Simultaneidad y relación: Spinoza y la filosofía del encuentro

Cápona González, G. (2019). Simultaneidad y relación: Spinoza y la filosofía del encuentro. Círculo Spinoziano. 2(1), 71-97.

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Simultaneidad y relación: Spinoza y la filosofía del encuentro

Daniela Cápona González[1]

Resumen: El presente artículo pretende delinear las problemáticas sucintas para proyectar en Spinoza una filosofía del encuentro, enfocándonos en el postulado althusseriano del primado del encuentro sobre la forma. El paralelismo está nuevamente puesto en disputa. Lo mismo ocurre con los conceptos de forma y relación, a pesar de que en Spinoza no exista un tratamiento filosófico respecto del estatuto de esta última. Encontrando los lazos comunicantes con Lucrecio, se llega a la problemática del estatuto del conocimiento en el llamado pulidor de lentes, en donde Deleuze parece ser un nuevo adversario. Como dice Meschonnic, el filósofo francés parece estar demasiado cerca y demasiado lejos de Spinoza. En el análisis de estas categorías se adentra en el núcleo del spinozismo: pensar la infinitud, el devenir, la contingencia, es decir, pensar al hombre en el mundo como encuentro y afectividad, potencia y expresión de una transitio de un quantum de potencia.

Palabras clave: relación, forma, contingencia, devenir, infinitud

 

Abstract: The present article claims to delineate the succinct problems to project in Spinoza a philosophy of the encounter, focusing on the Althusserian postulate of the primacy of the encounter over the form. The parallelism is in the position to dispute. The same happens with the concepts of form and relationship, although there is no philosophical analysis in relation to the latter’s statute. When meeting with the communicating bonds with Lucretius, if he adheres to the problem of the status of knowledge in the so-called lens polisher, Deleuze seems to be a new adversary. As Meschonnic says, the French philosopher seems to be too close and too far away from Spinoza. In the case of these categories, you enter the core of spinozism: think of infinity, becoming, contingency, that is, think of man in the world as encounter and affectivity, power and expression of a quantum transit of power.

Key Words: relation, form, contingency, becoming, infinity

 

“Quien sabía plenamente que la inmanencia sólo pertenecía a sí misma, y que por lo tanto era un plano recorrido por los movimientos del infinito, rebosante de ordenadas intensivas, era Spinoza. Por eso es el príncipe de los filósofos. Tal vez el único que no pactó con la trascendencia, que le dio caza por doquier”.

Deleuze y Guattari (2011, pp. 51-52)

Spinoza Maledictus, filósofo holandés del llamado siglo de oro, tuvo un encuentro con sus interlocutores posteriores en una difusión subterránea, no sólo en virtud de la palabras del herem de excomunión a sus 24 años de edad —cabe destacar, sin ninguna obra publicada— que dictaminan: “que su nombre sea borrado de este mundo […] sabed que no debéis tener con él comunicación alguna, ni oral ni escrita, ni hacerle ningún favor, ni permanecer con él bajo techo, ni acercársele a menos de cuatro codos, ni leer cosa alguna por él escrita” (en Albiac, 2013, pp. 1-2), sino también por el hecho de ser parte de aquello que Althusser denominó el materialismo del encuentro, situándolo al lado de Lucrecio, Epicuro, Maquiavelo, Hobbes, Rousseau, Marx, Heidegger y Derrida (2002, p. 31), contra la usual visión academicista y racionalista, que lo ubica siempre al alero de Descartes. No es casual la vinculación de Lucrecio y Epicuro a nuestro filósofo, él mismo, en la famosa carta 56 a Hugo Boxel, escribirá: “La autoridad de Platón, de Aristóteles y de Sócrates no vale mucho para mí. Me hubiera admirado que usted hubiera aducido a Epicuro, Demócrito, Lucrecio o alguno de los atomistas y defensores de los átomos” (Spinoza, 1988, p. 330), carta fechada el año 1674, tres años previo a su muerte, y que versa sobre la existencia de los espectros. Diego Tatián nos recuerda que esta mención, tiene un peso particular dentro de la cultura judía, y que por lo tanto, no es tendenciosa o azarosa la elección de estos filósofos en la formulación de la carta: “En el Talmud un epicúreo es quien desprecia la palabra divina, se burla de los discípulos de los sabios y pronuncia palabras malvadas contra Dios. En su biografía del filósofo, Colerus nos recuerda […] que los maestros judíos aducen dos motivos principales que son causa de excomunión: dinero o epicureísmo” (2014. p. 109). El siglo XX ha vuelto a poner en escena a este pensador subterráneo, pero precisamente desde una renovada óptica: ya no desde el racionalismo estricto, sino a partir de su caracterización como anomalía, en palabras de Antonio Negri, como una alternativa a la hegemonía hegeliana dentro de la academia y su noción de absoluto. Este renacer de Spinoza, no es sino el síntoma de una intención de repensar la propia filosofía y su utilidad en la vida práctica y por ende, ética y política. Este renacer nos permiten pensar otro Spinoza, uno que deja la superficie del mar para adentrarse en las olas que fluyen como esencias singulares de esa totalidad sin afuera, es decir, situándose en medio de Spinoza y no desde ese afuera que la tradición impuso en su lectura superficial de sus textos. Esto ha dado pie para una multitud de interpretaciones y lecturas, de diversas índoles y enfoques, sin embargo, en el presente, nos situaremos en un lugar específico: el problema de la primacía del encuentro sobre la forma, atisbado por Althusser y posteriormente desarrollado por Morfino, estableciendo vasos comunicantes con lecturas de diversos autores como Deleuze, Vidal Peña, Zourabichvili, Meschonnic, Jaquet, entre otros. Este problema es inusitadamente uno de los más grandes para el spinozismo, pues pone en jaque tanto el llamado “paralelismo” de la proposición 7 del segundo libro de la Ética —o como denomina Bergson, “la vieja, muy vieja mercancía” (2012, p. 55)—, como su “pequeña física” y las nociones de afectos y afecciones, es decir, la unión cuerpo y alma. Si bien Spinoza reconoce que la Ética está fundada sobre la metafísica y la física (Carta 27, Spinoza, 1988, p. 221), no por ello el mecanicismo del siglo XVII encuentra en él su total asidero como para ser parte de la crítica que ve en su teoría una mera transposición de la física en la ontología, cuestión que tiene el beneficio de sustraer al cuerpo del dominio del alma, dotándolo de autonomía, pero al costo de considerarlo una suerte de máquina, no como la de Descartes, pero bajo un respecto similar, Spinoza siguiendo a Andreas Vesalius nos lo describirá como Humani Corporis Fabrica en E, III, Prop. II, esc.

Desde esta perspectiva, nos haremos cargo de analizar esta problemática, tanto en su aspecto ontológico como epistemológico, en relación a dilucidar el rol que tienen para Spinoza las nociones de relación, simultaneidad, transformación y movimiento, es por ello que necesariamente se ha de pasar en primer lugar por la problemática causada por el paralelismo de los atributos, para evidenciar qué es lo que puede un cuerpo, en su crítica o reformulación de los conceptos de forma y figura, centrándonos principalmente en su Ética[2]. Es decir, nos situamos en el tejido mismo de la filosofía spinoziana, en su teoría respecto del hombre y la vida, pero en una constelación de pensamiento que lo reúne y separa simultáneamente de otros autores, como por ejemplo, Lucrecio, Bergson y Deleuze, filósofos que resultarían, bajo la nomenclatura agambeniana (2014, pp. 28-29), contemporáneas a nuestro filósofo.

 

  1. “El orden y conexión de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas”: el paralelismo en disputa

Es sabido que el término “paralelismo” es ajeno a la obra spinozista, es más bien un término que Leibniz apropia para hablar de su teoría de la armonía preestablecida, es decir, se ha utilizado un término exterior al filósofo para explicar su propia obra. Esto se debe a que los atributos operarían como líneas paralelas que nunca se tocan, allí se ve la función y utilidad de este término, y es bajo este respecto que ambos, Spinoza y Leibniz, serán objeto de la crítica bergsoniana, viendo allí un cartesianismo disminuido.

Spinoza definirá los atributos diciendo que “por atributo entiendo aquello que el entendimiento percibe de una substancia como constitutivo de la esencia misma” (E, I, Def. IV, p. 46), para posteriormente concluir, como es sabido, que, “cuanto más realidad o ser tiene una cosa, tanto más atributos le competen” (E, I, prop. X. p. 55), precisamente porque, según la definición 6: “Por Dios entiendo un ser absolutamente infinito, estos es, una substancia que consta de infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita” (E, I, Def. VI. p. 47), poniendo énfasis que esta infinitud es absoluta ya que no implica negación alguna, como la definición de infinito en su género. Aquí se ve la operatividad de la famosa sentencia spinoziana, reapropiada por Hegel en un sentido contrario al de nuestro filósofo, de omnes determinatio negatio est (Spinoza, 1988, p. 309). Para finalmente, identificar en la proposición 11 substancia y Dios, y posteriormente, la ya también famosa Deus sive Natura. Deleuze verá una univocidad de los atributos que configurará en primer lugar la inmanencia de la substancia, de allí que: “la inmanencia significa primero la univocidad de los atributos; los mismos atributos reconocen su pertenencia a la substancia que componen y a los modos que contienen” (2009, p. 67). Se trata, para Deleuze, del problema de la expresión:

Es en este sentido que Spinoza puede decir: existir es propio a la esencia de los atributos, pero precisamente existir en los atributos. O incluso: «La existencia de los atributos no difiere de su esencia» […] Lo expresado no existe fuera de sus expresiones, cada expresión es como la existencia de lo expresado. (1996, p. 36)

Siguiendo esta lectura, los atributos “expresan así cualidades substanciales absolutamente simples; por eso, debe afirmarse que una substancia corresponde a cada atributo cualitativa o formalmente (no numéricamente)” (Deleuze, 2009, p. 66). Sin embargo, aquel que denominó a Spinoza como “príncipe de los filósofos” no atisbará que precisamente son los atributos lo que permitirán concebir la infinitud y el pluralismo como indeterminación de la sustancia, es decir, como absoluta afirmación de una potencia absolutamente inmanente que no transa con una reducción al racionalismo, que es finalmente a lo que tiende la lectura del filósofo francés sobre Spinoza, como se verá posteriormente.

Será Vidal Peña quien podrá analizar la pluralidad e infinitud spinoziana desde la infinitud de atributos, y en ese sentido, como causa eficiente de la substancia, llevándonos a afirmar de entrada, en Spinoza, la total indeterminación –citamos extensamente, debido a la precisión de su análisis-:

“está claro que, si Spinoza considera ‘adecuada’ la Def. VI de la Ética (más adecuada que la mera definición de Dios como «ser absolutamente perfecto»), es porque esa definición expresa la causa eficiente, pero esa «causa eficiente», no puede ser en ella, otra cosa que esos «atributos» que constituirían a Dios, los atributos infinitos. Al regresar sobre la idea Dios, en su concepto adecuado, nos encontramos con la infinitud; pero decir que «lo originario es lo infinito» significa tanto como decir que no hay, propiamente una idea originaria. Aplicar el esquema de la definición genética a la idea de Dios conlleva, diríamos, una especie de enorme ironía: la naturaleza de ese «origen» -concebido adecuadamente, pues el concepto mediante el cual lo expresamos es, formalmente, un concepto adecuado, ya que expresa la causa eficiente- es la de una pluralidad infinita que, por tanto, no puede ser nunca un «origen» estable y definitivo […]. Dios, como Substancia de infinitos atributos, resulta ser así el objeto de un concepto muy especial: el ejercicio de la «determinación» formal –la «definición»- lleva, en su caso, a una indeterminación, a una «indefinición»” (1974, pp. 88-89).

Tal como menciona Vittorio Morfino, hay un cambio terminológico en la transición del Tractatus de Intellectus Emendatione (TIE) a la Ethica, y es el cambio del término serie —que implica una visión de linealidad— por el de ordo que configura una nueva lectura de la causalidad inmanente, tanto finita como infinita, precisamente porque haría imposible concebir la causalidad transitiva, de lo cual concluye que: “el concepto de individuo, de cosa singular, pierde la simplicidad y la unidad que le confería, en el TIE, su esencia íntima, que es anterior a las relaciones exteriores y a las circunstancias existenciales, para acceder a la complejidad de una relación con lo externo (cuanto más complejas son las relaciones, más potente es el individuo)” (Morfino, 2015, p. 27). Es decir, “no más serie lineal, sino trama, entrelazamiento” (Morfino, 2010, p. 45). Cabe entender que el término ordo lleva a distintas lecturas, por una parte, aquellos que aducen a Spinoza una cierta obsesión por el orden en su sentido laxo, de allí el método geométrico que organiza las cosas en el espacio y el espacio mismo, como líneas y puntos, desde lo cual aducen, nuevamente, un carácter racionalista a su pensamiento. Sin embargo, es el mismo filósofo el que nos dice que el orden es sólo un modo del pensamiento, una representación del universo de las cosas, y por lo tanto, una imaginación que se confunde con el entendimiento, tal como lo es el libre arbitrio, no por nada comparece justamente a su lado, en la crítica que realiza en el Apéndice del primer libro de la Ética. De este modo, caemos en que: “puesto que las cosas que más nos agradan son las que podemos imaginar fácilmente, los hombres prefieren, por ello, el orden a la confusión, como si, en la naturaleza, el orden fuese algo independiente de nuestra imaginación; y dicen que Dios ha creado todo conforme a un orden, atribuyendo de ese modo, sin darse cuenta, imaginación a Dios” (E, I, Ap., p. 102). Si bien, Spinoza nos hablará de un orden, éste no es el de la imaginación, sino el de la causalidad inmanente y transitiva. Ahora bien, este orden es, a su vez, uno en un sentido diferente o bien, irónico, como nos dirá Vidal Peña, pues, ¿hay realmente un orden de la naturaleza? ¿hay un orden, en virtud de la causa de Dios? Si su causa es, tal como lo menciona Spinoza en la primera definición que da apertura a la Ética, autogenética, es decir, causa sui, esta causalidad con su orden se diluyen en sí misma como producción de sí misma como lo real. Precisamente esto ocurre porque la causa sui no tiene anterioridad lógica respecto de la existencia de Dios, Morfino explica esto afirmando que es: “el mismo movimiento teórico que reabsorbe la esencia divina en su existencia-potencia, reabsorbe la esencia de las cosas en su existencia, haciendo tanto de la esencia cuanto de la existencia de las cosas un producto de la potencia divina” (2012, p. 29). Lo que queda es infinitud, pluralidad, contingencia. Es eso lo que Vidal Peña nos quiere decir al afirmar que: “Ese Dios no es la presuposición de una realidad racional en sí, al margen por completo del conocimiento; es la presuposición, o el reconocimiento, de una realidad infinita, y no precisamente «al margen» del conocimiento, sino como limitación crítica del mismo” (1974, pp. 89-90). No hay ningún atributo que exprese “orden universal”, y por ende, a lo que refiere la proposición 7 de E, II es a un orden de los modos y por ende al plano ontológico especial de la  facies  totius universi  (Peña, 1974,  p. 94). Por ello, los atributos si bien no se tocan nunca, tienen una interacción en tanto expresan, cada uno simultáneamente, una cualidad de la esencia de Dios, de allí su propia infinitud; la infinidad de atributos confiere a Dios la infinitud real. No se trata de una correspondencia entre los atributos, al modo de una traducción —como criticase Bergson (2007, p. 349)—, sino de expresiones eficientes de la sustancia que posibilitan su distinción formal o nominal, más no real y efectiva, pues “el cuerpo humano existe tal y como lo sentimos” (E, II, Prop. XVII. Dem., p. 141). Tal como nos recuerda Althusser “un paralelismo sin encuentro, en suma, pero que es ya en sí mismo encuentro debido a la estructura misma de la relación entre los diferentes elementos de cada atributo” (2012, p. 42). El hombre no es, por lo tanto, un compuesto de cuerpo y alma, al modo de la teoría hilemórfica, sino que es la expresión modal de la substancia, y en tanto que tal, esta expresión en el plano ontológico de la Natura Naturata, adquiere una forma, la forma humana que es expresión de la vida misma de la sustancia en cuanto expresa –nuevamente- un quantum de su potencia como individuo siempre compuesto. Estos modos finitos serían tanto extensión como pensamiento, cada uno de los cuales se expresarían en su forma de potencia simultáneamente.

Chantal Jaquet también se hará cargo de criticar la noción de paralelismo empleada para explicar la ontología spinoziana, considerándolo reductivo e incapaz de dar cuenta de aquello que realmente Spinoza quería plantear: la unión psico-física. Jaquet ve en este término los malentendidos interpretativos en cuanto posibilita comprender la unidad como uniformidad o correspondencia. Citamos extensamente su crítica, en tanto sintetiza las críticas usualmente realizadas a esta noción, y que es una de las que Bergson retoma para criticar a Spinoza:

Todo pasa entonces, como si la Naturaleza estuviese condenada a una ecolalia sin fin, a una perpetua repetición de lo mismo en cada atributo […]. Los estados físicos son así correspondidos a estados mentales de la misma manera que un punto de una línea está ligado a otro punto según un esquema estrictamente biyectivo […]. La idea de paralelismo incita a buscar una traducción sistemática de estados corporales en estados mentales, y recíprocamente. (Jaquet, 2004, p. 14)

Partiendo de la identificación entre la potencia de pensar de Dios y su potencia de acto, que comparece en el escolio de la mentada proposición 7, y aduciendo que Spinoza mismo habría hecho hincapié en los términos aequalis y simul (E, III. Prop. XXVIII. Dem., p. 225) para connotar que la interacción que se da a este nivel es otorgada por la noción de afectos, Jaquet afirma que lo elemental son los afectos en tanto unidad psico-física. Respaldándose en la teoría de la expresión de Deleuze, la filósofa francesa verá tal como él que “hay una identidad de orden o de correspondencia entre modos de atributos diferentes”, luego también “identidad de conexión o igualdad de principio, identidad del ser o unidad ontológica” (1996, pp. 101-102). Es por ello que para Deleuze el paralelismo existe, pero sólo en el horizonte modal y no de la sustancia, precisamente en tanto que “el modo es una afección de un atributo, la modificación de una afección de la sustancia” (1996, p. 105), es decir, una afección en segundo grado, siguiendo precisamente lo mismo que afirmase Vidal Peña.

Ahora bien, la crítica bergsoniana del paralelismo comparecerá en más de una ocasión. En “El alma y el cuerpo” (1912) de La energía espiritual, el filósofo francés nos dirá que se trata de “un paralelismo riguroso entre el alma y el cuerpo, expresando el alma ciertos estados del cuerpo, o el cuerpo expresando el alma, o siendo el alma y el cuerpo dos traducciones, en lenguas diferentes, de un original que no sería ni uno ni otro: en los tres casos, lo cerebral equivaldría exactamente a lo mental”, cuestión que Bergson desprende de la idea de que la metafísica del siglo XVII habría pretendido “dar un cuerpo de esperanzas” a “la física moderna” (2012, pp. 52-53). Sin embargo, hay una precisión que hacer: por decirlo de algún modo —y quizás, de forma grosera—: si bien el espíritu histórico de una época condiciona o expresa parcialmente la filosofía, no siempre es ese el caso; eso es lo que ocurre con la “anomalía” Spinoza. Heredero de un cartesianismo que paulatinamente va a casi desaparecer, su filosofía no puede –ni la de nadie- enmarcarse únicamente como una tabula rasa que el mero espíritu histórico se contentaría en rellenar. Spinoza, más que sus contemporáneos, tendrá un ejercicio escriturario que pondrá en jaque las categorías filosóficas, y es por ello que puede prestarse el mal entendido de retrotraer su pensamiento a derivas impropias; su léxico cartesiano no puede leerse bajo la letra de Descartes sino bajo su propia pluma, precisamente porque la operatividad de sus conceptos no es la misma, aun cuando terminológicamente sean iguales, cuestión que el mismo Spinoza evidencia con, por ejemplo, la noción de substancia, pero también con tantas otras que pueden leerse bajo el alero de la tradición filosófica, sin por ello, tener el mismo sentido: la noción de potencia en Aristóteles es radicalmente distinta de la de nuestro pensador, y así tantas otras categorías. Si bien, puede decirse que en Spinoza hay un cierto mecanicismo operando, no es el de Descartes, ni es tampoco una mera transposición de la física moderna. En este punto el análisis que realiza Vidal Peña en torno a lo que él denomina el primer género de materialidad especial, la Facies totius universi que Spinoza expone en la carta 64 a Schuller y en la llamada “pequeña física”, cobra vital importancia. Allí Peña pugna contra las teorías organicistas, biológicas, mecánicas y físicas, aduciendo que se trataría “de un análisis de ciertos presupuestos más generales, previos a cualquier sistema de hipótesis físicas concretas, conforme a los cuales un cierto género de la realidad —la extensa— es ontológicamente concebido” (1974, p. 132). El punto de vista de Peña es por lo tanto ontológico y desde allí, estructural, entendiéndolo “en el sentido que Piaget da a este término: como totalidad transformativa autorregulada” (1974, p. 126).

Siguiendo la crítica de Bergson, también convendrá en que Spinoza y Leibniz, si bien “se abstuvieron de hacer del alma un simple reflejo del cuerpo; habrían dicho también que el cuerpo era un reflejo del alma. Pero ellos habían preparado las vías para un cartesianismo disminuido, limitado, según el cual la vida mental no sería más que un aspecto de la vida cerebral” (2012, p. 54). En Spinoza, como hemos visto, no se trata de una teoría del reflejo cuerpo-alma, y tampoco de un paralelismo tal como es usualmente comprendido. Lo que aquí está en juego es que Bergson lee como reflejo una noción que es precisamente aquella que hace de Spinoza un filósofo radical: la noción del alma como idea del cuerpo (E, II, Prop. XIII, p. 127) y también el rol de los afectos y su definición como modos del pensar, que propiamente tal no constituyen ideas en sentido estricto, sino un punto inter-modal entre un adentro y un afuera en los modos finitos: no serían ni extensos ni mentales de suyo sino que producen efectos materiales y mentales, serían performativos.

Sin embargo, la crítica continúa, en La evolución creadora, el filósofo francés arremeterá nuevamente: “La ciencia moderna, como la ciencia antigua, procede según el método cinematográfico” (Bergson, 2007, p. 329). Este método que Bergson definirá como una “práctica, que consiste en regular la marcha general del conocimiento sobre la de la acción, esperando que el detalle de cada acto se regule a su vez sobre el del conocimiento” (2007, p. 308), es decir, se trata de la idea de que el conocimiento está regulado, no sobre sí mismo, sino sobre una categoría de utilidad propia de la acción: el método cinematográfico define una forma en la cual el conocimiento ha sido ordenado según coordenadas ajenas a sí, en virtud de lo cual, todo conocimiento así obtenido no es sino yuxtaposición, y formulación de un orden utilitario, que coarta la experiencia sensible pues la atención está dirigida sobre un aspecto de lo real, que es el esperado por la acción, velándose de este modo, todo aquello que no constituye tal fin, a partir de lo cual critica las nociones de vacío y negación.

La ciencia moderna, por ende, buscando leyes que establecieran relaciones generales sobre el comportamiento de los cuerpos, resultó, finalmente, en el hecho de

“cortar lo real en dos mitades, cantidad y cualidad, una de las cuales fue puesta en la cuenta de los cuerpos y la otra en la de las almas […] es por haber cortado toda ligazón entre ambos términos que los filósofos fueron llevados a establecer un paralelismo riguroso […]; a considerar uno como traducción, y no como inversión, del otro; finalmente a dar por substrato de su dualidad una identidad fundamental […]. Un mecanismo divino hacía corresponder, uno a uno, los fenómenos del pensamiento a los de lo extenso, las cualidades a las cantidades y las almas a los cuerpos” (Bergson, 2007, p. 348).

Esta idea será recurrente, el paralelismo y la idea de mecanicismo serán las piedras angulares para la crítica a Spinoza, lectura que desembocaría tanto en el epifenomenismo como en el monismo del siglo XVIII, precisamente, por su cartesianismo encogido (Bergson, 2007, p. 353). Creemos que la línea abierta por Ericka Marie Itokazu es suficientemente aclaradora, y rescata precisamente, a Spinoza, de la crítica mecanicista sin dejar de reconocer su herencia. Itokazu verá en el escolio de la proposición 2 del libro III de la Ética, aquél tan conocido vía Deleuze: “nadie sabe lo que puede un cuerpo”, la conexión de la pequeña física —que podría decirse, mecanicista—, con una categoría que precisamente vendría a delimitar tal concepción, y a darle al cuerpo, la vida arrebatada: es el concepto de potencia. “En la parte II encontramos la definición de la cosa singular […], mientras que es sólo en la parte III que Spinoza introduce dos nociones capitales: la de causa adecuada/inadecuada y la de actividad/pasividad”. Estas nociones serían las claves para articular nuevamente, sobre el supuesto paralelismo, cuerpo y alma: “De esta manera, el cuerpo no es tan sólo un proyecto mecánico para el mantenimiento de su proporción de movimiento y reposo, como el péndulo compuesto, en un contexto donde la ‘cantidad es reina’” (Itokazu, 2007, p. 333). Esta idea, más bien, corresponde a la de Gueroult, quien contrasta los modelos físicos mediante los cuales Descartes y Spinoza erigieron sus nociones de cuerpo, en el caso del holandés, se trataría del péndulo compuesto, a lo cual se suma la influencia innegable de los experimentos de Huygens.

Frente a estas lecturas, no queda sino proponer a modo de hipótesis cautelosa —siguiendo el lema spinoziano— poner el énfasis no tanto en aequalis, como en simul, no precisamente en un concepto de identidad, sino el de una temporalidad que fluye al mismo tiempo, a la par. No hay dos órdenes: uno extenso y uno del pensamiento; los atributos, tal como nos dice Spinoza, son infinitos, y si, tal como hemos visto, no son determinaciones de la substancia, es decir, no son negaciones, no pueden expresar sino un mismo orden como real infinitud y pluralidad, que como órdenes concebidos por la imaginación como diferentes formal y realmente, actúan simultáneamente en tanto causa eficiente de la substancia. Podría decirse que la distinción es de derecho, mas no de hecho, puesto que la experiencia se aprehende conjuntamente, aun cuando la inteligencia pueda dividirla y segmentarla. Podría decirse que lo que es paralelo de los atributos, es su temporalidad infinita e indivisible, expresiva y expresada por la substancia eterna y los modos finitos cuya duración indeterminada pugna contra su propia finitud. La garantía de la causa sui viene dada por la infinita cantidad de atributos, de allí la eternidad e infinitud, categorías de temporalidad pero ya no como modos de la imaginación, es decir, el tiempo métrico con el cual damos un orden a la Natura Naturata, sino el tiempo de la actualización inmanente de la potencia de la Substancia, de Dios, de la Naturaleza: Natura Naturans, cuya relación es efectiva y nuevamente, de expresión. Lo cual puede leerse ya en el TIE, aunque escrito en relación a otro tema: “Y el orden para que una cosa sea entendida antes que otra no hay que derivarlo, como hemos dicho, ni de la serie en que existen ni tampoco de las cosas eternas, porque en éstas todo ello es simultáneo por naturaleza” (Spinoza, 2014, p. 150): la eternidad es simultaneidad, no como yuxtaposición, ni serie lineal, ni sobreposición, sino como fluidez de intensidad siempre actualizada de la potencia, pero virtual para la Natura Naturata. En este sentido: “Ordo et connexio idearum idem est, ac ordo et connexio rerum” (Spinoza, 1914, p. 77), debe pensarse a la luz de su respectivo corolario: “Se sigue de aquí que la potencia de pensar de Dios es igual a su potencia actual de obrar. Esto es: todo cuanto se sigue formalmente de la infinita naturaleza de Dios, se sigue en él objetivamente, a partir de la idea de Dios, en el mismo orden y con la misma conexión” (E, II, Prop. VII. Cor., pp. 116- 117). La identidad se da en la potencia de los atributos infinitos, ese mismo orden y esa misma conexión no puede ser sino el de la acción de la substancia, su eternidad e infinitud. Si nos remitimos a la demostración, leemos allí que: “Ahora bien, el esfuerzo o potencia del alma al pensar es igual, y simultáneo por naturaleza, al esfuerzo o potencia del cuerpo al obrar” (E, III. Prop. XXVIII. Dem., p. 225). Es el orden único de la potencia el que es simultáneo e infinito: no hay orden de cosas y orden de ideas que se corresponderían, es una sola y misma potencia la que se expresaría simultánea y eternamente, pero que, los modos finitos expresarían tan sólo un quantum, que no por ser pasiva o activa, es por ello menos eterna. Sólo a los ojos de la imaginación no lo es, pues allí la existencia se ve sub specie durationis pero entendiendo la duración bajo un criterio utilitarista vulgar, la ilusión del libre arbitrio y el finalismo, es decir, de la imaginación cuando ésta parece reemplazar al entendimiento, lo que tanto Spinoza critica en el Apéndice del primer libro de la Ética. Desde nuestra lectura, percibir sub specie aeternitatis sería no tanto un cambio de óptica, como un cambio háptico de relación, precisamente porque el afecto es el que “expresa la simultaneidad, la contemporaneidad de eso que pasa en el espíritu y en el cuerpo” (Jaquet, 2004, p. 21). La unión del cuerpo y el espíritu se da en la potencia mediada por los afectos, ellos constituyen el punto nodal de la unión psico-física –tal como Chantal Jaquet nos indica, aunque en interpretación que lleva a distintas conclusiones-, por ello, la libertad no consiste en reprimir los afectos, denostarlos, sino de transitar, mutar y transformar las pasiones en acciones, hacer de los afectos tristes unos alegres, lograr la virtud (E, IV, Def. VIII, p. 289), que para Spinoza no es sino la potencia misma, la expresión de la potencia de Dios en los modos finitos. La noción de afecto por tanto, sería primordial para desbaratar la concepción usual del paralelismo, y podría decirse, junto a Vidal Peña, que constituye un tercer género de materialidad especial, haciendo en Spinoza una materialismo trimembre: las cosas singulares, no sólo las cosas y los cuerpos humanos, sino también los afectos, cuyo estatuto de materialidad no obstante, es diferente, su plasticidad y performatividad les permitirían ser considerados como una cosa singular que si bien tiene efectos extensivos y mentales, es ante todo potencia, transitio, transformación, plasticidad, y no mera abstracción: de allí la importancia del concepto de relación, como tanto enfatiza Morfino.

  1. “El primado del encuentro sobre la forma”: relación, contingencia, infinitud

Esta idea del primado del encuentro sobre la forma, representa para Morfino, comentando el texto “La corriente subterránea del materialismo del encuentro”, la clave de una tesis no escrita, pero fundamental, que recorrería todo este texto de modo subrepticio (2010, p. 72), la cual ha de ser leída a la luz de la afirmación explícita del primado de la relación sobre los elementos. Morfino da cuenta de la efectiva dificultad de pensar el estatuto de la relación en Spinoza, precisamente a causa de la carencia de una teoría sistemática o de un tratamiento de este concepto (2010, p. 41), sin embargo, esto no constituye un obstáculo insuperable para considerar su importancia y rol clave para pensar la filosofía del holandés.

Como se mencionó anteriormente, el cambio del TIE a la Ética, la sustitución del término serie por ordo et connexio, tiene implicancias radicales para pensar el estatuto de la relación: pues “la causa pierde, por lo tanto, la simplicidad de la relación de imputación jurídica para ganar la pluralidad estructural de las relaciones complejas con lo externo” (Morfino, 2010, pp. 46-47). Esto implica una renovada concepción, y es que, como nos dice Morfino:

“la esencia de una cosa es concebible solo post festum, es decir, únicamente a partir del hecho de su existencia o, más precisamente, a partir de su potencia de actuar que nos revela su auténtica ‘interioridad’. La barrera entre interior (essentia intima) y exterior (circumstantia, es decir, lo que está alrededor) es abatida; la potencia es precisamente la relación regulada de un exterior y de un interior que no se dan como tales sino en la propia relación” (2015, p. 28).

La potencia, dada por los afectos, por el mundo exterior, abre un nuevo espectro de realidad concreta, adquiere un nuevo estatuto intermedio que permite pensar la relación, ya no como categoría extrínseca, sino como constitutiva. Los modos, que son ya afecciones de la substancia (E, I, Def. V, p. 47), sufren otras afecciones, otros cambios cualitativos: son presa del encuentro con los afectos por parte de los cuerpos exteriores, en principio, por la llamada heteronomía afectiva —en la imaginación—, pero que es ante todo, transitio de potencia. En este sentido, la afección de la afección que es el afecto sobre el modo, implica un estatuto de realidad siempre sólo en tanto relación: “por afectos entiendo las afecciones del cuerpo, por las cuales aumenta o disminuye, es favorecida o perjudicada, la potencia de obrar de ese mismo cuerpo, y entiendo, al mismo tiempo, las ideas de esas afecciones”, tras lo cual, Spinoza añade: “Así pues, si podemos ser causa adecuada de alguna de esas afecciones, entonces entiendo por «afecto» una acción; en los otros casos, una pasión” (E, III, Def. III, p. 193). De allí la importancia del concepto de conatus y cupiditas, definidas por Spinoza como la esencia de los modos finitos, que finalmente identificará con el concepto de potencia.

El término connexio aparecido ya en la proposición 7 de E, II, tiene primacía respecto del término ordo: “deriva del latín connectere, compuesto por con- y nectere, que significa ‘trenzar’ […] Spinoza desarrolla en la Ética una concepción de causalidad como enlace complejo: la metáfora textil evoca de hecho cualquier cosa menos la línea recta de la serie causa-efecto” (Morfino, 2015, p. 30). La conexión evoca una textura de lo real, una mezcla que no tiene una causalidad, un orden preciso, en cuanto que todas las causas se sobredeterminan, los afectos son ellos mismos variables y conducen a efectos variables según la disposición del cuerpo que es afectado.

El cuerpo, cuya dinámica es una determinada relación de movimiento-reposo (E, II, Post. Prop. XIII. Ax. 1, Ax. 2, Lema 1, p. 130), que en su especificidad, se mantiene constante en cuanto puede mantener una comunicación entre los cuerpos simples que lo componen (E, II, Post. Prop. XIII. Lema VI, p. 135), crea cada uno una disposición específica respecto del modo en que puede afectar y ser afectado, y en cómo puede concatenar las ideas y su cuerpo en la simultaneidad de este afectar-ser afectado, es decir, constituye su singularidad mediante las relaciones afectivas. El movimiento y el reposo constituyen la ley de los cuerpos, y puede entenderse en cuatro sentidos, tal como nos dice Zourabichvili: estrictamente físico, biológico, físico-biológico y biológico-cíclico (2014, pp. 58-59), es decir bajo determinación cuantitativas, de allí la lectura mecanicista de esta sección de la Ética. Sin embargo, a esta lectura falta un componente, que el mismo Zourabichvili aprehenderá posteriormente, y es el de la potencia, lo que dota a esta teoría su componente dinámico y de transformación, cuestión que Spinoza expone en E, III, def. 3 y Post. 1, como hemos mencionado.

Ahora bien, y siguiendo lo anterior, ¿cómo definir esos umbrales de movimiento que llevan a la descomposición? ¿cuándo la transformación deviene destrucción? Podría hablarse de que esa relación constante de los cuerpos constituye una propia ritmicidad, entonces, la pregunta sería cuándo el ritmo excede los límites de las relaciones que lo constituyen como una comunidad, en tanto Spinoza afirma que “toda la naturaleza es un solo individuo, cuyas partes —esto es, todos los cuerpos— varían de infinitas maneras, sin cambio alguno del individuo total” (E, II. Post. Prop. XIII. Lema VII, esc., p. 136). El cuerpo necesita, por lo tanto, no sólo un comercio afectivo, sino también, y como condición de ésta, un comercio corporal, en cuanto este puede mover y disponer los cuerpos exteriores de muchas maneras: “El cuerpo humano necesita, para conservarse, de muchísimos otros cuerpos, y es como si éstos lo regenerasen continuamente” (E, II, Post. Prop. XIII. Post. IV, p. 137), seguido de “el cuerpo humano puede mover y disponer los cuerpos exteriores de muchísimas maneras” (E, II, Post. Prop. XIII. Post. VI, p. 137). Spinoza tendrá que exponer, antes que los géneros de conocimiento (y de la memoria), la naturaleza del cuerpo, pues éste es la base explicativa o lógica de éstos. Si en la proposición XVII del segundo libro de la Ética, Spinoza expondrá las nociones de imaginación e imágenes, es precisamente porque en la siguiente proposición tendrá que retratar la operatividad de la memoria, pues, como posteriormente determinará, los objetos dejan vestigias en el cuerpo, implicando con ello, una materialidad, un cambio en la disposición corporal en virtud de los afectos y en cómo estos alteran su composición singular. Esto ya estaba insinuado en la pequeña física, en lo que se ha denominado la teoría del choque: “Cuando una parte fluida del cuerpo humano es determinada por un cuerpo externo a chocar frecuentemente con otra parte blanda, altera la superficie de ésta y le imprime una suerte de vestigios del cuerpo externo que la impulsa” (E, II, Post. Prop. XIII. Post. V, p. 137), y posteriormente, en los postulados del III libro, Spinoza afirmará que “el cuerpo humano puede padecer muchas mutaciones, sin dejar por ello de retener las impresiones o huellas de los objetos […], y por consiguiente, las imágenes mismas de las cosas” (E, III. Post. II, p. 194). Y es por ello mismo, que “nosotros no podemos […] hacer nada que previamente no recordemos” (E, III, Prop. II. Esc., p. 200). De esto se puede concluir que el cuerpo humano está compuesto para Spinoza de cuerpos blandos y fluidos, en cuanto tiene la capacidad de absorber y reflejar el movimiento y las transformaciones de los cuerpos exteriores, sin perder por ello su forma, a pesar de la mutación de su figura (E, II, Post. Prop. XIII. Ax. 3, pp.133-134). De aquí se sigue, dada la división de esta pequeña física, entre lo que implica a los cuerpos más simples y a aquellos compuestos, que los primeros no sólo se rigen únicamente por el movimiento y el reposo, sino que éstos al mutar, transforman su forma, pero al ser partes de un individuo compuesto, mutan sólo su figura resguardando la forma del individuo total.

Si el alma es la idea cuyo objeto es el cuerpo (E, II, Prop. XIII, p. 127), esta idea será necesariamente dinámica en virtud del carácter fluctuante del cuerpo en virtud de las diversas mutaciones que éste padece, en cuanto sumido en la heteronomía afectiva que suponen los cuerpos exteriores con los cuales necesariamente ha de entrar en comercio, la noción de identidad y forma, por lo tanto, quedan en un constante cuestionamiento por la excesiva polaridad de este cuerpo que actúa tanto por composición y descomposición, como por un criterio de celeridad, pero más importante, por el de los afectos, es decir, la potencia. Y esto es necesario porque “el alma no se conoce a sí misma sino en cuanto percibe las ideas de las afecciones” (E, II, Prop. XXIII, p. 147), y también porque “las ideas que tenemos de los cuerpos exteriores revelan más bien la constitución de nuestro propio cuerpo que la naturaleza de los cuerpos exteriores” (E, II. Prop. XVI. Cor. I y II, p. 139). Por ello, si como Chantal Jaquet define, el afecto es una realidad psicofísica, ellos son la entrada para un análisis del hombre, en cuanto que la imaginación permite situar los afectos en el orden cognitivo, en cuanto ésta se configura como proceso de presentificación de los cuerpos exteriores (mundo objetivo). El hombre necesita sentir los afectos, imaginarlos/percibirlos en su carne, no meramente sensaciones. En este sentido, la experiencia modulada por la imaginación, en su percepción de los afectos, en su sentirlos/padecerlos, posibilita que cada individuo module su existencia como potentia agendi (en sus modalidades pasivas y activas) desde el movimiento que regula la corporalidad. Este acto primeramente estético, mediante el cual el cuerpo, su imaginación y los afectos se configuran en la existencia frente a esa alteridad que en cierta medida lo constituye, produce una articulación individual de estar en el mundo como modo de existencia, allí, la imaginación adquiere su estatuto real y no como falsa conciencia. El cuerpo en su acto de producción, que implica la producción simultánea de la imaginación y su propio hábito, como asociaciones individualizantes –como nos indica Bove a lo largo de su obra La estrategia del conatus-, da lugar a una plasticidad que atraviesa a los modos finitos y su propia individuación, plasticidad de los afectos que es simultánea a la plasticidad de un cuerpo que se constituye siempre en frágil alteridad como un cuerpo singular que es siempre pars naturae. Plasticidad que recalca el carácter material de los afectos y las vestigia, y no la elasticidad que ve Deleuze, cuando afirma que “Spinoza sugiere que la relación, que caracteriza un modo existente en su conjunto, está dotada de una especie de elasticidad” (1996, pp. 213-214). La plasticidad implica un cambio de figura en un material que logra transformarlo, a diferencia del elástico, que vuelve a su constitución previa a este cambio momentáneo, como si fuese un momento de transformación que no logra concretar la alteración en completitud. El cuerpo, aparentemente, se torna una liminalidad polar, una plasticidad que si bien goza de una relación característica de movimiento y reposo, no se trata de una relación meramente mecánica, orgánica, sino vital en cuanto revela niveles de intensidad de potencia. No sería una forma lo que lo determinaría, como si el cuerpo fuese el límite de la mente, sino que la deformación, pues no habría particularidad sino sólo la singularidad en constante transformación, que se mueve, direcciona y redirecciona según el deseo particular de cada modo finito. Y quizás, ni si quiera la deformación, pues ésta implicaría una negatividad. Con Morfino: “Para Spinoza, toda esencia es en realidad una connexio, en términos lucrecianos una textura: el mundo es por azar. Las leyes naturales no son por lo tanto la garantía de la no variación de las formas, sino la necesidad inmanente a las conjunciones” (2015, p. 43). La noción de forma, por ende, ha de ceder su privilegio filosófico al de relación como conexión, encuentro, es éste el que determina finalmente –y utilizando este término en un aspecto meramente nominal-, la forma del hombre como potencia. Recordando, sin embargo, que, como afirma Morfino, “las relaciones no son, por lo tanto, unos trascendentales que dan forma a la experiencia, sino que se constituyen en la ocasión, en el encuentro” (2015, p. 38), se trata por lo tanto, para el italiano, de la radical contingencia de toda forma. Esta sería concebida como un estado de la materia según la cual el hombre puede percibir el cuerpo, pero no su verdadera realidad, su realidad es el movimiento y el cambio, la imposibilidad real de una definición pero no por ello, de una representación aun cuando sea inadecuada para comprender el devenir de los cuerpos.

Spinoza nos dirá que: “lo que constituye la forma del cuerpo humano consiste en que sus partes comuniquen entre sí sus movimientos según una cierta relación” (E, IV, Prop. XXXIX. Dem., pp. 331-332). Aquí se evidencia la distinción: hay una forma pero como relación y conexión, hay una forma que es respectiva de las partes del cuerpo humano, ¿pero que son estas partes sino cuerpos simples afectados por el movimiento, por afectos, por potencia? Seguimos en este punto a Zourabichvili, quien nos retrotrae a la carta 4 a Oldenburgh, en la cual Spinoza afirma: “le ruego, amigo mío, que considere que los hombres no se crean, sino que únicamente se engendran y que sus cuerpos ya existían antes, aunque bajo otra forma (alio modo formata)” (Spinoza, 1988, p. 89). ¿Qué quiere decir esto? Que la materia prexiste no como forma, sino como su eterna variación y disposición, la materia existe como pura potencia que se actualiza en cuanto quantum, bajo una determinada forma que no es sino la contingencia de encuentros y movimientos específicos: la materia es movimiento. Desde este punto, Zourabichvili acierta al afirmar que se confunde la potencia del cuerpo con el conjunto de sus aptitudes y:

tendemos a considerarlo como una máquina o un cadáver al cual le falta una fuente de movimiento, una energía necesariamente venida de otro lado: el cuerpo está listo para funcionar, pero le falta movimiento, de modo que disociamos potencia de aptitud. En cambio, si la extensión misma es potencia, ya no podemos decir en absoluto que el movimiento sea recibido desde el afuera: pues la causa exterior reclamaría a su vez otra causa exterior, y la serie, que haría una regresión al infinito, solo podría cerrarse a la manera de Leibniz, poniendo una causa primera fuera del mundo. Por el contrario, la serie se cierra sobre sí misma, aunque formando una red infinita, pues el movimiento proviene de cada parte –que desde entonces debe ser llamada parte de potencia y no solamente parte de materia. (2014, p. 91)

Y este movimiento es interno, precisamente porque “nada existe de cuya naturaleza no se siga algún efecto” (E, I, Prop. XXXVI, p. 95), es decir se trata de un origen interno o inmanente del movimiento, y porque el conatus es un esfuerzo centrípeto y no centrífugo, de allí que la traducción de Atilano Domínguez, nos parece más adecuada al sentido que da Spinoza: “Cada cosa, en cuanto está en ella, se esfuerza por perseverar en su ser” (2000, p. 132), mientras que Vidal Peña traducirá ésta diciendo que: “Cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar en su ser” (E, III. Prop. VI, p. 203). Cada una de estas traducciones tiene implicancias distintas, puesto que la del Vidal Peña implica que cada cosa puede buscar fuera de sí, cuanto está a su alcance, mientras que la de Domínguez precisa que este esfuerzo es siempre dentro de sí. Ahora bien, el concepto que se traduce por conatur es “se esfuerza”, y en su forma sustantivada, “esfuerzo”, implica también problemas, pues tal como Macherey indica, esto implica considerarlo desde una perspectiva finalizada y teleológica (2018, p. 81), sin embargo, a lo que alude esta noción no puede explicarse por la intervención de una presión exterior de allí que en este caso Atilano Domínguez sea quien traduzca de mejor modo esta proposición para dar cuenta de la inmanencia del concepto.

Zouravichvili, concluirá entonces que,

“en última instancia, la extensión es materia porque es potencia, potencia que se confunde con la autoafirmación de su esencia en el despliegue de su propiedades, es decir en la producción necesaria por ilimitada de tantas formas como puede la naturaleza de la extensión; la extensión es materia también porque las formas se nutren unas de otras, y constituyen un infinito en acto dinámico que extrae su devenir de su propio fondo, el despliegue de una potencia absoluta según un orden de determinación recíproca” (2014, p. 108).

En este sentido, Zourabichvili se contrapone a Morfino, si bien, aceptamos la tesis de que la materia y extensión son pura potencia, la permanencia y afirmación de la forma en sí misma, aunque sea como transformación implica que: “la materia según Spinoza está curiosamente desmaterializada: solo está constituida por formas, enfrentadas unas con otras” (Zourabichvili, 2014, p. 93), pero esto sería cierto sólo si la forma es comprendida a su vez como parte de potencia, cuestión que nos parece lógica pues sólo así encuentro y forma encontrarían una identificación, y sólo así, si comprendemos forma en su sentido usual, hay un efectivo predominio del encuentro sobre la forma.

Ahora bien, si volvemos a la reconocida formulación del escolio de la prop. 2 de E, III, y nos preguntamos, tal como hace Spinoza, “Y el hecho es que nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede el cuerpo, es decir, a nadie ha enseñado la experiencia, hasta ahora, qué es lo que puede hacer el cuerpo en virtud de las solas leyes de su naturaleza, considerada como puramente corpórea” (E, III, Prop. II, esc., p. 197), tendríamos que preguntarnos qué es lo que puede un cuerpo sin la mediación del alma, lo que nos conduce a otros cuestionamientos, como si acaso el alma coartaría, en cierto modo, la extensión de la sensibilidad, de la experiencia sensible, haciendo de nuestros umbrales de sensibilidad unos reducidos en relación a lo que puede el cuerpo en virtud de su sola naturaleza corpórea. Ahora bien, podríamos aventurarnos a responder que su potencia es idéntica a su poder de afectar y ser afectado, tal como hace Deleuze, pero la hipótesis que planteamos es que su potencia reside en la producción estética de su cuerpo/mente y del mundo objetivo, existiendo por lo tanto una continuidad entre todos los cuerpos que configuran la natura naturata, o mejor dicho, la facies totius universi como modo infinito mediato de la extensión, en cuanto siempre mediado por el modo infinito inmediato: la relación de movimiento-reposo, precisamente porque “todos los cuerpos convienen en ciertas cosas” (E, II, post. Prop. XIII, lema 2, p. 130).

En la siguiente caracterización del cuerpo que realiza Spinoza, hablará de él como una fábrica utilizando el título homónimo de la obra de Andrés Vesalio: De humani corporis fabrica (1543), criticando la idea según la cual hay acciones del cuerpo que proceden del alma, y la teoría según la cual mientras el alma actúa el cuerpo padece y viceversa. Allí afirmará también que la fábrica del cuerpo “supera con mucho en artificio a todas las fabricadas por el arte humano” (E, III, Prop. II, esc., p. 197). En esta sentencia se puede plantear la hipótesis que el cuerpo como fábrica, lo que realiza es una producción (in)finita de sí mismo en virtud de los afectos y cuerpos exteriores, que supera el artificio del arte humano en cuanto que ese acto de producción sería limitado a cada obra determinada, mientras el cuerpo sería una constante producción objetiva/subjetiva mediante el padecimiento y despliegue de los afectos de los cuerpos exteriores. Por ello Morfino afirma que “las pasiones no serían proprietates de una naturaleza humana genérica, sino relaciones que atraviesan al individuo constituyendo la imagen de sí mismo y del mundo” (2015, p. 36), de hecho, “estos afectos primarios no son más que elemento abstractos antes de entrar en relación; más aún, aquéllos no pueden existir en estado puro, elementos originarios de cuya combinación nacen todos los demás; aquéllos existen sólo en las infinitas metamorfosis que las relaciones con lo externo les imponen” (2015, p. 37). Todo se jugaría, por lo tanto, según el modo en el cual, y con qué, se entra en relación, por ello, un cuerpo exterior puede generar afectos distintos en dos individuos, o el mismo cuerpo puede generar, en tiempos distintos, afectos diferentes; por ello también, el deseo de uno puede diferir del deseo del otro. Y si bien, pueden darse procesos individualizantes en virtud del hábito, estos no son totalizantes ni generan un concepto de identidad cerrada.

El cuerpo es productor de encuentros en virtud del conatus y de su estrategia afirmativa de resistencia activa —como asegura Laurent Bove (2009, pp. 51-80)—, de relaciones, al mismo tiempo que las padece, se les imponen, sin embargo, todos los cuerpos exteriores se constituyen como necesarios en cuanto en ellos radica su conservación, pero en una total contingencia, así dirá Spinoza que: “la utilidad principal que nos reportan las cosas que están fuera de nosotros, además de la experiencia y el conocimiento que adquirimos por el hecho de observarlas y de transformar unas en otras, es la conservación de nuestro cuerpo; y por esta razón son útiles, sobre todo, aquellas cosas que pueden alimentar y nutrir el cuerpo de manera que todas sus partes puedan cumplir correctamente su función” (E, IV, Ap. Cap.27, pp. 376-77). El cuerpo será forma en tanto quantum de potencia en transitio, en tanto que la materia es potencia. No se puede pensar la conservación sin la transformación, y a su vez, sin destrucción real, sino sólo descomposición del cuerpo como transformación efectiva de una forma.

III. Entre Lucrecio y Deleuze: Spinoza

Lucrecio, Spinoza y Deleuze constituyen una tríada singular dentro de una constelación mucho más vasta: en ellos, el estatuto de la relación y la contingencia adquieren nueva forma, adquieren realidad y no mera accidentalidad: en ellos el encuentro será lo constituyente para pensar cualquier realidad en tanto circunstancia, ya no como un estado de la materia (una cosa estática) sino como un flujo en devenir de ella, que puede ser definido por el lenguaje sólo porque éste tiene la capacidad de representar el movimiento como paralización. Como se mencionó con anterioridad, Spinoza aduce a la autoridad de Lucrecio y los atomistas en la carta 50 a Hugo Boxel, sin embargo, no al modo de una completa aceptación de tal pensamiento: es sabido que para Spinoza el vacío no puede ser ni ser concebido, con ello el atomismo no puede figurar como un precedente filosófico para su pensamiento de modo íntegro, lo que no deja, no obstante, un espacio de conjunción a partir de la teoría de los cuerpos y el encuentro (concursus), del clinamen y de la Naturaleza. Tatián nos recuerda que Theun de Vries en su biografía sobre el holandés, escribe:

“Van den Enden iniciaba al joven Spinoza en los secretos del atomismo antiguo… Si Spinoza leyó junto a su maestro, totalmente o en parte, el magistral poema filosófico del epicúreo romano Lucrecio, De rerum natura, encontró allí mucho material y un parentesco ideal con sus tesis, que ya había comenzado a elaborar: el destronamiento de la superstición, el estudio de la naturaleza como medio de salvación contra la ignorancia y el miedo a la muerte, la fuerza interior por medio de una afirmación vital de la razonabilidad” (en Tatián, 2014, p. 108).

Hay trazas de Lucrecio en el pensamiento de nuestro filósofo, indudablemente, y abarca más que aquello que nos ofrece Theun Vries. Sin embargo, en el presente apartado nos ocuparemos sólo de un punto en particular: la relación entre conatus y clinamen y sus implicancias en las concepciones respectivas de necesidad y foedera naturae, en su inextricable unión con los cuerpos. Sin la pretensión de exhaustividad –en tanto excede los marcos de la presente investigación- nos proponemos por lo tanto, el atisbo de una lectura que nos conduciría de Lucrecio a Spinoza, del Lucrecio de Deleuze a Spinoza, y finalmente, al Spinoza de Deleuze, para intentar plasmar una hapticidad que estaría recorriendo el trazo lucreciano y spinoziano, y no una opticidad pura, como pretende el filósofo francés.

En Lucrecio y Spinoza aparecen los tres puntos que Althusser postularía para pensar un materialismo aleatorio, tal como nos indica Morfino, se trata de “1. El primado del encuentro sobre la forma; 2. La negación de toda forma de finalidad; 3. La afirmación de la realidad como proceso sin sujeto” (2015, p. 95). Estos tres puntos no estarían separados entre sí, sino que se desplegarían en un mismo horizonte, y hasta en cierto sentido, se co- implicarían. Como hemos visto, la necesidad spinoziana no es un determinismo lógico, sino más bien, la revelación de la pura contingencia: los cuerpos se encuentran, entran en relaciones, son éstas las que constituyen, –parafraseando a Morfino nuevamente- post- festum, su esencia. El orden de la naturaleza no es un orden de necesidad sino que lo que es necesario es la relación que se establece entre Natura Naturans y Natura Naturata: la necesidad no es predestinación, sino conjunción, en tanto sobredeterminación causas, cuerpos y afectos, es decir potencia.

Foedera Naturai designa en Lucrecio un poder de producción (Ruiz, 2009, p. 47) en virtud de una alianza que constituye la naturaleza respecto de sí misma. El latino escribirá que:

En fin, si todos los movimientos se encadenan y el nuevo nace siempre del anterior, según un orden cierto (ordine certo), si los átomos no hacen, declinando, un principio de moción de rompa las leyes del hado (fati foedera), para que una causa no siga a otra causa hasta el infinito, ¿de dónde ha venido a la tierra esta libertad de que gozan los seres vivientes? ¿De dónde, digo, esta voluntad arrancada a los hados, por la que nos movemos a donde nuestroantojo nos lleva, variando (declinamus) también nuestros movimientos, sin que los determine el tiempo ni el lugar, siguiendo sólo el dictado de nuestra propia mente? Pues, sin duda, es la voluntad de cada uno la que da principio a estos actos; brotando de ella, el movimiento fluye por los miembros. (Lucrecio, 2012, II, 251-262, p. 175-177)

Para posteriormente decir que,

Así el movimiento que anima ahora a los átomos, es el mismo que los animó en el tiempo pasado y seguirá empujándolos siempre de la misma manera; y los cuerpos que acostumbran a engendrarse serán engendrados bajo las mismas condiciones: vivirán, crecerán y tendrán vigor según las leyes naturales (foedera naturai) concedan a cada uno. Y ninguna fuerza puede modificar la suma de las cosas: pues no hay lugar alguno, fuera del universo, a donde pueda escapar ningún género de materia, ni de donde pueda surgir una nueva fuerza que irrumpa en el universo para alterar la Naturaleza entera y trastornar sus movimientos” (2012, III, 297-307, p. 179).

La naturaleza configura una productividad de lo real inmutable pero con una radical contingencia en virtud del encuentro de los cuerpos, una pluralidad y diversidad dada por el clinamen como potencia de transformación (Ruiz, 2009, p. 48). Las formas devienen de este modo contingentes, pero ceñidas a esta alianza o contrato que son los foedera naturai, que no es sino producción inmanente de lo real, similar a la productividad autogenética de la causa sui spinoziana. Es por ello que, como dice Morfino, “la forma no persiste en virtud de la propia teleología, sino que cada forma es el efecto de una conjunción que sólo en presencia del concurrere multa rebus puede devenir coyuntura, una conjunción que dura” (2015, p. 100). Encontramos por ello, en el texto de Deleuze, “Lucrecio y el simulacro”, una bella síntesis de aquello que configura el estatuto de lo real para el latino: no se trata de la primacía de lo que “es” sino de la conjunción y encuentro que implica el “y”, pues el ser no puede sino entenderse como relación, como un devenir de radical contingencia cuyas formas se invocan al modo en que se invoca el mar para sólo designar una ola singular. En sus palabras:

la naturaleza ha de ser pensada como el principio de lo diverso y de su producción […]. La naturaleza no es colectiva, sino distributiva; las leyes de la naturaleza (foedera naturai, por oposición a las pretendidas foedera fati) distribuyen partes que no se totalizan. La naturaleza no es atributiva sino conjuntiva: se expresa en «y», no es un «es». Esto y eso: alternancias y entrelazamientos, semejanzas y diferencias, atracciones y distracciones, matices y brusquedades. (Deleuze, 2005, pp. 309-310)

Y esto se debe a que el clinamen como desviación en un intervalo mínimo de tiempo pensable, como variación cualitativa, es principio de transformación, movimiento, que dota una contingencia no arbitraria a las foedera naturai. Siguiendo la lectura de Deleuze: “el clinamen es la determinación original de la dirección del movimiento del átomo. Es una especie de conatus: un diferencial de la materia, y por ello mismo una diferencial del pensamiento, en conformidad con el método exhaustivo” (2005, p. 313). El conatus spinoziano es precisamente también un principio de transformación, un esfuerzo de afirmación indeterminado en la existencia, y por ende, de adaptación y resistencia, composición y descomposición simultánea a y en los encuentros. Si bien esta idea de pensar conjuntamente conatus y clinamen resulta efectiva para consolidar la inteligibilidad entre libertad, necesidad y foedera naturai (Tatián, 2014, p. 117), no nos resulta tan útil si consideramos la interpretación más íntegra de Deleuze respecto de la obra spinoziana, principalmente en lo que concierne a los géneros del conocimiento y los afectos, en donde, a pesar del magno análisis que realiza, tiene la tendencia de culminar en la reinstauración de un racionalismo tal como lo ha comprendido el academicismo y las historias de la filosofía. Es por ello que Meschonnic, quien critica prácticamente todos los análisis que existen sobre Spinoza, critica la lectura del francés, encuentra que está demasiado cerca y demasiado lejos de Spinoza. Si bien, su análisis tiene por objetivo postular que en Spinoza existiría una poética del pensamiento, para ello debe derribar los obstáculos que se han interpuesto entre arte y filosofía, entre afecto y concepto (Meschonnic, 2015, pp. 204-205), que es precisamente lo que Deleuze realizó, junto a Guattari, en ¿Qué es la filosofía?, y que reiteradamente vuelve sobre su análisis de Spinoza. El problema, para Meschonnic, “no es hacer una lectura afectiva, sino leer al afecto como escritura del pensamiento” (2015, p. 268). Desde ese lugar es que atenta contra su lectura, la cual la podemos encontrar particularizada en un breve texto sobre el filósofo holandés, titulada “Spinoza y las tres «Éticas»”.

Deleuze en ese breve texto se enfoca principalmente en la problemática del conocimiento, encontrando en la Ética tres elementos que operan como formas de expresión, se trataría de los signos o afectos, las nociones o conceptos y las Esencias o perceptos (2009, p. 192), los cuales se corresponderían respectivamente a los géneros de conocimiento: la imaginación, la razón y la ciencia intuitiva, en tanto que configuran además, modos de existencia y expresión. Estos tres elementos constituirían las tres Éticas que menciona el filósofo: Sombra, Color y Luz. Sin embargo, es la analogía que realiza entre estos elementos y los géneros de conocimiento respecto de la luz, lo que configura un problema para comprender el pensamiento de Spinoza. Parecería entonces que lo que Deleuze realiza –diciéndolo de un modo grosero-, es una analogía entre el mito de la caverna platónica respecto de la teoría del conocimiento spinoziana, volviendo a erigir el predominio del sentido visual tal como hizo Aristóteles en su Metafísica, es decir, reinstaurándolo como el más apto para el ejercicio filosófico.

De modo sintético, Deleuze establecerá que los signos o afectos son simplemente efectos, y en tanto que tales, son sombras que actúan entre los cuerpos, no se conocerían las cosas propiamente dichas, las sombras mediarían nuestro conocimiento de los cuerpos exteriores y también de nuestro propio cuerpo, en ese sentido “los signos son efectos de luz en un espacio atestado de cosas que van chocando al azar” (2009, p. 196). Las sombras serían la imaginación, que conoce efectos sin causas, y por ende, conduciría a introducir en el conocimiento un criterio de voluntad que negaría, finalmente, cualquier tipo de conocimiento verdadero. Las nociones comunes o conceptos, por su parte, correspondientes a la razón y por ende, a las ideas adecuadas. Aquí “la luz ya no es reflejada o absorbida por unos cuerpos que producen sombra, sino que vuelve a los cuerpos transparentes al revelar su ‘estructura’ íntima (fabrica). Es el segundo aspecto de la luz: y el entendimiento es la aprehensión verdadera de las estructuras del cuerpo” (Deleuze, 2009, p. 196). Deleuze introduce en este punto la noción de una geometría óptica cuya estructura sería la facies totius universi, es decir, la relación de movimiento y reposo que “se establece entre las partes infinitamente pequeñas de un cuerpo transparente” (2009, p. 197), a partir de lo cual llega a la noción de modo, definiéndolas como proyecciones de luz, son las variaciones de un objeto envueltos en esta estructura, y por ello, son considerados causas colorantes. Finalmente, cuando llega al tercer género del conocimiento, la ciencia intuitiva, Deleuze introduce su rigor racionalista, las esencias singulares constituirían el tercer estado de la luz, la cual es ahora: “luz en sí misma y para sí misma […] las esencias son de una naturaleza del todo diferente: puras figuras de luz producidas por lo Luminoso sustancial” (2009, pp. 204-205). Esta idea de las esencias como figuras de lo luminoso sustancial remite a su consideración como velocidades absolutas, que operan de un solo golpe, y no proyección ni yuxtaposición. Sin embargo, Deleuze nunca dice a qué se refiere con velocidades, nunca dice cómo se realiza esa transición cognitiva y existencial entre los géneros del conocimiento. Critica a los afectos, y asegura que Spinoza utilizará su mayor vigor para demostrar su inutilidad, aunque reconoce su necesaria existencia como substrato de esta sucesión epistémica, sin embargo, siempre ha de ser superada. Parece no recordar el prefacio del tercer libro de la Ética ni tampoco las primeras líneas del Tratado político, en donde critica la denostación de las pasiones humanas, y con ello, la del cuerpo, precisamente porque, tal como afirma Atilano Domínguez, es “el conocimiento del cuerpo y no el cuerpo mismo el que da origen a las pasiones. En una palabra, el cuerpo no es causa de las pasiones como cuerpo, sino como objeto, es decir, en cuanto conocido por el alma” (1975, p. 73), siguiendo la letra de Spinoza cuando afirma que “son las almas y no los cuerpos de quienes decimos que yerran” (E, II, Prop. XVII. esc., p. 142). Tal como ocurre en Lucrecio: “pero no por ello admito que los sentidos engañen en nada […] los ojos no alcanzan a ver la naturaleza de la realidad. Por tanto, no imputes a los ojos lo que es error de la mente” (2012, IV, 379-386, p. 347).

Precisamente en tanto que identifica afectos y signos es que vuelve a separar al cuerpo, a escindirlo de su unión necesaria con el pensamiento. La analogía de la luz nos conduce a pensar que el entendimiento puro es el que accede a la ciencia intuitiva, un entendimiento sin cuerpo, lectura si bien recurrente, parecería impropia del autor de Mil mesetas. Esto en virtud de que el signo “es un lenguaje material afectivo más que una forma de expresión, y que se parece más a los gritos que al discurso del concepto” (Deleuze, 2009, p. 199). ¿Qué implica esto? Que en las nociones comunes y ciencia intuitiva, en las esencias singulares, habría un orden, una inmutabilidad de las formas, pues éstas ya no serían afectivas. Disociado el cuerpo del entendimiento llegamos a la paradoja de un análisis que refuta precisamente aquello que el autor pretendía demostrar: la unión del cuerpo y el alma.

Es por ello que hemos hablado de que no se trata de un cambio óptico, sino háptico, noción que el mismo Deleuze invoca en Mil Mesetas y Lógica de la sensación. Este concepto designa una forma de sensibilidad que pone en relación un compartir entre el tocar y el mirar, desestabilizando por lo tanto el binario cercanía/lejanía que establecía la función    en cierto sentido topológica de ambos sentidos, proponiendo por el contrario, una tangibilización sensorial, que se relaciona directamente, tal como menciona Maurette, con una teoría de los afectos, puesto que lo háptico designa “la simultaneidad del afectar y del ser afectado. Tocar es ser tocado. Sentir es sentirse” (2016, p. 56). Este compartir de los sentidos, permite otros fenómenos simultáneos o epifenómenos, como la exterocepción, interocepción, propiocepción y cinestesia. En este sentido, “la afectividad no es simplemente una variedad del fenómeno háptico sino su plataforma originaria, su grado cero […] Ser y percibirse como ser vivo, como cuerpo enclavado en el mundo, es afectividad” (Maurette, 2016, p. 59). Esta concepción de lo háptico desde los afectos, planteamos a modo de hipótesis, es la que estaría operando en Spinoza, y según Maurette, en Lucrecio: “el tactus lucreciano es el más claro antecedente de lo háptico, y el atomismo en general, la tradición que mayor énfasis puso en lo táctil y lo tangible” (2016, p. 68). Sin embargo, hay que tener la cautela de no reducir el materialismo a uno vulgar, en cuanto que la presuposición de que todo es cuerpo sea garante de un pensamiento filosófico radical de la contingencia y la relación, y en el caso spinoziano, de la infinitud. Por ello, la ciencia intuitiva no puede comprenderse al modo de la luz, sino de la trama, como nos dice Morfino:

“El conocimiento de la esencia de todo individuo a través del tercer género pasa, por tanto, por el conocimiento de este trenzar complejo, y no podría ser alcanzada sin la consideración de las relaciones y de las circunstancias, en la vana esperanza de alcanzar, a través de una correcta definición, la esencia íntima de las cosas” (2015, p. 30).

A modo de cierre, el recorrido que hemos querido plantear, si bien, no completamente exhaustivo, es el de un horizonte de pensamiento que encuentra en Spinoza un núcleo fundamental: el estatuto de realidad de las nociones de relación y simultaneidad, movimiento e infinito, es decir la postulación de un materialismo del encuentro y la contingencia. Si bien, antes de llevar a cabo esa tarea –sin duda, pretenciosa- hemos debido hacernos cargo del problema del paralelismo, reinterpretándolo a la luz de la noción, ya no de correspondencia o traducción, como Bergson, sino como simultaneidad. Sólo de este modo era posible situar la idea de una primacía del encuentro sobre la forma —insistiendo en la reformulación de esta categoría filosófica por parte de Spinoza—, punto elemental para la constitución de un materialismo aleatorio según lo trazado por Althusser. En la trama de esta lectura, que se abría situando mano a mano a Spinoza con Lucrecio, no podía llegar a su fin sin establecer los vasos comunicantes que permitían tal relación. Clinamen y conatus —y con ellos, simulacro y potencia—, foedera naturae y causa sui, se entretejen entre sí, convergiendo y divergiendo, para dar cuenta de un pensamiento no tanto anacrónico como actual, y que nos conduce a reinterpretar la realidad en categorías distintas a lo que la tradición filosófica, como historia de la filosofía, ha intentado imponer dogmáticamente. Se trata de la búsqueda de una forma de vida, o mejor dicho de un modo de vida, que comparten Spinoza y el epicureísmo en sus principios: “el conocimiento y la amistad” (Tatián, 2014, p. 121), enfatizando que ese conocimiento no puede sino ser simultáneo a la acción y a los encuentros.

 

Referencias

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[1] Licenciada en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Magíster en Filosofía por la Universidad de Chile. Estudiante de Doctorado en Filosofía Mención Estética y Teoría del Arte de la Universidad de Chile. Proyecto de Investigación financiado por CONICYT-PFCHA/Doctorado Nacional/ 2018 -Folio 21181516. Artículo presentado para el seminario “Una física de lo sensible (Lucrecio, Bergson, Deleuze)” del Programa Doctoral impartido por el Dr. Miguel Ruiz Stull.

[2] La traducción utilizada para la Ética de Spinoza es: Spinoza, B. Ética. Madrid: Alianza, 2009. Trad. V. Peña, a lo largo del texto, esta obra será citada por E, libro, proposición, demostración, escolio o corolario, más la numeración de la edición referida. Sólo en caso de indicarse se utilizará otra traducción de esta misma obra.