Antes y arriba: Spinoza y la necesidad simbólica

Malabou, C. (2019). Antes y arriba: Spinoza y la necesidad simbólica. Círculo Spinoziano. 2(1), 15-41.

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Antes y arriba: Spinoza y la necesidad simbólica

Catherine Malabou

Traducción del inglés:
Alfredo González Reynoso y Andrea Itzel Padilla Mireles

En la obra de Baruch Spinoza, Dios es sin nombre y sin forma. Su esencia es la forma misma de la necesidad de la naturaleza, la infinita regularidad, actualidad y racionalidad de lo que hay. Y aquí no hay bien o mal. Toda representación de Dios como un legislador, creador o padre, dotado de intenciones, son meras proyecciones humanas incitadas por un entendimiento inadecuado de lo que es una causa. Una verdadera causa nunca se separa de su efecto, sino que le es inmanente, manteniéndose en él. Como causa de sí, esto es, de la naturaleza, Dios no es nada sino su única efectuación, y, en este sentido, no puede decirse que es trascendente —externo— a aquello que produce.

¿Pero son enteramente justas las lecturas de Spinoza que lo caracterizan solo como un pensador de la inmanencia o de la autorregulación? ¿Hacen justicia al gran problema del origen de lo sagrado tal como se desarrolla en el Tratado Teológico-Político? ¿Cuál es la fuente de lo sagrado para Spinoza? ¿Puede ser reducida a un mero error o ilusión, un agujero temporal en el tejido de la inmanencia, o abre un espacio específico en la inmanencia que queda por explorar? ¿Cuáles son exactamente las relaciones entre necesidad y fe, entre verdad y su dimensión simbólica irreductible? ¿Y qué significa lo simbólico para un Dios impersonal? Siguiendo la hermenéutica de las escrituras hecha por Spinoza, y discutiéndola junto a pensadores como Emmanuel Levinas, elaboro una nueva aproximación al concepto spinoziano de revelación, relacionado con su visión de lo sagrado como una economía de signos sin referente. Al hacer esto, espero mostrar que la crítica de Spinoza al dogmatismo y fanatismo religiosos no debe ser confundida con un desprecio a lo sagrado; al contrario, es propedéutico para la delimitación filosófica de lo sagrado.

  1. El espacio de la revelación

La lectura inmanentista de Spinoza más famosa de todas es sin duda la de Gilles Deleuze, que llama a Spinoza el “príncipe de la inmanencia” (en Joughin, 1990, p. 11). Pronto en su Spinoza y el problema de la expresión, Deleuze insiste en la diferencia entre immanere y emanare, mostrando que el Dios de Spinoza no tiene eminencia, no se presenta a sí mismo arriba de las criaturas, sino que es horizontal y se queda con lo que expresa (Deleuze, 1999, p. 14-15). La expresión es presentada como el correlato lógico de la inmanencia; esto es, se correlaciona con un modo específico de causación y producción de verdad —una causación y producción que “permanecen en sí para producir” (Deleuze, 1999, p. 166). La causación inmanente implica que el efecto permanece al interior de la causa sin ayuda exterior. Este tipo de “permanencia en sí” es precisamente el significado de expresión. Debemos entonces entender que la expresión es un modo de exteriorización que nunca sale fuera de sí, a pesar de lo que el prefijo ex pueda sugerir; es una modalidad de producción que nunca se separa de aquello que produce, una externalidad residual, por así decirlo. Por ende, la expresión es el logos de la inmanencia, es la “Palabra” privilegiada, así como su actualidad ontológica (Deleuze, 1999, p. 49-51). Deleuze enfatiza los “vínculos lógicos” que conectan la inmanencia y la expresión en varias ocasiones (Deleuze, 1999, p. 164).

Es evidente que la lectura que Deleuze hace de Spinoza es una de las más profundas. Sin embargo, el problema principal de la interpretación y de la predilección de la expresión por parte de Deleuze es la distinción rígida —incluso dogmática— que implica (o crea) entre expresión e impresión, esto es, entre la racionalidad y la supuestamente otra palabra, otro lenguaje y otra producción de significado que está en juego en Spinoza: la revelación. De acuerdo a Deleuze, expresión y revelación coexisten en Spinoza como dos regímenes de representación antagónicos y definitivamente desiguales, esto es, filosofía y religión. Mientras que la expresión es adecuada, la revelación es inadecuada. La expresión, que procede “more geometrico» y está en juego en la Ética, funciona como un paradójico lenguaje no lingüístico, mientras que la revelación está completamente basada en signos que imprimen el alma de los profetas y por consecuencia también las mentes humanas. La expresión no significa propiamente, mientras que la revelación no expresa propiamente. “Es por ello que Spinoza opone dos dominios, siempre confundidos en las tradiciones precedentes: el de la expresión, y del conocimiento expresivo, único adecuado; el de los signos, y del conocimiento por signos” (Deleuze, 1999, p. 176). Las diferencias entre estos dos tipos de relaciones —entre “la de la expresión y de lo expresado” y “la del signo y del significado” (Deleuze, 1999, p. 50)— son de tipos muy disímiles. La manera en que la expresión expresa define de nuevo la causación inmanente. Lo expresado, como resultado o producto de la expresión, no está fuera de la expresión; nunca se separa de ella. En contraste, un signo siempre representa otra cosa, refiere a algo externo, y debido a ello el conocimiento a través de signos nos hace pensar a Dios mismo como fuera de la naturaleza, ocupando la posición trascendental de una referencia. Por ende,

la revelación no es una expresión, sino una cultura de lo inexpresable, un conocimiento confuso y relativo por el que atribuimos a Dios determinaciones análogas a las nuestras (entendimiento, voluntad), dispuestos a salvar la superioridad de Dios en una eminencia en todos los géneros (el Uno supereminente, etc.). Gracias a la univocidad, Spinoza da un contenido positivo a la idea de expresión, oponiéndola a tres tipos de signos. La oposición de las expresiones y de los signos es una de las tesis fundamentales del spinozismo. (Deleuze, 1999, p. 176-177)

La revelación aquí aparece como una versión inadecuada de la inmanencia, una que el humano crea.

¿Por qué la distinción entre expresión e impresión es problemática? ¿Por qué no podemos adherirnos a la interpretación que Deleuze hace de una distinción entre razón y revelación? Porque al leer a Spinoza como lo hace, Deleuze reduce a nada la necesidad de la revelación, que en principio no es diferente de la necesidad desarrollada en la Ética incluso cuando la presenta de manera diferente. Al reducir a la revelación al modo humano de entendimiento, al no cuestionar a la revelación al nivel de Dios mismo, Deleuze falla en confrontar una cuestión que no aparece en la Ética y que me gustaría caracterizar aquí como el origen de lo simbólico, que es coextensivo con el origen y determinación de lo sagrado. La manera en la que Dios significa no puede ser pura fantasía de la mente humana; más bien, designa un cierto régimen de idealidad a través del cual las ideas mismas son exhibidas simbólicamente.

Localizar el origen de lo simbólico (y no de la verdad) es la tarea inmensa que se lleva a cabo en el Tratado teológico-político y constituye una dimensión esencial de la hermenéutica bíblica de Spinoza que es de naturaleza a la vez política, filosófica y ética. Creo que la aproximación de Spinoza a la hermenéutica, como se desarrolla en el Tratado, abre un espacio que precisamente no es ni de la inmanencia ni de la trascendencia y que como tal explota la distinción entre impresión y expresión. Lo que intento circunscribir aquí es justamente un espacio como ese.[1]

Para lograrlo, no solo me limito a una lectura de Deleuze sino que también me dirijo a Levinas respecto a estas mismas cuestiones. De acuerdo a una perspectiva aparentemente contraria, Levinas afirma que la aproximación de Spinoza a la revelación así como su método crítico de interpretación de la escritura, no es suficientemente inmanente.[2] Por esa misma razón, paradójicamente, elude la verdadera dimensión de trascendencia que constituye su esencia misma de revelación.

Levinas nunca entiende el rol de la revelación en Spinoza como limitada a un conocimiento inadecuado. A diferencia de Deleuze, propone desafiar lo que ve como un mal trato de los signos de la revelación en Spinoza, un rechazo de la significación como tal. Le reprocha a Spinoza no haber sido lo suficientemente profundo en “lo que es significado en el significante” de la revelación.[3] (¡Como si hubiera muy pocos signos en el “conocimiento a través de signos” en Spinoza!) Si Spinoza ha sido consistente consigo mismo, debió ser capaz de mostrar que el “conocimiento a través de signos” responde a una dimensión esencial y necesaria de Dios, no a una debilidad de la mente humana, y debió haber elaborado un método hermenéutico acertado capaz de dar luz a tal necesidad. En vez de preparar un método que demuestra constantemente que la Biblia necesita de ayuda, debió haber descubierto en ella el principio de autorregulación hermenéutica en juego, una autorregulación que constantemente produce y mantiene a la vez su significación significativa. Si Spinoza hubiera sido un genuino spinozista, razón y fe, incluso separadas fundamentalmente, serían no obstante claramente deducidas del mismo principio, incluso si es dual, a saber, la autorregulación —autorregulación geométrica en/como lo racional y autorregulación hermenéutica en/como lo religioso. Para Levinas, como veremos, el significado inmanente de la trascendencia es la autorregulación hermenéutica.

Es verdad que no hay autorregulación hermenéutica en Spinoza. Sin embargo, como intento demostrar, tal ausencia ciertamente no lo previene de desarrollar un genuino concepto de lo simbólico y de la significación significativa.

Siguiendo la lógica de estos dos caminos opuestos que cercan y estrangulan a Spinoza al interior de los límites de la inmanencia ya sea estricta u holgada, debo explicar cómo la hermenéutica de Spinoza escapa estos límites determinando lo simbólico y, en consecuencia, también situando lo sagrado como una dimensión irreductible de la necesidad divina. Tanto Deleuze como Levinas fracasan en percibir y aprehender esta determinación. Reconocer un espacio simbólico como este en Spinoza es indispensable para su entendimiento tanto de la hermenéutica como de la filosofía.

  1. Revelación y necesidad

En Spinoza y el problema de la expresión, Deleuze (1999) nunca presenta a la revelación como es primero que nada, a saber, un acontecimiento histórico o, más precisamente un acontecimiento necesariamente histórico o un hecho. Para Spinoza, la revelación absolutamente tuvo que suceder.[4]

Me parece extraño que tan pocos lectores de Spinoza interroguen el tipo de necesidad con la que está dotada la revelación, así como la relación entre tal necesidad y la presentada como la naturaleza de Dios en la Ética. Cuando Deleuze toma a la revelación como una “cultura” humana, va demasiado rápido. Es verdad que la revelación es analizada en varios pasajes de su Tratado como una manera de tocar la multitud por otros medios que la razón, lo que implica un modo de comunicación que habla esencialmente a la imaginación y la fantasía. Debo regresar a este punto más abajo. Lo que quisiera sugerir por el momento es que la asimilación de la revelación a un modo específico de comunicación que es parcialmente no oblitera lo que la revelación es esencialmente —esto es, ontológicamente: un hecho.

En cierto sentido, la revelación no puede ser nada sino un hecho, y el concepto de revelación en Spinoza no es la excepción. En uno de los textos clave de Más allá del versículo, “La revelación en la tradición judía”, Levinas declara con razón: “Creo que la pregunta fundamental […] concierne menos con el contenido inscrito en la revelación que con el hecho actual —uno metafísico— llamado la Revelación. Este hecho es también el primero y más importante contenido revelado en cualquier revelación” (Levinas, 1994, p. 129). Lo que la revelación revela primero y antes que nada es la revelación misma, esto es, su propio hecho. La Revelación revela su propia factualidad —una factualidad que es, a la vez, tanto histórica como ontológica. No queda claro cómo “el estatus o régimen ontológico de la Revelación” (Levinas, 1994, p. 131), como Levinas bellamente lo pone, podría no ser una cuestión para Spinoza.

Spinoza sí reconoce la factualidad de la revelación, lo cual es una primera razón para no asimilarla a la “cultura” humana. Una segunda razón más importante por la que el proceso de la revelación no puede ser limitado al conocimiento inadecuado de los humanos aparece cuando Spinoza explica en el Tratado que la comunicación entre Dios y Cristo es racional y adecuada. Para jugar con los conceptos de Deleuze, no es por ningún motivo una impresión sino más bien una expresión. El hecho, así como el contenido, de la revelación apareció como adecuada, esto es, enteramente comprensible de modo racional, a Cristo. “Si Moisés hablaba con Dios cara a cara, como un hombre con su compañero (es decir, mediante dos cuerpos), Cristo se comunicó más bien con Dios de alma a alma” (Spinoza, 1997, pp. 83-84). Más adelante: “Este hecho, en efecto, de que Dios se reveló inmediatamente a Cristo o a su mente, y no, como a los profetas, a través de palabras e imágenes, no podemos entenderlo de otra forma, sino en el sentido de que Cristo percibió o entendió exactamente las cosas reveladas; puesto que una cosa se entiende propiamente, cuando es percibida por la pura mente, sin ayuda de palabras e imágenes” (Spinoza, 1997, p. 145). La revelación y el conocimiento adecuando no están opuestos de manera original y evidente.

Por supuesto, debemos admitir inmediatamente que la necesidad de la revelación, cuando no es vista solamente desde el punto de vista de la comunicación entre Dios y Cristo, se mantiene, en buena medida, inaccesible a nuestra luz natural. Debido a las limitaciones de nuestra naturaleza, podemos ser forzados a percibir la necesidad de la revelación solamente desde el punto de vista pragmático de su utilidad. En su nota del libro Le Dieu de Spinoza, Victor Brochard, que insiste en la revelación como un “hecho histórico”,[5] asume que Spinoza identifica la necesidad de la revelación con la función pragmática. Cuando Spinoza dice: “quiero advertir aquí expresamente […] que yo defiendo que es inmensa la utilidad y la necesidad de la Sagrada Escritura o revelación” (Spinoza, 1997, p. 330), supuestamente entiende a la “necesidad” como utilidad. Para Spinoza, la utilidad de la revelación consiste en el límite que establece entre obediencia y salvación, y tal enlace, como aparece en varios pasajes del Tratado, no puede ser racionalmente deducido propiamente hablando. En cierto sentido, su fundación está más allá de nuestro alcance filosófico. En el capítulo 15, Spinoza declara: “yo defiendo, sin restricción alguna, que este dogma fundamental de la teología no puede ser descubierto por la luz natural o que, al menos, no ha habido nadie que lo haya demostrado, y que, por consiguiente, la revelación fue sumamente necesaria” (Spinoza, 1997, p. 326). La “necesidad” de la revelación aquí solamente pertenece a la “certeza moral” que confiere (TTP, p. 326).

Sin embargo, para Spinoza, el hecho de que la necesidad de la revelación se mantenga indemostrable, que el conocimiento y la fe sean totalmente independientes uno del otro, que la certeza moral y la verdad filosófica sean de diferente naturaleza, y que la escritura no tenga un significado metafísico (como lo afirma tan poderosamente en el capítulo 7) no pueden borrar la idealidad de la revelación, su adecuación originaria una vez más al nivel de Dios mismo y su comunicación “alma a alma” con Cristo. Podemos entonces preguntarnos qué constituye el umbral entre dicha ontológica idealidad divina y la abundancia de signos, ficciones, imágenes, ilusiones que acompañan a la revelación para el hombre, dan forma a la mente profética y determinan la manera en que la multitud inmediatamente recibe el concepto de Dios. La determinación de tal umbral es precisamente el punto que Deleuze desliza demasiado pronto.

Como veremos, este umbral, el intersticio mismo entre la filosofía y la revelación, es iluminado con el desarrollo del método —histórico-crítico— de hermenéutica bíblica. El método de interpretación de Spinoza es el espacio de negociación entre la revelación como necesidad divina y la revelación como recepción humana de esta necesidad.

  1. La adaptación de Dios a la mente de la multitud

Es claro para Spinoza que la escritura ordena la obediencia y el amor al prójimo en una forma que no es la del adecuado conocimiento o racionalidad. Lo que es entendido adecuadamente por Cristo es percibido por la multitud en la forma inadecuada de una orden o ley del legislador. Adán, el primer humano, atestigua esta percepción:

De ahí que Adán no entendió aquella revelación como una verdad necesaria y eterna, sino como una ley, es decir, como una orden a la que sigue cierto beneficio o perjuicio, no por una necesidad inherente a la naturaleza misma de la acción realizada, sino por la simple voluntad y el mandato absoluto de un príncipe. Por tanto, solo respecto a Adán y por su defecto de conocimiento, revistió aquella revelación el carácter de una ley y apareció Dios como un legislador o un príncipe. (Spinoza, 1997, p. 143).

Es muy fácil concluir que el ejemplo de Adán —su falta de conocimiento de lo que es una ley, su incapacidad para acceder mentalmente a la necesidad— es paradigmático de la gente en general y por ende una afirmación de que la mayoría de la gente tiene una mente débil. Brochard comenta:

La gran mayoría de los hombres no son capaces de alcanzar un conocimiento verdadero, sus espíritus son demasiado débiles, las pasiones que los vuelven dependientes hacia el resto de la naturaleza tienen demasiada influencia en sus almas para dejarlos situarse en la perspectiva correcta y percibir la genuina y verdadera cadena de causas naturales. Esto implica ya sea dejarlos a su destino o usar un camino indirecto [moyen détourné] para dirigirlos hacia el resultado correcto. Es por eso que Dios les reveló la religión. La religión presenta las verdades que necesariamente se siguen de la esencia de Dios como decretos escritos por un legislador o rey. Reemplaza la inteligencia por la obediencia, el amor por la sumisión y la piedad; pero en ambos casos, es la misma verdad enseñada en dos formas diferentes. La ley moral es el equivalente de la ley natural, es la ley natural expresada en otro lenguaje, adaptada a la debilidad humana, accesible para aquellos que no tienen el esparcimiento o los medios para alcanzar el verdadero conocimiento (Brochard, 1996, p. 19).

Es verdad que si Cristo, que percibió adecuadamente el contenido de la revelación, “alguna vez las prescribió como leyes, lo hizo por culpa de la ignorancia y de la pertinacia del pueblo” (Spinoza, 1997, p. 145). De nuevo, la multitud percibe a Dios como legislador, como rey dotado de libre albedrío, misterio y poder.[6] Además:

Pues, como no podemos percibir por la luz natural que la simple obediencia es el camino hacia la salvación, sino que sólo la revelación enseña que eso se consigue por una singular gracia de Dios, que no podemos alcanzar por la razón, se sigue que la Escritura ha traído a los mortales un inmenso consuelo. Porque todos, sin excepción, pueden obedecer; pero son muy pocos, en comparación con todo el género humano, los que consiguen el hábito de la virtud bajo la sola guía de la razón. De ahí que, si no contáramos con este testimonio de la Escritura, dudaríamos de la salvación de casi todos. (Spinoza, 1997, p. 330)

El umbral que buscamos nos compele a determinar el estatus de la acomodación y de la adaptación de la revelación a las opiniones de los mortales. ¿De dónde viene tal acomodación? ¿De Dios o de los humanos?

Estamos tocando aquí un punto crítico. Examinemos los dos ejes de tal alternativa. (1) Admitiremos que la “acomodación” o la “adaptación” es una producción de la mente humana. ¿Entenderemos entonces que Spinoza, uno de los grandes defensores de la democracia y la libertad de expresión, sistemáticamente asigna la revelación —entendida como un modo ingenuo, confuso y antropomórfico de transmisión— a la multitud, entendida como una muchedumbre de ignorantes y espíritus no racionales? (2) Si tal “acomodación” o “adaptación” pertenece más bien a la naturaleza de Dios, ¿debemos entender que si Dios ha “adaptado” su revelación a la mente humana, es porque él es también un Dios personal, dotado de libre albedrío? ¿Debemos entender que el Dios de Spinoza no solo es el Dios sin nombre de la Ética sino en cierto sentido también un Dios intencional? ¿No estamos forzados a reconocer que él quería revelarse a sí mismo?

En realidad tal alternativa es falsa y solamente funciona para comprometerse a una lectura de Spinoza con una serie de aporías.

En primer lugar, está la lectura de Deleuze. Por supuesto, él nunca dice que la multitud es un puñado de individuos ignorantes y débiles de mente. La revelación es asignada como el primer tipo de conocimiento y asimilada de nuevo como una “cultura de lo inexpresable”. Como Deleuze agrega:

Pero, de todas maneras, el conocimiento por signos jamás es expresivo, y permanece del primer género. La indicación no es una expresión, sino un estado confuso de englobamiento en el que la idea permanece impotente a explicarse o a expresar su propia causa. El imperativo no es una expresión, sino una impresión confusa que nos hace creer que las verdaderas expresiones de Dios, las leyes de la naturaleza, son sendos mandamientos. (Deleuze, 1999, p. 176)

Además, los signos imperativos de las leyes morales y la revelación religiosa son “radicalmente rechazados hacia lo inadecuado” (Deleuze, 1999, p. 328).

Tal interpretación es altamente problemática porque una vez más falla en explicar la necesidad de la revelación. La revelación no es una invención profética sino, antes que nada, una necesidad divina; de otra manera no hubiera pasado como lo que es: un hecho irreductible. El conocimiento inadecuado puede, por su esencia, ser superado y transformado en formas superiores de conocimiento, mientras que el contenido de la revelación (certeza moral, obediencia) es ajeno al conocimiento y no puede por esa misma razón ser racionalizado. El amor intelectual de Dios, como es presentado en la Ética, no es exactamente una sublimación (Deleuze hubiera odiado el término, pero me obliga a usarlo aquí) de la forma religiosa del amor dado y revelado a la gente común. Si la fe y la filosofía están separadas, entonces la fe no es una forma de conocimiento inadecuado. En esta demostración, Deleuze combina dos niveles inasimilables al identificar a la revelación como un primer tipo de conocimiento.

Parece que entonces solamente podemos (1) ya sea descartar el valor ontológico o epistemológico de la revelación al rechazarla “hacia lo inadecuado” como Deleuze hace ilegítimamente o (2) reconocer este valor pero entonces estar obligados, al mismo tiempo, a admitir la intervención de un Dios personal.

En segundo lugar, está la lectura de Brochard. Brochard llega a la siguiente conclusión, afirmando con cuidado que la religión no es una forma inadecuada de la mente humana: “El hombre no inventó la religión, es Dios mismo quien se la reveló” (Brochard, 2013, p. 21). Dios mismo, por así decir, ha alterado su propia verdad:

Los humanos no han alterado la verdad por impotencia o impiedad; es Dios mismo el que lo hizo; o es posible por lo menos que él la adaptó y proporcionó a la impotencia y debilidad humana. Si tal es el caso, debemos admitir que este es el mismo Dios que la filosofía percibe, no solamente es la sustancia pensante y extensa que concibe la razón. Debe haber intenciones, una voluntad benevolente en él. […] En última instancia, el Dios de Spinoza es un Dios personal. (Brochard, 2013, pp. 35-36)

Entonces parece que para poder reconocerla como un fenómeno originalmente divino, y no humano, la necesidad de la revelación tiene que proceder de la generosidad divina, que, por supuesto, es una lectura problemática del spinozismo que le introduce una fuerte dimensión cristiana, así como una imposibilidad filosófica.

Esta conclusión nos lleva a la tercera aproximación aporética de Spinoza. Luego de la lectura de Deleuze (el desprecio de Spinoza por la mente de la multitud), luego de la lectura de Brochard (Spinoza como un pensador cristiano), debemos ahora explorar la tercera: Spinoza como un judío infiel.

Levinas nos ofrece esta tercera lectura. La dimensión supuestamente “cristiana” de Spinoza es la razón por la que Levinas habla de la “traición” del judaísmo.

En “El caso Spinoza”, un texto escrito sobre la rehabilitación de Spinoza en Israel por Ben Gurion en 1953, Levinas afirma:

Compartimos íntegramente el parecer de nuestro admirado y lamentado amigo Jacob Gordin: hay una traición de Spinoza. En la historia de las ideas, subordinó la verdad del judaísmo a la revelación del Nuevo Testamento. Ésta, por cierto, queda superada por el amor intelectual a Dios, pero el ser occidental comporta esta experiencia cristiana, aunque más no sea como etapa. […] Nuestra simpatía por el cristianismo permanece entera, pero siempre fundada en la amistad y la fraternidad. No puede adquirir acentos paternales. No podemos reconocer un hijo que no es el nuestro. (Levinas, 2005, p. 135-138)

No podemos, entonces, reconocer a Spinoza como uno de nosotros, como uno de nuestros hijos, dice Levinas. Debo regresar más adelante al argumento en relación a la supuesta cristianización del judaísmo por Spinoza. Lo que quiero insistir por el momento es que, lejos de descargar el argumento de un Dios personal en Spinoza, al contrario, Levinas argumenta que el Dios personal no es uno que debió haber sido, esto es, el Dios de la Torá, al grado de que puede ser identificado con el Dios cristiano.

Levinas está de acuerdo con Brochard en un punto: la revelación es concebible solo como una relación con un Dios personal. La dificultad está en especificar qué significa exactamente un Dios personal en el judaísmo. Ciertamente no significa que Dios es una persona como en el cristianismo.

Levinas explica el significado muy específico de lo “personal” para el judaísmo en “La revelación en la tradición judía”. Sigue a Spinoza cuando afirma que la revelación “desde el principio […] es el mandamiento, y la piedad es su obediencia” (Levinas, 1994, p. 137). Sin embargo, el “mensaje” de la revelación comprueba la presencia inmediata y personal presencia de Dios. “Requiere de […] un Dios personal: ¿no será que Dios es personal antes que toda característica?” (Levinas, 1994, p. 134).

No obstante, “personal” ciertamente no significa lo que Brochard supone en esta instancia. Un nuevo significado de lo personal aparece en este punto, un significado no-cristiano, un significado que Spinoza no reconoció. Levinas declara: Dios es personal en el sentido de que “apela a las personas”, apela a cada persona en su unicidad histórica (Levinas, 1994, p. 134). Este es el significado específicamente judío de personal. Un Dios personal no significa que Dios sea una persona sino más bien que a Dios se le conoce en persona, esto es, en la persona, a través de la persona: “El hombre es el lugar a través del cual [la revelación] pasa” (Levinas, 1994, p. 145). En el judaísmo, cada persona es un lector y un intérprete del mensaje; cada persona es capaz de “extraer” el significado de las letras, como si las letras fueran “las alas del Espíritu dobladas hacia atrás” (Levinas, 1994, p. 132).

Al eludir profundamente la auténtica dimensión espiritual tanto de la forma como del contenido de la Torá, al privilegiar al Nuevo sobre el Antiguo Testamento, Spinoza debió ignorar este particular significado específico de lo “personal” y por ende fallar en entender (¿fue por estar mal educado en estudios judíos?)[7] que la “invitación a buscar y descifrar, a Midrach, ya constituye la participación del lector en la Revelación, en la Escirtura” (Levinas, 1994, p. 133).

Ahora podemos formular claramente lo que antes llamamos el principio hermenéutico de autorregulación que, para Levinas, yace en el corazón mismo de la Torá, es la Torá misma, y que escapó a Spinoza: cada singularidad (persona) tiene el acceso inmediato (automático, uno podría decir) a lo universal. Todos somos un lector. Todos somos un intérprete. No hay necesidad de invocar signos, fantasías, ficciones o ilusiones. Cada aproximación al texto es justa, verdadera, aceptable. La aproximación de la multitud está automáticamente justificada hermenéuticamente:

La Revelación como llamado a lo único en mí es el significado particular a la significación de la Revelación. Es como si la multiplicidad de personas —¿no es este el verdadero significado de lo personal?— estuviera en la condición de la plenitud de la “verdad absoluta”; como si toda persona, a través de su unicidad, de la revelación de un aspecto único de la verdad, y algunos de sus puntos nunca hubieran sido revelados si algunas personas estuvieran ausentes de la humanidad. (Levinas, 1994, p. 133)

En “El trasfondo de Spinoza”, Levinas (1994) escribe esta bella afirmación “Algo se mantendría sin revelar en la Revelación si una sola alma en su singularidad estuviera excluida de la exégesis” (p. 171).

La auténtica misión ética del judaísmo reside en esta participación común/personal en la lectura e interpretación: “mi unicidad misma yace en la responsabilidad ante el otro hombre” (Levinas, 1994, p. 142). Pero ella también reside su principio democrático (incluso revolucionario):

La aventura del Espíritu […] tiene lugar en la Tierra entre los hombres. El trauma que experimenté como un esclavo en la tierra de Egipto constituye mi humanidad misma. Esto inmediatamente me acerca a todos los problemas de los condenados de la tierra, de los que son perseguidos, como si en mi sufrimiento como un esclavo recé una oración que aún no era una oración, y como si este amor al prójimo fuera ya una respuesta dada por mí a través de mi corazón de carne. (Levinas, 1994, p. 142)

Nuevamente, no hay necesidad de argumentar que la capacidad de la gente para interpretar el texto necesariamente proceda de un tipo inadecuado de conocimiento. Los académicos talmúdicos ciertamente están ahí para guiar estas interpretaciones. En esencia, dichas interpretaciones son no obstante irreductibles a una mera “impresión subjetiva”[8]

El Talmud, que abre el espacio a la discusión infinita de la Torá, legitima toda lectura en la medida en que sea personal. Cuando la lectura es una auténticamente personal, ¡no puede ser arbitraria! ¡La paradoja es todo menos aparente! “Esto de ninguna manera significa que en la espiritualidad judía la Revelación es abandonada a la arbitrariedad de las fantasías subjetivas […]. La fantasía no es la esencia de lo subjetivo” (Levinas, 1994, pp. 134-135).

¿Qué entonces es la “esencia de lo subjetivo”? Encontramos una definición de lo simbólico en este punto. Levinas la define como lo que excede el proceso de significación estricto: “El objetivo hacia lo significado por el significante no es la única forma de significar”. “Lo que es significado en la significancia [significance]”, y —de nuevo— no se reduce a la coincidencia perfecta entre el significado y el significante, como afirma Deleuze, es precisamente la dimensión simbólica de la significación en general (Levinas, 1994, p. 110).

Si el lenguaje fuera solo expresivo en el sentido deleuziano, si el significado general estuviera determinado por la adecuación estricta del significado al significante, y del significante a su referente, leer y entender consistiría solamente en recibir en silencio y objetivamente tal adecuación. La hermenéutica ni siquiera existiría; no sería necesaria. Pero tal no es el caso. La solicitud subjetiva de otredad en el texto, la alteridad constante del texto hacia sí mismo, mejorada por su interpretabilidad, obliga al lector a intervenir. La “esencia de lo subjetivo” es el éxtasis de lo idéntico.

Para Levinas (1994), este éxtasis viene claramente de la “trascendencia del mensaje” de la revelación (p. 131), la “ruptura de la inmanencia” que provoca (p. 144). Paradójicamente, esta “ruptura” no es antagónica con el principio hermenéutico de autorregulación; al contrario, es su condición misma de posibilidad. La trascendencia del mensaje es regulada inmanentemente por el movimiento de autoengendramiento de la dimensión simbólica de la Torá, constituido por el dinamismo vivo y constante de las interpretaciones “personales”.

De nuevo, Spinoza ignoró esta dimensión inmanente de la trascendencia al grado que no acreditó a la Biblia con una dimensión hermenéutica autoengendrada y reguladora. En este sentido, por su rechazo a la trascendencia, no hay suficiente inmanencia en Spinoza. “Spinoza no conferiría un rol en la producción de significado al lector del texto, y —si se puede poner de este modo— no daría el regalo de la profecía a la escucha” (Levinas, 1994, p. 173). Ignoró “un significado que viene de atrás de los signos que son dados inmediatamente: una venida que busca una hermetéutica” (Levinas, 1994, p. 173). Si “el mérito de Spinoza habrá consistido en reservar a la Palabra de Dios un estatuto propio, fuera de la opinión y de las ideas ‘adecuadas’” —un estatuto que Deleuze no reconoce— fracasa sin embargo en echar luz sobre el inagotable tesoro hermenéutico de su Palabra (Levinas, 2005, p. 147). Debemos ver que la traición cristiana de Spinoza es otro nombre para este fracaso —el fracaso en reconocer lo simbólico, y consecuentemente el significado, de lo sagrado.

Debo concluir el primer movimiento de mi análisis: Deleuze, Brochard, Levinas. Por más interesantes que sean, sus tres trayectorias son insatisfactorias y, de nuevo, aporéticas. En ellas, el régimen específico de la necesidad de la revelación en la filosofía de Spinoza no es iluminada con suficiente cuidado y se equivale con (1) una “cultura” confundida en la que, muy extrañamente, Dios parece no jugar ninguna parte; (2) la prueba final de la personalidad de Dios —por la que Dios deja de ser el nombre vacío y amorfo de la necesidad de la naturaleza para convertirse en una “voluntad benevolente”; y (3) la evidencia de un malentendido o la percepción errónea de la estructura autorreguladora y esencia de la Biblia.

Incluso si tales trayectorias se dirigen a volver manifiesta la coherencia, cohesión y unidad de la filosofía de Spinoza (incluso con el costo de la “traición”), de manera paradójica e inevitable, llevan a sus lectores a concluir que una gran discrepancia, cuando no una contradicción, existe entre la Ética y el Tratado teológico-político.

  1. La hermenéutica escritural de Spinoza: Entre la inmanencia y la trascendencia

Desafiando las lecturas arriba citadas, deseo afirmar que otro entendimiento de la concepción de la revelación en Spinoza es posible, uno que revele la dimensión simbólica de la necesidad. Para poder hacerlo, ahora vuelvo explícitamente al método hermenéutico de Spinoza. La interpretación de la escritura, en Spinoza, ciertamente no es una manera de traer orden a el número confuso y heterogéneo de “signos” (“nada sino ‘signos’ variables, denominaciones extrínsecas que garantizan un mandamiento divino”, como dice Deleuze, 1999, p. 49) que acompañan a la revelación pasiva e inmediatamente. Tampoco es una manera de reconocer la presencia de un Dios comandante (como Brochard afirma: “al final vemos que Dios, en Spinoza, parece ser una voluntad y un poder. Su aseveración predominante es que es necesario explicar todo de acuerdo al poder divino”, 2013, p. 98). Por último, no es un simple artefacto que apunte a descubrir, detrás de los signos, un “significado […] desde el exterior […] lleno ya de sí mismo, reificado en el texto y casi adecuado a él antes de todo desarrollo histórico y toda hermenéutica” (como afirma Levinas, 1994, p. 172). De nuevo, estas interpretaciones terminan oscureciendo el enlace entre el Dios de la Ética y el Dios del Tratado, que es también el enlace entre la filosofía y la revelación.

Pongámoslo claramente: para Spinoza, está en la naturaleza de Dios revelarse él mismo. De nuevo, no debemos ignorar los pasajes en los que Spinoza afirma la incapacidad humana para entender la posibilidad natural de la revelación. En el capítulo 1 del Tratado, por ejemplo, declara:

Confieso, sin embargo, que yo ignoro según qué leyes de la naturaleza se haya realizado eso [la revelación]. Pudiera haber dicho, como otros, que tal percepción fue causada por el poder divino; pero me parecería pura palabrería. Sería como pretender explicar, acudiendo a un término transcendental, la forma de una cosa singular. ¿O es que no han sido hechas todas las cosas por el poder de Dios? Aún más, puesto que el poder de la naturaleza no es sino el mismo poder de Dios, es evidente que, en la misma medida en que ignoramos las causas naturales, no comprendemos tampoco el poder divino. Es, pues, de necios acudir a ese poder divino, cuando desconocemos la causa natural de una cosa, es decir, ese mismo poder divino. Pero, la verdad es que no necesitamos ya saber la causa del conocimiento profético, puesto que, como ya he señalado, aquí sólo nos proponemos investigar los documentos de la Escritura, para extraer de ellos, como si fueran datos naturales, nuestras conclusiones. En cuanto a las causas de tales documentos, no nos importan. (Spinoza, 1997, pp. 52-53)

Pero ¿cómo exactamente debemos entender tal pasaje? ¿Está Spinoza diciendo realmente que debemos ignorar el origen de la revelación (“no nos importan”)? ¿O este pasaje demanda algo más, como intentar aprehender el origen de la revelación como la verdadera fuente de la fusión entre lo ideal y lo simbólico, esto es, entre la verdad y el significado al interior de la necesidad misma?

No debemos apresurarnos a declarar que la única preocupación de Spinoza en el Tratado es establecer un límite estricto entre la fe y la filosofía como si no compartieran ninguna cosa. La tarea de marcar claramente la separación entre la fe y la filosofía es ciertamente el principal objeto de todo el trabajo. Es verdad que el destacado mensaje de la escritura no es metafísico sino moral y que interpretar la escritura no requiere de un razonamiento filosófico. “Así pues, todo conocimiento de la Escritura debe ser extraído de ella sola” (Spinoza, 1997, p. 195). Sabemos todo esto perfectamente bien. Sin embargo, no podemos sino impresionarnos por la manera en que el método crítico hermenéutico actúa a la vez como una barrera y un puente entre la racionalidad y la ficción, esto es, el reservorio de imágenes, signos y fantasías que caracterizan la recepción de la revelación. ¿Qué si hubiera algún tipo de comunicación entre ellas? ¿Qué si la filosofía y la revelación, el rigor de la idealidad y la visión profética, la expresión y la exageración, y, hasta cierto punto, el pensamiento filosófico y la superstición se tocaran originalmente entre sí?

Tal es el riesgoso camino que en última instancia deseo seguir para poder explorar el espacio arriba mencionado entre la inmanencia y la trascendencia en Spinoza. Debo explorar el estatus de lo sagrado tal como aparece en la indagación hermenéutica y como resulta de una aproximación crítica al lenguaje en general y al hebreo en particular. Esta indagación entonces me lleva a abordar el asunto central de la significación.

  1. El problema del lenguaje hebreo

El rechazo de Spinoza hacia la consideración de los hebreos como el pueblo elegido está íntimamente conectado con la falta de cualquiera autorregulación hermenéutica de la escritura, esto es, cualquier dimensión universal automática de lo singular. En contraste, para Levinas, la universalidad del judaísmo está esencialmente fundada en una singularidad: precisamente como elección o elegibilidad. Lo universal es siempre dado a través de un particular. Escribe:

La idea de un pueblo elegido no debe ser considerada como un orgullo. No es conciencia de derechos excepcionales, sino de deberes excepcionales. Es el atributo de la conciencia moral misma. Conciencia que se sabe en el centro del mundo y para ella el mundo no es homogéneo: en la medida en que soy siempre el único que puede responder al llamado, soy irreemplazable para asumir las responsabilidades. (Levinas, 2005, p. 199)

La paradoja en Levinas es que se dice que cada persona tiene acceso a los Libros pero solo a través de la elección.

En completo contraste, Spinoza rechaza la idea de la elección y claramente afirma la no-existencia del principio hermenéutico autorregulativo de acuerdo al cual, como vimos, cada persona —¿debemos decir que cada judío?— tiene un acceso genuino al significado universal de la escritura. Como un pueblo, los hebreos no constituyen una singularidad privilegiada. Esto aparece claramente en el capítulo 3 del Tratado, “De la vocación de los hebreos y de si el don profético fue peculiar de los hebreos”, en el que Spinoza afirma:

Concluimos, pues: dado que Dios es igualmente propicio a todos y que los hebreos sólo han sido elegidos por Dios en relación a la sociedad y al Estado, ningún judío, considerado exclusivamente fuera de la sociedad y del Estado, posee ningún don de Dios por encima de los demás y no se diferencia en nada de un gentil. […] Los judíos hoy no tienen, pues, absolutamente nada que puedan atribuirse por encima de todas las naciones. (Spinoza, 1997, p. 125-132)

Para Spinoza, como podemos ver, la superioridad de los hebreos solo pertenece a la estabilidad y eficiencia de su constitución política. Tal superioridad es, pues, puramente pragmática y para nada espiritual.

Hay, por supuesto, un enlace íntimo entre la teoría de la no-elección de los hebreos y aquella de la ausencia de privilegio del lenguaje hebreo. Para Spinoza, no hay tal cosa como una elección lingüística tampoco. Recordemos las reglas fundamentales de su método histórico hermenéutico como lo desarrolla en el capítulo 7. Una “historia” de la escritura consiste en tratar a la Biblia como un documento y dar cuenta del lenguaje en el que los libros de la escritura fueron escritos, estableciendo el uso ordinario de estos términos y fuentes posibles de ambigüedad; una colección completamente organizada de pasajes sobre varios temas, ninguno de todos esos que son ambiguos u oscuros o parecen inconsistentes entre sí; y dar cuenta de la vida y mentalidad del autor de cada libro, cuándo y para quién escribió, cómo el libro fue preparado, transmitido y aceptado como canónico, y cuántas lecturas diferentes hay. Todas estas reglas son necesarias en tanto que el texto de la Biblia está hecho de consistencias parciales, diferentes autores y una mezcla de pasajes claros y oscuros.

Vayamos al primer principio: el conocimiento del lenguaje en el que los libros fueron escritos. Esto implica que el conocimiento del hebreo es necesario en primer lugar:

Y, como todos los escritores, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, fueron hebreos, no cabe duda que la historia de la lengua hebrea es lo más indispensable para comprender, no sólo los libros del Antiguo Testamento, que fueron escritos en esta lengua, sino también los del Nuevo Testamento; pues, aunque éstos fueron divulgados en otras lenguas, contienen hebraísmos. (Spinoza, 1997, p. 195)

A través del estatuto del hebreo como lenguaje a la vez no-elegido y sin embargo indispensable, Spinoza presenta su concepto de la significación y, gradualmente, de lo sagrado.

¿Cómo debe leerse el hebreo? El problema con el que la hermenéutica bíblica se confronta inmediatamente es el siguiente: la letra del lenguaje hebreo se perdió. En el capítulo 7 Spinoza enlista todos los aspectos de esta pérdida:

Pero, ¿cómo alcanzarlo? Los antiguos expertos en esta lengua no dejaron a la posteridad nada sobre sus fundamentos y su enseñanza; al menos, nosotros no poseemos nada de ellos: ni diccionario, ni gramática, ni retórica. […] Casi todos los nombres de frutas, de aves, de peces y otros muchos perecieron con el paso del tiempo. Además, el significado de muchos nombres y verbos que aparecen en los sagrados Libros, o es totalmente ignorado o discutido. (Spinoza, 1997, p. 204)

Spinoza entonces insiste en las ambigüedades asociadas al hebreo, incluyendo los múltiples significados de sus palabras, la dificultad de su gramática, la ausencia de marcas vocales y la imposibilidad de identificar con certeza los autores de los libros (véase Spinoza, 1997, pp. 204-208).

En este punto, Spinoza aborda la cuestión del sentido. Tenemos que suponer que, incluso si la literalidad del hebreo se ha perdido, algo del sentido de las palabras hebreas es incorruptible y se ha mantenido legible y entendible. De otra forma, leer la escritura sería imposible. Estamos forzados a presuponer tal incorruptibilidad. Esta integridad no es la de la letra sino la del espíritu, esto es, del sentido de la escritura, que también constituye su contenido moral. Spinoza claramente disocia el contenido semántico del mensaje de su literalidad.

¿Esta es una manera de reintroducir subrepticiamente la noción de la elección del hebreo? Para nada. El caso del hebreo simplemente le permite desarrollar a Spinoza su concepción de la significación, que es válida en principio para cualquier otro lenguaje.

Avancemos en la exploración de lo que el sentido significa en Spinoza. El punto notable es la introducción de una muy peculiar distinción entre sentido y verdad: “puesto que solo nos ocupamos del sentido de las oraciones”, declara Spinoza, “no de su verdad” (Spinoza, 1997, p. 196). Esto implica que el espíritu del texto consiste en su sentido, no en su verdad. El sentido de las palabras es incorruptible (Spinoza declara: “nadie le pudo ser útil jamás cambiar el significado de una palabra”) pero no debe ser confundido con su verdad (Spinoza, 1997, p. 203). Debemos entonces admitir que el contenido semántico de una palabra se mantiene estable sin que esta estabilidad constituya alguna verdad.

¿Qué es entonces el contenido semántico si es diferente de la verdad? Para Spinoza, el sentido no es ni el significante (la letra) ni el referente (la verdad) —la cosa detrás, más allá o afuera de la palabra. El sentido pertenece al significado (lo que Ferdinand de Saussure [2014] llamaría un concepto). El significado es el componente estable de una palabra. Tal proposición es enteramente paradójica: ¿cómo puede un significado tener cualquier estabilidad por sí mismo, afuera de su referente?

Antes de responder, regresemos a Levinas, pues este punto es crucial para él. Desde su perspectiva, es claro que “en la manera de proceder enseñada por Spinoza, falta la apelación a un proyecto anticipador del conjunto, desbordando la recopilación positivista de los textos y enraizado quizás en un inevitable compromiso. Spinoza piensa que un discurso puede ser comprendido sin que la visión de las verdades llegue a esclarecerlo” y aísla “las significaciones fundamentales de una experiencia apelando a un resumen [epochè] de su verdad” (Levinas, 2005, pp. 141-142). Para Levinas, esta “epochè” de la verdad arruina para siempre la hermenéutica. ¿Qué significa interpretar si la verdad es suspendida? Es en este momento mismo que podemos entender la “traición” de Spinoza.

Levinas demuestra que para poder sostener la insostenibilidad de su teoría hermenéutica —de acuerdo a la cual, como vimos, un significado puede existir sin la verdad— Spinoza en última instancia tiene que apelar a un principio cristiano. De hecho, la hermenéutica no es realmente necesaria porque Dios ha escrito la ley en el corazón del humano. Spinoza:

Por otra parte, si, de acuerdo con lo que dice el Apóstol en 2 Corintios, 3, 3, tienen en sí mismos la carta de Dios, no escrita con tinta, sino con el espíritu de Dios, y no sobre tablas de piedra, sino en las tablas de carne del corazón, que dejen de adorar la letra y de inquietarse tanto por ella. (Spinoza, 1997, p. 291)

La “traición” yace en el corazón de esta referencia al principio paulino de escritura interior. Al “no es más que papel y tinta” de la escritura, Spinoza opone la legibilidad del corazón (Spinoza, 1997, p. 290).

La traición de Spinoza no puede consistir en el hecho de que presenta al cristianismo, y al catolicismo en particular, como una religión universal, ni en el hecho de que por escritura se refiera tanto al Antiguo como al Nuevo Testamento. Estas posiciones eran perfectamente naturales y usuales en el tiempo, y la censura política y teológica no dejaba a los filósofos otra opción de cualquier manera. Levinas, por supuesto, sabe esto. La traición pertenece más exactamente a la distinción entre el significado y la verdad, que es imposible en y para el judaísmo. Levinas escribe, “Como hombre de su siglo, Spinoza debió ignorar el verdadero sentido del Talmud. Entre la interioridad del pensamiento adecuado, por una parte, y la exterioridad de la opinión, por otra, Spinoza no querrá reconocer, en la historia, una obra de interiorización” (Levinas, 2005, p. 147). De hecho, la desacralización (¿antisemitismo?) que pertenece a la distinción significado/verdad lleva a una cristianización “subrepticia” de la hermenéutica (Levinas, 2005, p. 136). La inscripción interna sobrepasa infinitamente al lenguaje, sublima infinitamente su propia dimensión lingüística, vuelve infinitamente inútil a la hermenéutica (“una obra de interiorización”).  En Spinoza, una inscripción predestinada sustituye al principio autorregulativo.

  1. Spinoza sobre lo sagrado

Contra tal perspectiva, ahora es tiempo de exponer nuestra lectura sobre el tema de lo sagrado en Spinoza como enlace a la dimensión simbólica esencial de su hermenéutica. La sentencia sobre la incorruptibilidad de los significantes toma su significado genuino en el capítulo 12, donde el filósofo expone su concepción de lo sagrado. La verdadera razón para suponer que los significantes son estables finalmente se trae a la luz. La estabilidad del significante es determinada por el uso humano, esto es, solo por convención y no de acuerdo a los referentes. “Las palabras sólo tienen un significado fijo en virtud de su uso” (Spinoza, 1997, p. 289). La incorruptibilidad de las palabras no se vincula con una pureza originaria o autentica. Instala su fundación en la convención. La relación entre el significante y el significado y entre el significado y el referente es puramente contractual. Así, lo que es incorruptible es la convención. La verdad pertenece al referente y el sentido al uso, por lo que el sentido verdadero se separa en sí mismo definitivamente de la verdad de las cosas.

Y después de todo, ¿por qué no? Una convención puede ser tan duradera como un referente. Pero Spinoza apunta a analizar un cierto tipo de convención, un caso de convención dentro de la propia convencionalidad lingüística misma —un tipo de convención que es frágil e inestable en medio de la estabilidad convencional y por lo tanto contamina la tesis de la incorruptibilidad misma: la(s) convención(es) en lo relativo a lo sagrado.

Para Spinoza, lo que es sagrado no es el lenguaje ni lo que se habla en él. No hay cosas sagradas por sí mismas, y las palabras no pueden ser sagradas por sí mismas tampoco. La manera en la que lo sagrado llega a (sus) palabras es, nuevamente, a través de la convención. La sacralidad no es eterna y puede solo ser sostenida a través del uso. El problema es que, como acabamos de ver, el capítulo 7 establece que el significado es incorruptible gracias a la convención y el uso. Ahora, el capítulo 12 argumenta que cuando se trata de lo sagrado el sentido del significado puede desaparecer. Spinoza escribe:

Las palabras sólo tienen un significado fijo en virtud del uso. De ahí que, si, de acuerdo con ese uso, se disponen de tal suerte que muevan a la devoción a los hombres que las lean, aquellas palabras serán sagradas, e igualmente el libro que esté escrito con el mismo orden. Pero, si después se pierde ese uso, hasta el punto que esas palabras no tengan ningún significado; o, si ese libro queda arrinconado, ya sea por malicia o porque los hombres no lo necesitan, entonces ni las palabras ni el libro tendrán utilidad o santidad alguna. Finalmente, si las mismas palabras se ordenan de otra forma o si se impone el uso de tomarlas en sentido contrario, entonces tanto las palabras como el libro, que antes eran sagrados, se harán impuros y profanos. (Spinoza, 1997, p. 289)

El dueto de la sacralización y la profanación entonces parece introducir versatilidad y capacidad de cambio en la supuesta incorruptibilidad de las palabras entendidas como significados. ¿Cómo vamos a entender este punto? No es que Spinoza haya cambiado de opinión, ahora aceptando lo que rechazó unos capítulos antes —que el significado puede ser borrado, cayendo en desuso como convenciones abandonadas, y que el valor de la sacralidad vinculada a algunas de ellas está también condenada a desaparecer. Debemos invertir aquí el orden causal. Es cuando el valor de la sacralidad desaparece —porque puede desaparecer y corromperse—, es cuando sucede la profanación que las palabras que llevan a la devoción pueden también caer en desuso. Lo sagrado introduce una transitoriedad y versatilidad fundamentales en el dominio de lo inmutable, esto es, en esta instancia, la convención. “Se llama sagrado y divino aquel objeto que está destinado a la práctica de la piedad y de la religión, y sólo será sagrado mientras los hombres hagan del mismo un uso religioso. Si ellos dejan de ser piadosos, ipso lacto dejará él también de ser sagrado; y, si lo dedican para realizar cosas impías, se convertirá en inmundo y profano lo mismo que antes era sagrado” (Spinoza, 1997, p. 289). Lo sagrado puede convertirse en profano porque no tiene referente ni estabilidad semántica. En cierto sentido, es un vacío significado, un significado flotante, materializado solo por la transitoriedad de los significantes: lápidas (las tablas de la Ley), luz, fuego, una casa, una voz, una viento, o un aliento.

  1. De la hermenéutica a la sobreinterpretación

¿Qué, entonces, es lo que mueve al lector a la devoción cuando lee? ¿Qué le confiere el valor a lo sagrado —esto es, la dimensión simbólica— a las palabras y hace que los significantes quemen como fuegos, soplen como aliento o golpeen como piedras? ¿Qué los transforma en signos? Es, precisamente, la fantasía, la imaginación, y todas sus producciones, misterios, ficciones, revelaciones, todas las inclinaciones de la mente para sobreinterpretar a Dios por falta de un significado estable de lo sagrado.

En este sentido, y tal es la tesis que quiero defender, lo sagrado solo llega de una experiencia de sobrelectura y un cierto uso del lenguaje relacionado con esta experiencia. Spinoza declara: “De ahí se sigue, pues, que, fuera de la mente [extra mentem], no existe nada que sea sagrado o profano o impuro en sentido absoluto, sino sólo en relación a ella” (Spinoza, 1997, p. 289-290). La “mente” (y aquí mente significa la totalidad de nuestras facultades) tiene una tendencia natural a sobreinterpretar —y tal es el origen, la posibilidad misma de lo sagrado. Lo sagrado tiene su raíz en la capacidad de la mente para lidiar con la ausencia de cualquier referente y significado estable de lo sagrado mismo. Nuevamente, nada (ninguna cosa) es sagrada en sí, ni siquiera el supuesto lenguaje sagrado, y ningún contenido semántico duradero puede ser conferido a lo sagrado tampoco. Las convenciones cambian rápidamente en este dominio. Tal es también el espacio simbólico en Spinoza: la posibilidad de abrir un agujero, un cuadro vacío, en la red de signos y cosas para la transitoriedad y mutabilidad de lo sagrado.

Este tipo de apertura no contradice la necesidad natural. La sobreinterpretación no es, o no solamente, el producto de un defecto humano sino algo causado por Dios, una dimensión de su manifestación. Es algo que aparece con el hecho de esta manifestación, esto es, su revelación. Por supuesto, ignoramos las “causas” de la revelación, pero podemos asumir que la posibilidad de sobrelectura no es ajena a la racionalidad o incluso a la expresión.

Podemos entonces sugerir que la imaginación, la fantasía y semejantes no son versiones fallidas de una mente todavía no racional, atrapada en el primer tipo de conocimiento. Más bien, son respuestas a la ausencia del significado de lo sagrado y tal vez a la ausencia del significado de Dios mismo. Después de todo, la tendencia a sobreleer o sobreinterpretar puede ser la condición necesaria, la primera y más primitiva, para la aceptación de un Dios sin un nombre. En este sentido, una nueva lectura de la jerarquía entre los tres tipos de conocimiento en Spinoza es posible y debe ser realizada un día. Sería una lectura que podría considerar las tres formas como interrelacionadas más que rígidamente jerarquizadas y, en cierto sentido, exclusivas una de otra.

Ahora bien, ¿qué exactamente significa sobreleer y/o sobreinterpretar? Para Spinoza, sobreleer o sobreinterpretar significa conferir contenido semántico en una palabra o frase al exagerar su (ausencia de) referente. Esta sobreexageración es fundamentalmente tanto espacial como temporal. Espacial: Dios es entendido como un poder central, que viene de arriba, una alteza (por ende todos los superpoderes atribuidos a un Dios concebido como un legislador: celos, arbitrariedad, amor y otros). Arriba, en Spinoza, es el ejemplo más agudo de una sobrelectura espacial de lo sagrado. Implica una posición que alcanza y ve todo al proceder de un poder oculto e inalcanzable. Temporal: en su sentido temporal, arriba significa “antes”. Todos los profetas han visto, han escuchado a alguien o algo que estuvo ahí antes, ya, esperando a ser visto u oído. Arriba y antes son las dos estructuras o patrones principales de la sacralización (compárese con Spinoza, 1997, pp. 74-115). En estas dos estructuras, reconocemos la economía misma de la superstición.

Como Émile Benveniste explica en su formidable artículo sobre “Religión y superstición”: “En apariencia, el término está claro en cuanto a su estructura formal. Pero falta —y mucho— que su significación nos parezca tan clara” (Benveniste, 1983, p. 402). En cierto sentido, “superstición” también es un significado flotante. Continúa:

No se ve cómo de super y de stare habría salido el sentido de «superstición».

Por su forma superstitio debería de ser el abstracto correspondiente a superstes, «superviviente». Pero, ¿cómo relacionarlos? Porque superstes no significa sólo «superviviente», sino en ciertos usos perfectamente atestiguados «testigo». La misma dificultad se presenta para superstitio en su relación con superstitiosus. Admitiendo que superstitio haya sido llevado de alguna manera a significar «superstición», ¿cómo concebir que superstitiosus haya significado no «supersticioso», sino «adivino», «profético»? […] ¿Cómo superstes, adjetivo de superstare, puede significar «superviviente»? Esto afecta al sentido de super, que no es propia ni solamente «por encima de», sino también «más allá» […]; el supercilium no es solamente «encima de la ceja», la protege por sobresalir. La noción misma de superioridad no marca lo que está «encuma», sino algo más, una progresión en relación a lo que se encuentra abajo. Igualmente super-stare es «mantenerse más allá, subsistir más allá», de hecho, más allá de un acontecimiento que ha aniquilado el resto. La muerte ha pasado por una familia; los superstites han subsistido más allá del acontecimiento; aquél que ha franqueado un peligro, una prueba, un periodo difícil, y h sobrevivido es superstes. […] No es ese el único empleo de superstes; «subsistir más allá» no es sólo «haber sobrevivido a una desgracia, a la muerte», sino también «haber pasado un acontecimiento cualquiera y subsistir más allá de este acontecimiento», por tanto, haber sido «testigo». […]

Se discierne la solución: superstitiosus es aquel que está «dotado de la virtud de superstitio», es decir, «qui vera praedicat», el adivino, aquel que habla de una cosa pasada como si hubiera estado realmente allí; la «adivinación» en estos ejemplos no se aplica al futuro, sino al pasado. Superstitio es el don de la videncia, [seconde vue], que permite conocer el pasado como si se hubiera estado presente, superstes. He ahí por qué superstitiosus enuncia la propiedad de «videncia» que se atribuye a los «videntes», aquélla de ser «testigo» de acontecimientos a los que no se ha asistido. (Benveniste, 1983, p. 402-405)

En este análisis poderosamente bello podemos ver cómo arriba y antes actúan ambos en el corazón de la superstición. Superstare significaría estar más allá, arriba (super), un acontecimiento que ha destruido a todo y a todos los demás (la conmoción de una revelación, por ejemplo), por ende es un sobreviviente a este acontecimiento que pasó antes y es capaz soportar su testimonio. O, en su sentido ligeramente derivado, significaría tener el don de una segunda vista y hacer y hablar como si uno hubiera estado arriba o más allá del acontecimiento pasado para poder hacerlo presente al verlo.

Ciertamente no argumento que Spinoza es un defensor de la superstición (!), pero pienso que sus ataques acérrimos en su contra buscan desmantelar la constitución de una superstición como medio para la esclavitud intelectual y política a una autoridad más que condenarla como tal. Es cuando la superstición se transforma en dogma, cuando los significados flotantes son llenados ilegítimamente, cuando la teología la usa para cambiar la obediencia es servidumbre, cuando el poder político la usa para instalar la censura, por ende prohibir toda libertad de expresión, que debe ser deconstruida. Lo que debe ser deconstruido, entonces, es la autoridad (auctoritas) producida por la revelación. Sin embargo, la base misma de la superstición, esto es, la tendencia a sobreleer no es mala en sí. Por el contrario, marca el origen de lo simbólico y en este sentido no puede ser totalmente separado de la idealidad.

Deleuze (1999) entonces no está enteramente en lo correcto cuando declara “La superstición es todo lo que nos mantiene separados de nuestra potencia de actuar y no deja de disminuir ésta” (p. 263) o cuando identifica la revelación con la “génesis de una ilusión” (p. 51).

En cuanto a Levinas, debemos admitir que Spinoza tal vez no insistió en la hermenéutica y la exégesis como debió hacerlo, pero lo que mostró es que el origen de la interpretación radica en la sobreinterpretación —una dimensión que Levinas nunca toma en cuenta y que ciertamente la hubiera confundido como mera falsa profecía. No hay necesidad, para Spinoza, de referirse a la trascendencia en el mensaje. La sobreinterpretación es, en cierto sentido, inmanente al mensaje. Sin embargo, puesto que introduce cierta laxitud en el tejido de la inmanencia misma, debido al vacío lingüístico tanto como ontológico que yace en el corazón de lo sagrado, como dije antes, es mejor caracterizarla como aquello que abre un espacio dentro de la necesidad, un espacio que no es ni el espacio de la inmanencia ni aquel de la trascendencia.

Al insistir en la importancia de dicho espacio, que no está ni dentro de la verdad ni fuera de ella sino alrededor como un aura vacío, ciertamente no intento contradecir la perspectiva de Spinoza como un crítico de la superstición y de las autoridades religiosas. Estoy de acuerdo con Yirmiyahu Yovel que para Spinoza “aclarar la mente de imágenes trascendentes” es un prerrequisito absoluto, que “antes de cualquier filosofía positiva de la inmanencia, una crítica de […] las religiones debe llevarse a cabo” (Yovel, 1989, p. 3). Simplemente mi objetivo es demostrar que Spinoza también reconoce la sobreinterpretación —la base misma tanto de la superstición como del dogmatismo teológico— como un inicio necesario. Tal inicio no debe ser concebido como un primer paso imperfecto en la escala del conocimiento sino más bien como una apertura de la dimensión simbólica de Dios, su significado, cualquiera que sea su verdad.

El método crítico hermenéutico, como fue desarrollado en el capítulo 7, parece ser entonces el umbral entre la razón y la sobrelectura, así como el umbral entre la sobrelectura y la superstición cuando la primera se solidifica como un poder ideológico/teológico alienante y no fomenta más que miedo y odio. La tarea del método es ayudar a reconstituir los contextos en los que las cosas y las palabras han sido consideradas sagradas en toda ocasión, por ende reconociendo que el significado de lo sagrado, dado que siempre es contextual, es fundamentalmente cambiante e inestable. Este tipo de inestabilidad determina qué es claro y qué es oscuro en la Biblia: “En este momento, llamo oscuras o cIaras aquellas frases cuyo sentido se colige difícil o fácilmente del contexto de la oración, y no en cuanto que su verdad es fácil o difícil de percibir por la razón” (Spinoza, 1997, p. 196). La misión metodológica es determinar en toda ocasión la parte que juega la sobrelectura en la escritura para poder iluminar el eterno significado estricto de la Ley, su núcleo mínimo, y censurar cualquier significado supernatural de ella. A cambio, el método también nos enseña que no puede haber significados eternos de la Ley, no significado inmediato del mensaje internamente escrito, sin antes una sobredimensión simbólica de todas las escrituras y todos los signos que constituyen nuestro primer encuentro con la Ley, un primer encuentro sin el que no habría Ley del todo. La sobrelectura, entonces, cuando se aborda críticamente, no es una fuerza de esclavitud sino en cambio una apertura a la verdad, su puerta.

  1. Conclusión

Como sabemos, Spinoza defiende la libertad de opinión, esto es, también la libertad de sobreinterpretación. Los lectores deben ser libres para ver las cosas y palabras que quieran mientras que su credo personal concuerde con la paz, la moralidad y la estabilidad política. Por ende, en el Tratado, la libertad de opinión está fundada en el hecho de que “a adaptar estos dogmas de fe a su propia capacidad e interpretarlos para sí del modo que, a su juicio, pueda aceptarlos más fácilmente (Spinoza, 1997, p. 316). La libertad de expresión está pues esencialmente vinculada al reconocimiento de la legitimidad de la tendencia natural de todo humano a sobreinterpretar o sobreleer y la dimensión simbólica de estas operaciones. Todos son soberanos cuando se trata de temas religiosos, y ninguna autoridad externa debe nunca legislar para ellos. Tal es la fundación de la democracia y prueba que la fe o la aproximación a Dios de la gente ordinaria no puede reducirse a un acto de devoción crédulo e idiota.

Una vez más, esto no implica que algo como un poder hermenéutico autorregulativo funciona en el corazón de la sobreinterpretación y permite a la superstición controlarse a sí misma, transformando automáticamente el exceso exegético en un correcto entendimiento de la Ley. Para Spinoza lo simbólico, fundado en la sobreinterpretación, está siempre comprometido con su propia contextualización y no tiene esencia fuera de ella. Por definición, nadie es capaz de saber cuál será el próximo contexto —y no le compete a la filosofía decidir. La filosofía debe quedarse en su propio lugar —lo que no significa que la filosofía no está interesada en lo simbólico.

Esto me lleva de nuevo a Deleuze. Al confrontar a Gottfried Wilhelm Leibniz y Spinoza sobre la expresión, Deleuze afirma que la gran diferencia entre ellos es que Leibniz integra lo simbólico al concepto de la expresión, mientras que Spinoza lo excluye. La equivocidad, las sombras, la ambigüedad tienen lugar en el expresionismo leibniziano. Con Leibniz, Deleuze dice, tenemos “una filosofía «simbólica» de la expresión, donde la expresión jamás es separada de los signos de sus variaciones, como tampoco de las zonas oscuras en que se sumerge” (Deleuze, 1999, p. 327). Este no es el caso para Spinoza,

Pues lo esencial, para [él], es separar el dominio de los signos, siempre equívocos, y el de las expresiones cuya regla absoluta debe ser la univocidad. Hemos visto en ese sentido cómo los tres tipos de signos (signos indicativos de la percepción natural, signos imperativos de la ley moral y de la revelación religiosa) eran radicalmente rechazados hacia lo inadecuado (Deleuze, 1999, p. 328).

¿Por qué la compulsión de castrar la expresión de Spinoza de sus símbolos? ¿Por qué esta idolatría de la transparencia? En contra de tales gestos represivos, afirmo que reconocer la dimensión simbólica de la inmanencia de ninguna manera la destruye. Esencialmente, le permite respirar.

Referencias

Balibar, E. (1996). Spinoza y la política. Buenos Aires, Argentina: Prometeo.

Benveniste, É. (1983). Vocabulario de las instituciones indoeuropeas, Madrid, España: Taurus.

Brochard, V. (2013). Le Dieu de Spinoza. París, Francia: Manucius.

Deleuze, G. (1999). Spinoza y el problema de la expresión. Barcelona, España: Muchnik.

Joughin, M. (1990). Translator’s Preface. En G. Deleuze, Expressionism in Philosophy: Spinoza (pp. 5-11). Nueva York, Estados Unidos: Zone Books.

Levinas, E. (2005). Difícil libertad. Ensayos sobre el judaísmo. Buenos Aires, Argentina: Lilmod.

— (2006). Más allá del versículo. Lecturas y discursos talmúdicos. Buenos Aires, Argentina: Lilmod.

— (1994). Beyond the Verse: Talmudic Readings and Lectures. Londres, Inglaterra: The Athlone Press.

Saussure, F. (2014). Curso de lingüística general. Ciudad de México, México: Fontamara.

Spinoza, B. (1997). Tratado teológico-político. Trad. Atilano Domínguez. Barcelona, España: Atlaya.

— (2000). Ética demostrada según el orden geométrico. Trad. Atilano Domínguez. Madrid, España: Trotta.

Yovel, Y. (1989). Spinoza and Other Heretics, Volume 2: The Adventures of Immanence. Princeton, New Jersey: Princeton University Press.

[1] Véase el Tratado teológico-político de Baruch Spinoza (1997).

[2] Levinas escribió tres ensayos sobre Spinoza. Véase “El caso Spinoza” y “¿Has releído a Baruch?”, en Difícil libertad. Ensayos sobre el judaísmo de Emmanuel Levinas (2005). También véase el capítulo “El trasfondo de Spinoza”, en Más allá del versículo. Lecturas y discursos talmúdicos de Emmanuel Levinas (2006). Levinas también se refiere a Spinoza esporádicamente en algunos otros textos, pero en el presente ensayo me concentro sobre todo en los tres ensayos publicados de Levinas sobre Spinoza en el contexto de la discusión de la hermenéutica bíblica mencionada arriba.

[3] Véase “Sobre la lectura judía de la escritura”, en Más allá del versículo (Levinas, 2006).

[4] Compárese con Spinoza y la política de Etienne Balibar (1996, pp. 59-66).

[5] Véase Le Dieu de Spinoza de Victor Brochard (2013, p. 14).

[6] “De donde resultó también que imaginaban a Dios como un rector, un legislador, un rey misericordioso, justo, etc. Pero, como todos éstos no son más que atributos de la naturaleza humana, hay que excluirlos totalmente de la naturaleza divina.” (Spinoza, 1997, p. 144). Sobre este punto, véase también el apéndice del libro 1 de la Ética, de Spinoza (2000, pp. 67-73).

[7] Esta hipótesis es repetida dos veces en Levinas: “¿Qué en sus estudios judíos Spinoza quizá tuvo tan sólo maestros intrascendentes? ¡Qué pena!” en “El caso Spinoza” (Levinas, 2005, p. 137); y véase “El trasfondo de Spinoza” (Levinas, 2006).

[8] Sobre el difícil problema de la relación entre las lecturas aprendidas de la Torá (pardes) y las personales, véase en particular “Sobre la lectura judía de la Escritura” en Más allá del versículo (2006).