Spinoza: Otra potencia de la acción

Negri, A. (2019). Spinoza: Otra potencia de la acción. Círculo Spinoziano. 2(1), 3-14.

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Spinoza: Otra potencia de la acción

Antonio Negri

Traducción del italiano:
Margarita Itzaguery Ponce Marín y Simone Teofili

 

El pensamiento de Spinoza es un pensamiento de la potencia. Cuando se profundiza la concepción spinoziana del ser desde el punto de vista de la filosofía política, a menudo se encuentra ante diferentes interpretaciones del desarrollo de ese ser-potencia en relación con la definición de “poder”. Se dan, de hecho, diferentes evaluaciones de la intensidad ontológica y diferentes calificaciones de la productividad política de la “potencia”. En lo que a mí respecta, teniendo en cuenta que la identidad del ser y de la potencia no crea ningún problema en Spinoza, creo que su pensamiento político se desarrolla en torno a una propuesta “constituyente”, relativa al concepto y a la realidad del poder, por tanto, a partir del hecho de que la figura política fundamental en Spinoza es la del monismo ontológico y de la inmanencia democrática. Esta premisa creo haberla sostenido de manera continua y central en mi interpretación: la potencia ontológica (es decir, constituyente), la inmanencia política (es decir, democrática) y el monismo estratégico (es decir, programático) de cupiditas y de la consiguiente praxis communis.

El título de nuestra relación dice: otra potencia de la acción en Spinoza. ¿Por qué insistimos en otra? Por varias razones.

En primer lugar porque el concepto spinoziano de la potencia no está correctamente definido por las tradiciones aristotélicas, escolásticas o neoestoicas. Claro, es probable que se puedan encontrar tales influencias. Pero lo más seguro es que, si existieron a principios del siglo XVII, estas influencias estaban mezcladas (y se confundieron profundamente) en Spinoza, con un concepto de potencia divina (como el amor), que se derivaba sobre todo de León Hebreo y de la tradición neoplatónica, incorporada y transformada en el pensamiento renacentista. Estas influencias, en muchos sentidos, cruzaban la concepción del ser en el pensamiento español y holandés contemporáneo, que para Spinoza fueron fuentes inmediatas (como bien ha visto S. Ansaldi [2001] en Spinoza et le Baroque). En este contexto, en ningún sentido la definición de Spinoza de potentia es atribuible al concepto de “individuo” o potencia individual de la acción: sería así si el concepto de potencia tuviera orígenes aristotélicos, si se adaptara a la dinámica de la identificación escolástica y fuese implantado exclusivamente en esa tradición. Pero no es así. Al contrario, el pensamiento de la “potencia como constitución” no insiste tanto en la marca de la individualidad sino en la singularidad modal de la expansión continua de la potencia y de la tensión epistemológica y ontológica en la composición de lo que es común. Por lo tanto, tampoco es cierto que (como les parece a algunos intérpretes) la potencia social esté estructurada y activada en la dirección de y a través de los individuos. Y, para evitar este error, no es suficiente excluir del método spinozista ese individualismo metodológico (de origen hobbesiano) que es retomado en las escuelas sociológicas contemporáneas. Si la dinámica de la potencia es ciertamente diferencial, relacional y horizontal; si no es nunca definible ni está sujeta al uso instrumental, esto se debe a que esa dinámica es constitutiva en términos (precisamente) sociales, innovadora con respecto al terreno de la interacción simple y cada vez más dirigida a lo común. La potencia spinozista es, ante todo, otra, en primer lugar, porque es una potencia modal y por lo tanto colectiva, común.

En segundo lugar, como consecuencia no debemos confundir entre vis y potentia. La vis nunca será común, pero la potentia se convierte en eso: la génesis y la estructura de las instituciones constituyen en Spinoza un continuum que transforma precisamente la interacción de fuerzas en instituciones de la potencia. Si asumiéramos la potentia como vis individua, nos abriríamos a una genealogía mitificada de instituciones e imaginaríamos la relación entre potencias como una relación plana, neutral y mecánica, como una relación temporal y provisional. Transindividuales. Nada más que una relación horizontal, geométrica. Pero, si así fuera, ¿cómo explicar la historicidad de las instituciones judías en el Tratado teológico-político? ¿Cómo captar la formación de la “summa potestas” en la Ética y en el Tratado político? Para dar respuesta, los autores de la “relación transindividual” hablan del proceso de la potencia como una “acumulación” —y esta observación es muy importante porque permite mantener una posición radicalmente crítica hacia cualquier concepción trascendental del poder, típica de la tradición hobbesiana moderna en la filosofía política. La acumulación de los productos o efectos de las potencias sociales presenta una perspectiva monista como nunca antes, genera la imagen más fuerte del rechazo inmanentista de cada “contrato” socio-estatal, y por lo tanto elimina cualquier posibilidad de transferencia trascendental de la potencia hacia el poder. Para decirlo de una manera aún más eficaz: en este sentido, trabajando en la idea de acumular potencias, se eliminan todas aquellas teologías políticas que acompañan, más o menos al estilo de Schmitt o de Agamben, desde la derecha y desde la izquierda, la restauración posmoderna del concepto de soberanía.

¿Cuáles son las modalidades de acumulación? Generalmente están limitadas por la unificación tendencial de la potencia constitutiva y de la positividad jurídica. Lo que en cierto modo es correcto: la unidad tendencial de potentia y jus se afirma repetidamente en Spinoza. Pero, en este punto, esta unidad potencial debe compararse con la afirmación del Tratado político 2/13 en la cual (retomando la Ética) se da tanta más potencia cuanto más se extiende la asociación. No hay suma cero a través de la asociación de la singularidad y la acumulación de potencias: esa asociación y acumulación simplemente producen. Entonces, ¿cómo se puede sostener la plana neutralidad de la interrelación entre individuos o de la cooperación social al mismo tiempo? En resumen, nos enfrentamos a un argumento contradictorio porque la identificación positiva de potencia y de derecho no puede ser generalizada de manera positivista. La potentia spinoziana es por lo tanto “otra”, porque es una potencia productiva.

En este sentido, me parecieron muy importantes el capítulo 3 de la segunda parte y la introducción de la tercera parte de Spinoza de Pascal Severac (2011) —en donde la caracterización productiva de las relaciones entre los cuerpos, en la física racional de Spinoza, se muestra de acuerdo con el criterio de “multiplicidad simultánea”, y el concepto que deriva de ella, lejos de definirse en términos pasivos, “parece expresar una acción del espíritu” (Ética II, def. 3, exp.) o, mejor aún, darse como una parte finita de la potencia divina.

Hay una tercera razón para considerar la potentia de Spinoza como “otra”. Esta consiste en modular el rechazo de cualquier determinación finalista en la teoría spinoziana. Es obvio que en la ontología de Spinoza no hay nada teleológico: pero la defensa de la libertad ciertamente constituye un valor en Spinoza, y esta defensa de la libertad representa claramente el telos del pensamiento y de la actividad política. ¿Cómo se hace para evitar nombrar teleológica a esta praxis? ¿Y cómo dar una base material y calificar desde el punto de vista de la ontología (pero también desde una “sociología de los afectos” spinoziana) este descubrimiento que quiere que el proceso social sea algo más que un proceso de suma cero, incluso desde el punto de vista de la intencionalidad de los mismos poderes? En realidad, en este caso la potencia se presenta dentro de una verdadera estrategia de resistencias singulares que se desarrolla a través de lo colectivo, es decir, como un proceso que conduce de la singularidad a la totalidad social, que modifica, transforma y da forma a las instituciones colectivas. La inmanencia spinoziana de lo colectivo (modal, común) es constitutiva a través de los conflictos de las singularidades. Laurent Bove (1996) lo ha demostrado con gran eficacia. Y Filippo Del Lucchese (2004) ha demostrado que la recuperación spinozista de Maquiavelo nunca puede ser descrita en la figura del “maquiavelismo” (lo que significa neutralizar la ciencia política, el formalismo positivista, la apología de la fuerza, el filisteísmo de la razón del estado) sino que representa una inagotable instancia de libertad que se construye en la lucha, a través de la lucha.

Y así, en tercer lugar, la potencia de Spinoza es “otra” porque, lejos de ser teleológica, está atravesada por un telos que se forma a través de la resistencia y las confluencias de la praxis, a través de los conflictos de singularidades. Una estrategia de lo colectivo muestra como intransitivo el deseo absoluto de libertad y luego introduce la dinámica del amor.

En cuarto lugar, nos encontramos en otro punto esencial de nuestra discusión sobre el concepto de potentia. Como se sabe, el proceso constitutivo de potentia se desarrolla a través de integraciones sucesivas y construcciones institucionales, desde el conatus a la cupiditas, hasta la expresión racional del amor. En el centro de este proceso está la cupiditas. De hecho, este es el momento en que la fisicalidad del appetitus y la corporalidad del conatus, se organizan en una experiencia social, producen imaginación. La imaginación es anticipar la constitución de las instituciones, es la potencia que toca la racionalidad, estructura su camino, lo expresa. Deleuze considera el pensamiento de Spinoza precisamente una “filosofía de la expresión”. Y es la imaginación la que atrae las singularidades desde la resistencia hacia lo común. Y es precisamente aquí donde actúa la cupiditas, y en su acción, “el deseo que surge de la razón, no puede tener exceso” (Ética IV, prop. 61). Es así que se afirma la inmanencia en la manera más fundamental y donde la estrategia de cupiditas muestra la asimetría entre potentia y potestas, es decir, la irreductibilidad del desarrollo del deseo constitutivo (social, colectivo) de la producción (aunque necesaria) de las normas de organización y mando. Esta asimetría positiva, esta abundancia, este excedente de potentia, es aquello que las teorías quieren neutralizar: la radicalidad transformadora del pensamiento de Spinoza, deben borrar: el exceso perpetuo de esa razón liberadora que, a través de la imaginación, se construye entre la acción de la cupiditas y la tensión del amor, construyendo la eternidad. Otro intento más de eliminar la “alteridad” que caracteriza radicalmente la oposición spinoziana frente a la onto-teología de la modernidad.

Tengamos en cuenta que un comportamiento extraño aparece aquí. Quienes buscan la neutralización del excedente ético de cupiditas en Spinoza, a menudo basan el análisis del pensamiento político en los textos políticos de Spinoza en lugar de en la Ética. Por otro lado, debe recordarse aquí que el pensamiento político de Spinoza es eminentemente relevante en su ontología, y por lo tanto en la Ética, más que en cualquier otro trabajo paralelo o posterior. En cualquier caso, este intento terminará de manera contradictoria: de hecho, es en la relación entre cupiditas y amor que todos los que quieren aislar la potencia política parecen fracasar —porque, descartando la Ética, se olvidan de la excesiva especificidad de la relación cupiditasamor, y por eso se olvidan que, en tanto la cupiditas se construye como summa potestas, el amor traspasa como respublica, como Commonwealth. La asimetría entre potentia y potestas —a favor de la potentia— se percibe por lo tanto con la misma intensidad si se le mira desde arriba —en la actualidad del nexo de cupiditasamor que mejora su productividad— y si se le mira desde abajo (cuando precisamente la potentia se forma y actúa en la perspectiva de una apertura infinita).

Entonces, llegamos a la conclusión de que la potentia se imagina y expresa sobre la base de un exceso que rompe, a favor de la potencia, la simetría entre potentia y potestas. La ontología de la potencia estará, por lo tanto, marcada por la fuerza del amor.

Terminamos con los caracteres de “alteridad” —o “diferencia”— de la potentia. En quinto lugar, podremos oponer de manera concluyente a los detractores de la potencia spinoziana que lo político en Spinoza no es un medio transversal, un ubiquum de lo social; que, por lo tanto, no puede definirse como un elemento simple de la acción ni como una propiedad simple de la estructura. En Spinoza, lo político no es un medio social, sino que es la fuente permanente y la ruptura constitutiva continua, una potencia que excede todas las medidas, un excedente que construye una asimetría ontológica de las comparaciones de la potestas. Si este no fuera el caso, estaríamos realmente condenados al acosmismo (no solo —como quería Hegel— de la concepción panteísta del ser, sino también de esto) de lo político. Si lo político en Spinoza no puede ser nunca instrumental no es porque esté marcado por la fuerza de la ética; si se construye en la relación y en la dialéctica entre individuos y grupos, en esta dialéctica (que no es dialéctica) siempre se da un surplus del proceso constitutivo. Un surplus que es instituyente y comunicativo, es decir, no es individual o interindividual; una acumulación no de segmentos sustanciales (individuales), sino de potencias modales (singulares). El monismo de Spinoza se nutre de la potencia divina. ¿No es esta afirmación lo que hace a la divinidad laboriosa —según una línea estrictamente inmanentista—, lo que hace al judío de Ámsterdam “herético”? En consecuencia, la potencia positiva y la potencia negativa, el “poder de” y el “poder sobre” no se distinguen de ninguna manera en Spinoza, porque no hay antinomia estática en su pensamiento… sino, simplemente, porque —ontológicamente— lo negativo no existe. Solo hay potencia, o sea libertad, que se opone a la soledad y construye lo común. “El hombre que se guía por la razón es más libre en el Estado, donde vive según el común decreto, que en la soledad, donde sólo se obedece a sí mismo” (Ética IV, prop. 73).

Entonces, la quinta anotación concluye así con la centralidad ética de lo político spinoziano, con el exceso común que rompe con cada determinismo o positivismo. Y para presentar lo que diremos en la segunda parte de este discurso, tomamos en cuenta la conclusión de Chantal Jaquet (2005) sobre el papel positivo de la voluntad en Spinoza: “Determinante para el estado y determinada por el estado, la voluntad es por lo tanto de naturaleza eminentemente política para Spinoza. […] Denominación del conatus en la medida en que se relaciona con la mente sola, la voluntad se refiere al esfuerzo indefinido de una idea para perseverar en su ser. Una disposición de espíritu inclinada a durar, naturalmente encuentra su apogeo en la durabilidad de las instituciones. Aunque no difiere de la comprensión, tiene una función específica en el sistema spinozista. Expresa la idea de la ley y manifiesta el espíritu de las leyes” (p. 107).

*   *  *

Me gustaría en este punto aclarar que mi interpretación de la potentia spinoziana me ha servido ampliamente para construir conceptos para la interpretación del mundo político contemporáneo, para determinar la actualidad de la potencia. Por lo tanto, me gustaría, a partir de ahora, preguntarme más que sobre la legalidad, sobre la utilidad y la eficacia de este uso. Pregunta que podrá responderse de la manera siguiente.

A. Dada la potentia, productiva, colectiva, común, ¿cómo será posible identificar las asimetrías y los excedentes? En particular, si “la constitución ontológica es producción social”, ¿cómo —dentro de esta inmanencia radical— podemos expresar una condición de antagonismo entre potencia y poder (en mi perspectiva, entre trabajo y capital, entre actividad creativa y apropiación privada del trabajo)? Ahora, en mi opinión, esta perspectiva de una diferencia calificada dentro del proceso de producción (mejor, en la relación entre “fuerzas productivas del trabajo” y “relaciones capitalistas de control”) es, como hemos visto hasta ahora, perfectamente compatible con la estrategia del conatus. Esto último no puede neutralizarse, sino introduciendo elementos “débiles” en el contexto ético, es decir, elementos de composición abstracta o reducción del carácter asimétrico de la relación ontológica, confundiendo las diferencias modales con las individuaciones sustanciales. Pero, si la calificación de la relación entre las potencias en el pensamiento spinoziano es asimétrica, ¿por qué atenuarla en un conjunto de equivalencias? ¿Por qué eliminar la posibilidad de expresar un significado a través del conflicto y una dirección emancipatoria?

B. Quizá la cosa no sea tan simple. De hecho, se me objeta de no haber aclarado las premisas posestructuralistas de mi interpretación de Spinoza (que ahora jugarían un papel esencial en mi filosofía política). Se afirma que yo, con Deleuze, habría asumido el mos geometricus como una clave para hacer que la ontología de Spinoza sea dinámica y anti-jerárquica. Luego, con Foucault, asumiendo el vocabulario, habría tratado de traducir la relación potentia/potestas con la relación “actividad biopolítica / ejercicio del biopoder”. El resultado sería una antinomia absoluta entre una potentia (ontológicamente creativa) y una potestas (fija y/o parasitaria). No es falso asumir la convergencia teórica del pensamiento de Deleuze y Foucault en mi trabajo y en mi uso de la obra de Spinoza (solo quisiera señalar que, como reconoció el propio Deleuze, esta convergencia fue concomitancia y no influencia. En cuanto a Foucault, solo mucho después de que escribí mi Anomalía fue que me precipité en el universo salvaje de su pensamiento). Pero precisamente por esta razón, por la profundidad de la relación entre Deleuze, Foucault y mi enfoque de Spinoza, precisamente por esto, es incorrecta la acusación, que constantemente me han hecho, de llevar la relación entre potentia y potestas a un límite antinómico. La dicotomía de biopolítica y biopoder, que siempre viven juntos (como el trabajo y el capital), se da en términos abiertos y caóticos en Deleuze y se construye en términos genealógicos en Foucault. Pero, por otro lado, ¿de qué otra manera, si no en esta forma, puede leerse la construcción interindividual o la “acumulación” de las potencias en mis interlocutores? ¿Qué más pueden expresar excepto la acción de la potentia en/contra la potestas?

He insistido mucho en esta interacción y disociación de potentia y potestas, biopolítica y biopoder. He vuelto a trazar, a través de una referencia al “hábito” en los pragmáticos norteamericanos o al habitus en el pensamiento de Bourdieu, la construcción (desde adentro) de la relación y la diferencia entre potentia y potestas. La antinomia de los dos efectos (de las dos caras) de la potencia, a veces enfatizada como el límite de mi discurso spinozista, no puede definirse como un dualismo ontológico, peor aún, como una especie de maniqueísmo: un contraste producido continuamente, un conflicto continuamente colocado y continuamente resuelto, y nuevamente repetido en otros niveles, una tensión ética que emerge a través de las dificultades y obstáculos del camino que desde conatus, a través de cupiditas, llega a la expresión del amor. Si la relación entre potentia y potestas se reconoce como “asimétrica”, esto se debe a que la potentia, como cupiditas, nunca puede volverse mala y siempre es excedente. Lo que es malo es lo que no se ha logrado. Por el contrario, la potentia construye lo común, es decir, dirige la acumulación de pasiones hacia lo común. La misma conduce la lucha por lo común, a través de una producción continua de subjetividad, hacia una conciencia amorosa de la Razón.

C. Pero en este punto —todavía me pregunto— ¿qué más significa construir una “democratia omnino absoluta”? ¿Asumir la democracia absoluta, en este momento de la empresa conflictiva que atraviesa la construcción ética de Spinoza, no constituye una interrupción indebida de ese proceso continuo de conflicto entre las singularidades (entendidas como fuerzas sociales) que en Spinoza caracteriza el fundamento ético? ¿No se construye en esta manera una nueva especie de teología política? Una democracia absoluta —por un lado construida por una multitud que desde abajo va “hacia la libertad y el bien”; por otro lado, una democracia que ya no es “una forma de gobierno”, sino la gestión de la libertad de todos para todos. Se objeta: fuera de la soberanía no hay política. Por lo tanto, es una opción teológica la que permite hablar de democracia absoluta (y de multitud democrática), mientras que la perspectiva spinoziana define un conflicto sin fin que no puede tener ninguna solución, ya sea voluntaria o determinada. ¿No estamos buscando aquí una “garantía ontológica” utópica, imposible de encontrar, para la emancipación común de la humanidad? No. Aquí simplemente se afirma que la teoría de la democracia absoluta es en Spinoza un intento de inventar una nueva forma de lo político que escapa a la teoría de la soberanía y la tripartición clásica de las teorías de gobierno del Uno (monarquía, aristocracia, democracia). Si lo absoluto en Spinoza es el tejido ontológico de las singularidades libres, es lógico y realista, como afirma, pensar que el poder-potestas sea el resultado del intento de limitar la acción de las singularidades en su búsqueda de la libertad.

No es casualidad que estas objeciones surjan sobre todo de aquellos intérpretes que insisten en el componente jurídico y positivista del desarrollo político de potentia en Spinoza. En el positivismo jurídico, la ley no está calificada como cupiditas, como una construcción realista de reclamos (de claims) en el derecho positivo y en las instituciones, sino que más bien califica como una segunda potencia, como una “conducta de conductas” (Führung der Führungen). La relación entre la constitución política y el orden jurídico se ubicaría aquí en una relación estática, bajo condiciones (por así decir) de efectividad tecnológica. Pero Spinoza no es Luhmann, la constitución en Spinoza es siempre un motor y no un resultado, un “poder constituyente” como una fuente permanente de derecho; y el orden jurídico, por lo tanto, se hace efectivo a través de la acción continua de las potencias constituyentes.

D. Es extraño comprender estas objeciones cuando, en la globalización, en el debilitamiento relativo de los estados naciones y el derecho público europeo, cada vez más el spinozismo jurídico —en su versión abierta— se presenta como una especie de anticipación de cada experiencia teórica alternativa, generalizada en las disciplinas publicitarias europeas —una anticipación que en Alemania ha encontrado sobre todo una inquietud y expresión constantes, desde la “lucha por el derecho” en Jhering hasta el “constitucionalismo sin un estado” de Teubner. Pero aquí es necesario agregar con gran decisión que la filosofía política de Spinoza, aunque implantada como lo fue en la modernidad, juega en contra de la modernidad un proyecto fundamental: se opone con radicalismo a cualquier afirmación moderna de absolutismo soberano. Por lo tanto, el ateísmo de Spinoza es atacado con extrema violencia, especialmente sobre la base de la teoría jurídico-política, ya en el curso de la modernidad, a partir de Leibniz y de Pufendorf. Una curiosa cita de este último: “Spinoza —un tipo imprudente (ein leichtfertiger Vogel), deorum hominumque irrisor, que había encuadernado en un solo volumen el Antiguo y el Nuevo Testamento, y el Corán” (recuerda Agamben [2012] en Opus dei).

E. ¿Reafirmar en lo contemporáneo esta cualidad (el ateísmo) y, sobre todo, este sentido del discurso spinozista, tal vez signifique caer en una especie de filosofía de la historia? Hay quienes piensan eso. No parece —se objeta— que la potentia sea cada vez más efectiva (e históricamente más exitosa) que la potestas. Tampoco parece que la multitud, la subjetivación política de la potentia, que se presenta como una fuerza histórica constituyente, como un poder creador, pueda o haya sido siempre exaltada contra los aspectos parasitarios de la potestas. Una vez que se da una consistencia asimétrica del conflicto y un sentido ontológico al antagonismo, ¿no termina garantizando una dudosa positividad de la producción de lo común por parte de la multitud? Por otro lado, ¿cómo podemos decidir y reconocer que la multitud, en lugar de ser productora de democracia, sea mob o, más bien, un evento simple de desorden plebeyo?

Me parece que la alternativa propuesta a la multitud: ser mob o un movimiento de liberación, constituye un pasaje equívoco —mejor, que representa— cuando se toma concretamente como una alternativa ética —un fraude. De hecho, esta declaración expresa la afirmación a priori (o comúnmente vulgar) de que la multitud puede ser más fácilmente mob que movimiento de liberación. Spinoza, de hecho, denuncia, en la masa irrazonable y homicida, los “ultimi barbarorum”; pero, por otro lado, afirma explícitamente que es precisamente el miedo a las masas lo que crea la barbarie. Por lo tanto, no depende de nosotros, sino de la multitud decidir lo que quiere ser. Cada individuo ha sido demasiado a menudo un canalla, antes de convertir su deseo hacia un fin razonable: así también la multitud, que no está tan masificada desde un punto de vista cuantitativo, sino constituida por una red de singularidades. Por otro lado, si no ponemos esa alternativa en la práctica, y si dejamos de pensar en ella como una opción abierta, sino la convertimos en una oportunidad para la reflexión trascendental sobre el terreno teórico, se va reintroduciendo tácitamente una propuesta para la trascendencia —contra y au rebours de la ontología spinozista. De hecho, la alternativa se pretende de forma incompleta para presentar nuevamente la alienación hobbesiana de la soberanía como la única posibilidad de construcción política. Dentro de esta alternativa, está dispuesto a moverse —ya lo hemos reconocido— el positivismo jurídico y está aquí cerca de la filosofía de la historia del hegelianismo y/o del positivismo (los dos son exaltaciones trascendentales del orden actual de las cosas) en lugar de esa experimentación ética en la inmanencia a la que nos llama Spinoza.

En este sentido, debe enfatizarse otro posible malentendido, el de asumir la duración de las instituciones como una negación realista de la resistencia y de la actividad multitudinaria. Pero la duración en ontología, como en política, spinoziana no significa bloquear o debilitar la temporalidad. Al contrario. Como bien ha demostrado Laurent Bove (1999), la libertad humana, es decir, la necesidad propia de autoconservación de sí mismo, se manifiesta como potencia constituyente en acto. “Los conflictos, las relaciones de fuerza que representan la condición antropológica en sí misma, son la expresión de una ontología dinámica de decisión sobre/de los problemas, o más bien, en la actualización absoluta de la potencia en cada ocasión singular, una ontología del kairòs” (p. 59). De ahí la posibilidad de considerar una duración dentro de la cual se manifiesten las instituciones de la multitud en la marcha de la libertad, sin ninguna ilusión de linealidad o del carácter final de este proceso.

F. Por tanto, no podemos hablar de la filosofía de la historia, sino más bien —en un terreno explorado desde la base, en una composición estrictamente monista— de “producción de subjetividad”. Esta producción de subjetividad está del todo objetivamente fundada, constituida materialmente —en ocasiones es verificable en los hechos. Estas son las condiciones sociales de nuestra existencia que confirman esta realidad. La teoría de la multitud (y la eventual “marcha de la libertad” que recorre la multitud) es simplemente la constatación de un desarrollo de la civilización material, es decir, de las civilizaciones y las culturas. Es una alternativa a la lucha contra la explotación y la búsqueda de la felicidad, la que se propone aquí. Esto no quita el reconocimiento —después de haber afirmado esta materialidad objetiva de nuestra argumentación— que toda la filosofía (que no sea filistea o sofocada por la reticencia ideológica) debe decidir qué lado tomar, ya sea con opresores u oprimidos. Aquí actúa spinozianamente un cierto “optimismo de la razón” (y eventualmente un cierto “pesimismo de la voluntad”). Porque incluso si aceptamos la tesis de que la política es simplemente un intento de regular un conflicto interindividual, es decir, cuando nos colocamos en el terreno de un pretendido “realismo político” (y, por lo tanto, de un cierto “pesimismo de voluntad”), considerar este terreno de conflicto de manera neutra, reducir las tensiones libertarias, elimina cualquier posibilidad de que la lucha por la libertad pueda producir una nueva subjetividad y metamorfosis antropológica. Maquiavelo siempre ha pensado —en su propio realismo humanista— la positividad de esta potencia de la acción, Deleuze y Guattari en Mil mesetas lo han demostrado de manera admirablemente activa y multiversa, Michel Foucault en sus Lecciones ha comenzado a construir estos dispositivos de subjetividad desde abajo. Por otro lado, la afirmación de que una teoría de la potentia sea únicamente diagnóstica, explicativa y crítica elimina su esencia spinoziana: aquella de ser la praxis de cupiditas y del amor racional, de la libertad y de lo común.

Entonces, ¿qué tiene de “otro”, de nuevo la “potentia” de Spinoza? Considerada desde el punto de vista de la política, es puramente y simplemente el punto de ruptura con toda la línea de pensamiento que —“con una sorprendente, pero cegadora, reflexión especulante” (como nos recuerda recientemente Sandro Chignola)— ilumina la continuidad del concepto trascendental de poder de Aristóteles a Hobbes a Schmitt. Pero nosotros, como me recuerda un amigo, afortunadamente hemos olvidado las declinaciones del aoristo. Desde otro punto de vista, inmanente, la “alteridad” del concepto de potentia radica en el hecho de que (como Chantal Jaquet nos recuerda nuevamente) construye, desde abajo, la virtud; generosidad y fortaleza mental están siempre encarnadas en la ciudad; en resumen, la felicidad es cívica.

Antonio Negri

Marzo 2012

Referencias

Agamben, G. (2012). Opus dei. Arqueología del oficio. Buenos Aires, Argentina: Adriana Hidalgo.

Ansaldi, S. (2001). Spinoza et le baroque. Infini, désir, multitude, París, Francia: Kimé.

Bove, L. (ed. L. Bove). (1999). Le réalisme ontologique de la durée chez Spinoza lecteur de Machiavel. En: La recta ratio, París, Francia: P. U., Paris-Sorbonne.

Bove, L. (1996). La strategie du Conatus, París, Francia: Vrin.

Del Lucchese, F. (2004). Tumulti e indignatio. Conflitto, diritto e moltitudine in Machiavelli e Spinoza, Milán, Italia: Ghibli.

Deleuze, G. y Guattari, F. (1980). Mil plateaux (capitalisme et schizophrénie). París, Francia: Minuit.

Jaquet, C. (2005). Les expressions de la puissance d’agir chez Spinoza, París, Francia: Publications de la Sorbonne.

Severac, P. (2011). Spinoza, París, Francia: Vrin.

Antes y arriba: Spinoza y la necesidad simbólica

Malabou, C. (2019). Antes y arriba: Spinoza y la necesidad simbólica. Círculo Spinoziano. 2(1), 15-41.

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Antes y arriba: Spinoza y la necesidad simbólica

Catherine Malabou

Traducción del inglés:
Alfredo González Reynoso y Andrea Itzel Padilla Mireles

En la obra de Baruch Spinoza, Dios es sin nombre y sin forma. Su esencia es la forma misma de la necesidad de la naturaleza, la infinita regularidad, actualidad y racionalidad de lo que hay. Y aquí no hay bien o mal. Toda representación de Dios como un legislador, creador o padre, dotado de intenciones, son meras proyecciones humanas incitadas por un entendimiento inadecuado de lo que es una causa. Una verdadera causa nunca se separa de su efecto, sino que le es inmanente, manteniéndose en él. Como causa de sí, esto es, de la naturaleza, Dios no es nada sino su única efectuación, y, en este sentido, no puede decirse que es trascendente —externo— a aquello que produce.

¿Pero son enteramente justas las lecturas de Spinoza que lo caracterizan solo como un pensador de la inmanencia o de la autorregulación? ¿Hacen justicia al gran problema del origen de lo sagrado tal como se desarrolla en el Tratado Teológico-Político? ¿Cuál es la fuente de lo sagrado para Spinoza? ¿Puede ser reducida a un mero error o ilusión, un agujero temporal en el tejido de la inmanencia, o abre un espacio específico en la inmanencia que queda por explorar? ¿Cuáles son exactamente las relaciones entre necesidad y fe, entre verdad y su dimensión simbólica irreductible? ¿Y qué significa lo simbólico para un Dios impersonal? Siguiendo la hermenéutica de las escrituras hecha por Spinoza, y discutiéndola junto a pensadores como Emmanuel Levinas, elaboro una nueva aproximación al concepto spinoziano de revelación, relacionado con su visión de lo sagrado como una economía de signos sin referente. Al hacer esto, espero mostrar que la crítica de Spinoza al dogmatismo y fanatismo religiosos no debe ser confundida con un desprecio a lo sagrado; al contrario, es propedéutico para la delimitación filosófica de lo sagrado.

  1. El espacio de la revelación

La lectura inmanentista de Spinoza más famosa de todas es sin duda la de Gilles Deleuze, que llama a Spinoza el “príncipe de la inmanencia” (en Joughin, 1990, p. 11). Pronto en su Spinoza y el problema de la expresión, Deleuze insiste en la diferencia entre immanere y emanare, mostrando que el Dios de Spinoza no tiene eminencia, no se presenta a sí mismo arriba de las criaturas, sino que es horizontal y se queda con lo que expresa (Deleuze, 1999, p. 14-15). La expresión es presentada como el correlato lógico de la inmanencia; esto es, se correlaciona con un modo específico de causación y producción de verdad —una causación y producción que “permanecen en sí para producir” (Deleuze, 1999, p. 166). La causación inmanente implica que el efecto permanece al interior de la causa sin ayuda exterior. Este tipo de “permanencia en sí” es precisamente el significado de expresión. Debemos entonces entender que la expresión es un modo de exteriorización que nunca sale fuera de sí, a pesar de lo que el prefijo ex pueda sugerir; es una modalidad de producción que nunca se separa de aquello que produce, una externalidad residual, por así decirlo. Por ende, la expresión es el logos de la inmanencia, es la “Palabra” privilegiada, así como su actualidad ontológica (Deleuze, 1999, p. 49-51). Deleuze enfatiza los “vínculos lógicos” que conectan la inmanencia y la expresión en varias ocasiones (Deleuze, 1999, p. 164).

Es evidente que la lectura que Deleuze hace de Spinoza es una de las más profundas. Sin embargo, el problema principal de la interpretación y de la predilección de la expresión por parte de Deleuze es la distinción rígida —incluso dogmática— que implica (o crea) entre expresión e impresión, esto es, entre la racionalidad y la supuestamente otra palabra, otro lenguaje y otra producción de significado que está en juego en Spinoza: la revelación. De acuerdo a Deleuze, expresión y revelación coexisten en Spinoza como dos regímenes de representación antagónicos y definitivamente desiguales, esto es, filosofía y religión. Mientras que la expresión es adecuada, la revelación es inadecuada. La expresión, que procede “more geometrico» y está en juego en la Ética, funciona como un paradójico lenguaje no lingüístico, mientras que la revelación está completamente basada en signos que imprimen el alma de los profetas y por consecuencia también las mentes humanas. La expresión no significa propiamente, mientras que la revelación no expresa propiamente. “Es por ello que Spinoza opone dos dominios, siempre confundidos en las tradiciones precedentes: el de la expresión, y del conocimiento expresivo, único adecuado; el de los signos, y del conocimiento por signos” (Deleuze, 1999, p. 176). Las diferencias entre estos dos tipos de relaciones —entre “la de la expresión y de lo expresado” y “la del signo y del significado” (Deleuze, 1999, p. 50)— son de tipos muy disímiles. La manera en que la expresión expresa define de nuevo la causación inmanente. Lo expresado, como resultado o producto de la expresión, no está fuera de la expresión; nunca se separa de ella. En contraste, un signo siempre representa otra cosa, refiere a algo externo, y debido a ello el conocimiento a través de signos nos hace pensar a Dios mismo como fuera de la naturaleza, ocupando la posición trascendental de una referencia. Por ende,

la revelación no es una expresión, sino una cultura de lo inexpresable, un conocimiento confuso y relativo por el que atribuimos a Dios determinaciones análogas a las nuestras (entendimiento, voluntad), dispuestos a salvar la superioridad de Dios en una eminencia en todos los géneros (el Uno supereminente, etc.). Gracias a la univocidad, Spinoza da un contenido positivo a la idea de expresión, oponiéndola a tres tipos de signos. La oposición de las expresiones y de los signos es una de las tesis fundamentales del spinozismo. (Deleuze, 1999, p. 176-177)

La revelación aquí aparece como una versión inadecuada de la inmanencia, una que el humano crea.

¿Por qué la distinción entre expresión e impresión es problemática? ¿Por qué no podemos adherirnos a la interpretación que Deleuze hace de una distinción entre razón y revelación? Porque al leer a Spinoza como lo hace, Deleuze reduce a nada la necesidad de la revelación, que en principio no es diferente de la necesidad desarrollada en la Ética incluso cuando la presenta de manera diferente. Al reducir a la revelación al modo humano de entendimiento, al no cuestionar a la revelación al nivel de Dios mismo, Deleuze falla en confrontar una cuestión que no aparece en la Ética y que me gustaría caracterizar aquí como el origen de lo simbólico, que es coextensivo con el origen y determinación de lo sagrado. La manera en la que Dios significa no puede ser pura fantasía de la mente humana; más bien, designa un cierto régimen de idealidad a través del cual las ideas mismas son exhibidas simbólicamente.

Localizar el origen de lo simbólico (y no de la verdad) es la tarea inmensa que se lleva a cabo en el Tratado teológico-político y constituye una dimensión esencial de la hermenéutica bíblica de Spinoza que es de naturaleza a la vez política, filosófica y ética. Creo que la aproximación de Spinoza a la hermenéutica, como se desarrolla en el Tratado, abre un espacio que precisamente no es ni de la inmanencia ni de la trascendencia y que como tal explota la distinción entre impresión y expresión. Lo que intento circunscribir aquí es justamente un espacio como ese.[1]

Para lograrlo, no solo me limito a una lectura de Deleuze sino que también me dirijo a Levinas respecto a estas mismas cuestiones. De acuerdo a una perspectiva aparentemente contraria, Levinas afirma que la aproximación de Spinoza a la revelación así como su método crítico de interpretación de la escritura, no es suficientemente inmanente.[2] Por esa misma razón, paradójicamente, elude la verdadera dimensión de trascendencia que constituye su esencia misma de revelación.

Levinas nunca entiende el rol de la revelación en Spinoza como limitada a un conocimiento inadecuado. A diferencia de Deleuze, propone desafiar lo que ve como un mal trato de los signos de la revelación en Spinoza, un rechazo de la significación como tal. Le reprocha a Spinoza no haber sido lo suficientemente profundo en “lo que es significado en el significante” de la revelación.[3] (¡Como si hubiera muy pocos signos en el “conocimiento a través de signos” en Spinoza!) Si Spinoza ha sido consistente consigo mismo, debió ser capaz de mostrar que el “conocimiento a través de signos” responde a una dimensión esencial y necesaria de Dios, no a una debilidad de la mente humana, y debió haber elaborado un método hermenéutico acertado capaz de dar luz a tal necesidad. En vez de preparar un método que demuestra constantemente que la Biblia necesita de ayuda, debió haber descubierto en ella el principio de autorregulación hermenéutica en juego, una autorregulación que constantemente produce y mantiene a la vez su significación significativa. Si Spinoza hubiera sido un genuino spinozista, razón y fe, incluso separadas fundamentalmente, serían no obstante claramente deducidas del mismo principio, incluso si es dual, a saber, la autorregulación —autorregulación geométrica en/como lo racional y autorregulación hermenéutica en/como lo religioso. Para Levinas, como veremos, el significado inmanente de la trascendencia es la autorregulación hermenéutica.

Es verdad que no hay autorregulación hermenéutica en Spinoza. Sin embargo, como intento demostrar, tal ausencia ciertamente no lo previene de desarrollar un genuino concepto de lo simbólico y de la significación significativa.

Siguiendo la lógica de estos dos caminos opuestos que cercan y estrangulan a Spinoza al interior de los límites de la inmanencia ya sea estricta u holgada, debo explicar cómo la hermenéutica de Spinoza escapa estos límites determinando lo simbólico y, en consecuencia, también situando lo sagrado como una dimensión irreductible de la necesidad divina. Tanto Deleuze como Levinas fracasan en percibir y aprehender esta determinación. Reconocer un espacio simbólico como este en Spinoza es indispensable para su entendimiento tanto de la hermenéutica como de la filosofía.

  1. Revelación y necesidad

En Spinoza y el problema de la expresión, Deleuze (1999) nunca presenta a la revelación como es primero que nada, a saber, un acontecimiento histórico o, más precisamente un acontecimiento necesariamente histórico o un hecho. Para Spinoza, la revelación absolutamente tuvo que suceder.[4]

Me parece extraño que tan pocos lectores de Spinoza interroguen el tipo de necesidad con la que está dotada la revelación, así como la relación entre tal necesidad y la presentada como la naturaleza de Dios en la Ética. Cuando Deleuze toma a la revelación como una “cultura” humana, va demasiado rápido. Es verdad que la revelación es analizada en varios pasajes de su Tratado como una manera de tocar la multitud por otros medios que la razón, lo que implica un modo de comunicación que habla esencialmente a la imaginación y la fantasía. Debo regresar a este punto más abajo. Lo que quisiera sugerir por el momento es que la asimilación de la revelación a un modo específico de comunicación que es parcialmente no oblitera lo que la revelación es esencialmente —esto es, ontológicamente: un hecho.

En cierto sentido, la revelación no puede ser nada sino un hecho, y el concepto de revelación en Spinoza no es la excepción. En uno de los textos clave de Más allá del versículo, “La revelación en la tradición judía”, Levinas declara con razón: “Creo que la pregunta fundamental […] concierne menos con el contenido inscrito en la revelación que con el hecho actual —uno metafísico— llamado la Revelación. Este hecho es también el primero y más importante contenido revelado en cualquier revelación” (Levinas, 1994, p. 129). Lo que la revelación revela primero y antes que nada es la revelación misma, esto es, su propio hecho. La Revelación revela su propia factualidad —una factualidad que es, a la vez, tanto histórica como ontológica. No queda claro cómo “el estatus o régimen ontológico de la Revelación” (Levinas, 1994, p. 131), como Levinas bellamente lo pone, podría no ser una cuestión para Spinoza.

Spinoza sí reconoce la factualidad de la revelación, lo cual es una primera razón para no asimilarla a la “cultura” humana. Una segunda razón más importante por la que el proceso de la revelación no puede ser limitado al conocimiento inadecuado de los humanos aparece cuando Spinoza explica en el Tratado que la comunicación entre Dios y Cristo es racional y adecuada. Para jugar con los conceptos de Deleuze, no es por ningún motivo una impresión sino más bien una expresión. El hecho, así como el contenido, de la revelación apareció como adecuada, esto es, enteramente comprensible de modo racional, a Cristo. “Si Moisés hablaba con Dios cara a cara, como un hombre con su compañero (es decir, mediante dos cuerpos), Cristo se comunicó más bien con Dios de alma a alma” (Spinoza, 1997, pp. 83-84). Más adelante: “Este hecho, en efecto, de que Dios se reveló inmediatamente a Cristo o a su mente, y no, como a los profetas, a través de palabras e imágenes, no podemos entenderlo de otra forma, sino en el sentido de que Cristo percibió o entendió exactamente las cosas reveladas; puesto que una cosa se entiende propiamente, cuando es percibida por la pura mente, sin ayuda de palabras e imágenes” (Spinoza, 1997, p. 145). La revelación y el conocimiento adecuando no están opuestos de manera original y evidente.

Por supuesto, debemos admitir inmediatamente que la necesidad de la revelación, cuando no es vista solamente desde el punto de vista de la comunicación entre Dios y Cristo, se mantiene, en buena medida, inaccesible a nuestra luz natural. Debido a las limitaciones de nuestra naturaleza, podemos ser forzados a percibir la necesidad de la revelación solamente desde el punto de vista pragmático de su utilidad. En su nota del libro Le Dieu de Spinoza, Victor Brochard, que insiste en la revelación como un “hecho histórico”,[5] asume que Spinoza identifica la necesidad de la revelación con la función pragmática. Cuando Spinoza dice: “quiero advertir aquí expresamente […] que yo defiendo que es inmensa la utilidad y la necesidad de la Sagrada Escritura o revelación” (Spinoza, 1997, p. 330), supuestamente entiende a la “necesidad” como utilidad. Para Spinoza, la utilidad de la revelación consiste en el límite que establece entre obediencia y salvación, y tal enlace, como aparece en varios pasajes del Tratado, no puede ser racionalmente deducido propiamente hablando. En cierto sentido, su fundación está más allá de nuestro alcance filosófico. En el capítulo 15, Spinoza declara: “yo defiendo, sin restricción alguna, que este dogma fundamental de la teología no puede ser descubierto por la luz natural o que, al menos, no ha habido nadie que lo haya demostrado, y que, por consiguiente, la revelación fue sumamente necesaria” (Spinoza, 1997, p. 326). La “necesidad” de la revelación aquí solamente pertenece a la “certeza moral” que confiere (TTP, p. 326).

Sin embargo, para Spinoza, el hecho de que la necesidad de la revelación se mantenga indemostrable, que el conocimiento y la fe sean totalmente independientes uno del otro, que la certeza moral y la verdad filosófica sean de diferente naturaleza, y que la escritura no tenga un significado metafísico (como lo afirma tan poderosamente en el capítulo 7) no pueden borrar la idealidad de la revelación, su adecuación originaria una vez más al nivel de Dios mismo y su comunicación “alma a alma” con Cristo. Podemos entonces preguntarnos qué constituye el umbral entre dicha ontológica idealidad divina y la abundancia de signos, ficciones, imágenes, ilusiones que acompañan a la revelación para el hombre, dan forma a la mente profética y determinan la manera en que la multitud inmediatamente recibe el concepto de Dios. La determinación de tal umbral es precisamente el punto que Deleuze desliza demasiado pronto.

Como veremos, este umbral, el intersticio mismo entre la filosofía y la revelación, es iluminado con el desarrollo del método —histórico-crítico— de hermenéutica bíblica. El método de interpretación de Spinoza es el espacio de negociación entre la revelación como necesidad divina y la revelación como recepción humana de esta necesidad.

  1. La adaptación de Dios a la mente de la multitud

Es claro para Spinoza que la escritura ordena la obediencia y el amor al prójimo en una forma que no es la del adecuado conocimiento o racionalidad. Lo que es entendido adecuadamente por Cristo es percibido por la multitud en la forma inadecuada de una orden o ley del legislador. Adán, el primer humano, atestigua esta percepción:

De ahí que Adán no entendió aquella revelación como una verdad necesaria y eterna, sino como una ley, es decir, como una orden a la que sigue cierto beneficio o perjuicio, no por una necesidad inherente a la naturaleza misma de la acción realizada, sino por la simple voluntad y el mandato absoluto de un príncipe. Por tanto, solo respecto a Adán y por su defecto de conocimiento, revistió aquella revelación el carácter de una ley y apareció Dios como un legislador o un príncipe. (Spinoza, 1997, p. 143).

Es muy fácil concluir que el ejemplo de Adán —su falta de conocimiento de lo que es una ley, su incapacidad para acceder mentalmente a la necesidad— es paradigmático de la gente en general y por ende una afirmación de que la mayoría de la gente tiene una mente débil. Brochard comenta:

La gran mayoría de los hombres no son capaces de alcanzar un conocimiento verdadero, sus espíritus son demasiado débiles, las pasiones que los vuelven dependientes hacia el resto de la naturaleza tienen demasiada influencia en sus almas para dejarlos situarse en la perspectiva correcta y percibir la genuina y verdadera cadena de causas naturales. Esto implica ya sea dejarlos a su destino o usar un camino indirecto [moyen détourné] para dirigirlos hacia el resultado correcto. Es por eso que Dios les reveló la religión. La religión presenta las verdades que necesariamente se siguen de la esencia de Dios como decretos escritos por un legislador o rey. Reemplaza la inteligencia por la obediencia, el amor por la sumisión y la piedad; pero en ambos casos, es la misma verdad enseñada en dos formas diferentes. La ley moral es el equivalente de la ley natural, es la ley natural expresada en otro lenguaje, adaptada a la debilidad humana, accesible para aquellos que no tienen el esparcimiento o los medios para alcanzar el verdadero conocimiento (Brochard, 1996, p. 19).

Es verdad que si Cristo, que percibió adecuadamente el contenido de la revelación, “alguna vez las prescribió como leyes, lo hizo por culpa de la ignorancia y de la pertinacia del pueblo” (Spinoza, 1997, p. 145). De nuevo, la multitud percibe a Dios como legislador, como rey dotado de libre albedrío, misterio y poder.[6] Además:

Pues, como no podemos percibir por la luz natural que la simple obediencia es el camino hacia la salvación, sino que sólo la revelación enseña que eso se consigue por una singular gracia de Dios, que no podemos alcanzar por la razón, se sigue que la Escritura ha traído a los mortales un inmenso consuelo. Porque todos, sin excepción, pueden obedecer; pero son muy pocos, en comparación con todo el género humano, los que consiguen el hábito de la virtud bajo la sola guía de la razón. De ahí que, si no contáramos con este testimonio de la Escritura, dudaríamos de la salvación de casi todos. (Spinoza, 1997, p. 330)

El umbral que buscamos nos compele a determinar el estatus de la acomodación y de la adaptación de la revelación a las opiniones de los mortales. ¿De dónde viene tal acomodación? ¿De Dios o de los humanos?

Estamos tocando aquí un punto crítico. Examinemos los dos ejes de tal alternativa. (1) Admitiremos que la “acomodación” o la “adaptación” es una producción de la mente humana. ¿Entenderemos entonces que Spinoza, uno de los grandes defensores de la democracia y la libertad de expresión, sistemáticamente asigna la revelación —entendida como un modo ingenuo, confuso y antropomórfico de transmisión— a la multitud, entendida como una muchedumbre de ignorantes y espíritus no racionales? (2) Si tal “acomodación” o “adaptación” pertenece más bien a la naturaleza de Dios, ¿debemos entender que si Dios ha “adaptado” su revelación a la mente humana, es porque él es también un Dios personal, dotado de libre albedrío? ¿Debemos entender que el Dios de Spinoza no solo es el Dios sin nombre de la Ética sino en cierto sentido también un Dios intencional? ¿No estamos forzados a reconocer que él quería revelarse a sí mismo?

En realidad tal alternativa es falsa y solamente funciona para comprometerse a una lectura de Spinoza con una serie de aporías.

En primer lugar, está la lectura de Deleuze. Por supuesto, él nunca dice que la multitud es un puñado de individuos ignorantes y débiles de mente. La revelación es asignada como el primer tipo de conocimiento y asimilada de nuevo como una “cultura de lo inexpresable”. Como Deleuze agrega:

Pero, de todas maneras, el conocimiento por signos jamás es expresivo, y permanece del primer género. La indicación no es una expresión, sino un estado confuso de englobamiento en el que la idea permanece impotente a explicarse o a expresar su propia causa. El imperativo no es una expresión, sino una impresión confusa que nos hace creer que las verdaderas expresiones de Dios, las leyes de la naturaleza, son sendos mandamientos. (Deleuze, 1999, p. 176)

Además, los signos imperativos de las leyes morales y la revelación religiosa son “radicalmente rechazados hacia lo inadecuado” (Deleuze, 1999, p. 328).

Tal interpretación es altamente problemática porque una vez más falla en explicar la necesidad de la revelación. La revelación no es una invención profética sino, antes que nada, una necesidad divina; de otra manera no hubiera pasado como lo que es: un hecho irreductible. El conocimiento inadecuado puede, por su esencia, ser superado y transformado en formas superiores de conocimiento, mientras que el contenido de la revelación (certeza moral, obediencia) es ajeno al conocimiento y no puede por esa misma razón ser racionalizado. El amor intelectual de Dios, como es presentado en la Ética, no es exactamente una sublimación (Deleuze hubiera odiado el término, pero me obliga a usarlo aquí) de la forma religiosa del amor dado y revelado a la gente común. Si la fe y la filosofía están separadas, entonces la fe no es una forma de conocimiento inadecuado. En esta demostración, Deleuze combina dos niveles inasimilables al identificar a la revelación como un primer tipo de conocimiento.

Parece que entonces solamente podemos (1) ya sea descartar el valor ontológico o epistemológico de la revelación al rechazarla “hacia lo inadecuado” como Deleuze hace ilegítimamente o (2) reconocer este valor pero entonces estar obligados, al mismo tiempo, a admitir la intervención de un Dios personal.

En segundo lugar, está la lectura de Brochard. Brochard llega a la siguiente conclusión, afirmando con cuidado que la religión no es una forma inadecuada de la mente humana: “El hombre no inventó la religión, es Dios mismo quien se la reveló” (Brochard, 2013, p. 21). Dios mismo, por así decir, ha alterado su propia verdad:

Los humanos no han alterado la verdad por impotencia o impiedad; es Dios mismo el que lo hizo; o es posible por lo menos que él la adaptó y proporcionó a la impotencia y debilidad humana. Si tal es el caso, debemos admitir que este es el mismo Dios que la filosofía percibe, no solamente es la sustancia pensante y extensa que concibe la razón. Debe haber intenciones, una voluntad benevolente en él. […] En última instancia, el Dios de Spinoza es un Dios personal. (Brochard, 2013, pp. 35-36)

Entonces parece que para poder reconocerla como un fenómeno originalmente divino, y no humano, la necesidad de la revelación tiene que proceder de la generosidad divina, que, por supuesto, es una lectura problemática del spinozismo que le introduce una fuerte dimensión cristiana, así como una imposibilidad filosófica.

Esta conclusión nos lleva a la tercera aproximación aporética de Spinoza. Luego de la lectura de Deleuze (el desprecio de Spinoza por la mente de la multitud), luego de la lectura de Brochard (Spinoza como un pensador cristiano), debemos ahora explorar la tercera: Spinoza como un judío infiel.

Levinas nos ofrece esta tercera lectura. La dimensión supuestamente “cristiana” de Spinoza es la razón por la que Levinas habla de la “traición” del judaísmo.

En “El caso Spinoza”, un texto escrito sobre la rehabilitación de Spinoza en Israel por Ben Gurion en 1953, Levinas afirma:

Compartimos íntegramente el parecer de nuestro admirado y lamentado amigo Jacob Gordin: hay una traición de Spinoza. En la historia de las ideas, subordinó la verdad del judaísmo a la revelación del Nuevo Testamento. Ésta, por cierto, queda superada por el amor intelectual a Dios, pero el ser occidental comporta esta experiencia cristiana, aunque más no sea como etapa. […] Nuestra simpatía por el cristianismo permanece entera, pero siempre fundada en la amistad y la fraternidad. No puede adquirir acentos paternales. No podemos reconocer un hijo que no es el nuestro. (Levinas, 2005, p. 135-138)

No podemos, entonces, reconocer a Spinoza como uno de nosotros, como uno de nuestros hijos, dice Levinas. Debo regresar más adelante al argumento en relación a la supuesta cristianización del judaísmo por Spinoza. Lo que quiero insistir por el momento es que, lejos de descargar el argumento de un Dios personal en Spinoza, al contrario, Levinas argumenta que el Dios personal no es uno que debió haber sido, esto es, el Dios de la Torá, al grado de que puede ser identificado con el Dios cristiano.

Levinas está de acuerdo con Brochard en un punto: la revelación es concebible solo como una relación con un Dios personal. La dificultad está en especificar qué significa exactamente un Dios personal en el judaísmo. Ciertamente no significa que Dios es una persona como en el cristianismo.

Levinas explica el significado muy específico de lo “personal” para el judaísmo en “La revelación en la tradición judía”. Sigue a Spinoza cuando afirma que la revelación “desde el principio […] es el mandamiento, y la piedad es su obediencia” (Levinas, 1994, p. 137). Sin embargo, el “mensaje” de la revelación comprueba la presencia inmediata y personal presencia de Dios. “Requiere de […] un Dios personal: ¿no será que Dios es personal antes que toda característica?” (Levinas, 1994, p. 134).

No obstante, “personal” ciertamente no significa lo que Brochard supone en esta instancia. Un nuevo significado de lo personal aparece en este punto, un significado no-cristiano, un significado que Spinoza no reconoció. Levinas declara: Dios es personal en el sentido de que “apela a las personas”, apela a cada persona en su unicidad histórica (Levinas, 1994, p. 134). Este es el significado específicamente judío de personal. Un Dios personal no significa que Dios sea una persona sino más bien que a Dios se le conoce en persona, esto es, en la persona, a través de la persona: “El hombre es el lugar a través del cual [la revelación] pasa” (Levinas, 1994, p. 145). En el judaísmo, cada persona es un lector y un intérprete del mensaje; cada persona es capaz de “extraer” el significado de las letras, como si las letras fueran “las alas del Espíritu dobladas hacia atrás” (Levinas, 1994, p. 132).

Al eludir profundamente la auténtica dimensión espiritual tanto de la forma como del contenido de la Torá, al privilegiar al Nuevo sobre el Antiguo Testamento, Spinoza debió ignorar este particular significado específico de lo “personal” y por ende fallar en entender (¿fue por estar mal educado en estudios judíos?)[7] que la “invitación a buscar y descifrar, a Midrach, ya constituye la participación del lector en la Revelación, en la Escirtura” (Levinas, 1994, p. 133).

Ahora podemos formular claramente lo que antes llamamos el principio hermenéutico de autorregulación que, para Levinas, yace en el corazón mismo de la Torá, es la Torá misma, y que escapó a Spinoza: cada singularidad (persona) tiene el acceso inmediato (automático, uno podría decir) a lo universal. Todos somos un lector. Todos somos un intérprete. No hay necesidad de invocar signos, fantasías, ficciones o ilusiones. Cada aproximación al texto es justa, verdadera, aceptable. La aproximación de la multitud está automáticamente justificada hermenéuticamente:

La Revelación como llamado a lo único en mí es el significado particular a la significación de la Revelación. Es como si la multiplicidad de personas —¿no es este el verdadero significado de lo personal?— estuviera en la condición de la plenitud de la “verdad absoluta”; como si toda persona, a través de su unicidad, de la revelación de un aspecto único de la verdad, y algunos de sus puntos nunca hubieran sido revelados si algunas personas estuvieran ausentes de la humanidad. (Levinas, 1994, p. 133)

En “El trasfondo de Spinoza”, Levinas (1994) escribe esta bella afirmación “Algo se mantendría sin revelar en la Revelación si una sola alma en su singularidad estuviera excluida de la exégesis” (p. 171).

La auténtica misión ética del judaísmo reside en esta participación común/personal en la lectura e interpretación: “mi unicidad misma yace en la responsabilidad ante el otro hombre” (Levinas, 1994, p. 142). Pero ella también reside su principio democrático (incluso revolucionario):

La aventura del Espíritu […] tiene lugar en la Tierra entre los hombres. El trauma que experimenté como un esclavo en la tierra de Egipto constituye mi humanidad misma. Esto inmediatamente me acerca a todos los problemas de los condenados de la tierra, de los que son perseguidos, como si en mi sufrimiento como un esclavo recé una oración que aún no era una oración, y como si este amor al prójimo fuera ya una respuesta dada por mí a través de mi corazón de carne. (Levinas, 1994, p. 142)

Nuevamente, no hay necesidad de argumentar que la capacidad de la gente para interpretar el texto necesariamente proceda de un tipo inadecuado de conocimiento. Los académicos talmúdicos ciertamente están ahí para guiar estas interpretaciones. En esencia, dichas interpretaciones son no obstante irreductibles a una mera “impresión subjetiva”[8]

El Talmud, que abre el espacio a la discusión infinita de la Torá, legitima toda lectura en la medida en que sea personal. Cuando la lectura es una auténticamente personal, ¡no puede ser arbitraria! ¡La paradoja es todo menos aparente! “Esto de ninguna manera significa que en la espiritualidad judía la Revelación es abandonada a la arbitrariedad de las fantasías subjetivas […]. La fantasía no es la esencia de lo subjetivo” (Levinas, 1994, pp. 134-135).

¿Qué entonces es la “esencia de lo subjetivo”? Encontramos una definición de lo simbólico en este punto. Levinas la define como lo que excede el proceso de significación estricto: “El objetivo hacia lo significado por el significante no es la única forma de significar”. “Lo que es significado en la significancia [significance]”, y —de nuevo— no se reduce a la coincidencia perfecta entre el significado y el significante, como afirma Deleuze, es precisamente la dimensión simbólica de la significación en general (Levinas, 1994, p. 110).

Si el lenguaje fuera solo expresivo en el sentido deleuziano, si el significado general estuviera determinado por la adecuación estricta del significado al significante, y del significante a su referente, leer y entender consistiría solamente en recibir en silencio y objetivamente tal adecuación. La hermenéutica ni siquiera existiría; no sería necesaria. Pero tal no es el caso. La solicitud subjetiva de otredad en el texto, la alteridad constante del texto hacia sí mismo, mejorada por su interpretabilidad, obliga al lector a intervenir. La “esencia de lo subjetivo” es el éxtasis de lo idéntico.

Para Levinas (1994), este éxtasis viene claramente de la “trascendencia del mensaje” de la revelación (p. 131), la “ruptura de la inmanencia” que provoca (p. 144). Paradójicamente, esta “ruptura” no es antagónica con el principio hermenéutico de autorregulación; al contrario, es su condición misma de posibilidad. La trascendencia del mensaje es regulada inmanentemente por el movimiento de autoengendramiento de la dimensión simbólica de la Torá, constituido por el dinamismo vivo y constante de las interpretaciones “personales”.

De nuevo, Spinoza ignoró esta dimensión inmanente de la trascendencia al grado que no acreditó a la Biblia con una dimensión hermenéutica autoengendrada y reguladora. En este sentido, por su rechazo a la trascendencia, no hay suficiente inmanencia en Spinoza. “Spinoza no conferiría un rol en la producción de significado al lector del texto, y —si se puede poner de este modo— no daría el regalo de la profecía a la escucha” (Levinas, 1994, p. 173). Ignoró “un significado que viene de atrás de los signos que son dados inmediatamente: una venida que busca una hermetéutica” (Levinas, 1994, p. 173). Si “el mérito de Spinoza habrá consistido en reservar a la Palabra de Dios un estatuto propio, fuera de la opinión y de las ideas ‘adecuadas’” —un estatuto que Deleuze no reconoce— fracasa sin embargo en echar luz sobre el inagotable tesoro hermenéutico de su Palabra (Levinas, 2005, p. 147). Debemos ver que la traición cristiana de Spinoza es otro nombre para este fracaso —el fracaso en reconocer lo simbólico, y consecuentemente el significado, de lo sagrado.

Debo concluir el primer movimiento de mi análisis: Deleuze, Brochard, Levinas. Por más interesantes que sean, sus tres trayectorias son insatisfactorias y, de nuevo, aporéticas. En ellas, el régimen específico de la necesidad de la revelación en la filosofía de Spinoza no es iluminada con suficiente cuidado y se equivale con (1) una “cultura” confundida en la que, muy extrañamente, Dios parece no jugar ninguna parte; (2) la prueba final de la personalidad de Dios —por la que Dios deja de ser el nombre vacío y amorfo de la necesidad de la naturaleza para convertirse en una “voluntad benevolente”; y (3) la evidencia de un malentendido o la percepción errónea de la estructura autorreguladora y esencia de la Biblia.

Incluso si tales trayectorias se dirigen a volver manifiesta la coherencia, cohesión y unidad de la filosofía de Spinoza (incluso con el costo de la “traición”), de manera paradójica e inevitable, llevan a sus lectores a concluir que una gran discrepancia, cuando no una contradicción, existe entre la Ética y el Tratado teológico-político.

  1. La hermenéutica escritural de Spinoza: Entre la inmanencia y la trascendencia

Desafiando las lecturas arriba citadas, deseo afirmar que otro entendimiento de la concepción de la revelación en Spinoza es posible, uno que revele la dimensión simbólica de la necesidad. Para poder hacerlo, ahora vuelvo explícitamente al método hermenéutico de Spinoza. La interpretación de la escritura, en Spinoza, ciertamente no es una manera de traer orden a el número confuso y heterogéneo de “signos” (“nada sino ‘signos’ variables, denominaciones extrínsecas que garantizan un mandamiento divino”, como dice Deleuze, 1999, p. 49) que acompañan a la revelación pasiva e inmediatamente. Tampoco es una manera de reconocer la presencia de un Dios comandante (como Brochard afirma: “al final vemos que Dios, en Spinoza, parece ser una voluntad y un poder. Su aseveración predominante es que es necesario explicar todo de acuerdo al poder divino”, 2013, p. 98). Por último, no es un simple artefacto que apunte a descubrir, detrás de los signos, un “significado […] desde el exterior […] lleno ya de sí mismo, reificado en el texto y casi adecuado a él antes de todo desarrollo histórico y toda hermenéutica” (como afirma Levinas, 1994, p. 172). De nuevo, estas interpretaciones terminan oscureciendo el enlace entre el Dios de la Ética y el Dios del Tratado, que es también el enlace entre la filosofía y la revelación.

Pongámoslo claramente: para Spinoza, está en la naturaleza de Dios revelarse él mismo. De nuevo, no debemos ignorar los pasajes en los que Spinoza afirma la incapacidad humana para entender la posibilidad natural de la revelación. En el capítulo 1 del Tratado, por ejemplo, declara:

Confieso, sin embargo, que yo ignoro según qué leyes de la naturaleza se haya realizado eso [la revelación]. Pudiera haber dicho, como otros, que tal percepción fue causada por el poder divino; pero me parecería pura palabrería. Sería como pretender explicar, acudiendo a un término transcendental, la forma de una cosa singular. ¿O es que no han sido hechas todas las cosas por el poder de Dios? Aún más, puesto que el poder de la naturaleza no es sino el mismo poder de Dios, es evidente que, en la misma medida en que ignoramos las causas naturales, no comprendemos tampoco el poder divino. Es, pues, de necios acudir a ese poder divino, cuando desconocemos la causa natural de una cosa, es decir, ese mismo poder divino. Pero, la verdad es que no necesitamos ya saber la causa del conocimiento profético, puesto que, como ya he señalado, aquí sólo nos proponemos investigar los documentos de la Escritura, para extraer de ellos, como si fueran datos naturales, nuestras conclusiones. En cuanto a las causas de tales documentos, no nos importan. (Spinoza, 1997, pp. 52-53)

Pero ¿cómo exactamente debemos entender tal pasaje? ¿Está Spinoza diciendo realmente que debemos ignorar el origen de la revelación (“no nos importan”)? ¿O este pasaje demanda algo más, como intentar aprehender el origen de la revelación como la verdadera fuente de la fusión entre lo ideal y lo simbólico, esto es, entre la verdad y el significado al interior de la necesidad misma?

No debemos apresurarnos a declarar que la única preocupación de Spinoza en el Tratado es establecer un límite estricto entre la fe y la filosofía como si no compartieran ninguna cosa. La tarea de marcar claramente la separación entre la fe y la filosofía es ciertamente el principal objeto de todo el trabajo. Es verdad que el destacado mensaje de la escritura no es metafísico sino moral y que interpretar la escritura no requiere de un razonamiento filosófico. “Así pues, todo conocimiento de la Escritura debe ser extraído de ella sola” (Spinoza, 1997, p. 195). Sabemos todo esto perfectamente bien. Sin embargo, no podemos sino impresionarnos por la manera en que el método crítico hermenéutico actúa a la vez como una barrera y un puente entre la racionalidad y la ficción, esto es, el reservorio de imágenes, signos y fantasías que caracterizan la recepción de la revelación. ¿Qué si hubiera algún tipo de comunicación entre ellas? ¿Qué si la filosofía y la revelación, el rigor de la idealidad y la visión profética, la expresión y la exageración, y, hasta cierto punto, el pensamiento filosófico y la superstición se tocaran originalmente entre sí?

Tal es el riesgoso camino que en última instancia deseo seguir para poder explorar el espacio arriba mencionado entre la inmanencia y la trascendencia en Spinoza. Debo explorar el estatus de lo sagrado tal como aparece en la indagación hermenéutica y como resulta de una aproximación crítica al lenguaje en general y al hebreo en particular. Esta indagación entonces me lleva a abordar el asunto central de la significación.

  1. El problema del lenguaje hebreo

El rechazo de Spinoza hacia la consideración de los hebreos como el pueblo elegido está íntimamente conectado con la falta de cualquiera autorregulación hermenéutica de la escritura, esto es, cualquier dimensión universal automática de lo singular. En contraste, para Levinas, la universalidad del judaísmo está esencialmente fundada en una singularidad: precisamente como elección o elegibilidad. Lo universal es siempre dado a través de un particular. Escribe:

La idea de un pueblo elegido no debe ser considerada como un orgullo. No es conciencia de derechos excepcionales, sino de deberes excepcionales. Es el atributo de la conciencia moral misma. Conciencia que se sabe en el centro del mundo y para ella el mundo no es homogéneo: en la medida en que soy siempre el único que puede responder al llamado, soy irreemplazable para asumir las responsabilidades. (Levinas, 2005, p. 199)

La paradoja en Levinas es que se dice que cada persona tiene acceso a los Libros pero solo a través de la elección.

En completo contraste, Spinoza rechaza la idea de la elección y claramente afirma la no-existencia del principio hermenéutico autorregulativo de acuerdo al cual, como vimos, cada persona —¿debemos decir que cada judío?— tiene un acceso genuino al significado universal de la escritura. Como un pueblo, los hebreos no constituyen una singularidad privilegiada. Esto aparece claramente en el capítulo 3 del Tratado, “De la vocación de los hebreos y de si el don profético fue peculiar de los hebreos”, en el que Spinoza afirma:

Concluimos, pues: dado que Dios es igualmente propicio a todos y que los hebreos sólo han sido elegidos por Dios en relación a la sociedad y al Estado, ningún judío, considerado exclusivamente fuera de la sociedad y del Estado, posee ningún don de Dios por encima de los demás y no se diferencia en nada de un gentil. […] Los judíos hoy no tienen, pues, absolutamente nada que puedan atribuirse por encima de todas las naciones. (Spinoza, 1997, p. 125-132)

Para Spinoza, como podemos ver, la superioridad de los hebreos solo pertenece a la estabilidad y eficiencia de su constitución política. Tal superioridad es, pues, puramente pragmática y para nada espiritual.

Hay, por supuesto, un enlace íntimo entre la teoría de la no-elección de los hebreos y aquella de la ausencia de privilegio del lenguaje hebreo. Para Spinoza, no hay tal cosa como una elección lingüística tampoco. Recordemos las reglas fundamentales de su método histórico hermenéutico como lo desarrolla en el capítulo 7. Una “historia” de la escritura consiste en tratar a la Biblia como un documento y dar cuenta del lenguaje en el que los libros de la escritura fueron escritos, estableciendo el uso ordinario de estos términos y fuentes posibles de ambigüedad; una colección completamente organizada de pasajes sobre varios temas, ninguno de todos esos que son ambiguos u oscuros o parecen inconsistentes entre sí; y dar cuenta de la vida y mentalidad del autor de cada libro, cuándo y para quién escribió, cómo el libro fue preparado, transmitido y aceptado como canónico, y cuántas lecturas diferentes hay. Todas estas reglas son necesarias en tanto que el texto de la Biblia está hecho de consistencias parciales, diferentes autores y una mezcla de pasajes claros y oscuros.

Vayamos al primer principio: el conocimiento del lenguaje en el que los libros fueron escritos. Esto implica que el conocimiento del hebreo es necesario en primer lugar:

Y, como todos los escritores, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, fueron hebreos, no cabe duda que la historia de la lengua hebrea es lo más indispensable para comprender, no sólo los libros del Antiguo Testamento, que fueron escritos en esta lengua, sino también los del Nuevo Testamento; pues, aunque éstos fueron divulgados en otras lenguas, contienen hebraísmos. (Spinoza, 1997, p. 195)

A través del estatuto del hebreo como lenguaje a la vez no-elegido y sin embargo indispensable, Spinoza presenta su concepto de la significación y, gradualmente, de lo sagrado.

¿Cómo debe leerse el hebreo? El problema con el que la hermenéutica bíblica se confronta inmediatamente es el siguiente: la letra del lenguaje hebreo se perdió. En el capítulo 7 Spinoza enlista todos los aspectos de esta pérdida:

Pero, ¿cómo alcanzarlo? Los antiguos expertos en esta lengua no dejaron a la posteridad nada sobre sus fundamentos y su enseñanza; al menos, nosotros no poseemos nada de ellos: ni diccionario, ni gramática, ni retórica. […] Casi todos los nombres de frutas, de aves, de peces y otros muchos perecieron con el paso del tiempo. Además, el significado de muchos nombres y verbos que aparecen en los sagrados Libros, o es totalmente ignorado o discutido. (Spinoza, 1997, p. 204)

Spinoza entonces insiste en las ambigüedades asociadas al hebreo, incluyendo los múltiples significados de sus palabras, la dificultad de su gramática, la ausencia de marcas vocales y la imposibilidad de identificar con certeza los autores de los libros (véase Spinoza, 1997, pp. 204-208).

En este punto, Spinoza aborda la cuestión del sentido. Tenemos que suponer que, incluso si la literalidad del hebreo se ha perdido, algo del sentido de las palabras hebreas es incorruptible y se ha mantenido legible y entendible. De otra forma, leer la escritura sería imposible. Estamos forzados a presuponer tal incorruptibilidad. Esta integridad no es la de la letra sino la del espíritu, esto es, del sentido de la escritura, que también constituye su contenido moral. Spinoza claramente disocia el contenido semántico del mensaje de su literalidad.

¿Esta es una manera de reintroducir subrepticiamente la noción de la elección del hebreo? Para nada. El caso del hebreo simplemente le permite desarrollar a Spinoza su concepción de la significación, que es válida en principio para cualquier otro lenguaje.

Avancemos en la exploración de lo que el sentido significa en Spinoza. El punto notable es la introducción de una muy peculiar distinción entre sentido y verdad: “puesto que solo nos ocupamos del sentido de las oraciones”, declara Spinoza, “no de su verdad” (Spinoza, 1997, p. 196). Esto implica que el espíritu del texto consiste en su sentido, no en su verdad. El sentido de las palabras es incorruptible (Spinoza declara: “nadie le pudo ser útil jamás cambiar el significado de una palabra”) pero no debe ser confundido con su verdad (Spinoza, 1997, p. 203). Debemos entonces admitir que el contenido semántico de una palabra se mantiene estable sin que esta estabilidad constituya alguna verdad.

¿Qué es entonces el contenido semántico si es diferente de la verdad? Para Spinoza, el sentido no es ni el significante (la letra) ni el referente (la verdad) —la cosa detrás, más allá o afuera de la palabra. El sentido pertenece al significado (lo que Ferdinand de Saussure [2014] llamaría un concepto). El significado es el componente estable de una palabra. Tal proposición es enteramente paradójica: ¿cómo puede un significado tener cualquier estabilidad por sí mismo, afuera de su referente?

Antes de responder, regresemos a Levinas, pues este punto es crucial para él. Desde su perspectiva, es claro que “en la manera de proceder enseñada por Spinoza, falta la apelación a un proyecto anticipador del conjunto, desbordando la recopilación positivista de los textos y enraizado quizás en un inevitable compromiso. Spinoza piensa que un discurso puede ser comprendido sin que la visión de las verdades llegue a esclarecerlo” y aísla “las significaciones fundamentales de una experiencia apelando a un resumen [epochè] de su verdad” (Levinas, 2005, pp. 141-142). Para Levinas, esta “epochè” de la verdad arruina para siempre la hermenéutica. ¿Qué significa interpretar si la verdad es suspendida? Es en este momento mismo que podemos entender la “traición” de Spinoza.

Levinas demuestra que para poder sostener la insostenibilidad de su teoría hermenéutica —de acuerdo a la cual, como vimos, un significado puede existir sin la verdad— Spinoza en última instancia tiene que apelar a un principio cristiano. De hecho, la hermenéutica no es realmente necesaria porque Dios ha escrito la ley en el corazón del humano. Spinoza:

Por otra parte, si, de acuerdo con lo que dice el Apóstol en 2 Corintios, 3, 3, tienen en sí mismos la carta de Dios, no escrita con tinta, sino con el espíritu de Dios, y no sobre tablas de piedra, sino en las tablas de carne del corazón, que dejen de adorar la letra y de inquietarse tanto por ella. (Spinoza, 1997, p. 291)

La “traición” yace en el corazón de esta referencia al principio paulino de escritura interior. Al “no es más que papel y tinta” de la escritura, Spinoza opone la legibilidad del corazón (Spinoza, 1997, p. 290).

La traición de Spinoza no puede consistir en el hecho de que presenta al cristianismo, y al catolicismo en particular, como una religión universal, ni en el hecho de que por escritura se refiera tanto al Antiguo como al Nuevo Testamento. Estas posiciones eran perfectamente naturales y usuales en el tiempo, y la censura política y teológica no dejaba a los filósofos otra opción de cualquier manera. Levinas, por supuesto, sabe esto. La traición pertenece más exactamente a la distinción entre el significado y la verdad, que es imposible en y para el judaísmo. Levinas escribe, “Como hombre de su siglo, Spinoza debió ignorar el verdadero sentido del Talmud. Entre la interioridad del pensamiento adecuado, por una parte, y la exterioridad de la opinión, por otra, Spinoza no querrá reconocer, en la historia, una obra de interiorización” (Levinas, 2005, p. 147). De hecho, la desacralización (¿antisemitismo?) que pertenece a la distinción significado/verdad lleva a una cristianización “subrepticia” de la hermenéutica (Levinas, 2005, p. 136). La inscripción interna sobrepasa infinitamente al lenguaje, sublima infinitamente su propia dimensión lingüística, vuelve infinitamente inútil a la hermenéutica (“una obra de interiorización”).  En Spinoza, una inscripción predestinada sustituye al principio autorregulativo.

  1. Spinoza sobre lo sagrado

Contra tal perspectiva, ahora es tiempo de exponer nuestra lectura sobre el tema de lo sagrado en Spinoza como enlace a la dimensión simbólica esencial de su hermenéutica. La sentencia sobre la incorruptibilidad de los significantes toma su significado genuino en el capítulo 12, donde el filósofo expone su concepción de lo sagrado. La verdadera razón para suponer que los significantes son estables finalmente se trae a la luz. La estabilidad del significante es determinada por el uso humano, esto es, solo por convención y no de acuerdo a los referentes. “Las palabras sólo tienen un significado fijo en virtud de su uso” (Spinoza, 1997, p. 289). La incorruptibilidad de las palabras no se vincula con una pureza originaria o autentica. Instala su fundación en la convención. La relación entre el significante y el significado y entre el significado y el referente es puramente contractual. Así, lo que es incorruptible es la convención. La verdad pertenece al referente y el sentido al uso, por lo que el sentido verdadero se separa en sí mismo definitivamente de la verdad de las cosas.

Y después de todo, ¿por qué no? Una convención puede ser tan duradera como un referente. Pero Spinoza apunta a analizar un cierto tipo de convención, un caso de convención dentro de la propia convencionalidad lingüística misma —un tipo de convención que es frágil e inestable en medio de la estabilidad convencional y por lo tanto contamina la tesis de la incorruptibilidad misma: la(s) convención(es) en lo relativo a lo sagrado.

Para Spinoza, lo que es sagrado no es el lenguaje ni lo que se habla en él. No hay cosas sagradas por sí mismas, y las palabras no pueden ser sagradas por sí mismas tampoco. La manera en la que lo sagrado llega a (sus) palabras es, nuevamente, a través de la convención. La sacralidad no es eterna y puede solo ser sostenida a través del uso. El problema es que, como acabamos de ver, el capítulo 7 establece que el significado es incorruptible gracias a la convención y el uso. Ahora, el capítulo 12 argumenta que cuando se trata de lo sagrado el sentido del significado puede desaparecer. Spinoza escribe:

Las palabras sólo tienen un significado fijo en virtud del uso. De ahí que, si, de acuerdo con ese uso, se disponen de tal suerte que muevan a la devoción a los hombres que las lean, aquellas palabras serán sagradas, e igualmente el libro que esté escrito con el mismo orden. Pero, si después se pierde ese uso, hasta el punto que esas palabras no tengan ningún significado; o, si ese libro queda arrinconado, ya sea por malicia o porque los hombres no lo necesitan, entonces ni las palabras ni el libro tendrán utilidad o santidad alguna. Finalmente, si las mismas palabras se ordenan de otra forma o si se impone el uso de tomarlas en sentido contrario, entonces tanto las palabras como el libro, que antes eran sagrados, se harán impuros y profanos. (Spinoza, 1997, p. 289)

El dueto de la sacralización y la profanación entonces parece introducir versatilidad y capacidad de cambio en la supuesta incorruptibilidad de las palabras entendidas como significados. ¿Cómo vamos a entender este punto? No es que Spinoza haya cambiado de opinión, ahora aceptando lo que rechazó unos capítulos antes —que el significado puede ser borrado, cayendo en desuso como convenciones abandonadas, y que el valor de la sacralidad vinculada a algunas de ellas está también condenada a desaparecer. Debemos invertir aquí el orden causal. Es cuando el valor de la sacralidad desaparece —porque puede desaparecer y corromperse—, es cuando sucede la profanación que las palabras que llevan a la devoción pueden también caer en desuso. Lo sagrado introduce una transitoriedad y versatilidad fundamentales en el dominio de lo inmutable, esto es, en esta instancia, la convención. “Se llama sagrado y divino aquel objeto que está destinado a la práctica de la piedad y de la religión, y sólo será sagrado mientras los hombres hagan del mismo un uso religioso. Si ellos dejan de ser piadosos, ipso lacto dejará él también de ser sagrado; y, si lo dedican para realizar cosas impías, se convertirá en inmundo y profano lo mismo que antes era sagrado” (Spinoza, 1997, p. 289). Lo sagrado puede convertirse en profano porque no tiene referente ni estabilidad semántica. En cierto sentido, es un vacío significado, un significado flotante, materializado solo por la transitoriedad de los significantes: lápidas (las tablas de la Ley), luz, fuego, una casa, una voz, una viento, o un aliento.

  1. De la hermenéutica a la sobreinterpretación

¿Qué, entonces, es lo que mueve al lector a la devoción cuando lee? ¿Qué le confiere el valor a lo sagrado —esto es, la dimensión simbólica— a las palabras y hace que los significantes quemen como fuegos, soplen como aliento o golpeen como piedras? ¿Qué los transforma en signos? Es, precisamente, la fantasía, la imaginación, y todas sus producciones, misterios, ficciones, revelaciones, todas las inclinaciones de la mente para sobreinterpretar a Dios por falta de un significado estable de lo sagrado.

En este sentido, y tal es la tesis que quiero defender, lo sagrado solo llega de una experiencia de sobrelectura y un cierto uso del lenguaje relacionado con esta experiencia. Spinoza declara: “De ahí se sigue, pues, que, fuera de la mente [extra mentem], no existe nada que sea sagrado o profano o impuro en sentido absoluto, sino sólo en relación a ella” (Spinoza, 1997, p. 289-290). La “mente” (y aquí mente significa la totalidad de nuestras facultades) tiene una tendencia natural a sobreinterpretar —y tal es el origen, la posibilidad misma de lo sagrado. Lo sagrado tiene su raíz en la capacidad de la mente para lidiar con la ausencia de cualquier referente y significado estable de lo sagrado mismo. Nuevamente, nada (ninguna cosa) es sagrada en sí, ni siquiera el supuesto lenguaje sagrado, y ningún contenido semántico duradero puede ser conferido a lo sagrado tampoco. Las convenciones cambian rápidamente en este dominio. Tal es también el espacio simbólico en Spinoza: la posibilidad de abrir un agujero, un cuadro vacío, en la red de signos y cosas para la transitoriedad y mutabilidad de lo sagrado.

Este tipo de apertura no contradice la necesidad natural. La sobreinterpretación no es, o no solamente, el producto de un defecto humano sino algo causado por Dios, una dimensión de su manifestación. Es algo que aparece con el hecho de esta manifestación, esto es, su revelación. Por supuesto, ignoramos las “causas” de la revelación, pero podemos asumir que la posibilidad de sobrelectura no es ajena a la racionalidad o incluso a la expresión.

Podemos entonces sugerir que la imaginación, la fantasía y semejantes no son versiones fallidas de una mente todavía no racional, atrapada en el primer tipo de conocimiento. Más bien, son respuestas a la ausencia del significado de lo sagrado y tal vez a la ausencia del significado de Dios mismo. Después de todo, la tendencia a sobreleer o sobreinterpretar puede ser la condición necesaria, la primera y más primitiva, para la aceptación de un Dios sin un nombre. En este sentido, una nueva lectura de la jerarquía entre los tres tipos de conocimiento en Spinoza es posible y debe ser realizada un día. Sería una lectura que podría considerar las tres formas como interrelacionadas más que rígidamente jerarquizadas y, en cierto sentido, exclusivas una de otra.

Ahora bien, ¿qué exactamente significa sobreleer y/o sobreinterpretar? Para Spinoza, sobreleer o sobreinterpretar significa conferir contenido semántico en una palabra o frase al exagerar su (ausencia de) referente. Esta sobreexageración es fundamentalmente tanto espacial como temporal. Espacial: Dios es entendido como un poder central, que viene de arriba, una alteza (por ende todos los superpoderes atribuidos a un Dios concebido como un legislador: celos, arbitrariedad, amor y otros). Arriba, en Spinoza, es el ejemplo más agudo de una sobrelectura espacial de lo sagrado. Implica una posición que alcanza y ve todo al proceder de un poder oculto e inalcanzable. Temporal: en su sentido temporal, arriba significa “antes”. Todos los profetas han visto, han escuchado a alguien o algo que estuvo ahí antes, ya, esperando a ser visto u oído. Arriba y antes son las dos estructuras o patrones principales de la sacralización (compárese con Spinoza, 1997, pp. 74-115). En estas dos estructuras, reconocemos la economía misma de la superstición.

Como Émile Benveniste explica en su formidable artículo sobre “Religión y superstición”: “En apariencia, el término está claro en cuanto a su estructura formal. Pero falta —y mucho— que su significación nos parezca tan clara” (Benveniste, 1983, p. 402). En cierto sentido, “superstición” también es un significado flotante. Continúa:

No se ve cómo de super y de stare habría salido el sentido de «superstición».

Por su forma superstitio debería de ser el abstracto correspondiente a superstes, «superviviente». Pero, ¿cómo relacionarlos? Porque superstes no significa sólo «superviviente», sino en ciertos usos perfectamente atestiguados «testigo». La misma dificultad se presenta para superstitio en su relación con superstitiosus. Admitiendo que superstitio haya sido llevado de alguna manera a significar «superstición», ¿cómo concebir que superstitiosus haya significado no «supersticioso», sino «adivino», «profético»? […] ¿Cómo superstes, adjetivo de superstare, puede significar «superviviente»? Esto afecta al sentido de super, que no es propia ni solamente «por encima de», sino también «más allá» […]; el supercilium no es solamente «encima de la ceja», la protege por sobresalir. La noción misma de superioridad no marca lo que está «encuma», sino algo más, una progresión en relación a lo que se encuentra abajo. Igualmente super-stare es «mantenerse más allá, subsistir más allá», de hecho, más allá de un acontecimiento que ha aniquilado el resto. La muerte ha pasado por una familia; los superstites han subsistido más allá del acontecimiento; aquél que ha franqueado un peligro, una prueba, un periodo difícil, y h sobrevivido es superstes. […] No es ese el único empleo de superstes; «subsistir más allá» no es sólo «haber sobrevivido a una desgracia, a la muerte», sino también «haber pasado un acontecimiento cualquiera y subsistir más allá de este acontecimiento», por tanto, haber sido «testigo». […]

Se discierne la solución: superstitiosus es aquel que está «dotado de la virtud de superstitio», es decir, «qui vera praedicat», el adivino, aquel que habla de una cosa pasada como si hubiera estado realmente allí; la «adivinación» en estos ejemplos no se aplica al futuro, sino al pasado. Superstitio es el don de la videncia, [seconde vue], que permite conocer el pasado como si se hubiera estado presente, superstes. He ahí por qué superstitiosus enuncia la propiedad de «videncia» que se atribuye a los «videntes», aquélla de ser «testigo» de acontecimientos a los que no se ha asistido. (Benveniste, 1983, p. 402-405)

En este análisis poderosamente bello podemos ver cómo arriba y antes actúan ambos en el corazón de la superstición. Superstare significaría estar más allá, arriba (super), un acontecimiento que ha destruido a todo y a todos los demás (la conmoción de una revelación, por ejemplo), por ende es un sobreviviente a este acontecimiento que pasó antes y es capaz soportar su testimonio. O, en su sentido ligeramente derivado, significaría tener el don de una segunda vista y hacer y hablar como si uno hubiera estado arriba o más allá del acontecimiento pasado para poder hacerlo presente al verlo.

Ciertamente no argumento que Spinoza es un defensor de la superstición (!), pero pienso que sus ataques acérrimos en su contra buscan desmantelar la constitución de una superstición como medio para la esclavitud intelectual y política a una autoridad más que condenarla como tal. Es cuando la superstición se transforma en dogma, cuando los significados flotantes son llenados ilegítimamente, cuando la teología la usa para cambiar la obediencia es servidumbre, cuando el poder político la usa para instalar la censura, por ende prohibir toda libertad de expresión, que debe ser deconstruida. Lo que debe ser deconstruido, entonces, es la autoridad (auctoritas) producida por la revelación. Sin embargo, la base misma de la superstición, esto es, la tendencia a sobreleer no es mala en sí. Por el contrario, marca el origen de lo simbólico y en este sentido no puede ser totalmente separado de la idealidad.

Deleuze (1999) entonces no está enteramente en lo correcto cuando declara “La superstición es todo lo que nos mantiene separados de nuestra potencia de actuar y no deja de disminuir ésta” (p. 263) o cuando identifica la revelación con la “génesis de una ilusión” (p. 51).

En cuanto a Levinas, debemos admitir que Spinoza tal vez no insistió en la hermenéutica y la exégesis como debió hacerlo, pero lo que mostró es que el origen de la interpretación radica en la sobreinterpretación —una dimensión que Levinas nunca toma en cuenta y que ciertamente la hubiera confundido como mera falsa profecía. No hay necesidad, para Spinoza, de referirse a la trascendencia en el mensaje. La sobreinterpretación es, en cierto sentido, inmanente al mensaje. Sin embargo, puesto que introduce cierta laxitud en el tejido de la inmanencia misma, debido al vacío lingüístico tanto como ontológico que yace en el corazón de lo sagrado, como dije antes, es mejor caracterizarla como aquello que abre un espacio dentro de la necesidad, un espacio que no es ni el espacio de la inmanencia ni aquel de la trascendencia.

Al insistir en la importancia de dicho espacio, que no está ni dentro de la verdad ni fuera de ella sino alrededor como un aura vacío, ciertamente no intento contradecir la perspectiva de Spinoza como un crítico de la superstición y de las autoridades religiosas. Estoy de acuerdo con Yirmiyahu Yovel que para Spinoza “aclarar la mente de imágenes trascendentes” es un prerrequisito absoluto, que “antes de cualquier filosofía positiva de la inmanencia, una crítica de […] las religiones debe llevarse a cabo” (Yovel, 1989, p. 3). Simplemente mi objetivo es demostrar que Spinoza también reconoce la sobreinterpretación —la base misma tanto de la superstición como del dogmatismo teológico— como un inicio necesario. Tal inicio no debe ser concebido como un primer paso imperfecto en la escala del conocimiento sino más bien como una apertura de la dimensión simbólica de Dios, su significado, cualquiera que sea su verdad.

El método crítico hermenéutico, como fue desarrollado en el capítulo 7, parece ser entonces el umbral entre la razón y la sobrelectura, así como el umbral entre la sobrelectura y la superstición cuando la primera se solidifica como un poder ideológico/teológico alienante y no fomenta más que miedo y odio. La tarea del método es ayudar a reconstituir los contextos en los que las cosas y las palabras han sido consideradas sagradas en toda ocasión, por ende reconociendo que el significado de lo sagrado, dado que siempre es contextual, es fundamentalmente cambiante e inestable. Este tipo de inestabilidad determina qué es claro y qué es oscuro en la Biblia: “En este momento, llamo oscuras o cIaras aquellas frases cuyo sentido se colige difícil o fácilmente del contexto de la oración, y no en cuanto que su verdad es fácil o difícil de percibir por la razón” (Spinoza, 1997, p. 196). La misión metodológica es determinar en toda ocasión la parte que juega la sobrelectura en la escritura para poder iluminar el eterno significado estricto de la Ley, su núcleo mínimo, y censurar cualquier significado supernatural de ella. A cambio, el método también nos enseña que no puede haber significados eternos de la Ley, no significado inmediato del mensaje internamente escrito, sin antes una sobredimensión simbólica de todas las escrituras y todos los signos que constituyen nuestro primer encuentro con la Ley, un primer encuentro sin el que no habría Ley del todo. La sobrelectura, entonces, cuando se aborda críticamente, no es una fuerza de esclavitud sino en cambio una apertura a la verdad, su puerta.

  1. Conclusión

Como sabemos, Spinoza defiende la libertad de opinión, esto es, también la libertad de sobreinterpretación. Los lectores deben ser libres para ver las cosas y palabras que quieran mientras que su credo personal concuerde con la paz, la moralidad y la estabilidad política. Por ende, en el Tratado, la libertad de opinión está fundada en el hecho de que “a adaptar estos dogmas de fe a su propia capacidad e interpretarlos para sí del modo que, a su juicio, pueda aceptarlos más fácilmente (Spinoza, 1997, p. 316). La libertad de expresión está pues esencialmente vinculada al reconocimiento de la legitimidad de la tendencia natural de todo humano a sobreinterpretar o sobreleer y la dimensión simbólica de estas operaciones. Todos son soberanos cuando se trata de temas religiosos, y ninguna autoridad externa debe nunca legislar para ellos. Tal es la fundación de la democracia y prueba que la fe o la aproximación a Dios de la gente ordinaria no puede reducirse a un acto de devoción crédulo e idiota.

Una vez más, esto no implica que algo como un poder hermenéutico autorregulativo funciona en el corazón de la sobreinterpretación y permite a la superstición controlarse a sí misma, transformando automáticamente el exceso exegético en un correcto entendimiento de la Ley. Para Spinoza lo simbólico, fundado en la sobreinterpretación, está siempre comprometido con su propia contextualización y no tiene esencia fuera de ella. Por definición, nadie es capaz de saber cuál será el próximo contexto —y no le compete a la filosofía decidir. La filosofía debe quedarse en su propio lugar —lo que no significa que la filosofía no está interesada en lo simbólico.

Esto me lleva de nuevo a Deleuze. Al confrontar a Gottfried Wilhelm Leibniz y Spinoza sobre la expresión, Deleuze afirma que la gran diferencia entre ellos es que Leibniz integra lo simbólico al concepto de la expresión, mientras que Spinoza lo excluye. La equivocidad, las sombras, la ambigüedad tienen lugar en el expresionismo leibniziano. Con Leibniz, Deleuze dice, tenemos “una filosofía «simbólica» de la expresión, donde la expresión jamás es separada de los signos de sus variaciones, como tampoco de las zonas oscuras en que se sumerge” (Deleuze, 1999, p. 327). Este no es el caso para Spinoza,

Pues lo esencial, para [él], es separar el dominio de los signos, siempre equívocos, y el de las expresiones cuya regla absoluta debe ser la univocidad. Hemos visto en ese sentido cómo los tres tipos de signos (signos indicativos de la percepción natural, signos imperativos de la ley moral y de la revelación religiosa) eran radicalmente rechazados hacia lo inadecuado (Deleuze, 1999, p. 328).

¿Por qué la compulsión de castrar la expresión de Spinoza de sus símbolos? ¿Por qué esta idolatría de la transparencia? En contra de tales gestos represivos, afirmo que reconocer la dimensión simbólica de la inmanencia de ninguna manera la destruye. Esencialmente, le permite respirar.

Referencias

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Benveniste, É. (1983). Vocabulario de las instituciones indoeuropeas, Madrid, España: Taurus.

Brochard, V. (2013). Le Dieu de Spinoza. París, Francia: Manucius.

Deleuze, G. (1999). Spinoza y el problema de la expresión. Barcelona, España: Muchnik.

Joughin, M. (1990). Translator’s Preface. En G. Deleuze, Expressionism in Philosophy: Spinoza (pp. 5-11). Nueva York, Estados Unidos: Zone Books.

Levinas, E. (2005). Difícil libertad. Ensayos sobre el judaísmo. Buenos Aires, Argentina: Lilmod.

— (2006). Más allá del versículo. Lecturas y discursos talmúdicos. Buenos Aires, Argentina: Lilmod.

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Saussure, F. (2014). Curso de lingüística general. Ciudad de México, México: Fontamara.

Spinoza, B. (1997). Tratado teológico-político. Trad. Atilano Domínguez. Barcelona, España: Atlaya.

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Yovel, Y. (1989). Spinoza and Other Heretics, Volume 2: The Adventures of Immanence. Princeton, New Jersey: Princeton University Press.

[1] Véase el Tratado teológico-político de Baruch Spinoza (1997).

[2] Levinas escribió tres ensayos sobre Spinoza. Véase “El caso Spinoza” y “¿Has releído a Baruch?”, en Difícil libertad. Ensayos sobre el judaísmo de Emmanuel Levinas (2005). También véase el capítulo “El trasfondo de Spinoza”, en Más allá del versículo. Lecturas y discursos talmúdicos de Emmanuel Levinas (2006). Levinas también se refiere a Spinoza esporádicamente en algunos otros textos, pero en el presente ensayo me concentro sobre todo en los tres ensayos publicados de Levinas sobre Spinoza en el contexto de la discusión de la hermenéutica bíblica mencionada arriba.

[3] Véase “Sobre la lectura judía de la escritura”, en Más allá del versículo (Levinas, 2006).

[4] Compárese con Spinoza y la política de Etienne Balibar (1996, pp. 59-66).

[5] Véase Le Dieu de Spinoza de Victor Brochard (2013, p. 14).

[6] “De donde resultó también que imaginaban a Dios como un rector, un legislador, un rey misericordioso, justo, etc. Pero, como todos éstos no son más que atributos de la naturaleza humana, hay que excluirlos totalmente de la naturaleza divina.” (Spinoza, 1997, p. 144). Sobre este punto, véase también el apéndice del libro 1 de la Ética, de Spinoza (2000, pp. 67-73).

[7] Esta hipótesis es repetida dos veces en Levinas: “¿Qué en sus estudios judíos Spinoza quizá tuvo tan sólo maestros intrascendentes? ¡Qué pena!” en “El caso Spinoza” (Levinas, 2005, p. 137); y véase “El trasfondo de Spinoza” (Levinas, 2006).

[8] Sobre el difícil problema de la relación entre las lecturas aprendidas de la Torá (pardes) y las personales, véase en particular “Sobre la lectura judía de la Escritura” en Más allá del versículo (2006).

De la retórica a la geometría: Lecturas de la Ética de Spinoza

Arcanjo Teixeira, R. (2019). De la retórica a la geometría: Lecturas de la Ética de Spinoza. Círculo Spinoziano. 2(1), 46-55.

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De la retórica a la geometría:
Lecturas de la Ética de Spinoza[1]

Rafael Arcanjo Teixeira

 

Resumen: Mucho se ha dicho sobre las diferencias entre la Ética y el Tratado teológico-político. Fokke Akkerman, por ejemplo, subraya las divergencias entre los géneros de escritura: la Ética compuesta more geometrico y el TTP privilegiando la retórica. También Diogo Pires Aurelio, aunque de modo más justo, considera al TTP una verdadera “reformulación de la Ética”. Nuestro objetivo en este texto es, por el contrario, mostrar la interdependencia de los dos textos, del TTP en relación a la Ética y de la Ética en relación al TTP. Para hacerlo tomaremos, entre los varios ejemplos posibles, sólo dos: (1) La dependencia de la primera hipótesis encontrada en el TTP frente a la parte I de la Ética (en particular, P28, P29, P32 y el Apéndice), y (2) La relación de la proposición 15 de la primera parte de la Ética con los capítulos IV (De la ley divina) y VI (De los milagros) del TTP. De manera breve, intentaremos mostrar por medio de estos ejemplos que, más allá de las diferencias de estilo, hay un mismo núcleo conceptual que sostiene a ambos textos y hace que exista entre ellos una relación interna.

Palabras clave: retórica, geometría, hipótesis

 

Abstract: A lot has been said about the differences between Ethics and the Political-Theological Treatise. Fokke Akkerman, for example, highlights the difference in the styles of writing: while the Ethics has a geometric composition, the TTP privileges rhetoric. In a more appropriate manner, Diogo Pires Aurelio calls the TTP a real “reformulation of Ethics”. In this article, we propose a new perspective: to show the interdependence of the two texts and how TTP depends on Ethics and Ethics depends on TTP. In order to do this, we will take only two of the many possible examples: (1) The dependence of TTP’s first hypothesis from Ethics part I (especially P28, P29, P32 and the Appendix); (2) the connection between the first part of Ethics proposition 15 and chapters IV (Of divine law) and VI (Of the miracles) of TTP’s. Although briefly, we will try to show that even having differences of style, this examples indicates that the same conceptual background is in the base of both this treatises and that makes them essentially related to each other.

Key Words: rhetoric, geometry, hypotheses

 

¿Teologizar más que filosofar?

En septiembre de 1665, Henry Oldenburg escribe una carta[2] a Spinoza y en ella encontramos la primera referencia al empeño del filósofo en escribir el Tratado teológico-político.[3] Oldenburg, después de referirse a obras de contenido científico[4], escribe: “En cuanto a usted, veo que no tanto filosofa, cuanto, si vale la expresión, teologiza, ya que expone sus ideas sobre los ángeles, la profecía y los milagros”, y completa, con un tono un tanto jocoso, “aunque quizá lo haga usted filosóficamente” (Spinoza, 1988, p. 226). Curiosamente, Oldenburg inauguró una postura que se vuelve recurrente en la historia del spinozismo, a saber, la escisión entre la Ética y el TTP. Gran parte de esta diferencia en la manera de tratar los dos textos se funda en la propia divergencia entre los métodos de escritura de ellos:[5] la Ética a la manera geométrica y el TTP un libro retórico. Quiero señalar brevemente lo que significa que el TTP sea un libro retórico y cómo se relaciona con la Ética para ampliar nuestras lecturas.

El TTP es, como la mayoría de los tratados, un libro que parte de la experiencia y, por eso, se acerca a otro género textual común en el siglo XVII, la sátira. Sin embargo, el ingenio del TTP es usar herramientas retóricas contra los retóricos (Chaui, 2011, pp. 101-132). Hansen (2004), al investigar la sátira y la retórica del siglo XVII, nos informa que el sátiro jamás habla de un punto de vista exterior a la ciudad, sino antes parte de la propia mirada de aquella, pero al realizar la sátira él “incluye, en su formulación, la misma teología-política que rige el buen uso de la República en la teoría y el control de la naturaleza humana” (p. 49). Spinoza en el TTP se opone a la sátira pues, aunque tenga en vista la intervención en la polis, esa no se da por medio del control, sino por la libertad. Desde su portada, el TTP afirma que la libertad no sólo no es perjudicial, por el contrario, es necesaria para la paz de la república.[6]  La frase de apertura del TTP es reveladora: “Si los hombres pudieran conducir todos sus asuntos según un criterio firme, o si la fortuna les fuera siempre favorable, nunca serían víctimas de la superstición” (Spinoza, 1986, p. 61). Las expresiones “si”, “conducir” y “fortuna”, cada una de ellas a su manera, son vitales para entender cómo actúa el filósofo en el TTP. Analizamos brevemente.

El “si” inicial nos coloca ante una frase que se estructura a la manera de una hipótesis y eso, por sí solo, ya es polémico. Como comenta Rezende (2008), el estatuto epistémico de las hipótesis era algo en disputa en el siglo XVII. La tradición había caracterizado las hipótesis como un tipo de proposición sobre la cual no puede haber demostración y que establece o no el ser de algo.[7] En este sentido, la hypothesis se caracteriza por colocar algo sobre (hypo) una cierta perspectiva intelectual (la thesis), perspectiva que sólo puede ser intelectual, pues no hay como realizar el experimento. Acción que tiene por objeto, sin embargo, deducciones concisas.[8] Pero en el siglo XVII las hipótesis se habían reducido al instrumentalismo y, por eso, a la ficción. El ejemplo máximo de esto se encuentra en la disputa entre teólogos y científicos con relación a la validez de las hipótesis del De Revolutionibus Orbium Coelestium de Copérnico. Andreas Osiander, por ejemplo, en vistas de calmar a los teólogos insertó apócrifamente en el Revolutionibus un prefacio que decía: “No es necesario que estas hipótesis sean verdaderas, ni siquiera verosímiles, sino que sólo proporcionen cálculos que concuerdan con las observaciones” (Rezende, 2008, p. 150).[9]Así el problema con respecto a las hipótesis es: ¿serían ellas sólo un instrumento sin valor deductivo o estarían de acuerdo con la norma de la verdad? Spinoza era consciente de esta discusión, tanto que al tratar de las hipótesis en el TIE hace referencia al tema copernicano.[10] En el §57 del Emendatione, Spinoza define lo que son quimeras y ficciones, y ya por eso aleja el estatuto epistemológico de las hipótesis del mero ficcionalismo instrumentalista.[11] A continuación, advierte que va a tratar de las hipótesis, o sea, de las “cuestiones supuestas, lo que a veces también sucede a propósito de imposibilidades” (Spinoza, 2015a, p. 59).

Spinoza recurre al ejemplo de la vela ardiente que no arde. Él explica que, al decir “supongamos que esta vela ardiente no arde ahora”, lo que hacemos es traer a la mente otra vela que no esté encendida. Al contrario, cuando decimos “supongamos arder en algún espacio imaginario o donde no se da cuerpo alguno” (Spinoza, 2015a, p. 59), sabemos que cosas como éstas son imposibles.[12] Sin embargo, nada es fingido, pues, al mover la vela hacia un espacio imaginario, la vela no está circunscrita de cuerpos y como no hay nada que le impida dejar la existencia, ella perdurará sin consumirse. De esta manera, Spinoza desplaza el problema de la correspondencia entre la hipótesis y el objeto hacia una construcción intelectual del concepto. Aunque la hipótesis por sí sola no es una verdad en sentido absoluto, ella apunta el camino del método spinoziano, o sea, comprender la mente como formadora de conceptos. En el ejemplo de las velas el punto cardinal es que en ambos casos tenemos una idea clara y distinta de la vela y es justamente por eso que podemos tanto moverla al espacio imaginario como alterar imaginariamente sus características obteniendo de ello conclusiones acertadas. Pues, como nos explica Chaui (2016), tenemos la construcción de “una esencia en su inteligibilidad de tal manera que permita deducciones ordenadas y por consiguiente, bien fundamentadas” (p. 24). La diferencia entre hipótesis y ficción se da porque la primera entiende la esencia constitutiva del ente sobre el cual se inclina, mientras la segunda es pura confusión. La hipótesis es originaria de la potencia de la mente en comprender la naturaleza de las cosas y, también, de deducir su comportamiento en espacios y condiciones imaginarias. Restablecido el estatuto epistemológico de las hipótesis, podemos entender cómo esta estructura hipotética opera en la frase inaugural del TTP.

Pero ¿qué propone Spinoza en la primera parte de la hipótesis inicial del TTP? La modificación imaginaria de una característica humana. ¿Cuál? La clave para comprender esto está en “conducir”, palabra escogida por Domínguez para traducir la latina regere. Originaria del campo político, regere es la forma en el infinitivo presente del verbo latino rego que tiene sentido de regencia. Reger es tener el dominium[13] sobre los asuntos internos de un imperium. La imagen creada aquí por Spinoza es la de un hombre que justamente por tener regencia de sí mismo puede garantizar los resultados de sus acciones. Así, lo que Spinoza cambia aquí es dar al hombre la capacidad de control imperial sobre sí y sobre los resultados de las acciones.

La segunda parte de la hipótesis continúa: “o si la fortuna les fuera siempre favorable” (Spinoza, 1986).  La oruga del universo teológico, la fortuna, es “imperatrix mundi” como nos escribe  los Carmina Burana. Diosa de la gloria y de la riqueza, la fortuna representa lo imprevisto, la volatilidad de la vida, las circunstancias que escapan a nuestro control. En un momento nuestra suerte, en otro nuestra perdición, la fortuna detiene la rueda de la vida. Y, como dijo Boecio (2012): “así ella juega, así ella da prueba de su poder, y ofrece a sus súbditos un gran espectáculo: el de un hombre que en una hora pasa de la desgracia a la gloria” (p. 47). Teológico y político, poderío interno y externo, humano y divino, imperio en un imperio, ya en la primera frase del TTP Spinoza se pone a desmontar la idea de libre albedrío.

Yendo más allá, el lector observador notará que Spinoza apunta hacia el paraíso perdido. ¿Cómo podría darse que Adán, siendo el hombre perfecto, teniendo poder regente sobre sí, y viviendo en un jardín afortunado, aún así peca?[14] La conclusión viene luego: si Adán pecó no fue porque era libre, sino antes, porque estaba en servidumbre. Gracias a la urgencia de las circunstancias y el ansia desmedida por los bienes inciertos de la fortuna los hombres se encuentran arrastrados de un lado al otro en un torbellino de afectos que por fin los llevan a la superstición. Sólo después de romper con el libre albedrío y con la caída inicial es que Spinoza podrá cumplir su adagio “no reír, no lamentar, sino comprender” y, a partir de eso, explicar las causas naturales de la superstición y del poder teológico-político.

Pero el lector no debe precipitarse. La hipótesis inicial del TTP es ella misma una pieza retórica. Como nos recuerda Akkerman (1985), a pesar de que el exordio[15] del TTP tiene algo de naturaleza deductiva, Spinoza utiliza “nociones elementales prestadas del lenguaje y de la experiencia comunes” (pp. 381-398). Un ejemplo de ello es el término “fortuna”, que sólo se explicará en el capítulo III. Así el raciocinio parte “de la vida cotidiana y de la experiencia común” (Akkerman, 1985). De esta manera lo que tenemos en la primera frase del TTP es una hipótesis-retórica, un discurso que se estructura de manera racional, pero que se vuelve accesible al lector imaginativo. Como nos explica Hansen (2004), el ingenio retórico del siglo XVII está justamente en el hecho del autor escribir a partir de “lugares comunes retórico-poéticos anónimos y colectivizados como elementos del todo social” (pp. 32-33). Y por eso nada es más extraño al escritor en el siglo XVII “que la originalidad expresiva” (Hansen, 2004), pues, su verdadera “originalidad” es “una arte combinatoria de elementos colectivizados repuestos en una forma aguda y nueva” (Hansen, 2004), y es sólo así que el retórico podrá cumplir su papel pedagógico. Es por eso que Akkerman (1985), podrá observar que “más de una vez los términos en el TTP tienen algo ambiguo; su sentido oscila entre el significado preciso que tienen en la Ética y el sentido bastante vago del lenguaje cotidiano” (pp. 381-398). De este modo, Spinoza utiliza la retórica contra los retóricos y abre el camino para la libertad de pensamiento y expresión.

 

Entre la Ética y el Tratado teológico-político

Nos alerta Martina Korelc: “El método de una obra filosófica nunca es totalmente distinto de la propia obra, de su contenido. Las ideas que lo sostienen y justifican componen con él el saber para lo cual el método pretende ser un a puerta de entrada.” (Korelc, 2017, pp. 9-19). Así, toda la discusión sobre la divergencia entre los estilos de composición de las dos obras, el TTP y la Ética, sobrepasa la simple cuestión del lenguaje y se inscribe en el corazón de la filosofía spinoziana. ¿Cómo justificar que aquel para quien no existen misterios en el Ser, al punto de componer una ética a la manera de un geómetra, pueda simultáneamente usar artimañas retórico-discursivas? ¿Cómo puede mantener los términos ambiguos justamente el filósofo que conoce la alerta hobbesiana de que “es necesario a cualquier persona que aspire conocimiento examinar las definiciones”, pues, “los errores de definiciones se multiplican a medida que el cálculo avanza y conduce a los hombres a absurdos”? Por otro lado, si el autor cree que basta la retórica, ¿por qué insiste en escribir la Ética?  El hilo de Ariadna del pensamiento en el siglo XVII es el apotegma “sabe quién hace, sólo hace quien sabe” (Chaui, 1999, p. 486). Rezende (2008), agrega“fabricando fit faber[16], “plura simul”, sintetizo. Veamos.

Spinoza (2015b), en el apéndice del único libro lanzado con su nombre en vida, escribe: “para que se perciban correctamente estos dos términos, verdadero y falso, iniciemos por la significación de las palabras [verborum significatione]” —la “prima significatio” (p. 215).

En la búsqueda por el sentido de lo verdadero el iniciado debe primero partir por la historia y el lenguaje, justamente como lo hace el filólogo y el historiador del TTP al desvelar la Escritura. Pues, explica el filósofo, “el vulgo primero encuentra los vocablos, que luego pasan a ser utilizados por los filósofos” (Spinoza, 2015b, p. 216). Escritor que desconfía de las palabras, Spinoza, no las relega, sino que se esfuerza por entenderlas en su sentido profundo, buscando descubrir aquello que se oculta en la visibilidad del discurso. ¿Qué nos revela la búsqueda por el origen de la verdad? La historia y el lenguaje nos revelan que los primeros en usar este término se refirieron a narraciones. “Se dijo que era verdad la narración de un hecho que ocurrió, y falso a su vez, el hecho de que no sucedió” (Spinoza, 2015b, p. 216). Sin embargo, añade: “las cosas son mudas”. En virtud de esto, es enteramente engañado quien busca una verdad inscrita en las cosas, una “prosa del mundo”. Es por la filología que Spinoza llega a la conclusión de que “las ideas no son más que narraciones, o sea, historias mentales de la naturaleza” (Spinoza, 2015b, p. 216). Justamente por eso es en la mente que se debe buscar la norma de lo verdadero y no en las cosas que no hablan. Es por eso que la matemática es el paradigma del conocimiento, pues en ella la propia mente genera sus objetos —componiéndolos, afirmándolos, descomponiéndolos, negándolos. Es porque la mente los hace que ella puede entenderlos.[17] Es por esta causa que el método presentado en el TIE no consiste en otra cosa sino en identificar una idea verdadera, pues la verdad es norma de sí misma y de lo falso. Así como a partir de un instrumento se forjan otros, “así también el intelecto, con su fuerza nativa, hace para sí instrumentos intelectuales, y con esas obras otros instrumentos, o sea, un poder de investigar más adelante” (Spinoza, 2015a, p. 45). Es fabricando que se da el fabricante.

“Ciertamente la agudeza del filósofo-filólogo que interpreta la Escritura es determinada por las exigencias del filósofo-geómetra que deduzca causas y efectos en la Naturaleza” (Chaui, 1999, p. 21). Pero no sólo el filólogo es determinado por el geómetra, este también se determina gracias a aquel, pues, “dico methodum interpretandi Scripturam haud differre a methodo interpretandi naturam”, como escribe en el TTP, cap. VII § 2 (Spinoza, 1986). El método elegido por el filósofo es uno solo: idea de la idea, reflexión. Método que llevará a la proposición 53 de la tercera parte de la Ética, donde Spinoza (2015c) escribe: “cuando la mente se contempla a sí misma y su potencia de actuar, se alegra”. Método que llevará al hombre apasionado de la tercera parte de la Ética al hombre libre de la quinta, pues al volver a sí mismo el hombre descubre en el seno de lo finito el infinito que lo habita —descubrirá lo que él comparte en común con la Naturaleza entera.  Así, sólo cuando el texto spinoziano es visto de este ángulo es que se puede entender la línea que comulga en el entrelazamiento de la Ética con el TTP. De esta manera, cuando Diogo Pires Aurélio dice que el TTP es una verdadera reformulación de la Ética no se equivoca, pues el texto del TTP parte de la imaginación y de la propia potencia de ésta en dirección a la razón[18]. Tampoco erra Akkerman (1985), al mostrar que el TTP es un texto retórico y no geométrico[19]. La cuestión es que esas diferencias no imponen una escisión entre los textos, al contrario, los colocan en régimen de simultaneidad. Lo que quiero enfatizar es que la pluralidad de los estilos de escritura y de los textos no significa una fractura en el sistema spinoziano, al contrario, la multiplicidad está de acuerdo con una filosofía de la plura-simul. Sea desarrollándose a partir del lenguaje, revelando sus ambigüedades, sea por medio de deducciones racionales marcadas en definiciones y axiomas, lo que Spinoza coloca delante de nosotros es la potencia de la mente. Y, porque la potencia se comulga con autonomía, Spinoza nos coloca ante la alegría y la libertad.

Por su contenido y por su forma, el discurso spinoziano se articula internamente. Una filosofía que nace de la crítica radical de una autoridad trascendente […] ¿podría exponerse en un discurso que estuviera apoyado en certezas previas que lo comandaría de fuera? […] El discurso que es libre es aquel capaz de proferir de su propio interior lo que lo hace posible y lo que lo haría imposible – es, simultáneamente, discurso y contradiscurso. […] Para rechazar un pensamiento esclavo, necesita realizarse como discurso sin señor […]. Trabajo libre, el discurso también es liberación. (Chaui, 1981, p. 97)

De la retórica a la geometría, o, mejor, en ambas simultáneamente, el discurso spinoziano se engendra en una verdadera enmienda. La Ética de Spinoza está estructurada según el orden geométrico, o sea, el orden de la exposición de los axiomas, proposiciones y demostraciones, se pone como génesis de una cadena de deducciones lógicas donde los propios conceptos son generados por ella y en ella. De esta manera, cada concepto es desplazado de su sentido originario y gana nuevos contornos que no serían vislumbrados si no fuera el orden de su exposición. Contra la letra muerta del sentido pétrico Spinoza hace uso de la dinámica genética de los conceptos. Así, cada definición es, ella misma, una acción, que expresa una actividad, o sea, nos inserta dentro del contexto de la libertad como actividad cuyo origen es la propia naturaleza del agente. Sin embargo, el tamaño de los ingenios sólo se puede ver si tomamos en serio las palabras de Spinoza a Tschirnhaus: “pues, si usted quiere examinar con espíritu atento mi opinión, verá que todo es congruente[20].

Tomemos algunos ejemplos, que por la corta extensión de este texto no profundizaré, solo citaré:

(I) Es gracias a esa congruencia que, al entender la proposición 28, de la primera parte de la Ética, al decirnos que cualquier cosa finita tiene existencia determinada y, justamente por eso, su esencia no implica la existencia, pero, por el contrario, su existencia es relacional; y de eso pasamos a la proposición 29 de la primera parte de la Ética, a decirnos que en la naturaleza nada es dado de contingente, antes, que todo está determinado a existir y operar de manera cierta y determinada; y, por fin, que “la voluntad no puede ser llamada causa libre, sino solamente necesaria”, pues ninguna volición que pasa en nosotros puede existir sin que sea causada; es sólo después de este camino deductivo que nuestros ojos alcanzan la nitidez la hipótesis-retórica inicial del TTP que, en un solo lance, distancia la voluntad del libre albedrío y, por lo tanto, la distingue del poder absoluto de decisión y regencia. En este caso, la geometría aclara la retórica.

(II) Por otro lado, al encontrarse con los problemas teológicos que involucran el uso de la palabra “ley” y al entender en el capítulo IV del TTP el verdadero sentido de la expresión ley divina, o sea, al concluir que “Dios no puede ser calificado como un legislador”, al final él “sólo actúa y dirige todas las cosas por la necesidad de su naturaleza y perfección”; si comprendemos en el capítulo VI que los milagros son una quimera originaria de una admiración desmedida gracias al desconocimiento de las causas del fenómeno que se ha manifestado ante nosotros,[21] y si, con eso, entendemos cómo funciona nuestra imaginación; es sólo después de este camino que estaremos preparados para la proposición 15, de la primera parte del Ética: “todo lo que es, es en Dios, nada sin Dios puede ser y ni ser concebido”. La proposición que transforma radicalmente la imagen divina, pues, si al creyente en el milagroso Dios le aparece como misterio insondable y por eso lo transforma en asilo de la ignorancia, al filósofo libre lo divino se manifiesta no sólo liberado de los misterios, sino, también, como condición para el conocimiento de todas las cosas. En este caso, fue la retórica que preparó el camino para la geometría.

De esta manera, las lecturas de la Ética serán muchísimo más enriquecidas si son simultáneas al TTP. Si entendemos por medio del TTP cómo se engendra el discurso de la dominación entenderemos, cómo la matemática, que no tienen fines, podrían dar a los hombres otra norma de la verdad. Si la primera definición de la Ética es aquello que Chaui categorizó como “acontecimiento gigantesco”, pues allá Spinoza supera la forma lógica “A = A” transmutándola en “A genera A” (y eso será fundamental en Spinoza para fundamentar la libertad como la acción cuya génesis originaria es la naturaleza de quien actúa), no menos importante es lo que hace el filósofo en la hipótesis-retórica inicial del TTP. Una vez que allí, a partir de las propias fuerzas de la imaginación, lleva al lector a concluir que lo que antes parecía vano y absurdo (los afectos y la superstición) es natural y que, al contrario, aquello que le aparecía natural y deseable (el poder regente sobre sí y la salvación en el paraíso reconquistado) es quimera alucinatoria. Desplazamiento que tendrá su forma completa y racional en la primera definición de la Ética, porque somos lo que hacemos y seremos libres si hacemos lo que somos. De la retórica a la matemática el camino está completo —el camino que aleja una retórica de la dominación es el mismo que pone una matemática de la liberación.

 

Referencias

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Loparic, Z. (1980). Prefacio. En Andreas Osiander. Brasil: Cadernos de História e Filosofia da Ciência, 1(1). 44-61.

[1] Me gustaría hacer agradecimientos y una alerta. Primero quiero agradecer a mi orientador y amigo, con quien comparto los más profundos y bellos afectos, Cristiano Novaes Rezende. También me gustaría dar las gracias a Marilena Chaui, persona cuya obra tiene profundo efecto liberador en mi vida, y, también, a mi amigo spinoziano Alejandro Keith que me ayudó con la traducción de este texto del portugués al español. Ahora la alerta: debido espacio reducido de esta comunicación muchas cosas quedarán apenas como apuntes sin la posibilidad de un tratamiento más profundo —desde ya pido clemencia del lector. Espero en el futuro completar lo que aquí sólo se ha señalado.

[2] Correspondencia no. 29, disponible en Spinoza: Correspondencia (1988).

[3] Cuando me refiera al Tratado teológico-político usaré la abreviatura TTP.

[4] Henry Oldenburg hace referencia a los siguientes estudios científicos: Tratado de los Colores, El Mundo Subterráneo de Kicher y la Hydrostatical Paradoxes, Made out by New Experiments. Oldenburg había sido recientemente integrado a la Royal Society y era el primer secretario de ésta manteniendo una extensa red de contactos científicos por toda Europa. Tal vez sea por eso que su tono inicial sobre Spinoza concebir un tratado sobre teología sea desalentador. Pero al final, siendo sincero o no, Oldenburg acaba de afirmar, que tenía “el más vivo deseo” de conocer el tratado.

[5] Como Martina Korelc (2017), al escribir sobre la filosofía de Levinas, observa maravillosamente: “Los mayores pensadores de la historia destacaron por haber pensado su tiempo y […], lo que en la profundidad de su tiempo va más allá de él y es capaz de iluminar la búsqueda del sentido de los hombres y mujeres de todos los tiempos”. Para Korelc esta búsqueda no se separa del método que el filósofo lanza en el desarrollo de su pensamiento, pues, “el método de una obra filosófica nunca es totalmente distinto de la propia obra, de su contenido. Las ideas que lo sostienen y justifican componen con él el saber para lo cual el método pretende ser una puerta de entrada” (pp. 9-19).

[6] Por debajo del título se seguía la siguiente descripción en latín: “Continens dissertationes aliquot, quibus ostenditur libertatem philosophandi no tantum salva pietate et reipublicae pace posse concedi, sed eandem nisi cum pace reipublicae reipublicae ipsaque pietate tolli non posse.”

[7] Uno de los mayores problemas con los fundamentos de la ciencia se inscribe justamente en la imposibilidad de comprobación de las hipótesis. Aún muy debatida entre los comentaristas es la posición de Aristóteles en Segundos Analíticos 72 a 14-18. Allí Aristóteles escribe: “Entre los principios silogísticos inmediatos, entiendo por tesis aquellos que no es posible probar, ni es necesario que detenga a quien haya de aprender algo. […] Entre las tesis es hipótesis a que asume cualquier parte de la contradicción, o sea, que algo es el caso o que algo no es el caso […]” (Aristóteles, 2004).

[8] No quiero con ello decir que las posiciones en cuanto a las hipótesis eran unánimes y que no había divergencias en cuanto a eso (para un análisis sobre este tema, vea Storck, 2009).

[9] Como el propio Osiander asumió en carta después “los teólogos serán fácilmente calmados si se les dice que […] que esas hipótesis son propuestas no porque de hecho son verdaderas, sino porque regulan la computación del movimiento aparente” (en Loparic, 1980).

[10] Ver § 56 del TIE (sobre esto vea Rezende, 2008).

[11] Para un buen análisis sobre la crítica spinozana al instrumentalismo racional, vea Rezende (2004).

[12] Galileo Galilei al tratar de las hipótesis referentes a la caída perpendicular de una bola de cañón a un mástil de barco en movimiento pone en la boca de Salviati las siguientes palabras emblemáticas: “Yo, sin experiencia, estoy seguro de que el efecto se seguirá como os digo, porque así es necesario que se siga” (Galilei, 2011. p 226).

[13] En latín, “casa” se llama domus y el poder sobre ella dominium. El regente que posee el dominio absoluto sobre el patrimonium es el Pater. La instancia del pater no es la de un progenitor natural, es mayor que eso, se trata del poder judicial y señorial. Es en este sentido que la iglesia decía “Dios es Padre”.

[14] La formulación completa de esta cuestión se desarrolla en el Tratado político, Cap. II §6.

[15] El exordio es literalmente lo que viene antes del comienzo. El latín: ex, “hacia fuera”, y ordiri, “comenzar”, que viene de ordior, palabra que dará origen tanto en portugués como en español la palabra “urdir” (enredar, tejer, maquinar). En portugués una máquina de telar se dice urdideira. Urdir es preparar los hilos en la urdidera para colocarlos en el telar. En este sentido el exordium es el momento elemental en que se da la nervadura del discurso.

[16] Fabricando fit faber es el nombre del grupo de estudios spinozanos de la Facultad de Filosofía da Universidade Federal de Goiás bajo la coordinación de Cristiano Novaes Rezende. La inspiración para el nombre es originaria de la metáfora realizada por Spinoza en el TIE § 29.

[17] Para un análisis preciso sobre el “verum” en el Cogitata Metaphysica vea “A prosa do mundo” en Chaui (1999, pp. 456-507).

[18] No se puede pasar tan rápidamente por Diogo P. Aurelio sin cometer injusticia. En la introducción a su traducción al portugués del TTP Aurelio escribe: “Pouco a pouco, foi foi-se tornando evidente a estreita interdependência entre os vários livros, e tanto o Tratado Teológico-Político como o Tratado Político assumiram o verdadeiro papel de elementos imprescindíveis no sistema. […] Mas foi um pouco como se, em reconhecimento da coerência do autor, se presumisse que o seus conceitos filosóficos já então elaborados constituíam necessariamente a retaguarda e preenchiam as entrelinhas dos estudos sobre a Bíblia e a política. Ora, o que nós pretendemos, ainda que inscrito na mesma perspectiva, é um pouco diferente. Resumindo em duas palavras, o que procuramos evidenciar é que o TT-P não é um anexo, embora coerente, mas sim uma formulação do sistema, formulação esta em que os conceitos vão subsumir, simultaneamente, a realidade e as suas versões anteriores, o mundo e a Escritura, os seres e os saberes, refundindo-os numa totalidade que não aparece em mais nenhuma das obras de Espinosa” (Aurélio, 2004).

[19] En cuanto a la intersección entre la ética y el TTP Akkerman escribe: “L’Éthique n’est pas un livre qui appelle à l’action, mais elle est bien un livre d’un fort dynamisme qui démontre que le salut de l’homme ne peut se réaliser que par sa participation à la vie publique. Si l’on accepte cette genèse philosophique de l’idée du T.T.P., qui d’ailleurs ne contredit point les causes religieuses ou politiques extérieures, on a donc dans l’œuvre de Spinoza une triple motivation pour écrire le livre. D’abord celle del’Éthique sur le plan le plus élevé de la construction rationaliste, énoncée selon l’ordre géométrique, ensuite celle de la Préface du T.T.P., dans la narratio, sur le plan rhétorique du livre même, qui prend ici la forme d’un appel du citoyen des Provinces Unies à ceux parmi ses concitoyens qui sont prêts à se libérer des préjugés ecclésiastiques et, enfin, la motivation de la lettre 30, au plan de l’auteur comme individu et comme savant, exprimée devant un ami et collègue-savant. Chacune de ces motivations s’exprime dans le cadre méthodologique du texte qui la contient. Ces motivations ne se contredisent point, mais ne se confondent pas non plus. Le T.T.P. n’est pas en premier lieu destiné à un autre public que l’Éthique, il sert à un autre but, il enseigne deux autres disciplines, qui exigent une autre méthode. On peut supposer que Spinoza s’est rendu compte de cette situation au cours de l’année 1665. Une situation qui était personnelle aussi : s’il voulait se libérer soi-même, il fallait tirer du cœur de l’Éthique, elle-même fondée sur la métaphysique et la physique, deux autres disciplines : la théologie et la politique ; celles-ci devraient opérer pratiquement dans la communauté. Ces disciplines cependant ne cadreraient pas du tout avec la méthode rationaliste et déductive de l’Éthique. Elles demanderaient un cadre de rhétorique, et donc un autre traité. De la sorte les deux ouvrages de Spinoza feraient partie d’un seul système philosophique, qui au moyen de cinq disciplines différentes prête au monde une structure rationaliste et en même temps le pousse dans une autre direction. Il convient donc de considérer le T.T.P. comme un complément nécessaire de l’Éthique” (Akkerman, 1985).

[20] Correspondencia no 58.

[21] La definición de admiración en la parte III de la Ética retoma la cuestión de los milagros. Además las propias palabras admirari y miraculum comparten la radical mira relacionada con el campo visual, ambas reflejan la visión de lo extraordinario.

Lugares comunes: Análisis de la influencia de Francisco de Quevedo y el Barroco español en la obra de Baruch Spinoza

Sánchez-Prado Olivares, M. (2019). Lugares comunes: Análisis de la influencia de Francisco de Quevedo y el Barroco español en la obra de Baruch Spinoza. Círculo Spinoziano. 2(1), 56-69.

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Lugares comunes: Análisis de la influencia de Francisco de Quevedo y el Barroco español en la obra de Baruch Spinoza

Mario Sánchez-Prado Olivares

 

Resumen: El presente artículo, “Lugares Comunes”, tiene como objetivo analizar los planteamientos filosóficos de Francisco de Quevedo y Baruch Spinoza, con el fin de demostrar una posible influencia de Quevedo hacia Spinoza. Para comenzar desarrollaré un concepto acuñado en 1927 por Carl Gebhardt, espíritu barroco. Una vez establecido una delimitación conceptual, analizaré los diferentes planteamientos filosóficos dentro de las obras El mundo por dentro de Quevedo y la Ética de Spinoza. Para ello, primero estudiaré qué entiende Quevedo por sueños y si esta novedosa forma de ensayo está ligada a su filosofía. En segundo lugar, desarrollaré las ideas de mundo o sustancia, temporalidad, conocimiento y sujeto en ambos autores. Finalizando con los puntos en común de ambos planteamientos filosóficos a modo de conclusión.

Palabras clave: Spinoza, Quevedo, espíritu barroco, temporalidad, sustancia.

 

Abstract: “Common Places” is an article with the aim of analyzing the philosophical approach in Francisco de Quevedo y Baruch Spinoza to show the possible influence that Quevedo has in Spinoza. To begin, I will develop a concept coined in 1927 by Carl Gebhardt, baroque spirit. After stablishing and defining the concept, I will analyze the different philosophical proposals in the works El mundo por dentro by Quevedo and the Ethics by Spinoza. In this way, I will firstly study Quevedo’s understanding of dreams and if this new form of essay is tied to his philosophy. Secondly, I will develop the ideas of world or substance, temporary nature, knowledge and subject in both authors. To conclude, I will analyze the common points in both philosophical proposals.

Key Words: Spinoza, Quevedo, baroque spirit, temporary nature, substance

Las trasformaciones dentro de la Historia no se producen de forma radical. Si hacemos un estudio detallado, vemos cambios graduales que no atienden a ningún fin preestablecido fuera de instancias humanas, sino a un conjunto de necesidades que en su desarrollo se han ido enraizando en la vida cotidiana. El paso del Renacimiento al Barroco es una de estas trasformaciones, donde podemos encontrar elementos que obedecen a lógicas renacentistas y otros a lógicas barrocas. El resurgimiento del estoicismo, y más concretamente de Séneca de la mano de Justo Lipsio, es un claro ejemplo. Filólogo y humanista flamenco, fue uno de los primeros en estudiar y comparar las diferentes escuelas helenísticas y afirmar que el estoicismo no solo no se opone al cristianismo, sino que supone una preparación excelente. Así vemos como Séneca nos sirve de puente entre dos épocas, viendo como esas trasformaciones se producen de una forma gradual.

  Sin embargo, debemos de ser conscientes que al hablar de trasformaciones de época ha de haber elementos novedosos con respecto a la anterior. Mientras que en el Renacimiento hablamos de una filosofía de lo finito, en el Barroco nos encontramos con una filosofía de lo infinito, dividida en tres categorías: informa, sustancialidad o mundo y potencialidad (Gebhardt, 1929, p. 323). La categoría informa hace referencia a una negación de los límites. En la estética renacentista apreciamos un arte eminentemente escultórico, donde los espacios brotan de los cuerpos y quedan limitados a ellos. En el Barroco la escultura se hace en un sentido pictórico, al entenderse como el mejor vehículo con el que despertar la ilusión de lo infinito. Desde la categoría sustancialidad entendemos un mundo compuesto por una pluralidad de partes, las cuales no atienden a ningún armónico preestablecido que deba ser descubierto. Es un mundo infinito atravesado por la distinción de esencia y apariencia desde donde debemos partir para poder alcanzar el verdadero conocimiento. Y la tercera categoría indica que el mundo solo puede aparecerse potencialmente, pues si se manifestase de forma actual perdería toda condición de infinitud.

  Otra plasmación del cambio de pensamiento en el siglo XVII es el abandono de los fundamentos estéticos renacentistas. El Renacimiento destaca por una interpretación fiel de la realidad a través de una teoría del arte basada en el principio clásico de mímesis. En el Barroco, sin embargo, el arte es entendido como una artificialidad consciente basada en una teoría de la representación autónoma de la cosa representada, teniendo la capacidad de producir efectos sensibles, tanto afectivos como cognoscitivos, donde se potencializa la visión infinita del mundo. Se produce de este modo un distanciamiento entre lo representado y la obra de arte, provocando un doble efecto: una manifestación del objeto mediada y no en sí y un sujeto que no es pasivo frente al conocimiento de la realidad a través del arte, sino con un papel activo. “L’enjeu du dispositif de représentation est toujours double: sujet/objet” (Ansaldi, 2001, p. 22). Y el engaño se convierte en uno de los elementos centrales dentro del pensamiento barroco, pues consigue un “ocultamiento” del objeto. La vida no es más que engaño, calle Mayor del mundo, y se necesitan una serie de herramientas para poder enfrentarse al mundo y actuar de la forma más precisa, tanto en la vida como en la política.

  Otro elemento de ruptura es la concepción teatral de la realidad, ya sea como manifestación artística o como manifestación pública, distinguiéndose a su vez en los niveles civiles y religiosos. El mundo como teatro tiene un carácter transitorio. El papel asignado a cada individuo, con el que goza o sufre, es relativo. De modo que, si hoy gozas, mañana puede que sufras. Las apariencias, por tanto, adquieren un valor ontológico porque el mundo se muestra como algo equívoco dentro del devenir. Y ese continuo descentrado da lugar a la apertura hacia el infinito a través de la función alegórica. Hay un imaginario donde prevalece la idea de movimiento y simulación. “Con todas estas implicaciones, el tópico del “gran teatro del mundo” se convierte en el resorte de mayor eficacia inmovilista: no hay porqué levantarse en protesta por la suerte que a uno le haya tocado, no hay porqué luchar violentamente por cambiar posiciones asignadas a los individuos, ya que de suyo, en el orden dramático (no geométrico, al modo de una órbita o ciclo) está asegurado la rápida sucesión de los cambios” (Maravall, 1981, p. 320).

  Y de ahí que dentro de la cultura barroca se produzca una gran fascinación por lo pictórico, en detrimento de lo real, produciendo una desvalorización de numerosos artículos antes indispensables en toda colección, como pueden ser curiosidades naturales, rarezas etnográficas, etc. Ello desemboca en un interés por acumular cuadros sobre estos objetos, es decir, hay una acumulación de capital mimético. Se trata de una nueva forma de apropiación de la realidad: los objetos mismos son sustituidos por cuadros que versan sobre esos objetos. Y la nueva forma de coleccionismo provoca una paulatina pérdida del anclaje con la realidad, desembocando en un ensimismamiento de la densidad ontológica de las cosas hasta volverlas, de alguna forma, ilusorias, aparentes. El mundo deja de ser real y pasa ser una mera representación.

  La consecuencia principal de este nuevo enfoque ontológico es un distanciamiento de las imágenes con respecto del mundo de las cosas mismas. Produciendo un desarrollo de las formas de expresión visual diseñadas para explorar el cada vez más frágil vínculo entre el plano de lo real y el plano de lo aparente. Es decir, hay una mayor pérdida de confianza en los sentidos, alimentada por el amplísimo elenco de estrategias para revelar su falibilidad. El mundo se ve como algo débil, necesitado de grandes alegorías para amplificar y exaltar su verdad. Así, de una forma muy resumida, vemos lo que en 1927 Carl Gebhart denominó espíritu del barroco (Gebhardt, 1929).

  1. El sueño como vehículo de ideas

El sueño en la literatura barroca es fruto de una actividad cognoscitiva que se presenta como la plasmación literaria de la apariencia instalada en la vida cotidiana, debido a la tesis de que la vida, como el sueño, es una forma más de apariencia dentro del devenir del mundo. Es decir, la realidad no es más que una ficción funcional, donde las escenas fundan un poder a partir del cual el sujeto no es más que un soporte y, al mismo tiempo, nada queda fuera de esa ficción. Sus contenidos son atravesados por la actividad racional del sujeto soñador, siempre en perspectiva con la realidad, al entenderse que bajo las funciones escénicas se da la permanencia del devenir, produciendo en el horizonte la potencialidad de llegar a comprenderlo a través de la actividad racional del sujeto soñador y su capacidad para actuar. El sueño escapa a la locura. Mientras que la locura es la demostración fehaciente de una comprensión errónea de la realidad al creerse que la mera experiencia nos otorga conocimiento, el sueño “halla su sentido de su presente y de su futuro sujetando su libertad a las necesidades del mundo” (Ortega, 2014, p. 46). La experiencia onírica permite relacionar verdad y apariencia en el devenir constante del mundo, manteniendo la dualidad latente de la mentalidad barroca.

  El autor que escribe un sueño no exige que se acepte el relato por su propia autoridad ni de la que quien se lo comunica, ni tan siquiera exige que se tenga por autentica la ensoñación. Lo que relata tiene que ser aceptado por la propia fuerza persuasiva que produce lo representado porque el sueño es el portador de las significaciones humanas más profundas, poniendo al descubierto la condición originaria del ser humano. Convertir la vida en sueño supone convertir la vida en aquello que es: la confusión de verdad y apariencia, pudiendo ser desenmascarada a través de la actividad racional. Quevedo, con sus Sueños, proyecta al lector un mundo onírico lleno de alegorías potencialmente enlazables con la realidad. No de una forma explícita, sino más bien, usando la táctica del velado con la que producir un enmascaramiento del mundo desde donde el lector tiene que partir. De este modo, no escribe simplemente un relato literario, sino más bien un tratado moral en el que debe deducir todas las consecuencias morales latentes y convirtiendo la expresión literaria onírica en el mejor elemento con el que desplegar la potencialidad del mundo porque el sueño no es más que una instancia mudable y cambiante en la que las cosas son apariencia.

  1. La temporalidad en Quevedo y Spinoza

Al comenzar El mundo por de dentro Quevedo nos presenta un escenario lo más amplio posible, formado por multitud de personajes y lugares. Es un mundo “mesón”, donde en el ir y venir de las gentes que se reúnen en un breve espacio temporal forman una imagen que desarrolla la idea de una existencia atravesada por mentiras y engaños. Un mundo en constante cambio. Es decir, atravesado por el movimiento: “es nuestro deseo siempre peregrino en las cosas desta vida, y así con vana solicitud, anda de unas en otras, sin saber hallar patria ni descanso” (Quevedo, 1973, p. 17). El movimiento es el elemento a partir del cual se enlazan las demás ideas que se desarrollan en los Sueños: nociones de cambio, mudanza, variedad, caducidad, restauración, trasformación, circunstancia, ocasión, etc. El movimiento, de este modo, es una especie de fundamento donde todo elemento del relato se encuentra inmerso de una manera u otra, llagando a determinarlo a través de sus propias acciones o por las acciones de los demás.

  La mudanza, como consecuencia lógica, es otra de las tesis en las que se sustenta el pensamiento quevediano, tanto a nivel individual como de conjunto. Todo muda, las cosas, los seres humanos, sus pasiones y caracteres, sus obras. El ser humano es un transeúnte entre los modos de lo real cambiante y movedizo. Y tiene el deber de abordar un estudio para saber qué es lo que permuta y qué es lo que permanece. No hay un instante del que se pueda decir con total seguridad que eso es así porque todo escapa, quedando Quevedo en una búsqueda de lo que permanece para deducir leyes que puedan ser utilizadas en la comprensión del mundo.

  Heráclito decía que nunca nos bañamos en el mismo río, pero sí que nos bañamos dos veces en agua. El elemento que permanece es el agua. En Quevedo el denominador común es el tiempo, pues todo en el permanece y se corrompe. “Todo lo piensa en relación a él” (Maravall, 1981, p. 384). La temporalidad le permite entrar de lleno en el proceso dinámico de las trasformaciones anteriormente mencionadas. Las imágenes que en el mundo se suceden responden a la conciencia de un paso ininterrumpido, aniquilador de las cosas. Pero a su vez no deja de ser una fuente de verdad y fecundidad. Sin embargo, al entender que su abordaje completo es imposible, nos revela una serie de circunstancias que conforman el conjunto de relatos Sueños. Es decir, no es posible enfrentarse a la inmensidad de la temporalidad, a no ser que sea de una forma parcelaria o circunscrita a determinados aspectos de la vida cotidiana. Entendemos así la causa por la que los Sueños son como pequeños cuadros, viéndose en El mundo por de dentro cuando solo se mueve por la calle de la Hipocresía.

  Spinoza, a tenor de lo explicado, se encuentra en un posicionamiento bastante parecido. En el libro I de su Ética llama Dios al conjunto originario de todas las posibilidades, es decir, se trata de una sustancia infinitamente determinativa. Sin embargo, afirmar que lo originario es lo infinito equivale a afirmar que no hay propiamente una idea originaria. Dios no puede ser más que autogénesis, pues precisamente al no estar determinado su contenido, como sucede en un modo a través de su causa eficiente, de ello se dice que no hay contenido u orden concreto. Hay una radical indeterminación horizontal. La causa sui supone una universalización que permite una nueva concepción del fundamento de la realidad misma al poder desplegarse sin restricciones toda su potencialidad. Dios puede actuar no solo como causa emanativa, sino también permanece en él todo lo producido. El mundo está en Dios y Dios está en el mundo.

Solo puede existir una sola sustancia absolutamente infinita que posea todos los atributos y sus productos sean los modos de ser. Todo pasa por un plano “fijo” que permite la total movilidad. Es fundamentos sí, pero un fundamento en devenir del que emerge la potencialidad. La sustancia es una realidad inagotablemente productora y multiplicadora. Es el concepto griego de physis. Su potencialidad se despliega a través de un entramado determinativo que obliga a definir cualquier existente como una composición determinativa interna de la sustancia, tal y como viene expresado en la proposición veintiocho de la parte primera: “Ninguna cosa singular, o sea, ninguna cosa que es finita y tiene una existencia determinada, puede existir, ni ser determinada a obrar, si no es determinada a existir y obrar por otra causa, que es también finita y tiene una existencia determinada; y, a su vez, dicha causa no puede tampoco existir, ni ser determinada a obrar, si no es determinada a existir y obrar por otra, que también es finita y tiene una existencia determinada, y así hasta el infinito” (Spinoza, 2014, p. 97).

El ser es la sustancia absolutamente infinita y no hay otra cosa que lo pueda ser pues ella es única. Univocidad de la sustancia y, por tanto, univocidad del ser. Además del ser en cuanto ser, hay otro nivel sobre el cual el ser se dice: el ente, el existente, el modo de ser. El ser se dice de lo que es, por eso el ente no es una sustancia o un atributo, puesto que la sustancia es el ser y los atributos los elementos del ser. “Si hay univocidad del ser, si es lo uno lo que depende del ser y no el ser lo que depende del uno; si no hay más que el ser y aquello de lo cual el ser se dice; y si aquello de lo cual el ser se dice, lo contiene desde el punto de vista de la inmanencia” (Deleuze, 2008, pp. 44-45).

De la sustancia infinitamente determinativa, como elemento del que hemos afirmado que brota toda potencialidad, podemos afirmar que tiene un aspecto más del que Spinoza no habla, pero se encuentra latente: el tiempo. Sin embargo, no debemos entender esa temporalidad de un modo netamente moderno, es decir, una temporalidad radicalmente separada de las cosas o como que la sustancia se reduce a temporalidad. Sino que se trata de una temporalidad inherente a las cosas. Una temporalidad como despliegue de los modos de ser que se da en la red infinitamente determinativa. Los modos de ser dan como resultado el orden temporal. El tiempo se da en y a partir de las cosas. De este modo nos encontramos con el mismo fundamento ontológico en el que se mueven Quevedo y Spinoza: la temporalidad inherente al propio mundo.

  1. La construcción del sujeto

Una vez establecidos los elementos del mundo tanto en Quevedo como en Spinoza, tenemos que establecer cómo los existentes se relacionan. Para Quevedo todo ser humano nace ignorante y si algo supiera, deber ser sospechado. Y la única forma de avanzar en el conocimiento es dudar de todo conocimiento anterior. También hay personas que no saben nada, pero estudian para saber. Tienen buen deseo, pero mala actividad porque solo van a aprender cómo de ignorantes son ante la verdad. Luego hay otro tipo de personas que ni saben ni estudian, pero creen saberse sabios. Quevedo dirá que a ellos hay que envidiarlos por su ocio y satisfacción, pero “llorarles el seso” (Quevedo, 1973, p. 14). Se encuentran a su vez los que dicen no saber nada porque piensan que saben algo de verdad, es decir, aquellos que no dicen lo que saben para ocultar su ignorancia. Y por último está el grupo en el que se halla Quevedo, los peores, los que “no saben nada ni quieren saber nada ni creen que se sepa nada, y dicen de todos que no saben nada y todos dicen dellos lo mismo y nadie miente” (Quevedo, 1973, pp. 14-15). Es decir, al inicio de El mundo por de dentro encontramos un escepticismo metódico con el que comenzar a pensar. Pues no es que Quevedo niegue el conocimiento, sino que niega el conocimiento del mundo de una forma preliminar, ya que a lo largo del sueño se verá cómo se va alcanzando.

  Para Spinoza todo ser humano piensa (Spinoza, 2014, p. 127). Pensar no quiere decir que se piense adecuadamente o inadecuadamente o se tengan conocimientos previos. Nada de eso. Tan solo que piensa, que tiene capacidad intelectiva. Pero esta afirmación se encuentra dentro de la axiomática y no ha sido inferido el pensamiento humano del atributo Pensamiento, por lo que nos está queriendo decir claramente que el pensamiento humano es una dimensión del Pensamiento que merece una singular consideración, “apuntando a que, en definitiva, la bipartición “Extensión/Pensamiento” solapa una tripartición “Extensión-Pensamiento humano-Pensamiento en Dios” (Spinoza, 2014, pp. 127-128). Pero ello no quiere decir que el ser humano por pensar tenga un papel eminentemente primordial dentro de la Naturaleza. Para Spinoza el ser humano es un modo de ser más dentro de los modos de ser hallándose al mismo nivel que estos y, por tanto, no nos encontramos con un mundo organizado vertical, sino horizontalmente. Y a su vez, igual que en Quevedo, el ser humano es ignorante y depende de su propia virtud para llegar a alcanzar conocimientos.

  “Es nuestro deseo siempre peregrino en las cosas desta vida, y así, como vana solicitud, anda de unas en otras sin saber hallar patria ni descanso” (Quevedo, 1973, p. 17). Quevedo con ello nos quiere decir, nada más comenzar propiamente el sueño, que el ser humano está constituido por el deseo, o, mejor dicho: la esencia del ser humano es el deseo. Y es que, al ser operante en el mundo, se encuentra inmerso en su propio devenir, alimentándose de la propia variedad de deseos que se producen en el tiempo. Pero una vez el deseo se vuelve consciente “tiene por ejercicio el apetito y éste nace de la ignorancia de las cosas” (Quevedo, 1973, p. 17). Así el apetito es la inconsciencia que nace de la ignorancia frente al mundo, pero en el mismo momento en que se vuelve consciente la propia ignorancia, pasa a ser deseo. El cual, como todo componente del mundo, se da inmerso en el devenir mismo del mundo.

  El deseo en Spinoza es “la esencia misma del hombre en cuanto es concebida como determinado a hacer algo en virtud de una afección cualquiera que se da en ella” (Spinoza, 2014, p. 261). Para entender en su conjunto y complejidad lo que supone tal definición, debemos ver a qué se refiere cuando habla de afecto: “las afecciones del cuerpo, por las cuales aumente o disminuye, es favorecida o perjudicada, la potencia a obrar de ese mismo cuerpo, y entiendo, al mismo tiempo, las ideas de esas afecciones” (Spinoza, 2014, p. 200). Dios, como red infinita de determinaciones causales, determina cualquier existe a obrar de una forma u otra, de lo cual el ser humano no es una excepción. Sin embargo, no quiere decir que el ser humano se pueda reducir a una mera construcción a partir del deseo. Sino que todo modo de ser tiene lo que Spinoza llama conatus: esfuerzo por perseverar en su ser (Spinoza, 2014, p. 209).

  Un animal cualquiera, en el momento que en su hábitat no hay agua o comida, intentará por todos los medios posibles la consecución de tal fin simplemente por pura supervivencia. Ello no quiere decir que el animal piense, simplemente su conatus le llevará a mantener su existencia. El ser humano, sin embargo, es más complejo de lo explicado sobre los animales. El ser humano tiende a fines, pero esos fines, grosso modo, los podemos catalogar de dos formas diferentes: consientes y no-conscientes. Un ejemplo de deseo inconsciente pueden ser las aspiraciones o pautas de comportamiento a través de las cuales se construyen las diferentes formas de socialización barrocas con el fin de alcanzar una cristalización en las mentes de las gentes, posibilitando el apoyo a una determinada forma de organización social y, de ahí, a una forma de reproducción del sistema. En el momento en que una sola persona se da cuenta, ese sistema de espejos desde el cual se ha construido el deseo del pueblo, se vuelve consciente y, dependiendo de su capacidad de actuación o virtud, podrá intervenir en él manteniéndolo o destruyéndolo.

  1. Esencia y apariencia

Dentro del Barroco, los existentes no aparecen tal y como son, sino que el mundo se entiende atravesado por la esencia y la apariencia. Un mundo mudable y cambiante es un mundo fenoménico en el que las cosas son apariencias. La realidad está constituida como una contraposición entre apariencia/sustancia o manera de ser/ser. La apariencia es el modo a partir del cual las cosas se muestran en la experiencia. Apariencia o manera de ser son la forma en la que se muestra el mundo, respecto del cual nuestra relación es conocerlo y actuar. Ello no quiere decir que experimentemos la realidad de una forma errónea, sino que partiendo de la tesis del mundo como continuo devenir, lo que nos va a aparecer es que todo se encuentra sujeto a la corruptibilidad del tiempo. La apariencia es el elemento ontológico que se deriva de la temporalidad, sin tiempo no habría apariencia.

  La forma desde la cual Quevedo abandona el mundo de la apariencia es a través de la figura del Desengaño, “un viejo venerable en sus canas, maltratado, roto por mil partes el vestido y pisado. No por eso ridículo: antes severo y digno de respeto” (Quevedo, 1973, pp. 18-19). Es la viva imagen del sabio barroco: un hombre mayor, canoso y no muy bien vestido, tal y como Rembrandt nos lo presentará años más tarde en su famoso cuadro Filósofo meditando. Quevedo de este modo nos quiere decir que la verdad no se encuentra en lo que aparenta ser bello o estéticamente aceptado socialmente, sino que la sabiduría se encuentra en el momento más inesperado de la vida. Y ese hombre le enseñara lo que “no alcanzas a vez” (Quevedo, 1973, p. 21) a saber: la dicotomía esencia/apariencia. Representando el Desengaño la figura desde la cual salir del escepticismo metódico donde se instaló al inicio del sueño.

  Quevedo es un peregrino en el ser, es un peregrino dentro de un mundo movedizo y cambiante. El Desengaño, por tanto, representa el elemento a partir del cual poder aprender lo que verdaderamente es la realidad y así poder adaptarse mejor a ella. No es que la realidad esté falseada, sino que entender la realidad como apariencia supone entenderla de una forma verdadera para poder dirigir nuestra acción de una forma precisa. Así se encuentra estructurado el mundo y es como lo debemos entender, pues inventarnos otras formas para su comprensión supone proyectar ideas falsas en el mundo, siendo un delirio. Y por todo lo dicho podemos afirmas que el Desengaño es el segundo género de conocimiento para Spinoza porque es el hecho de tener “nociones comunes e ideas adecuadas de las propiedades de las cosas” (Spinoza, 2014, p. 174).

Hay tres géneros de conocimiento para Spinoza. El primero corresponde a un conocimiento a partir de una experiencia vaga de la realidad a través de la opinión o la imaginación, lo cual nos lleva a una serie de ideas inadecuadas y confusas. Debido a no otorgar ningún elemento desde el cual discernir lo que es falso de lo que es verdadero, supone ser la causa de falsedad. El segundo género corresponde al conocimiento a través de la razón, el cual sí que nos otorga criterio de verdad. Este género de conocimiento nos permite considerar las cosas no como contingentes, sino como necesarias (Spinoza, 2014, p. 178). En él hay una cierta aprehensión de lo que es verdaderamente el funcionamiento de la sustancia ya que en su comprensión correcta se entiende como son y no como deberían podría haber sido. Es decir, todo lo producido en esa infinita red de determinaciones es algo radicalmente necesario, pues si hubiera tenido que ser de otra forma se hubiera dado. No hay espacio para lo aleatorio porque lo que llamamos azar no es más que un desconocimiento de las causas y los efectos que se dan dentro de la red, determinando a obrar y existir de una forma concreta. Y es también el conocimiento del sabio, el conocimiento de las cosas tal y como son desde el cual poder alcanzar la un verdadero conocimiento del mundo y conseguir una actuación lo más auto-determinativa como comprensión de las determinaciones en las que estoy inserto, tal y como viene explicitado en el final de El mundo por de dentro afirmando el Desengaño que “trabajo tienes, si con cada cosa haces esto” (Quevedo, 1973, p. 45) El tercer género de conocimiento es el conocimiento a partir del intellectus que “progresa, a partir de la idea adecuada de la esencia formal de ciertos atributos de Dios, hacia el conocimiento adecuado de la esencia de las cosas” (Spinoza, 2014, p. 174). Pero este conocimiento no está al alcance de muchos, sino más bien al alcance de poco pues “todo lo excelso es tan difícil como raro” (Spinoza, 2014, p. 417).

  1. Conclusión

La obra de Quevedo y el pensamiento del Barroco español en la obra de Spinoza produce una influencia, pues como sabemos por su biblioteca tenía tres ediciones de sus obras, a saber: Obras, Poesía y Obra devota La Cuna. Es decir, podemos establecer una conexión, a tenor también de que pensadores como Vidal Peña afirman: “entre sus lecturas, junto a las obras de la filosofía judía medieval (española a vez también: Maimónides), figuran las de Cervantes, Góngora, Quevedo…” (Spinoza, 2014, p. 27) Sin embargo, hablar de influencia no es referirnos a una influencia directa que se pueda apreciar claramente en sus escritos, sino más bien a una influencia que podríamos denominar velada, en la que se aprecian puntos en común entre ambos pensadores.

  Como hemos afirmado en la introducción, el Barroco se caracteriza por ser una filosofía de lo infinito, en el que se dan tres categorías vertebradoras: informa, sustancialidad y potencialidad. No hay límites en el mundo, sino que esos límites son prefijados por los propios sujetos en el estudio de una determinada problemática. Es por ello que Quevedo no haga un abordaje total de la realidad, sino que haga un parcelamiento de la misma con el fin de conseguir un estudio lo más riguroso posible. Esa misma mentalidad nos la encontramos en Spinoza al comenzar su libro II de la Ética, donde nos dice que una vez explicado aquellas cuestiones referidas a Dios en general, debemos abordar un conocimiento parcelado a través de los atributos Extensión y Pensamiento.  Pues abordar un estudio de ese calibre es una cuestión absurda porque es abordado por seres finitos y no seres infinitos, los cuales sí que están en disposición de comprender la infinitud de las cosas.

  Dentro de la categoría sustancia o mundo nos encontramos con un denominador común latente en ambos pensadores: el mundo como temporalidad. Quevedo entiendo que todo está sumergido en un movimiento constante que desemboca en la corrupción. El movimiento es la tesis desde la cual desplegar las ideas de mudanza, cambio, caducidad, circunstancia, etc. Es decir, cualquier existente que se halle bajo el movimiento, sucumbirá a una de las tesis derivadas de éste. Pero lo que se encuentra debajo es un especial tratamiento de la temporalidad. El tiempo es el fundamento de la corruptibilidad, ya sea de un existente cualquiera a una forma de gobierno determinada. Él es el proceso mediante el cual se suceden las constantes trasformaciones en las que estamos sumergidos. Pero, no deja de ser un elemento de fecundidad. En Spinoza, al comienzo de su Ética nos habla de Dios o la Naturaleza, es decir, de una sustancia infinitamente determinativa que posee todos los atributos y modos de ser. Es un fundamente que produce devenir del que emerge todo existente. Pero posee otro aspecto más del que no habla, pues al entender de esta forma el tiempo llegamos a comprender cómo se dan los existentes en la sustancia, pudiendo alcanzar el conocimiento de la sustancia misma. Sin olvidar que, para ambos autores, no estamos hablado de un tiempo separado de las cosas, sino de una temporalidad inherente a ella. No hay ningún tipo de pérdida de experiencia.

  La tercera categoría, potencialidad, va de la mano de las anteriores. Ello se debe a que la temporalidad tiene una faceta de fecundidad pues si todo fuese en acto, se perdería toda condición de infinitud. En Quevedo esa potencialidad va unida a la noción de sueño, desde la cual desplegar una instancia mudable y cambiante de los existentes. Y es captada a través de la noción de alegoría, la cual permite la proyección de cuestiones de ámbito moral al lector. Pero no de una forma explícita, sino velada, pues hemos dicho que no hay una comprensión de la realidad en acto. En Spinoza, la potencialidad es manifestada en el propio comienzo de la Ética. La noción de causa sui permite un tratamiento del fundamento de la realidad desde un despliegue sin restricciones. Al solo poder existir una sustancia, todo es concebido desde un plano fijo que permite la movilidad, y por ende la potencialidad. Es el fundamento del emerger inagotable de cualquier existente, siendo muy parecido al concepto griego de physis.

  Otro rasgo del espíritu barroco en ambos autores lo encontramos en su tratamiento de la apariencia. El engaño o apariencia está en la base de la ontología, lo cual es producido por la propia corruptibilidad a la que está sujeto cualquier existente. Para Quevedo, el ser humano es un peregrino en los modos del ser. Todo de lo que tiene experiencia produce engaño. Ello no quiere decir que la realidad sea incorrecta, sino que es su forma de manifestarse. De este modo el autor hace una sebera crítica de cualquier persona que albergue un ápice de conocimiento y se coloca en un escepticismo metódico como primer paso a alcanzar el conocimiento. El elemento desde el cual poder salir del engaño es a través de la figura del Desengaño. Le enseña a como ver la realidad, viéndose en los numerosos ejemplos que expone en su paseo por la calle mayor del mundo: la hipocresía. Spinoza, sin embargo, no comienza instalándose en un escepticismo metódico, pues por su propia forma expositiva no le es necesario. Para él, el conocimiento que lleva al error se alberga en el primer género de conocimiento, pues su herramienta de trabajo es la imaginación o la opinión. El elemento para salir de él es el amor hacia Dios, marcándonos el camino para alcanzar el género segundo, a través de la razón como la figura del Desengaño para Quevedo, y el tercero, marcado por el intellectus, el cual nos permite conocer la sustancia tal cual es.

  Otro lugar común es la tesis del mundo como teatro, es decir, un tratamiento de las relaciones humanas como artificiosas. Ambos pensadores entienden que cualquier relación humana de poder no es más que una serie de espejos artificiosa que nos hace tener experiencia que con un tratamiento correcto no lo veríamos. No hay una relación directa con Pascal, pues Quevedo no lo leyó por cuestiones temporales, y Spinoza no se sabe si le llegaría algo de su pensamiento a través de una tercera persona, pero es una idea vertebradora del barroco la que plasma Pascal en sus Tres discursos acerca de la condición de los grandes: “nada me obliga, por el solo hecho de que seáis duque, a tener que estimaros; pero, sí es menester que os salude” (Pascal, 2010, p. 69). Es decir, la posición de poder en la que se encuentre cualquier sujeto no es un dato que se pueda deducir de la naturaleza, sino que es un mero designio humano, un artificio. Así, la relación en la que se encuentre cualquier sujeto no es más que una relación operativa de fuerza dentro de la red de espejos de la que está constituido el mundo. Ser duque pues, no es más que ser tratado estrictamente como duque. Es decir, dejar que el automatismo de espejos ficticios funcione a través de cualquier individuo porque aquello que llamamos “duque” o “yo” no es más que la cristalización de las relaciones de poder en las que estamos inmersos.

Por todo lo dicho, podemos apreciar que Quevedo y Spinoza tienen en su pensamiento el espíritu del barroco del que ya nos habló en 1927 Carl Gebhardt en Rembrandt y Spinoza.

Referencias

Ansaldi, S. (2001). Spinoza et le baroque: infini, désir, multitude. París, Francia: Kime.

Calvo Ortega, F. (2014). La razón nunca duerme: sueño y locura en la literatura del Barroco. Almería, España: Universidad de Almería.

Deleuze, G. (2008). En medio de Spinoza. Buenos Aires, Argentina: Cactus.

Fernández García, E. (1988), Potencia y razón en B. Spinoza. Tesis de Doctorado, Universidad Complutense de Madrid.

Gebhardt, C. (1929). Rembrandt y Spinoza. Madrid, España: Revista de Occidente.

Maravall, J. A. (1981). La cultura del Barroco: Análisis de una estructura histórica. Barcelona: Ariel

Pascal, B. (2010). Discurso acerca de las pasiones del amor y otros opúsculos. Ciudad de México, México: Fondo de Cultura Económica.

Peña, V. (1974). El materialismo de Spinoza: ensayo sobre la ontología spinozista. Madrid, España: Revista de Occidente.

Quevedo, F. (1973). Los sueños. Madrid, España: Espasa Calpe.

Spinoza, B. (2014). Ética demostrada según el orden geométrico. Madrid, España: Tecnos.

Simultaneidad y relación: Spinoza y la filosofía del encuentro

Cápona González, G. (2019). Simultaneidad y relación: Spinoza y la filosofía del encuentro. Círculo Spinoziano. 2(1), 71-97.

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Simultaneidad y relación: Spinoza y la filosofía del encuentro

Daniela Cápona González[1]

Resumen: El presente artículo pretende delinear las problemáticas sucintas para proyectar en Spinoza una filosofía del encuentro, enfocándonos en el postulado althusseriano del primado del encuentro sobre la forma. El paralelismo está nuevamente puesto en disputa. Lo mismo ocurre con los conceptos de forma y relación, a pesar de que en Spinoza no exista un tratamiento filosófico respecto del estatuto de esta última. Encontrando los lazos comunicantes con Lucrecio, se llega a la problemática del estatuto del conocimiento en el llamado pulidor de lentes, en donde Deleuze parece ser un nuevo adversario. Como dice Meschonnic, el filósofo francés parece estar demasiado cerca y demasiado lejos de Spinoza. En el análisis de estas categorías se adentra en el núcleo del spinozismo: pensar la infinitud, el devenir, la contingencia, es decir, pensar al hombre en el mundo como encuentro y afectividad, potencia y expresión de una transitio de un quantum de potencia.

Palabras clave: relación, forma, contingencia, devenir, infinitud

 

Abstract: The present article claims to delineate the succinct problems to project in Spinoza a philosophy of the encounter, focusing on the Althusserian postulate of the primacy of the encounter over the form. The parallelism is in the position to dispute. The same happens with the concepts of form and relationship, although there is no philosophical analysis in relation to the latter’s statute. When meeting with the communicating bonds with Lucretius, if he adheres to the problem of the status of knowledge in the so-called lens polisher, Deleuze seems to be a new adversary. As Meschonnic says, the French philosopher seems to be too close and too far away from Spinoza. In the case of these categories, you enter the core of spinozism: think of infinity, becoming, contingency, that is, think of man in the world as encounter and affectivity, power and expression of a quantum transit of power.

Key Words: relation, form, contingency, becoming, infinity

 

“Quien sabía plenamente que la inmanencia sólo pertenecía a sí misma, y que por lo tanto era un plano recorrido por los movimientos del infinito, rebosante de ordenadas intensivas, era Spinoza. Por eso es el príncipe de los filósofos. Tal vez el único que no pactó con la trascendencia, que le dio caza por doquier”.

Deleuze y Guattari (2011, pp. 51-52)

Spinoza Maledictus, filósofo holandés del llamado siglo de oro, tuvo un encuentro con sus interlocutores posteriores en una difusión subterránea, no sólo en virtud de la palabras del herem de excomunión a sus 24 años de edad —cabe destacar, sin ninguna obra publicada— que dictaminan: “que su nombre sea borrado de este mundo […] sabed que no debéis tener con él comunicación alguna, ni oral ni escrita, ni hacerle ningún favor, ni permanecer con él bajo techo, ni acercársele a menos de cuatro codos, ni leer cosa alguna por él escrita” (en Albiac, 2013, pp. 1-2), sino también por el hecho de ser parte de aquello que Althusser denominó el materialismo del encuentro, situándolo al lado de Lucrecio, Epicuro, Maquiavelo, Hobbes, Rousseau, Marx, Heidegger y Derrida (2002, p. 31), contra la usual visión academicista y racionalista, que lo ubica siempre al alero de Descartes. No es casual la vinculación de Lucrecio y Epicuro a nuestro filósofo, él mismo, en la famosa carta 56 a Hugo Boxel, escribirá: “La autoridad de Platón, de Aristóteles y de Sócrates no vale mucho para mí. Me hubiera admirado que usted hubiera aducido a Epicuro, Demócrito, Lucrecio o alguno de los atomistas y defensores de los átomos” (Spinoza, 1988, p. 330), carta fechada el año 1674, tres años previo a su muerte, y que versa sobre la existencia de los espectros. Diego Tatián nos recuerda que esta mención, tiene un peso particular dentro de la cultura judía, y que por lo tanto, no es tendenciosa o azarosa la elección de estos filósofos en la formulación de la carta: “En el Talmud un epicúreo es quien desprecia la palabra divina, se burla de los discípulos de los sabios y pronuncia palabras malvadas contra Dios. En su biografía del filósofo, Colerus nos recuerda […] que los maestros judíos aducen dos motivos principales que son causa de excomunión: dinero o epicureísmo” (2014. p. 109). El siglo XX ha vuelto a poner en escena a este pensador subterráneo, pero precisamente desde una renovada óptica: ya no desde el racionalismo estricto, sino a partir de su caracterización como anomalía, en palabras de Antonio Negri, como una alternativa a la hegemonía hegeliana dentro de la academia y su noción de absoluto. Este renacer de Spinoza, no es sino el síntoma de una intención de repensar la propia filosofía y su utilidad en la vida práctica y por ende, ética y política. Este renacer nos permiten pensar otro Spinoza, uno que deja la superficie del mar para adentrarse en las olas que fluyen como esencias singulares de esa totalidad sin afuera, es decir, situándose en medio de Spinoza y no desde ese afuera que la tradición impuso en su lectura superficial de sus textos. Esto ha dado pie para una multitud de interpretaciones y lecturas, de diversas índoles y enfoques, sin embargo, en el presente, nos situaremos en un lugar específico: el problema de la primacía del encuentro sobre la forma, atisbado por Althusser y posteriormente desarrollado por Morfino, estableciendo vasos comunicantes con lecturas de diversos autores como Deleuze, Vidal Peña, Zourabichvili, Meschonnic, Jaquet, entre otros. Este problema es inusitadamente uno de los más grandes para el spinozismo, pues pone en jaque tanto el llamado “paralelismo” de la proposición 7 del segundo libro de la Ética —o como denomina Bergson, “la vieja, muy vieja mercancía” (2012, p. 55)—, como su “pequeña física” y las nociones de afectos y afecciones, es decir, la unión cuerpo y alma. Si bien Spinoza reconoce que la Ética está fundada sobre la metafísica y la física (Carta 27, Spinoza, 1988, p. 221), no por ello el mecanicismo del siglo XVII encuentra en él su total asidero como para ser parte de la crítica que ve en su teoría una mera transposición de la física en la ontología, cuestión que tiene el beneficio de sustraer al cuerpo del dominio del alma, dotándolo de autonomía, pero al costo de considerarlo una suerte de máquina, no como la de Descartes, pero bajo un respecto similar, Spinoza siguiendo a Andreas Vesalius nos lo describirá como Humani Corporis Fabrica en E, III, Prop. II, esc.

Desde esta perspectiva, nos haremos cargo de analizar esta problemática, tanto en su aspecto ontológico como epistemológico, en relación a dilucidar el rol que tienen para Spinoza las nociones de relación, simultaneidad, transformación y movimiento, es por ello que necesariamente se ha de pasar en primer lugar por la problemática causada por el paralelismo de los atributos, para evidenciar qué es lo que puede un cuerpo, en su crítica o reformulación de los conceptos de forma y figura, centrándonos principalmente en su Ética[2]. Es decir, nos situamos en el tejido mismo de la filosofía spinoziana, en su teoría respecto del hombre y la vida, pero en una constelación de pensamiento que lo reúne y separa simultáneamente de otros autores, como por ejemplo, Lucrecio, Bergson y Deleuze, filósofos que resultarían, bajo la nomenclatura agambeniana (2014, pp. 28-29), contemporáneas a nuestro filósofo.

 

  1. “El orden y conexión de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas”: el paralelismo en disputa

Es sabido que el término “paralelismo” es ajeno a la obra spinozista, es más bien un término que Leibniz apropia para hablar de su teoría de la armonía preestablecida, es decir, se ha utilizado un término exterior al filósofo para explicar su propia obra. Esto se debe a que los atributos operarían como líneas paralelas que nunca se tocan, allí se ve la función y utilidad de este término, y es bajo este respecto que ambos, Spinoza y Leibniz, serán objeto de la crítica bergsoniana, viendo allí un cartesianismo disminuido.

Spinoza definirá los atributos diciendo que “por atributo entiendo aquello que el entendimiento percibe de una substancia como constitutivo de la esencia misma” (E, I, Def. IV, p. 46), para posteriormente concluir, como es sabido, que, “cuanto más realidad o ser tiene una cosa, tanto más atributos le competen” (E, I, prop. X. p. 55), precisamente porque, según la definición 6: “Por Dios entiendo un ser absolutamente infinito, estos es, una substancia que consta de infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita” (E, I, Def. VI. p. 47), poniendo énfasis que esta infinitud es absoluta ya que no implica negación alguna, como la definición de infinito en su género. Aquí se ve la operatividad de la famosa sentencia spinoziana, reapropiada por Hegel en un sentido contrario al de nuestro filósofo, de omnes determinatio negatio est (Spinoza, 1988, p. 309). Para finalmente, identificar en la proposición 11 substancia y Dios, y posteriormente, la ya también famosa Deus sive Natura. Deleuze verá una univocidad de los atributos que configurará en primer lugar la inmanencia de la substancia, de allí que: “la inmanencia significa primero la univocidad de los atributos; los mismos atributos reconocen su pertenencia a la substancia que componen y a los modos que contienen” (2009, p. 67). Se trata, para Deleuze, del problema de la expresión:

Es en este sentido que Spinoza puede decir: existir es propio a la esencia de los atributos, pero precisamente existir en los atributos. O incluso: «La existencia de los atributos no difiere de su esencia» […] Lo expresado no existe fuera de sus expresiones, cada expresión es como la existencia de lo expresado. (1996, p. 36)

Siguiendo esta lectura, los atributos “expresan así cualidades substanciales absolutamente simples; por eso, debe afirmarse que una substancia corresponde a cada atributo cualitativa o formalmente (no numéricamente)” (Deleuze, 2009, p. 66). Sin embargo, aquel que denominó a Spinoza como “príncipe de los filósofos” no atisbará que precisamente son los atributos lo que permitirán concebir la infinitud y el pluralismo como indeterminación de la sustancia, es decir, como absoluta afirmación de una potencia absolutamente inmanente que no transa con una reducción al racionalismo, que es finalmente a lo que tiende la lectura del filósofo francés sobre Spinoza, como se verá posteriormente.

Será Vidal Peña quien podrá analizar la pluralidad e infinitud spinoziana desde la infinitud de atributos, y en ese sentido, como causa eficiente de la substancia, llevándonos a afirmar de entrada, en Spinoza, la total indeterminación –citamos extensamente, debido a la precisión de su análisis-:

“está claro que, si Spinoza considera ‘adecuada’ la Def. VI de la Ética (más adecuada que la mera definición de Dios como «ser absolutamente perfecto»), es porque esa definición expresa la causa eficiente, pero esa «causa eficiente», no puede ser en ella, otra cosa que esos «atributos» que constituirían a Dios, los atributos infinitos. Al regresar sobre la idea Dios, en su concepto adecuado, nos encontramos con la infinitud; pero decir que «lo originario es lo infinito» significa tanto como decir que no hay, propiamente una idea originaria. Aplicar el esquema de la definición genética a la idea de Dios conlleva, diríamos, una especie de enorme ironía: la naturaleza de ese «origen» -concebido adecuadamente, pues el concepto mediante el cual lo expresamos es, formalmente, un concepto adecuado, ya que expresa la causa eficiente- es la de una pluralidad infinita que, por tanto, no puede ser nunca un «origen» estable y definitivo […]. Dios, como Substancia de infinitos atributos, resulta ser así el objeto de un concepto muy especial: el ejercicio de la «determinación» formal –la «definición»- lleva, en su caso, a una indeterminación, a una «indefinición»” (1974, pp. 88-89).

Tal como menciona Vittorio Morfino, hay un cambio terminológico en la transición del Tractatus de Intellectus Emendatione (TIE) a la Ethica, y es el cambio del término serie —que implica una visión de linealidad— por el de ordo que configura una nueva lectura de la causalidad inmanente, tanto finita como infinita, precisamente porque haría imposible concebir la causalidad transitiva, de lo cual concluye que: “el concepto de individuo, de cosa singular, pierde la simplicidad y la unidad que le confería, en el TIE, su esencia íntima, que es anterior a las relaciones exteriores y a las circunstancias existenciales, para acceder a la complejidad de una relación con lo externo (cuanto más complejas son las relaciones, más potente es el individuo)” (Morfino, 2015, p. 27). Es decir, “no más serie lineal, sino trama, entrelazamiento” (Morfino, 2010, p. 45). Cabe entender que el término ordo lleva a distintas lecturas, por una parte, aquellos que aducen a Spinoza una cierta obsesión por el orden en su sentido laxo, de allí el método geométrico que organiza las cosas en el espacio y el espacio mismo, como líneas y puntos, desde lo cual aducen, nuevamente, un carácter racionalista a su pensamiento. Sin embargo, es el mismo filósofo el que nos dice que el orden es sólo un modo del pensamiento, una representación del universo de las cosas, y por lo tanto, una imaginación que se confunde con el entendimiento, tal como lo es el libre arbitrio, no por nada comparece justamente a su lado, en la crítica que realiza en el Apéndice del primer libro de la Ética. De este modo, caemos en que: “puesto que las cosas que más nos agradan son las que podemos imaginar fácilmente, los hombres prefieren, por ello, el orden a la confusión, como si, en la naturaleza, el orden fuese algo independiente de nuestra imaginación; y dicen que Dios ha creado todo conforme a un orden, atribuyendo de ese modo, sin darse cuenta, imaginación a Dios” (E, I, Ap., p. 102). Si bien, Spinoza nos hablará de un orden, éste no es el de la imaginación, sino el de la causalidad inmanente y transitiva. Ahora bien, este orden es, a su vez, uno en un sentido diferente o bien, irónico, como nos dirá Vidal Peña, pues, ¿hay realmente un orden de la naturaleza? ¿hay un orden, en virtud de la causa de Dios? Si su causa es, tal como lo menciona Spinoza en la primera definición que da apertura a la Ética, autogenética, es decir, causa sui, esta causalidad con su orden se diluyen en sí misma como producción de sí misma como lo real. Precisamente esto ocurre porque la causa sui no tiene anterioridad lógica respecto de la existencia de Dios, Morfino explica esto afirmando que es: “el mismo movimiento teórico que reabsorbe la esencia divina en su existencia-potencia, reabsorbe la esencia de las cosas en su existencia, haciendo tanto de la esencia cuanto de la existencia de las cosas un producto de la potencia divina” (2012, p. 29). Lo que queda es infinitud, pluralidad, contingencia. Es eso lo que Vidal Peña nos quiere decir al afirmar que: “Ese Dios no es la presuposición de una realidad racional en sí, al margen por completo del conocimiento; es la presuposición, o el reconocimiento, de una realidad infinita, y no precisamente «al margen» del conocimiento, sino como limitación crítica del mismo” (1974, pp. 89-90). No hay ningún atributo que exprese “orden universal”, y por ende, a lo que refiere la proposición 7 de E, II es a un orden de los modos y por ende al plano ontológico especial de la  facies  totius universi  (Peña, 1974,  p. 94). Por ello, los atributos si bien no se tocan nunca, tienen una interacción en tanto expresan, cada uno simultáneamente, una cualidad de la esencia de Dios, de allí su propia infinitud; la infinidad de atributos confiere a Dios la infinitud real. No se trata de una correspondencia entre los atributos, al modo de una traducción —como criticase Bergson (2007, p. 349)—, sino de expresiones eficientes de la sustancia que posibilitan su distinción formal o nominal, más no real y efectiva, pues “el cuerpo humano existe tal y como lo sentimos” (E, II, Prop. XVII. Dem., p. 141). Tal como nos recuerda Althusser “un paralelismo sin encuentro, en suma, pero que es ya en sí mismo encuentro debido a la estructura misma de la relación entre los diferentes elementos de cada atributo” (2012, p. 42). El hombre no es, por lo tanto, un compuesto de cuerpo y alma, al modo de la teoría hilemórfica, sino que es la expresión modal de la substancia, y en tanto que tal, esta expresión en el plano ontológico de la Natura Naturata, adquiere una forma, la forma humana que es expresión de la vida misma de la sustancia en cuanto expresa –nuevamente- un quantum de su potencia como individuo siempre compuesto. Estos modos finitos serían tanto extensión como pensamiento, cada uno de los cuales se expresarían en su forma de potencia simultáneamente.

Chantal Jaquet también se hará cargo de criticar la noción de paralelismo empleada para explicar la ontología spinoziana, considerándolo reductivo e incapaz de dar cuenta de aquello que realmente Spinoza quería plantear: la unión psico-física. Jaquet ve en este término los malentendidos interpretativos en cuanto posibilita comprender la unidad como uniformidad o correspondencia. Citamos extensamente su crítica, en tanto sintetiza las críticas usualmente realizadas a esta noción, y que es una de las que Bergson retoma para criticar a Spinoza:

Todo pasa entonces, como si la Naturaleza estuviese condenada a una ecolalia sin fin, a una perpetua repetición de lo mismo en cada atributo […]. Los estados físicos son así correspondidos a estados mentales de la misma manera que un punto de una línea está ligado a otro punto según un esquema estrictamente biyectivo […]. La idea de paralelismo incita a buscar una traducción sistemática de estados corporales en estados mentales, y recíprocamente. (Jaquet, 2004, p. 14)

Partiendo de la identificación entre la potencia de pensar de Dios y su potencia de acto, que comparece en el escolio de la mentada proposición 7, y aduciendo que Spinoza mismo habría hecho hincapié en los términos aequalis y simul (E, III. Prop. XXVIII. Dem., p. 225) para connotar que la interacción que se da a este nivel es otorgada por la noción de afectos, Jaquet afirma que lo elemental son los afectos en tanto unidad psico-física. Respaldándose en la teoría de la expresión de Deleuze, la filósofa francesa verá tal como él que “hay una identidad de orden o de correspondencia entre modos de atributos diferentes”, luego también “identidad de conexión o igualdad de principio, identidad del ser o unidad ontológica” (1996, pp. 101-102). Es por ello que para Deleuze el paralelismo existe, pero sólo en el horizonte modal y no de la sustancia, precisamente en tanto que “el modo es una afección de un atributo, la modificación de una afección de la sustancia” (1996, p. 105), es decir, una afección en segundo grado, siguiendo precisamente lo mismo que afirmase Vidal Peña.

Ahora bien, la crítica bergsoniana del paralelismo comparecerá en más de una ocasión. En “El alma y el cuerpo” (1912) de La energía espiritual, el filósofo francés nos dirá que se trata de “un paralelismo riguroso entre el alma y el cuerpo, expresando el alma ciertos estados del cuerpo, o el cuerpo expresando el alma, o siendo el alma y el cuerpo dos traducciones, en lenguas diferentes, de un original que no sería ni uno ni otro: en los tres casos, lo cerebral equivaldría exactamente a lo mental”, cuestión que Bergson desprende de la idea de que la metafísica del siglo XVII habría pretendido “dar un cuerpo de esperanzas” a “la física moderna” (2012, pp. 52-53). Sin embargo, hay una precisión que hacer: por decirlo de algún modo —y quizás, de forma grosera—: si bien el espíritu histórico de una época condiciona o expresa parcialmente la filosofía, no siempre es ese el caso; eso es lo que ocurre con la “anomalía” Spinoza. Heredero de un cartesianismo que paulatinamente va a casi desaparecer, su filosofía no puede –ni la de nadie- enmarcarse únicamente como una tabula rasa que el mero espíritu histórico se contentaría en rellenar. Spinoza, más que sus contemporáneos, tendrá un ejercicio escriturario que pondrá en jaque las categorías filosóficas, y es por ello que puede prestarse el mal entendido de retrotraer su pensamiento a derivas impropias; su léxico cartesiano no puede leerse bajo la letra de Descartes sino bajo su propia pluma, precisamente porque la operatividad de sus conceptos no es la misma, aun cuando terminológicamente sean iguales, cuestión que el mismo Spinoza evidencia con, por ejemplo, la noción de substancia, pero también con tantas otras que pueden leerse bajo el alero de la tradición filosófica, sin por ello, tener el mismo sentido: la noción de potencia en Aristóteles es radicalmente distinta de la de nuestro pensador, y así tantas otras categorías. Si bien, puede decirse que en Spinoza hay un cierto mecanicismo operando, no es el de Descartes, ni es tampoco una mera transposición de la física moderna. En este punto el análisis que realiza Vidal Peña en torno a lo que él denomina el primer género de materialidad especial, la Facies totius universi que Spinoza expone en la carta 64 a Schuller y en la llamada “pequeña física”, cobra vital importancia. Allí Peña pugna contra las teorías organicistas, biológicas, mecánicas y físicas, aduciendo que se trataría “de un análisis de ciertos presupuestos más generales, previos a cualquier sistema de hipótesis físicas concretas, conforme a los cuales un cierto género de la realidad —la extensa— es ontológicamente concebido” (1974, p. 132). El punto de vista de Peña es por lo tanto ontológico y desde allí, estructural, entendiéndolo “en el sentido que Piaget da a este término: como totalidad transformativa autorregulada” (1974, p. 126).

Siguiendo la crítica de Bergson, también convendrá en que Spinoza y Leibniz, si bien “se abstuvieron de hacer del alma un simple reflejo del cuerpo; habrían dicho también que el cuerpo era un reflejo del alma. Pero ellos habían preparado las vías para un cartesianismo disminuido, limitado, según el cual la vida mental no sería más que un aspecto de la vida cerebral” (2012, p. 54). En Spinoza, como hemos visto, no se trata de una teoría del reflejo cuerpo-alma, y tampoco de un paralelismo tal como es usualmente comprendido. Lo que aquí está en juego es que Bergson lee como reflejo una noción que es precisamente aquella que hace de Spinoza un filósofo radical: la noción del alma como idea del cuerpo (E, II, Prop. XIII, p. 127) y también el rol de los afectos y su definición como modos del pensar, que propiamente tal no constituyen ideas en sentido estricto, sino un punto inter-modal entre un adentro y un afuera en los modos finitos: no serían ni extensos ni mentales de suyo sino que producen efectos materiales y mentales, serían performativos.

Sin embargo, la crítica continúa, en La evolución creadora, el filósofo francés arremeterá nuevamente: “La ciencia moderna, como la ciencia antigua, procede según el método cinematográfico” (Bergson, 2007, p. 329). Este método que Bergson definirá como una “práctica, que consiste en regular la marcha general del conocimiento sobre la de la acción, esperando que el detalle de cada acto se regule a su vez sobre el del conocimiento” (2007, p. 308), es decir, se trata de la idea de que el conocimiento está regulado, no sobre sí mismo, sino sobre una categoría de utilidad propia de la acción: el método cinematográfico define una forma en la cual el conocimiento ha sido ordenado según coordenadas ajenas a sí, en virtud de lo cual, todo conocimiento así obtenido no es sino yuxtaposición, y formulación de un orden utilitario, que coarta la experiencia sensible pues la atención está dirigida sobre un aspecto de lo real, que es el esperado por la acción, velándose de este modo, todo aquello que no constituye tal fin, a partir de lo cual critica las nociones de vacío y negación.

La ciencia moderna, por ende, buscando leyes que establecieran relaciones generales sobre el comportamiento de los cuerpos, resultó, finalmente, en el hecho de

“cortar lo real en dos mitades, cantidad y cualidad, una de las cuales fue puesta en la cuenta de los cuerpos y la otra en la de las almas […] es por haber cortado toda ligazón entre ambos términos que los filósofos fueron llevados a establecer un paralelismo riguroso […]; a considerar uno como traducción, y no como inversión, del otro; finalmente a dar por substrato de su dualidad una identidad fundamental […]. Un mecanismo divino hacía corresponder, uno a uno, los fenómenos del pensamiento a los de lo extenso, las cualidades a las cantidades y las almas a los cuerpos” (Bergson, 2007, p. 348).

Esta idea será recurrente, el paralelismo y la idea de mecanicismo serán las piedras angulares para la crítica a Spinoza, lectura que desembocaría tanto en el epifenomenismo como en el monismo del siglo XVIII, precisamente, por su cartesianismo encogido (Bergson, 2007, p. 353). Creemos que la línea abierta por Ericka Marie Itokazu es suficientemente aclaradora, y rescata precisamente, a Spinoza, de la crítica mecanicista sin dejar de reconocer su herencia. Itokazu verá en el escolio de la proposición 2 del libro III de la Ética, aquél tan conocido vía Deleuze: “nadie sabe lo que puede un cuerpo”, la conexión de la pequeña física —que podría decirse, mecanicista—, con una categoría que precisamente vendría a delimitar tal concepción, y a darle al cuerpo, la vida arrebatada: es el concepto de potencia. “En la parte II encontramos la definición de la cosa singular […], mientras que es sólo en la parte III que Spinoza introduce dos nociones capitales: la de causa adecuada/inadecuada y la de actividad/pasividad”. Estas nociones serían las claves para articular nuevamente, sobre el supuesto paralelismo, cuerpo y alma: “De esta manera, el cuerpo no es tan sólo un proyecto mecánico para el mantenimiento de su proporción de movimiento y reposo, como el péndulo compuesto, en un contexto donde la ‘cantidad es reina’” (Itokazu, 2007, p. 333). Esta idea, más bien, corresponde a la de Gueroult, quien contrasta los modelos físicos mediante los cuales Descartes y Spinoza erigieron sus nociones de cuerpo, en el caso del holandés, se trataría del péndulo compuesto, a lo cual se suma la influencia innegable de los experimentos de Huygens.

Frente a estas lecturas, no queda sino proponer a modo de hipótesis cautelosa —siguiendo el lema spinoziano— poner el énfasis no tanto en aequalis, como en simul, no precisamente en un concepto de identidad, sino el de una temporalidad que fluye al mismo tiempo, a la par. No hay dos órdenes: uno extenso y uno del pensamiento; los atributos, tal como nos dice Spinoza, son infinitos, y si, tal como hemos visto, no son determinaciones de la substancia, es decir, no son negaciones, no pueden expresar sino un mismo orden como real infinitud y pluralidad, que como órdenes concebidos por la imaginación como diferentes formal y realmente, actúan simultáneamente en tanto causa eficiente de la substancia. Podría decirse que la distinción es de derecho, mas no de hecho, puesto que la experiencia se aprehende conjuntamente, aun cuando la inteligencia pueda dividirla y segmentarla. Podría decirse que lo que es paralelo de los atributos, es su temporalidad infinita e indivisible, expresiva y expresada por la substancia eterna y los modos finitos cuya duración indeterminada pugna contra su propia finitud. La garantía de la causa sui viene dada por la infinita cantidad de atributos, de allí la eternidad e infinitud, categorías de temporalidad pero ya no como modos de la imaginación, es decir, el tiempo métrico con el cual damos un orden a la Natura Naturata, sino el tiempo de la actualización inmanente de la potencia de la Substancia, de Dios, de la Naturaleza: Natura Naturans, cuya relación es efectiva y nuevamente, de expresión. Lo cual puede leerse ya en el TIE, aunque escrito en relación a otro tema: “Y el orden para que una cosa sea entendida antes que otra no hay que derivarlo, como hemos dicho, ni de la serie en que existen ni tampoco de las cosas eternas, porque en éstas todo ello es simultáneo por naturaleza” (Spinoza, 2014, p. 150): la eternidad es simultaneidad, no como yuxtaposición, ni serie lineal, ni sobreposición, sino como fluidez de intensidad siempre actualizada de la potencia, pero virtual para la Natura Naturata. En este sentido: “Ordo et connexio idearum idem est, ac ordo et connexio rerum” (Spinoza, 1914, p. 77), debe pensarse a la luz de su respectivo corolario: “Se sigue de aquí que la potencia de pensar de Dios es igual a su potencia actual de obrar. Esto es: todo cuanto se sigue formalmente de la infinita naturaleza de Dios, se sigue en él objetivamente, a partir de la idea de Dios, en el mismo orden y con la misma conexión” (E, II, Prop. VII. Cor., pp. 116- 117). La identidad se da en la potencia de los atributos infinitos, ese mismo orden y esa misma conexión no puede ser sino el de la acción de la substancia, su eternidad e infinitud. Si nos remitimos a la demostración, leemos allí que: “Ahora bien, el esfuerzo o potencia del alma al pensar es igual, y simultáneo por naturaleza, al esfuerzo o potencia del cuerpo al obrar” (E, III. Prop. XXVIII. Dem., p. 225). Es el orden único de la potencia el que es simultáneo e infinito: no hay orden de cosas y orden de ideas que se corresponderían, es una sola y misma potencia la que se expresaría simultánea y eternamente, pero que, los modos finitos expresarían tan sólo un quantum, que no por ser pasiva o activa, es por ello menos eterna. Sólo a los ojos de la imaginación no lo es, pues allí la existencia se ve sub specie durationis pero entendiendo la duración bajo un criterio utilitarista vulgar, la ilusión del libre arbitrio y el finalismo, es decir, de la imaginación cuando ésta parece reemplazar al entendimiento, lo que tanto Spinoza critica en el Apéndice del primer libro de la Ética. Desde nuestra lectura, percibir sub specie aeternitatis sería no tanto un cambio de óptica, como un cambio háptico de relación, precisamente porque el afecto es el que “expresa la simultaneidad, la contemporaneidad de eso que pasa en el espíritu y en el cuerpo” (Jaquet, 2004, p. 21). La unión del cuerpo y el espíritu se da en la potencia mediada por los afectos, ellos constituyen el punto nodal de la unión psico-física –tal como Chantal Jaquet nos indica, aunque en interpretación que lleva a distintas conclusiones-, por ello, la libertad no consiste en reprimir los afectos, denostarlos, sino de transitar, mutar y transformar las pasiones en acciones, hacer de los afectos tristes unos alegres, lograr la virtud (E, IV, Def. VIII, p. 289), que para Spinoza no es sino la potencia misma, la expresión de la potencia de Dios en los modos finitos. La noción de afecto por tanto, sería primordial para desbaratar la concepción usual del paralelismo, y podría decirse, junto a Vidal Peña, que constituye un tercer género de materialidad especial, haciendo en Spinoza una materialismo trimembre: las cosas singulares, no sólo las cosas y los cuerpos humanos, sino también los afectos, cuyo estatuto de materialidad no obstante, es diferente, su plasticidad y performatividad les permitirían ser considerados como una cosa singular que si bien tiene efectos extensivos y mentales, es ante todo potencia, transitio, transformación, plasticidad, y no mera abstracción: de allí la importancia del concepto de relación, como tanto enfatiza Morfino.

  1. “El primado del encuentro sobre la forma”: relación, contingencia, infinitud

Esta idea del primado del encuentro sobre la forma, representa para Morfino, comentando el texto “La corriente subterránea del materialismo del encuentro”, la clave de una tesis no escrita, pero fundamental, que recorrería todo este texto de modo subrepticio (2010, p. 72), la cual ha de ser leída a la luz de la afirmación explícita del primado de la relación sobre los elementos. Morfino da cuenta de la efectiva dificultad de pensar el estatuto de la relación en Spinoza, precisamente a causa de la carencia de una teoría sistemática o de un tratamiento de este concepto (2010, p. 41), sin embargo, esto no constituye un obstáculo insuperable para considerar su importancia y rol clave para pensar la filosofía del holandés.

Como se mencionó anteriormente, el cambio del TIE a la Ética, la sustitución del término serie por ordo et connexio, tiene implicancias radicales para pensar el estatuto de la relación: pues “la causa pierde, por lo tanto, la simplicidad de la relación de imputación jurídica para ganar la pluralidad estructural de las relaciones complejas con lo externo” (Morfino, 2010, pp. 46-47). Esto implica una renovada concepción, y es que, como nos dice Morfino:

“la esencia de una cosa es concebible solo post festum, es decir, únicamente a partir del hecho de su existencia o, más precisamente, a partir de su potencia de actuar que nos revela su auténtica ‘interioridad’. La barrera entre interior (essentia intima) y exterior (circumstantia, es decir, lo que está alrededor) es abatida; la potencia es precisamente la relación regulada de un exterior y de un interior que no se dan como tales sino en la propia relación” (2015, p. 28).

La potencia, dada por los afectos, por el mundo exterior, abre un nuevo espectro de realidad concreta, adquiere un nuevo estatuto intermedio que permite pensar la relación, ya no como categoría extrínseca, sino como constitutiva. Los modos, que son ya afecciones de la substancia (E, I, Def. V, p. 47), sufren otras afecciones, otros cambios cualitativos: son presa del encuentro con los afectos por parte de los cuerpos exteriores, en principio, por la llamada heteronomía afectiva —en la imaginación—, pero que es ante todo, transitio de potencia. En este sentido, la afección de la afección que es el afecto sobre el modo, implica un estatuto de realidad siempre sólo en tanto relación: “por afectos entiendo las afecciones del cuerpo, por las cuales aumenta o disminuye, es favorecida o perjudicada, la potencia de obrar de ese mismo cuerpo, y entiendo, al mismo tiempo, las ideas de esas afecciones”, tras lo cual, Spinoza añade: “Así pues, si podemos ser causa adecuada de alguna de esas afecciones, entonces entiendo por «afecto» una acción; en los otros casos, una pasión” (E, III, Def. III, p. 193). De allí la importancia del concepto de conatus y cupiditas, definidas por Spinoza como la esencia de los modos finitos, que finalmente identificará con el concepto de potencia.

El término connexio aparecido ya en la proposición 7 de E, II, tiene primacía respecto del término ordo: “deriva del latín connectere, compuesto por con- y nectere, que significa ‘trenzar’ […] Spinoza desarrolla en la Ética una concepción de causalidad como enlace complejo: la metáfora textil evoca de hecho cualquier cosa menos la línea recta de la serie causa-efecto” (Morfino, 2015, p. 30). La conexión evoca una textura de lo real, una mezcla que no tiene una causalidad, un orden preciso, en cuanto que todas las causas se sobredeterminan, los afectos son ellos mismos variables y conducen a efectos variables según la disposición del cuerpo que es afectado.

El cuerpo, cuya dinámica es una determinada relación de movimiento-reposo (E, II, Post. Prop. XIII. Ax. 1, Ax. 2, Lema 1, p. 130), que en su especificidad, se mantiene constante en cuanto puede mantener una comunicación entre los cuerpos simples que lo componen (E, II, Post. Prop. XIII. Lema VI, p. 135), crea cada uno una disposición específica respecto del modo en que puede afectar y ser afectado, y en cómo puede concatenar las ideas y su cuerpo en la simultaneidad de este afectar-ser afectado, es decir, constituye su singularidad mediante las relaciones afectivas. El movimiento y el reposo constituyen la ley de los cuerpos, y puede entenderse en cuatro sentidos, tal como nos dice Zourabichvili: estrictamente físico, biológico, físico-biológico y biológico-cíclico (2014, pp. 58-59), es decir bajo determinación cuantitativas, de allí la lectura mecanicista de esta sección de la Ética. Sin embargo, a esta lectura falta un componente, que el mismo Zourabichvili aprehenderá posteriormente, y es el de la potencia, lo que dota a esta teoría su componente dinámico y de transformación, cuestión que Spinoza expone en E, III, def. 3 y Post. 1, como hemos mencionado.

Ahora bien, y siguiendo lo anterior, ¿cómo definir esos umbrales de movimiento que llevan a la descomposición? ¿cuándo la transformación deviene destrucción? Podría hablarse de que esa relación constante de los cuerpos constituye una propia ritmicidad, entonces, la pregunta sería cuándo el ritmo excede los límites de las relaciones que lo constituyen como una comunidad, en tanto Spinoza afirma que “toda la naturaleza es un solo individuo, cuyas partes —esto es, todos los cuerpos— varían de infinitas maneras, sin cambio alguno del individuo total” (E, II. Post. Prop. XIII. Lema VII, esc., p. 136). El cuerpo necesita, por lo tanto, no sólo un comercio afectivo, sino también, y como condición de ésta, un comercio corporal, en cuanto este puede mover y disponer los cuerpos exteriores de muchas maneras: “El cuerpo humano necesita, para conservarse, de muchísimos otros cuerpos, y es como si éstos lo regenerasen continuamente” (E, II, Post. Prop. XIII. Post. IV, p. 137), seguido de “el cuerpo humano puede mover y disponer los cuerpos exteriores de muchísimas maneras” (E, II, Post. Prop. XIII. Post. VI, p. 137). Spinoza tendrá que exponer, antes que los géneros de conocimiento (y de la memoria), la naturaleza del cuerpo, pues éste es la base explicativa o lógica de éstos. Si en la proposición XVII del segundo libro de la Ética, Spinoza expondrá las nociones de imaginación e imágenes, es precisamente porque en la siguiente proposición tendrá que retratar la operatividad de la memoria, pues, como posteriormente determinará, los objetos dejan vestigias en el cuerpo, implicando con ello, una materialidad, un cambio en la disposición corporal en virtud de los afectos y en cómo estos alteran su composición singular. Esto ya estaba insinuado en la pequeña física, en lo que se ha denominado la teoría del choque: “Cuando una parte fluida del cuerpo humano es determinada por un cuerpo externo a chocar frecuentemente con otra parte blanda, altera la superficie de ésta y le imprime una suerte de vestigios del cuerpo externo que la impulsa” (E, II, Post. Prop. XIII. Post. V, p. 137), y posteriormente, en los postulados del III libro, Spinoza afirmará que “el cuerpo humano puede padecer muchas mutaciones, sin dejar por ello de retener las impresiones o huellas de los objetos […], y por consiguiente, las imágenes mismas de las cosas” (E, III. Post. II, p. 194). Y es por ello mismo, que “nosotros no podemos […] hacer nada que previamente no recordemos” (E, III, Prop. II. Esc., p. 200). De esto se puede concluir que el cuerpo humano está compuesto para Spinoza de cuerpos blandos y fluidos, en cuanto tiene la capacidad de absorber y reflejar el movimiento y las transformaciones de los cuerpos exteriores, sin perder por ello su forma, a pesar de la mutación de su figura (E, II, Post. Prop. XIII. Ax. 3, pp.133-134). De aquí se sigue, dada la división de esta pequeña física, entre lo que implica a los cuerpos más simples y a aquellos compuestos, que los primeros no sólo se rigen únicamente por el movimiento y el reposo, sino que éstos al mutar, transforman su forma, pero al ser partes de un individuo compuesto, mutan sólo su figura resguardando la forma del individuo total.

Si el alma es la idea cuyo objeto es el cuerpo (E, II, Prop. XIII, p. 127), esta idea será necesariamente dinámica en virtud del carácter fluctuante del cuerpo en virtud de las diversas mutaciones que éste padece, en cuanto sumido en la heteronomía afectiva que suponen los cuerpos exteriores con los cuales necesariamente ha de entrar en comercio, la noción de identidad y forma, por lo tanto, quedan en un constante cuestionamiento por la excesiva polaridad de este cuerpo que actúa tanto por composición y descomposición, como por un criterio de celeridad, pero más importante, por el de los afectos, es decir, la potencia. Y esto es necesario porque “el alma no se conoce a sí misma sino en cuanto percibe las ideas de las afecciones” (E, II, Prop. XXIII, p. 147), y también porque “las ideas que tenemos de los cuerpos exteriores revelan más bien la constitución de nuestro propio cuerpo que la naturaleza de los cuerpos exteriores” (E, II. Prop. XVI. Cor. I y II, p. 139). Por ello, si como Chantal Jaquet define, el afecto es una realidad psicofísica, ellos son la entrada para un análisis del hombre, en cuanto que la imaginación permite situar los afectos en el orden cognitivo, en cuanto ésta se configura como proceso de presentificación de los cuerpos exteriores (mundo objetivo). El hombre necesita sentir los afectos, imaginarlos/percibirlos en su carne, no meramente sensaciones. En este sentido, la experiencia modulada por la imaginación, en su percepción de los afectos, en su sentirlos/padecerlos, posibilita que cada individuo module su existencia como potentia agendi (en sus modalidades pasivas y activas) desde el movimiento que regula la corporalidad. Este acto primeramente estético, mediante el cual el cuerpo, su imaginación y los afectos se configuran en la existencia frente a esa alteridad que en cierta medida lo constituye, produce una articulación individual de estar en el mundo como modo de existencia, allí, la imaginación adquiere su estatuto real y no como falsa conciencia. El cuerpo en su acto de producción, que implica la producción simultánea de la imaginación y su propio hábito, como asociaciones individualizantes –como nos indica Bove a lo largo de su obra La estrategia del conatus-, da lugar a una plasticidad que atraviesa a los modos finitos y su propia individuación, plasticidad de los afectos que es simultánea a la plasticidad de un cuerpo que se constituye siempre en frágil alteridad como un cuerpo singular que es siempre pars naturae. Plasticidad que recalca el carácter material de los afectos y las vestigia, y no la elasticidad que ve Deleuze, cuando afirma que “Spinoza sugiere que la relación, que caracteriza un modo existente en su conjunto, está dotada de una especie de elasticidad” (1996, pp. 213-214). La plasticidad implica un cambio de figura en un material que logra transformarlo, a diferencia del elástico, que vuelve a su constitución previa a este cambio momentáneo, como si fuese un momento de transformación que no logra concretar la alteración en completitud. El cuerpo, aparentemente, se torna una liminalidad polar, una plasticidad que si bien goza de una relación característica de movimiento y reposo, no se trata de una relación meramente mecánica, orgánica, sino vital en cuanto revela niveles de intensidad de potencia. No sería una forma lo que lo determinaría, como si el cuerpo fuese el límite de la mente, sino que la deformación, pues no habría particularidad sino sólo la singularidad en constante transformación, que se mueve, direcciona y redirecciona según el deseo particular de cada modo finito. Y quizás, ni si quiera la deformación, pues ésta implicaría una negatividad. Con Morfino: “Para Spinoza, toda esencia es en realidad una connexio, en términos lucrecianos una textura: el mundo es por azar. Las leyes naturales no son por lo tanto la garantía de la no variación de las formas, sino la necesidad inmanente a las conjunciones” (2015, p. 43). La noción de forma, por ende, ha de ceder su privilegio filosófico al de relación como conexión, encuentro, es éste el que determina finalmente –y utilizando este término en un aspecto meramente nominal-, la forma del hombre como potencia. Recordando, sin embargo, que, como afirma Morfino, “las relaciones no son, por lo tanto, unos trascendentales que dan forma a la experiencia, sino que se constituyen en la ocasión, en el encuentro” (2015, p. 38), se trata por lo tanto, para el italiano, de la radical contingencia de toda forma. Esta sería concebida como un estado de la materia según la cual el hombre puede percibir el cuerpo, pero no su verdadera realidad, su realidad es el movimiento y el cambio, la imposibilidad real de una definición pero no por ello, de una representación aun cuando sea inadecuada para comprender el devenir de los cuerpos.

Spinoza nos dirá que: “lo que constituye la forma del cuerpo humano consiste en que sus partes comuniquen entre sí sus movimientos según una cierta relación” (E, IV, Prop. XXXIX. Dem., pp. 331-332). Aquí se evidencia la distinción: hay una forma pero como relación y conexión, hay una forma que es respectiva de las partes del cuerpo humano, ¿pero que son estas partes sino cuerpos simples afectados por el movimiento, por afectos, por potencia? Seguimos en este punto a Zourabichvili, quien nos retrotrae a la carta 4 a Oldenburgh, en la cual Spinoza afirma: “le ruego, amigo mío, que considere que los hombres no se crean, sino que únicamente se engendran y que sus cuerpos ya existían antes, aunque bajo otra forma (alio modo formata)” (Spinoza, 1988, p. 89). ¿Qué quiere decir esto? Que la materia prexiste no como forma, sino como su eterna variación y disposición, la materia existe como pura potencia que se actualiza en cuanto quantum, bajo una determinada forma que no es sino la contingencia de encuentros y movimientos específicos: la materia es movimiento. Desde este punto, Zourabichvili acierta al afirmar que se confunde la potencia del cuerpo con el conjunto de sus aptitudes y:

tendemos a considerarlo como una máquina o un cadáver al cual le falta una fuente de movimiento, una energía necesariamente venida de otro lado: el cuerpo está listo para funcionar, pero le falta movimiento, de modo que disociamos potencia de aptitud. En cambio, si la extensión misma es potencia, ya no podemos decir en absoluto que el movimiento sea recibido desde el afuera: pues la causa exterior reclamaría a su vez otra causa exterior, y la serie, que haría una regresión al infinito, solo podría cerrarse a la manera de Leibniz, poniendo una causa primera fuera del mundo. Por el contrario, la serie se cierra sobre sí misma, aunque formando una red infinita, pues el movimiento proviene de cada parte –que desde entonces debe ser llamada parte de potencia y no solamente parte de materia. (2014, p. 91)

Y este movimiento es interno, precisamente porque “nada existe de cuya naturaleza no se siga algún efecto” (E, I, Prop. XXXVI, p. 95), es decir se trata de un origen interno o inmanente del movimiento, y porque el conatus es un esfuerzo centrípeto y no centrífugo, de allí que la traducción de Atilano Domínguez, nos parece más adecuada al sentido que da Spinoza: “Cada cosa, en cuanto está en ella, se esfuerza por perseverar en su ser” (2000, p. 132), mientras que Vidal Peña traducirá ésta diciendo que: “Cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar en su ser” (E, III. Prop. VI, p. 203). Cada una de estas traducciones tiene implicancias distintas, puesto que la del Vidal Peña implica que cada cosa puede buscar fuera de sí, cuanto está a su alcance, mientras que la de Domínguez precisa que este esfuerzo es siempre dentro de sí. Ahora bien, el concepto que se traduce por conatur es “se esfuerza”, y en su forma sustantivada, “esfuerzo”, implica también problemas, pues tal como Macherey indica, esto implica considerarlo desde una perspectiva finalizada y teleológica (2018, p. 81), sin embargo, a lo que alude esta noción no puede explicarse por la intervención de una presión exterior de allí que en este caso Atilano Domínguez sea quien traduzca de mejor modo esta proposición para dar cuenta de la inmanencia del concepto.

Zouravichvili, concluirá entonces que,

“en última instancia, la extensión es materia porque es potencia, potencia que se confunde con la autoafirmación de su esencia en el despliegue de su propiedades, es decir en la producción necesaria por ilimitada de tantas formas como puede la naturaleza de la extensión; la extensión es materia también porque las formas se nutren unas de otras, y constituyen un infinito en acto dinámico que extrae su devenir de su propio fondo, el despliegue de una potencia absoluta según un orden de determinación recíproca” (2014, p. 108).

En este sentido, Zourabichvili se contrapone a Morfino, si bien, aceptamos la tesis de que la materia y extensión son pura potencia, la permanencia y afirmación de la forma en sí misma, aunque sea como transformación implica que: “la materia según Spinoza está curiosamente desmaterializada: solo está constituida por formas, enfrentadas unas con otras” (Zourabichvili, 2014, p. 93), pero esto sería cierto sólo si la forma es comprendida a su vez como parte de potencia, cuestión que nos parece lógica pues sólo así encuentro y forma encontrarían una identificación, y sólo así, si comprendemos forma en su sentido usual, hay un efectivo predominio del encuentro sobre la forma.

Ahora bien, si volvemos a la reconocida formulación del escolio de la prop. 2 de E, III, y nos preguntamos, tal como hace Spinoza, “Y el hecho es que nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede el cuerpo, es decir, a nadie ha enseñado la experiencia, hasta ahora, qué es lo que puede hacer el cuerpo en virtud de las solas leyes de su naturaleza, considerada como puramente corpórea” (E, III, Prop. II, esc., p. 197), tendríamos que preguntarnos qué es lo que puede un cuerpo sin la mediación del alma, lo que nos conduce a otros cuestionamientos, como si acaso el alma coartaría, en cierto modo, la extensión de la sensibilidad, de la experiencia sensible, haciendo de nuestros umbrales de sensibilidad unos reducidos en relación a lo que puede el cuerpo en virtud de su sola naturaleza corpórea. Ahora bien, podríamos aventurarnos a responder que su potencia es idéntica a su poder de afectar y ser afectado, tal como hace Deleuze, pero la hipótesis que planteamos es que su potencia reside en la producción estética de su cuerpo/mente y del mundo objetivo, existiendo por lo tanto una continuidad entre todos los cuerpos que configuran la natura naturata, o mejor dicho, la facies totius universi como modo infinito mediato de la extensión, en cuanto siempre mediado por el modo infinito inmediato: la relación de movimiento-reposo, precisamente porque “todos los cuerpos convienen en ciertas cosas” (E, II, post. Prop. XIII, lema 2, p. 130).

En la siguiente caracterización del cuerpo que realiza Spinoza, hablará de él como una fábrica utilizando el título homónimo de la obra de Andrés Vesalio: De humani corporis fabrica (1543), criticando la idea según la cual hay acciones del cuerpo que proceden del alma, y la teoría según la cual mientras el alma actúa el cuerpo padece y viceversa. Allí afirmará también que la fábrica del cuerpo “supera con mucho en artificio a todas las fabricadas por el arte humano” (E, III, Prop. II, esc., p. 197). En esta sentencia se puede plantear la hipótesis que el cuerpo como fábrica, lo que realiza es una producción (in)finita de sí mismo en virtud de los afectos y cuerpos exteriores, que supera el artificio del arte humano en cuanto que ese acto de producción sería limitado a cada obra determinada, mientras el cuerpo sería una constante producción objetiva/subjetiva mediante el padecimiento y despliegue de los afectos de los cuerpos exteriores. Por ello Morfino afirma que “las pasiones no serían proprietates de una naturaleza humana genérica, sino relaciones que atraviesan al individuo constituyendo la imagen de sí mismo y del mundo” (2015, p. 36), de hecho, “estos afectos primarios no son más que elemento abstractos antes de entrar en relación; más aún, aquéllos no pueden existir en estado puro, elementos originarios de cuya combinación nacen todos los demás; aquéllos existen sólo en las infinitas metamorfosis que las relaciones con lo externo les imponen” (2015, p. 37). Todo se jugaría, por lo tanto, según el modo en el cual, y con qué, se entra en relación, por ello, un cuerpo exterior puede generar afectos distintos en dos individuos, o el mismo cuerpo puede generar, en tiempos distintos, afectos diferentes; por ello también, el deseo de uno puede diferir del deseo del otro. Y si bien, pueden darse procesos individualizantes en virtud del hábito, estos no son totalizantes ni generan un concepto de identidad cerrada.

El cuerpo es productor de encuentros en virtud del conatus y de su estrategia afirmativa de resistencia activa —como asegura Laurent Bove (2009, pp. 51-80)—, de relaciones, al mismo tiempo que las padece, se les imponen, sin embargo, todos los cuerpos exteriores se constituyen como necesarios en cuanto en ellos radica su conservación, pero en una total contingencia, así dirá Spinoza que: “la utilidad principal que nos reportan las cosas que están fuera de nosotros, además de la experiencia y el conocimiento que adquirimos por el hecho de observarlas y de transformar unas en otras, es la conservación de nuestro cuerpo; y por esta razón son útiles, sobre todo, aquellas cosas que pueden alimentar y nutrir el cuerpo de manera que todas sus partes puedan cumplir correctamente su función” (E, IV, Ap. Cap.27, pp. 376-77). El cuerpo será forma en tanto quantum de potencia en transitio, en tanto que la materia es potencia. No se puede pensar la conservación sin la transformación, y a su vez, sin destrucción real, sino sólo descomposición del cuerpo como transformación efectiva de una forma.

III. Entre Lucrecio y Deleuze: Spinoza

Lucrecio, Spinoza y Deleuze constituyen una tríada singular dentro de una constelación mucho más vasta: en ellos, el estatuto de la relación y la contingencia adquieren nueva forma, adquieren realidad y no mera accidentalidad: en ellos el encuentro será lo constituyente para pensar cualquier realidad en tanto circunstancia, ya no como un estado de la materia (una cosa estática) sino como un flujo en devenir de ella, que puede ser definido por el lenguaje sólo porque éste tiene la capacidad de representar el movimiento como paralización. Como se mencionó con anterioridad, Spinoza aduce a la autoridad de Lucrecio y los atomistas en la carta 50 a Hugo Boxel, sin embargo, no al modo de una completa aceptación de tal pensamiento: es sabido que para Spinoza el vacío no puede ser ni ser concebido, con ello el atomismo no puede figurar como un precedente filosófico para su pensamiento de modo íntegro, lo que no deja, no obstante, un espacio de conjunción a partir de la teoría de los cuerpos y el encuentro (concursus), del clinamen y de la Naturaleza. Tatián nos recuerda que Theun de Vries en su biografía sobre el holandés, escribe:

“Van den Enden iniciaba al joven Spinoza en los secretos del atomismo antiguo… Si Spinoza leyó junto a su maestro, totalmente o en parte, el magistral poema filosófico del epicúreo romano Lucrecio, De rerum natura, encontró allí mucho material y un parentesco ideal con sus tesis, que ya había comenzado a elaborar: el destronamiento de la superstición, el estudio de la naturaleza como medio de salvación contra la ignorancia y el miedo a la muerte, la fuerza interior por medio de una afirmación vital de la razonabilidad” (en Tatián, 2014, p. 108).

Hay trazas de Lucrecio en el pensamiento de nuestro filósofo, indudablemente, y abarca más que aquello que nos ofrece Theun Vries. Sin embargo, en el presente apartado nos ocuparemos sólo de un punto en particular: la relación entre conatus y clinamen y sus implicancias en las concepciones respectivas de necesidad y foedera naturae, en su inextricable unión con los cuerpos. Sin la pretensión de exhaustividad –en tanto excede los marcos de la presente investigación- nos proponemos por lo tanto, el atisbo de una lectura que nos conduciría de Lucrecio a Spinoza, del Lucrecio de Deleuze a Spinoza, y finalmente, al Spinoza de Deleuze, para intentar plasmar una hapticidad que estaría recorriendo el trazo lucreciano y spinoziano, y no una opticidad pura, como pretende el filósofo francés.

En Lucrecio y Spinoza aparecen los tres puntos que Althusser postularía para pensar un materialismo aleatorio, tal como nos indica Morfino, se trata de “1. El primado del encuentro sobre la forma; 2. La negación de toda forma de finalidad; 3. La afirmación de la realidad como proceso sin sujeto” (2015, p. 95). Estos tres puntos no estarían separados entre sí, sino que se desplegarían en un mismo horizonte, y hasta en cierto sentido, se co- implicarían. Como hemos visto, la necesidad spinoziana no es un determinismo lógico, sino más bien, la revelación de la pura contingencia: los cuerpos se encuentran, entran en relaciones, son éstas las que constituyen, –parafraseando a Morfino nuevamente- post- festum, su esencia. El orden de la naturaleza no es un orden de necesidad sino que lo que es necesario es la relación que se establece entre Natura Naturans y Natura Naturata: la necesidad no es predestinación, sino conjunción, en tanto sobredeterminación causas, cuerpos y afectos, es decir potencia.

Foedera Naturai designa en Lucrecio un poder de producción (Ruiz, 2009, p. 47) en virtud de una alianza que constituye la naturaleza respecto de sí misma. El latino escribirá que:

En fin, si todos los movimientos se encadenan y el nuevo nace siempre del anterior, según un orden cierto (ordine certo), si los átomos no hacen, declinando, un principio de moción de rompa las leyes del hado (fati foedera), para que una causa no siga a otra causa hasta el infinito, ¿de dónde ha venido a la tierra esta libertad de que gozan los seres vivientes? ¿De dónde, digo, esta voluntad arrancada a los hados, por la que nos movemos a donde nuestroantojo nos lleva, variando (declinamus) también nuestros movimientos, sin que los determine el tiempo ni el lugar, siguiendo sólo el dictado de nuestra propia mente? Pues, sin duda, es la voluntad de cada uno la que da principio a estos actos; brotando de ella, el movimiento fluye por los miembros. (Lucrecio, 2012, II, 251-262, p. 175-177)

Para posteriormente decir que,

Así el movimiento que anima ahora a los átomos, es el mismo que los animó en el tiempo pasado y seguirá empujándolos siempre de la misma manera; y los cuerpos que acostumbran a engendrarse serán engendrados bajo las mismas condiciones: vivirán, crecerán y tendrán vigor según las leyes naturales (foedera naturai) concedan a cada uno. Y ninguna fuerza puede modificar la suma de las cosas: pues no hay lugar alguno, fuera del universo, a donde pueda escapar ningún género de materia, ni de donde pueda surgir una nueva fuerza que irrumpa en el universo para alterar la Naturaleza entera y trastornar sus movimientos” (2012, III, 297-307, p. 179).

La naturaleza configura una productividad de lo real inmutable pero con una radical contingencia en virtud del encuentro de los cuerpos, una pluralidad y diversidad dada por el clinamen como potencia de transformación (Ruiz, 2009, p. 48). Las formas devienen de este modo contingentes, pero ceñidas a esta alianza o contrato que son los foedera naturai, que no es sino producción inmanente de lo real, similar a la productividad autogenética de la causa sui spinoziana. Es por ello que, como dice Morfino, “la forma no persiste en virtud de la propia teleología, sino que cada forma es el efecto de una conjunción que sólo en presencia del concurrere multa rebus puede devenir coyuntura, una conjunción que dura” (2015, p. 100). Encontramos por ello, en el texto de Deleuze, “Lucrecio y el simulacro”, una bella síntesis de aquello que configura el estatuto de lo real para el latino: no se trata de la primacía de lo que “es” sino de la conjunción y encuentro que implica el “y”, pues el ser no puede sino entenderse como relación, como un devenir de radical contingencia cuyas formas se invocan al modo en que se invoca el mar para sólo designar una ola singular. En sus palabras:

la naturaleza ha de ser pensada como el principio de lo diverso y de su producción […]. La naturaleza no es colectiva, sino distributiva; las leyes de la naturaleza (foedera naturai, por oposición a las pretendidas foedera fati) distribuyen partes que no se totalizan. La naturaleza no es atributiva sino conjuntiva: se expresa en «y», no es un «es». Esto y eso: alternancias y entrelazamientos, semejanzas y diferencias, atracciones y distracciones, matices y brusquedades. (Deleuze, 2005, pp. 309-310)

Y esto se debe a que el clinamen como desviación en un intervalo mínimo de tiempo pensable, como variación cualitativa, es principio de transformación, movimiento, que dota una contingencia no arbitraria a las foedera naturai. Siguiendo la lectura de Deleuze: “el clinamen es la determinación original de la dirección del movimiento del átomo. Es una especie de conatus: un diferencial de la materia, y por ello mismo una diferencial del pensamiento, en conformidad con el método exhaustivo” (2005, p. 313). El conatus spinoziano es precisamente también un principio de transformación, un esfuerzo de afirmación indeterminado en la existencia, y por ende, de adaptación y resistencia, composición y descomposición simultánea a y en los encuentros. Si bien esta idea de pensar conjuntamente conatus y clinamen resulta efectiva para consolidar la inteligibilidad entre libertad, necesidad y foedera naturai (Tatián, 2014, p. 117), no nos resulta tan útil si consideramos la interpretación más íntegra de Deleuze respecto de la obra spinoziana, principalmente en lo que concierne a los géneros del conocimiento y los afectos, en donde, a pesar del magno análisis que realiza, tiene la tendencia de culminar en la reinstauración de un racionalismo tal como lo ha comprendido el academicismo y las historias de la filosofía. Es por ello que Meschonnic, quien critica prácticamente todos los análisis que existen sobre Spinoza, critica la lectura del francés, encuentra que está demasiado cerca y demasiado lejos de Spinoza. Si bien, su análisis tiene por objetivo postular que en Spinoza existiría una poética del pensamiento, para ello debe derribar los obstáculos que se han interpuesto entre arte y filosofía, entre afecto y concepto (Meschonnic, 2015, pp. 204-205), que es precisamente lo que Deleuze realizó, junto a Guattari, en ¿Qué es la filosofía?, y que reiteradamente vuelve sobre su análisis de Spinoza. El problema, para Meschonnic, “no es hacer una lectura afectiva, sino leer al afecto como escritura del pensamiento” (2015, p. 268). Desde ese lugar es que atenta contra su lectura, la cual la podemos encontrar particularizada en un breve texto sobre el filósofo holandés, titulada “Spinoza y las tres «Éticas»”.

Deleuze en ese breve texto se enfoca principalmente en la problemática del conocimiento, encontrando en la Ética tres elementos que operan como formas de expresión, se trataría de los signos o afectos, las nociones o conceptos y las Esencias o perceptos (2009, p. 192), los cuales se corresponderían respectivamente a los géneros de conocimiento: la imaginación, la razón y la ciencia intuitiva, en tanto que configuran además, modos de existencia y expresión. Estos tres elementos constituirían las tres Éticas que menciona el filósofo: Sombra, Color y Luz. Sin embargo, es la analogía que realiza entre estos elementos y los géneros de conocimiento respecto de la luz, lo que configura un problema para comprender el pensamiento de Spinoza. Parecería entonces que lo que Deleuze realiza –diciéndolo de un modo grosero-, es una analogía entre el mito de la caverna platónica respecto de la teoría del conocimiento spinoziana, volviendo a erigir el predominio del sentido visual tal como hizo Aristóteles en su Metafísica, es decir, reinstaurándolo como el más apto para el ejercicio filosófico.

De modo sintético, Deleuze establecerá que los signos o afectos son simplemente efectos, y en tanto que tales, son sombras que actúan entre los cuerpos, no se conocerían las cosas propiamente dichas, las sombras mediarían nuestro conocimiento de los cuerpos exteriores y también de nuestro propio cuerpo, en ese sentido “los signos son efectos de luz en un espacio atestado de cosas que van chocando al azar” (2009, p. 196). Las sombras serían la imaginación, que conoce efectos sin causas, y por ende, conduciría a introducir en el conocimiento un criterio de voluntad que negaría, finalmente, cualquier tipo de conocimiento verdadero. Las nociones comunes o conceptos, por su parte, correspondientes a la razón y por ende, a las ideas adecuadas. Aquí “la luz ya no es reflejada o absorbida por unos cuerpos que producen sombra, sino que vuelve a los cuerpos transparentes al revelar su ‘estructura’ íntima (fabrica). Es el segundo aspecto de la luz: y el entendimiento es la aprehensión verdadera de las estructuras del cuerpo” (Deleuze, 2009, p. 196). Deleuze introduce en este punto la noción de una geometría óptica cuya estructura sería la facies totius universi, es decir, la relación de movimiento y reposo que “se establece entre las partes infinitamente pequeñas de un cuerpo transparente” (2009, p. 197), a partir de lo cual llega a la noción de modo, definiéndolas como proyecciones de luz, son las variaciones de un objeto envueltos en esta estructura, y por ello, son considerados causas colorantes. Finalmente, cuando llega al tercer género del conocimiento, la ciencia intuitiva, Deleuze introduce su rigor racionalista, las esencias singulares constituirían el tercer estado de la luz, la cual es ahora: “luz en sí misma y para sí misma […] las esencias son de una naturaleza del todo diferente: puras figuras de luz producidas por lo Luminoso sustancial” (2009, pp. 204-205). Esta idea de las esencias como figuras de lo luminoso sustancial remite a su consideración como velocidades absolutas, que operan de un solo golpe, y no proyección ni yuxtaposición. Sin embargo, Deleuze nunca dice a qué se refiere con velocidades, nunca dice cómo se realiza esa transición cognitiva y existencial entre los géneros del conocimiento. Critica a los afectos, y asegura que Spinoza utilizará su mayor vigor para demostrar su inutilidad, aunque reconoce su necesaria existencia como substrato de esta sucesión epistémica, sin embargo, siempre ha de ser superada. Parece no recordar el prefacio del tercer libro de la Ética ni tampoco las primeras líneas del Tratado político, en donde critica la denostación de las pasiones humanas, y con ello, la del cuerpo, precisamente porque, tal como afirma Atilano Domínguez, es “el conocimiento del cuerpo y no el cuerpo mismo el que da origen a las pasiones. En una palabra, el cuerpo no es causa de las pasiones como cuerpo, sino como objeto, es decir, en cuanto conocido por el alma” (1975, p. 73), siguiendo la letra de Spinoza cuando afirma que “son las almas y no los cuerpos de quienes decimos que yerran” (E, II, Prop. XVII. esc., p. 142). Tal como ocurre en Lucrecio: “pero no por ello admito que los sentidos engañen en nada […] los ojos no alcanzan a ver la naturaleza de la realidad. Por tanto, no imputes a los ojos lo que es error de la mente” (2012, IV, 379-386, p. 347).

Precisamente en tanto que identifica afectos y signos es que vuelve a separar al cuerpo, a escindirlo de su unión necesaria con el pensamiento. La analogía de la luz nos conduce a pensar que el entendimiento puro es el que accede a la ciencia intuitiva, un entendimiento sin cuerpo, lectura si bien recurrente, parecería impropia del autor de Mil mesetas. Esto en virtud de que el signo “es un lenguaje material afectivo más que una forma de expresión, y que se parece más a los gritos que al discurso del concepto” (Deleuze, 2009, p. 199). ¿Qué implica esto? Que en las nociones comunes y ciencia intuitiva, en las esencias singulares, habría un orden, una inmutabilidad de las formas, pues éstas ya no serían afectivas. Disociado el cuerpo del entendimiento llegamos a la paradoja de un análisis que refuta precisamente aquello que el autor pretendía demostrar: la unión del cuerpo y el alma.

Es por ello que hemos hablado de que no se trata de un cambio óptico, sino háptico, noción que el mismo Deleuze invoca en Mil Mesetas y Lógica de la sensación. Este concepto designa una forma de sensibilidad que pone en relación un compartir entre el tocar y el mirar, desestabilizando por lo tanto el binario cercanía/lejanía que establecía la función    en cierto sentido topológica de ambos sentidos, proponiendo por el contrario, una tangibilización sensorial, que se relaciona directamente, tal como menciona Maurette, con una teoría de los afectos, puesto que lo háptico designa “la simultaneidad del afectar y del ser afectado. Tocar es ser tocado. Sentir es sentirse” (2016, p. 56). Este compartir de los sentidos, permite otros fenómenos simultáneos o epifenómenos, como la exterocepción, interocepción, propiocepción y cinestesia. En este sentido, “la afectividad no es simplemente una variedad del fenómeno háptico sino su plataforma originaria, su grado cero […] Ser y percibirse como ser vivo, como cuerpo enclavado en el mundo, es afectividad” (Maurette, 2016, p. 59). Esta concepción de lo háptico desde los afectos, planteamos a modo de hipótesis, es la que estaría operando en Spinoza, y según Maurette, en Lucrecio: “el tactus lucreciano es el más claro antecedente de lo háptico, y el atomismo en general, la tradición que mayor énfasis puso en lo táctil y lo tangible” (2016, p. 68). Sin embargo, hay que tener la cautela de no reducir el materialismo a uno vulgar, en cuanto que la presuposición de que todo es cuerpo sea garante de un pensamiento filosófico radical de la contingencia y la relación, y en el caso spinoziano, de la infinitud. Por ello, la ciencia intuitiva no puede comprenderse al modo de la luz, sino de la trama, como nos dice Morfino:

“El conocimiento de la esencia de todo individuo a través del tercer género pasa, por tanto, por el conocimiento de este trenzar complejo, y no podría ser alcanzada sin la consideración de las relaciones y de las circunstancias, en la vana esperanza de alcanzar, a través de una correcta definición, la esencia íntima de las cosas” (2015, p. 30).

A modo de cierre, el recorrido que hemos querido plantear, si bien, no completamente exhaustivo, es el de un horizonte de pensamiento que encuentra en Spinoza un núcleo fundamental: el estatuto de realidad de las nociones de relación y simultaneidad, movimiento e infinito, es decir la postulación de un materialismo del encuentro y la contingencia. Si bien, antes de llevar a cabo esa tarea –sin duda, pretenciosa- hemos debido hacernos cargo del problema del paralelismo, reinterpretándolo a la luz de la noción, ya no de correspondencia o traducción, como Bergson, sino como simultaneidad. Sólo de este modo era posible situar la idea de una primacía del encuentro sobre la forma —insistiendo en la reformulación de esta categoría filosófica por parte de Spinoza—, punto elemental para la constitución de un materialismo aleatorio según lo trazado por Althusser. En la trama de esta lectura, que se abría situando mano a mano a Spinoza con Lucrecio, no podía llegar a su fin sin establecer los vasos comunicantes que permitían tal relación. Clinamen y conatus —y con ellos, simulacro y potencia—, foedera naturae y causa sui, se entretejen entre sí, convergiendo y divergiendo, para dar cuenta de un pensamiento no tanto anacrónico como actual, y que nos conduce a reinterpretar la realidad en categorías distintas a lo que la tradición filosófica, como historia de la filosofía, ha intentado imponer dogmáticamente. Se trata de la búsqueda de una forma de vida, o mejor dicho de un modo de vida, que comparten Spinoza y el epicureísmo en sus principios: “el conocimiento y la amistad” (Tatián, 2014, p. 121), enfatizando que ese conocimiento no puede sino ser simultáneo a la acción y a los encuentros.

 

Referencias

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[1] Licenciada en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Magíster en Filosofía por la Universidad de Chile. Estudiante de Doctorado en Filosofía Mención Estética y Teoría del Arte de la Universidad de Chile. Proyecto de Investigación financiado por CONICYT-PFCHA/Doctorado Nacional/ 2018 -Folio 21181516. Artículo presentado para el seminario “Una física de lo sensible (Lucrecio, Bergson, Deleuze)” del Programa Doctoral impartido por el Dr. Miguel Ruiz Stull.

[2] La traducción utilizada para la Ética de Spinoza es: Spinoza, B. Ética. Madrid: Alianza, 2009. Trad. V. Peña, a lo largo del texto, esta obra será citada por E, libro, proposición, demostración, escolio o corolario, más la numeración de la edición referida. Sólo en caso de indicarse se utilizará otra traducción de esta misma obra.

Alienación y sucesión

Rojas Peralta, S. E. (2019). Alienación y sucesión. Círculo Spinoziano. 2(1), 98-124.

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Alienación y sucesión[1]

Sergio E. Rojas Peralta

 

La cuestión de la ipseitas y de la abalietas no parece resolverse en la sola oposición entre lo absoluto y la alteridad (alienación). El camino se cierra poco a poco, pues invocar una alienación fundamental del ser que es el ser humano es restringir el campo de acción o de aplicación. Campo de acción que no he tratado aún. El modo finito, si es fundamental alienado, es siempre otro, otro-que-sí (e incluso, se toma siempre por otro) y cualquier cosa que haga, no puede devenir dueño de sí, a falta de poder constituir su sí, de constituirse. En la teoría patológica, no sería más que pasivo y triste, impotente e ignorante, condenado a no reconocerse nunca. Esta descripción del modo humano puede ser considerado como un flujo continuo de conciencia, un ser que pasa por todo estado de ánimo sin residir en ninguno. Una descripción así puede ser exacta –en fin, rara es la salvación[2]– pero en cualquier caso de escaso interés práctico. En esto, podría encontrarse todas las lecturas fatalistas de la filosofía de Spinoza, que confunden determinismo y predeterminismo, causa y destino o, incluso, libertad y espontaneidad. Retomando el camino, reconozco que somos variaciones ínfimas y sutiles de la potencia divina y que nuestra esencia depende de ella. Salir de esta condición alienante implica de hecho el reconocimiento mismo de la condición de la abalietas. Ahora bien, ¿en qué consiste esta condición? Para responder a la pregunta, pasaremos por el análisis crono-político esbozando de un lado la teoría del tiempo y de otro la teoría política entendida en cuanto sucesión.

Pero reconocer la abalietas no es reconocerse a sí mismo, y menos aún obedecerse a sí mismo. El reconocimiento pasa por la forma de la correspondencia entre el objeto y la afirmación sobre el objeto (la percepción o la idea). La “afirmación sobre el objeto” es la manera quizás más elegante de hablar de lo que tradicionalmente se denomina sujeto cognitivo. Dado que la voluntad y el entendimiento no son más que dos expresiones de la misma cosa (E 2P49S), afirmar y entender son afecciones del individuo entre algunas que consisten en reaccionar respecto de la exterioridad. Aquí, no hay que hablar de cuerpos exteriores, pues la idea de las afecciones trata más de sí que de la naturaleza de las cosas exteriores. Guardando un cierto léxico escolástico (los in se y ab alio, en este caso), Spinoza plantea una estrategia que no busca ni un ὑποκείμενον, ni un subjectum cuya identidad le estaría reservada. Aceptamos la singularidad plural e infinita de los modos finitos y las variaciones de potencia a la cual está sometida. Los modos son el mundo de lo discreto. Y si hay salvación, hay que encontrar en la singularidad y las variaciones, a pesar de ellas.

La correspondencia entre el objeto y la afirmación sobre el objeto – en que nos interesa por ahora- no es aún cuestión de la adecuación eidética. La afirmación sobre el objeto, que como indica Spinoza (E 2P49S) no es ni las palabras ni la imagen de una cosa, versa sobre la facultas assentiendi (“facultad de asentir”). La objeción escéptica y cartesiana consiste en que hay una desproporción entre la voluntad y el entendimiento, cuya diferencia está en el origen de los errores. Spinoza plantea el argumenta de la manera que sigue: Dios nos ha dado una voluntad muy grande que nuestro entendimiento, de donde se escapa a nuestro entendimiento una infinidad de cosas, a lo que responde Spinoza: nos ea ipsa nulla cogitatione, et consequenter nulla volendi facultati posse assequi (E 2P49S, G133)[3].  La mencionada voluntad no es más que un universal (ser universal), tal como lo entiende Spinoza, está constituida por todas las voliciones singulares. El individuo no tiene pues voluntad, sino voliciones. No es una sola cosa a la vez, sino muchas. El origen del error es la ambigüedad y la confusión de todas las voliciones, de la misma manera que la imaginación, tomada como facultad, también es un universal consistente en todas las imágenes que la mente puede formar (E 2P40S1).

La supresión de la voluntad única y homogénea, de un querer genérico, implica tanto la supresión de un entendimiento único (no hay más que ideas) como la supresión del carácter abstracto de la noción de facultad. Este último elemento es notable. Si Spinoza renuncia al uso de la noción de facultad, se debe a que ésta crea más confusión. La facultad, desde la tradición aristotélica, enuncia la potencia y el ejercicio de la potencia. Es una δύναμις, pero puede ser ἐντελέχεια. Esta noción empobrece la noción de potencia, pues la vuelve pasiva, le substrae la eficiencia (κινητικός). Tiende a la confusión, porque no es pasividad en cuanto que potencia sin acción, sino que es actividad en la “producción” (γίνεσθαι y ποιεῖν). En fin, desgarra al individuo al exigirle una diferencia temporal entre la potencia y su actualización, diferenta que no se resuelve más que instaurando un fin de la acción por el cual la potencia se actualiza. Spinoza reconcilia potencia y ejercicio, sometiendo la potencia a la eficiencia y no a la finalidad. Además, al desestructurar el universal que es la voluntad, Spinoza suprime su carácter abstracto, pues, en la singularidad, la volición expresa discreciones y no un carácter universal o trascendental, expresa un movimiento específico, una tendencia, una potencia. Spinoza dota la voluntad de un objeto específico y concreto, incluso si puede quedar poco conocido o inconsciente (imaginario). Tenemos entonces voliciones-de, deseos-de, etc.

La reducción de la voluntad y del entendimiento a universales suprime a su vez la noción de facultad que funda una unidad, la del género o la del universal[4]. El individuo no es ni un universal ni un género. No lo es más que imaginariamente. El universal es una homogeneización y una simplificación prohibidas desde el punto de vista lógico. Y no porque pertenece a la substancia. Ésta ya no es universal, sino una y única, dicho de otra manera, sin género. ¿Qué se simplifica entonces? ¿Qué se homogeneiza? Por supuesto, este qué, incluso quién, que plantean problemas. No buscamos la arena sino los granos de arena que escapan entre nuestros dedos. La esencia de lo singular, de la cosa singular pasa por el conjunto de voliciones y de ideas cuya composición reenvía a la composición de los cuerpos del individuo y a los criterios de la individualidad. Hay pues composición heterogénea y la trampa consiste en transformar lo heterogéneo en homogéneo. No se trata de un rechazo de lo homogéneo, sino que la relación entre uno y otro exige separarlos y distinguirlos. ¿No es en efecto el problema del individuo tener que resolver este conflicto entre lo heterogéneo compuesto y lo homogéneo universalizado disolviendo lo uno en lo otro?

Una vez descompuesto, lo homogéneo no es más que la ilusión de un ens imaginationis. Pero esto no resuelve el problema de lo heterogéneo. En cambio, nos ofrece una guía. El tratamiento que Spinoza da a lo heterogéneo, tomado aquí como esta diferencia variable que constituye la singularidad, pasa por los criterios de conveniencia que hemos analizado en la primera parte. La conveniencia entre los cuerpos los aglutina. Así, nace el individuo. El mismo procedimiento parece tener lugar entre los individuos para dar nacimiento al cuerpo social (civitas o societas). La individualidad de una sociedad deriva de una especie de unidad. Dirigidos todos como por una única mente (una veluti mente duci)[5], producen la unidad del cuerpo, civil o social (imperii corpus, TP 3/5, G286; imperii integrum corpus civitas appellatur, TP 3/1, G284).

En este pasaje, Spinoza introduce una distinción “metafísica” cuando establece que para todo Estado (imperium) hay una “sociedad civil” (status civilis), que la Ciudad (civitas) es el cuerpo entero del Estado (imperii integrum corpus) y que la “República” (respublica) no son más que los asuntos comunes del Estado según la dirección de quien detenta la soberanía. A partir de esta distinción, los individuos son o “ciudadanos (cives) respecto del disfrute de las ventajas de la Ciudad según el derecho civil o “súbditos” (subditi) respecto de su sumisión a las instituciones y a las leyes. Esta última distinción reproduce la distinción atributiva: el individuo es ciudadano respecto del cuerpo del Estado y súbdito respecto de la mente del Estado. Únicamente bajo la identidad del derecho civil (jus civile) y de la ley, la potencia adquiere todo su sentido, tanto en cuanto conatus como en cuanto resistencia. Derecho civil y ley son dos expresiones de la potencia originaria, y aquí la identidad entre extensión y pensamiento se vuelve muy importante. Si los separamos (lo cual es prohibido desde el punto de vista lógico e imposible desde el metafísico), no tenemos más que quimeras, pero quimeras que permiten comprender y explicar el fenómeno político. Un derecho civil que no corresponde con la ley –y viceversa- implica un comportamiento imaginario del individuo, pues cree poder oponer derecho y ley, como si pudiese oponer cuerpo y mente (E 3P2S). De hecho, puesto que estas dos oposiciones son corrientes en la vida cotidiana, Spinoza muestra en qué grados están sometidos los individuos al control de la imaginación. El individuo, cuando insiste sobre esta oposición, sólo disminuye su propia potencia bajo su relación con el cuerpo y la mente[6]. Una veluti mente duci es pues una tópica en la teoría política spinozista.

Ella invoca una unidad de la conducta humana y del Estado, pero no sin introducir algunas dificultades, sobre las cuales C. Ramond atrae nuestra atención. Bajo una mente, Spinoza reúne razón y ley. La ley que expone se supone que es la más racional. La razón convertida en ley. La observación de C. Ramond
(en Spinoza, 2005, 282, n. 26) es pertinente: Spinoza parece separarse del inmanentismo y de la identidad atributiva, cuando pone una mente que guía por encima de los hombres. Por otra parte, en oposición a ese pasaje, se puede hacer referencia al Tratado Teológico-Político: nec fieri potest, ut omnes æque eadem sentiant et uno ore loquantur (“como no puede suceder que todos compartan la misma opinión y hablen con una sola voz”, TTP  20/7, G241). Spinoza acaba ese pasaje oponiendo derecho de actuar (jus agendi) y derecho de razonar y de juzgar (jus ratiocinandi et judicandi). El abandono del primer derecho a favor del soberano protege al ciudadano, el otro derecho atañe a lo privado. Aquí, Spinoza no ha llegado aún a una teoría unificada de la práctica, donde acto, conocimiento y juicio concuerdan entre sí[7]. En los dos tratados, la teoría política no parece haber encontrado un acuerdo absoluto con su teoría del conocimiento.

Una veluti mente, la unidad afectiva

Es necesario, sin embargo, atenuar las críticas, pues Spinoza formula este argumento a título comparativo (veluti) ¿A qué hace referencia este veluti? Un estudio de los lugares que concierne esta tópica muestra varias cosas.

[1] La multitud, sujeto lógico y político de este enunciado, tiene como condición necesaria para desplegar esta unidad poseer reglas de derechos instituidas por la razón (TP 2/21). La ley proporciona esta unidad. En este sentido, ella unifica los derechos civiles de los ciudadanos, aumenta pues sus potencias singulares y no las opone entre sí. Ciertamente, Spinoza opone cuerpo y mente como opine derecho y ley: Nam civitatis juis potentia multitudinis, quæ una veluti mente ducitur, determinatur (TP 3/7, G287)[8]. Pero esta extracto es seguida por una especie de definición de la tópica en cuestión: At hæc animorum unio concipi nulla ratione posset, nisi civitas id ipsum maxime intendat, quod sana ratio omnibus utile esse docet (TP 3/7, G 287)[9]. En el capítulo precedente, se subrayó el carácter mixto y encarnado del animus respecto al uso de los conceptos de cuerpo y mente. La multitudo o esta animorum unio siguen tanto la tendencia de la sociedad (el cuerpo) como la de la razón (la ley, es decir, la mente). No se puede comprender la unidad de la multitud más bajo la correspondencia entre estas dos tendencias[10].  No hay que olvidar pues que la política y la ética son ámbitos de la encarnación. El individuo es conducido más por los afectos que por la razón (TP 6/1), y es necesario tomarlo en su sentido imaginario, como la mente sin cuerpo (una especie de espectro), pero ejerciendo un único animus. Lo que hay que comprender como la imposibilidad de la mente de guiar al cuerpo del cual estaría desprendido.

[2] Además, la individualidad del cuerpo exige una composición específica y singular, composición que aumenta o disminuye de potencia. Solamente el intercambio con el exterior y lo que aumenta de potencia es útil. Lo útil, sobre lo cual se regresará, no es el único resultado del movimiento de los cuerpos. La maximización de lo útil implica el reconocimiento y la conciencia de los movimientos que implican una utilidad para el individuo. En este sentido, lo útil procede de los movimientos corporales que acrecientan la potencia y de las ideas que dan cuenta de este crecimiento. Así, todos los individuos tienen potencias que les son específicas, es decir, derechos naturales que no son otorgados por una autoridad. Y estas potencias y estos derechos se acrecientan con el aumento de la potencia de la mente. De este manera, Spinoza insiste: hominem tum maxime sui juiris esse quando maxime ratione ducitur (TP 5/1, G294-295)[11]. No olvidemos que la idea es idea del cuerpo pero también y simultáneamente idea de la idea. Una de las diferencias entre los dos atributos es el carácter objetivo de la mente. El cuerpo no es más que objetual, dicho de otra manera, cosa, pero también objeto de una idea. La idea es a su vez objeto y objetiva. La objetividad se vuelve un excedente de la idea sobre el cuerpo. El conocimiento introduce un reconocimiento que emerge a partir de los movimientos del cuerpo. El deber del soberano es imperii statum et conditionem semper noscere et communi omnium saluti vigilare, et id omne, quod majori subditorum parti utile est, efficere (“conocer siempre la situación y la condición del Estado, vigilar por la salud común de todos y efectuar todo aquello que es útil a la mayor parte de los súbditos” TP 7/3, G308). La idea es la objetivación de lo útil.

[3] Y precisamente, Spinoza insiste sobre la concordancia natural de la multitud:

sequitur multitudinem non ex rationis ductu, sed ex communi aliquo affectu naturaliter convenire et una veluti mente duci velle, nempe (ut art.9 cap.3 diximus) vel ex communi spe, vel metu, vel desiderio commune aliquod damnum ulciscendi (TP 6/1, G297)[12]

Aquí, introduce dos variaciones importantes: por una parte, el carácter volitivo que recae sobre la conducción de multitud (duci velle). Esta voluntad de unión[13] -y no de unidad- marca el conflicto entre lo imaginario de los afectos y una afectividad racional[14]. Por otra parte, la referencia explícita y directa a los afectos que son originarios[15] desde el punto de vista de Spinoza. Miedo y esperanza son los resortes de la sujeción del individuo, pero tiene cuando menos el poder de congregar. La una veluti mente no hace pues referencia exclusivamente a la razón. La imagen reenvía a la inmanencia, cuando pone un deseo de unión o de comunión. Se deducen entonces dos géneros de uniones, la que es por la razón, aquí buscada, aquella que es por los afectos de esperanza, de miedo y de anhelo de venganza, afectos originarios y comunitarios (o, si se quiere, de un imaginario comunitario o de un común imaginario[16]). Las dos vías, afecto[17] o razón, conducen a una especie de unión. Lo que resulta de cada vertiente es la potencia relativa de los individuos y del Estado.

[4] El derecho del soberano (jus summarum potestatum) es considerado por Spinoza imperii veluti mens […], qua omnes duci debent (TP 4/1, G291)[18]. Por supuesto, el análisis no se sostiene, pues el soberano tiene el derecho de instituir las leyes y dirige los cuerpos y las mentes de los individuos. Los asuntos públicos (respublica) dependen únicamente de él. La unión del derecho del soberano es también fundamental. En el caso de la aristocracia, Spinoza muestra que esta unión toca un cuerpo regido por una mente (unum veluti corpus, quod una regitur mente, TP 8/19, G331).

[5] En fin, el último elemento de este análisis: la decapitación del Estado. Una imagen tal, que nos conduce a otra vía de análisis, es dada por Spinoza como produciendo una eversio (“revolución”). Cuando los neerlandeses escaparon al último conde, Felipe II (1598), no cambiaron el Estado. Acéfalo, cayó enseguida por causa de la deformación del Estado (ex deformi ejusdem imperii statu, TP 9/14, G352) y por el bajo número de quienes lo dirigían. Spinoza habla de eversio[19] y habla de un Estado veluti corpus sine capite (TP 9/14, G352). Ciertamente, la imagen de la cabeza como gobierno se repite a lo largo de la historia política. Suprimir al soberano sin reemplazarlo o sin constituir nuevas instituciones es abrir la puerta a nuevos cambios radicales. La cuestión es reformar o suceder. Toda revolución llama inevitablemente a una restauración.

La cuestión de la sucesión: la temporalidad del Estado

Este último elemento nos introduce sobre la vía que me interesa. Contiene a decir verdad todos los elementos conflictivos de una teoría del Estado: el problema de la reforma y de la revolución (στάσις, en el sentido aristotélico), los problemas de la forma del Estado y del régimen, lo que llama Spinoza un Estado deformado –que no es sin embargo una quimera- y el problema de la continuidad del poder. Tres cuestiones pues: “estabilidad”, “forma” y “continuidad” del Estado o del poder.

Las tres tratan, de hecho, sobre la cuestión del reconocimiento y de la voluntad, que se muestra desde ya como una nueva figura de la confrontación entre unidad y pluralidad, entre lo absoluto y la alteridad. Comencé por decir que el reconocimiento pasa por la forma de correspondencia entre el objeto y la afirmación sobre el objeto. El reconocimiento, fenómeno de la singularidad, exige entonces un posicionamiento del sí respecto del ipse y, solamente después, respecto del otro. La confusión no puede aquí emerger, pues descubrir que el ipse, portador de la identidad, no es sí mismo y que la identidad propia está pues desdoblada (abalietas) hace de la identidad una cuestión de descentración y “re-centración” del sí. Pensar la relación al sí es pensar su relación con otro. El individuo dirige entonces la mirada sobre el exterior, por esta correspondencia entre el objeto y la afirmación sobre el objeto. El individuo está sumergido por lo objetual. Pero solamente una mirada adecuada impide que se ahogue en el flujo de los objetos. Estabilidad, forma y continuidad exigen del individuo que se conduzca una veluti mente, de suerte que se reconozca a sí mismo como centro de acción.

Pero esta unidad no puede ser más que natural, incluso automática —y no espontánea[20]. No podrá hablarse de la unidad de Dios como constante, continua y provista de una forma. La unidad a la cual los individuos pueden aspirar está sujeta al veluti[21]. En otras palabras, sujeta al carácter otro, alienado, de la estabilidad, la forma y la continuidad políticas. Spinoza no dice nunca que los individuos son conducidos por una única mente, sino como por una única mente. Hay que confesar que en la lectura del Tratado Político a veces es difícil reconocer el análisis descriptivo objeto del libro y dejar emerger una tonalidad a la cual estaríamos tentados de denominar idealizante, como si Spinoza introdujese el deber ser en el lugar del ser. Por otra parte, explicar la decadencia de un régimen o la caída de un gobierno no debería dar lugar más que a una teoría de la inestabilidad, sin dejar entrever en contraste una descripción de la política tal como debería ser.

Además, la voluntad, tomada como género, crea una ilusión sobre el conatus, como si se expresara uniformemente. Por el contrario, perseverar en su ser no es un esfuerzo homogéneo. Por un lado, atribuir la homogeneidad al conatus implica la introducción de la causa de su destrucción en la esencia del modo finito, lo que es absurdo. La destrucción del modo no procede más que del exterior, depende de la variación y de la diferencia de las potencias exteriores. Por otro lado, el modo es desgarrado por la afectividad (afectado tanto afectante, en grados diferentes y a veces incluso en relación con las mismas cosas). De hecho, la voluntado así como el entendimiento, la volición como la idea, conciernen dos naturalezas a la vez, el exterior y el interior. La afirmación-sobre-el-objeto es una puerta o un pasaje que no implica una cosa en tránsito. Ella es esa relación constitutiva entre el exterior y el interior –relación que no existe en la substancia-. Bajo la luz del ipse encerrado sobre sí mismo, el alium busca configurarse como una referencia a sí mismo sin jamás alcanzarlo. Una vez abierto, debe más bien, si no es su única ocasión, aprovechar para abrirse al otro. Debe reconocer esta apertura y establecer un conocimiento de sí en cuanto que apertura, en cuanto que pasaje y mecanismo. Lo heterogéneo no desaparece, pero se redefine como lo útil a sí.

Hemos pasado entonces del problema de la abalietas al problema de la unidad –a veces expresada inadecuadamente bajo la fórmula de la unicidad- por medio de la crítica spinozista del universal (la voluntad no es una más que bajo la fórmula de la voluntad infinita y del entendimiento infinito, y consecuentemente de Dios). Este tránsito nos ha conducido a la tópica una veluti mente duci. Como esta tópica lo plantea, el sentido “onto-político” del individuo nos conduce a reformular los términos de las relaciones entre la abalietas y de la ipseitas, y entre la abalietas y el individuo. Aunque todos los individuos sean diferentes, y tengan esencias singulares, su relación con la substancia pasa por la unidad de ésta. Pese a la diferencia esencial, la naturaleza es la misma en todos, la unidad se expresa en la pluralidad, en el sentido de la expresión establecida por Deleuze (1968, 158-159ss). Pero si hay univocidad y supresión de toda eminencia causal, queda la equivocidad del universal y del trascendental, equivocidad que es muy evidentemente imaginaria. Es en esta relación epistemológicamente vaga y confusa que se crea la relación onto-política, una relación con tendencia imprecisa y vana.

Antes de tomar esta nueva vía, consideremos la importancia de la imprecisión en la política. Va de suyo –sobre lo cual no insistiré- que la epistemología spinozista está fundada sobre los criterios de claridad y distinción y adecuación. Spinoza escribe:

ac proinde subditis multo satius esset suum jus absolute in unum transferre quam incertas et vanas sive irritas libertatis conditiones stipulari, atque ita posteris iter ad servitutem crudelissimam parare. (TP 7/2, G308)[22]

Me detengo sobre un detalle de este extracto. ¿Se pueden estipular condiciones de la libertad que no sean precisas y útiles? ¿No se dirían incluso que la precisión y la utilidad son las condiciones de la libertad? Además, Spinoza ubica la imprecisión y lo vano bajo el registro de lo efectivo (sive irritas). De la imprecisión y lo inútil, es imposible que la libertad nazca, puesto que ella implica como condición necesaria un conocimiento adecuado.

Pero esta especie de oxímoron entre las condiciones de la libertad y la libertad misma se disuelve en el hecho que la imprecisión conduce a la servidumbre[23]. La precisión (certitudo) es pues una condición para la libertad política (individual o colectiva[24]). El problema se plantea ahora en sentido inverso, en el origen del carácter confuso y vago de la vida cotidiana. Cuanto más especulativas se vuelven la vida de los ciudadanos o sus conductas, tanto más difícil de acceder es la decisión política unitaria. Digo “especulativas”, porque se trata de conductas que proyectan o anticipan un resultado en el porvenir. Debe entenderse por “especulativo” aquello por lo cual un ciudadano proyecta sus afecciones sobre la sociedad (status civilis) y sobre el Estado. Es así que sus esperanzas y miedos toman lugar en la vida política, en general, y producen un trastorno en su mirada y en la del otro, en particular[25]. Esta noción es fundamental para comprender el problema de la unidad política, de la unanimidad (una veluti mente) y de ciertos problemas derivados de la simultaneidad. Responde también a la fluctuación de ánimo, núcleo de la vida cotidiana y política.

Además, y esto tendrá también otro desarrollo, la percepción actual de las cosas prepara el camino para la servidumbre o para la libertad futuras. Más exactamente, la imprecisión prepara el camino de la servidumbre. A causa de su carácter efectivo, la libertad es un estado presente e in acto, mientras la servidumbre no tiene un tiempo particular. Esta falta de especificidad está vinculada con el hecho de que la noción de libertad es definida respecto de la eficiencia y la potencia, y se ubica fuera del tiempo. La libertad es atemporal, eterna. Lo contrario es considerar los actos sometidos a la “lógica” del tiempo, lógica que es enteramente imaginaria. Los descendientes de las condiciones políticas imprecisas y vanas están sometidos al régimen de lo imaginario y, en este caso, del futuro y del pasado. Lo imaginario multiplica las entidades, borra la eficiencia. Posteriormente, se verán las dificultades que tal concepción del tiempo plantea para la política. No se puede más que adelantar la tesis según la cual la política es la teoría del tiempo.

Se puede regresar entonces al camino abierto por la imagen de la decapitación del Estado. La estabilidad, la forma y la continuidad del poder son la clave de bóveda de toda teoría política. Estos tres elementos son tres vertientes del mismo factor, el tiempo del Estado. Debería decir la duración del Estado, lo que desde el punto de vista del Estado, tomado como individuo es correcto, pero la duración es concebida como una prolongación en la existencia, como la existencia misma bajo una relación de fuerzas respecto de los existentes exteriores. Ahora bien, la cuestión del Estado no se reduce únicamente a su resistencia al exterior, sino también a su coherencia interna. En este sentido, el leitmotiv de “no ser un imperio en un imperio” encuentra una restricción, como si el individuo se volviese un imperio sobre el cual se funda el imperio estatal. Tal idea es perturbadora. Spinoza niega la posibilidad de nacer fuera del Estado. En ese sentido, el Estado sería un dato histórico insuperable, y a la vez existe en la medida misma en que sus miembros lo hacen existir y en la manera en que lo hacen existir.

Pero el Estado no está sometido a confrontaciones de potencias diferentes a las que sujetan al individuo. Si éste puede entrar en el cuadro de una “patología”, el Estado también.

Haré la distinción entre patología y Patología. Le primera remite al problema de la “normalidad”. La segunda no es más que la teoría de los afectos, tal como la desarrolla Spinoza en la Ética. Esta teoría es aplicable tanto a las configuraciones sociales como al Estado. Pero desde ya se puede entrever el problema que plantea formular una tal “patología” en el cuadro de la metafísica spinozista. El fin, la muerte no son más que negaciones de los modos finitos y que no dimanan en nada de sus esencias singulares. El aspecto de la muerte (species mortis) es extraño al modo, ya sea un individuo, ya sea el Estado. O bien el Estado no acepta la analogía con la individuación propia del modo finito, o bien la acepta y entonces todo elemento “patógeno” está excluido de la teoría del Estado[26]. En este último caso, ¿cómo puede entrar una teoría de la revolución en la teoría política?

Regresemos a las condiciones de una teoría en un sentido spinozista. Spinoza formula, como se señaló en el primer capítulo, la noción de continuidad en la explicación. Se habló de régimen lógico y régimen normativo, según los cuales todo debe reducirse a una única causalidad –cuestión de expulsar el milagro como forma de explicación- y reducir lo inadecuado a lo adecuado. Aunque la estabilidad y la inestabilidad tienen el mismo régimen explicativo. En este sentido, la revolución como fenómeno social y político debe poder ser explicado, y debe entonces entrar en el cuadro de la teoría política spinozista.

Además, en ese mismo pasaje, se señaló que la inestabilidad atañe la pasividad de los individuos. Ciertamente, todas las conspiratio, eversio y seditio son portadoras de un imaginario, pero ¿significa acaso siempre pasividad? Se señaló también la oposición entre el jus fortunæ y el sui juris (E 4Præf/1). Es una oposición entre lo imaginario y la razón, en la cual la inestabilidad carga las suertes de la fortuna. ¿Ninguna revolución escaparía entonces a un destino impotente y pasivo? La revolución tiene en Spinoza una acepción negativa. Se sabe que el éxito de un “movimiento revolucionario” no dice nada de su potencia ni de su actividad (sobre lo que volveré en el siguiente capítulo). Puede tener lugar, pero su acontecimiento no significa históricamente su eficiencia. A contrario, ¿acaso debe soportarse un régimen tiránico? ¿Hay acaso derecho a la resistencia y desobediencia civiles? Todas estas preguntas son legítimas, cuando se expuso el Estado bajo el tropo una veluti mente. Este tropo no concierne exclusivamente un régimen, sino que toca la integralidad de la teoría política. No quiero detenerme sobre la teoría política, tema que se escapa a estas consideraciones, igual que la cuestión de la “revolución” en sí misma. Pero entonces, ¿cuál es el interés de esta otra vía, si no la de ver la cuestión del tiempo respecto de la abaliedad?

Estabilidad, forma y continuidad del poder son tres maneras de expresar el problema de la duración y de la temporalidad del Estado. Dicho de otra manera, se trata de expresar la sucesión del Estado y del poder. La noción de sucesión debe ser tomada como la herencia y como la temporalidad. La estabilidad y la forma están de hecho relacionadas a la continuidad y se prolongan en un Estado al establecer reglas de conservación o de transformación del régimen[27]. En el Derecho Constitucional y el sistema jurídico, hay siempre una serie de normas que tocan la transmisión del poder, aspecto que estas reglas de conservación y de transformación toman para darse continuidad. Si es necesario hablar de sucesión en política, se verá que no se trata de un concepto puramente temporal. No es la simple serie de situaciones, una detrás de otra, sino el encadenamiento de unas y otras. El imperio de la ley tiene algo de racional cuando formula estas reglas de conservación y transformación. La metamorfosis del Estado no se realiza sin que éste se dé previamente la forma para una tal transformación.

La idea de sucesión debe ser anclada en la distinción entre duración y tiempo. Y ésta reside en el hecho de que la primera noción remite a la existencia y en la indefinición de la existencia (indemnita existendi continuatio, E 2D5). La esencia del modo finito no implica de ninguna manera ni su existencia ni su destrucción. El tiempo remite a los entes rationis, a la imaginación (E 2P44S). De esta manera, la duración comporta un sentido formal, mientras el tiempo un sentido objetivo[28]. La duración de la cosa es la cosa puesta como ya existente, sin relación a su producción, ni a su destrucción, pero señalando su carácter indefinido y efímero. Ella invita a conocer las fuerzas que prolongan la existencia de la cosa (existendi continuatio), en este caso, de nosotros. Invita a conocer la esencia, a pesar de su insuficiencia, tal vez por ello mismo. Su insuficiencia, su ser indefinido habla de la apertura por la cual el tiempo se introduce como objetivación de la ausencia. Si la imaginación es explicada como modo de presentificación (Vorstellung), el tiempo se convierte en la presencia de esa falta. Éste reemplaza -¡como si fuera un vacío!- la prolongación de la existencia. Así formulado, el tiempo parece colmar la prolongación, pero no como un futuro (que se pensaría como la prolongación de nuestra existencia), sino como abstracción de la sucesión. De hecho, es eso el tiempo: una abstracción de la sucesión puesta como una serie de hecho y no como encadenamientos causales, puesto que el tiempo no pone el principio de sucesión.

Se trata de una abstracción, pues el tiempo es una noción compleja y heterogénea pero empleado frecuentemente como una noción homogénea. Es compleja, porque implica distinciones (pasado, presente, futuro) que se suponen que ubican los eventos y que les dan una referencia. Las referencias así establecidas son vínculos que implican concordancias (ellas se vuelven intertemporales), casi en el sentido gramatical de las concordancias verbales.

Además, estas distinciones temporales son heterogéneas entre sí, una es transcurrida, otra es el transcurrir mismo, y la última es sin transcurrir. Por el hecho de establecer referencias entre los tiempos, la manera de mirar no es la misma, pero el presente parece uniformar la mirada (se pone en el pasado un presente, se pone el futuro en el presento o en el pasado, de manera que se pueda pensar los eventos y sus diferencias). Se tendrán entonces imágenes de los eventos a partir del punto de vista adoptado[29].

Aquí no dejaré de plantearme preguntas. ¿Una noción así construida y empleada no es un espejismo conceptual (una quimera) o un trascendental? Los tiempos (presente, pasado y futuro) no son más que imágenes de la existencia, modalidades en las cuales la existencia singular parece prolongarse. ¿Cómo entender la prolongación (existendi continuatio)? No se puede responder aún la pregunta, sin haber desarrollado antes la teoría de la imaginación que sostiene las nociones temporales. En cualquier caso, se puede decir por el momento que el tiempo en cuanto que sucesión comporta entonces dos factores: [1] el tiempo es una presencia objetiva que colma la ausencia formal (esto es la forma o el aspecto del tiempo) y [2] consiste en una abstracción (esto es el tenor del tiempo).

Regresemos a la sucesión como idea clave de las tres cuestiones de la teoría política, estabilidad forma y continuidad. Retomemos esta vez la otra acepción, la de herencia. Con todo, la herencia está anclada en la temporalidad. Es una cuestión dependiente del tiempo y muestra ciertas construcciones eidéticas lato sensu, que conciernen los conflictos de la vida cotidiana. Se trata de un problema de transmisión del poder (incluido el de adquisición y conservación del poder). Esta otra acepción es importante, porque de ella se deriva el problema de la transferencia (de nuevo el problema del pacto) y el problema de escisión en la continuidad (la dicha “revolución”).

La herencia es una forma ambigua o heterogénea de la sucesión, pues ésta está construida a partir de dos miradas en sentido opuesto, como el rostro de Jano, uno mira del presente hacia el futuro, el otro del presente hacia el pasado. Pero el futuro del primero es el presente del segundo, el presente de uno es el pasado del otro. Al contrario que Jano, cuyos rostros se dan la espalda, aquí cada rostro mira de frente al otro. Vis-à-vis, estas dos miradas son in principio la transmisión de la misma cosa, pero sus sentidos diferentes introducen una distorsión en la cosa mirada y que se supone es transmitida, distorsión de una mirada sobre la otra. Para quien lega su patrimonio no hace más que dejar, abandonar su universalidad a otro, universalidad que no será retomada más que al momento de la desaparición del testador (la universalidad es aquí el patrimonio en sentido jurídico). Para el legatario, éste recibe una universalidad (se puede decir también un conjunto cerrado y finito), como un resto de aquel que lo ha producido o adquirido. El patrimonio es el mismo, pero no significa la misma cosa. El testador es plenamente activo y establece incluso ciertas condiciones de recepción para el legatario. Éste es pasivo en este respecto y, si, en derecho, tiene el poder de rechazarlo o de renunciar a esa universalidad, en política, no puede más que aceptarlo[30].

Esta idea de un Jano que se mira a sí mismo de frente implica imagen del tiempo más compleja. De hecho, se trata de retraducir la sucesión bajo el aspecto extensivo y el aspecto intensivo o eidético que ella esconde. En nuestras representaciones del tiempo, se pone siempre un vínculo de tiempo o, más exactamente de un tiempo a otro. El vínculo temporal significa entonces tres cosas: [1] el tiempo es en sí mismo la expresión de una modificación (afección), [2] el tiempo modifica y es modificado de acuerdo a esta modificación, de donde la plasticidad del tiempo, y [3] el tiempo transmite algo en un sentido y en otro. La importancia de la teoría del tiempo (E 4P9-13) es mostrar la construcción de esos vínculos y de esas transmisiones. El tiempo es un mecanismo. La teoría de la recepción así esbozada constituye la historia como el campo de tensiones donde la animi fluctuatio se despliega. La historia no es ni el tiempo, ni la sucesión, sino la transmisión de las imágenes, imágenes que son temporales en cuanto que ellas son imaginaciones. El sentido de la transmisión no es ni hacia adelanta ni hacia atrás, sino las dos. ¿Cómo puede comprenderse entonces el sentido de la flecha del tiempo?

Avancemos sobre la concepción de la temporalidad en Spinoza, mostrando el lazo existente entre la imaginación y la sucesión.

Esbozo de la teoría del tiempo en Spinoza

Un esbozo de la teoría spinozista del tiempo contiene los cinco trazos siguientes:

[a] la distinción entre duración y tiempo, la primera remite a la relación entre la esencia y la existencia (E 2D5), el segundo a un modo de pensar (ens rationis), cuyo objeto es la duración (CM 1/1 G234). La duración implica una indefinición que no se reduce más que desde fuera, por los cuerpos exteriores. Tanto la duración como la eternidad implican el hecho de pensar bajo la necesidad (E 2P44 y 2P44C2). El tiempo acarrea las nociones de contingencia y de posibilidad (E 2P44C1, 4D3 y 4D4), así como las de simultaneidad y de sucesión. Ya se señaló el aspecto formal de la duración y el aspecto objetivo del tiempo.

[b] un vínculo estricto entre la objetivación (la imaginación) y el tiempo en tres sentidos: [1] el tiempo como objeto de la imaginación, [2] la cosa imaginada referida a un tiempo cualquiera y [3] el vínculo posible entre los dos primeros, es decir, la imaginación de la temporalidad de la cosa imaginada y la temporalidad de la objetivación de la temporalidad. Esos vínculos son el núcleo de las proposiciones 9 a 13 de la cuarta parte de la Ética y del escolio de la proposición 44 de la segunda parte.

[c] una concepción mecánica del tiempo, que una vez construida la imaginación de la sucesión, descansa sobre una idea adecuada de la sucesión como transmisión (la transmisión entendida como causa), dicho de otra manera, un mecanismo construidos sobre las bases de una teoría de la recepción (TTP 7 y 1 y el CGLH). Hemos tenido la ocasión de anticipar este rasgo (el doble rostro de Jano) como una forma de intercambio, el tiempo mismo como afección en el dominio de la historia (y de la historia de las instituciones políticas).

[d] una concepción del tiempo derivada de una concepción de la lengua hebrea (CGLH cap.13, G343). Se trata de una concepción aspectual y no temporal que reduce el presente al fin del pasado y al principio del futuro. Los dos únicos tiempos reconocidos son pues el pasado y el futuro, y considerados uno como la acabado y el otro como lo inacabado (de nuevo, podemos pensar en Jano). El presente está excluido de la temporalidad, lo que de él un momento de eficiencia y de existencia y presentificación. Sería la modalidad de la imaginación que se esfuerza por vincular la imaginación a la causa y no a la temporalidad. Esta modalidad sería la parte de la imaginación que es común a la razón[31]. Regresaré sobre estos puntos, cuando trate la concepción spinozista del lenguaje.

[e] en fin, como se verá cuando analice la memoria, la imaginación es un mecanismo inercial de substitución. El individuo continúa imaginando la cosa hasta el momento en que sea reemplazada por otra, y así sucesivamente (E 2P17). En este mecanismo fundamental reside la sucesión como substitución.

Regresemos ahora al aspecto político de la sucesión, la herencia.

Jano con los rostros volteados, la herencia es pues la transmisión de una universalidad. Si trastocamos nuestra imagen, el objeto de transmisión es el poder y el gobierno (el régimen), y lo que está en discusión entonces es la modalidad de la transmisión. De ahí, la preocupación por los eventos perturbadores, como la conspiratio, la eversio y la seditio. Estos fenómenos políticos invocan un sentido de revolución, de cambio. Como expresiones de la “revolución”, estos fenómenos tienen una connotación negativa. Hay que atenerse a esto sin introducir una valoración de la necesidad o de la corrección del cambio: la revolución en cuanto tal. Si Spinoza es un pensador de la revolución, sigue siendo un pensador de la legalidad y del régimen (la expresión puede dar lugar a confusiones, pero para él la noción de régimen implica una legalidad y una racionalidad que le son propias). Hablé de la situación política de imprecisiones jurídicas y legales que deben a cualquier precio evitarse. Regreso ahora sobre el problema de la transmisión. Y el elemento que permite concebir adecuadamente la crisis desde el punto de vista temporal es la herencia.

Posesión y usurpación

Tomemos al soberano como testador. Ciertamente, no testa ni su patrimonio, ni bajos sus propias condiciones —únicas diferencias significativas respecto de la noción jurídica de testador. Por principio —por hipótesis—, lega el poder que ha recibido y lo lega de la misma manera que lo recibió (aquí no se tomará en cuenta las posibles durante su gobierno). Una lectura más teológica habla de la encarnación divina en el poder terrestre. Pero no se trata ya de la encarnación o de la representación de Dios sobre la tierra[32]. El soberano es como el poseedor, que se conduce como propietario sin serlo. En cuanto poseedor, despliega el jus utendi et fruendi (los derechos de usar y de recoger frutos), pero tampoco el jus abutendi (el derecho de disponer de los bienes). Poseer un derecho es efectivamente ejercerlo. Esta noción de posesión[33] reproduce bien la acepción efectiva de la potencia spinozista. Se sigue que el derecho y la potencia son equivalentes en Spinoza (TP 2/3-5 y 2/8)[34]. El ejercicio define pues el aumento o la pérdida de potencia, el conatus, el derecho y, en fin, la esencia de aquel que “ejerce el derecho”. El ejercicio es el esfuerzo mismo de existir.

La transmisión —término que conservo igual que el de transferencia, pues hace referencia a la cuestión histórica y lingüística como a la cuestión mecánica—, la transmisión del poder es así reconvertida en el problema de la transmisión de un derecho específico, como el de la posesión. Esto nos permite conduce el análisis de otra manera[35]. La noción de posesión nos permite considerar la cuestión bajo el ángulo del ejercicio. El soberano lo es, porque ejerce este derecho que se la ha transferido. Pero el ejercicio no le es propio. No es “propietario” de la respublica[36]. El soberano ejerce el poder a título precario, puesto que la posesión está en función del interés de los demás. Acabado su mandato, el soberano devuelve la cosa, para que el siguiente (posterus) ejerza los disfrutes (el jus utendi et jus fruendi), y así sucesivamente. Efectivamente estos derechos son ejercidos no para él sino para la comunidad. En cualquier caso, el interés de la imagen consiste en relacionar la noción de sucesión con la cuestión política. La posesión no sería entonces más que la manera de considerar temporalmente el ejercicio del poder. Y este ejercicio tiene condiciones, como los de la posesión, de manera que la transferencia de la posesión sea pacífica, como lo ha sido la posesión de la cosa. Las condiciones de posesión son pues las mismas que las de la transmisión. Contentarse con decir que las condiciones están legalmente establecidas no es suficiente. La fortuna debe ser excluida del paso de uno a otro. Las condiciones de posesión como las de transmisión están reguladas. Y esas condiciones son la ausencia de “vicios” que dañan el animus possedendi. Esto recuerda el carácter preciso que la situación política debe tener. Regular la conducta de tal manera que se pueda reconocer bajo qué condiciones se está. De nuevo emerge el sistema semiótico o de reconocimiento. Estos “vicios” son pues el equívoco (conditiones incertæ, la imprecisión), la clandestinidad[37] y la violencia. La clandestinidad y el equívoco hacen claramente referencia a este sistema. La violencia[38] sería el tercer elemento por el cual la estabilidad, la forma y la continuidad del poder se interrumpen. Estos vicios, por muy importantes que puedan ser, no deben distraernos del problema. Agreguemos solamente que estos vicios se oponen a las virtudes en el sentido que implican efectivamente una disminución de potencia y son más dañinos que útiles al desarrollo de la civitas.

Del hecho de no estar ligada a la propiedad[39] de la cosa, la posesión implica un vínculo temporal y provisional con el poder. El ejercicio del poder no es pues únicamente precario, sino también temporal y provisional. El matiz que se dibuja entre el ejercicio del poder y el poder establecido e instituido (el Estado) atañe a la duración y no al tiempo. El ejercicio del poder prolonga la institución del Estado (o cualquier otra institución colectiva) es la potencia por la cual la existencia de la institución se prolonga y se vuelve indefinida. En el mismo sentido, la ruptura de este ejercicio implica la interrupción de la institucionalidad bajo las figuras de la inestabilidad, la deformación y de la discontinuidad.

Además, la posesión es accesoria respecto de la propiedad. El poseedor no se convierte en propietario más que en la medida en que el tiempo transcurre, por usucapión. Ciertamente, las condiciones públicas sostienen su ejercicio. Pero aquí debe introducirse un límite a nuestro análisis, pues lo que es propio al derecho actúa diferentemente en política. El poseedor, el soberano, deberá finalmente devolver la cosa, el poder, transmitirlo. Al hacerlo, se dice que la posesión es absolutamente accesoria y relativa a la propiedad. Salgamos de la imagen del poseedor. Formulemos ahora la del usurpador.

Se puede pensar en dos figuras de la usurpación. La primera es Ulises[40] que debe batirse en cuanto que pretendiente[41] y usurpador (únicamente en cuanto tal, debe luchar para recuperar tanto a su mujer como a su reino) y simultáneamente combatir a los demás pretendientes. Usurpación, pretensión y rivalidad son modalidades de la simultaneidad. El usurpador es aquel que se plantea en oposición al legítimo poseedor. Como éste, intenta mostrarse ex bona fide como el poseedor y el propietario. Imita al legítimo poseedor, y de la misma manera debe ejercer su derecho claramente, públicamente y sin violencia.

La otra figura, a la cual hace alusión Spinoza, es Moisés[42]. Éste sufre una revuelta dos veces consecutivas, es acusado de usurpador. Moisés no se salva más que recurriendo a la violencia (manera de protección de la posesión). Lo importante es que la sedición del pueblo entero está fundada sobre su creencia que la primera sedición no fue apaciguada por juicio divino sino por un artificio de Moisés (credentis scilicet eos non Deo judice, sed arte Mosis extinctos esse, TTP 17/28, G219).

El pasaje responde a una teoría de la posesión o teoría de la usurpación. El pueblo actúa como si le escondiesen el ejercicio del poder real (Dios), como Moisés no actuase en cuanto poseedor precario (y, por extensión, en cuanto propietario). Las condiciones del ejercicio parecen imprecisas o equívocas, la publicidad del ejercicio está en jaque y, en fin, se acusa a Moisés de ejercer una violencia para conservar su poder. Respecto del pueblo, Moisés cae en los vicios del usurpador. Ya no es el legítimo poseedor, no detenta más el poder, de donde la sedición. Se puede agregar al análisis el hecho de que esta sedición es general (universalis seditio), signo de reconocimiento del pueblo de su propia unidad aunque bajo los afectos pasivos. La masa reacciona una veluti mente, unida “o por un miedo común, o por un anhelo de vengar algún daño sufrido en común” (TP 6/1, G297). La masa reacciona aquí por unanimidad.

Así, a partir de estas dos teorías unificadas de la posesión y de la usurpación, se puede comprender el carácter efímero del ejercicio del poder, pero por extensión de todo derecho y de toda potencia. Spinoza cita la Escritura: “Y un poco después dice Moisés al mismo pueblo: porque yo conozco tu rebeldía y tu contumacia. Si, mientras yo he vivido, os habéis rebelado contra Dios, mucho más lo haréis después de mi muerte” (TTP 17/28, G219[43]). La insumisión puede ser entonces mejor caracterizada bajo las condiciones de la usurpación: equívoco, clandestinidad y violencia. La obediencia contiene en sentido inverso los caracteres de la precisión (claridad y distinción, adecuación por extensión), de la publicidad y de la tranquilidad. La pertenencia a sí mismo y a la substancia, concepto clave, permite anclar al individuo en su potencia, derivada de la substancia. Se señaló en otro momento que los efectos del aislamiento del individuo son la disminución de la potencia y que desconocer su filiación a la substancia (tener un conocimiento adecuado de esta pertenencia) es ignorarse a sí mismo y consecuentemente no pertenecerse a sí mismo. La forma de la pertenencia a sí toma la forma, no del propietario, sino de la posesión, en el ejercicio de la potencia. Para ser legítimo poseedor frente a alguien, un tercero, se exige una claridad, una publicidad y una tranquilidad. La claridad hace referencia al conocimiento y conciencia efectivos bajo las cuales se conduce. La publicidad consiste en el despliegue de una transparencia que corresponde a la adecuación del conocimiento. Y la tranquilidad plantea el esfuerzo por perseverar en su ser como un deseo de aumentar su potencia y no como la disminución de la potencia de un tercero.

Estas son pues las tres condiciones bajos las cuales se ejerce su potencia: una interna (el conocimiento adecuado), dos externas (exhibir una transparencia en su vida pública y no presentar a los terceros como una exterioridad, no oponer los terceros como exterioridad por destruir). La tercera condición, la de la disyunción tranquilidad-violencia, reenvía a otros aspectos, como la fortitudo animi. Y permanece en cualquier caso una noción por explorar, pues pone en juego la oposición interior-exterior y la identidad de todo individuo a la cual se le aplique, pues la violencia implicaría un cambio de composición. La violencia es la modificación de un mecanismo impidiendo transmitir movimientos. O una ruptura del derecho. La tranquilidad muestra el carácter de continuidad, ya que ella es contradictoria con toda ruptura. La conservación de la cosa poseída es, además, la mostración de esta continuidad, se buscaba clarificar.

El ejercicio de esta potencia, es decir, existir, implica o claridad o imprecisión, o publicidad o clandestinidad y, en fin, o tranquilidad o violencia. Encontramos la correlación esencia-existencia. Si la potencia y el conatus son la esencia singular de un modo finito, la esencia en cuanto ya dada y puesta implica la existencia del modo, de donde la expresión de la existencia a través del ejercicio de la potencia.

Esta expresión “ejercicio de la potencia” puede dar lugar a malentendidos. No se trata de una interpretación aristotélica donde la potencia puede aún actualizarse. Por el contrario, intentamos subrayar el carácter efectivo de la potencia. Ésta no existe más que en el ejercicio. En Spinoza, potencia y acto son idénticos. El derecho no es derecho más que en su ejercicio y no en la posibilidad de ejercerlo (δύναμις)[44]. Una vez puesta una esencia, se sigue su existencia. La substancia produce (fieri) tanto la esencia de las cosas singulares como su existencia. Todo está inscrito bajo el signo de la producción. La potencia y el derecho no son más que ejercicios, efectuaciones, producciones. Sin esto, no hay ni potencia ni derecho. Por ello, la imagen de la posesión es fértil, pues la potencia y el derecho no son propiedades, sino posesiones, no son cosas en el sentido de substantia, subjectum o ὑποκείμενον o incluso ὑπόστασις. La potencia modal es una variación de efectos, una variación de causas.

Asimismo, la propiedad es originaria; la posesión, accesoria y derivada. Subir hasta el “primer propietario” es subir a lo originario, sea a la substancia, sea al estado de naturaleza (estado respecto del cual el Estado civil o el contrato social no hacen ninguna ruptura en Spinoza). Así, lo que tenemos no es verdaderamente la transmisión de la propiedad, sino la alienación de la propiedad por una serie indefinida de poseedores. Si se retoma la imagen y la diferencia entre propiedad y posesión, solo la propiedad otorga derechos de disposición, mientras la posesión no consiste entonces más que en los derechos de uso y usufructo de la propiedad.

Al lado de la noción de posesión, se puede ubicar la de jus in re aliena, como el derecho de servidumbre de un fondo sobre otro. Hay en esta expresión jurídica de la alienación la idea un de una substracción de una potencia, de un derecho sobre otra cosa.

Lo originario y lo propio son dados por sí mismo, en el sentido del causa sui, lo derivado y lo que pertenece a otro (alienus) son dados por lo originario y lo propio, y son condicionados por estos (ab alio). La abalietas depende de la ipseitas, pero dicha subordinación no define el tipo de ejercicio de la potencia. Todos somos poseedores precarios.

En este sentido, hay que distinguir esto del otro (alienus, alienación), que reenvía al ejercicio de un jus un re aliena[45], y la enajenación (alienatus), que reenvía a la noción ideológica del ser-sujeto-de, indicador de pasividad y de sumisión (obnoxius). De hecho, la enajenación en este último sentido deriva del primero, pues el individuo es poseído antes que se posea a sí mismo. Se convierte en un extraño a sí mismo. La primera alienación sería la base de la segunda (enajenación). Todos somos alienados, en cuanto ejercemos un derecho que no nos pertenece (jus in re aliena); nos volvemos enajenados en la medida en que el ejercicio de ese derecho se vuelve pasivo. La pasividad es señalada por el correlato negativo de las condiciones de la posesión (equívoco, clandestinidad y violencia)[46]. Bajo estas condiciones, se transforma la posesión-de en usurpación. De esta manera, los individuos no son propietarios, sino poseedores. Y es la manera de tener la cosa, que hace de los poseedores o legítimos poseedores o usurpadores[47].

Claridad, publicidad, tranquilidad son las condiciones para volverse obnoxius (sujeto, presa de las pasiones) o compos (dueño de sí[48]). La pertenencia y la obediencia a sí regresan en el hecho de que las condiciones de la usurpación remiten a la fortuna y las condiciones de la posesión a la virtud. Compos[49] no solamente es dueño, sino también en posesión-de, poseedor. La alienación (abalietas) que se planteó como constituyente se convierte en posesión de una potencia que se ejerce precariamente (ab alio, jus in re aliena). Es la alienación en el primer sentido. La enajenación consiste en volver esta posesión pasiva (usurpación). Así, explicamos en qué sentido la alienación original permanece originaria, sin volverse por eso un obstáculo a la salvación. El individuo no es propietario de su potencia, puesto que ésta es derivada de la substancia. Él es un simple poseedor precario.

Esta vía se ha mostrado fructífera. Proporciona una serie de elementos que se retomarán y que se conecta con la cuestión de la afectividad, situada en el dominio onto-política y la cuestión de la imaginación y del tiempo.

Referencias

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[1] Traducción de “Aliénation et succession”, capítulo 2 de la Segunda Parte (“Identidad, objetividad y alienación”) de Spinoza: fluctuaciones y simultaneidad (Spinoza: fluctuations et simultanéité), tesis defendida en la Université de Toulouse 2, en 2009, pp.107-130. Para esta publicación, se han incluido al final del texto únicamente las referencias bibliográficas mencionadas específicamente en este capítulo. Las referencias a las obras de Spinoza son según las abreviaturas usuales y las traducciones de sus textos me corresponden, salvo indicación contraria.

[2] Spinoza señala: “Concluimos pues que no está en la potestad de cualquier hombre usar siempre la razón y estar en el culmen de la libertad humana” (TP 2/8, G279).

[3] “no podemos adquirir esas cosas por ningún pensamiento y, consecuentemente, por ninguna voluntad de querer”.

[4] Por otra parte, el entendimiento divino es un modo infinito del pensamiento. Véase el Anexo I.

[5] La expresión una veluti mente <duci> es recurrente (TP 2/16, 2/21, 3/2, 3/5, 3/7, 4/1, 6/1, 8/6 y 8/9). Véase también la expresión unam cuasi Mentem (E 4P18S). Puede ser retomada bajo el término de unanimidad. Véase É. Balibar (1985a, 303-304) para quien la unanimidad “no es adquirida automáticamente”. El conatus de la multitud se expresa a través de esta unidad (R. Ciccarelli, 2006, 63).

[6] Corresponde pues a la singularidad del esfuerzo una y una única esencia (E 3P6, 3P7 y 4P25). El jus concierne la potencia, el esfuerzo y la esencia singulares de un individuo. La lex, como la ley natural, determina y explica el esfuerzo individual. En ese sentido, el derecho no se opone nunca a la ley, pero es subsumido por la ley. La ley puede determinar la impotencia y consecuentemente la falta de derecho de un individuo. Después de todo, natura una et communis omnium est (“la naturaleza es una y común a todos”, TP 7/27, G319). Véase TTP 4/1, G57-58 y C. Lazzeri (1998, 136-145).

[7] Véase CM 2/2 y E 4Cap12.

[8] “El derecho de la ciudad, en efecto, está determinado por la potencia de la multitud que es conducida como por una sola mente”.

[9] “Pero esta unión de ánimos no podría concebirse por ninguna razón, salvo porque la sociedad tiende a eso mismo que la sana razón enseña que es útil a todos los hombres.”

[10] El intendat (la tendencia) no es aquí más que la traducción del conatus expresado bajo diferentes relaciones: respecto de la mente, es la voluntas, respecto a la mente y el cuerpo simultáneamente, el appetitus (E 3P9S), y respecto del cuerpo solo, el movimiento.

[11] “el hombre es máximamente de derecho propio, cuando es máximamente conducido por la razón”. Cfr. TP 2/11.

[12] “se sigue que la multitud conviene naturalmente no conducida por la razón, sino por algún afecto común y quiere ser conducida como por una sola mente, a saber (lo dijimos en el art.9, cap. 3) o por una esperanza común o por un miedo común o por el anhelo de vengar algún daño común”.

[13] La unión formó parte del pacto en el parte del pacto en el Tratado Teológico-Político (cap.16-17), e incluso si en la Ética y el Tratado Político el pacto desaparece, su función parece reemplazada por otras nociones y mecanismos, en este caso, la de multitudo y la de una Mens. A fuerza de hablar de la unidad de la sociedad, el pacto reaparece bajo una forma espectral, cuya silueta no deja de plantear dificultades. El pacto parece convertirse en un espectro en la última teoría. Sobre la cuestión del pacto, véase É. Balibar (1985b).

[14] La condición necesaria (TP 2/21) es formulada bajo términos de fluctuación. Llevados en todos los sentidos por los afectos malos, los individuos no pueden ser conducidos como por una sola mente más que en la medida en que aspira a lo que es honesto (TP 8/6).

[15] Véase TP 1/2.

[16] Como nos los recuerda A. Matheron (1988, 64), “«ser una idea» no significa todavía «tener una idea»”, y como se verá ulteriormente el vulgo tomado como muchedumbre puede conducirse de una manera unitaria sin que por ello se ha dicha racional. La masa es de temer cuando ella no tiene miedo (TP 7/27, G320; É. Balibar, 1985a) y puede reaccionar con un aparente aumento de potencia por el número pero no por la eficiencia o la adecuación.

[17] En este contexto, hay que acentuar el carácter pasivo de los afectos. Pero a la vez se pueden ver los matices entre la Ética y el Tratado Político. Los afectos de esperanza y de miedo, gracia su función de gradientes, si no de fluctuación, permiten pasar de un mal a un mal menor. Reducir el mal, aunque no represente un aumento de potencia, facilita considerarlo.

[18] “como por la mente del Estado […], por la cual todos deben ser conducidos”.

[19] Eversio y evertere no son recurrentes (TP 6/40 y 9/14).

[20] La concepción spinozista de la spontaneitas (E 2P17C Dem y 3P2S) no parece ser más que un automatismo o un reflejo del cuerpo en sus movimientos, de la pura inercia, pues.

[21] Si Deleuze (1968) recusa con razón el pensamiento analógico en Spinoza, en el ámbito político –hay que subrayarlo- en el ámbito imaginario, el conflicto y la fluctuación plantean constantemente la analogía como pensamiento central. El pensamiento analógico simplifica las cosas, sea creando géneros (universales y trascendentales, sea jerarquizando cosas.

[22] “Y por ende, para los súbditos vale más transferir absolutamente el derecho a una única persona, que estipular condiciones de la libertad inciertas y vanas, es decir, inválidas, y así preparar para sus descendientes el camino de la servidumbre más cruel”. Véase TP 10/1.

[23] Es indispensable para el Estado preveer los inconvenientes (véase TP 10/1). Spinoza opone aquí sabiduría y prudencia (previsión) a fortuna.

[24] De hecho, en sociedad, no hay diferencia entre una libertad individual y una social o colectiva (civilis), a causa del carácter interderterminante de las potencias individuales. El aumento de potencia del conjunto no puede más que aumentar la de las partes, en general.

[25] Es de hecho el conjunto de la experientia vaga et experienta ex signis (TIE §19 (Bruder), G110 y E 2P40S2) lo que está en discusión aquí. Su valor imaginario es constituyente, no de la pluralidad de los comportamientos únicamente, sino de la multiplicación de los comportamientos y de la percepción de comportamientos posibles y reales. El rumor está relacionado además con el problema de la información pública (TP 7/27). El rumor juega también un papel sobre el plano de la expectativa y de la emulación.

[26] Véase A. Matheron (1988).

[27] Se toca el núcleo de la teoría de la Constitución, el debate sobre los poderes constituyentes y los constituidos. Cfr. K. Lœwenstein (1976) y G. Jellinek (1991), por ejemplo. Sobre una lectura más política, véase A. Negri (1997).

[28] Objetivo y formal son empleados en el mismo sentido que Spinoza (E 2P7C).

[29] Se ve fácilmente la ruptura temática en las vías demostrativas de la cuarta parte de la Ética. Spinoza haría una especie de paréntesis en este bloque de proposiciones (E 4P9-13). Antes (E 4P8) y después (E 4P14), Spinoza trata el asunto del conocimiento del bien y del mal. Por otra parte, las referencias en el aparato demostrativo remiten a las proposiciones E 2P16-18 en particular, es decir, a las proposiciones concernientes al “sistema de la representación”. Spinoza formula una pequeña “teoría del tiempo” en E 4P9-13, sobre la que regresaré en otro capítulo.

[30] Se puede desarrollar también este mismo análisis a partir de la teoría de la recepción que Spinoza formula en el Tratado Teológico-Político (en particular en los capítulos 7 y 1) y en el Compendio de la Gramática de la Lengua Hebrea. La cuestión de la lengua es vehicula la teoría con total simplicidad. La lengua hebrea es una construcción histórica, de la cual todos los usuarios han recibido y dispuesto algo en su comprensión. El hebreo es transformado respecto de los descendientes, pero estos transforman a su vez la lengua no solamente respecto de sus propios descendientes, pero sino también respecto de sus ascendientes. Como en Nietzsche, la lengua y los valores serían configurados por capas históricas, que habría que escarbar para encontrar no el original ciertamente, sino para dar cuenta del mecanismo por el cual el conjunto se ha constituido.

[31] Esto está relacionado con lo que C. Ramond (1995, 228) denomina “teoría de la personalidad instantánea”.

[32] Véase E. Kantorowicz (2002).

[33] La teoría moderna de la posesión –o las teorías- se deben a los pandectitas Savigny y Jehring que a finales del XIX analizaron los fundamentos de la protección posesoria.

[34] Véase G. Courtois (1973).

[35] C. Lazzeri (1998).

[36] Lo mismo dirán Nietzsche y Foucault sobre la idea de poder, que no es una propiedad sino un ejercicio.

[37] La clandestinidad aparece bajo la forma de ocultación en Spinoza: “En fin, no es sorprendente que la plebe no tenga ni verdad ni juicios, puesto que los principales asuntos del Estado  son llevados a sus espaldas, y ella no hace más que conjeturas, dados los pocos datos que no se pueden esconder” (TP 7/27, G320). Otros pasajes sobre la clandestinidad son: para clam TP 7/21, 7/27, 7/29 y 9/11 y para secretus, TP 3/17, 7/29, 8/27, 8/28 y 8/44.

[38] Véase T. Belle Wangué (1991).

[39] Véase Matheron (1986, 155-169).

[40] Spinoza no se sirve de este pasaje de la Odisea, sino del de su encuentro con las sirenas (TP 7/1), donde Ulises es la figura de la unidad y de la estabilidad política. El ejemplo funciona a contrario, por la obediencia mostrada por sus compañeros. Ninguno entre ellos lo soltó. Así, no hubo ni rebelde ni usurpador.

[41] La pretensión lleva consigo la voluntad de usurpar, el animus del poseedor de imitar al propietario. La pretensión reenvía a los afectos de imitación y de rivalidad, es decir, de emulación.

[42] Véase TTP 17/28-29.

[43] Spinoza cita Dt. 31, 27.

[44] Hay que entender el derecho en el sentido del derecho romano, como una actio (de tener recurso a una acción) o de vindicatio (TP 2/23, G284) y no como un « derecho subjetivo », cuya emergencia es moderna.

[45] Véase P. Cristofolini (1985).

[46] Esta enajenación retoma aproximadamente lo que Alexandre Matheron designa bajo la expresión “alienación ideológica” (1988, 112, véase también 90-112). Su expresión de “alienación mundana” sería parte nuestra segunda noción de alienación (enajenación).

[47] Es por ello que el tirano y el usurpador son acaparados por la misma preocupación, la angustia que para Spinoza se expresa bajo la forma de la melancolía (E 4P44C2S). Su aumento de potencia no es más que imaginario, pues cuanto más aumenta, más atrae y crea resistencias. Vive en la inquietud de su caída. El tirano vive en el miedo, y si su poder aumenta, no es en la alegría sino en la tristeza de perder lo que ha adquirido. Se reconoce fácilmente la relación del tirano con la fortuna y cómo está ligado al deseo de reconocimiento por sus súbditos (honor). Spinoza se acerca a Maquiavel. Sobre la cuestión del miedo y del tirano, véase Strauss (1954) que en su De la tiranía expone su análisis de Jenofonte sobre el miedo del tirano hacia el sabio. En términos spinozistas, al implicar el sabio el aumento de potencia, el tirano tiene qué temer. En cualquier caso, el tirano expresa un deseo de disfrutar en general y de reconocimiento en particular. Expresa, en fin, el deseo de usurpar el objeto por el cual se poseería la mirada y la atención de sus súbditos, y por el cual, los poseería. Es el pretendiente del amor y la admiración de sus súbditos. Vemos a qué punto es un usurpador, pues se plantea en cuanto objeto de amor –él escoge en lugar del pueblo y exige a la vez que se le siga en esa vía-. El nivel imaginario de su conducta pasa por la construcción de sí como objeto de amor (construcción pasiva, pues), por la construcción del otro como amantes de sí. Esto remite a la tercera parte de la Ética, donde los afectos son trazados en relación con la idea de imitación de los sentimientos (E 3P32 y 3P32S).

[48] Al traducir los Proverbios (16, 22), Spinoza señala que dominus es un hebraismo (por בעליו). El entendimiento es, para su dueño, la posesión más importante, la fuente de vida. La posesión de una cosa, véase la propiedad, hace del poseedor dueño de esta cosa (TTP 4/12, n*, G66).

[49] Véase E 5P20S y TP 2/6 y 2/7.