encarna el carácter polémico y controversial del realismo especulativo que se asume al cuestionar la vieja y arraigada convicción de que la “cosa en sí” es incognoscible. Si bien todas estas tesis tienen una expresión particular en cada autor, se puede aceptar hasta cierto punto considerarlas como nociones genéricas de los realismos poscontinentales.

    Las posturas las podríamos definir como sigue: crítica a la posmodernidad, crítica a la modernidad, crítica al epistemocentrismo y crítica a la metafísica. Las posturas se constituyen por categorías negativas o reaccionarias, ya que todas representan una contraposición a alguna tendencia de la tradición filosófica. En estas posturas se acentúan considerablemente las diferencias entre las alternativas teóricas del realismo especulativo, por lo que resulta necesario precisar con más detalle que en los principios aquellos aspectos específicos que les dan sentido.

    La crítica a la posmodernidad es la motivación fundante de la tendencia reciente en filosofía por la recuperación del realismo. Si bien es cierto que nunca resulta precisamente claro a qué refiere el término posmoderno, también es cierto que aunque este término “siempre resultó vago y equívoco, se pueden señalar ahora algunos rasgos característicos que forman parte, más que de un discurso teórico acabado, de cierto espíritu del tiempo o de un estilo socio-cultural reconocible” (Ramírez, 2016b, p. 137). Este zeitgeist corresponde a los nihilismos, relativismos y perspectivimos promovidos, más que por los autores mismos de la posmodernidad, por los intérpretes y seguidores de sus obras. Mauricio Ferraris (2012), en su célebre Manifiesto del nuevo realismo, encasilla estas posturas en lo que generaliza como “falacia del ser-saber” y que define como constructivismo:

Empezamos con la ontología y con la crítica a la falacia del ser-saber, porque justamente, aquí está el núcleo sensible de todo el debate sobre el realismo. Diego Marconi ha caracterizado la comparación entre realistas y antirrealistas como un conflicto entre dos intuiciones. La primera, la realista, considera que hay cosas (…) que no dependen de nuestros esquemas conceptuales. La segunda (que Marconi llama “hermenéutica” o “kantiana”) considera en cambio que también el hecho de que en la Luna haya montañas de altura superior a los 4.000 metros, no es independiente de nuestros esquemas conceptuales y las palabras que usamos (…) Propongo llamar construccionista o constructivista a esta intuición, ya que asume que partes más o menos grandes de la realidad están construidas por nuestros esquemas conceptuales y por nuestros aparatos perceptivos (…) Porque en el momento que asumimos que los esquemas conceptuales tienen un valor constitutivo con respecto a cualquier tipo de experiencia, entonces, con un paso sucesivo, podremos aseverar que tienen un valor constitutivo con respecto a la realidad (…) A este punto, con una plena realización de la falacia del ser-saber, lo que hay resulta determinado por lo que sabemos de este. Antes ello, vale la pena preguntarse qué cosa indujo a los filósofos a desembocar en una vía tan riesgosa y laboriosa. (p. 34)

   Esta caracterización constructivista del pensamiento posmoderno no solo ejemplifica la primera postura, sino que adelanta la tercera, la crítica al epistemocentrismo, que será detallada más adelante. A pesar de constituir la motivación más clara y explícita de los realismos poscontinentales, la crítica a la posmodernidad tiene la característica curiosa de “recuperar” o partir de interpretar a la misma tradición posmoderna. A propósito, Castro (2020) también señala:

Aunque muchos realistas poscontinentales se presenten a sí mismos como superadores y refutadores del posmodernismo, el canto de cisne de la filosofía continental, el caso es que la mayoría de ellos son pupilos de autores posmodernos. Ferraris –el más beligerante con la concepción heredada de la posmodernidad, que él identifica en Italia con el pensamiento débil de Gianni Vattimo– es nada más y nada menos que discípulo de Jacques Derrida, considerado por muchos como el no va más del posmodernismo en Francia. Gilles Deleuze, otro cuestionado posestructuralista francés, ha sido leído con entusiasmo por Meillassoux, Brassier y Grant. Y Bruno Latour, desmontado por Alan Sokal y Jean Bricmont (1997) en Imposturas intelectuales como paradigma del postureo, la pretenciosidad y el terrorismo terminológico típicamente posmoderno, es el padre de la ontología orientada a los objetos que más tarde han popularizado Harman y sus adláteres. Por no hablar de la influencia de otros filósofos continentales clásicos como Martin Heidegger (en Harman), Friedrich Nietzsche (en Ferraris), F. W. J. Schelling (en Grant y Gabriel) o Alain Badiou (en Brassier y Meillassoux). (p. 223)

    No obstante, cabe señalar, como también comenta Castro (2020), que: “a pesar de estas influencias y adherencias, estos realistas son poscontinentales porque han ido más allá de la inercia filosófica continental” (p. 223). No son meras interpretaciones, derivaciones o aplicaciones, sino que (al menos en la mayoría de los casos) representan series de desfiguraciones, reconfiguraciones y ocasionalmente recombinaciones del material posmoderno. Series caracterizadas en lo particular por aquellos replanteamientos realistas motivados por explicitar la “falacia ser-saber” del constructivismo. Cuestión que además constituye posiblemente la razón principal del clamor mediático y protagonismo que ha ganado el realismo especulativo en el ámbito académico. Es verdad que los realismos poscontinentales se dirigen de manera bastante explícita en contra del constructivismo; “su postura expresa al menos un cansancio ante el típico discurso posmoderno, deconstruccionista y semiologista” (Ramírez, 2016b, p. 137). Lo atractivo del Giro Ontológico es la recuperación alegre y optimista del realismo, su insistencia en “volver a encontrar la realidad tras la maraña posmoderna de significados, textos, vivencias, representaciones, etc.” (Ramírez, 2016b, p. 137).

    Esta primera intención del realismo especulativo, enmarcada en la crítica a la posmodernidad, está ligada a la postura de la crítica a la modernidad. Una de las propuestas más llamativas del realismo especulativo ha sido la de caracterizar a la posmodernidad, contrario al ánimo usual, como un desarrollo lógico y natural del esquema del pensamiento escepticista y cientificista de la modernidad. Contrario al ánimo usual porque, como es sabido, “la posmodernidad se definió a sí misma de forma negativa: como el momento del fin de los grandes discursos o las llamadas metanarrativas” (Ramírez, 2016b, p. 137) de la modernidad. La posmodernidad puede ser interpretada como el enaltecimiento de la subjetividad en contra del enaltecimiento de la objetividad efectuado por los metarrelatos de la modernidad. Pero lo que el realismo especulativo señala es que el meollo de la cuestión no es la dirección del giro (hacia el objeto o hacia el sujeto) sino el eje mismo sobre el que se efectúa dicho giro (sujeto-objeto). El problema, inaugurado en la modernidad y heredado a la posmodernidad, ha sido la necesidad de pensar en función de la relación entre un sujeto y un objeto. A este descubrimiento filosófico del realismo especulativo se le ha denominado correlacionismo que, en palabras de Meillassoux (2016), puede ser entendido de la siguiente manera:

Por correlacionismo entiendo en una primera aproximación, toda filosofía que sostiene la imposibilidad de acceder por medio del pensamiento a un ser independiente del pensamiento. No tenemos nunca acceso, según este tipo de filosofía, a un objeto (entendido en un sentido general) que no esté ya correlacionado a un acto de pensamiento. La idea misma de acceder a un ser independiente del pensamiento, sustentado en sí mismo tal como se nos da, independientemente de si lo aprehendemos o no, es para un correlacionista una contradicción flagrante. Sea que un estado es percibido, concebido o aprehendido de cualquier otra forma, el objeto no podría ser pensado fuera de la relación que mantiene con nuestro pensamiento. El correlacionismo sostiene pues la imposibilidad de derecho, y no de hecho, de todo realismo metafísico. (p. 73)

    Estas teorías están ancladas en la concepción de la necesidad de la existencia de un vínculo entre el ser y el pensamiento. Dicha concepción, iniciada por Descartes y finalmente impuesta por Kant al resto del dominio de la filosofía y de las ciencias especiales, coloca al sujeto en el centro de la reflexión y anula la posibilidad de conocer la realidad en sí misma, ya que siempre estará dada en función de su conexión con el pensamiento del sujeto que conoce. Dicho de forma directa: la distinción kantiana entre fenómeno y noúmeno implica una “clausura antropológica” que imposibilita el saber de una realidad independiente y autónoma respecto del pensamiento. Es este artefacto filosófico, el eje sujeto-objeto, el que el realismo especulativo se propone desmantelar. Si bien este desmantelamiento se efectúa desde propuestas diversas y no siempre afines, convergen en la necesidad de evaluar y corregir este correlacionismo o filosofía del acceso.

    El desmantelamiento del correlacionismo conduce invariablemente al aspecto más escandaloso del realismo especulativo y que constituye en su generalidad la postura de la crítica al epistemocentrismo. La posmodernidad sería entonces la radicalización de la tesis moderna sobre la fundamentalidad de la epistemología por sobre la ontología. La clausura antropológica es también una clausura epistemológica: la filosofía es expulsada del registro del ser en sí mismo y es restringida al dominio del saber imponiendo como esquema general el eje que relaciona necesariamente a un sujeto con un objeto. En este sentido, solo existe para nosotros lo que podemos conocer, lo que está dado para nosotros como sujetos cognoscentes. Lo escandaloso del realismo especulativo es el atrevimiento de cuestionar o poner en duda esta conquista de la modernidad radicalizada ingenuamente por la posmodernidad. El carácter revolucionario del realismo especulativo reside en señalar que la clausura epistemológica no es evidente y por lo tanto habría en todo caso que demostrarse. El filósofo de la ciencia Roy Bhaskar (2008), retomado por Levi Bryant (2011) en The Democracy of Objects, le define como falacia epistémica:

Esto consiste en la perspectiva de que los enunciados acerca del ser pueden ser reducidos a o analizados en términos de enunciados acerca del saber; i.e. que las cuestiones ontológicas pueden ser transpuestas siempre a términos epistemológicos. La idea de que el ser puede ser siempre analizado en términos de nuestro saber del ser, que es suficiente para la filosofía ocuparse de la red y no de aquello que la red describe, resulta en la disolución sistemática de la idea de un mundo (que aquí caracterizaré metafóricamente como un reino ontológico) independiente de pero investigado por la ciencia. (p. 36)

    En general, “lo que la falacia epistémica identifica es la falacia de reducir cuestiones ontológicas a cuestiones epistemológicas, o de fusionar cuestiones de cómo conocemos con cuestiones de qué son los seres” (Bryant, 2011, p. 60). La audacia del realismo especulativo consiste en invertir la fundamentalidad en la relación de ambas categorías: no es que existe lo que podemos conocer, sino que, por el contrario, podemos conocer lo que existe. En esto consiste el célebre Giro Ontológico y el carácter realista de la nueva filosofía. Los realismos poscontinentales apuestan por explorar las posibilidades de una filosofía que se atreva a pensar la realidad en sí misma con independencia del sujeto. La crítica al epistemocentrismo caracterizada por la falacia epistémica conduce a la revalorización de la especulación metafísica y ontológica como fuentes fundamentales del conocimiento y como marcos de referencia para las epistemologías del resto de las ciencias especiales.

    Ahora bien, esta reconsideración de la ontología se ha efectuado conservando y reforzando muchas sospechas sobre el pensamiento metafísico que fueron enfatizadas por la tradición posmoderna. La cuarta y última postura, que convenimos en denominar como crítica a la metafísica, describe la tendencia de continuar renegando de las posturas monistas y absolutistas tradicionales. En algún sentido, el realismo de esta tendencia sería más ontológico que metafísico, ya que, contrario al ánimo contingente, temporal y pluralista de estos autores, el realismo metafísico afirma directamente “una realidad en sí y por sí, más allá de la realidad concreta y de la propia realidad humana, adscribiéndole ansiosamente a tal realidad los caracteres de necesidad absoluta, inmutabilidad, atemporalidad, unidad y totalidad completa” (Ramírez, 2016, p. 41). Aun cuando no todos los autores entienden lo mismo por metafísica, es claro que en la mayoría se puede encontrar un esfuerzo explícito por replantear sus realismos desde la crítica a la metafísica heredada principalmente de los posestructuralismos posmodernos (influenciados particularmente por la fenomenología de Heidegger).

   Por ejemplo, como también expone Ramírez (2016b), el materialismo especulativo de Quentin Meillassoux busca desmantelar al correlacionismo apostando por la contingencia como categoría absoluta propia de la realidad en sí misma o del ser y por lo tanto independiente del pensamiento. En contraposición directa a la metafísica de la necesidad que desde esta nueva óptica sería una ontología deficiente. Otro ejemplo sería el nuevo realismo o realismo ontológico de Markus Gabriel, en el que la metafísica sería entendida como todo pensamiento del mundo en tanto totalidad, contrapuesta a su concepción de la ontología como teoría especial de la existencia (no del mundo o del ser). Para Gabriel la existencia es aparecer en un campo de sentido, y dado que no hay un único campo de sentido la existencia es entendida como una pluralidad transfinita. Es solo en estos sentidos locales que podemos
entender al realismo especulativo como contrapuesto a la metafísica. Si por otro lado “entendemos la metafísica como el proyecto filosófico de pensar más allá de lo dado en la experiencia y más allá del ser puramente físico-material, más allá también de las categorías dominantes en el pensamiento moderno y posmoderno, entonces el nuevo realismo consiste en un restablecimiento del concepto de metafísica” (Ramírez, 2016b, p. 146).

Pragmati(ci)smo

Charles Sanders Peirce ganó su lugar en la historia de la filosofía por ser el fundador del pragmatismo norteamericano, si bien este fue realmente popularizado y legitimado por la obra de William James. Debido a esto último, y a que su versión del pragmatismo difiere sustancialmente de la de James, Peirce rebautiza su método como pragmaticismo:

Fue en la búsqueda por satisfacer esta condición cuando inventé la palabra “pragmaticismo” para denotar de una manera precisa el significado que ya había inventado anteriormente para la palabra “pragmatismo”; y puesto que ésta última había sido empleada, no sólo por los filosofistas [philosophists] para expresar doctrinas que no quedaban cubiertas por mi definición original (me complació mucho que lo hicieran), sino también por escritores elegantes en asociaciones que, me atrevería a decir, tienen algún significado para los lectores que comparten sus hábitos mentales, pero que yo no podría comprender sin más trabajo que el que estoy dispuesto a invertir. (Peirce, s.f.)

    En el caso del pragmatismo, Peirce decide abandonar su término original para distinguirse de las doctrinas influenciadas por James y en 1905 acuña el término “pragmaticismo, una palabra “lo suficientemente fea para estar a salvo de secuestradores” (Peirce, 1994, p. 1843). El pragmatismo popular, entendido en el sentido de James como un empirismo utilitario radical, dista mucho de la concepción original de Peirce y más aún de su ulterior desarrollo como pragmaticismo. El pragmati(ci)smo de Peirce es el resultado de las reflexiones a las que condujeron sus preocupaciones más generales. Su pensamiento tiene un fundamento práctico: “el fenómeno básico que provoca y dirige su reflexión es el éxito de la investigación científica” (McNabb, 2018, p. 14). Tomando como referencia su incursión en investigaciones de una variedad considerable de disciplinas distintas[1], su interés central fue el dar cuenta del éxito general alcanzado en actividades tan dispares. Esto lo condujo a buscar y formular en filosofía un método análogo al de las ciencias especiales. Estas ideas no constituyen una cosmovisión, sistema filosófico o una metafísica, sino más bien una tecnología especulativa que podemos usar para esclarecer nuestras ideas y optimizar el proceso de investigación.

    Se trata, pues, no de una metafísica particular sino de un método general del pensamiento. Es un recurso para establecer las condiciones conceptuales óptimas para un debate y para prevenir el desperdicio de tiempo en pseudoproblemas (Dae, 2007). En palabras de Peirce, el pragmati(ci)smo se trata de “una mera máxima de la lógica en vez de un principio sublime de filosofía especulativa” (Peirce, 1994, p. 1675). Este método de pensamiento que define al pragmati(ci)smo se expresa en la célebre máxima pragmática que reza como sigue: “Consideremos qué efectos, que pudieran concebiblemente tener implicaciones prácticas, concebimos que tiene el objeto de nuestra concepción. Entonces, nuestra concepción de tales efectos representa la totalidad de nuestra concepción del objeto” (Peirce, 1994, p. 1832).

    Lo innovador de la máxima es la consideración de las repercusiones prácticas que deben ser entendidas como efectos. Al hacer del concepto el conjunto de disposiciones prácticas, el objeto de la concepción se hace público y con ello susceptible de un escrutinio análogo al de las ciencias. La teoría del significado del pragmati(ci)smo se ocupa de generales, de pruebas posibles indeterminadas, no de pruebas específicas determinadas. Peirce se refería a estos generales como serías [would-be]. Esto es particularmente relevante porque es lo que fundamenta la postura realista del pragmati(ci)smo.

    Ahora bien, para abordar la relación que guarda el pragmati(ci)smo de Peirce con el pensamiento de Spinoza, suscribiremos la interpretación pragmática de la Ética realizada por Shannon Dea (2007) en su investigación doctoral Peirce and Spinoza’s Surprising Pragmaticism. Lo primero que sería importante señalar, es que Peirce mismo refiere a Spinoza en varias ocasiones: “de 1863 a 1904, tanto en textos publicados como inéditos, Peirce discute o menciona a Spinoza no menos de 25 veces” (Dea, 2014, p. 26). El segundo aspecto relevante es que Peirce considera en varias ocasiones a Spinoza no solo como pragmatista sino más aún como pragmaticista. Recordemos que el pragmati(ci)smo no representa una postura particular, sino un método de pensamiento. En varias ocasiones, Peirce atribuye el método pragmático a varios autores de la tradición, como Berkeley o Kant, pero siempre vacilando respecto a la forma de clasificarlos. El único autor de la tradición cuya consideración pragmaticista pareciera haberse ido reafirmando a pesar de esa vacilación es Baruch Spinoza (Dea, 2007). Estas consideraciones sumadas a las varias reseñas que publicó sobre libros de intérpretes contemporáneos de Spinoza, constatan el hecho de que Peirce estaba bien informado sobre su filosofía.

    Para revalorar el pensamiento de Spinoza desde una óptica pragmaticista, Dea (2007) propone interpretar el cierre de la primera parte de la Ética como una versión de la máxima pragmática, la cual nos dice: “No existe nada de cuya naturaleza no se siga algún efecto” (Spinoza, 2000, p. 67). Dea (2007) sugiere que en E1P36 se puede trazar una relación de identificación entre causa y res. Para la autora, esto se reafirma si además se considera su doctrina del paralelismo: “El orden y la conexión de las ideas es el mismo que el orden y la conexión de las cosas” (Spinoza, 2000, p. 81). Tomando en cuenta a E2P7, se puede considerar que en las demostraciones de E2P9 Spinoza emplea causa y res de forma intercambiable:

Ahora bien, el orden y la conexión de las ideas (por 2/7) es el mismo que el orden y la conexión de las causas … Ahora bien, el orden y la conexión de las ideas (por 2/7) es el mismo que el orden y la conexión de las cosas. (Spinoza, 2000, p. 84, cursivas añadidas)

    Esta interpretación intenta vincular la identificación de causa y res con la imposibilidad de concebir algo que no tenga un efecto para acercar a Spinoza a la máxima pragmática. Dea (2007) sugiere que “para Spinoza como para Peirce, si no podemos concebir que una cosa tenga cualquier efecto, ni siquiera podemos concebirlo como una cosa” (p. 73). Las investigaciones de la autora (2007) revelan una serie considerable de ventajas hermenéuticas que se siguen de la “máxima pragmática de Spinoza” respecto del cuerpo completo de su obra. Pero dichas ventajas escapan el alcance de este artículo, ya que lo que concierne a esta investigación son las implicaciones que se siguen de poner esta interpretación pragmática de Spinoza en discusión con el realismo especulativo. ¿No es acaso Spinoza uno de los fundadores y principales referentes del racionalismo? ¿No es el racionalismo el principal responsable del correlacionismo moderno y su subsecuente desarrollo posmoderno en constructivismo? ¿No es acaso famosa la filosofía de Spinoza por su “necesitarianismo” exacerbado? A estas alturas, ¿no se antojan rancios y estériles los monismos sustancialistas? ¿Qué sentido tendría revisar la obra de Spinoza a la luz de la innovadora, revolucionaria y prometedora luz del realismo especulativo?[2] Para responder estas preguntas habremos de recurrir a la interpretación pragmaticista de Spinoza elaborada desde la mirada de Charles Sanders Peirce.

    Suscribir la máxima pragmática como método general del pensamiento filosófico, aunque no es en sí misma una ontología, implica una serie de presunciones y consecuencias metafísicas. Dentro de las ideas metafísicas afines al pragmati(ci)smo encontramos el sinequismo, el tiquismo, el agapismo, el idealismo objetivo, y el realismo extremo (Dea, 2007; McNabb, 2018). Lo que corresponde es diagramar estas concepciones metafísicas en el marco del pensamiento de Spinoza, por un lado, y del realismo especulativo, por el otro. Esta contextualización en torno al Giro Ontológico implica sostener la interpretación pragmaticista de Spinoza y recuperar los principios y posturas del realismo especulativo que esbozamos al inicio del escrito. Naturalmente, tomaremos como punto de partida la versión del realismo concebida y defendida por Peirce, así como sus puntos de encuentro con la modalidad del realismo escolástico rastreable en la metafísica de Spinoza.

    Peirce consideró que una de las tres distinciones del pragmati(ci)smo es la “insistencia enérgica sobre la verdad del realismo escolástico[3]” (Peirce, 1994, p. 1846, cursivas añadidas). Lo que se intentará demostrar es que, cuando menos, hay un grado mínimo de afinidad entre el realismo extremo pragmaticista y los principios y posturas del realismo especulativo. El primer punto de encuentro lo podemos encontrar en las críticas que le sirven de punto de partida para elaborar su propuesta alternativa. Al igual que el proyecto neorrealista poscontinental, Peirce inicia su recorrido explicitando la necesidad de corregir el rumbo inaugurado por Descartes y consolidado por Kant. Pero las observaciones de Peirce tienen, de alguna manera, un alcance genealógico más amplio. La crítica del realismo especulativo se dirige al correlacionismo y a su hijo el constructivismo, pero Peirce (que no tuvo el gusto –¿o disgusto?– de conocer al hijo) se dirige también al abuelo: el nominalismo. De acuerdo a su reflexión, el desarrollo moderno de esta postura condujo un psicologismo insalvable, teniendo en un extremo la benevolencia de Dios y en el otro el repertorio de categorías constitutivas del sujeto trascendental. Peirce “se ocupa de identificar y eliminar las defectuosas suposiciones lógicas que perjudicaron los esfuerzos de Kant, suposiciones que provienen directamente de Descartes” (McNabb, 2018, p. 30). Para ejecutar esa operación lleva su crítica al origen del psicologismo epistemológico moderno.

    El nominalismo es una categoría prácticamente en desuso que refiere a una postura del debate medieval en torno al anacrónico “problema de los Universales”. En términos muy generales el debate consistía en si “los Universales tienen una existencia extra-mental o si más bien son dependientes de la mente” (Dea, 2007, p. 148). La resonancia con la discusión actual del realismo especulativo es bastante clara, “el debate medieval nominalismo-realismo se centró en el fondo en la cuestión de si nuestros conceptos de los Universales se refieren al mundo real o a nuestros pensamientos sobre él” (Dea, 2012, p. 33). El nominalismo es la postura que sostiene que los Universales son dependientes de nuestra mente:

El nominalismo es una perspectiva filosófica sobre la realidad en la que «lo real» es constituido por objetos particulares existentes cuyo conocimiento se logra de alguna manera al intuirlos a través de los sentidos. Esto hace que los términos generales, tales como «dureza», no sean más que meros nombres, meras conveniencias en la clasificación y manejo de la experiencia. (McNabb, 2018, p. 31, cursivas añadidas)

    La aproximación al nominalismo es relevante para el realismo especulativo porque contiene en sus contornos generales el germen tanto del correlacionismo como del constructivismo: (1) las concepciones que podemos llegar a tener de los Universales, dado que lo único que existe “realmente” son individuos particulares, son dependientes de la mente y (2) dado que la preferencia entre “marcos conceptuales” (es decir, “constructos sociales”) no atiende a algún carácter objetivo de la realidad, el criterio de selección conduce a un relativismo. Para Peirce, estas tesis no solo implican una serie de inconsistencias lógico-empíricas en sí mismas, sino que además sería imposible dar cuenta del éxito de la actividad científica desde esta postura. Para corregir el psicologismo del correlacionismo nominalista de la modernidad, propone la hipótesis de la realidad como condición necesaria de su lógica de la investigación, y le desarrolla mediante una revalorización del realismo escolástico, (particularmente del realismo de Duns Escoto) desembocando en su realismo extremo y en la célebre máxima pragmática.

    Peirce parte del formato kantiano para afrontar el problema, pero se distingue en la solución. Tanto para Kant como para Peirce, la solución estriba en encontrar una lógica autónoma y normativa que sirva de fundamento a la investigación. Pero el nominalismo, al concebir la lógica en términos psicológicos –lo que McNabb (2018) llama teoría de la “mente-contenedor”– como estrategia epistemológica, hace que esta termine dependiendo de aquello que en principio se proponía fundamentar. Así, el correlacionismo se limita a explicar el mecanismo de la razón y pierde su capacidad para fundamentar el éxito de la investigación. Peirce comienza a concebir su solución alternativa desde una crítica al origen cartesiano del correlacionismo moderno.

    La nueva lógica de la investigación rechaza tanto la duda metódica (aspecto en el que por cierto coincide con Spinoza) como la posibilidad de contar con evidencia de la intuición como facultad cognitiva. Para Peirce, la duda metódica es una farsa[4]: “cuando decimos que lo hacemos, simplemente estamos fingiendo que podemos” (Dea, 2007, p. 59). En su lugar, propone un sentido-común crítico [critical common-sensism] que acompaña a su principio duda-creencia (PDC en adelante) y que resuena con la scientia intuitiva de Spinoza. Respecto a la intuición, en tanto capacidad de formar ideas claras y distintas de las cosas de manera inmediata, Peirce se pregunta si mediante la “simple contemplación de una cognición, independientemente de cualquier conocimiento previo y sin razonar a partir de signos, somos capaces de juzgar debidamente si esa cognición ha sido determinada por una cognición previa o si se refiere inmediatamente a su objeto” (Peirce, 2012, p. 54). Su respuesta es negativa, ya que carecemos de evidencia alguna sobre una facultad de esa naturaleza. Como señala McNabb (2018), cuando sentimos que una cognición es “producto de una intuición directa y se juzga como tal, se podría preguntar si ese juicio, que es en sí mismo una cognición, se produjo también de forma intuitiva o si fue determinado por una cognición previa, y así sucesivamente” (p. 32). Esto, evidentemente, constituye una petición de principio, ya que una facultad tal implica “presuponer el mismo asunto sobre el que se atestigua” (Peirce, 2012, p. 55). Peirce no se propone demostrar que no tenemos una facultad intuitiva, en tanto cognición directa, sino solo argumentar que como teoría de la cognición carece de evidencia y obstaculiza la explicación de los hechos. En su lugar, buscando recuperar la autonomía de la lógica y siguiendo su iniciativa pragmática, propone la teoría de la inferencia como proceso semiótico.

    Tanto el Yo de los racionalistas como la percepción de los empiristas, que usualmente se consideran intuiciones, son procesos mediatos e inferenciales. El Yo se infiere a partir del error que se constata a partir de hechos “externos” y su relación con nuestras expectativas respecto del comportamiento de la realidad. La percepción por su lado también requiere de una coordinación diacrónica en relación a hechos externos (i.e. el punto ciego de la retina, la experiencia de la textura, etc.). Para Peirce la inferencia es de alguna manera la interpretación de algún signo. El funcionamiento cognitivo presupone la persistencia sostenida de las cosas para que tengan sentido. Este sostenimiento implica una relación entre pensamientos y signos, por lo que no hay pensamiento aislado: todo pensamiento es un signo (McNabb, 2018). El pensamiento es un flujo cognitivo que implica necesariamente a los signos y sus conexiones. Y si el pensamiento debe darse necesariamente en signos, cabe preguntarse qué significado pudiera tener el signo de algo que no se puede conocer. Desde aquí arremete en contra de la “cosa en sí” kantiana:

Más allá de cualquier cognición, existe una realidad desconocida pero cognoscible; pero más allá de toda cognición posible, sólo existe lo autocontradictorio. En resumen, la cognoscibilidad (en su sentido más amplio) y el ser no son meramente iguales metafísicamente, sino que son términos sinónimos. (Peirce, 2012, p. 65)

    Como comenta McNabb (2018), “ninguna afirmación podría manifestar más plenamente la oposición de Peirce a Descartes y a los nominalistas [correlacionistas] que una que hace equivaler la cognoscibilidad con lo real, con el ser” (p. 37). La hipótesis de la “cosa en sí” no es solo una contradicción lógica, sino que –y quizás sea esto aún más relevante– como hipótesis bloquea el curso de la investigación. Si algo no se puede conocer, entonces no puede tener alguna conexión con la cognición. Si algo no puede tener conexión con la cognición, entonces no puede pensarse. Sin embargo, concebimos efectivamente el signo de lo incognoscible y algo que se concibe debe tener una conexión con la cognición. Por lo tanto, el signo de algo incognoscible simplemente no tendría sentido. McNabb (2018) señala acertadamente que esto no es una mera trivialidad semántica, ya que –incluso si se puede argumentar que, aunque podamos concebir algo, de ahí no se sigue que podemos “conocerlo”– Peirce diría que “lo real, lo cognoscible, no es el objeto estático de la percepción, sino más bien el complejo de relaciones en el que el objeto se encuentra en el mundo. Esto es lo que lo hace cognoscible” (McNabb, 2018, p. 37). El conocimiento no es la impresión del fenómeno bruto, sino más bien la “personificación”, por así decirlo, de la red compleja de la que forman parte. Por otro lado, para Peirce el sostener que alguna parte de la realidad es incognoscible violenta el principio más íntimo del pragmatismo: “no obstruir el camino de la investigación” (Peirce, 1994, p. 58). Si el propósito del pensamiento es hacer que las cosas sean inteligibles, solo una contradicción pudiera conducir a considerar que son incognoscibles: “simplemente no hay datos que se puedan explicar por un principio de inexplicabilidad del universo” (Dea, 2007, p. 61). Estos defectos del proyecto correlacionista fueron corregidos en su nueva lógica de la investigación, una que recupera su autonomía y con ella su carácter normativo.

    Para recuperar la autonomía de la lógica respecto del psicologismo moderno, Peirce se aproxima al modelo de la investigación científica. Busca una manera de establecer una conexión entre el funcionamiento de la cognición y la lógica empírica de la investigación. La ejecución de la corrección del escepticismo moderno consiste en reemplazar al cogito ensimismado por una comunidad de investigadores. Esta inversión conduce a una novedosa teoría de la mente en la que el pensamiento ya no está desconectado del mundo, sino que es una parte constitutiva del mismo. Para Peirce, “el pensar filosófico debería dejar el mundo velado del cogito y situarse en el proceso de investigación público y observable en el que una comunidad de investigadores participa” (McNabb, 2018, p. 40). El cogito correlacionista, privado e intuitivo, es sustituido por un cogito pragmaticista, público e interactivo. Mediante esta conexión entre el pensamiento y el carácter público de la investigación se posibilita el desarrollo de la nueva lógica que se describe a continuación.

    La indagación vital parte de un estado de conocimiento a uno de desconocimiento. Avanzamos en un estado de creencia relativamente estable hasta que alguna contradicción en la experiencia genera una irritación en dicho estado y nos conduce a uno de duda. Por ello para Peirce (como para Spinoza) la duda metódica es una simulación: “ni la duda ni la creencia pueden imponerse al ser” (Dea, 2007, p. 59). El objetivo de la indagación es entonces restablecer el estado de creencia. Lo que distingue a la indagación científica de otros estilos de indagación es el éxito que tiene al realizar dicha travesía. Dicho éxito se atribuye a principios directrices propios del buen razonamiento. Uno de esos principios es la inferencia en tanto fuerza de restricción (algo se concluye a partir de otro algo), del cual extrapola el ya mencionado PDC:

Se presupone, por ejemplo, que hay tales estados de la mente como la duda y la creencia –que es posible una transición del uno al otro, quedándose igual el objeto del pensamiento, y que esta transición está sujeta a ciertas reglas a las que todas las mentes también están sujetas–. (Peirce, 2012, p. 204)

    El PDC ofrece una vía para reconocer que el proceso de indagación ha llegado a su fin, garantiza que la investigación sea posible en principio. Realizamos la travesía con éxito cuando logramos pasar de un estado de duda a uno de creencia. En el marco de la indagación científica la meta sería entonces simplemente el establecimiento de la opinión de la comunidad (McNabb, 2018). Esta concepción puede sugerir un problema. Hay ocasiones en las que la irritación causada por la duda tiene un alcance tan amplio que sacude nuestra forma entera de comprender la realidad. Este hecho sugeriría la necesidad de corregir nuestra concepción de la realidad y adoptar otra que sea más correcta. Pero, si la meta de la investigación es simplemente el establecimiento de la opinión de la comunidad, ¿qué importancia tendría adoptar una visión global de la realidad correcta? Peirce responde que la nueva lógica de la investigación presupone también una hipótesis de la realidad (HR en adelante):

Hay cosas reales cuyas características son enteramente independientes de nuestras opiniones sobre ellas; esas realidades afectan a nuestros sentidos según leyes regulares y, pese a que nuestras sensaciones son tan diferentes como lo son nuestras relaciones con los objetos, aprovechándose de las leyes de la percepción, podemos averiguar mediante el razonamiento cómo son las cosas realmente; y cualquier hombre, si tiene la suficiente experiencia y razona lo suficiente sobre ella, llegará a la única conclusión verdadera. La nueva concepción implicada aquí es la de la Realidad. (Peirce, 2012, p. 211)

    Peirce establece la HR de una forma muy prudente, ya que no se plantea como algo necesario de probarse como verdadero, sino simplemente como una presuposición necesaria para la lógica de la investigación: es una postura necesaria de adoptar para que la indagación científica tenga sentido. Para justificar la HR, distingue entre cuatro métodos para restablecer la creencia: la necedad, la imposición, la razón y la ciencia. De ellos, los primeros dos son caprichosos y arbitrarios por lo que no funcionan para establecer una opinión a largo plazo. El tercero es más óptimo porque rechaza el capricho, pero dado que descansa en el individuo y el individuo es falible y finito, tampoco resulta adecuado para dicho fin. Solo la ciencia, que abandona tanto el capricho como la individualidad, es susceptible de establecer la opinión a largo plazo. La presión social de la comunidad sobre las creencias requiere de un criterio con el que se pueda llegar a un acuerdo para establecer la opinión:

Para satisfacer nuestras dudas, entonces, es necesario que se halle un método por el que nuestras creencias puedan ser causadas, no por algo humano, sino por alguna permanencia externa, por algo sobre lo que nuestro pensamiento no tenga ningún efecto (Peirce, 2012, p. 211).

    Este método de investigación presupone la inferencia, el PDC y la HR ya que “tiene que ser tal que la conclusión final de todo hombre sea igual. Tal es el método de la ciencia” (Peirce, 2012, p. 211). Cabe aclarar que esto no conduce a un cientificismo miope y dogmático, ya que para Peirce lo real se define como “el estado de cosas en el que se creerá en la opinión última” (Peirce, 1994, p. 1850). La verdad científica es una idea regulativa a la cual, dada nuestra falibilidad, solo nos podemos acercar de manera asintótica. La genialidad de esta concepción es que refuerza la falibilidad individual con las múltiples generaciones de la comunidad de investigadores. En palabras de Dea (2007), “para Peirce, el universo es manifiestamente inteligible, si no ahora para mí, a largo plazo indefinido para toda la comunidad de investigadores” (p. 60). La nueva lógica de la investigación que propone Peirce para corregir los defectos nominalistas del proyecto moderno guarda paralelismos con el realismo especulativo que, a pesar de su incuestionable distancia, pueden rastrearse en la filosofía de Spinoza.

Sustancia

La HR es el germen del realismo extremo de Peirce que, como se ha señalado, es una condición del pragmati(ci)smo. También se indicó que su realismo tiene una influencia considerable del realismo escolástico de Duns Escoto. Si Peirce tiene razón en considerar a Spinoza como pragmaticista, habría de esperarse poder rastrear en su filosofía alguna modalidad del realismo escolástico. Para ello será necesario regresar al problema de los Universales.

    La cuestión consiste en determinar si los Universales son conceptos primero-intencionales que refieren a entia reale o segundo-intencionales que refieren a entia rationis. Los primeros referirían al mundo real y los segundos a conceptos primero-intencionales. Los realistas ofrecen dos soluciones: los Universales son bien (1) ideas platónicas o (2) entidades que existen en los individuos. La primera solución suele rechazarse simplemente por platónica y la segunda conduce a la paradoja de que si solo existen en individuos entonces perderían su carácter universal. La solución elegante de Escoto consiste en rechazar la disyunción agregando un tercero: las naturalezas comunes. Esta maniobra tricotómica será decisiva para explicitar la relación entre Peirce, Spinoza y el realismo escolástico propio de su carácter pragmaticista.

    Escoto parte de la distinción tomista entre existencia real y existencia lógica. A continuación, reelabora el modelo tomista distinguiendo la existencia real entre física y metafísica. Esta nueva región sería “menos” real que la existencia física, pero “más” real que la existencia lógica. Una idea así, que pareciera ser a primera vista una tontería retórica, guarda en su núcleo un concepto muy potente: la indeterminación. Este mecanismo tomista ajustado con la indeterminación es lo que le va a permitir mediar entre los entia reale y los entia rationis, además de que constituye la base del realismo escolástico de Peirce (rastreable en la interpretación pragmaticista de Spinoza). Escoto, como los realistas especulativos, busca defender una postura que afirme la conexión real entre las cosas con independencia del pensamiento, una postura desde la cual se pueda sostener que “incluso si no existiera el intelecto, el fuego generaría fuego y destruiría el agua” (Escoto, 1997; traducido de Dea, 2007). Para ello debe expandir lo real más allá de la existencia hacia la indeterminación. Elude el platonismo al aceptar de los nominalistas que solo los individuos tienen existencia real, pero esquiva la reificación individualista al asignar a las naturalezas comunes una realidad relativamente autónoma.

   Las naturalezas comunes son conexiones reales de las cosas que en sí mismas existen con independencia del pensamiento, pero dependientes de los individuos existentes. Las naturalezas comunes necesitan acoplarse en los individuos pues de otra forma no podrían existir, pero ontológicamente son indeterminadas. Para que las naturalezas comunes se determinen y puedan acaecer se requiere un proceso. Al proceso por el cual las naturalezas comunes acaecen en individuos existentes o haecceidades (Peirce lo denomina la aquisidad y la ahorisidad) le llama contracción. A aquel por el cual acaecen en los problemáticos Universales le denomina abstracción. La reificación se evita al conceder realidad a la indeterminación de las naturalezas comunes que, aunque están existencialmente acopladas a los individuos, están ontológica y lógicamente diferenciados. Para matizar las complicaciones de la determinación de las naturalezas comunes, Escoto agrega a la distinctio realis y a la distinctio rationis una distinctio formalis. Las naturalezas comunes se acoplan existencialmente con las haecceidades pero se distinguen formalmente de ellas. Por decirlo de una más o menos burda, la existencia[5] de las naturalezas comunes es “menos” real que la existencia de las haecceidades pero “más” real que la de los Universales. Esta ontología de la indeterminación es lo que conecta al realismo escolástico de Escoto con Peirce y Spinoza.

    Se ha señalado que Spinoza usa el término de esencia en dos sentidos distintos[6] (Bennett, 1984; Della Rocca, 1996) que conducirían a un pesimismo correlacionista. Para Dea (2007), esto socava el optimismo realista implícito en su scientia intuitiva o “conocimiento del tercer género”. Para Spinoza, la percepción intelectual de la sustancia presupone el “conocimiento adecuado” de las cosas. Este conocimiento es exclusivo del segundo y tercer género, a saber: razón e intuición respectivamente. Si bien es la intuición la que conduce del conocimiento de la esencia de los atributos de la sustancia al de la esencia de las cosas, su punto de partida es el conocimiento de los atributos, el cual es suministrado por la razón. Por ello habremos de buscar el material del conocimiento adecuado en el segundo género. Ahora bien, según Spinoza la razón es posible “a partir, en fin, de que tenemos nociones comunes e ideas adecuadas de las propiedades de las cosas” (Spinoza, 2000, p. 108; cursivas añadidas). Las nociones comunes se definen como “algo que es común a todos los cuerpos y que está igualmente en la parte y en el todo de cualquier cuerpo” (Spinoza, 2000, p. 105). Lo relevante es que su postura sobre las nociones comunes es realista:

La discusión de Spinoza sobre E2P37-40 revela que es nominalista sobre las abstracciones pero realista sobre las nociones comunes (y por lo tanto, sobre los atributos). Las abstracciones se forman confusamente a través de la abstracción, mientras que las nociones comunes son el conocimiento adecuado de las cosas que son realmente comunes a todas las cosas. Tenemos un conocimiento adecuado de los atributos, al igual que de todas las nociones comunes, porque nuestras mentes pertenecen a la clase de “todas las cosas”. Tenemos acceso epistémico directo, y por lo tanto adecuado, a ellos a través de su ubicuidad en nuestras mentes. (Dea, 2007, p. 147)

    Estas nociones comunes serían por lo tanto primero-intencionales, ya que refieren a entia reale. En este sentido, se puede rastrear un paralelismo entre las nociones comunes y las naturalezas comunes del realismo escolástico. Este paralelismo refuerza la interpretación pragmaticista de Spinoza, ya que habría de esperarse que de la “máxima pragmática de Spinoza” (rastreable en E1P36) se siguiera alguna modalidad del realismo medieval. Por otro lado, la interpretación pragmaticista permite resolver las tensiones surgidas de los dos supuestos usos distintos del concepto de esencia. Si bien nunca se define como tal de forma explícita, Spinoza nos dice en E2D2 aquello que pertenece a la esencia de una cosa. Dea (2007) sugiere que, siguiendo la “máxima pragmática de Spinoza”, al sustituir en E2D2 causa por cosa obtenemos una definición pragmaticista de esencia:

Digo que pertenece a la esencia de una cosa aquello que, si se da, se pone necesariamente la cosa, y que, si se quita, se quita necesariamente la cosa; o sea, aquello sin lo cual la cosa y, a la inversa, aquello que sin la cosa no puede ser ni ser concebido. (Spinoza, 2000, p. 77; alteración sugerida por Dea, 2007)

    Ahora, aquello sin lo cual “la cosa, o sea la causa”, no puede “ser ni ser concebido” es el conjunto de sus efectos, como señala Dea (2007). Tanto ontológica como epistemológicamente, sin los efectos de una cosa no se puede concebir como una causa y por lo tanto tampoco como una cosa. Spinoza invoca a E1P36 en varios argumentos cuya interpretación pragmaticista pudiera comprometer su coherencia. Dea (2007) sugiere que para salvar estas situaciones es necesario explicitar aún más la interpretación pragmaticista y concebir los efectos no como actuales sino como posibles. Pero esto conduce a otro problema, ya que es imposible concebir todos los efectos posibles de una cosa y por lo tanto sería imposible concebirla, sin embargo, es evidente que tenemos concepciones de las cosas. Lo interesante de este problema es que la solución, además de elegante, también es pragmaticista: para Spinoza, como para Peirce, las esencias no tienen existencia, pero eso no significa que no sean reales. Solo los individuos tienen existencia, las esencias pueden “existir” pero no necesariamente tiene que ser el caso. Para ambos autores, los individuos existentes son individuaciones o instanciaciones del ser (sustancia o continuo) cuya posibilidad ya está contenida en él, pero no de manera actualizada, sino indeterminada. Esta indeterminación no puede concebirse adecuadamente de forma extensional, como una lista al infinito, sino de manera intensional, esto es, como fórmulas generales expresadas como condicionales:

Captar la esencia de una cosa es simplemente captar la intensión (pero no la extensión) de sus efectos posibles. Capto la esencia de un círculo no cuando concibo cada figura individual que podría inscribirse en él, sino cuando mi concepción del círculo excluye cualquier efecto de ese círculo que sea imposible, y no excluye ninguno que sea posible. (Dea, 2007, p.118)

    La esencia de una cosa no sería entonces una lista infinita determinada de todos sus efectos posibles, sino una fórmula indeterminada que permita discernir de manera general entre efectos posibles e imposibles. Los efectos actuales se traducen en la existencia a partir de esas esencias indeterminadas, por lo tanto, deben ser reales. La concepción intensional puede ser lograda mediante la razón y esta es posible gracias a que podemos concebir nociones comunes a partir de las conexiones reales entre las cosas. Estas esencias indeterminadas, que Peirce llamará generales, por principio no pueden ser ellas mismas individuos y por lo tanto no pueden existir. Por esta razón no son susceptibles de numeración o de caer bajo el cuantificador existencial (∃) de la lógica proposicional. No obstante, tanto para Spinoza como para Peirce, la realidad tiene un alcance más amplio que la existencia: algo puede ser real y sin embargo no existir. En esto consiste lo “extremo” del realismo extremo de Peirce, en que a diferencia de Escoto que consideraba necesaria la contracción de las naturalezas comunes en haecceidades, los generales y las nociones comunes tendrían realidad plena. Por el contrario, son los individuos efectivamente existentes los que, en todo caso, dependerían de la posibilidad indeterminada.

    Esta indeterminación juega un papel decisivo en la caracterización pragmaticista de Spinoza. En la primera parte de la Ética, sugiere que por Dios debemos entender “el ser absolutamente infinito, es decir, la sustancia que consta de infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita” (Spinoza, 2000, p. 39; cursivas añadidas). El concepto de infinito ha sido un problema constante en la historia de la filosofía y la matemática que encuentra en Spinoza una aproximación particular y novedosa. Sugiere que la mayoría de confusiones sobre el concepto derivan de traslapar las distintas aproximaciones sobre el concepto que pueden realizarse. Fue de los primeros pensadores en distinguir entre, por decirlo de alguna manera, distintos “tipos de infinito”. Su concepción abreva de un uso medieval del término que encuentra su origen en la tradición aristotélica. Spinoza distingue entre lo infinito en tanto indeterminación[7] y lo indefinido. El problema, nos dice, es que “no distinguieron entre lo que se llama infinito por carecer de límites y aquello cuyas partes no pueden ser determinadas, ni explicadas por ningún número” (Spinoza, Carta XII a Meyer; como es citado en Tame-Domínguez, 2020). Lo inmensurable es lo indefinido, pero la indeterminación es lo “indefinible”. Dado que la determinación se da por negación, lo “indefinible” sería aquello privado de la negación, por lo que el infinito, en tanto “indefinible” se debe entender como lo indeterminado. Por ello, la sustancia debe ser concebida como indeterminación: “para Spinoza, el ser qua ser es inherentemente indeterminado” (Dean, 2007, p. 130). Lo infinito no es una lista de listas o un contenedor de contenedores, sino indeterminación en estado puro. En este sentido, se puede conceder que la sustancia no existe; sin embargo, no por ello dejaría de ser real.

    Ahora, si la indeterminación forma parte constitutiva de la esencia de la sustancia, esta habrá de expresarse en los atributos. Como es indicado en la Ética, para Spinoza el atributo es “aquello que el entendimiento percibe de la sustancia como constitutivo de su esencia” (Spinoza, 2000, p. 39; cursivas añadidas). Pero esto sugeriría un problema para la lectura pragmaticista, ya que siguiendo el proceso de sustitución de Dea, por atributo habríamos de entender aquello que el entendimiento percibe como los posibles efectos concebidos de forma indeterminada de lo absolutamente indeterminado. Esto, naturalmente, conduce a prácticamente nada, por lo que evidentemente tendríamos un problema. No obstante, una vez más, la aproximación pragmaticista ofrece una solución. Para concebir la indeterminación de los atributos habremos de recurrir de nuevo al carácter intensional de la máxima pragmática. Podemos pensar intensionalmente, según Spinoza, por abstracción o por la razón, pero la abstracción corresponde a la imaginación, que es un conocimiento inadecuado. Solo la razón corresponde a las nociones comunes, condición necesaria del conocimiento adecuado. Por lo tanto, para pensar los atributos habremos de emplear la intensionalidad de las nociones comunes, que, si no se admiten como intercambiables con los atributos, debieran admitirse, cuando menos, como guardando una especie de relación isomórfica con ellos. Esto salva, además, a E1D4 de una interpretación correlacionista. Cuando dice “aquello que el entendimiento percibe” se puede entender una forma de epistemocentrismo, ya que la indeterminación solo puede ser entendida por el dispositivo humano de forma intensional. Pero esta modificación de concepción, de lo extensional en tanto “inventario” hacia lo intensional en tanto “fórmula”, pasa por las nociones comunes, las cuales (como se ha insistido) estarían in re, no en el pensamiento.

Conclusiones

Además del pragmati(ci)smo y el realismo extremo, otra de las grandes contribuciones de Peirce fue su famosa nueva lista de categorías. Las categorías son “conceptos simples aplicables a toda cuestión” (Peirce, 2012a, p. 379) que, una vez articulados, sirven como principio de estructuración para el pensamiento. Su arquitectura filosófica consta de tres categorías: primeridad, segundidad y terceridad.

La primeridad es el modo de ser de aquello que es tal como es, positivamente y sin referencia a cualquier otra cosa. La segundidad es el modo de ser de aquello que es tal como es con respecto a un segundo pero independiente de cualquier tercero. La terceridad es el modo de ser de aquello que es tal como es al poner en relación entre sí un segundo y un tercero. (Peirce, 1994, p. 2741)

    Las categorías de Peirce nos ayudarán a clarificar los vínculos entre Spinoza, Peirce y el realismo escolástico. La indeterminación de la sustancia correspondería a la primeridad; las haecceidades o modos, a la segundidad; y las naturalezas/nociones comunes o atributos (que median entre la realidad de la indeterminación y la existencia de la determinación), a la terceridad. A mi parecer, lo que la autora pretende hacer no es tanto una traducción burda y apresurada entre los conceptos de las teorías de los autores, sino simplemente establecer algo así como un marco general de afinidad en torno al realismo escolástico. Este marco de afinidad es el que a su vez permite establecer un encuentro con el realismo especulativo de la filosofía poscontinental.

    Resultan un tanto evidentes los paralelismos con los principios, la crítica al correlacionismo moderno y al constructivismo posmoderno del realismo especulativo, pero posiblemente no sea el caso con las últimas dos críticas. Sobre la crítica al epistemocentrismo se debe señalar que la postura antinominalista necesaria en el realismo escolástico sería más afín a la ontología en tanto aprehensión directa del ser o la sustancia. Peirce comenta que lo que distingue a su filosofía de otras es su “retención de una filosofía purificada; (…) en vez de solo burlarse de la metafísica (…) el pragmaticista extrae de ella una esencia preciosa, que servirá para dar vida y luz a la cosmología y a la física” (Peirce, 1994, p. 1847). Sobre la crítica a la metafísica se deben tomar en cuenta las demás implicaciones metafísicas del pragmati(ci)smo. El aspecto más contrastante entre la ontología pragmaticista y el realismo especulativo es su monismo idealista. Pero este idealismo no es un correlacionismo ingenuo, ya que constituye un panpsiquismo: “lo mental no se localiza en cabezas individuales, sino a lo largo del tejido cósmico” (McNabb, 2018, p. 20). Sobre el monismo habría que decir que tampoco se trata de una postura convencional. Su doctrina del sinequismo se sustenta en una concepción no-métrica del continuo caracterizada por la indeterminación de la posibilidad: “un continuo [infinito] verdadero es algo cuyas posibilidades de determinación ninguna multitud de individuos puede agotar” (Peirce, 1994, p. 2065). El panpsiquismo implícito en su sinequismo, a su vez, socava al epistemocentrismo al presuponer una continuidad entre la mente humana y la mente del ser.

    Esta ontología de la indeterminación resuena con la interpretación pragmaticista de la sustancia en Spinoza. Sin embargo, su necesitarianismo lo pondría en la mira de la crítica especulativa. Intentar salvar a Spinoza de su necesitarianismo sería, naturalmente, una empresa fútil. Debe reconocerse que, aunque haya pasado las demás pruebas especulativas, no puede hacerlo del todo en esta última. Pero cabría hacerle una mención honorífica tomando en cuenta un par de consideraciones. Es verdad que el PSR opera implícitamente en toda la Ética, pero el peso del necesitarianismo, si bien proviene de la sustancia, recae en última instancia en el registro de los modos existentes. En tanto posibilidad indeterminada, no hay necesidad de que se vuelvan tales o cuales modos específicos. Es hasta que un modo se actualiza conjugando sus posibles efectos con otros modos que la necesidad de la Ley opera efectivamente. Por otro lado, “la única declaración explícita del PSR en la Ética de Spinoza ocurre en su argumento de la existencia necesaria de Dios, dado en E1P11D2” (Lin, 2018, p. 134). Desde la interpretación pragmaticista, se podría concebir como la necesidad de la indeterminación pura, una estrategia que podría entenderse análoga al principio de factualidad de Meillassoux (2016), el cual consiste en aceptar la paradójica necesidad de la contingencia. Además, entendida la sustancia como indeterminación pura, el pensamiento de Spinoza se alejaría tanto del monismo como del idealismo. El ser no es uno ni muchos, ni tampoco mente o materia: es indeterminado. Como sea, es verdad que en este punto el realismo especulativo tomaría su respectiva distancia. Pero esa distancia debería hacerse reconociendo los méritos de una “metafísica” atenuada por la indeterminación de una sustancia que, curiosamente, más que “sustancialista”, sería procesualista: no sustantivo, sino verbo en infinitivo.

    Para Peirce, una ontología pragmaticista debe aceptar la realidad de sus tres categorías a nivel cosmológico, ya que solo así se puede dar cuenta del carácter evolutivo del ser. Su doctrina del tiquismo reconoce la realidad del azar, la del anancasmo reconoce la realidad de la Ley y la del agapismo o amor evolutivo reconoce la realidad del hábito creativo como crecimiento y fuerza mediadora entre el azar y la Ley. El hecho de que vacilara sobre si considerar o no a Spinoza como pragmaticista se debe principalmente a que su realismo reconoce sin problemas la realidad de los segundos y los terceros, pero no la de los primeros. La primeridad propia de la indeterminación de la sustancia queda atenuada por el necesitarianismo más propio de la segundidad o de la terceridad (según cómo se conciba la Ley). En este sentido, Spinoza sería más bien un proto-pragmaticista, ya que no es hasta el realismo extremo de Peirce que se le da a la primeridad realidad plena. No obstante, el hecho de no haber concebido la realidad de solo los individuos existentes, sino también la de los generales no existentes pero reales, acercan evidentemente a Spinoza al pensamiento pragmaticista.

    Por último, partiendo de las consideraciones cosmológicas de la ontología de Peirce, se podría pensar qué pudiera decirle un pragmaticista a los tres mosqueteros del realismo especulativo: Meillassoux, Harman y Gabriel. Al primero seguramente se le aplaudiría la audacia de reconocer la realidad de la primeridad en su principio de facticidad, el cual afirma la contingencia absoluta del ser. Sin embargo, muy probablemente el pragmaticista cuestionaría el principio de factualidad según el cual solo el principio de facticidad es necesario. Una ontología así, sería una metafísica de la primeridad, que al dejar de lado la segundidad y la terceridad no podría considerarse pragmaticista. A Harman se le reconocería el hecho de haber explicitado que al demoler o sepultar a los objetos en abstracciones se les priva de su existencia. Pero el hecho de ser una ontología orientada a objetos la reduce a ser solo una metafísica de la segundidad. A Gabriel se le celebraría el haber incluido en su metafísica las tres categorías. Efectivamente, su realismo neutral reconoce la primeridad en la infinitud o indeterminación de los campos de sentido, la segundidad de los objetos y la terceridad en los ámbitos del objeto que, en tanto terceros, median entre la indeterminación de los campos de sentido y la existencia determinada de los objetos. Pero, en tanto ontología restringida a la existencia, el realismo de Gabriel decaería en una ontología de la segundidad. El mundo, efectivamente, no existe. Pero eso no significa que no sea real. A este decaimiento en la segundidad (que también es muy característico de Harman), en el que la indeterminación se reifica o las Leyes se conciben como objetos, Dea (2007) le llama “monismo modal”. Además, el indeterminismo de Spinoza y el sinequismo de Peirce rechazarían la postura pluralista. Gabriel se aproxima al infinito de manera extensional (inventario), en términos de Spinoza, y de manera métrica, en términos de Peirce. El pragmaticista concebiría la unidad plural del ser desde la indeterminación de las posibilidades contenidas en un continuo no-métrico: para captar la parte unitaria de la realidad hay que pensar infinitesimalmente. Por último, el pragmaticista probablemente haría un comentario sobre el Superobjeto, indicando “que no sería lo mismo objeto que posee todas las propiedades posibles, que objeto que conjunta todo lo existente” (Olivares, 2019, p. 200). Del hecho de que existan mexicanos que hablan inglés, por ejemplo, no se sigue que la población mexicana sea bilingüe.

    Es posible rastrear una modalidad del realismo escolástico en el pensamiento de Spinoza que puede vincularse a una interpretación pragmaticista de su obra. Este realismo “indeterminista” se aproxima al realismo extremo de Peirce. A pesar de haber estado cerca de reconocer las tres categorías de la ontología pragmaticista de manera plena, el necesitarianismo explícito en la Ética atenúa la primeridad caracterizada por la indeterminación de la sustancia. Como se ha intentado demostrar, esta metafísica tiene un grado de afinidad con el realismo especulativo y varios de sus planteamientos.

    Lo valioso para esta discusión es que las ontologías de Spinoza y Peirce representan un pensamiento que sería alienígena para la modernidad (como correlacionismo): ambos piensan más como medievales que como modernos. Y, más aún, las ideas medievales que rescatan son aquellas abandonadas por la tradición. Ambos pertenecen a una vena aristotélica que, en palabras de Peirce sería “pura”, en el sentido de no estar contaminada del escolasticismo tradicional:

[E]ducado en Holanda, las nociones de filosofía que Spinoza recibió por primera vez y que, en su mayor parte, forman la base sobre la que construyó, vendrían naturalmente, y es fácil ver que vinieron, de los Peripatéticos reformados holandeses de esa época, Burgersdyk, Heereboord y los demás. No hay rastro en Spinoza de ningún conocimiento directo de la escolástica medieval. Los aristotélicos holandeses fueron influenciados en un grado considerable, pero limitado, por los escolásticos. Este lecho rocoso de concepciones estaba cubierto en la mente de Spinoza por una lectura filosófica bastante amplia. La influencia de Bruno, Descartes, Hobbes, por ejemplo, es claramente perceptible. Pero los rasgos principales de su filosofía son consistentes con el aristotelismo ligeramente modificado, y no tanto con las otras doctrinas que lo influenciaron posteriormente. (Peirce, como es citado en Dea, 2007, p. 23)

    Si lo que se busca son alternativas para escapar del correlacionismo de la modernidad, tal vez valdría la pena revisar esta vena aristotélica cuyos primeros resultados prometedores pueden encontrarse en la filosofía de Deleuze, una influencia que ha sido bastante notoria en la trama del realismo especulativo. Por otro lado, tanto el indeterminismo de Spinoza como el sinequismo de Peirce, descansan de alguna manera en el rechazo al principio del tercero excluido de la lógica occidental, acercándose más a pensamientos orientales como el de la tercera vía de Nagarjuna. Por ello se considera relevante incluir al pragmati(ci)smo en la discusión del Giro Ontológico. Recibimos de ambos pensadores una filosofía optimista capaz de conocer las conexiones reales entre las cosas. Charles Sanders Peirce, influido evidente y considerablemente por Spinoza, nos hereda una ontología prometedora. Encontramos en su pensamiento algo así como un conexionismo simbólico, una ontología en la que el ser debe entenderse como una red evolutiva de símbolos desplegada en la unidad múltiple de la indeterminación pura del infinito.

Referencias

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[1] “Peirce cuenta entre los pocos hombres de la historia que pueden calificarse de polímatas. Como comenta Max Fisch, Peirce era matemático, astrónomo, químico, geodésico, topógrafo, cartógrafo, metrólogo, espectroscopista, ingeniero, inventor; psicólogo, filólogo, lexicógrafo, historiador de la ciencia, economista matemático, estudioso de la medicina; dramaturgo y actor; fenomenólogo, semiótico, lógico, retórico y metafísico” (McNabb, 2018, p. 14).

[2] Resulta prudente señalar que algunos realistas poscontinentales toman como referencia varias nociones de Spinoza, principalmente por conducto de las reelaboraciones de Deleuze.

[3] Se puede encontrar referido como realismo extremo, realismo escolástico, realismo escotista o realismo medieval.

[4] Lo mismo aplicaría a la epojé de los fenomenólogos.

[5] En tanto indeterminadas, las naturalezas comunes no tendrían existencia en sentido estricto. No obstante, serían reales.

[6] Como condiciones necesarias y suficientes o como concepto completo.

[7] Como señala Dea (2007), este uso medieval del término ha sobrevivido hasta nuestros días en el verbo “infinitivo” (indeterminado) de la gramática.

La perspectiva científica en la obra de Spinoza

Flores Arróliga, E. (2022). La perspectiva científica en la obra de Spinoza. Círculo Spinoziano. 2(3),120-141.

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Eduardo Flores Arróliga – La perspectiva científica en la obra de Spinoza

 

Resumen: El presente artículo expone la perspectiva científica que existe en la obra filosófica de Baruj Spinoza, situándola entre los estudios spinozistas que recogen el bagaje naturalista de su época. Este escrito está dividido en tres apartados del proceso creativo de Spinoza: (i) su conocimiento en matemáticas, (ii) su definición del movimiento de los cuerpos y (iii) sus interpretaciones sobre el comportamiento de la luz. La primera parte aborda su perspectiva geométrica y su aplicación en diferentes obras para desarrollar el método sintético. El segundo apartado expone la mecánica de los cuerpos para afirmar cómo Spinoza comprendió la relación entre materia y movimiento. Y, finalmente, plantea su dominio en dióptrica, junto al diálogo que mantuvo con amigos científicos y filósofos. El valor de esta investigación es contribuir a la visión global de su perspectiva científica y su relación con algunos elementos de su metafísica.

Palabras clave: perspectiva científica, método geométrico, mecánica, dióptrica, Spinoza.

Abstract: This article explores the scientific perspective that exists in the philosophical work of Baruj Spinoza, placing it among Spinozist studies which contextualize the naturalistic knowledge of his time. This writing is divided into three sections according to Spinoza’s creative process: (i) his knowledge of mathematics, (ii) his definition of the motion of bodies and (iii) his interpretations of the behavior of light. The first part addresses its geometric perspective and its application, as seen in different works, for the development of the synthetic method. The second section elucidates the mechanics of bodies to affirm how Spinoza understood the relationship between matter and motion. And, finally, the third section broaches Spinoza’s mastery of dioptrics along with the dialogue he held with scientific and philosopher acquaintances and friends. The value of this research is to contribute to a global vision of Spinoza’s scientific perspective and its relation to some elements of his metaphysics.

Key words: scientific perspective, geometric method, mechanics, dioptrics, Spinoza.

 

Introducción

La obra filosófica de Baruj Spinoza[1] tiene una relación estrecha con los estudios naturalistas de su época porque gran parte de su obra fue desarrollada en el contexto de la revolución científica. Este escrito está dividido en tres apartados para exponer el proceso creador de Spinoza desde su conocimiento en geometría, su definición del movimiento de los cuerpos y sus interpretaciones sobre el comportamiento de la luz. En la primera parte se aborda su perspectiva geométrica y aplicación del método sintético en algunas de sus obras. Luego una exposición de la mecánica de los cuerpos para analizar cómo Spinoza comprendió la relación entre materia y movimiento. Por último, se plantea su dominio en dióptrica, junto al diálogo que mantuvo con amigos científicos y filósofos. Por lo tanto, el valor de esta investigación es aportar una visión global de su perspectiva científica y su relación con algunos elementos de su metafísica.

    Por perspectiva se entiende la manera en que Spinoza representó su obra filosófica a través del conocimiento matemático y experimental. El término en latín perspicere significa aquello que se puede ver a través de; en geometría clásica, una perspectiva es una representación tridimensional que le permite al matemático o físico representar a través de un plano las líneas que unen los puntos de un cuerpo. Quién mejor que Spinoza para examinar a través de la realidad sobre “Dios y de la mente (…) las acciones y los apetitos humanos como si fuese cuestión de líneas, planos o cuerpos” (E3pref). Siguiendo a Magnavacca (2005), la perspectiva en la óptica estudia cómo se posiciona una cosa y están sus partes en el espacio; este término fue utilizado por los medievales debido a la herencia de la tradición griega y árabe en geometría, legado que también adquirieron los filósofos de la modernidad.

    Respecto al término científica en este escrito, no quiere decir que el objetivo de Spinoza fuera desarrollar una ciencia para estudiar los fenómenos naturales o construir un modelo científico; esa no era la intención de su obra. Sería una interpretación equivocada porque su objetivo era metafísico. Lo que sí fue cierta es su búsqueda por desarrollar una filosofía a través de un orden de verdades claras; este tipo de orden era imperante en las nuevas ciencias y para la filosofía cartesiana. La filosofía de Spinoza necesitaba una guía. Tomó prestado el método matemático, tal como lo evidencia Hegel (1982) en la Ciencia de la lógica. El método, igual que en Descartes y Bacon, sentó las bases para la argumentación analítica y sintética de su pensamiento filosófico.

    Spinoza, al escribir la Ética según el orden geométrico, acude a estos dos métodos y logra mayor soltura en el sintético (Alarcón Marcín, 2020), sin descuidar las explicaciones mecanicistas de la naturaleza. Fue un filósofo científicamente informado porque relacionó los estudios de la física con la filosofía. En una epístola a Willen van Blijenbergh, al referirse a la Ética, le confirma que “gran parte de la Ética (…), como todos saben, debe fundarse en la metafísica y en la física” (Ep 27, p. 160), y no desde otras direcciones por las que Spinoza había sido atacado, como las quejas teológicas a las que Blijenbergh recurrió para criticar su idea de Dios. La vía de Spinoza fue construir sus ejes filosóficos sin rechazar la revolución científica que había fundado Galileo con la caída de los cuerpos o Kepler con sus tres leyes sobre los cuerpos celestes.

    Cuando se lee a Spinoza sin la perspectiva científica de su contexto, la lectura de su obra puede caer en un sesgo o mal interpretarse su búsqueda por verdades claras y distintas. De ahí su interés por los principios matemáticos, las reglas metódicas de la mecánica de Descartes, su relación con miembros de la Royal Society, particularmente el secretario Henry Oldenburg, quien le compartía los trabajos del químico Robert Boyle. Igualmente, resalta su inclinación al trabajo en óptica como pulidor de lentes para microscopios y telescopios, la cercanía con los científicos y hermanos Huygens, además de su rechazo y crítica contra la creencia de los milagros, la providencia y la superstición como verdades inamovibles que presenta en el Tratado teológico-político[2]. Fue esta perspectiva la que abonó a su sistema filosófico y demostró su conocimiento en las ciencias de la naturaleza.

    La nueva ciencia que brotaba en su época le ayudó a desarrollar una filosofía sobre la naturaleza y mantener una actitud filosófica desde lo que actualmente Sierra Lechuga (2021) ha llamado principio metafísico de responsabilidad física. Esta postura demuestra que aquellas filosofías que conocen bien toman en cuenta y aplican los estudios físicos de su época dentro de sus obras metafísicas. La filosofía de la modernidad estaba científicamente informada[3] y, en el caso de Spinoza, su filosofía no se desvinculó de las áreas científicas que surgieron en su contexto; estaba enterado de las publicaciones más recientes y muchas veces escribió críticas sobre algunos trabajos que versaban en química y física, como lo comprueban varias de sus cartas.

 

El orden geométrico

Una de las perspectivas importantes en la Ética es el estilo y estructura del libro. Spinoza construyó una obra según el orden geométrico. ¿Qué significa esta manera de presentar sus argumentos y cuáles fueron sus implicaciones filosóficas? Este estilo fue utilizado, primeramente, en los Principios de filosofía de Descartes demostrados según el método geométrico; también este orden puede verse en el Tratado político, porque su objetivo era analizar la política “con la misma libertad de espíritu con que solemos tratar las cosas matemáticas” (TP, 1/4). Fue la manera de desarrollar un campo de estudio que fuera riguroso tanto en materia de la naturaleza física como humana, sin estar atado a creencias y doctrinas.

    La matemática era la herramienta y el lenguaje de la modernidad para dar cuenta de ideas claras, a través de un razonamiento lógico. Ayudó a las otras ciencias que emergieron en esa época para estudiar los elementos abstractos basados en la deducción y la lógica. Descartes en la filosofía y Galileo en la física dieron cuenta del carácter fundamental de esa ciencia para desarrollar una perspectiva que pudiera evidenciar la realidad física. En el caso de la geometría, como rama de las matemáticas, permitía atender a los objetos, su relación espacial y las propiedades del espacio.

    Para Spinoza la matemática era una ciencia auxiliar y la geometría un método fundamental en su filosofía. Fue cuidadoso en aclarar que las matemáticas tenían sus propios límites porque los números no eran capaces de determinar los movimientos de la materia o las desigualdades del espacio interpuesto entre los círculos (Ep 12, p. 59). Es decir que para Spinoza las matemáticas, aritmética y algebraica, estaban subordinadas a la magnitud geométrica (Deleuze, 2011). Esto no significaba un rechazo de esta ciencia formal, sino de estar consciente que la matemática es un modo auxiliar de la imaginación que no puede determinarlo todo, y que si bien es un recurso fundamental no significa que del número dependa la existencia de la realidad. Las matemáticas y la razón no son lo mismo, porque la razón como segundo género del conocimiento dentro de la filosofía de Spinoza puede regular las pasiones humanas o la vida en general, algo que las matemáticas aritméticas o algebraicas no pueden[4].

    La geometría como método genético fue importante para Spinoza porque le ayudó a trazar una ruta con fines teóricos y prácticos. El orden geométrico organiza y va hacia las esencias de las cosas, a través del ejercicio analítico o sintético. En la modernidad este orden cumplía como función organizadora de la razón y su método era el camino por el que procedía el pensamiento en la búsqueda de un nuevo conocimiento. Esta distinción entre orden y método fue heredada, como lo comenta Garrett (2018), de algunos libros escolásticos que Spinoza estudió. Este orden geométrico se convirtió en una guía para afirmar la verdad de las cosas o las ideas, como la idea de Dios, y también para tener un método, según Spinoza en el Tratado de la reforma del entendimiento, como “el camino por el que se buscan, en el debido orden, la verdad misma o las esencias objetivas de las cosas o las ideas” (TIE, §36). Es decir que la manera de demostrar geométricamente la realidad es parte del método, donde primero se distingue la idea verdadera de otras percepciones, luego se proporcionan las reglas para aquello que es desconocido, al tener presente una norma; para fijar, por último, un orden que no disperse al investigador en otros puntos innecesarios (TIE, §37).

    En los Principios de filosofía de Descartes, Spinoza arma como un rompecabezas los planteamientos analíticos de Descartes para llevarlos a la examinación sintética. Así lo confiesa Lodowijk Meyer al escribir en el prefacio de este texto sobre su deseo de: “un experto, tanto en el método analítico como en el sintético y familiarizado sobre todo con los escritos de Descartes y profundo conocedor de su filosofía, pusiera las manos a la obra y se decidiera a redactar en orden sintético lo que aquél había escrito en orden analítico, y a demostrarlo como suelen hacerlo los geómetras” (PPC, p. 163), porque existía una necesidad de aclarar y examinar la recepción cartesiana holandesa, debido a las malas interpretaciones o dogmas que habían surgido de la obra del filósofo francés. Spinoza, a través del método sintético, plantea los elementos más simples para formular ideas más complejas. Las consecuencias de sus definiciones, axiomas o proposiciones están contenidas en ellas mismas, sin tener que recurrir a otras aristas que estén fuera del orden de la idea que plantea.

    El ejemplo geométrico de este método sintético era empezar con definiciones simples al igual que las figuras geométricas mínimas como los puntos y las líneas, hasta llegar a figuras complejas, como es el hexágono, que equivalen a las proposiciones y demostraciones que se encuentran en sus textos. En la Ética aplicó el método sintético para el estudio de Dios, la mente humana y la moral de la misma manera en que se tratan las figuras geométricas simples y complejas (Garrett, 2017), porque pensaba que era el modo más evidente para definir la realidad en sus diferentes expresiones.

    En la segunda parte de los PPC se nota su perspectiva sobre los cuerpos y sus movimientos, graficados a través de planos, circunferencias, semicírculos, hexágonos, canales de agua o explicados con el giro de ruedas, con el fin de ejemplificar la naturaleza de los objetos móviles y su reposo. El círculo fue el modelo elemental para explicar el movimiento mecánico e infinito de las cosas, y sostener que es la figura o elemento abstracto que confirma la importancia del método genético en la geometría.

    Para Spinoza el círculo es “una totalidad o un individuo que causa de manera adecuada el movimiento de sus partes pues éstas se afectan según el orden del todo. Es decir, existe por su causa inmanente y se explica por ella sola, por lo que no requiere de otra cosa para ser comprendida” (Alarcón Marcín, 2018, p. 46). En su búsqueda por ideas claras y fidelidad a las matemáticas, Spinoza propuso el círculo como el ejemplo genético y de aplicación filosófica para demostrar la eficacia del cuerpo geométrico como base teórica en el análisis de la realidad. En una carta a Tschirnhaus, quien está insatisfecho con su propuesta geométrica sobre la definición de la idea y definición de una cosa, Spinoza le explica a través del modelo del círculo que:

para investigar las propiedades del círculo, averiguo si de esta idea del círculo, a saber, que consta de infinitos rectángulos, puede deducir todas sus propiedades; averiguo, repito, si esta idea incluye la causa eficiente del círculo, y como no es así, busco otra, a saber, que el círculo es un espacio descrito por una línea, uno de cuyos extremos es fijo y el otro móvil. Y como esta definición expresa la causa eficiente, sé que puedo deducir de ella todas las propiedades del círculo, etc. (Ep 60, pp. 270-271).

    En esta misiva se ve la importancia que le da a la causa eficiente, explicada desde la definición del círculo, a través del método sintético. En el círculo se da una definición genética, como lo mostró con la idea verdadera. Es aquella, según Alarcón Marcín (2020), que le permite a la mente deducir sus propiedades y asegurar que esa idea es clara y distinta. El círculo parte de definiciones simples y se extiende a demostraciones más complejas, pero su definición genética es el punto de partida para llegar a lo que él entiende como idea verdadera. Es esta la relación entre metafísica y física que Spinoza hereda del filósofo francés. Por ejemplo, en los Principios de filosofía, Descartes habla sobre la extensión, las cosas materiales, el movimiento y reposo. Este interés, según Kobayashi (1996), es la búsqueda de los filósofos de la modernidad por una coherencia notable del plan metafísico con el plan de la física desde una mecánica clásica.

    Spinoza partió de los Principios de Descartes para ordenar sus ideas de manera sintética y demostrar sus postulados. Este escrito fue una prueba para desarrollar, posteriormente, sus estudios metafísicos y políticos, teniendo como base la examinación geométrica. El análisis sobre el movimiento de los cuerpos le sirvió como principio físico para desarrollar una teoría sobre las pasiones del ser humano. En ambas se cumple la finalidad de mantener presentes las leyes físicas de su época y proponer una actitud metódica diferente a la del filósofo francés.

    Esta dimensión del método geométrico, como se ha expresado, viene de una influencia de la época y de dos autores en particular, según Alarcón Marcín (2020), del método geométrico de Descartes y la definición genética de Hobbes. También viene del estudio de los Elementos de Euclides, como lo dice en una carta a Hugo Boxel (Ep 56, p. 261) para expresarle que de Dios tiene una idea tan clara como la del triángulo, pero no una imagen clara de Dios como sí la tiene del triángulo, porque a Dios no lo puede imaginar, solo entenderlo. Las figuras geométricas son la clave que existe entre la imaginación y el entendimiento como modos del conocimiento para llegar a verdades claras.

    La Ética es una evolución de los textos anteriores, donde utiliza los principios de la geometría euclidiana como pretexto para la construcción de un sistema filosófico “sobre la naturaleza y su forma de operar, concebidas en términos de causas y efectos matemáticamente verificables” (Israel, 2012, p. 307), y para explicar la esencia de la Naturaleza o Dios desde las leyes de la física y mantener un determinismo causal de esta Naturaleza.

    Volviendo a la idea del círculo, en ella se comprueba la propuesta sobre la idea verdadera. La mente puede formar la causa del círculo, su definición geométrica (Alarcón Marcín, 2020). En el círculo, todas las líneas que se dibujan desde el centro de la circunferencia son iguales y de esa idea se siguen otros axiomas y proposiciones; de tal manera que, si se traslada esta idea del círculo a la definición de la sustancia como ente absolutamente infinito, es posible deducir sus demás propiedades que le pertenezcan a su infinitud y unicidad (Nadler, 2009). Definir y deducir, de manera sencilla y básica fue central para la perspectiva geométrica de cualquier filósofo del siglo XVII, como lo fue para Hobbes en la política, Samuel Pufendorf en la jurisprudencia o Samuel Clarke desde la filosofía anglicana. Ellos escribieron sus trabajos bajo el estilo axiomático (Garrett, 2017), para tratar con rigor otras áreas del conocimiento del ser humano y conseguir ideas claras en cada área de estudio.

    Cada parte de la Ética empieza con definiciones como reglas del juego que aclaran los conceptos que se van a tratar. A partir de ahí Spinoza construye su sistema deductivo de esta manera: las proposiciones se acompañan primero de sus demostraciones, luego de los corolarios, que son parecidos a los teoremas, y finalmente los escolios, que son una discusión informal fuera de la estructura geométrica de los demás argumentos (Nadler, 2006).

    El orden geométrico de Spinoza le ayudó a seguir estos principios y comprobar cuáles son los efectos de las distintas cosas y cómo se componen esas cosas. O como lo expresa Alarcón Marcín: “El método geométrico es el modelo del conocimiento por primeras causas porque es el orden epistemológico que sigue al orden ontológico: todo verdadero conocimiento es una deducción del verdadero conocimiento de Dios” (2020, p. 16). Para conocer la esencia de las cosas hay que ayudarse de la ciencia que estudia las verdaderas propiedades de la sustancia única, sus atributos y modos, de tal manera que una definición aclare y profundice en las cosas que han de desarrollarse en su sistema.

    ¿Cuál es la importancia de comprender su orden geométrico? En primer lugar, tiene que ver con el contexto científico. Spinoza tiene una admiración y confianza en la geometría, en cómo sus figuras como el triángulo o el círculo pueden ser definidas por la razón y comprobar que la esencia de cualquier cuerpo “se compone de superficies, las superficies de líneas y las líneas de puntos. Y esto lo deben admitir todos los que saben que una razón clara es infalible” (E1p15esc). Segundo, la geometría era capaz de examinar la esencia de los fenómenos físicos y las leyes del universo de manera formal, era la guía para acercarse a los elementos abstractos que podían mapear la realidad de la Naturaleza o sustancia única.

    En el Prefacio de la tercera parte de la Ética, Spinoza dice que va a tratar los afectos del ser humano como si fueran líneas, planos o cuerpos (E3pref); la estructura de la realidad es aquello que existe y puede tratarse a través de las reglas universales de la Naturaleza. El cuerpo como atributo, cosa extensa, geométricamente verificable, expresa una dimensión estructurada y propia del ente absolutamente infinito.

    Para Alarcón Marcín: “el método geométrico es la concatenación de las ideas según el entendimiento” (2020, p. 66), porque así es posible demostrar que las ideas claras y evidentes de los modos (finitos e infinitos) y atributos (finitos e infinitos) son manifestaciones de la sustancia. Entre modos y atributos, Spinoza realiza una cartografía de la realidad para reunir la característica propia de todo aquello que es medible y verificable.

    La Ética demuestra la realidad divina y de las cosas desde un método reflexivo y sintético: “reflexivo porque comprende el conocimiento del efecto por el conocimiento de la causa; sintético porque engendra todas las propiedades del efecto a partir de la causa conocida como razón suficiente” (Deleuze, 1999, p. 129). Por su inclinación al método sintético euclidiano y al carácter genético de Hobbes, el método geométrico se convirtió en la base para plantear una metafísica, antropología y gnoseología acordes a los aportes de la nueva ciencia. Y como sugiere Lomba (2020):

lo que demanda de sus lectores como requisito para el estudio y comprensión de su filosofía es un conocimiento riguroso de aquella nueva ciencia y de esta nueva filosofía, y quizás no tanto una cierta familiaridad con el resto de tradiciones (…) aunque las movilice para criticar y modificar sustancialmente la filosofía cartesiana, única manera de alcanzar un suelo firme sobre el que fundamentar con solidez aquella nueva ciencia. La Ética sobre todo, por tanto, como acta del fracaso del programa contenido en la nueva filosofía de Descartes (p.16).

    La filosofía de Descartes es, sin embargo, la que encamina a Spinoza a este reparo. La deuda es grande y por ello hay un compromiso de llevar al filósofo francés a las últimas consecuencias. Los tópicos que trata en la Ética son, en su mayoría, los que Descartes trata en sus Meditaciones metafísicas sobre la existencia de Dios, la relación entre cuerpo y alma, la libertad y voluntad, etcétera, pero con otro bagaje, debido a las nuevas publicaciones científicas y otros objetivos filosóficos que le ayudaron a desarrollar una obra metafísica separada de ciertas creencias teológicas de la filosofía cartesiana.

    La intención de Spinoza con la Ética fue desarrollar un texto que ahonda en los principios de la naturaleza en general y el conocimiento humano, a partir de una necesidad geométrica en común (Nadler, 2009). Esta perspectiva lo convirtió en un representante del modelo deductivo y creador de una teoría del conocimiento, a través de la búsqueda de un orden, reglas y definiciones geométricas que le ayudaran a dar cuenta, al menos, de algunos retazos evidentes de la totalidad del mundo.

 

La mecánica de los cuerpos

La mecánica en la modernidad fue un modelo para definir la naturaleza como una máquina y sus cuerpos como miembros que operan en la realidad. La geometría ayudó a que ese modelo mecánico tuviera validez para la propuesta de teorías sobre los fenómenos naturales. La extensión, la materia, el cuerpo animal y humano (en fisiología y anatomía) eran explicados como conjuntos de mecanismos dispuestos a accionar fuerza (Chaui, 2001). Descartes fue el fundador de este nuevo modelo de concebir a los objetos del mundo como obras mecánicas.

    El astrónomo neerlandés Christian Huygens ocupó este modelo para descifrar algunos fenómenos del sistema solar. Spinoza cuenta que Huygens, con su telescopio, pudo “observar los eclipses de Júpiter, producidos por la interposición de sus planetas, y además cierta sombra en Saturno, como producida por un anillo” (Ep 26, p. 159); estos hallazgos de sus contemporáneos le ayudaron a develar los macrofenómenos de la astronomía y los microfenómenos de la biología y química (Nadler, 2004), ciencias adaptadas a las ecuaciones geométricas y comprobaciones empíricas. En el caso de sus contemporáneos, “Huygens era un maestro de los experimentos y los instrumentos científicos, pero no un empirista puro, y creía, al igual que Spinoza, que una visión del mundo matemáticamente anclada en el mecanicismo era un requisito y un marco esencial de la investigación con propósitos científicos” (Israel, 2012, p. 314). Esta manera de estudiar el mundo fue el sello de la nueva ciencia y sus descubrimientos, sin caer en una visión meramente empírica ni tampoco racionalista, como se ve plasmada en la correspondencia de Spinoza.

    Entre varias cartas, Oldenburg le comenta a Spinoza sobre “un excelente tratado con sesenta observaciones microscópicas, en el que se discuten muchas cosas audaces, pero desde el punto de vista filosófico (conforme a los principios mecánicos)” (Ep 25, p. 186). Atilano Domínguez (2020) sugiere que Oldenburg se refería a la obra Micrographia de Robert Hooke, en colaboración con Robert Boyle, donde Hooke describe por primera vez las células de las plantas. Este texto de biología se convirtió en el estudio más importante para la Royal Society del siglo XVII.

    La Ética es una obra propia del modelo mecanicista porque define la sustancia única como ente absolutamente infinito y sus expresiones como piezas ancladas a este ente infinito. La metafísica de Spinoza sugiere que la realidad es una sustancia perfecta y que todas las cosas se producen siguiendo la necesidad de esta sustancia; la unidad en que las cosas, los modos, están concatenados entre sí. Esta máquina activa se expresa en sus atributos (extensión y pensamiento) y se modifica en sus modos: inmediato infinito, mediato infinito y finito[5]. El ser humano como modo finito depende de otros modos y es afectado por otros cuerpos, pasiones e ideas.

    La Naturaleza o Dios como máquina infinita tiene la actividad de existir (Alarcón Marcín, 2020). Para Spinoza la sustancia “es en sí y es concebido por sí, esto es, aquello cuyo concepto no precisa de concepto de otra cosa por el que deba ser formado” (E1def3). En las primeras once proposiciones de la primera parte de la Ética demuestra cómo la sustancia es definida por sí misma y en las demás proposiciones deduce las consecuencias que se siguen de la sustancia (Alarcón Marcín, 2020). A partir de ahí, entran en juego los atributos como la extensión (movimiento y reposo de los cuerpos) y el pensamiento (entendimiento absoluto y la idea de la figura total del universo), ellos expresan “la esencia de la sustancia divina” (E1p19d).

    Al contrario de las tres sustancias de Descartes (res extensa, res cogitans y Dios), Spinoza formula la unidad en la que se ejerce la relación entre natura naturans (Dios, atributos infinitos) y natura naturata (modos, aquellos que se siguen de la necesidad de Dios), determinada a existir y operar de cierto modo (E1p29e). Según Gueroult (1968), la natura naturata es el conjunto de varios modos que prueban la inmutabilidad y eternidad de la sustancia absolutamente infinita. La natura naturans es pura actividad, causa libre, que expresa sus infinitos atributos, y la natura naturata es el producto de los infinitos modos activos en los atributos de la sustancia, y que sin esa sustancia no pueden ser concebidos.

    La natura naturata es el conjunto material de las cosas y las leyes de la naturaleza permiten que se verifiquen estas probaciones de los atributos infinitos de la sustancia. Existe una vinculación entre la realidad de las cosas y la naturaleza divina, diferente a la consideración de separar la realidad extensa como una sustancia inferior y pasiva de la naturaleza divina. Aquí Dios no es sinónimo de realidad material, pero sí la realidad material es una parte de Dios (Stewart, 2006). Es ahí donde la mecánica entre natura naturans y natura naturata tienen una sincronía en la filosofía de Spinoza.

    La mente humana puede comprobar los atributos infinitos de la natura naturans, como extensión y pensamiento, a través de “las solas leyes de la infinita naturaleza de Dios” (E1p15e). En su fórmula Dios, o sea Naturaleza, Spinoza defendió el valor de los principios físicos del universo, definió la realidad divina dentro del plano mismo en el que se relacionan todos los modos infinitos y finitos, y superó la concepción de una realidad divina con cualidades antropomorfas.

    Esta perspectiva mecanicista de la sustancia y particularmente de la extensión como atributo del ente absolutamente infinito es posible porque los cuerpos ocupan un espacio, son cuantificables, tienen movimientos y chocan entre sí. Aquí entra en juego una nueva concepción del universo y la profunda repercusión de la física de Galileo sobre el principio de inercia (Zubiri, 2009), según el cual un cuerpo está en su estado de reposo o movimiento, a partir de la resistencia de un movimiento brusco o la fuerza que otro cuerpo ejerce sobre él. Para Spinoza, la extensión es un atributo esencial de Dios y tiene como modo inmediato infinito el movimiento y el reposo (Alarcón Marcín, 2020).

    En una carta, donde le comenta a Oldenburg sobre el fenómeno de las partículas sanguíneas, Spinoza trae a colación el principio mecánico del movimiento de los cuerpos y explica que:

todos los cuerpos de la naturaleza pueden y deben ser concebidos del mismo modo que acabamos de concebir la sangre, puesto que todos ellos están rodeados por otros y se determinan mutuamente a existir y a obrar de una forma segura y determinada, de suerte que, al mismo tiempo, se mantenga siempre constante en el conjunto, es decir, en todo el universo, la misma proporción entre el movimiento y el reposo (Ep 32, pp. 172-173).

    Esta propuesta física sobre el movimiento le ayudó a ilustrar que los cuerpos se esfuerzan por perseverar en su ser (in suo esse perseverare conatur)[6]. La física de estos cuerpos se da por su propia actividad y la fuerza con la que persisten en la realidad es de manera proporcional, de tal manera que “Todos los cuerpos, o bien se mueven, o bien están en reposo” (E2p13eax1) y “Cada cuerpo se mueve, ya más lentamente, ya más rápidamente” (E2p13eax2); esta visión mecanicista del mundo “comenzó con Galileo y Descartes, y en particular la formulación y el refinamiento de las leyes del movimiento, intensificaron por sí mismas la antítesis conceptual creciente en la cultura y el pensamiento europeo entre lo ‘natural’ y lo ‘sobrenatural’” (Israel, 2012, p. 310). El nombre de Galileo no aparece en el Lexicon Spinozanum de Boscherini, pero los principios físicos están presentes[7]. La propuesta mecanicista de Galileo es reclamada por Spinoza, porque ambos estaban convencidos sobre la validez objetiva de la nueva ciencia (Dijn, 2013), tal y como lo expone Israel (2012):

fue en las décadas de 1650 y 1660 cuando surgió la posibilidad de revivir y reformular tales nociones vinculadas con los razonamientos mecanicistas de Galileo y Descartes. Hasta entonces, había habido pocas oportunidades de promulgar un naturalismo descarado, moderno y exhaustivo, si bien el motivo no era tanto la represión oficial, vista en la quema en la hoguera de Bruno y Vanini y en la condena de Galileo, como el que los conocimientos de este último aún no habían sido universalizados por Descartes para producir la nueva visión rigurosamente mecanicista del mundo (…) Spinoza puso orden, cohesión y lógica formal a lo que de hecho era una visión fundamentalmente nueva del hombre, Dios y el universo (pp. 208-209).

    Este panorama científico que vivió Spinoza le ayudó a evidenciar cómo los fundamentos teológicos sobre un Dios jurista habían hecho daño a las instituciones religiosas, cómo el miedo a la providencia era parte de la realidad moral de las sociedades y por qué los milagros eran vistos como argumentos irrefutables y sagrados dentro de la imaginación social. Criticó estas creencias al afirmar, por ejemplo, que el milagro “es una obra que no puede ser explicada por una causa, es decir, que supera la capacidad humana” (TTP, VI, p. 215). Al estar científicamente informado y examinar la realidad a través de un orden y modelo que obra según las leyes eternas de la naturaleza, Spinoza refuta la cosmovisión de definir al ser humano como un imperio independiente del imperio de la naturaleza (E3pref) y a Dios como un ente absoluto, externo de la realidad, castigador y paternalista. Fue esta actitud filosófica que le ayudó a contrarrestar esas creencias inauténticas de la realidad, frente a lo que él buscaba como realidad objetiva en las leyes de la naturaleza.

    Por eso su necesidad de demostrar que la naturaleza de los cuerpos viene de esa garantía geométrica y experimental de la nueva ciencia. Llegó a decir:

Cuando un cuerpo en movimiento choca con otro que está en reposo al que no puede mover, es reflejado de manera que sigue moviéndose, y el ángulo de la línea del movimiento de reflexión con el plano del cuerpo que está en reposo, con el que ha chocado, será igual al ángulo de la línea del movimiento de incidencia con el mismo plano (E2p13Lem3ax2).

    El movimiento y reposo de los cuerpos, en relación con la realidad material es fundamental en su construcción mecanicista. En este axioma ocupa las reglas físicas del choque mecánico que Descartes propuso en sus Principios, estas reglas le ayudaron a demostrar la actividad de los cuerpos simples. Sin embargo, su distanciamiento con el filósofo francés es en la idea de la extensión como una masa en reposo. Esta crítica es mencionada en una misiva a Tschirnhaus al responderle que si se define la extensión como masa en reposo: “es imposible demostrar la existencia de los cuerpos. Pues la materia en reposo permanecerá, por lo que a ella respecta en su reposo y no se pondrá en movimiento, si no es por una causa externa más poderosa” (Ep 81, p. 364). La naturaleza del movimiento de los cuerpos es inherente a ellos; la materia no puede existir sin el movimiento, de lo contrario tendría que existir una causa natural que esté fuera de la sustancia infinitamente absoluta (Buyse, 2013). Por lo tanto, el paso que Spinoza da frente al filósofo francés está en que la mecánica de los cuerpos simples construye y conectan cuerpos complejos (E2p13eLem3def), en la conservación de sus proporciones de movimiento y reposo (Alarcón-Marcín, 2020). Principio para analizar los cuerpos complejos (fluidos, blandos y duros) que componen el cuerpo humano y al mismo tiempo sus afecciones ocasionadas por otros cuerpos externos (E2p13eLem7post).

    Este tema también lo desarrolló en la tercera parte de los Principios de la filosofía de Descartes, donde postula que la materia de la que está compuesta el mundo visible tiene en sí misma movimiento. En este caso, el cuerpo no se reduce a una máquina a la que el alma mueve y activa, sino que hay una base material activa entre los cuerpos simples y complejos. El movimiento es la expresión misma de los cuerpos y sus afectos, la base autorreguladora que ejerce el desplazamiento mecánico de cualquier objeto en el plano inmanente de la sustancia.

    En esta línea de la mecánica de los cuerpos y sus características propias, Oldenburg (Ep 5) le comparte unos fragmentos en latín del libro Certain physiological essays de Boyle. Específicamente los que versan sobre “la descomposición y la reintegración del nitro” (Domínguez, 2020, pp. 72-74), además de algunas perspectivas sobre la ley del movimiento (Buyse, 2013)[8]. Lo que llama la atención en esta correspondencia indirecta con Boyle es el domino de Spinoza en química y cómo argumenta sus discrepancias sobre los métodos y supuestos en relación a los experimentos del salitre que aparecen en los estudios experimentales de Boyle (Israel, 2012). Esta discusión evidencia la inclinación y conocimiento empírico del filósofo neerlandés sobre el nitro (Gabbey, 2011).

    La disputa entre ambos autores se dio en una correspondencia extensa entre Spinoza y Oldenburg[9]. Para Spinoza el nitro (nitrato potásico) y el espíritu del nitro (ácido nítrico) eran lo mismo, la diferencia radicaba, según él, en cómo actúa el movimiento y reposo de las partículas en cada uno de estos cuerpos (Ep 6). Mientras que Boyle sugería que el nitro era un cuerpo heterogéneo compuesto de espíritu del nitro y sal fija. El punto de Spinoza, según Rocha Buendía (2019), es que Boyle no demostró cómo la combinación de ácido nítrico y sal fija daban pie a la transformación de un cuerpo distinto, en este caso el de nitrato potásico[10].

    Estas refutaciones se dieron porque Spinoza estuvo influenciado por los experimentos del químico Glauber, quien era reconocido por su descubrimiento del sulfato de sodio (Buyse, 2013). Según la biografía que escribió Nadler (2004), Spinoza visitó a Glauber en su laboratorio en Amsterdam, ahí observó sus experimentos sobre la concentración del ácido nítrico y sulfúrico, los cuales le ayudaron a concluir que el nitro no era un cuerpo heterogéneo como afirmaba Boyle.

    Al tener en cuenta esta perspectiva física y química de los cuerpos, en su Ética sostuvo que los cuerpos complejos se mueven o están en reposo, son afectados y modificados, pero sin mutación alguna en su naturaleza (E2p13eLem7e). Esto quiere decir que un individuo o cuerpo compuesto mantiene sus cualidades y a la vez es un sistema abierto que se actualiza con el entorno que lo rodea.

  Los cuerpos están chocando de un lado a otro en la Naturaleza, la cual es: “la estructura autorreguladora, el sistema ordenado de relaciones o leyes de composición entre las partes y el todo” (Chaui, 2020, p. 82). La sustancia única es el campo donde los atributos y los modos se actualizan con esfuerzo (conatus) para perseverar en su ser.

    Sobre estos puntos y ejemplos que se han expuesto, puede decirse que el mecanicismo en la obra de Spinoza constituye un pilar de responsabilidad física. En su época fue necesario explicar metafísicamente el universo conocido hasta ese entonces. Tuvo en cuenta las leyes de la naturaleza para reformular una idea de Dios como Naturaleza que no está determinada por las leyes de la razón humana, sino que se debe “al orden eterno de toda la naturaleza de la que el hombre es una partícula” (TTP, XVI, p. 409). Esta postura fue gracias al modelo mecánico que desarrolló su filosofía de la naturaleza, donde las leyes de la física implican un orden infinito de expresiones, y el ser humano, junto a su imaginación y política, es una fracción finita de la infinidad en la que se mueven y reposan los demás cuerpos de la sustancia única.

 

Óptica y dióptrica

De las anécdotas clásicas sobre la vida de Spinoza está la de su trabajo como pulidor de lentes. Estudios biográficos, artículos y otras literaturas han tenido que ver con su labor meticulosa de tallar lentes como oficio principal. Sus amigos admiraban la precisión de los lentes que fabricaba. En su Correspondencia se lee sobre su inquietud en la predominación de las propiedades de la luz y su refracción en los lentes (Gabbey, 2011). Los microscopios y telescopios sentaron las bases del desarrollo de la ciencia moderna, por lo que él estuvo muy atento a las nuevas fabricaciones y al perfeccionamiento de estos dispositivos ópticos.

    Kepler inició el estudio de la óptica moderna. Fue crítico de la teoría del rayo visual, la cual establecía la perpendicularidad del rayo de la luz rectilíneamente a partir de la retina del ojo del observador hacia al objeto. Con esto en mente propuso un modelo que estudiaba la trayectoria de la energía luminosa sin ser perpendicular a la retina, estableciendo “la función óptica del cristalino y los conceptos de haz de rayos luminosos, convergencia y foco” (Chaui, 2020. p. 74). El estudio de Kepler abrió el campo de investigación para calcular y aprender la propagación de la luz, el diafragma de las lentes, junto con la propuesta de tratar el ojo humano como un dispositivo óptico.

    La construcción de lentes para el microscopio óptico y el telescopio refractor colaboraron en los nuevos avances de las ciencias de la naturaleza. Gebhardt (2008) comenta que varios científicos pulían sus propios lentes. Por ejemplo, Oldenburg le manifestó a Spinoza el “éxito de Huygens en el pulimento de lentes telescópicas” (Ep 33, p. 177). Además, junto a la fabricación de lentes, las implicaciones en dióptrica motivaron a los científicos a escribir estudios sobre la refracción o cambio de dirección de la onda de la luz. Spinoza, formó parte de estas discusiones y su trabajo de tallar lentes le ayudaron a plantear sus propias ecuaciones y preferencias por lentes convexo-planos para una limitación del área donde se ilumina un haz de luz.

    Esta perspectiva no sugiere pensar a Spinoza como científico, porque no realizó ningún aporte para las ciencias naturales; sin embargo, sí sostiene que “Tenía una sólida formación en teoría óptica y en la física de la luz entonces vigente, y poseía la competencia suficiente para discutir con los especialistas sobre puntos delicados en la matemática de la refracción” (Nadler, 2004, p. 253). Por lo anterior es que en varias de sus cartas hay aclaraciones, ejemplos y comentarios de algunos textos sobre la importancia de las lentes para la utilización de telescopios y microscopios.

   Leibniz también sabía de dióptrica, así lo expresa en la única carta que le envió a Spinoza para compartirle un manuscrito sobre óptica avanzada. En esta le comenta: “Entre los demás elogios que la fama ha divulgado sobre usted, opino que está también su extraordinaria pericia en asuntos de óptica” (Ep 54, p. 230). Leibniz tenía razón de esta fama y se nota en la respuesta de Spinoza, cuando le da su opinión sobre las lentes circulares convexas que utilizaba Leibniz para captar más objetos en una sola mirada.

    Igualmente se pueden ver la carta a su amigo y matemático Johan Hudde (Ep 36), que le comenta sobre la eficacia de los vidrios convexo-planos frente a los convexo-cóncavos para mejorar el estudio de la refracción de los rayos de la luz, con la intención de ayudar en la fabricación de los focos de un telescopio. Jelles fue otro amigo con quien discutió sobre estos temas de física, particularmente sobre el estudio de Dióptrica de Descartes, obra que marcó e influenció en su tiempo. Respecto a su pensamiento, concuerda con Jelles (Ep 39) en las dificultades de Descartes sobre “la magnitud del ángulo” que forma el cruce geométrico de los rayos de luz que proceden de diferentes puntos de un objeto que se mira a través de un telescopio.

    La perspectiva de la dióptrica en esta época no solo contribuyó en la manera de hacer filosofía, sino en la creación pictórica holandesa. Kepler, cuenta Chaui (2020), influyó en la pintura de Rembrandt y Vermeer. La luz se refracta en sus cuadros, siendo ella misma la escena principal y el ojo humano el dispositivo experimental de este juego de luces. O como Chaui (2020) explica:

En los casos de Ronda nocturna y Jeremías, se puede decir que hay un único personaje: la luz, refractada en la primera y reflejada en la segunda.

    Esa tensión y esa diferencia entre Vermeer y Rembrandt se encuentran reunidas en Spinoza, en una síntesis de la relación entre la fuerza del ojo explorado en el primero y la luminosidad atmosférica de las cosas expuestas por el segundo (…). En el caso de la Ética, el contrapunto interno entre las demostraciones geométricas de las proposiciones y el diálogo polémico con la imaginación y los prejuicios, esto es, la argumentación retórica de los escolios, prefacios y apéndices, realiza el juego entre el ojo kepleriano matemático y el clarooscuro del dramatismo de Rembrandt (p. 81).

    La relación entre estos pintores y Spinoza dentro del estudio de la luz demuestra cómo la revolución científica influenció en las miradas pictóricas y filosóficas que expresaban su obra de manera radical. La luz destacó la realidad en la obra de Spinoza y Rembrandt, porque ella vislumbra la esencia de las cosas dentro de un plano, cuadro o campo inmanente. La luz enfoca para que el ojo explore cómo la luz refracta y refleja el mundo.

    Los experimentos de Spinoza sobre la refracción de la luz permitieron que mantuviera un interés por las nuevas publicaciones en dióptrica y fabricaciones de lentes. Su conocimiento sobre estas hipótesis de la luz lo llevaron a conclusiones en las que el ser humano puede vislumbrar las esencias singulares de las cosas. Spinoza desde la filosofía y Rembrandt desde la pintura barroca fueron capaces de plasmar estas singularidades, teniendo en cuenta la hipótesis sobre la luz que Kepler había propuesto.

    A pesar de que no existe un escrito de Spinoza sobre estas áreas que estudian la refracción de la luz, sus cartas son el ejemplo de su conocimiento y oficio como pulidor de lentes, desde el manejo de una mecánica de los cuerpos y la comprobación geométrica de los mismos. Quizás, siguiendo a Chaui (2020), es la luz otro ejemplo que justifica cómo la sustancia autorreguladora se irradia y expande hasta el infinito. Al mismo tiempo esta luz demuestra las cosas singulares que el ojo explorador puede experimentar, medir y explicar.

    La propuesta de Spinoza sobre la sustancia, los atributos y modos va de la mano con sus intereses en dióptrica, porque su perspectiva física y metafísica demostró cómo el dinamismo de autopropagación de las ondas luminosas y de los modos infinitos viajan indefinidamente en distintas direcciones. Spinoza, a través de herramientas experimentales y modelos geométricos, tuvo la posibilidad de conocer esta propagación continua de la luz y traducirla metafísicamente como la expresión de movilidad de los cuerpos en la realidad.

Conclusiones

En este artículo se expuso la perspectiva científica que Spinoza desarrolló en su obra para demostrar cómo sus investigaciones y conocimientos científicos se vincularon con sus principios metafísicos. La búsqueda de ideas claras y la renovación de una filosofía mantuvieron su compromiso por estar actualizado en debates científicos, experimentos, inventos, teorías y cosmovisiones que formaron al mundo moderno.

    En la filosofía de Spinoza el orden geométrico fue el método central para cavilar, de manera sintética, ideas claras y evidentes. El análisis al estilo de los geómetras que mantuvo en sus escritos le ayudó a organizar su estructura sobre la naturaleza, bajo ciertas influencias sólidas como la filosofía de Descartes, la definición genética de Hobbes, la herencia matemática de Euclides, sus experimentos personales y su fructífera relación intelectual con Huygens y Boyle. Esto le llevó a crear un sistema sobre los principios de la naturaleza, el conocimiento y las pasiones humanas, a partir de su necesidad de medir la magnitud de la naturaleza.

    La perspectiva mecánica jugó otro papel fundamental en su formulación filosófica para proponer un sentido de sustancia única desde las leyes física de la naturaleza. La existencia de la realidad como una máquina fue posible gracias a las teorías físicas sobre las leyes del movimiento y reposo de los cuerpos. Al analizar el comportamiento macroscópico y microscópico de la naturaleza propuso una filosofía que fue capaz de estar acorde entre una nueva definición de Dios y el universo que superaran los argumentos dogmáticos de la teología.

    Los conocimientos en dióptrica le dieron a Spinoza las bases para confirmar que su concepción del mundo puede tener una validez física si se controla el comportamiento de la luz y los objetos a través de la examinación de las lentes. También, para vincular su conocimiento sobre la autopropagación de la luz y la autorregulación de los modos (infinitos y finitos) de la sustancia. Estos estudios dan cuenta que Spinoza manifestó una admiración por los experimentos y las nuevas teorías en esta área de la óptica.

    Spinoza es un filósofo clásico y su obra da que pensar sobre la importancia de elaborar una filosofía científicamente informada. Su pensamiento es ejemplo de una lucha por la libertad de pensamiento, la búsqueda de verdades evidentes y la actitud intelectual para hablar abiertamente sobre temáticas que atravesaron el horizonte de su época. La riqueza de esta visión intelectual está demostrada a lo largo de su correspondencia epistolar, lugar donde expresó con franqueza el nuevo panorama y debate naturalista de su tiempo. Por lo que este artículo se desarrolló con la intención de exponer, dentro de los límites de la filosofía y de su historia, los modelos científicos que le ayudaron a pensar en una realidad absolutamente infinita y demostrar cómo la física fue capaz de renovar los fundamentos metafísicos de la modernidad.

Referencias

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[1] En este escrito se cita la Ética demostrada según el orden geométrico de acuerdo al uso académico de siglas y abreviaturas utilizada en la edición y traducción de Pedro Lomba (2020), ejemplo: (E4p52e). Los demás textos de Spinoza son citados según la edición y traducción de Atilano Domínguez que sigue la edición de Carl Gebhardt.

[2] En estudios recientes sobre la perspectiva científica de Spinoza, puede decirse: “Spinoza’s immersion and evident interest in the world of natural philosophy is illustrated by his correspondence with Henry Oldenburg, the secretary of the Royal Society, and (indirectly through him) Robert Boyle; by his proximity to and regular contact with the Huygens brothers; by the known reports of his experiments; by his adoption of terminology inherited from Cartesian mechanics; by his lens-crafting; by his knowledge of optics (and with it state-of-the-art knowledge of microscopy and telescopes); by his debunking of reported miracles as signs of epistemic ignorance; by his attack on superstition and final causes; and by his library full of up-to-date works on natural philosophy” (Schliesser, 2017).

[3] El principio metafísico de responsabilidad física es un término construido por el reólogo Carlos Sierra Lechuga para expresar cómo la metafísica tiene que conocer y respetar aquello físico sobre lo que abordará. Actualmente, este principio lo ha desarrollado en proyectos como el Grupo de investigación científico-filosófica Realidad y Proceso o el Seminario permanente de reología. Sobre estos proyectos, véase el enlace: www.filosofiafundamental.com. Para Sierra Lechuga, la filosofía no puede desvincularse de los estudios de física, química, biología, medicina, etcétera, no con el fin de responder a cada una de estas disciplinas, sino en encaminar al filósofo a estar científicamente informado.

[4] Véase: “el papel que cumplen las matemáticas para Spinoza no es el mismo que para el positivismo de Comte: las matemáticas no se encuentran por encima de los demás conocimientos pues no otorgan racionalidad a todas las ciencias” (Alarcón Marcín, 2020, p. 114).

[5] Los modos se clasifican: modo inmediato infinito o esencia (movimiento y reposo, y entendimiento absolutamente infinito), modo mediato infinito o todo (figura total del Universo de la extensión e idea de la figura total de Universo) y modo finito o duraciones (cuerpos humanos y otros e ideas y mentes humanas). Véase la tabla de los modos de Alarcón Marcín (2020, p. 73).

[6] E3p6, p7, p8.

[7] Sobre los trabajos de los principios matemáticos y físicos de Galileo, puede afirmarse que: “Spinoza can be understood as the follower of Galileo who drew the ultimate consequences of the view that mathematical physics tells the truth about nature as obeying inexorable and immutable laws. Although Spinoza never quotes Galileo by name he surely knew of Galileo’s works in mathematics and optics, as evidenced in his letters” (Dijn, 2013, p.100). En las cartas de Spinoza y de sus remitentes, hay una apropiación de las teorías de Galileo, así como las de Kepler. Es el texto donde hay más ideas y discusiones científicas que políticas o éticas.

[8] Sobre el movimiento, “As with Galileo and Boyle, Spinoza accepts only one kind of motion” (Buyse, 2013, p. 50).

[9] Véase la discusión sobre la reintegración del nitro en Ep 5, Ep 6, Ep 11, Ep 13, Ep 14 y Ep 16.

[10] Esta disputa es un antecedente para la química moderna y su preocupación por explicar la naturaleza de los elementos químicos. Spinoza y Boyle aún no tenían las nociones básicas de los elementos químicos, sus sustancias elementales y fórmulas moleculares, ni tampoco de instrumentos que les ayudaran a explicar que la combustión del nitrato potásico se transforma en carbonato potásico, y este al añadirle ácido nítrico vuelve a convertirse en el compuesto químico de nitrato. Tener en cuenta la anotación de Domínguez sobre Ep 6, (2020, p. 74).

Reseña de Spinoza, The Transindividual, de Étienne Balibar

Padilla Mireles, A. I. (2022). Reseña de Spinoza, The Transindividual, de Étienne Balibar. Círculo Spinoziano. 2(3), 143-146.

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Andrea Itzel Padilla Mireles – Reseña de Spinoza, The Transindividual, de Étienne Balibar

 

Dentro de la filosofía contemporánea, la figura de Étienne Balibar destaca al continuar un pensamiento crítico que, asumiéndose marxista, mantiene abierto el debate sobre los distintos fenómenos políticos y sociales de la actualidad. Una referencia que le ubica así es, sin duda, Para leer El capital de 1969, una publicación conjunta con quien fuese su profesor en la Escuela Normal Superior de París, Louis Althusser y con otros autores. Con todo, su pensamiento también resalta desde otro ángulo, el de su renovada lectura de Baruch Spinoza mediante un análisis que profundiza en la relación metonímica entre la ontología y la política en la obra del filósofo neerlandés, señalando tanto la actualidad como la pertinencia del mismo. Precisamente este aspecto es el que invita a reparar en la obra titulada Spinoza, The Transindivisual de Étienne Balibar, publicada por Edinburgh University Press en 2020. Esta obra se adentra en las múltiples interpretaciones del excepcional sistema de relaciones causales de la filosofía spinoziana, resaltando la potencia de una ontología que se entrelaza inevitablemente con una política práctica.

    En primer lugar, cabe resaltar algunas características de esta edición en inglés. A diferencia de su versión original en francés Spinoza Politique: Le Transindividuel (2018) y de su traducción al español, Spinoza Político: Lo Transindividual (2021), Spinoza, The Transindividual incluye un texto temprano del mismo Balibar, que, bajo el nombre “Individuality, Causality, Substance: Reflections on Spinoza’s Ontology”, compone el primer capítulo de esta obra, precediendo a lo que conforma la segunda parte del escrito original. Además, se encuentra en esta edición una pertinente introducción a cargo de Jason Read, autor de The Politics of Transindividuality (2016), que contextualiza la publicación de este trabajo dentro de la obra de Balibar, resaltando las sugestivas conexiones que el filósofo francés encuentra entre el término “transindividualidad”, acuñado por Gilbert Simondon, y las ideas de Alexandre Matheron respecto a las implicaciones políticas de la Ética.

    El planteamiento de Balibar ubica el concepto de “transindividualidad” como un mecanismo ya presente en la obra de Spinoza que se desplaza desde la aparente oposición de los dualismos entre el individuo y lo común –o las ideas y la materia derivadas de la metafísica clásica anterior y su respectiva teleología–, hacia una “analítica de la sustancia” (p. 3) en la que esencia, conatos y afectos se encuentran entrelazados gracias a la inmanencia de la Causa Sui. El devenir siempre en acto de la sustancia como Causa Sui entraña una diferenciación e individuación de todo lo que constituye a la misma; se trata de un “proceso transindividual de individualización” (p. 45). Será este mecanismo, señalado por el autor, el mismo que despierta su interés por leerlo también en clave política. Sin embargo, es importante hacer un señalamiento que deja ver la fuerte influencia de Spinoza en Balibar, pues ni ontología ni política son entendidas por él como terrenos separados, pero son en definitiva terrenos diferenciados. Para el filósofo francés, estas categorías deben entenderse no como espejos sino, siguiendo la observación de Read (p. X), “escenas” que oscilan interviniendo la una en la otra, según Balibar, de forma “coextensiva” (p. 155).

    De tal modo que el análisis de este último se desprende de la relación inquebrantable que existe entre “causas”, “individuos” y “sustancia”, postulando así la premisa de que la individuación establece el objeto mismo de la ontología de Spinoza. La individuación como tal, más que la individualidad, es aquí de importancia crucial, pues es esta primera la que resalta el carácter continuo, procesual e interrelacional de la ontología spinoziana y su “otra escena” que es el terreno de lo político. Para Balibar, esto, más que como un paralelismo, sucede como un quiasmo. En este sentido, el primer capítulo de la obra da un giro decisivo para la lectura de la transindividualidad en la filosofía de Spinoza propuesta por el autor, quien observa que existe una especie de doble maniobra presente en la Ética, al funcionar esta a la vez como crítica a la metafísica escolástica anterior y sus rezagos y como una propuesta epistemológica originada en un nuevo entendimiento de los conceptos “infinidad”, “causalidad” y “singularidad” y sus relaciones imbricadas en dicho quiasmo.

    No obstante, la pregunta que se abre entonces es: ¿qué se puede entender aquí por individuo? Balibar encuentra en este punto lo que denomina como “la aporía de lo físico”, donde la interrogante en relación al “orden” bajo el que se constituyen y rigen las singularidades de lo existente sirve para escudriñar el entendimiento mismo de la sustancia de Spinoza. De esta manera, ahonda en la necesaria dimensión práctica de la actualización de esta última, cuyos modos significan su inherente forma de operar a través de la mecánica de su multiplicidad y potencia, exhibiendo así la correlación de la sustancia y la individuación como expresión propia de su infinitud. Aquí, lo transindividual remite a que todo lo existente insiste en su propio ser, obrando siempre en y con otras singularidades e individuos que conforman la Causa Sui. Algo que el autor aprovecha para dejar entrever, que dicha “aporía de lo físico” no representa un vacío irresuelto en Spinoza, sino la propuesta de una ontología sui generis que se mantiene abierta en el devenir inmanente de una naturaleza ilimitada.

    Por lo tanto, la transindividualidad apunta a la estructura misma de la sustancia, cuyos modos se manifiestan tanto afectando, como siendo afectados a través de sus múltiples vínculos y bajo la propia necesidad de cada elemento que los compone e impulsa. Se trata del andamio de relaciones internas que la sustancia dinamiza y potencializa, pero que, a la vez, son continuación de la sustancia misma. Así, Balibar examina este mecanismo transindividual en relación a tres aspectos cruciales en la Ética: por un lado, en relación a su causa, porque algo que existe lo hace en la medida en que opera y actúa sobre otros individuos; por otro, en cuanto a su orden de individuación, como condición de que todo lo que existe está integrado por y se integra con otros individuos; y, por último, como mediación entre la imaginación y la razón, atravesando a los individuos de la especie humana y sus relaciones sociales. Estas observaciones son las que finalmente llevan al autor a proponer ejercicios de este mecanismo presente en Spinoza también en otros autores, como lo son Marx con el caso específico de la alienación, y el inconsciente en la propuesta de Freud. Así, revisa en los tres autores la presencia de lo transindividual y aporta una novedosa lectura de los elementos políticos de sus respectivas filosofías.

    De tal forma, el texto logra no solo exponer la propuesta ontológica de Spinoza sin dejar de lado la discusión sobre sus implicaciones políticas, sino que también sirve como panorama para la propia propuesta de la filosofía crítica de Balibar. Esto convoca a la revisión y discusión de las ideas principales de la filosofía spinoziana, funcionando como presentación de la misma para aquellos lectores que se inician en el pensamiento de Spinoza, pero también abriendo nuevos aspectos a la reflexión de los lectores especializados en el filósofo neerlandés. Balibar logra así abrir un diálogo tan ejemplar con Spinoza como aquellos generados por Deleuze y Negri, reafirmando la filosofía viva y presente del autor de la Ética, algo que parece coincidir con la reflexión que menciona que “Spinoza es un crítico que prevé el porvenir” (Negri, 1993, p. 17).

 

Referencias

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Inmanencia, eternidad, poder

Muñiz, R. (2022). Inmanencia, eternidad, poder. Círculo Spinoziano. 2(3), 101-119.

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Rafael Muñiz – Inmanencia, eternidad, poder

 

Resumen: En la filosofía de Spinoza el tema de la eternidad es recurrente, pero es en el periodo de madurez del neerlandés que este encuentra su forma definitiva, así como su mayor productividad conceptual. En la Ética y en el Tratado político, el concepto de eternidad es utilizado de forma no trivial, pues podría afirmarse que se presenta como un régimen ontológico alternativo al de la temporalidad que se erige como hegemónico luego de la revolución copernicana de Kant. Las implicaciones de una alternativa a dicho régimen ontológico general –la temporalidad– son de largo alcance pues, en la lógica-ontológica spinoziana, la eternidad como existencia misma es ajena a toda duración y da pie a un pensar de la necesidad que piensa a la naturaleza y su red causal inmanente de forma no teleológica. Así, afirmamos como tesis central que Spinoza fundamenta en la Ética su teoría de la eternidad como la existencia misma de la sustancia, para luego producir espacio para la actividad de la razón en las verdades eternas, y terminar con la fina distinción entre la inmortalidad del alma y la eternidad de la misma; mientras, por su parte, en el Tratado político, la eternidad es el régimen ontológico general en el que se inserta la política y luego es reconducido a su instanciación política como la resistencia del Estado a su destrucción. Ambos usos son consistentes entre sí y ayudan a comprender la profundidad de la naturalización a-teleológica de la potencia en el sistema spinoziano.

Palabras clave: inmanencia, eternidad, potencia, política.

 

Abstract: In Spinoza’s philosophy, the theme of eternity is recurrent, but it is in the period of maturity of the Dutch that it finds its definitive form as well as his greatest conceptual productivity. Both in the Ethics (E) and in the Political Treatise (TP), the concept of eternity is used in a non-trivial way, since it could be said that it is presented as an alternative ontological regime to that of temporality that stands as hegemonic after Kant’s Copernican revolution. The implications of an alternative to this general ontological regime –temporality– are far-reaching since, in Spinoza’s ontological logic, eternity as existence itself alien to all duration and enables a thought of necessity that thinks of nature and its immanent causal network in a non-teleological way. Thus, we affirm as a central thesis that Spinoza, in the Ethics, bases his theory of eternity as the very existence of substance, to then produce space for the activity of reason in eternal truths, and end with the fine distinction between immortality of the soul and its eternity; while, on the other hand, in the TP, eternity is the general ontological regime in which politics is inserted and then is redirected to its political instantiation as the resistance of the State to its destruction. Both uses are consistent with each other and help to understand the depth of the a-teleological naturalization of power (potentia) in the Spinozian system.

Key Words: immanence, eternity, power, politics.

 

1. Introducción

El concepto de eternidad tiene distintos usos en la filosofía de Spinoza, pero siempre en abierto desafío a lo que la tradición suele entender, a saber: i) como una duración infinita o, de manera aún menos clara, ii) como un tiempo infinito. Ambas formas de comprender y definir la eternidad son rechazadas por el filósofo neerlandés por no dar cuenta de la existencia tal y como la razón la puede pensar, o por requerir de algún recurso trascendente, que entra en abierta contradicción con su filosofía de la inmanencia absoluta que no acepta recursos externos al plano inmanente. Pese a su apariencia extremadamente abstracta, el concepto de eternidad en Spinoza cobra actualidad y concreción, al ser constantemente utilizado para hablar acerca de la existencia política y la vida de la mente humana (mens humana). La eternidad en Spinoza, lejos de ser un concepto de raigambre teológica o de cuño estrictamente metafísico, está arraigada en la existencia de las cosas singulares en tanto que hallan la fuente de su esencia en la sustancia y su potencia absoluta y necesaria (E1p34, E1p35, E1p36), a la que todas las cosas singulares son inmanentes (E1p16, E1p16d, TTP IV, p. 57). Sin embargo, para transitar desde la lógica-ontológica de la esencia hasta la dinámica conativa-afectiva de los objetos singulares es preciso recorrer el camino de la potencia, es decir, la senda de la eternidad que es trazada por el propio Spinoza en su Ética a veces de manera subyacente y a veces con un mayor protagonismo. El fin de dicha senda es la autoliberación del individuo, la existencia según la propia naturaleza (E1d7), de acuerdo a la guía de la razón (E2p49e, E4p18e, E4p54e). Sin embargo, hay un paso de la eternidad por lo político en que la vida humana está inmersa (E4p37e2, E4p40, E4p40d, E4p73, E5p10e; TP 1/7, TP 2/2-6). En este breve texto, intentaré recorrer el camino de la eternidad en la parte más madura de la filosofía de Spinoza, a saber, aquella que comprende la Ética y el inconcluso Tratado político en el que se hace patente la riqueza del concepto de eternidad, así como el aporte explicativo tanto en lo ontológico, como en lo político.

 2. Eternidad en el Tratado político

Podría pensarse que existe un hiato insalvable entre estos dos argumentos de alcance ontológico general y el punto específicamente político abordado en el TP. Para la tradición filosófica luego de Kant, los conceptos desarrollados en la ontología no pueden aplicarse de manera directa en la filosofía política, sino que requieren de un trabajo, de múltiples mediaciones y especificaciones. Spinoza está lejos de pensar que la ontología se debe quedar como un área aparte y que sus conceptos no puedan ser utilizados para la política; basta con ver los capítulos IV, VI, XII, XIV, XV, XVI, XVIII, XX del Tratado teológico-político (TTP) y, sobre todo, la totalidad del TP, para contemplar el talante de la filosofía spinoziana: pensar la inmanencia en cada región del ser no es sino tener la idea adecuada de la Naturaleza, producir un conocimiento verdadero de lo real. Por ello, la filosofía política no está ubicada en una región especial, en un reino ajeno a las verdades eternas de la Naturaleza a manera de un imperium in imperio (E4Praef), sino que, como cualquier otro punto del orden inmanente de la sustancia, la política manifiesta la misma potencia de la Naturaleza, solo que de un modo cierto y determinado (E1p26, E1p26d). En el TP, Spinoza pone en movimiento su andamiaje ontológico para explicar la naturaleza del poder político y con ello introducir la forma específica en que la inmanencia se presenta como duración en la existencia humana. Spinoza aborda la política porque es uno de los temas fundamentales a los que apunta su filosofía, misma que está orientada a conseguir la libertad, tanto en lo individual como en lo colectivo: el animal humano solo puede alcanzar dicha libertad bajo las condiciones adecuadas; de lo contrario, superar la mera circulación de la sangre (sanguinis circulatione) (TP 5/5) se convierte en algo imposible. Para el Spinoza no se trata solo de conseguir un orden político capaz de albergar la libertad en él –como parece ser el tema en el TTP–, sino de comprender la dimensión humana en su forma más claramente conflictiva y atravesada por los afectos y las pasiones y hacerlo desde las bases del sistema filosófico que ha construido (TP 1/1, TP 1/3-5). Precisamente por eso la primera mitad del TP está dedicada a ubicar la política en el orden de la naturaleza y a la potencia de la multitud como central en el proceso de formación del orden político (Saar, 2012, 61).

 3. Eternidad como potencia divina

Spinoza, luego de un capítulo dedicado al método con el cual realizará su investigación sobre la política, retoma lo avanzado en sus dos tratados concluidos con respecto al derecho natural y civil, así como al pecado, el mérito, la justicia, la injusticia y la libertad humana (TP 2/1), para profundizarlo o ponerlo en movimiento en la explicación de la dimensión política afirmando que hará una exposición apodíctica de eso mismo avanzado. Es en TP 2/2 donde aparece por primera vez el término eterno, calificando a la potencia de Dios. Spinoza abre el ya mencionado parágrafo hablando sobre la posibilidad de concebir adecuadamente lo existente y lo no existente, es decir, de la igualdad que se observa en la esencia ideal de una cosa natural antes, durante y después de su existencia, para de ahí concluir que la esencia de las cosas no puede explicar su origen, final ni perseverancia en la existencia, como resultado de ello afirma: “De donde se sigue que el poder por el que existen y, por tanto, actúan las cosas naturales no es distinto del mismo poder eterno de Dios (Dei aeternam potentiam)” (TP 2/2). La potencia eterna de Dios es la causa inmanente (E1p18, E1p16, Ep16d, E1p18, E1p33d, E1p35, E1p36) por la cual todas las cosas naturales surgen a la existencia, por lo que se produce un horizonte de inmanencia absoluta en el que no se compartimentan las causas y los objetos dentro de ordenamientos especiales o regímenes de excepción ontológica en la naturaleza.

    Spinoza produce una ontología en el que el orden natural es la eternidad misma, no solo la regularidad de la naturaleza observable, sino la totalidad de la naturaleza en su perpetua afirmación. La inmanencia del mundo es otra forma de decir eternidad, por lo tanto no hay referencia temporal alguna, y el tiempo que juega un papel fundamental en la construcción de la filosofía después de Kant –donde ha llegado a convertirse en el régimen ontológico por excelencia–, no es sino una ficción que encubre la irregularidad y asimetría de las relaciones entre objetos y movimientos de cuerpos en el plano de la inmanencia absoluta en el cual se resuelve todo en el conflicto de potencias, formas, duraciones y afectividades. Las cosas singulares no actúan en los instantes, o partes de un tiempo único al que se refieren todas las temporalidades, sino que se articulan, confrontan y destruyen en duraciones asimétricas. En este sentido, convendría recordar al propio Kant, en tanto que punto de partida para la hegemonía del régimen ontológico de la temporalidad contra la que pensaría Spinoza. En la estética trascendental de la Crítica de la razón pura (KrV) presenta dos pensamientos respecto al tiempo que parecen ser estrictamente dirigidos a pensar en contra de la eternidad como régimen ontológico de la sustancia, en primer lugar mientras hace la exposición metafísica del concepto de tiempo: “el tiempo no es un concepto discursivo, o, como se suele decir, [un concepto] universal (ist kein discursiver oder, wie man ihn nennt, allgemeiner Begriff); sino una forma pura de la intuición sensible. Diferentes tiempos son solamente partes del mismo tiempo” (KrV B47). Mientras que, en la exposición trascendental del concepto de tiempo, compara al tiempo con el espacio como formas puras de la intuición sensible: “El tiempo es la condición formal a priori de todos los fenómenos en general (die formale Bedingung a priori aller Erscheinungen überhaupt). El espacio, como la forma pura de toda intuición externa, está limitado, como condición a priori sólo a los fenómenos externos. Por el contrario, como todas las representaciones, ya tengan por objeto cosas externas o no, en sí mismas pertenecen, como determinaciones de la mente, al estado interno, pero este estado interno debe estar bajo la condición formal de la intuición interna, por tanto [bajo la condición] del tiempo, entonces el tiempo es una condición a priori de todo fenómeno en general, a saber, la condición inmediata de los [fenómenos] internos (de nuestras almas) y precisamente por eso, mediatamente, también de los fenómenos externos” (KrV B50). Esta concepción del tiempo es fundamental para toda la filosofía después de Kant, desde ese momento la filosofía tiene en el tiempo la condición de todo fenómeno y por tanto de toda existencia y manifestación y hace girar su pensar de la vida alrededor de la finitud como temporalidad que se agota e incluye la contradicción de lo vivo con respecto a su vida misma.

    Por su parte, Spinoza califica de eterna a la potencia divina, con ello sigue la lógica según la cual eternidad es la existencia misma, expresión de la potencia como existencia ilimitada, infinita y perpetuamente afirmativa, después de la eternidad como atributos divinos que inhieren en la sustancia infinita en los que la esencia divina es expresada (E1p34, E1p35) y cuya producción es una naturaleza absolutamente efectiva (E1p36). Spinoza introduce la política y, con ella, la historia y todo quehacer humano, en la eternidad inmanente de la Naturaleza, en el régimen ontológico de la sustancia que es la eternidad misma (ipsa aeternitas), en el momento en que elimina la posibilidad de establecer un corte entre la naturaleza humana y la Naturaleza en general (E4Praef, TP 1/3-4, TTP IV, p. 57). Esa es justamente la razón por la cual se califica a la potencia de Dios como eterna, porque la potencia infinita de Dios es la causa inmanente de sí como proceso auto-productivo de lo real, y la eternidad es la necesidad del orden y conexión de las cosas: “Pues, si fuera algún otro poder creado, no podría conservarse a sí mismo ni tampoco, por tanto, a las cosas naturales (non posem seipsam et consequenter neque res naturales conservare), sino que el mismo poder que necesitaría para ser creado él mismo, lo necesitaría también para continuar existiendo” (TP 2/2).

    La conservación de las cosas naturales procede de la eternidad de la potencia divina, lo mismo que su origen y su eventual destrucción o cese en la existencia. El filósofo neerlandés reinserta al ser humano en el orden absoluto de la naturaleza (E4p4 y E4p4c) y su visión anti-antropocéntrica lo lleva a mencionar, dentro de un tratado dedicado estrictamente a la política:

dado que la naturaleza no está encerrada dentro de las leyes de la razón humana, que tan sólo buscan la verdadera utilidad y la conservación de los hombres, sino que se rige por infinitas otras, que se orientan al orden eterno de toda la naturaleza («naturae aeternum ordinem»), de la que el hombre es una partícula, y cuya necesidad es lo único que determina a todos los individuos a existir y a obrar de una forma fija (TP 2/8).

    El orden total de la naturaleza es la lógica de la potencia divina, no la lógica de la racionalidad estrictamente humana (E1Ap, E2p3, E2p3e). Por esa razón no se trata de exponer unas reglas que someten a la excepción al resto de la Naturaleza, el ser humano debe aceptar que es un conato entre muchos (E3p6, E3p7), un esfuerzo por conservarse entre una infinitud de estos que acontecen todos en el plano inmanente intermodal (E4p4d). El ser humano es un animal que debe saberse como tal; sin embargo, su animalidad no es la de otros animales, es la propia, lo que significa que puede expresar su potencia de maneras que otros animales no son capaces, pero también es superado infinitamente por las causas externas pues no es capaz de dominar a la Fortuna[1] (TTP, Praef, G III, p. 5) y su razón está limitada por la potencia de las demás cosas naturales, de otros modos que acontecen en la sustancia (E4p3).

     Si los seres humanos ven el surgir de su conciencia como producto de su constitución como cuerpo y como esencia de ese cuerpo, es decir, como alma que precisa de otro tipo de cosas para conservarse en la existencia, ello implica que sus limitaciones son tanto corporales como esenciales y que estas no forman parte de una región ontológica especial, superior o excepcional al régimen ontológico de la sustancia, a saber, la eternidad[2].

    La adecuada concepción de la eternidad resulta clave para entender la operatividad de dicho concepto al interior del sistema de Spinoza, en particular en lo que tiene que ver con una concepción anti-teológica de la política. Existen varias maneras de concebir erróneamente la eternidad, pero todas se derivan de la idea de que un tiempo infinito es el horizonte conceptual de la eternidad. Es de ahí que emana una eternidad del alma como inmortalidad y subsistencia individual más allá de la finitud. La eternidad del alma está teñida de una concepción cristiano-platónica que la confunde con la vida eterna que se goza en el más allá trascendente, en donde el tiempo se erige en una suerte de soberano universal que gobierna todo lo sublunar y que puede ser superado en un transmundo y solamente ahí. Sin embargo, un despliegue conceptual preciso en que la eternidad no sea conducida al régimen temporal para hallar su definición bien puede significar una transformación profunda en la concepción que se tiene el tiempo y por supuesto de la naturaleza de la finitud como fenómeno inescapable a los modos finitos.

   Spinoza, a diferencia de lo que sostienen algunos de sus intérpretes alemanes del siglo XIX (Grzymisch, 1898, pp. 38-41; cfr. Vayasse, 2008), no está pensando en la inmortalidad como modelo de la eternidad del alma, porque, para empezar, ni siquiera está pensando en el tiempo infinito como modelo de la eternidad inmanente. Es aquí donde se avista una paradoja: el tiempo infinito parece un buen candidato para la eternidad inmanente pues no se recurre a una trascendencia para pensarlo sino la existencia finita llevada a su extremo o, más bien, a tomar una existencia ilimitada pero, igual, concebida sub specie temporis[3]. La noción de inmortalidad del alma es central para una parte importante de la tradición filosófica moderna, particularmente en lo referente a la fundamentación de la moral[4]; sin embargo, para Spinoza lejos de ser una idea necesaria o verdadera es un obstáculo para el verdadero conocimiento de la eternidad, y también es una superstición[5] –la utilización política de la idea de la inmortalidad del alma que implica un transmundo sempiterno de premio y castigo, algo que el neerlandés no solo por sus consecuencias metafísicas, sino también éticas y políticas (Nadler, 2002, pp. 243-244)–. Spinoza separa la inmortalidad del alma de la eternidad de la mente al afirmar que no toda la mente es eterna, sino que una parte, la parte de la mente que muere con el cuerpo es aquella que está más estrechamente vinculada a este, a saber, la imaginación, pues esta tiene que ver con la memoria de las afecciones del cuerpo, con su experiencia de la duración y los afectos de los que no es causa adecuada, pues son ideas del cuerpo que necesariamente son destruidas con este (E5p21). Mientras que hay otra parte del alma que subsiste pues es eterna y es aquella que contempla lo real sub specie aternitatis (E5p2, E5p23, E5p23e, E5p25, E5p29)[6]. En este punto P. F. Moreau acierta en su interpretación cuando afirma que la experiencia de la eternidad es simultánea a la experiencia de la finitud, es en la finitud que se manifiesta la eternidad, pues en la realidad de la destrucción de los modos se observa la causalidad inmanente y también la dinámica de la potencia bajo la cual acontecen los modos y sus afecciones. En palabras de Moreau (1994):

Le sentiment de la finitude est la condition  du sentimente de l’éternité et, même, en un sens, il est le sentiment de l’éternité. C’est par le même mouvement, en accédant à la nécessité et en prenant conscience conscience que tout n’est pas immédiatement nécessaire, que l’âme voit son impuissance et qu’elle aspire à sortir de la contingence, figure que prend pour elle la necessité externe (p. 544).[7]

    Según el comentarista francés, es la finitud misma del ser humano la que permite experimentar la eternidad pues el alma contempla sus propias limitaciones y pretende salir de la contingencia hacia la eternidad, una salida que proporciona la razón mediante el conocimiento de la esencia infinita y eterna de Dios. Pero ¿puede aquello que fue utilizado para observar lo que del alma es eterno ser utilizado para observar individuos complejos como los Estados y experimentar la eternidad por medio de la finitud de los mismos? Moreau afirma que es posible y, si seguimos su interpretación, podríamos dar con la consideración de la historia que tiene Spinoza: una historia sin teleología ni salvación, que comprende discontinuidades, rupturas y destrucciones. Este es el caso de su ejemplo preferido en el TTP, a saber, el Estado hebreo (TTP, XVII-XVIII), pero también de la Roma antigua a la que alude con frecuencia en el TP. Pues, mientras se considera la política desplegada en la duración, la historia se contempla como la finitud de los regímenes y ordenamientos políticos y se experimenta la eternidad a la que puede acceder la naturaleza humana, considerada desde el punto de vista de su existencia colectiva[8]. Pero ¿cómo reconciliar esta idea con aquella afirmación del holandés de que la naturaleza ha creado individuos y no naciones[9]? ¿Cómo seguir pensando en la eternidad cuando las naciones son productos de la potencia colectivo de comunidades humano dispersas en el tiempo y en el espacio y de las consecuentes diferencias en lenguas y costumbres y los individuos son productos naturales? Considero que la ruta adecuada para dar una respuesta radica en la doctrina del conato, pues esta permite acceder al plano fenomenológico de la conservación de las cosas y también proporciona acceso a la eternidad en tanto que principio ontológico que explica la dinámica de las cosas singulares en el plano de inmanencia. Spinoza piensa la existencia como una actividad o un esfuerzo continuo de conservación, a saber, un conato (E3p6, E3p7; TP 2/6, TP 2/7); dicho conato puede presentarse en un plano individual o colectivo (E3p7d, TP 2/5, TP 2/13) y expresa la esencia actual (essentia actualis) de la cosa o cosas que se esfuerzan por su conservación. Es importante llamar la atención sobre la posibilidad de la coordinación de los conatos para la conservación que Spinoza formula de la siguiente manera: “Por ello, la potencia de cada cosa, o sea, el esfuerzo por el que esa cosa, ya sola ya junto con otras (vel sola, vel cum aliis), obra o se esfuerza por obrar algo” (E3p7d). La coordinación de los conatos para obrar algo permite pensar la red causal de las cosas singulares en un marco que no solo implica la confrontación que conduce a la destrucción (E4a), sino en un marco de cooperación que permite la constitución de individuos más complejos (E2p13l6). Para el caso de los seres humanos, la coordinación de los conatos es la construcción de la potencia de la multitud (potentia multitudinis) que se denomina imperium (TP 2/17) según un principio de utilidad (TP 3/3). El imperium es la cristalización del deseo de conservación de la multitud que se da a sí misma un régimen, un orden para la vida colectiva. Y cada deseo de conservación de cada multitud es particular, por lo que no está vinculado en una gran historia de la multitud humana. Aparece aquí, aunque de forma implícita una ausencia de fines que Macherey identifica con la eternidad (Macherey, 2006, p. 257). La necesidad absoluta de la naturaleza produce a los individuos que, por su parte, se reúnen en comunidades políticas mediante las cuales expanden su potencia, institucionalizan comportamientos y rituales que responden a necesidades prácticas en intereses concretos de cada nación. Respecto a esto, es preciso indicar que existe un debate ya clásico que enfrenta dos posturas principales con relación a la naturaleza de la individualidad del Estado. Por un lado está la postura que, en la filosofía de Spinoza, el Estado es un individuo real y natural, con un cuerpo (Montag, 1999, pp. 62-89) que es producto del ingenio de cada pueblo (Moreau 1994, pp. 441-459), y que se puede explicar genéticamente, como con todos los individuos (Matheron, 1988, pp. 37-61); por otro lado está la postura que considera que la nación en tanto que fundamento del Estado, es producto de un diseño pasional de la superstición para la gestión del vulgo (vulgus) (Strauss, 1997, pp. 244-250), por lo que el Estado no es tanto un individuo, sino un conjunto de relaciones (Den Uyl, 1983, p. 80) sin una individualidad propia. Por nuestra parte, sostenemos que el Estado es un individuo de una gran complejidad, y que, en última instancia, toda individualidad implica un conjunto de relaciones entre partes o individuos, determinadas por una cierta y determinada proporción de movimiento y reposo. En última instancia, todos los individuos no hacen sino existir transitoriamente para iterar el rostro total del universo (facies totius universii) (Ep. LXIV) o individuo total (totius individuum) (E2p13l7e) que es la naturaleza. Y como todo individuo, expresa un conato, un esfuerzo de conservación que se emplaza en un tiempo indefinido (E3p8) en tanto que se afirma y no está enfermo de tiempo en su inconformidad con la universalidad como sucede en Hegel (EN[10] §§375-6), ni contiene aquello que quita su esencia (E3p5, E3p8d), sino que se afirma continuamente, expulsando de sí cualquier causa contraria que pueda implicar la destrucción.

    Por lo anterior, para Spinoza, el término a discutir no es el tiempo sino la duración, que es la existencia propiamente dicha de las cosas singulares. El tiempo, según se implica en E1d8e, tiene alguna relación con la duración, a saber, la de medirla o procesarla en la sucesión de las afecciones, a su vez, la duración está vinculada con la existencia de los modos, a saber, con una existencia que no está unida de manera necesaria con la esencia o, para decirlo de otro modo, con una esencia que no implica necesariamente la existencia[11]. El último tratamiento que Spinoza dedica al tiempo como tal está contenido en los CM y puede ser ilustrativo de la necesidad que él identifica en la filosofía de abandonar ciertos conceptos por su improductividad. Así, el holandés define al tiempo como: “un simple modo de pensar, o como ya dijimos, un ente de razón; en efecto, es el modo de pensar que sirve para explicar la duración” (CM, I, I/G. I, p. 244). A partir de ese momento el tiempo queda como una de las formas en que se piensa acerca de la duración de las cosas y no como una afección de las cosas mismas, pues estas, en tanto que existen, son afectadas de duración, misma que establece los confines de la cosa en el plano de la causalidad. La productividad de la Naturaleza se expresa en el surgimiento y destrucción de infinitos modos que se siguen de la naturaleza infinita de la sustancia (E1p16), todo aquello que cae en el entendimiento infinito de Dios existe pues la potencia de la Sustancia lo produce y conserva. El tiempo es un concepto que Spinoza, ya desde su obra temprana, desplaza de la ontología a la epistemología, pues es un modo de pensar o un ente de razón, ya que el tiempo no es sino la medida de la duración. Desde el punto de vista de la Sustancia solo hay eternidad que es la libre necesidad de la autoproducción de lo real (E1p17, E1p17d), como pura inmanencia de los infinitos modos en la sustancia (E1p16) (Chaui, 2020, p. 97).

    El significado de la inmanencia en el orden político es, para Spinoza, que la dinámica política se explica por la constitución afectiva el ser humano, misma que es esencial. Su esencia implica un cuerpo que está limitado por otros cuerpos, su idea está limitada por otras ideas. La finitud es el horizonte de la política, por lo tanto, su ritmo o temporalidad es la duración del cuerpo político que no tiene que ver necesariamente con la de los seres humanos individualmente, aunque sin duda esa duración indefinida pero limitada es parte de la finitud en tanto que la política se desprende de la naturaleza humana como racionalidad que busca la utilidad y al mismo tiempo soporta las pasiones (E4p35c1, E4p35e; TP 1/5, TP 2/5, TP 2/8, TP 2/14).

4. Eternidad y potencia del Estado

En TP, el concepto de eternidad se usa en el mismo sentido, pero con la salvedad de que está inmerso en la dinámica del Estado y se refiere a este. Este uso está influido por E2p45 donde se afirma:

Cada idea de cualquier cuerpo o cosa singular que existe en acto, implica necesariamente la esencia eterna e infinita de Dios.

Demostración. La idea de que una cosa singular que existe en acto implica necesariamente tanto la esencia como la existencia de esa cosa (por 2/8c). Pero las cosas singulares (por 1/15) no se pueden concebir sin Dios, sino que, como (por 2/6) tienen a Dios por causa, en cuanto que se lo concibe bajo un atributo del que ellas son modos, sus ideas deben implicar necesariamente (por 1/ax4) el concepto de su atributo, esto es (por 1/d6), la esencia eterna e infinita de Dios.

Escolio. Aquí no entiendo por existencia la duración, esto es, la existencia en cuanto que es concebida abstractamente y como una especie de cantidad. Pues hablo de la misma naturaleza de la existencia, que se atribuye a las cosas singulares por el hecho de que de la necesidad eterna de Dios proceden infinitas cosas en infinitos modos (ver 1/16). Hablo, digo, de la existencia misma de las cosas singulares, en cuanto que son en Dios. Pues, aunque cada esté determinada por otra cosa singular a existir de cierta manera, la fuerza, sin embargo, con que cada una persevera en la existencia se sigue de la necesidad eterna de Dios. Sobre lo cual véase 1/24c.

   Spinoza concibe las ideas de las cosas como implicando la esencia de Dios siempre que estén existiendo en acto. Las cosas existen porque su esencia está contenida en el entendimiento infinito de Dios, pero también porque en el plano inmanente modal se despliega una necesidad tal que las produce por sí misma. De ahí que las ideas de las cosas que existen implican a la esencia eterna e infinita de Dios. La contemplación de la existencia de las cosas singulares tiene siempre como telón de fondo o como aquello que está implicado a la necesidad de la sustancia, a la potencia de la sustancia, a aquello en lo que todo es. Ahora bien, lo particularmente interesante de E2p45e es el concepto de existencia y cómo este se pone en juego para explicar la razón que subyace al hecho de que la idea de una cosa existente en acto implica la esencia eterna e infinita de Dios. Aquí Spinoza sostiene que él no está pensando en la existencia en acto como una cantidad o como la duración, como la duración de la cosa, sino de la necesidad de la sustancia que es la esencia misma de la existencia, esencia que es potencia y que también es eternidad. El neerlandés piensa la existencia de una forma no numeraria. “Existir” no es ser susceptible de cuenta. Esa forma de pensar la existencia es calificada como “abstracta”, pues en ese caso la existencia sería “una especie de cantidad”, algo que podría ser atribuido a todas las cosas, aquello que todas tendrían en común y que por lo tanto no sería esencial de ninguna en particular (E2p37). Dado que la duración es algo que puede ser atribuido a todas las cosas singulares y se manifiesta tanto en las partes como en el todo, es posible concebirla adecuadamente (E2p38). La duración de las cosas puede ser concebida adecuadamente y también el hecho de que las cosas obedecen a una duración indefinida, pero claramente sometida al régimen de la eternidad dentro del cual el surgimiento y destrucción de los modos están dados.

    La hipótesis de lectura que se sigue en este texto es que el régimen ontológico en Spinoza es la eternidad de la que participan tanto la esencia de la sustancia, como los infinitos atributos de esta, y por eso es que, en la idea de las cosas que existen en acto, a saber, en la esencia de las cosas tal y como aparecen para el entendimiento humano, se manifiesta la idea misma de la esencia de Dios como necesidad eterna de la que se siguen infinitas cosas, de los atributos de los cuales participa la cosa singular cuya esencia está siendo pensada[12]. El ser humano no es un imperio dentro de otro imperio (E4Praef) y su finitud consciente no es una excepción al régimen de la eternidad de la sustancia. Esto significa que la duración y la proyección del deseo humano sobre los otros modos no es superior o particularmente especial; sin embargo, el ser humano puede experimentar la eternidad tanto en la contemplación de su propia finitud como en la finitud de sus propias obras, de las cosas sobre las que despliega su potencia de obrar.

    Al pasar al TP, Spinoza hace un uso de la eternidad que parece tener que ver con la idea de que la destrucción o transformación de un Estado –o, dicho en otros términos, la finitud de un modo– es la que da acceso a la eternidad. La ruta parece trazarse desde el concepto de potencia (potentia), particularmente en TP 2/2, donde Spinoza argumenta que las cosas para existir y conservarse necesitan de la potencia eterna de Dios (Dei aeterna potentia) porque la esencia de las cosas no implica su existencia, sino que el hiato entre ambas debe ser salvado por la potencia de Dios. La eternidad se manifiesta en las cosas existentes en acto si se contempla que esta, la existencia en acto de las cosas, tiene como punto de articulación la necesidad del orden eterno de la Naturaleza (naturae aeternus ordo), cuyas reglas no son las de la conservación del hombre, sino la eternidad misma (TP 2/8).

    Pero en la implementación estrictamente política del concepto de eternidad lo que se observa es que, de manera análoga a lo que sucede con el individuo, la experiencia de la finitud de los regímenes en la historia manifiesta la eternidad misma. Pero la apariencia paradójica del argumento no es tal si se analizan algunos de los pasajes en los que el holandés hace uso del concepto de eternidad en el TP, sobre todo, aquellos que aluden directamente a la normatividad dentro del Estado. Uno de los cuales, por lo ilustrativo, es TP 10/9:

Sentado esto, veamos ya si estos Estados pueden ser destruidos por alguna causa culpable. Sin duda que, si algún Estado puede ser eterno (quod imperium aeternum esse potest), necesariamente será aquel cuyos derechos, una vez correctamente establecidos, se mantienen incólumes. Porque el alma (anima) del Estado son los derechos. Y, por tanto, si éstos se conservan, se conserva necesariamente el Estado. Pero los derechos no pueden mantenerse incólumes, a menos que sean defendidos por la razón y por el común afecto de los hombres; de lo contrario, es decir, si sólo se apoyan en la ayuda de la razón resultan ineficaces y fácilmente son vencidos. Habiendo probado, pues, que los derechos básicos de las formas de Estado aristocrático están acordes con la razón y el común afecto de los hombres, ya podemos afirmar que, si hay algún Estado eterno, necesariamente son éstos, o que, al menos, no pueden ser destruidos por ninguna causa culpable, sino tan sólo por una fatalidad inevitable. (TP 10/9)

    El parágrafo se sitúa en el contexto de un análisis sobre la utilización de la potencia y la conducción del Estado que culmina en TP 10/8: “Y sin embargo los hombres deben ser guiados de forma que les parezca que no son guiados, sino que viven según su propio ingenio y su libre decisión («ex suo ingenio et libero suo decreto vivere sibi videantur»)” La meta de todo pensar acerca del Estado y del poder político, tal y como se asienta en la vida práctica, es contemplar la duración del régimen y las posibilidades de este de sobreponerse a los obstáculos inherentes a todo emplazamiento de la potencia de la multitud. Un Estado en que la dominación es evidente tiene pocas probabilidades de conservarse y, por lo tanto, es altamente probable que se transforme o que sea destruido, pues está mal constituido. El neerlandés trae a colación que el alma del Estado (anima Imperii) son los derechos, a saber, las formas que toma la libertad de los ciudadanos, asimismo, que la conservación de dichos derechos es la conservación del Estado. De ahí que la conservación de dichos derechos, a su vez, dependa de dos factores que se atraviesan entre sí en el despliegue de la política: la razón y los afectos. Así, ante la posibilidad de plantearse un Estado eterno, Spinoza se decanta por aquel en que los derechos, una vez establecidos, no presentan cambio alguno. El Estado eterno (imperio aeterno) sería, pues, aquel que sea capaz de conservarse en su forma, tal y como fue establecido, porque, al ser una geometría de la potencia trazada por medio de las leyes y las costumbres, su eternidad radica en la conservación de su forma, en mantener las proporciones de movimiento y reposo que lo constituyen. La eternidad como inmutabilidad del aparato jurídico es la eternidad como conservación de la forma y del tipo de vida que un Estado permite y fomenta en su interior. Ese es, precisamente, el sentido que adopta eterno en TP 10/10. El Estado eterno es aquel que conserva su forma y no se puede cambiar por algún mecanismo interno, es decir, por una causa que esté incluida en el establecimiento mismo del Estado.

    En TP 10/10, el holandés discute la objeción que emergería de su propio sistema, a saber, que un afecto siempre puede ser vencido por un afecto más fuerte (E4p7) y que, por tanto, los derechos defendidos por el común afecto de los hombres (communi affectum homini) pueden peligrar si algún otro afecto vence al que los sostiene como derechos en el Estado. La agitación del Estado podría ser tal que, temiendo perder la vida, la libertad o la seguridad, se podría dar origen a una tiranía desde el seno de la aristocracia más igualitaria pensada por Spinoza. Esto haría referencia cualquier momento histórico en que la pérdida de estabilidad en el Estado ha producido un cambio en el parecer de la mayoría, lo que hace posible que se den cambios legislativos que transformen sustancialmente la forma del Estado y que puedan destruir la forma de vida que se institucionalizó. Ante la objeción, el neerlandés responde que son las instituciones las que le dan la fortaleza para enfrentar ese tipo de situaciones, de tal manera que el afecto común de los hombres no cambia de tal manera que los fundamentos del Estado se transformen de tal manera que este quede desmantelado por la dinámica afectiva de los individuos que lo conforman. El toque final viene cuando argumenta que un Estado como el que él describe en TP 9/9 no permite que se consolide una persona, de tal manera que controle por sí misma el Estado con lo que se asegura que la solución a los conflictos sea institucional y no personal:

Así, pues, aunque el terror provoque cierta confusión en el Estado, nadie, sin embargo, podrá traicionar las leyes y nombrar, contra derecho, a alguien para detentar el supremo mando militar, sin que, al momento, protesten quienes proponen a otros candidatos. De ahí que, para dirimir la contienda, será necesario recurrir finalmente a las leyes ya establecidas y por todos aceptadas y ordenar las cosas del Estado conforme a las leyes en vigor. Puedo, pues, afirmar, sin restricción alguna, que tanto el Estado en el que sólo una ciudad detenta el poder, como aquel, sobre todo, en el que lo detentan varias ciudades, son eternos; o, en otros términos, que no pueden ser disueltos o transformados en otro por ninguna causa interna (aeternum esse, sive, nulla interna causa posse dissolvi aut inaliam formam mutari) (TP 10/10).

    Esa es la última vez que Spinoza menciona la eternidad en el TP, y lo hace como una cualidad del Estado, definiendo dicha eternidad como aquello que no puede ser disuelto o transformado por una causa interna, es decir, aquello que no será por siempre, pero que no trae en sí la semilla de su propia destrucción, sino que está diseñado para durar hasta encontrar una fuerza que le resulte opuesta a tal grado que no pueda resistirla y sea transformado. Esa es, pues, la eternidad del Estado (aeternitas imperii), la que se experimenta cuando se contempla su potencia de obrar, pero también su finitud, su potencia de convertirse en otra reliquia más, sin fin, ni dirección más que la que emerge de su propio esfuerzo de conservación.

5. Conclusión

Entre la duración y la eternidad se juega un problema ontológico que, en el caso de la filosofía de Spinoza obtiene su solución mediante el posicionamiento de la eternidad como una pura ausencia de fines (Macherey, 2006, p. 258), es decir, como una pura actividad a-teleológica de expresión de una potencia eterna y absolutamente productiva (E1p34). Por esa razón podemos afirmar que la historia se concibe en el pensamiento de Spinoza como la continua rearticulación del conato colectivo en el marco general de la auto-producción de lo real (E1p16; TTP, IV; TP 2/6) que da pie a la ley humana (lex humana) como forma de vida (ratio de vitae) (TTP, IV/ G III, 58-60) que se hace objetiva según los ingenios de las multitudes (ingenium multitudinis), en el marco de sus potencias (potentia multitudinis) y los Estados (imperios) que de ellas resultan (E4p37e2, TTP XVI, TP 2/17, TP, 3/2, TP 3/9), y se suceden sin fin ni objetivo, pues la historia humana es una parte de la historia de la naturaleza entera (E4p4, E4p4c). La eternidad ínsita en cada cosa singular alcanza su verdad en el hecho de que toda destrucción es un fenómeno externo (E3p4, E3p4d, E3p5, E3p5d). No hay cosas enfermas de tiempo, ni organismos que surgen para su destrucción (EN, §375), sino una actualización necesaria de las esencias en el orden eterno de la sustancia divina. La destrucción (E4a) es la dialéctica material de producción de lo real (Macherey, 2006, 260) tal y como aparece en el registro de la experiencia, es decir, como fuerza y cambio de las cosas y los tiempos (vis et mutatio ómnium rerum atque temporum), historia que es experiencia de lo singular, lo común y lo eterno.

 

Referencias

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[1] En el TTP, Spinoza llama a la necesidad absoluta de la naturaleza, es decir, a la “concatenación de las cosas naturales”, como el “gobierno de Dios” (Dei directione) (TTP III, G III, p. 45). Al considerar al gobierno de Dios desde el horizonte de los seres humanos, este puede presentarse como un auxilio interno en cuanto “la naturaleza humana puede aportar, por su solo poder, a la conservación de su propio ser” (TTP III, G. III, p. 46); por su parte se puede llamar al auxilio externo “a toda utilidad que pueda provenirle, además, del poder de las causas externas” (TTP III, G. III, p. 46). La Fortuna es una manera en que se presenta el auxilio externo de Dios, según el propio Spinoza: “por fortuna no entiendo otra cosa que el gobierno de Dios, en cuanto que dirige los asuntos humanos a través de cosas externas e inesperadas” (TTP III, G. III, p. 46). La noción propiamente spinoziana de Fortuna está profundamente influida por la maquiaveliana, que la considera como un elemento impredecible que puede o no resultar favorable para un pueblo o un príncipe (Discursos II, 1; Príncipe, XXV). El concepto de fortuna expresado en el TTP es el usual de su época, resultado de la confluencia entre la tradición griega que piensa lo azaroso e impredecible y la cristiana que incluye al concurso divino como factor central en el gobierno del decurso del mundo (Martínez, 2007, p. 107).  En Spinoza se puede pensar a la Fortuna como un acompañante natural de la fluctuación de ánimo en tanto que desencadena un predominio de lo imaginario y la concatenación de la experiencia según el orden común de la naturaleza y no según el orden necesario.

[2] Como bien menciona Spinoza: “Concebir, pues, las cosas bajo una especie de eternidad es concebir las cosas, en cuanto que se conciben como seres reales por la esencia de Dios, o sea, en cuanto que por la esencia de Dios implican la existencia. Y por tanto, nuestra alma, en la medida en que se concibe a sí misma y al cuerpo, bajo una especie de eternidad, tiene necesariamente el conocimiento de Dios, implican la existencia. Y por tanto, nuestra alma, en la medida en que se concibe a sí misma y al cuerpo bajo una especie de eternidad (adeoque Mens nostra, quatenus se, et Corpus sub specie aeternitatis concipit), tiene necesariamente el conocimiento de dios y sabe, etcétera” (E5p30d).

[3] En sus Pensamientos metafísicos (CM), Spinoza sostiene que: “[la eternidad] es el atributo por el cual concebimos la existencia infinita de Dios” (CM, I, VI. G. I, p. 244). Así como que: “a Dios le pertenece actualmente una existencia infinita, del mismo modo que le pertenece un entendimiento infinito” (CM, II, I. G. I, p. 252). El concepto de eternidad en los CM aún no se ha refinado ni alcanzado su forma definitiva, esto se puede ver en que incluso la eternidad es llamada “atributo” mientras que la Ética –aquella que se considera el sistema de Spinoza en su forma definitiva– no permite definir, desde el entendimiento humano otro atributo que no sea la extensión y el pensamiento. Pero aún en este caso es difícil afirmar que la existencia infinita sea la existencia ilimitada, pues, pese a que ambas palabras refieren a un conjunto de sentidos más o menos similares, el límite y el fin no son exactamente la misma cosa. Spinoza dedica la epístola XII al tema del infinito y puede dar indicaciones acerca de lo que la existencia infinita pueda ser en su pensamiento; sobre todo porque dedica un párrafo a la distinción de varios tipos de infinito o, por lo menos, de varios sentidos en los que se dice que algo es infinito. La infinitud de la sustancia, que es algo que acompaña necesariamente al concepto de esta, no es del mismo tipo de que la infinitud de la extensión, sino que es tal en función de la esencia de la sustancia misma (Ep. XII, G. IV, p. 53). En la propia epístola, Spinoza se dedica a analizar cuatro conceptos clave de su ontología: sustancia, modo, eternidad y duración, con ello busca vincular la medida a lo modal, a lo que tiene duración y la sustancia a lo infinito, que no puede ser dividido y por lo tanto no puede ser medido. Lo anterior es una operación que antecede la teoría de la imaginación desarrollada en E2p17.

[4] En la segunda crítica, Kant establece a la inmortalidad del alma como uno de los postulados de la razón práctica sobre la base de que: “Pero la plena adecuación de la voluntad con la ley moral es la santidad (Die völlige Angemessenheit des Willens aber zur moralischen Gesetze ist Heiligkeit), una perfección de la cual no es capaz ningún ser racional perteneciente al mundo de los sentidos en ningún momento de su existencia” (KpV 220). Como consecuencia de ello acercarse a la santidad (Heiligkeit) requiere de un progreso infinito (unendlicher Progressus): “Pero este progreso infinito sólo es posible suponiendo una existencia y una personalidad (Unendliche fortdaurenden Existenz und Persönlichkeit) del mismo ser racional que continúe hasta lo infinito (la cual se llama inmortalidad del alma). Por lo tanto, el bien supremo sólo es prácticamente posible bajo la suposición de la inmortalidad del alma” (KpV 220).

[5] En el TTP el holandés menciona al paso, que hay prejuicios que surgen de una adoración a la Escritura en detrimento de la “propia palabra de Dios” y como comentario añade que “([el vulgo es] propicio a la superstición y más amante de las reliquias del pasado que de la misma eternidad)” ([vulgus est] superstitioni addictum, et quod temporis reliquas supra ipsam aeternitatem amat) (TTP, Praef. /G. III, 10).

[6] Spinoza también considera la imposibilidad de pensar la idea que excluye la existencia del cuerpo, pues le es contraria (E3p10), así no solo se considera que la parte de la mente vinculada al cuerpo no sobrevive a este, sino que la sola exclusión de la existencia del cuerpo ya es contraria a la mente. Con lo que la inmortalidad del alma como modelo para pensar la eternidad de la mente se descarta porque dicha idea sería en sí misma contradictoria con lo que el alma es e implica, a saber: la idea del cuerpo (E2p13)

[7] “El sentimiento de la finitud es la condición del sentimiento de la eternidad y, él mismo, en un sentido, es el sentimiento de la eternidad. Es por este movimiento, que se accede y se toma consciencia de que todo no es inmediatamente necesario, que el alma observa su importancia y que ella aspira a salir de la contingencia, figura que toma para sí misma de la necesidad externa” (traducción propia).

[8] Como bien menciona Spinoza: “Cada idea de cualquier cuerpo o cosa singular existente en acto implica necesariamente la esencia eterna e infinita de Dios (idea Dei aeternam et infinitam essentiam necessario involvit)” (E2p45) que se hace aún más explícito en su escolio: “No entiendo aquí por existencia la duración (per existentiam non intelligo durationem), esto es, la existencia en tanto que concebida abstractamente (abstracte concipitur) y como una cierta especie de cantidad. Pues hablo de la naturaleza misma de la existencia, la cual se atribuye a las cosas singulares porque de la eterna necesidad de la naturaleza de Dios se siguen infinitas cosas de infinitos modos (ex aeterna necessitate Dei naturae infinita infinitis modis sequuntur)” (E2p45c). Spinoza piensa como contemplación de la eternidad desde la finitud y la duración una cierta consideración de la existencia en el plano de la inmanencia. En las ideas de las cosas singulares que existen en acto se implica necesariamente la esencia eterna e infinita de Dios pues lo que existe es mantenido en la existencia por la potencia activa de Dios (E1p15, E1p15e, E1p16, E1p18, E1p24c, E1p35).

[9] “Pero ésta [la naturaleza] no crea las naciones, sino los individuos, los cuales no de distribuyen en naciones sino por la diversidad de lenguas, de leyes y las costumbres practicadas; y sólo de estas dos, es decir, de las leyes y las costumbres, puede derivarse que cada nación tenga un talante especial, una situación particular y, en fin, unos prejuicios propios” (TTP XVII, IV/G. III, p. 217).

[10] Se abrevia EN a la Enciclopedia de las ciencias filosóficas.

[11] El tiempo de la Ética es circular en tanto que se desprende del procesamiento de las afecciones corporales y las ideas imaginativas de acuerdo a un orden consuetudinario. De ahí que el comentarista mexicano Luis Ramos-Alarcón, a partir de su interpretación de E2p18, lo considera un afecto, que concatena la experiencia según el orden de presentación de las cosas singulares (Ramos-Alarcón, 2020, pp. 196-204).

[12] El filósofo holandés confronta la argumentación en contra de la eternidad del mundo y a favor de la creatio ex nihilo bíblica dada por Maimónides Guía de perplejos 2, 25 –que a su vez es una declaración de neutralidad frente a la creatio de novo platónica asimilada por Rabí Eliezer y comentada por el cordobés en su Guía de perplejos 2, 26–. El propio Maimónides sostiene: “Ten en cuenta que, admitida la creación del mundo todos los milagros son posibles, como igualmente la Torá, y se desvanecen todas las objeciones que pudieran oponerse”. Para Maimónides, la creación del mundo es la piedra de toque que otorga al creador poder absoluto y libertad absoluta para actuar sobre el mundo; de ahí que los milagros tengan como base un acto creador, una soberanía universal y total que permite producir excepciones en el funcionamiento del mundo. Por su parte, Spinoza rechaza los milagros: “Los milagros, en cuanto que por tales se entiende una obra que repugna al orden de la naturaleza, están, pues, tan lejos de mostrarnos la existencia de Dios, que, antes, por el contrario, nos harían dudar de ella; sin ellos, en cambio, podemos estar seguros de la existencia divina, con tal que sepamos que todas las cosas de la naturaleza siguen un orden fijo e inmutable” (TTP, VI/ G III, 85). Spinoza no es un filósofo que se preocupe por el origen, ni que le atribuya una libertad absoluta a Dios en el sentido humano de lo que se entiende por libertad –algo así como el libre arbitrio–, sino que identifica su potencia con su normatividad, a saber, con su necesidad (E1p17, E1p34, E2p3, E2p3e). Así, necesidad, potencia, eternidad se despliegan en conjunto como herramientas conceptuales para dar cuenta de la existencia de la sustancia divina.

Potencia de la imitación

Tatián, D. (2022). Potencia de la imitación. Círculo Spinoziano. 2(3), 22-36.

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Diego Tatián – Potencia de la imitación

 

Uno. El concepto de imitación presenta una equivalencia o una correspondencia con la antigua noción de mímesis, es decir la construcción de una semejanza o su expresión; la representación o la reproducción de algo que se toma por referente, o la adecuación a ello. Sin embargo, algunos estudiosos han señalado la inconveniencia de traducir la palabra griega mímesis por “imitación” como suele ser usual hacerlo, y se han propuesto versiones alternativas como “expresión”, “idealización”, “representación” o “ficción” (ver Sinnott, 2004, pp. xxiv-xxv). Si bien, por simplicidad, en el presente texto mantenemos la arraigada transmisión de mímesis como imitación, su propósito será precisamente el de extender el sentido del término en modo que resulta imposible de circunscribir a ser una simple copia o reproducción semejante de un modelo. Más que atenida a la sola esfera del arte, la mímesis / imitación se halla en el centro de la vida humana. El lenguaje, la educación, la política, la sociabilidad y la cultura la albergan de manera inmediata y serían incomprensibles sin ella. También es posible detectarla en registros menos evidentes de la experiencia, y en mecanismos pre-culturales y pre-reflexivos.

    El origen del concepto de mímesis resulta enigmático; su adjudicación a la danza primitiva por Koller (1954) y Benjamin (1971)[1] no es aceptada de manera uniforme. La tradición filosófica, por su parte, reconoce sus textos canónicos en República III, República X y en la Poética. En Platón, el concepto de mímesis se carga de sentidos conforme se desarrolla el diálogo. La narración imitativa propia de los poetas y de los fabuladores (quienes producen ficciones) es un relato de hechos acaecidos en el tiempo (el pasado, el presente o el futuro). Una primera acepción (392d-394d) remite a la técnica narrativa: cuando el poeta abandona la “simple narración” y no habla en nombre propio sino en nombre de otro, “adaptándose” todo lo posible a sus gestos y a sus palabras. Imitativa sería así la narración que adopta la primera persona de otro. El ejemplo de narración imitativa invocado por Platón es la Ilíada; posteriormente remite a la tragedia y la comedia. La mímesis es considerada aquí como una potencia “política” de gran poder de seducción, que debe ser vigilada por los guardianes y disputada por los filósofos y pedagogos. La pólis se vuelve escenario de una “controversia mimética” (Wulf, 1995, p. 24). La imitación descontrolada promueve la vida sensible, corrompe el pensamiento de quienes escuchan a los poetas, y deberá ser conjurada con su sustitución por una imitación de acciones virtuosas e individuos ejemplares. La mímesis se vuelve emulación. O bien: se desplaza desde una dimensión puramente aisthetica a un registro ético-político.

    En República X (595a-602b), en tanto, la discusión incurre en terreno ontológico. A diferencia de los artesanos que producen objetos, los pintores solo producen apariencias. La distinción entre la idea de un objeto (asunto de la filosofía), el objeto empírico producido por una téchne (asunto de los artesanos) y la apariencia de ese objeto (asunto de los pintores) confina a la mímesis al grado más bajo de realidad y al arte imitativo a la más extrema distancia de la verdad –no obstante su poder para “engañar a los niños y a los ignorantes” (598b-c) sin prestar ninguna utilidad a la ciudad–. Con absoluta autonomía de las esencias, el poeta y el artista plástico producen imágenes que no se circunscriben a un plano puramente subjetivo y privado, sino que redundan en el descontrol político de las ciudades y el naufragio ético de las vidas.

    Para Aristóteles, en tanto, por el placer que procura la mímesis es innata en el ser humano; no significa aquí la copia de un modelo sino una exploración de lo “posible”, según la célebre distinción entre poesía –en esto más “filosófica” y más “universal”– y la investigación histórica[2]. Mímesis es así práctica de constitución del (de un) mundo que no está empíricamente dado. La fórmula ars imitatur naturam con la que los medievales tradujeron la mímesis aristotélica debe comprender la naturaleza como physis, es decir como natura naturans, potencia creadora y viviente que irrumpe, y no simple facticidad dada (Wulf, 1995, pp. 29-31). Asimismo, mímesis remite en Aristóteles a lo que los seres humanos hacen y padecen: las diversas artes “imitan caracteres, pasiones y acciones (ethé kai páthe kai praxeis)”[3]. En esta comprensión, mímesis debe ser entendida no únicamente como reproducción sino como producción de novedad y generación de sentido. Así extendida, no queda reducida –a la manera de la comprensión platónica– al mundo de las apariencias, sino que se inscribe en el orden del ser.

Dos. Si los orígenes filosóficos de la mímesis se inscriben en el terreno de la poética y de la ficción, adopta luego una extensa dimensión antropológica y política, con particular relevancia en la teoría social contemporánea. En Dialéctica de la Ilustración, Adorno y Horkheimer (1994), la colocan en el centro de su crítica a la deriva ilustrada, como núcleo de explicación del antisemitismo. En un primer momento, se trata de la adaptación pasiva a una naturaleza llena de peligros cuyo exceso de poder es experimentado como amenaza continua: la asimilación por “rigidez” es la más arcaica estrategia de supervivencia, que Adorno y Horkheimer (1994), llamaron mímesis de lo muerto: “la vida paga el precio de la supervivencia asimilándose a lo que está muerto” (p. 225). El fingimiento de la muerte, la inmovilidad y la cosificación –el menoscabo de la propia vida– establece una estrategia de pasividad que pervive hasta hoy como técnica de disimulación en situaciones de “terror” –o bien de simple adversidad–. En tanto adecuación a un contexto que impone su amenaza, la no reacción, la suspensión de los signos vitales y la inmovilidad ante los estímulos inmediatos es una forma elemental de cautela del salvaje, común con algunos procesos del mundo vegetal y del mundo animal. Según la Dialéctica de la Ilustración, esta mímesis pasiva se transforma en una primera mímesis activa con el surgimiento de la magia –en tanto “uso regulado de la mímesis”–, y posteriormente busca imponerse a la naturaleza, en vez de simplemente adaptarse a ella, por medio del trabajo y su organización racional (que redundará en una des-animación mecánica de la subjetividad como presupuesto de dominación mimética de una naturaleza desanimada a su vez). La represión de la “mímesis incontrolada” es presentada aquí como el presupuesto de la civilización. Conforme esta inversión, la naturaleza es ahora conminada a adecuarse a la actividad humana, y el antisemitismo será considerado como el “rasgo morboso” de ese proceso en el que cristaliza la “mímesis reprimida” (Adorno y Horkheimer, 1994, pp. 229-231).

    La acción de la naturaleza reviste así la forma de una “anticipación mimética”, como sucede con el carácter mágico del arte naturalista en el Paleolítico según la interpretación clásica de Arnold Hauser (1974). La anticipación mágica de las representaciones paleolíticas era una simple “técnica sin misterio” para la consecución del sustento, que nada tenía que ver con la religión ni con un arte puramente estético, autónomo de la vida. “La representación pictórica no era [en el pensamiento del pintor y del cazador paleolítico] sino la anticipación del efecto deseado; el acontecimiento real tenía que seguir inevitablemente a la mágica simulación” (Hauser, 1974, p. 16-17). Ninguna función simbólica ni ornamental. El hecho de que recurrentemente los animales hubieran sido representados ya atravesados por flechas y lanzas es considerado por Hauser (1974), como “la mejor prueba de que este arte perseguía un efecto mágico y no estético” (p.19).

Tres. El extenso arco de aspectos de la experiencia humana que la imitación recorre en la historia de la filosofía desde Platón hasta Adorno –también en la estética, la crítica literaria, la antropología, la psicología…– encuentra en la filosofía de Spinoza una singular remisión para pensar la vida en sociedad, según un conjunto de textos cuya importancia para la filosofía política moderna –en tensión con las teorías del pacto–, ha sido puesta de relieve por la crítica desde hace no mucho tiempo. Se trata, en efecto, del motivo de la “imitación de los afectos” que se explicita y desarrolla entre las proposiciones 27 y 32 de la tercera parte de la Ética. En tanto avatar de la imaginación que funda el espacio común a partir de una clave de explicación realista y afectiva, dislocada de la comprensión contractualista de la institución social, la affectuum imitatio presupone un individuo ya siempre afectado, en medio de otros que lo transforman, inscripto en cada caso en una trama fáctica de pasiones constitutivas de su deseo, en vez de un individuo transparente en sus intereses inmediatos y definido por su voluntad. Se trata de una forma primaria de reconocimiento entre los seres humanos y de una ley natural que permite la constitución –imaginaria– de la humanidad y el sentimiento de pertenencia a ella. Para Spinoza, la sociedad no adviene a resultas de una interrupción de la violencia a través de un pacto, sino como efecto del carácter mimético del deseo que comporta el conflicto y la violencia.

    El vínculo primario entre los seres humanos estalla pues en la imaginación. Si imaginamos que alguien (Spinoza escribe con una restricción: “una cosa semejante a nosotros por la que no hemos sentido afecto alguno”) se halla afectado por algo, seremos afectados por ese mismo afecto según una traslación que involucra exclusivamente a los sujetos en el plano de la imaginación. Pero si no es una neutralidad afectiva lo que se halla presupuesto, si la vinculación imaginaria encierra por ejemplo un odio anterior, en ese caso el afecto que nos produce su afecto es igual en intensidad, pero exactamente contrario (si se alegra nos entristeceremos, y al revés).

    Las dos posibilidades elementales que Spinoza (1984) registra en la imitación afectiva son la compasión (commiseratio) –sentir tristeza por la tristeza de alguien, lo que establece el origen de la benevolencia– y la emulación (aemulatio): el deseo de algo que irrumpe por mediación del deseo de otro; que no nace directamente del objeto deseado, sino porque otro desea ese objeto. Asimismo, una tercera variante de la imitación afectiva –que no es compasión ni emulación– es indicada en la “Definición de los afectos” con la que concluye Ética III. Se trata de un mecanismo de importante relevancia política, cuyo paradigma es el miedo: el impulso de hacer lo que otros hacen no por empatía de su tristeza ni por una mímesis de propiedad, sino por el desencadenamiento de un contagio afectivo que vuelve colectivo un temor o un odio y produce la estampida o el linchamiento. Imitación como efecto especular: temer porque otro teme, odiar porque otro odia, huir porque otro huye (E, III, def. af. 33).

    Además de una imitación de los afectos, hay (según E, III, 29) una adecuación de la acción a lo que imaginamos produce alegría y un cuidado de evitar lo que genera aborrecimiento. Este mecanismo de la imaginación –complementario de la imitación de los afectos– podría ser llamado “adecuación a los afectos”, en tanto imaginación anticipatoria de las reacciones de alegría o tristeza que presumiblemente produce una acción. Aquí establece Spinoza (1984) el origen de la ambición (ambitio), cuando la adecuación es tal que el esfuerzo por agradar a otros se convierte en el principio de una vida. En este caso, la imitación-adecuación regula la existencia individual por los afectos, prejuicios y costumbres de una mayoría –una opinión pública– en la que se espera encontrar reconocimiento y confirmación. Ambición es la palabra que designa la vida pre-filosófica o no filosófica, sumida en el esfuerzo de correspondencia con las turbulencias de las pasiones y la variabilidad de las opiniones de la multitud.

    La imitación de los afectos y la adecuación a los afectos trazan las coordenadas primarias de los vínculos humanos y proporcionan la clave conativa que explica la existencia social. No es una presunta autonomía del conatus sino una heteronomía afectiva determinada por la fortuna de las causas externas, lo que provee la materia originaria de la vida en sociedad. Estrictamente, la sociedad es una “institución imaginaria”, siempre heterónoma, que surge de una afectividad necesaria en su naturaleza y aleatoria en su experiencia. El amor y el odio se constituyen intersubjetivamente. Nadie ama u odia con independencia de lo que otros aman y odian. Y puesto que los afectos son siempre efectos de una dinámica imaginaria nunca completamente comprensible, es que la ambigüedad, la fluctuación, la inhibición, el exceso y derivas imprevisibles se alojan en las alegrías, las tristezas, los amores y los odios pasionales. La palabra que Spinoza (1984) usa para designar esa excedencia del poder de los afectos respecto de nuestro conatus activo es obnoxius. La existencia se halla inmediatamente obnoxius affectibus, arrastrada por fuerzas incomprensibles, arrollada por los afectos y a merced del poder de la fortuna que desquicia el deseo de las criaturas finitas.

    En el corolario y el escolio de la proposición 31, Spinoza (1984) introduce un giro polémico en la temática de la imitación de los afectos y la adecuación a ellos: introduce una imposición de los afectos. Con ello se detecta el deseo de que “cada uno ame lo que él ama y odie lo que él odia” –y cada uno se ama ante todo a sí mismo–, y que “todo el mundo apruebe lo que uno mismo ama u odia”, es decir que “los demás vivan según su propio ingenio”. La lógica del amor produce pues una inversión fundamental y un tránsito del “deseo de colmar el deseo de otro, al deseo de someter a otro al propio deseo” (Bove, 2009, p. 88), pasaje que desencadena la ambición de dominio cuya estructura es la superbia (es decir el amor de sí que se extiende hasta el delirio). La radicalización de este desarrollo afectivo transforma asimismo a la humanidad en “inhumanidad”: en efecto, quien no ayuda a los demás ni por la razón ni por la commiseratio “con razón se llama inhumano (inhumanus), ya que parece ser desemejante al hombre” (E, V, 50, esc. del corolario).

    Esta poderosa inclinación de la naturaleza que arrastra a imponer a otros los afectos propios es un avatar de la ambitio e introduce el conflicto en la imitación y la adecuación afectivas, que en sí mismas carecen de él. La universalidad del deseo de imponer afectos se halla motivada por el hecho de que “todos quieren ser alabados o amados”, lo que redunda en odio recíproco y desencadena un espiral de apasionada disputa por el reconocimiento.

    El conflicto que nace por el deseo de imponer a los demás el reconocimiento de la propia afectividad pareciera anterior y más elemental que la disputa por las cosas, pues el deseo de algo está subordinado –en su intensidad– a la imaginación del goce y del deseo de otro por esas mismas cosas. En un sentido primario, el combate por la propiedad tiene su raíz en la imaginación: “Si imaginamos que alguien goza de una cosa que solo uno puede poseer, nos esforzaremos en lograr que no la posea” (E, III, 32). Aunque se trate de un bien escaso o que no todos pueden poseer, no es la escasez misma lo que motiva la disputa, sino el deseo de evitar su goce por otro revelado a la imaginación propia.

    Pero también en una situación de abundancia tendría lugar la guerra por la apropiación, que no se explica por un vínculo del deseo con las cosas sino por una agonística de los deseos por medio de las cosas, cuyo terreno es la imaginación. No es solo el deseo de apropiarse de algo lo que motiva la rivalidad, sino el deseo de desapropiar a otros –tanto de los objetos como sobre todo de su goce, puesto que el goce presenta una cierta lógica de la exclusividad–. Si otro goza (porque otro goza) yo ya no puedo hacerlo. Hay una elemental inclinación del deseo a la exclusividad y a la superioridad: su motivación primaria no es tener más que antes sino tener más que otros; no la obtención de una plenitud en sí misma sino la de una diferencialidad que procura una ventaja sobre los demás. Spinoza es un filósofo sensible a la espectralidad que acompaña al deseo, como motivo no solo psicológico sino también político que un “realismo de la enmienda” deberá registrar y adoptar sin concesiones para impulsar su obra democrática.

Cuatro. Imitación, adecuación, imposición son los conceptos que tensan la dinámica afectiva donde tienen lugar las formas primarias de la vinculación humana; una “insociable sociabilidad” –según la conocida expresión kantiana– inscribe la tarea política y filosófica en un realismo de los afectos que no desaparece nunca de la vida social. La imitación de los afectos, en tanto apertura primaria de los seres humanos hacia sus semejantes, no puede ser reducida al egoísmo, ni a una simple necesidad de otros como objetos sobre quienes imponer pasiones de superioridad –cosas que ocurren también, pero en una trama de afectos más compleja–. Spinoza no es Hobbes. A diferencia del autor inglés –para quien el deseo es siempre deseo de apropiación o deseo de gloria y superioridad sobre otros–, en Spinoza el deseo tiene la posibilidad de no quedar fijado en sus modos inmediatos de existir y realizarse a través de nociones comunes. Se da cuenta de una ambivalencia del deseo en virtud de la cual “la misma propiedad de la naturaleza humana” produce la composición y la confrontación, la cooperación y la ambición, lo común y la destrucción de lo común.

    El deseo, sin embargo, es inmediatamente mimético y conflictivo. Fuerza mimética elemental del entramado social, en efecto, la imaginación del deseo de otro (que puede corresponder o no con el deseo de otro) es la fuente más poderosa de la rivalidad humana –en la que concursa asimismo la envidia (E, III, def. af. 33)–, pero también de la composición de potencias comunes bajo una forma de imaginación que Spinoza llama democrática. Para ello, la pura reforma del entendimiento se vuelve emendatio del deseo que se inscribe en la experiencia política. Emendatio no es reforma ni es revolución sino intervención inmanente en una materialidad dada para su transformación. Originalmente, designaba el trabajo de artesanos imprenteros sobre las erratas de los copistas; práctica materialista sobre la página que aloja el error para suprimirlo delicadamente y escribir de nuevo –sobreescribir–.

    La enmienda de la imaginación y del deseo –más urgente que la del entendimiento, y quizá su condición misma (no es imposible que la inconclusión del primer escrito de Spinoza se deba a ello)– toma siempre en cuenta a los seres humanos como son y nunca a los seres humanos como deberían ser (es decir, los toma en cuenta como seres apasionados no como seres racionales, justos y virtuosos); por ello es que su labor no redunda en una sociedad sin conflictos sino con otros conflictos, en la que los antagonismos hayan sido convertidos en agonismos. La clase dominante lo es en virtud de una exclusividad perpetuada en el imaginario social como si se tratara de la “clase elegida” (que puede ser formalmente sometida a la misma deconstrucción de la que es objeto la noción de “pueblo elegido” en el capítulo III del Tratado teológico-político). La clase dominante es no solo sin otros sino a costa de otros, contra otros, en detrimento de otros: un apetito de exclusividad incluso más poderoso que la pasión de seguridad es lo que anima su existencia misma como clase.

    La emendatio filosófico-política del deseo es interrupción de la lógica excluyente del goce, programa que es explícito desde el escrito más provisorio y temprano de Spinoza: “…el sumo bien es alcanzar [la naturaleza humana más perfecta] de suerte que el hombre goce, con otros individuos, si es posible, de esa naturaleza […] Este es, pues, el fin al que tiendo: adquirir tal naturaleza y procurar que muchos la adquieran conmigo; es decir que a mi felicidad pertenece contribuir a que otros entiendan lo mismo que yo […] Para que eso sea efectivamente así, es necesario […], además, formar una sociedad, tal como cabría desear, a fin de que el mayor número posible de individuos alcance dicha naturaleza con la máxima facilidad y seguridad” (Spinoza, 1986a, pp. 79-80; los subrayados son nuestros).

Cinco. En la filosofía de Spinoza, el juicio concerniente al arte –como también a la ética, a la política…– se halla sometido a lo que recientemente Frédéric Lordon (2020) ha llamado “la condición anárquica”. Esto quiere decir: el valor de las obras de arte no radica en una presunta belleza intrínseca con la que estarían dotadas, sino en su utilitas para incrementar –según el célebre escolio de E, IV, 45– la potencia humana de actuar y de pensar –de vivir–. Según una perspectiva spinozista, es por relación a una “norma inmanente del conatus” (Lordon, 2020, p. 283) que el arte debe ser considerado; es decir por relación a la vida humana[4]. Esa consideración del arte toma en cuenta el poder de afección de las obras en relación a la capacidad de ser afectado (la voz pasiva del verbo no indica aquí una pasividad sino una potencia) de quien entra en composición con ellas. Es decir, los afectos –la capacidad de afectar y la capacidad de ser afectado– son relativos y relacionales; históricos y sociales. En tanto “arte de la naturaleza” (Atilano Domínguez, Pedro Lomba) o “capacidad creadora de la naturaleza” (Vidal Peña)[5], expresan el orden común del que los seres humanos son una parte.

    En el mismo sentido en que no hay una belleza intrínseca de las obras de arte independiente del juego de los afectos –de la imitación de los afectos y la formación consiguiente de un afecto común que las valida como tales–, tampoco hay una potencia de afección de la obra independiente de la capacidad de ser afectada que reviste la comunidad en la que esa obra se halla inserta y es considerada. Entre una y otra sucede la conversación humana que incrementa esa capacidad, o la direcciona en un sentido que originalmente era inexistente, o distinto. Tal es, por ejemplo, el trabajo de la crítica. Nunca un descubrimiento o una ruptura se hallan despojados de esa mediación que las dota de sentido por el cual se consolidan como un descubrimiento o una ruptura (Lordon, 2020, pp. 287-290).

    En el prefacio IV de Ética, hallamos un pasaje central para pensar la cuestión del arte y la creación estética en clave spinozista. Si consideramos que la obra (opus) de la que allí se trata es una obra de arte, y su artífice (opificis) un “artista”, en este texto puede ser determinado el inicio de la discusión acerca de la “belleza”, cuyo terreno es la imaginación: del artista y del espectador. En la imaginación es donde se produce una facultad de juzgar común, no sin conflictos y litigios de puntos de vista. La formación del juicio de aprobación o desaprobación respecto de una obra remite a la temática de la imitación de los afectos, en sus dimensiones de emulación (mímesis de un artista por otro –que realiza una obra de arte de cierta manera porque otro artista la realiza de esa manera– y de un espectador por otro –a quien le gusta algo porque a otros espectadores les gusta–), adecuación (la producción de obras orientadas a producir la alegría o aprobación o placer de aquellos a quienes está destinada, y a evitar su rechazo) e imposición (la batalla por producir una aprobación o un gusto dominante).

    La inexistencia de una presunta belleza intrínseca de la que las obras estarían dotadas parece remitir a una validación puramente social de las mismas. En principio, la perfección de una obra se establece por relación al propósito de quien la crea: su perfección o imperfección resultará del contraste entre ella y el propósito contenido en la intención y fin del autor de esa obra. En efecto, una obra será perfecta tan pronto “ha sido llevada hasta el término que su autor había decidido darle”[6] (e imperfecta en caso contrario). Hasta aquí el juicio respecto de una obra tiene su base en el contenido intencional del artista al realizarla. Sin embargo, Spinoza da otro paso que desplaza el criterio acerca de la perfección estética desde el propósito del artista hacia el juicio del espectador, quien contrasta la obra con una “idea” en la que ella queda subsumida –una idea “universal”. Será perfecta la obra que coincide con esa idea, sin importar el propósito de su autor[7].

    Prevalece aquí –respecto de la determinación de lo que es perfecto o imperfecto– el punto de vista del espectador (de los espectadores) por sobre el del artista o creador. La consolidación de ese punto de vista no es independiente de la lógica de la imitación de los afectos. Lo bello es así definido por la construcción de un afecto común que lo establece como tal y por tanto un campo de batalla por la aprobación y por el sentido del gusto. El valor de una obra, su validación en cuanto obra, no es decidido por su autor sino por “una relación de potencias normativas ligada a la imitación de los afectos” (Drieux, 2020, pp. 216-217). La “belleza”, o más bien la utilidad colectiva del arte, es una construcción imaginaria que resulta de una imitación afectiva a la base del juicio estético.

    Pero, como es el caso de todos los registros de la imitación, también la cuestión relativa al arte y el valor de las obras de arte se hallan sometidos a la inestabilidad y la mutación. La creación hace un hueco en lo concebido cuando no resulta de una imitación sino de una ruptura de lo que la imitación permite codificar: “…si alguien ve una obra que no se parece a nada de cuanto ha visto, y no conoce la intención de quien la hace, no podrá saber ciertamente si la obra es perfecta o imperfecta” (E, IV, pref.). Ese “no poder saber” marca la imposibilidad de subsumir la obra en lo ya conocido y su desvío de los afectos y juicios comunes que establecen la perfección o la belleza de algo. La creación de cosas que “no se parecen a nada” de lo que se ha visto y se conoce (cuando se activa la pregunta ¿qué es esto?) desencadenan una reconfiguración de las relaciones afectivas. La tensión entre mímesis y creación de cosas “que no se parecen a nada” establece un campo en el que se libra la imitación de los afectos en su complejidad.

Seis. La temática spinozista de la imitación de los afectos presenta una notable cercanía con la teoría mimética desarrollada por la antropología de René Girard, según la cual el hombre es un ser mimético antes que un animal racional. Para Girard (1984), en efecto, la imitación fundamental tiene lugar a nivel del deseo y el ser humano “está esencialmente fundado sobre el deseo de su semejante”. El deseo aloja una irrebasable contradicción: aspira a la autonomía y sin embargo es imitativo. Este carácter mimético del propio deseo respecto del deseo de otro convierte a ese otro en modelo y rival al mismo tiempo. Si bien –como en Spinoza– la imitación tiene en Girard (1984, pp. 146-147) un carácter ambivalente, su obra acentúa los aspectos conflictivos y las derivas de la atracción mimética animadas por la violencia, que se extiende y deviene recíproca.

    En tanto “mímesis de representación”, la mímesis griega y filosófica en general no reconoce según Girard (1984) lo que en su antropología se nombra como “mímesis de apropiación”, que tiene lugar en el deseo. A su vez, la mímesis de apropiación –que establece un registro inmediato de disputa por las cosas– acaba por independizarse del exclusivo interés en el objeto que la desencadenó, y cede su lugar a la “mímesis de antagonista”, según la cual la rivalidad se vuelve pura confrontación entre los deseos y el apetito de apropiación que le dio origen pierde toda relevancia. Lo que el deseo anhela no es ya un objeto ni la exclusiva apropiación de lo que motivó el conflicto, sino el deseo y el ser mismo del modelo-rival.

    Como la filosofía de Spinoza –y en el mismo sentido que ella– la teoría girardiana rompe con cualquier ilusión de autonomía del deseo. Deseamos porque (lo que) otros desean. El deseo no es propio sino siempre impropio y signado por una heteronomía radical. El deseo es deseo de otro –en el doble sentido del genitivo–. La crítica girardiana a la filosofía moderna del sujeto nunca reconoce esa misma crítica en el pensamiento de Spinoza, con la que sin embargo coincide en aspectos sustantivos[8]. ¿Por qué Girard –cuyas fuentes son principalmente literarias– jamás remite al único filósofo clásico que se sustrae a la ilusión idealista del sujeto autónomo, además de pensar la centralidad de la imitación en la vida humana, exactamente como él lo hace en su antropología?

    En Girard (1984), la desembocadura de la violencia generalizada de todos contra todos deriva en un redireccionamiento hacia la violencia de todos contra uno, cuyo efecto es el restablecimiento del orden, según el mecanismo del chivo expiatorio en virtud del cual la unidad es restaurada con la producción de una víctima sacrificial. Esa transferencia de violencia y su concentración en una sola víctima reconcilia a la comunidad hasta ese momento sumida en la amenaza de desintegración. “Si la transferencia colectiva es realmente efectiva, la víctima nunca aparecerá como una víctima propiciatoria explícita, como un inocente aniquilado por la ciega pasión de las multitudes. Esa víctima deberá pasar por un verdadero criminal, por el único culpable en el seno de una comunidad ahora despojada de su violencia… Un linchamiento considerado desde el punto de vista de los linchadores nunca se manifestará explícitamente como linchamiento” (p. 153). La violencia sacral constitutiva de las sociedades, así como su mecanismo sacrificial, según la polémica teoría de Girard, en La violencia y lo sagrado, es únicamente interrumpida por la revelación testimoniada en la Escritura judeocristiana.

    La filosofía spinozista de la imitación afectiva, en tanto, permite una enmienda socio-política de la mímesis originaria en formas no conflictivas de imitación orientadas a la “utilidad común”, y a distancia tanto de una salida religiosa del conflicto mimético (en el sentido propuesto por Girard) como de formas de subjetividad determinadas por el puro autointerés[9]. Es posible pensar en clave spinozista una imitación del deseo de pensar, una imitación del deseo de conocer, una imitación del deseo de libertad. Seguramente estas derivas posibles de la mímesis revisten importancia para una filosofía de la educación y para una filosofía política que se propongan vías inmanentes y afectivas de emendatio respecto del conflicto que encierra la imitación de los afectos. La sociología spinozista releva la importancia de las instituciones civiles, la educación, o la ciudadanía activa como formas de suspensión o reducción del conflicto que aloja la imitación de los afectos constitutiva del conatus. También la religión como imitatio Christi, o más ampliamente como práctica del credo mínimo del amor –es decir en tanto forma de vida, no como revelación trascendente ni como “teología”– proporciona una dimensión imitativa en sentido contrario a la conflictividad original: “…Dios no… pide a los hombres, por medio de los profetas, ningún conocimiento suyo, aparte del conocimiento de la justicia y la caridad divinas, es decir de ciertos atributos de Dios que los hombres pueden imitar mediante cierta forma de vida” (Spinoza, 1986b, p. 304)[10].

    Sin embargo, lo que Spinoza llama “ética”, la plenitud que resulta de un trabajo en el pensamiento, la vida rara, la existencia filosófica como experiencia de la eternidad, es sin modelo (como las obras de arte “que no se parecen a nada”), singularidad más allá de la imitatio:  “…el conocimiento intelectual de Dios, que contempla su naturaleza tal como es en sí misma (naturaleza que los hombres no pueden imitar con alguna forma de vida ni tomar como modelo para establecer una norma verdadera de vida), no pertenece, en modo alguno, a la fe y a la religión revelada…” (Spinoza, 1986b, p. 305; el subrayado es nuestro). La vida rara más allá de la imitación no abjura de la sociabilidad ni de la política; adopta una forma de imitación que no remite a la affectuum imitatio, ni tiene un sentido compositivo. Se trata del antiguo motivo estoico de la imitación como máscara y cuidado de no exhibir la desemejanza, cuyo sentido es la preservación de sí. Es el sentido del tantas veces invocado pasaje que consta en el llamado “proemio” al Tratado de la reforma del entendimiento: “Finalmente, buscar el dinero o cualquier otra cosa tan solo en cuanto es suficiente para conservar la vida y para imitar las costumbres ciudadanas que no se oponen a nuestro objetivo” (Spinoza, 1986a, p. 81; el subrayado es nuestro).

    En las antípodas de la forma de vida conducida por la ambitio (adecuar las propias opiniones y acciones a las opiniones y afectos de la mayoría), sin modelo, la forma de vida filosófica requiere de la “imitación de las costumbres ciudadanas” como deliberado recaudo de no ostentación de la rareza y cuidado de su frágil inconmensurabilidad, pasible de malversaciones y persecuciones por activación del odio teológico o político (afecto también él sometido a la ley de la imitación).

    La vida filosófica emplea la imitación (de todo “lo que no se opone a nuestro objetivo”) como forma de cautela que no se desentiende de la ciudad, ni retrae al pensamiento de las borrascas connaturales a la vida humana. La existencia filosófica, en efecto, es vida en la ciudad, a la vez osadía y cautela ante la violencia del mundo, y nunca prescripción de un retiro.

Referencias

Adorno, T., y M. Horkheimer (1994). Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos. Madrid: Trotta. Tr. de Juan José Sánchez.

Benjamin, W. (1971). Angelus novus. Barcelona: Edhasa.

Bove, L. (2009).  La estrategia del conatus. Afirmación y resistencia en Spinoza.  Madrid: Tierradenadie Ediciones. Tr. de Gemma Sanz Espinar.

Drieux, P. (2020). “Ya-t-il une construction sociale du beau chez Spinoza?”, en Spinoza et les arts. Paris : L’Harmattan. Tr. Pierre-François Moreau y Lorenzo Vinciguerra.

Guerrero, R. (2015).  Introducción a Averroes, El tratado decisivo y otros textos sobre filosofía y religión. Buenos Aires: Ediciones Winograd.

Girard, R. (1984). Literatura, mímesis y antropología. Barcelona: Gedisa.

Hauser, A. (1979). Historia social de la literatura y el arte. Volumen I. Barcelona: Guadarrama. Tr. de A. Tovar y F. P. Varas Reyes

Koller, H. (1954). Die Mimesis in der Antike. Nachahmung, Darstellung, Ausdruck. Francke: Bern.

Lordon, F. (2020). La condición anárquica. Afectos e instituciones de valor. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora. Tr. de Antonio Oviedo.

Montag, W. (2007). Imitando el afecto de las bestias: interés e inhumanidad en Spinoza. Youkeli, revista crítica de las artes y el pensamiento (4).

Mormino, G. (2012).  L’imitazione degli affetti. Spunti per una teoria del Desiderio in Spinoza e Girard. En Nicola Marcucci (a cura di). Ordo e connexio. Spinozismo e scienze sociali, Mimesis Spinoziana 23, Milano-Udine.

Sinnott, E. (2004). Introducción a Aristóteles, Poética. Buenos Aires: Colihue.

Spinoza, B. (1984). Ética. Madrid: Editora Nacional. Tr. Vidal Peña.

Spinoza, B. (1986a). Tratado de la reforma del entendimiento. Madrid: Alianza. Tr. Atilano Dominguez.

Spinoza, B. (1986b). Tratado teológico-político. Madrid: Alianza. Tr. Atilano Dominguez.

Wulf, Ch. (1995). Mimesis. L’arte e i suoi modelli. Milano: I Cabiri.

[1] En un breve ensayo de 1933, Walter Benjamin sugería asimismo que la más antigua función de la danza era la de producir semejanzas (p. 168). En ese texto, Benjamin acuña la noción de “semejanza no sensible”, y afirma que “la lengua sería el estadio supremo del comportamiento mimético y el más perfecto archivo de semejanzas inmateriales” (p. 170).

[2] “…la función específica del poeta no es decir las cosas que ocurrieron, sino decir las cosas que podrían ocurrir… Por eso la poesía es más filosófica y más elevada que la historia, pues la poesía dice más bien lo universal, en tanto que la historia dice lo particular” (Aristóteles, Poética 1451a-b).

[3] Aristóteles, Poética 1447a.

[4] “…entiendo por vida humana aquella que se define, no por la sola circulación de la sangre y otras funciones comunes a todos los animales, sino, por encima de todo, por la razón, verdadera virtud y vida del alma” (Spinoza, 1986a, V §5).

[5] “…considero los afectos humanos y sus propiedades del mismo modo que las demás cosas naturales. Y, ciertamente, los afectos humanos no revelan menos la potencia y capacidad creadora (artificium) de la naturaleza (ya que no las del hombre) de lo que las revelan otras muchas cosas que admiramos, y en cuya consideración nos deleitamos” (Spinoza, 1984, E, IV, 57, esc).

[6] “Quien ha decidido hacer una cosa, y la ha terminado, dirá que es cosa acabada o perfecta, y no sólo él, sino todo el que conozca rectamente, o crea conocer, la intención y fin del autor de esa obra. Por ejemplo, si alguien ve una obra (que supongo todavía inconclusa), y sabe que el objetivo del autor de esa obra es el de edificar una casa, dirá que la casa es imperfecta, y, por contra, dirá que es perfecta en cuanto vea que la obra ha sido llevada hasta el término que su autor había decidido darle” (E, IV, prefacio).

[7] “Pero cuando los hombres empezaron a formar ideas universales, y a representarse modelos ideales de casas, edificios, torres, etc., así como a preferir unos modelos a otros, resultó que cada cual llamó ‘perfecto’ a lo que le parecía acomodarse a la idea universal que se había formado de las cosas de la misma clase, e ‘imperfecto’, por el contrario, a lo que le parecía acomodarse menos a su concepto del modelo, aunque hubiera sido llevado a cabo completamente de acuerdo con el designio del autor de la obra” (ibid.).

[8] Para un vínculo entre la imitación spinozista de los afectos y la teoría del deseo mimético de René Girard, ver el trabajo de Mormino (2012, pp. 93-108).

[9] Sobre el spinozismo como ruptura de la antropología del sujeto de interés, ver el trabajo de Montag (2007).

[10] El subrayado es nuestro. En un sentido diferente, también en la tradición árabe de los filósofos o falâsifa, la religión es un imaginario que tiene una estructura imitativa (en este caso de la esencia de las cosas, que solo puede ser conocida por la filosofía): “El símbolo y la imitación (muhâkât) por medio de las imágenes –escribe al-Fârâbî– es una de las maneras de enseñar al vulgo y al común de las gentes numerosas cosas teóricas difíciles, para producir en sus almas las impresiones de esas cosas por medio de sus imágenes” (Guerrero, 2015, p. 31).

De Republica Hebraeroum: Spinoza y la teocracia

Di Cesare, D. (2022). De Republica Hebraeroum: Spinoza y la teocracia. Círculo Spinoziano. 2(3), 4-20.

(pdf)

Donatella di Cesare – De Republica Hebraeroum: Spinoza y la teocracia

Traducción del italiano:
Jorge Ignacio Moreno Heredia

 

1. El Tratado teológico-político es usualmente leído como un ataque al judaísmo y a sus instituciones. A primera vista, esta lectura parecería evidente, no solo a causa de las vicisitudes biográficas de Spinoza –el cherem y su distanciamiento de la comunidad de Ámsterdam–, sino también de su rotundo rechazo de toda reivindicación política que pueda ser promovida por una instancia teológica.

    En tal marco interpretativo, la cuestión de la teocracia hebraica, a la que están dedicados dos largos capítulos (XVII y XVIII) de la parte final de la obra, parece casi una complicación. No se entiende por qué Spinoza se detiene a examinar la respublica Hebræorum, la forma teológico-política que ha caracterizado a Israel y su historia antigua, la cual, en última instancia, parece desvanecerse en un pasado legendario e inmemorial en el que el mito prevalece sobre la realidad. Si se trata pues de una quimera, perseguida además por un pueblo condenado a los márgenes de la historia, ¿qué sentido tiene discutirla?

    De ahí que no sea raro que, como si se tratara de un obstáculo inútil e insignificante, la cuestión sea suprimida tácitamente del pensamiento político de Spinoza. Cuando en cambio es tomada en cuenta, los resultados interpretativos son de lo más dispares. Y si bien en general domina la idea de que esta narración de la teocracia judía es una admonición contra los peligros del clericalismo, esta interpretación negativa deja abiertas muchas cuestiones; en primera instancia, la relativa al vínculo entre teocracia y democracia sobre el que Spinoza insiste de manera clara.

    Muchas de estas dificultades derivan de la ausencia de una reflexión sobre el significado etimológico de “teocracia”, traducción griega de un término hebreo. Spinoza debió tener esto último bien presente. Precisamente por ello, cuando se discute la cuestión de la teocracia, resulta indispensable remontarse a la tradición del pensamiento político judío que Spinoza recupera.

2. El término latino theocratia, como es bien sabido, constituye un hapax en el Tratado (TTP XVII, 8: G206). Sin embargo, el significado decisivo de esta única ocurrencia es confirmado por el uso del adjetivo theocraticus, que aparece un par de veces: cuando Spinoza dice que Moisés, antes de morir, dejó un imperium que no podía ser llamado “ni popular ni aristocrático ni monárquico, sino teocrático” (TTP XVII, 10: G208); cuando reitera que, tras la muerte de Moisés, el imperium, que no era administrado ni “por un solo hombre, ni por un solo consejo, ni por el pueblo”, no fue “ni monárquico ni aristocrático ni popular, sino […] teocrático” (TTP XVII, 15: G211).

    Resulta evidente, en ambos casos, la oposición entre la teocracia y las otras formas de gobierno. Por su parte, estas últimas no son sino la recuperación del lógos tripolitikós, expuesto por primera vez en las Historias de Heródoto, en donde, junto a la forma aristocrática de gobierno (definida todavía como oligarquía), aparecen la monarquía y la democracia (cfr. Historias III, 80-82). Ahí, en la discusión imaginaria acerca de la mejor forma de gobierno, se sostiene la superioridad de la aristocracia, el “gobierno de los mejores” (áristos, óptimo, y krátos, dominio). A pesar de las redistribuciones sucesivas, la jerarquía de las formas políticas se mantiene prácticamente intacta tanto en la República de Platón como en la Política de Aristóteles, versión más conocida de la distinción entre monarquía, aristocracia y democracia.[1]

    A pesar del origen griego de la palabra teocracia, los griegos no hablan de ella; más aún, no parecen siquiera conocerla. Quien introdujo el neologismo por primera vez fue, de hecho, Flavio Josefo en su escrito Contra Apión. A partir de entonces, en la palabra teocracia encontró expresión el carácter antimonárquico y antiimperialista de Israel que se había ido consolidando, en la tradición rabínica, a través del encuentro con la cultura griega y, sobre todo, del enfrentamiento con Roma. Por ello, si bien con acepciones diversas, y en ocasiones contrastantes, apologetas y filósofos judíos definieron como teocracia a la constitución mosaica, distinguiéndola así de las formas políticas de la filosofía europea (cfr. Krochmalnik, 2003, en particular p. 80).

    Tal es, justamente, la intención de Flavio Josefo, quien, junto a las tres constituciones clásicas, introduce una forma de gobierno irreductiblemente diversa:

Son innumerables las distinciones particulares entre las costumbres y las leyes de todos los hombres. Se podrían resumir así: unos han confiado la autoridad del gobierno a monarquías, otros a oligarquías, y otros más a las masas. Nuestro legislador, en cambio, no se detuvo en ninguna de estas formas, sino que instituyó una forma de gobierno que –forzando la lengua– se podría llamar teocracia, colocando en Dios el poder y la fuerza (2007, II, XVI: pp. 164-165).

    El nuevo término es acuñado por analogía: el griego es forzado a hospedar la palabra hebrea Israel, que, a partir del verbo sarar, lissror, y de El-, con la transparencia ofrecida por una de sus etimologías, significa “Dios reina”. Así, el griego theokratía es el modo, casi literal, en que Flavio Josefo traduce Israel. Pero ¿qué valor es dado aquí al dominio de Dios?

3. Flavio Josefo provenía de una de las primeras familias sacerdotales de Jerusalén, emparentada con los Asmoneos, que habían logrado fundar una dinastía tanto de gobernantes como de sacerdotes. Pasó de ser un severo jefe militar convencido de la guerra hebrea contra Roma, a unirse al enemigo poniéndose al servicio de los futuros emperadores flavios, de los que tomó el nombre gentilicio. Tenía tiempo viviendo en Roma cuando, a la mitad de los años noventa del siglo primero, durante el período más oscuro del imperio, asumió la defensa del judaísmo frente a los ataques de Apión, gramático alejandrino.

    En esa época el Templo era un montón de ruinas, y el emperador Domiciano se hacía llamar “dominus et deus” (cfr. Suetonio, Domiciano, 13, 2). Sin embargo, los romanos, como antes los persas, no tenían nada en contra de las comunidades de culto que carecieran de pretensiones políticas, sobre todo si estaban situadas en provincias lejanas. Tal era el caso del Reino de Judea, que tras haber perdido la independencia política había pasado a ser administrado en su totalidad por el sumo sacerdote y por la estirpe sacerdotal. Fue este el modelo de teocracia descrito por Flavio Josefo. En última instancia, se trataba más bien de una proyección de lo que él mismo había experimentado que de una imagen fiel de la constitución mosaica. Así, escribe: “Hay un único Templo para el Dios único (…). Los sacerdotes lo servirán todo el tiempo y el encargado de guiarlos será el primero por nacimiento. Junto a los otros sacerdotes, hará sacrificios a Dios, preservará las leyes, juzgará sobre las disputas, castigará a quienes sean reconocidos como culpables” (op. cit., pp. 193-194). Un Dios, un Templo, una jerarquía: este modelo reflejaba la época en la que los sacerdotes, a cuyas filas pertenecía también Flavio Josefo, habían asumido roles de gobierno. A pesar de la destrucción del segundo Templo y de la derrota de Israel, Flavio Josefo defendió entonces una forma de teocracia que, aun si conservaba cierto carácter antimonárquico, era una hierocracia.[2] El gobierno de Dios se había transformado en dominio de la casta sacerdotal. Esto permitía restituir la continuidad entre la teocracia y las otras formas de constitución, dado que quienes gobernaban eran al final unos pocos hombres, si bien sacerdotes de Dios. Sin embargo, esta concepción hierocrática de la teocracia, que no hacía de ninguna forma justicia a la constitución mosaica, no prejuzgó su recuperación y su desarrollo.

4. La concepción de la teocracia delineada por Spinoza no solo es diversa, sino opuesta a la concepción de Flavio Josefo. El capítulo XVII del Tratado teológico-político es un ensayo dedicado a la forma política teocrática, ajena al pensamiento europeo y sin embargo digna de ser considerada atentamente. No cabe duda de que Spinoza sigue los pasos de Flavio Josefo, quien por otra parte es una presencia constante a lo largo de la obra.[3] De este, retoma intencionalmente el neologismo para definir la constitución mosaica, pero los motivos que lo llevan a hablar de “teocracia” son completamente opuestos. Spinoza se mantiene fiel a la vocación antimonárquica de Israel (cfr. 1 Samuel 8, 1-5). Desde su punto de vista, fueron los sacerdotes quienes, pasando por encima del bien común y viendo solo por sus privilegios de casta, provocaron el ocaso de la soberanía teocrática. Si por un lado para Flavio Josefo la única forma auténtica y digna de ser considerada de la teocracia era la forma hierocrática que él mismo había conocido en los años del Segundo Templo, para Spinoza esa forma es en cambio la ruina de la teocracia, y un riesgo que, lejos de pertenecer al pasado y a la forma política de Israel, continúa siendo inminente. Quien toma partido contra la corrupción hierocrática es a final de cuentas un fiero opositor de la codicia clerical y de la avidez política de calvinistas y puritanos, quienes solían remitirse al Antiguo Testamento. Así, el “herético” Spinoza presenta una imagen de la constitución mosaica mucho más conforme que aquella que el sacerdote Josefo recordaba con nostalgia desde el corazón del Imperio romano.

    La divergencia no solo en el tono de la descripción, sino en el valor mismo atribuido a la teocracia, emerge con claridad de una comparación entre dos pasajes afines, uno contenido en el Contra Apión, el otro en el Tratado teológico-político. El tema es el de la “disciplina a la obediencia” en la que es educado el pueblo hebreo.

    Flavio Josefo aproxima la ley mosaica a la constitución de las ciudades griegas y al culto de las religiones mistéricas:

¿Puede haber un principio más santo que este? ¿Qué honor más apropiado puede atribuirse a Dios, dado que el pueblo es educado en la devoción [eusébeia] y a los sacerdotes se les encomienda una función extraordinaria, como si toda la vida pública fuera una ceremonia religiosa? Los otros pueblos no dedican más que unos pocos días a las prácticas que llaman misterios y ritos de iniciación, mientras que nosotros las mantenemos por toda la vida con placer y determinación inmutable (Flavio Josefo, 2005, II, XXII, pp. 188-189).

    Es una nostalgia diversa la que impregna las palabras del filósofo que escribe el Tratado teológico-político en la soledad de Voorburg, lejos de Ámsterdam y de la comunidad. Pese al retorno de los judíos a la vida hebraica tras los años de la persecución, el tiempo verbal usado por Spinoza no es el presente, sino el pasado. Como si la teocracia del antiguo Israel no fuera ya recuperable. No se sugiere ninguna comparación con otras formas políticas para una constitución en la que “nadie servía a su igual, sino sólo a Dios” (TTP XVII, 25: G216). No hay lugar para el compromiso en esta imagen radical, y por esto mismo fiel, de la “república de los hebreos”, es decir, del “Reino de Dios”, que no ha tenido igual en la historia del mundo porque en ella no había ley que no fuera un mandamiento de Dios (TTP XVII, 8: G206). Ahí, la piedad era justicia y la impiedad crimen, los mártires eran patriotas y los herejes enemigos. Derecho civil y religión eran la misma cosa. El respeto de las leyes no era por tanto otra cosa que obediencia a Dios. Y Spinoza, acusado de “horrendas herejías”, pudiendo auspiciar como Flavio Josefo una separación entre los ámbitos teológico y político como la que se había establecido en otras religiones, no duda en cambio en enfatizar el significado político de los mandamientos divinos, del Sábado al año sabático y al “jubileo”, el Yóvel (TTP XVII, 25: G215-217).

    Crítico severo del judaísmo, Spinoza se refiere no sin un tono de admiración a la libertad encontrada en la obediencia, a la alegría mandada, a la interrupción impuesta por el descanso, al ritmo político marcado por Dios:

Toda su vida era un ejercicio ininterrumpido de la obediencia (continuus obedientiae cultus).  De ahí que, como estaban totalmente habituados a ella, ya no les debía parecer esclavitud, sino libertad, y nadie deseaba lo prohibido, sino lo preceptuado. Parece que contribuyó también, y no poco, a ello el que estaban obligados, en ciertas épocas del año, a entregarse al descanso y a la alegría, y no para secundar sus tendencias, sino para obedecer sinceramente a Dios (ver Deuteronomio, 16) y el séptimo día de la semana debían abstenerse de todo trabajo y entregarse al descanso. Existían, además, otras fechas señaladas, en las que no sólo estaba permitido, sino prescrito, gozar de los actos honestos y celebrar banquetes. Y no creo se pueda imaginar medio más eficaz que este para doblegar el ánimo de los hombres, ya que no hay cosa que más cautive los ánimos que la alegría que surge de la devoción, esto es, de la unión del amor con la admiración. Ni era fácil que fueran presa del hastío que produce el reiterado uso de las cosas, ya que el culto programado para los días festivos era raro y variado (TTP XVII, 25: G216-217).

5. Para Spinoza, la teocracia de Israel tiene a tal punto un significado político que, tras la destrucción del Estado hebraico, ha perdido toda fuerza de ley. Lo mismo vale para la religión revelada, que no puede ya ser impuesta una vez que, con el Reino de Dios, ha decaído también el derecho divino.

    En el momento en el que los hebreos reconocieron a otro rey, empezando con el rey de Babilonia, “quedó suprimido el pacto por el que habían prometido obedecer a todo cuanto Dios les comunicara y que constituía el fundamento del reino de Dios” (TTP XIX, 6: G230-231).

    En esta concepción de la teocracia –quizás la más radical en la reflexión política del judaísmo– el dominio de Dios es exclusivo e incompatible con otras formas de dominio. De manera que, retomando el ejemplo de Spinoza, el judío que se ha convertido en ciudadano de la República de Holanda no está obligado a observar el Sábado, dado que la institución no tiene ya “fuerza preceptiva (vim juris)” (TTP XIX, 6: G230). Ni es tampoco concebible la sola observancia religiosa en la esfera privada.

    Si bien siguiendo a Spinoza, a quien cita casi al pie de la letra, Moses Mendelssohn atribuyó, en su tratado teológico-político Jerusalén de 1783, un significado religioso a la constitución mosaica, que describió, en línea con el concepto hebraico de Malkhut Shamajim, como “política celeste” (Mendelssohn, 1990, p. 152). No puede ya repetirse esa “constitución originaria” en la que Estado y religión habían sido un todo, que había “existido una sola vez” y solo Dios sabía “en qué pueblo y en qué siglo se vería nuevamente algo semejante” (loc. cit.). Pero podría conservarse como Zerimonialgesetz, como “ley ceremonial”, es decir, como una “especie de escritura” que remitiera a una forma de vida hebraica (ibid., p. 148). ¿No era este el sentido de la ley mosaica antes de que la constitución degenerara?

    En el siglo XX, cuando resultaba evidente el fracaso del proyecto de emancipación auspiciado por Mendelssohn, resurgió, aunque en un nuevo contexto, el irrenunciable valor político que Spinoza había reconocido a la teocracia hebraica. Si Israel no podía coincidir ni con una soberanía humana legítima ni con una hierocracia, es decir con el gobierno de una casta sacerdotal, entonces la “teocracia” debía ser asumida en un sentido no metafórico.

    Es esto lo que, de Martin Buber a Jacob Taubes, tiene lugar en el registro de la teología política. Para ambos, aquella forma de gobierno que ha distinguido a Israel de las naciones no es más un hecho histórico del pasado: se proyecta más bien hacia el futuro. La teocracia, explica Buber, es “directa”, “absolutamente real” (Buber, 1989, p. 90). Una liga de tribus seminómadas, denominada Israel, en marcha desde Egipto hacia Canáan, proclama Mélekh, Rey, a Dios mismo. Con esto impide que cualquier otro se llamase no solo rey, sino soberano o jefe. La teocracia pone al descubierto la aspiración libertaria de las tribus itinerantes que se doblegaron solamente ante la soberanía de su Liberador divino. Y en modo análogo observa Taubes: “la teocracia se basa en el ánimo fundamentalmente anárquico de Israel” (Taubes, 1997, p. 41). El dominio inmediato de Dios excluye cualquier forma de dominio del hombre sobre el hombre. Pero precisamente porque el dominio que Dios exige es exclusivo, la teocracia no es solamente la forma política del antiguo Israel; atraviesa toda fase de la historia, haciéndola balancear entre el riesgo de caer en una confusión inerte y salvaje, y la actuación del Reino de Dios (cfr. Buber, 1964, pp. 684 y 686).

6. La teocracia del Israel premonárquico tuvo lugar –según Spinoza– una sola vez en el pasado. Sin embargo, de la respublica Hebraeorum pueden extraerse “ciertas enseñanzas políticas” (TTP XVIII). De otro modo no se entendería el sentido de su reflexión tan detenida sobre esta forma teológico-política, sobre su historia, sobre las causas por las que logró subsistir casi sin sublevaciones y, en fin, sobre las causas por las que encontró su ruina.

    El objetivo de Spinoza es ante todo el de rehabilitar el concepto de “teocracia”, purgándolo de toda acepción hierocrática. De esta manera, recorre en reversa el curso de la historia para llegar a aquella escena en la que se inaugura la teología política de Israel, de la que da testimonio la narración del Éxodo, en la cual los hebreos, liberados de la “intolerable opresión de los egipcios”, no se encontraban ya ni sujetos al derecho de otra nación ni sometidos a ningún ser humano. En breve, habían reconquistado su “derecho natural”, pudiendo elegir entre conservarlo para sí mismos o transferirlo a otros. Tomaron en cambio la decisión, para nada obvia, que los distinguió del resto de los pueblos. En palabras de Spinoza: “Decidieron, por consejo de Moisés (…) no entregar su derecho natural a ningún mortal, sino sólo a Dios; y, sin apenas discusión, prometieron todos al unísono [uno clamore] obedecer totalmente a Dios en todos sus preceptos y no reconocer otro derecho aparte del que él estableciera por revelación profética” (TTP XVII, 7: G205).

    Los hebreos renunciaron así al propio derecho natural jurando con un “pacto” y lo transfirieron a Dios “libremente, y no llevados de la fuerza o asustados con amenazas”. Y por su parte, Dios, para que el pacto fuera “válido y duradero y sin sospecha de fraude”, no estipuló nada hasta que no experimentaran “su poder admirable” (loc. cit.). Quien estrechó el berit, el pacto, fue el Dios subversivo del éxodo que hizo salir al pueblo con su brazo tendido: “los conduje como sobre alas de águila y los traje hasta Mí” (Éxodo 19, 4). Fue porque creyeron que podrían salvarse también en el futuro que los hebreos entregaron a Dios omne suum jus, “todo su derecho” (TTP XVII, 7: G205). Fue así como tomó forma una teocracia, un gobierno exclusivo de Dios, en el que “los ciudadanos no estaban sujetos a otro derecho que al revelado por Dios” (TTP XVII, 8: G206).

    Spinoza habla de cives, ciudadanos, y no de súbditos. Lo que remite no solo a la diferencia frente al ejemplo de la monarquía, sino que además indica la libertad que caracteriza el vínculo. Porque el pueblo, que se constituyó como tal a través de ese pacto teológico-político, se doblegó libremente ante la soberanía de Dios, que había roto el yugo de su esclavitud, aceptando así un vínculo extremo de dependencia en el que encontró una nueva libertad. Aquí reside la paradoja de la que surge la teocracia de Israel. Y serán muchos los que retomarán más adelante esta paradoja como objeto de reflexión.

Para Spinoza, que habla incluso de un “pacto” estipulado libremente entre ambas partes, el modelo de referencia es el “contrato” de la filosofía moderna esbozado por Hobbes.[4] Para los filósofos judíos del siglo XX tal contrato es una abstracción, en cuanto que presupone la existencia de sujetos libres de elegir entre la vinculación y la desvinculación, mientras que el berit, el pacto, se remonta a un orden invertido en el que Israel, al ser llamado, se encuentra ya previamente vinculado: una práctica que desconoce la noción de adhesión voluntaria y que, bajo coacción, en la no-libertad, revela un más allá de la libertad.[5]

7. ¿Qué papel atribuye Spinoza a la teocracia respecto a la jerarquía aristotélica de las tres formas de gobierno, es decir la monarquía, la aristocracia y la democracia?

    Después de todo, Flavio Josefo había mantenido una continuidad. Tanto así que había leído la teocracia como el dominio de una casta sacerdotal, aproximándola así a la aristocracia, al dominio de unos pocos y de los mejores.

    En las páginas de Spinoza surge en cambio un hiato que separa a la teocracia de las otras formas de gobierno. En primer lugar, porque se trata de la única constitución teológico-política –mientras que las otras son solo políticas. Además de exigir un dominio exclusivo de Dios, la teocracia impide que se transfiera el derecho a un mortal, prohibiendo el dominio del hombre sobre el hombre. La cesura no podría ser más radical. Entre ellas, al contrario, las tres constituciones se distinguen solamente por el número de mortales destinados a gobernar.

    Spinoza entonces no se limita a introducir la teocracia al lado de las otras formas de gobierno: descompone el lógos tripolitikós. No busca una mediación entre constituciones diversas. En lugar de ello eleva la democracia del lugar al que se encuentra relegada en la jerarquía clásica, la aproxima a la teocracia y, más aún, la revindica como parte de la tradición política hebraica, ofreciendo de ella una interpretación nueva y diversa respecto a la tradición griega y occidental. Se encuentra aquí una de las novedades del Tratado teológico-político, la cual no debe pasar inadvertida.

    El nexo entre teocracia y democracia emerge con claridad desde que Spinoza alude al instante en el que los hebreos estipularon el pacto con Dios y todos, “en virtud de este pacto”, permanecieron “iguales” (TTP XVII, 9: G206). Pues todos tenían el derecho de interpelar a Dios, de recibir e interpretar las leyes, de desempeñar todas las funciones administrativas aeque –adverbio que reaparece continuamente. La igualdad de todos frente a Dios, que la teocracia por definición ratifica, es equiparada a aquella que surge con la democracia (cfr. TTP XVII, 7, 9; XIX, 6). Se sobreentiende aquí que la democracia no oculta en sus márgenes la esclavitud, como si esta forma política pudiera convivir con algún tipo de dominio del amo sobre el esclavo, justificado, como afirmaba Aristóteles, por naturaleza (Política, I, 3, 1253b). La democracia requiere la igualdad porque nace de la renuncia de todos al propio derecho. Deriva del communis consensus (TTP XIX, 6: G230) proclamado uno ore (XVII, 9: G206), con una forma de acuerdo que Spinoza llama también in unum conspirare (XVI, 5: G191), que da lugar a la comunidad de los individuos, es decir a la sociedad democrática que se extiende a la asamblea universal de los hombres (cfr. XVI, 8).

    Si en la teocracia el derecho es transferido a Dios, en la democracia es transferido a la razón (cfr. TTP XIX, 6). De aquí la continuidad –para Spinoza– entre teocracia y democracia, al punto que, según su reconstrucción histórica, la segunda deriva de la primera. Es de la imposibilidad de realizar la teocracia hebraica en toda la rigurosidad de sus términos que, gracias al mismo modelo y a través del testimonio del éxodo, es decir de la experiencia de la liberación de la esclavitud, surge la democracia. Esta última no es por lo tanto una mera extensión cuantitativa de la monarquía y de la aristocracia. Si así fuera, se trataría de una forma híbrida de poder que admitiría el dominio del hombre sobre el hombre y que no respondería al requisito de igualdad. Desconocida en el mundo antiguo, esta forma de democracia habría sido entonces introducida por primera vez con el pacto teológico-político que el pueblo hebreo establece tras el éxodo.

8. Para Spinoza es posible hablar de teocracia en sentido estricto solo por un instante: aquel en el que los hebreos prometieron uno clamore obedecer a los mandamientos de Dios. Es el famoso naassé: “así haremos” (Éxodo 19,8; 24,7). La teocracia pura dura solo el tiempo en el que se pronuncia esa promesa. Inmediatamente después, cuando se acercaron a escuchar las órdenes, quedaron talmente aturdidos por la voz de Dios que pidieron a Moisés que intercediera: “acércate tú y escucha lo que dice el Señor, nuestro Dios, y luego repítenos todo lo que Él diga. Nosotros lo escucharemos y lo pondremos en práctica” (Deuteronomio 5,24). La mediación de Moisés puso fin al gobierno inmediato de Dios. La teocracia pura se disipó con el clamor de esa promesa.

    De manera que el primer pacto fue abrogado, dando lugar a una nueva constitución en la que Moisés era el único encargado de interpretar las revelaciones divinas y de garantizar su ejecución. Se trató casi de un interregno. Y, en efecto, Moisés fue “el único vicario de Dios entre los hebreos” (TTP XVII, 9: G207). Sería sin embargo un error considerar tal gobierno como una monarquía, si bien la divergencia es sutil. Fiel al ideal de la teocracia, que había aterrorizado al pueblo hebreo, Moisés no eligió un sucesor y dejó para administrar un gobierno que “no se podía llamar ni popular, ni aristocrático, ni monárquico, sino teocrático” (TTP XVII, 10: G208). Con tal fin dividió los poderes en legislativo y ejecutivo. Y un sistema prudente de equilibrios políticos y de controles sociales impidió que cualquier mortal usurpara el gobierno y que Dios fuera expropiado.

    El derecho de comunicar las revelaciones divinas y de interpretar las leyes fue atribuido a Aarón, y, por sucesión dinástica, a los Levitas, que habrían de ser entonces los administradores del Templo. El derecho de promulgar los mandamientos y de garantizar su ejecución recayó sobre el comandante supremo, elegido cada cierto tiempo. El primero fue Josué, a quien “la asamblea de los hijos de Israel” debía obedecer, aunque en presencia del sacerdote El’azar (Números 27,20). Uno no podía prescindir del otro: el sumo sacerdote podía interpretar las leyes y dar los responsos divinos, pero solo si ello era requerido por el comandante, y, viceversa, el comandante podía interpelar a Dios cuando lo deseara, pero no podía recibir las órdenes sino a través del sumo sacerdote. La tribu de Leví había sido excluida de la repartición de tierras, destituida de todo poder público y consagrada solo a Dios. El sumo sacerdote, aun siendo el receptor de los decretos de Dios, carecía por tanto del derecho, la autoridad o la fuerza para imponerlos. De otro modo, habría sido un monarca. Y, a su vez, el comandante que poseía el derecho sobre la tierra, no podía interpretar las leyes. Comenta Spinoza: “Por estas prescripciones, impuestas por Moisés a sus sucesores, colegimos fácilmente que él eligió administradores y no dominadores del Estado” (TTP XVII, 14: G209).

    La soberanía de Dios permaneció intacta, ya que los mandamientos divinos eran ley. Así como intacta permaneció la unidad de teología y política. El poder administrado se distinguía entre un aspecto hermenéutico-legislativo y otro pragmático-ejecutivo, que sin embargo siguieron estando estrechamente ligados y, más aún, remitían el uno al otro. En este sentido, la constitución mosaica conservó una forma teocrática.

9. El equilibrio entre el “báculo” y la “espada” no decayó nunca. A ello contribuyó la confederación de las tribus, cada una relativamente autónoma y liderada por un jefe elegido en función de la edad y de la sabiduría. El comandante supremo era necesario solo cuando se debía combatir. Pero también los ejércitos, en los que prestaban servicio todos los ciudadanos entre los veinte y los sesenta años, reflejaban, con su pluralidad tribal, la constitución teocrática. Los soldados no juraban lealtad ni al comandante ni al sumo sacerdote, sino solo a Dios. Y el arca de la alianza marchaba con la retaguardia (cfr. TTP XVII, 13).

    De manera que ninguno, tras la muerte de Moisés, concentró en sus manos a la vez “báculo” y “espada”, desempeñando todas las funciones de la autoridad suprema. Y es aquí que Spinoza vuelve a usar, por segunda vez, el adjetivo theocraticus: “dado que no todas las decisiones dependían de un hombre, ni de un consejo, ni del pueblo, sino que unas cosas eran incumbencia de una tribu y otras, con igual derecho, de las demás tribus, se sigue con toda evidencia que, a partir de la muerte de Moisés, el Estado ya no era monárquico ni aristocrático ni popular, sino, como ya hemos dicho, teocrático” (TTP XVII, 15: G211). Y explica con detalle los motivos.

    En primer lugar, el “palacio real” era el Templo: una especie de corte de la Suprema Majestad del gobierno (loc. cit.). El edificio, construido a expensas del pueblo entero, y que representaba el corazón de la “república divina”, tenía dos características. Por un lado, era juris communis, de “derecho común”, con la finalidad de que todos pudieran igualmente interpelar a Dios (TTP XVII, 11, 15). Este uso común del Templo era el vínculo que unía indisolublemente la confederación de las Tribus de Israel. La comunidad se fundaba en el Templo. Por otro lado, el Templo era el lugar de un no-lugar, la Presencia de una Ausencia: la memoria de la Soberanía divina. De haber sido colmado este vacío resguardado en el Templo, el vínculo entre las tribus se habría disuelto y la teocracia habría llegado a su fin.[6]

    A esto agrega Spinoza un segundo motivo: “todos los ciudadanos debían jurar fidelidad a Dios, su juez supremo, único al que habían prometido obedecer incondicionalmente en todo” (TTP XVII, 15: G211). La obediencia, que Spinoza describe con un dejo de admiración, y en la cual identifica el vínculo de la teocracia hebraica, no podía estar dirigida sino a Dios, porque de otra manera hubiera admitido el dominio del hombre sobre el hombre. Lo que no podía ocurrir ni siquiera en tiempos de guerra. Por ello el tercer motivo es que “cuando era necesario un supremo jefe militar, no era elegido por nadie, sino tan sólo por Dios” (loc. cit.).

    Así, la teocracia mosaica se rigió a partir de un prudente equilibrio de poderes, entre los cuales no debía haber necesariamente armonía, como de hecho no la hubo (Éxodo 32,31; Levítico 10,16). Lo que cuenta, sin embargo, es que “báculo” y “espada” no cayeron nunca en las mismas manos (cfr. Números 27,16-21). Este equilibrio es elogiado por Spinoza en más de una ocasión. Quienes dirigían el Estado no podían enmascarar un crimen bajo la apariencia del derecho, ya que la interpretación del derecho era una prerrogativa de otros. Así, “a los príncipes de los hebreos se les evitó una causa importante de crímenes, puesto que todo derecho de interpretar las leyes fue otorgado a los levitas” (TTP XVII, 17: G212).[7]

    Por lo demás, el ejercicio hermenéutico, condición –según Spinoza– del buen gobierno de la res publica, era tarea del “pueblo entero”: “se ordenó que cada uno individualmente leyera y releyera de continuo y con suma atención El libro de la ley” (loc. cit.).

    A limitar los abusos de poder por parte de los jefes contribuyó la ausencia de un ejército mercenario y con ello el hecho, “de suma importancia”, de que el ejército fuera reclutado de entre todos los ciudadanos que, además, “luchaban, no por la gloria del príncipe, sino por la gloria de Dios y sólo se lanzaban al combate una vez obtenida la respuesta de Dios” (TTP XVII, 18: G213). Se comprende así que, puesto que quien era soldado en el campamento era ciudadano en el foro, no se pudiera desear más la guerra que la paz.

    En fin, todos los jefes de tribu destacaban sobre los demás no “por su nobleza o por derecho de sangre, sino que sólo tenía en sus manos el gobierno del Estado en razón de su edad y virtud” (TTP XVII, 21: G214). Y eran “aliados”, asociados, miembros de una confederación cuyo “vínculo” era la religión (TTP XVII, 19).

    ¿Qué fue entonces lo que provocó la completa destrucción del Estado de los hebreos? No la “desobediencia del pueblo”, sostiene Spinoza (TTP XVII, 27). El equilibrio decayó más bien cuando los sumos sacerdotes se apropiaron la autoridad de legislar y de administrar los asuntos públicos. En breve: usurparon el “derecho de principado” (TTP XVIII, 4: G222). Quisieron reinar al mismo tiempo que conservaban el sumo sacerdocio. La división funcional degeneró en un conflicto entre poderes, reinos y espadas. La soberanía teocrática se hizo añicos. Y así, con esta transición, todo menos dolorosa, de la teocracia mosaica a la teocracia hierocrática, el Estado hebraico finalmente pereció. Se trata aquí del primer Estado –precisa Spinoza– y no del segundo, que era “apenas la sombra del primero”, en cuanto ya plenamente una hierocracia. No sorprende entonces que Jerusalén, llamada la “ciudad rebelde”, fuera tomada y que el Templo mismo quedara en ruinas (cfr. Ezra 4, 12.15). Al contrario de lo que pensaba Flavio Josefo, para Spinoza la hierocracia no había preservado el derecho divino.

10. Si la respublica Hebræorum se extinguió para siempre, ¿qué sentido puede tener entonces discutirla si, además, no puede ni debe ser imitada? Es cierto que –como subraya el mismo Spinoza– presenta multa dignissima, “numerosos elementos dignos de señalar y que quizá fuera muy aconsejable imitar” (TTP XVIII, 1: G221).[8] Pero ¿para qué reconstruir su historia? ¿Qué permanece en el fondo de aquella forma arcaica? ¿Qué enseñanzas podrían sacarse de ahí para la época moderna? ¿Constituye la teocracia del antiguo Israel un modelo para Spinoza? ¿O más bien una advertencia?

    Es difícil creer que se pueda comprender la reflexión política de Spinoza si se deja de lado el largo relato que dedica al Estado de los hebreos, así como es difícil creer que el Tratado teológico-político se reduzca a ser una “lucha contra la «teocracia»”.[9]

    La cuestión parece mucho más compleja. Ha sido Balibar quien ha reconocido que, en Spinoza, “las relaciones entre religión y política parecen condenadas a la «impureza»”, preguntándose si esto no sea “un punto de fuerza” (1985, p. 56). Después de todo, en el Tratado teológico-político la jerarquía tradicional de las formas de gobierno se deconstruye precisamente a través de la introducción de la teocracia, que simplemente no encaja junto a las otras.

    No se trata, entonces, de reconstruir una forma arcaica ya sea por interés de anticuario o con el fin veleidoso de revitalizarla. Más bien, el objetivo es indicar el lugar teológico-político del que surgen las categorías políticas.[10] Si por un lado la “teocracia” parece indicar una singularidad histórica, en cuanto tal única e irrepetible, por el otro esta misma singularidad se caracteriza no solo por los efectos producidos en la historia del pueblo judío, sino también por la huella dejada en la historia de la humanidad. Por medio de esta huella indeleble la teocracia hace ver la imposibilidad de que las formas políticas surgidas en la modernidad sean del todo contemporáneas, o mejor, del todo actuales. Es como si se pudiera reflexionar acerca de cada forma a partir de la representación del poder puesta en acto por la teocracia, que deviene casi el arquetipo de toda otra forma de gobierno. De aquí la precisión con la que Spinoza la describe.

    Pero hay más. El contexto teológico-político no solo da lugar a una reflexión sobre las diversas constituciones. Es necesario rastrear el vínculo entre teocracia y democracia. En el momento en el que los hebreos transfirieron su poder a Dios, en cuanto que no lo transfirieron a ningún hombre, hacen su entrada en la escena de la historia como ciudadanos iguales, con los mismos derechos, e inauguran así una igualdad desconocida en el mundo, que no deja margen alguno a la esclavitud. Y esta igualdad es la base de la democracia. Lo que quiere decir no solo que la democracia proviene históricamente de la teocracia hebraica, sino además que la democracia puede ser repensada a la luz de la teocracia. Lo que caracteriza la teocracia es, para Spinoza, el uso común del Templo, o sea de la morada de Dios. La comunidad de los iguales surge con este uso común. La soberanía de los ciudadanos es remitida a un lugar que, aunque común, está separado y vacío. Es de hecho el lugar de Dios en medio de ellos. Nadie puede ocuparlo, a menos que no sea en cuanto vicem Dei, en cuanto vicario de Dios (TTP XVII, 17). Es lo que ocurre con Moisés, que sin embargo es consciente del riesgo de que tal vacío pueda ser colmado y por lo tanto desaparecer. Y ¿cuántos usurpadores no se habrían de apropiar de él? Sacerdotes y tiranos, déspotas y reformadores. Proteger ese lugar, mantenerlo vacío, es la dificultad propia tanto de la teocracia como de la democracia. En la teocracia mosaica los vicarios administraron el gobierno “como si el rey estuviera ausente y no muerto” (TTP XIX, 14: G234). Si el Dios de Israel remite con su Presencia a su Ausencia, y resguarda el lugar que es fundamento de la comunidad, ¿de qué manera, en la democracia, será protegido ese vacío por la razón? También la comunidad de ciudadanos, que se constituye en la democracia, tiene necesidad, si no de un Templo, de un lugar común que exceda el escenario político. Así, debemos preguntarnos de qué manera la confederación hebraica, que constituyó un modelo para Spinoza, pueda ser un punto de referencia para la comunidad del mundo globalizado.

    Spinoza no se pronuncia acerca del futuro de la Respublica Hebræorum. Este tema se relaciona con el de la “vocación” de los hebreos, que es leído en clave política.[11] Los pueblos se distinguen entre sí “por la forma de su sociedad y de las leyes bajo las cuales viven y son gobernados”. El pueblo hebreo “no fue elegido por Dios (…) sino a causa de su organización social y de la fortuna, gracias a la cual logró formar un Estado y conservarlo durante tantos años” (TTP III, 6: G47). Para apoyar esta tesis suya, Spinoza se remite a la “Escritura”. Los hebreos se distinguieron por el buen gobierno, es decir, por la teocracia fundada sobre las “leyes del Antiguo Testamento”, que “sólo fueron reveladas y prescritas a los hebreos; puesto que (…) Dios sólo los había elegido para formar una sociedad y un Estado singulares” (TTP III, 6: G48).

    Tras la destrucción del Estado hebraico, ¿cómo entender la elección? ¿Máxime cuando los judíos, aunque dispersos, sobrevivieron? ¿Se extinguió acaso su misión? ¿La elección es temporal o eterna? Para Spinoza, puesto que se encuentra ligada a la historia, es temporal. Y, aun así, sin anticipar el futuro, entre temor profético y esperanza realista, escribe: “podría creer sin titubeos que algún día los hebreos, cuando se les presente la ocasión (¡tan mudables son las cosas humanas!) podrán reconstruir su Estado y ser nuevamente elegidos por Dios” (TTP III, 12: G57).

Referencias

Buber, M. (1964). Werke (Schriften zur Bibel) (Vol. II). Lambert Schneider.

Buber, M. (1989). La regalità di Dio. (M. Fiorillo, Trad.). Marietti.

Étienne, B. (1985). Spinoza et la politique. PUF.

Flavio Josefo. (2007). Contro Apione. (F. Calabi, Trad.). Marietti.

Krochmalnik, D. (2003). «Gott herrscht». Über die Theokratie in Israel. En B. Fragner, & et al (Edits.), Religiöses Bekenntnis und Politisches Interesse (págs. 66-105). Universität Verlag Bamber.

Lévinas, E. (2004). Avete riletto Baruch? En Difficile libertà. Saggi sul giudaismo (S. Faccioni, Trad., págs. 141-150). Jaca Book.

Levy, Z. (1989). Baruch or Benedict. On Some Jewish Aspects of Spinoza’s Philosophy. Peter Lang.

Lorberbaum, M. (2006). Spinoza’s Theological-Political Problem. Hebraic Political Studies (2), 203-223.

Mendelssohn, M. (1990). Jerusalem ovvero sul potere religioso e sullebraismo. (G. Auletta, Trad.). Guida.

Novak, D. (1997). Spinoza and the Doctrine of the Election of Israel. Studia spinoziana (Spinoza and the Jewish Identity) (13), 81-99.

Proietti, O. (2003). La città divisa. Il Calamo.

Smith, S.B. (1997). Spinoza, Liberarlism and the Question of Jewish Identity. Yale University Press.

Taubes, J. (1997). Escatologia occidentale. (M. Ranchetti, Trad.). Garzanti.

[1] A partir del criterio del bien común, Aristóteles distingue ulteriormente entre las formas rectas y sus degeneraciones, que son: tiranía, oligarquía y oclocracia. Cfr. Aristóteles, Política 1279 a-b.

[2] Así Flavio Josefo, relatando una disputa entre judíos que se habían presentado ante Pompeyo, observa que “la nación estaba disgustada (…) y no quería someterse a un rey, dado que era usanza del país obedecer a los sacerdotes” (Antigüedades judías 2, XIV, 41).

[3] Para una reconstrucción detallada de las citaciones, cfr. Proietti, 2003, pp. 47-51.

[4] Cfr. Hobbes, Leviatán, I.13. Cfr. Levy, 1989, p. 76.

[5] Es la crítica que resta todavía en el ensayo en el que Lévinas (2004) reconsidera sus posiciones precedentes respecto a Spinoza.

[6] Es por esto que la tribu de Leví, expropiada desde el origen de toda posesión, fue encomendada al servicio del Templo.

[7] Cfr. Deuteronomio 21, 5.

[8] Steven B. Smith (1997, pp. 146-147) insiste sobre este punto, sosteniendo que para Spinoza la teocracia es un modelo imitable.

[9] Cfr. Nadler, 2009, p. 315. También en otros puntos Nadler parece malinterpretar las páginas de Spinoza, por ejemplo, cuando afirma que la primera confederación hebraica habría resultado “debilitada por la división del poder entre el rey (¡sic!) y los levitas”. Cfr., ibid., p. 313.

[10] Para el nexo entre religión y política cfr. Lorberbaum, 2006.

[11] Es discutible si Spinoza invierte la doctrina clásica, como sostiene Novak (1997).